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Revista Observaciones Filosóficas


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art of articleart of articleSólo un Dios puede aún salvarnos

Dr. Jacobo Muñoz Veiga1 - Universidad Complutense de Madrid
Heidegger o el final de la filosofía. 2

Al parecer, el polémico tema de la probada relación positiva, aunque incidental y de calado último todavía oscuro, de Martin Heidegger con el movimiento nacionalsocialista está condenado a salir a la luz pública con agria recurrencia. Desde el ya lejano 1946, en que Karl Löwith, Alphonse de Waelhens y Eric Weil polemizaron en las legendarias páginas de Le Temps Modernes sobre las presuntas «implicaciones políticas de la filosofía de la existencia» hasta la reciente oleada de tomas de posición de uno u otro signo motivada por el minucioso libro de Víctor Farias -un tanto policiaco en su intención de fondo, todo sea dicho-, la discusión no ha cerrado nunca, en efecto, su curso. En el tono menor y en los ámbitos restringidos, claro es, que parecen, de acuerdo con la naturaleza de la cosa, corresponderle. De ahí lo llamativo de la amplitud publicística del eco despertado por el libro de Farias... Un libro, por cierto, en el que la tan vieja como sorprendente tendencia a centrarse exclusivamente en el «caso Heidegger» es llevada al virtuosismo. Al menos Lukács, como acaba de recordar Pierre Aubenque, aún se tomó la molestia de integrarlo en un poderoso contexto, anti-ilustrado, en definitiva, cuya bifronte y decisiva sustancia última -para lo que aquí está en juego- ignoran ya, sin mayores escrúpulos intelectuales, los apasionados de las anécdotas.

Los desafíos que plantea el pensamiento de Heidegger están, sin duda, en otro sitio. O no se agotan, si se prefiere, en los aledaños de 1933. ¿Cómo entender, si no, la fascinación que ha ejercido y ejerce sobre los más variados espíritus`? La lista sería interminable: desde los intérpretes en clave fenomenológico-existencial de Ser y Tiempo, al modo de Sartre o Merleau-Ponty, a los que en Heidegger han visto la más profunda crítica desarrollada en nuestro siglo de la filosofía fundamentalista de la consciencia y del primado del sujeto propia de la Modernidad hoy adjetivable ya como «clásica». O a los que han encontrado claves «deconstruccionistas» máximamente potenciables en su vigorosa «destrucción» de la historia de la filosofía. O a los que han pretendido, en fin, aprender de su crítica radical de la modernidad técnico-planetaria y su razón-de-dominio. La lista sería interminable: Derrida, Gadamer, Marcuse, Hanna Arendt, el mismo Foucault, Goldmann, los neopragmatistas a modo de Rorty, Jacques Lacan, Blanchot, Vattimo...

¿En otro sitio? Tal vez en la inclemente lógica epocal «cristalizada» que nos ha llevado a ser lo que somos y no somos en un mundo en el que el agotamiento de las premisas morales de la Ilustración coexiste, por decirlo al modo de Gehlen, con el funcionamiento cada vez más automático de sus consecuencias materiales. En lo que confiere, por tanto, de hecho su rara capacidad de influencia a la crítica «radical» de la modernidad desarrollada, en sintonía con Nietzsche y Weber, por Heidegger. Esto es -y como simple hipótesis de trabajo cuyo desarrollo hasta sus últimos recodos resultaría, sin duda, más fructífero que el fácil cultivo de la «caza de brujas»-: en la creciente consciencia pública, más cínica que trágica, desde luego, del carácter nihilista de nuestro tiempo. (Y ello con independencia del grado de «vitalidad programática» que aún pueda corresponderles, más allá de los usuales discursos autolegitimatorios de los dueños de este mundo, a las «premisas normativas» de la Modernidad.)

Que Heidegger se ha hecho eco como pocos -unos pocos entre los que habría que citar, desde luego, a Wittgenstein y a Musil, a Weber y el primer Lukács, a los «viejos» frankfurtianos o incluso a Bataille y Foucault- de este estado de cosas, elevándolo a consciencia con la fuerza cegadora que le da su misma renuncia al principio de la concreción positiva, es ya simplemente un dato de nuestra historia cultural. Y como todo dato relevante, de imposible ignorancia. Independientemente, claro es, de lo que pueda pensarse de los efectos redentores que asigna a ese «pensar esencial», capaz de conferir sentido, llamado a abrir, en la diferencia, un espacio al «acontecer» genuino del Ser, propicio, en fin, al roturar de un nuevo comienzo... Y de sus mismas oscilaciones. (De las que, por cierto, tampoco estuvo exento ese gemelo enemigo de Heidegger que fue Ludwig Wittgenstein, sobre quien la Rusia de Stalin ejerció en un momento dado, por razones sin duda más ético-tolstoianas que políticas, una fascinación que aún no ha sido suficientemente analizada.)

¿Cómo extrañarse, dado el vaciamiento y la autocomplacencia crecientes del pensamiento actual, incluso del que aún se reclama de la tradición crítica, de la capacidad de resistencia que en un mundo de mecanismos fácticos cada vez más poderosos están revelando estos discursos-límite? «Al sentido de la vida, es decir, al sentido del mundo -escribía Wittgenstein una vez arrojado del mundo, por la propia lógica de su sistema y la naturaleza de las cosas, el sentido y el valor- podemos llamarle Dios... La plegaria es el pensamiento en el sentido de la vida.» En su entrega a una poderosa, ferviente e implacable nostalgia de la justicia completa, de esa justicia a cuyo absoluto e incontestable valor apunta precisamente la «razón objetiva» o sustantiva: esa razón que, a diferencia de la instrumental, entraña una decisión positiva sobre los fines, una justicia, en fin, que ni existe ni puede existir en este mundo, por lo que habrá de tener su hogar, constituyéndose a un tiempo en él, en lo enteramente distinto, el viejo Horkheimer recuperaría, a su vez, un nombre concreto: Dios. Pero un Dios en realidad innominable -de acuerdo con las prescripciones de la vieja teología judaica-, desconocido, un Dios cuyo rostro es el de la nostalgia que sólo sabe de sí, un Dios al que hay, en una palabra, que crear como garante último de que el enorme sufrimiento acumulado por la humanidad (en el pasado, pero también en el presente y en lo que aún pueda quedarle por vivir) no habrá sido en vano. «Sólo un Dios puede aún salvarnos» dejaba, por último, escrito Heidegger en su testamento filosófico-político, en esta coyuntura epocal de patologías inabarcables, de errancia moral, de lucidez inane: «Todo funciona. Esto es precisamente lo inhóspito, que todo funciona y que el funcionamiento lleva siempre a más funcionamiento y que la técnica arranca al hombre de la tierra cada vez más y lo desarraiga... Sólo nos quedan puras relaciones técnicas.»

Dios, la gran metáfora que adensa su presencia cuando la noche cae sobre el mundo y lo vacía. Plenitud cifrada de la ausencia en un mundo finalmente reducido a solar de escombros, a ese vertedero y desmonte indiferente de la radical inanidad de los personajes-muñones de Beckett o de las sombras de Bernhard. O al habitáculo gélido, en su perfección mecánica, de una consciencia abolida, puro hueco ya sin hueco, a la que -consumando una de las evoluciones posibles del proceso de relativización/desvalorización histórica y metafísica de cuanto rige la acción humana del que Nietzsche ha sido cronista mayor: verdadero escriba de esa máscara última del caos que es el «orden en el desierto»- remite Jünger, el viejo interlocutor de Heidegger, en El corazón aventurero: «No poder dudar ya, ser incapaz incluso de participar en la parte oscura de la fe: este es, y sólo él, el estado pleno de la falta de gracia, el estado de la muerte fría, en el que incluso se ha perdido ya el olor pútrido, ese último aliento oscuro de la vida.»

¿Un excesivo cierre del universo de discurso? En cualquier caso -y por entrar reconstructivamente en el posible fundamento de la objeción frontal que ese interrogante insinúa- a ese nivel de radicalidad se mueve la crítica civilizatoria de Martin Heidegger. Ya en 1945 escribía, en efecto, sirviéndose una vez más de Jünger como pretexto: «Lo que en la idea del dominio y en la figura del trabajador piensa Ernst Jünger y lo que ve a la luz de esta idea, es el dominio universal de la voluntad de poder dentro de la historia vista planetariamente. En esta realidad está hoy todo, llámese comunismo o fascismo o democracia mundial.» En la rígida e indiferente uniformidad última de todos los esfuerzos y tendencias de una Endzeit de consumación y despliegue omnilateral de la Modernidad dominada por la voluntad de voluntad -que no otra cosa es, en definitiva, la voluntad de poder nietzscheana- cifra, pues, Heidegger la realidad de nuestra época. Esta homogeneización absoluta, planetaria, que percibe le exime, sin duda, de toda atención inútil al matiz diferencial (político, socioeconómico o religioso). Su clave material -que es, a la vez, el eje de su análisis: la instancia unificadora, pues, con que opera Heidegger- puede formularse de modos distintos. Pero todos ellos confluyen, unificándose, en esa homogeneización de la que son causa y efecto a un tiempo: un pensamiento meramente calculador (no genuinamente «meditativo»); el sometimiento de todo ente a una voluntad de voluntad que lo organiza y domina: la técnica, actual configuradora esencial de lo planetario, de lo que ahora es, que recibe de ella todos sus rasgos («funcionalidad», «perfección», «automatización», «burocratización», «información»...); la metafísica consumada, vollendet.

Afirmar tal equivale, claro es -al menos en cierto modo-, a afirmar el definitivo prevalecimiento/cumplimiento de la filosofía de Nietzsche, una filosofía de «consumación», de estadio final, que descifra, en un primer paso, el nihilismo latente en/de la entera historia universal, que formula seguidamente la tesis del nihilismo pleno de la voluntad de poder y que esboza, por último, una posible superación del nihilismo a partir del principio de la voluntad de voluntad. Pero dejemos la palabra al propio Heidegger:

«La voluntad de voluntad da forzosamente de sí, en cuanto formas suyas fundamentales de manifestación, el cálculo y la organización dispositiva de todo, y ello con el solo objeto de proseguir y perpetuar su incondicional aseguramiento. La forma fundamental de manifestación, en la que seguidamente la voluntad de voluntad se organiza dispositivamente y se calcula a sí misma en lo ahistórico del mundo de la metafísica puede ser llamada sucintamente «la técnica». En el bien entendido de que este nombre acoge todos los ámbitos del ente, que en cada caso aprontan el todo del ente: la naturaleza objetivada, la cultura fomentada, la política hecha y los ideales construidos. El nombre «la técnica» es entendido aquí tan esencialmente que en su significado se solapa con el título: «la metafísica consumada» (Superación de lo metafísica, 1936-1946).

La constelación presente -epocalmente nuestra- de mundo que construye la técnica, en cuanto expresión/corporeización del dominio de la voluntad de voluntad arroja, pues, entre sus rasgos el de la mala unidad: una unidad homogeneizadora propia de la más férrea lógica de la identidad que se consuma en un todo penetrado hasta en sus últimos recodos por dicha voluntad de voluntad que no es transparente para sí mismo. Su cerrazón es absoluta. Olvido y pérdida del ser son otros de sus rasgos. Y no los de menor porte «esencial». Y todos ellos están en la raíz de la decadencia del presente, son esa raíz: la raíz de ese «y así sucesivamente, sin límite ni medida, de lo siempre igual e indiferente», de ese «paroxismo sin remedio ni consuelo de la técnica desencadenada y de la organización desarraigada, sin suelo, del hombre normal» de que habla Heidegger en el primer capítulo de su Einführung in die Metaphysik (curso de 1935; primera edición, 1953).

Nivelación, pues, en lo insignificante y «mediano» bajo el signo de la «organización» total; desarraigo; impotencia del pensar meramente calculante; insignificancia, en un sentido profundo, de esa voluntad de voluntad: su carácter indiferente e indiferenciador resulta sólo comparable a la omnipotencia de su conatus...

Desde esta perspectiva radical lo que Nietzsche anunció en su día como (futura) lucha global de las visiones del mundo, una lucha hoy real, es un fenómeno diferente, en cuanto a su apariencia, a su «gramática superficial», de lo que según su esencia, su «gramática profunda», realmente es. Porque si las visiones del mundo y los movimientos políticos modernos luchan, en efecto, y por una parte, necesariamente entre sí, y su lucha es, en un sentido inmediato, real, ya que desde sus propias perspectivas tienden al dominio sobre el todo, por otro, en cambio, también aquí cumple y culmina la voluntad de voluntad su designio uniformador. En su contraposición superficial, externa, y al hilo de ella, dichos movimientos y visiones del mundo reproducen de igual modo esencial la homogeneidad unitaria, la uniformidad de fondo de la época presente, de nuestra modernidad consumada. Lo que permite a Heidegger percibir socialismo, marxismo, nacionalismo, racismo, biologismo, psicologismo, positivismo, materialismo, «americanismo», liberalismo o «democratismo» como una y la misma cosa -según anticipamos ya-: vectores (aparentemente enfrentados) que cooperan al cálculo, planificación y doma de lo que hay (hombre y ente) a partir de y en orden al interés de dominio de la voluntad de voluntad (rostro ciego, pero activo, del nihilismo plenamente advenido). (Sin que importe demasiado, claro es, la lectura que esos movimientos hagan, llevados de su propia perspectiva, de la relación, que puede ser incluso negativa, que aparentemente sostienen ellos mismos con ese cálculo, esa planificación y esa doma.)

Las citas podrían multiplicarse:

El proceso fundamental de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen. La palabra imagen significa ahora: la hechura del elaborar representador. En éste, el hombre lucha por la posición en que él pueda ser ese ente que da a todo ente la medida y le traza la pauta. Porque esta posición se asegura, articula y expresa como visión del mundo, la relación moderna con lo ente se convierte -en su despliegue decisivo- en disputa entre visiones del mundo, y no cualesquiera, ciertamente, sino sólo entre las que han hecho suyas ya con la mayor resolución las posiciones extremas del hombre. De cara a esta lucha de visiones del mundo y de acuerdo con el sentido de ella, el hombre pone en juego el poder sin restricciones del cálculo, de la planificación y de la doma de todas las cosas. La ciencia como investigación» -una ciencia determinada por el modelo de la empresa y una investigación sometido a regla y ley: dominio del ente que es objeto de representación- «es forma indispensable de ese instalarse en el mundo, una de las vías por las que la época moderna se entregó al cumplimiento de su esencia con una velocidad ignorada por quienes participaron en ello». (La época de la imagen del mundo, 1938).

O también:

«La lucha entre los que están en el poder y los que quieren el poder: por doquier está la lucha por el poder. Por doquier es el propio poder lo determinante. En virtud de esta lucha por el poder, y a través de ella, es puesta por ambas partes la esencia del poder en la esencia de su dominio incondicional. A la vez se oculta aquí algo, que esta lucha está al servicio del poder y es querida por él. Ese algo se ha adueñado antes de estas luchas (porque) sólo la voluntad de voluntad decreta estas luchas. Pero el poder se apodera de tal modo de los humanos, que expropia a los humanos de la posibilidad de salir alguna vez, por estas vías, del olvido del ser. Esta lucha es necesariamente planetaria y, como tal, indecidible en su esencia, porque nada tiene que decidir, porque queda excluida de toda diferencia, de la diferencia (del ser respecto del ente) y con ello de la verdad y por la propia fuerza es arrojada... fuera... al abandono del ser» -que no otra cosa es el nihilismo desde el punto de vista de la historia del ser- (Superación).

Desde este prisma de granítica homogeneidad epocal bajo el signo activo del aprovechamiento de todo al servicio del autorreforzante disponer y ejercitarse de la voluntad de voluntad, incluso la libertad y su carencia, la paz y la supervivencia u opresión, la guerra y la destrucción, no son, ni pueden ser considerados sino como tendencias -diversas, sí, pero entrelazadas y a menudo sincrónicas- de dirección o pilotaje, aseguramiento y uso de acuerdo con la pauta de lo útil o desventajoso para los designios de la voluntad de voluntad, designios cuyas diferentes perspectivas componen un TODO. Que la propia diferencia entre guerra y paz sea secundaria, o menor, es -puestas así las cosas- algo que va de suyo. Una vez sentado, en efecto, en Superación..., que «en la era del poder exclusivo del poder, esto es, del incondicional aflujo del ente a ser usado en el uso que consume y agosta», una época en la que «el mundo se ha convertido en in-mundo», Heidegger afirma que más allá de la guerra misma está el desnudo extravío del consumo agostador del ente en el autoaseguramiento del ordenar a partir del vacío del estado de abandono del ser...

«... la respuesta a la pregunta por la paz -¿cuándo tendremos paz?- no puede, pues, tener lugar. Y no porque la duración de la guerra sea imprevisible, sino porque pregunta por algo que ya no es: ni la propia guerra es algo que pudiera desembocar en la paz: la guerra es, se ha convertido en, una variante del uso agostador del ente» -del abuso de lo que hay- «que es proseguido en la paz».

La contradictoriedad o lucha de tendencias (políticas, cosmovisionales...) no es, pues, el peligro, sino ese querer organizar, dirigir y asegurar o reforzar órdenes, ese producir técnico que cree «poner orden» en el mundo, cuando en realidad, tal ordenar destruye «todo ordo, es decir, toda jerarquía, porque la uniformidad del elaborar lo achata y de esta suerte elimina del ser el ámbito de un posible origen de rango y reconocimiento» (¿Para qué ser poeta?, Conferencia dictada a la memoria de R. M. Rilke el 29 de Diciembre de 1926).

No necesitaré subrayar las dificultades que para una filosofía práctica centrada en el primado de la praxeología concreta, de la fijación y plausibilización de fines de acuerdo con valoraciones y valores debatidos y racionalmente asumidos, presenta este enfoque -que es, en definitiva, el de la disolución ontológica de la ética-. Todos los matices diferenciales, los esbozos de divergencias, son homogeneizados -como sabemos ya- por Heidegger en cuanto efectuaciones de una voluntad de voluntad, genuino Supersujeto situado más allá o más acá de la usual dialéctica sujeto/objeto, que siempre se confirma y refuerza. Puestas así las cosas, consumado el nihilismo -en un «in-mundo» en el que «lo humano del hombre y lo cósico de las cosas se disuelven en el seno de un producir que se impone en el calculado valor de cambio de un mercado que no sólo abarca la tierra entera, como mercado mundial, sino que como voluntad de voluntad mercadea en la esencia del ser y de esta suerte lleva todo ente al actuar de un calcular que domina tanto más intensamente allí donde menos se precisa de los cálculos» (¿Para qué ser poeta?)- poco espacio queda para una decisión racional que presupone diferencias y órdenes de valoraciones. O para una asunción de responsabilidad ético-política intersubjetivamente vinculante y sometida al primado de la concreción.

El propio Heidegger lo reconoce, por lo demás, explícitamente: en este terreno último, categorías como sentido o sinsentido, valor... no son el caso. «La incondicional uniformidad de todos los actuantes humanos de la tierra» -leemos en Superación...- «bajo el dominio de la voluntad evidencia la falta de sentido de la acción humana puesta absolutamente». Y:

«Los signos del último estado de abandono del ser son las invocaciones de “ideas” y “valores”, el confuso ir y venir de la proclamación de la “acción” y de la imprescindibilidad del “espíritu”. Todo esto viene ya tensamente inserto en el mecanismo del equipamiento del proceso de ordenación. Este mismo está determinado por el vacío del estado de abandono del ser, dentro del que el uso agostador del ente para el hacer de la técnica, al que también pertenece la cultura, es la única salida por la que el hombre obstinado por sí mismo, codicioso de sí, puede salvar aún la subjetividad en la super-humanidad. Infra-humanidad y supra-humanidad son lo mismo: van de consuno... (pero) tienen que ser pensadas aquí metafísicamente, no como valores morales.»

Poco lugar queda aquí, por otra parte, en este mundo errante, para dirección alguna, en el sentido del liderato político o de la guía moral. En su «supra-humanidad» los líderes son los primeros «empleados» dentro del curso del negocio del incondicional uso agostante de lo ente al servicio del aseguramiento del vacío del estado de abandono del ser, son los «funcionarios de la planificación total».

Si el juicio que este estado de cosas merece no puede ser trivialmente moral -por su propia condición-límite, por su calidad de destino-, tampoco su calificación en términos de «pesimismo» u «optimismo» parece pertinente:

«La decadencia espiritual de la tierra está tan avanzada que los pueblos amenazan con perder la última fuerza espiritual que puede hacer posible percibir la decadencia (mentada en relación con el destino del ser) y calibrarla como tal. Esta sencilla constatación nada tiene que ver con el pesimismo cultural, ni tampoco con el optimismo, por supuesto: porque la desertización del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación de los hombres, la sospecha llena de odio a que es sometido todo lo creador y libre han alcanzado ya tales dimensiones en la tierra entera, que categorías tan infantiles como pesimismo y optimismo hace mucho que no resultan ya sino risibles.» (Introducción...)

Con todo, a este nivel propiamente luciferino de lucidez, digámoslo así, aún cabe algún que otro juicio político, por mucho que a la vista de la amplitud y profundidad epocales de lo que está en juego Heidegger rechace explícitamente, con toda consecuencia, las categorías político-sociales y morales al uso, «cortas de miras y de aliento escaso», como podemos leer en ¿Qué significa pensar?

En esta misma obra, de comienzos de la década de los cincuenta, deja claro Heidegger, por ejemplo, su opinión negativa sobre los que intentan recomponer Europa de acuerdo con criterios propios de los años veinte, cuyo inmediato fracaso es ya historia vivida. Opinión que enlaza, ciertamente, con la valorización relativamente positiva que le merecen movimientos usualmente caracterizados como totalitarios, en el sentido de su tantas veces glosado reconocimiento, en Introducción..., de «verdad interna» y «grandeza» al nacionalsocialismo o de su percepción, en la Carta sobre el humanismo (1949), del comunismo oriental como algo en lo que se expresa -y no por azar o inconscientemente, como en «lo americano»- una «experiencia elemental» de lo que «histórico-mundialmente es el caso». Estos movimientos consuman, en efecto, a sus ojos, de modo consciente, buscado y pleno la voluntad de voluntad que protagoniza y empapa nuestro mundo, en tanto que las fuerzas «mediadoras», «retardatarias» -las democracias liberales occidentales, la visión cristiana del mundo-, se quedan en la pura imperfección, en el mal término medio. Heidegger no ve en ellas, pues, sino mediocridad: «medianías que en el actual estadio de la historia del planeta no encontrarán su sitio» (Nietzsche I, obra en la que Heidegger trabajó entre 1936 y 1946). Los objetivos, fines y medios, las causas y los efectos que se representan los defensores de esos modelos cortos de miras, que en la engañosa esperanza de salvar los valores morales o religiosos tradicionales intentan mediar entre lo heredado y el progreso, y que están en la raíz de sus esfuerzos, muchas veces bienintencionados, resultan, pues, para Heidegger, en cuanto tales representaciones, inútiles para una toma de posición abierta frente a lo que realmente hay. Son seinsgeschichtlich inválidos. (En los cuatro seminarios de Le Thor y Zähringen -1966/1973- Heidegger llegará incluso a exaltar a Marx como «pensador de la técnica»: nihilista consumado. Y al marxismo, como ya en la Carta..., como consciencia lúcida de lo que el americanismo vela y disfraza.)

La vieja temática de la «tragedia de la cultura moderna» cobra así nueva vida -una vida indiscutiblemente idiosincrática, desde luego- en Martin Heidegger, al igual que los tópicos centrales de la crítica radical de la Modernidad:

- la consciencia rilkeana de la alienación total del hombre moderno y su contra-tema, el de la autenticidad -«Dios mío, es que está todo hecho. Se llega, se encuentra uno una existencia ya preparada, no hay más que revestirse con ella» (Los apuntes de Malte Laurids Brige (1910)-, incluyendo en él la ambición de una «muerte propia»;

- el abismo thomasmanniano entre arte y vida, así como la contraposición entre cultura y civilización tan instructivamente llevada al límite en ese alegato contra la Ilustración francesa e inglesa que son las Consideraciones de un apolítico;

- la insistencia de Simmel en las «disonancias» de la vida moderna y, muy especialmente, en la ruptura, en nuestra época, del viejo equilibrio en un tono integrado de «cultura objetiva» -las instituciones, conocimientos, actitudes, etc., que el hombre ha ido desarrollando a lo largo de la historia- y «cultura subjetiva» -el aprovechamiento que el hombre hace de todo ello para su cultivo interior-, hasta el punto de que las máquinas, utillajes y aparatos que el mismo hombre ha fabricado, se le escapan de las manos y se le oponen con un poder externo del que se diría que tiene vida propia;

- la crítica del desarraigo del hombre y del pensamiento actuales, de su pérdida de suelo natal, en un marco general de desagregación social, sugerida y desarrollada influyentemente por Tönnies al hilo ya de su propia distinción entre comunidad y sociedad;

- las transformaciones en el estilo artístico ocurridas durante el período 1890-1920 ss.: transición del naturalismo -más o menos inspirado en la ciencia «materialista» de la segunda mitad del XIX- al expresionismo, en un proceso paralelo al contemporáneo de la «crisis de fundamentación» de las ciencias naturales y formales;

- las múltiples glosas de la fragmentación y de la crisis, de la impotencia ética de la razón científica y de la decadencia misma de una sociedad y una cultura en fase presuntamente «terminal» cobijadas en un plexo literario de rara riqueza -de la Chandos Brief de Hoffmannsthal a El hombre sin atributos de Musil-;

- la influyente crítica desarrollada por el joven Lukács -en sintonía con toda esta galaxia- del creciente dominio de lo mecánico, de las fuerzas automáticas ajenas a nosotros, de las instituciones y convenciones irreconciliables con el pálpito singular de lo individual-humano, del mundo del aislamiento y de la radical escisión entre lo interior y lo exterior, entre la subjetividad descentrada y fragmentada y el dominio de las grandes objetivaciones dotadas de una lógica propia e implacable, del mundo, en fin, de lo cuantitativo en trance de universalización y de la voracidad creciente del valor de cambio y del cálculo...

- y, en suma, la caracterización weberiana de la racionalidad occidental en términos de racionalidad mesológica (o instrumental, como luego dirían los frankfurtianos), una racionalidad -doblada, en lo que hace a los valores, de politeísmo- potente en el cálculo de medio para fines dados e impotente en lo que hace a la estipulación de estos mismos fines, que no dejan de ser, en una última mirada, los del sistema: la «jaula de hierro»,

todo ello opera, en efecto, a pesar de su singularidad estilística, con fuerza a un tiempo hermenéutica y constituyente en el universo conceptual creado por Heidegger desde su inicial crítica tecno-científica y del primado de un pensar meramente calculístico.

Con todo, el cierre del universo heideggeriano de discurso no es tan absoluto como el abismático planteamiento del tema permitiría inferir. Porque si, por una parte, parece claro que dada la radicalidad horizontal y vertical de su crítica Heidegger podría escapar a la conocida objeción de Foucault según la cual «cualquier crítica clama al vacío porque el propio crítico está en la máquina panóptica investido por sus efectos de poder que todos llevamos con nosotros mismos, puesto que somos parte de su mecanismo», aunque sea al precio del no-lugar, de la casi imposibilidad de la ética concreta en su razonar y en los resultados de este razonar implacable, toda vez que en su época de dedicación a la «historia del ser» no puede percibir en ella, dadas las actuales condiciones de dominio de la técnica y de olvido del ser, otra cosa que una super-técnica correspondiente a la técnica misma, una ética «tecnológica», digámoslo así, interior a la época criticada, por otra, cabría asimismo argumentar que Heidegger esboza una invitación a un pensar rememorante, meditativo, al hilo del que el verdadero problema de la ética podría ser -tal vez- replanteado en términos positivos: los de un nuevo comienzo.

El camino tentativamente resolutorio de este laberinto no es, pues, el de las éticas al uso (dialógicas o no, personalistas o no, neo-comunitaristas o no, individualistas o no). Ni resulta tampoco demasiado intuitivamente plausible... Recordemos, simplemente, cómo formula Heidegger su juicio crítico-epocal: en términos de olvido y abandono del ser, de ocultamiento, de extrañeza. Y, sobre todo, de sino y de destino. Recordemos también cómo al hablar de la uniformidad del mundo moderno afirma, casi como de pasada, en una de las importantes notas de La época de la visión del mundo que «esa uniformidad pasa a ser el instrumento más seguro del dominio completo, es decir, técnico, sobre la tierra. La libertad moderna de la subjetividad se disuelve completamente en la objetividad que le es conforme. (Y) el hombre no puede abandonar de suyo ese destino de su esencia moderna o quebrantarlo mediante un gesto de autoridad». Y no dejemos, por último, de recordar también, en esta breve lista de testimonios -fatalistas o tal vez incluso asfixiantes a ojos de algún lector desprevenido- sobre el dominio omniabarcante del Ge-stell, de la técnica en cuanto sino determinante y secreto indomeñable, en cuanto seguridad máxima y peligro extremo, cómo para Heidegger nuestra época pende, en definitiva, del abismo, en el sentido de la total ausencia de una raíz y un suelo para cualquier posible enraizar y alzarse. Y recordamos también, para acabar con esta lista, su doble legado. Contradictorio, pero no «cerrado», a pesar de la precariedad y la indigencia de esta media-noche genuina de una noche del mundo, a pesar de la oscuridad suprema, en fin, de esta noche mundanal.

Por un lado, el «sólo un Dios puede aún salvarnos»: verdadero testamento de Heidegger. Por otro, las palabras con las que cierra su comentario del dictum nietzscheano «Gott ist tot», anverso y/o reverso del anterior, un dictum, en cualquier caso, el de Nietzsche, que anuncia y consuma ese veredicto global, que emblemáticamente sintetiza, de nihilismo (y/o consumación de la metafísica) como destino de nuestra época: «El pensar sólo empieza cuando llegamos finalmente a experimentar (o saber) que la razón -exaltada durante siglos- es la más enconada (tenaz) adversaria del pensar». Un pensar ajeno, pues, contrario al pensar «racional», calculante, científico-positivo, incluso meramente praxeológico... Un pensar, en suma, del ser, esencial, otro, un pensar «meditativo», opuesto al calcular y conocer objetivista y representacional, que abre un camino por el que pensador y poeta discurrirán juntos por vía inconceptuable. (Por lo demás, ni siquiera la analítica existencial dio en su día como resultado un catálogo de conceptos categoriales en orden de fundamentación lógico-extensional.) Por lo que hace al pensador, además, la inconceptualidad de un pensamiento será precisamente señal de que no ha extraviado su camino, pues su camino es el de lo cuestionable, el de la eterna pregunta, no el de la respuesta acuñada en conceptos. El camino partirá, ciertamente, de la contemplación del «ente como hoy es», pero preparándose el pensamiento en él para saltar, abierto al misterio, al abismo que es el Ser, el abismo inconceptuable del que, sin embargo, procederá la futura nominación (poética), originaria, no derivativa, como los «meros» conceptos obtenidos por abstracción.

Es este, por otra parte, un pensamiento por venir, que no será ya filosófico, ni tampoco metafísico, como corresponde a un mundo -«in mundo»- en el que desacostumbrándonos de la vieja sobreestimación de la filosofía deberemos atender más bien precisamente al pensamiento: un pensar en que pueda iniciarse un nuevo comienzo, un pensar, en fin, capaz de alentar una transformación tal que podamos residir en el mundo de un modo «totalmente distinto». Alta misión, pues, la que Heidegger asigna a ese pensar meditativo y esencial (a la vez que rememorante), un pensar que girando en torno al Ser, al Ser respecto a su diferencia del ente, se haga cargo de la diferencia en cuanto tal diferencia y prepare un mundo en el que brille al fin la luz del Ser y con ella otra humanidad, una humanidad capaz de habérselas con lo que hay de un modo no condicionado por el punto de vista técnico-calculístico (en el desertizador sentido definido).

Tal vez entonces haya lugar para una ética originaria que a un tiempo abra espacios para la diferencia y sea capaz de conferir Sentido -como la Razón Sustantiva de los frankfurtianos, como el Dios futuro o por crear, o incluso como el propio Ser pensado como acontecimiento en la cuaternidad que en cuanto espaciamiento de divinos y mortales, cielo y tierra, hace posible un mundo no entendido ya como la (moderna) entidad de lo ente unificada tan sólo por relaciones de fuerza y objeto de representación (y dominación) de/para el sujeto cognoscente y actuante, sino como espacio en que se juega el tiempo de vida del hombre. Estaríamos así lejos de ese decisionismo tan característico de nuestra época -la de la desertización del mundo y la consumación del nihilismo-, una época en la que la elección sólo puede ser convencional, arbitraria: si no existe la verdad, el criterio operativo puede ser, en efecto, determinado a placer, como las reglas del ajedrez o las señales del código de la circulación..., pero siempre, claro es, dentro del juego sistemático. Habríamos, en fin, dado con una fundamentación genuina del momento ético.

Entretanto, tan sólo la espera nos ofrece un perfil verdaderamente definido. (Otra cosa es -o lo mismo- que el último Heidegger sea fiel, una vez más, a la metafórica del retorno, de la rememoración y del regreso. O a ese lenguaje «puramente maternal o paternal, de un país natal del pensamiento, nutricio de él, que hemos perdido», como ha hecho ver Derrida. O a la «lírica sentimental del suelo natal» y a la recuperación de la esencia greco-alemana, como acaso con peor intención ha sugerido Habermas. Pero, en fin, ya Heráclito identificó en su día el camino que sube y el camino que baja. Y Eliot situó nuestro final en nuestro comienzo.)



1 JACOBO MUÑOZ VEIGA  es catedrático de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Nacido en Valencia en 1942, doctorado en la Universidad de Barcelona en 1973 con una tesis dirigida por Emilio Lledó. Es considerado como uno de los filósofos "puros" más destacados del país y a pesar de eso no se incluyó a sí mismo en el "Diccionario de Filosofía" que ha publicado en el mes de marzo de este año en colaboración con cinco alumnos de su Facultad. Aparte de publicar libros y dirige tesis doctorales desde 1982 con temas tan variados como "La teoría del valor de Marx en la filosofía moderna", "El pragmatismo de Peirce y Dewey" o "La filosofía del lenguaje Wittgenstein".
Entre sus publicaciones destacan Lecturas de filosofía contemporánea (1984), Inventario provisional. Materiales para una ontología del presente (1995) y Figuras del desasosiego moderno. Encrucijadas filosóficas de nuestro tiempo (2002), El retorno del pragmatismo, así como un Compendio de epistemología (2000), del que es coeditor junto con Julián Velarde. Ha desarrollado asimismo una extensa tarea como editor y traductor de pensadores contemporáneos (Lukács, Heidegger, Husserl, Wittgenstein.) Correspondencia (1928-1940) Theodor W. Adorno y Walter Benjamin, en edición crítica.
Director del Departamento de Filosofía IV (Teoría del Conocimiento e Historia del Pensamiento) de la Universidad Complutense de Madrid hasta el año 2000.
Miembro honorario del Consejo Editorial de Revista Observaciones Filosóficas.

2 NAVARRO CORDÓN, J. M., RODRÍGUEZ, R., (Compiladores) Heidegger o el final de la filosofía, Editorial Complutense, Madrid, 1997, pp. 127-138.
Revista Observaciones Filosóficas - Nº 11 / 2010


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