La ruptura de Nietzsche con la antigua tradición evangélica europea permite percibir que, a partir de cierto estadio de la Ilustración, las funciones indirectamente eulógicas del discurso ya no pueden ser aseguradas por compromisos relacionados con el deísmo y la educación protestante. Aquel que busque todavía un habla que permita al hablante suscribir every human excelence, o al menos, asegurarse una participación en los más altos destinos, deberá desarrollar a partir de ahora estrategias de lenguaje que vayan más allá del eclecticismo jeffersoniano. En lo que toca a las comunicaciones de la modernidad, ya no es suficiente con la mera evasión de penas por medio de la difusión de comprometedoras noticias sensacionalistas; y tampoco basta la simple propagación de apocalipsis furibundos y amenazas moralizantes que comprometían a cada orador ante un público de impronta secular o humanista. Quién podría darse por aludido hoy por un orador como el Jesús de Marcos 9:42, alguien que cree correcto decir: “A quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos y lo arrojasen al mar.” Un comentador del año 1888 se contentó con señalar: “¡Qué evangélico!”.
Las tijeras no pueden salvar ya la autoestima del hablante por medio de la difusión de la buena nueva, pues incluso el resto del Evangelio se revela como algo que apenas resiste el examen. Ni siquiera la desmitologización podrá volver a ponerlo en pie. Demasiado turbias, demasiado sospechosas, son las fuentes a partir de las que inician su vuelo los bellos discursos, con su universalismo rencoroso y su amenazante buena voluntad. Aun en caso de ser posibles todavía en absoluto las buenas nuevas, y si los presupuestos de la difusión se consumaran en una cadena de la suerte, unas y otros deberían ser redactados de nuevo, llegar a ser lo bastante nuevos como para evitar similitudes penosas con viejos textos que se han vuelto inaceptables, pero seguir siendo lo bastante similares como para volverse verosímiles, al menos como continuaciones formales del bagaje evangélico recibido. Por ello, ocurre por primera vez que la refundición de un discurso que sea predicable para el predicador a partir de la expectativa de beneficios se logra por medio de la subversión de las formas anteriores. Pero Nietzsche no quiere ser apenas un parodista del Evangelio; no desea sólo unir a Lutero con el ditirambo y cambiar las tablas mosaicas por las zaratustrianas. Se trata para él mucho más de colocar en un orden completamente nuevo las relaciones de los credos y el encadenamiento de las citas de autoridad, pues va implicado en ello el examen de la diferencia entre una profesión de fe y una cita. El autor de Zaratustra quiere renovar desde sus bases la fuerza eulógica del lenguaje, y liberarla de las trabas que le fueron impuestas por el resentimiento de impronta metafísica. Esta intención resuena en la frase en que Nietzsche asegura a su amigo Franz Overbeck, “...que con este libro he superado todo lo que ha sido dicho hasta ahora con palabras...” Y es también presupuesta cuando afirma ante el mismo corresponsal: “Ahora soy, con toda probabilidad, el hombre más independiente de Europa.”
El apogeo “o mejor, el espacio de operaciones” de esta independencia es el resultado del conocimiento que, ya desde los días de Humano, demasiado humano, Nietzsche fue logrando a partir de un agresivo ejercicio que llevó a cabo sobre su propia persona. El autor de La gaya ciencia se había convencido de que el resentimiento es un modo de generación de mundo, hasta aquí el más poderoso y nocivo, incluso. En todo lo que hasta el momento recibía los nombres de Cultura y Religión se encontraba la impronta decisiva de dicho modo: todo lo que durante una era supo presentarse como el orden moral del universo lleva sus trazos. De aquí resulta el final catastrófico que cae sobre el pensador como un conocimiento de siglos: que toda palabra signada por la metafísica gravita en torno a un núcleo misológico; las doctrinas de sabiduría clásicas son esencialmente sistemas de discursos malintencionados en relación con el ente en su totalidad. Cumplen la calumnia del mundo de parte de los que han llegado demasiado tarde, y tienen como meta la humillación de toda posición ligada con la autoalabanza. No es necesario extenderse aquí sobre la significación de que Nietzsche haya colocado al apóstol Pablo junto con Sócrates y Platón como el genio de la inversión, y aún menos sobre la circunstancia de que Nietzsche desvíe la atención de la gravedad de la operación paulina, para disponer su enmienda como eje de una historia del futuro. Ante este escenario el autor de Zaratustra se dispone a formular el primer eslabón de una cadena de mensajes de los que ha sido eliminado el falsete metafísico. Con respecto a esta maniobra, Nietzsche conoce a ciencia cierta su posición epocal; sabe que la desarticulación del inminente torrente de palabras del resentimiento y la nueva canalización de las energías eulógicas son un hecho “de la historia del mundo”; pero también comprende que operaciones de tal orden de magnitud requieren mucho tiempo; considera como parte de su martirio el no poder contemplar las consecuencias de su pensamiento capital: “Espero tanto de mí -escribe con leve autoironía en mayo de 1884 a Overbeck desde Venecia- que, con ingratitud, me pongo en contra de lo mejor que he hecho hasta ahora; y cuando no llego tan lejos que milenios enteros hagan sus más altos votos en mi nombre, entonces es ante mis ojos como si no hubiera logrado nada.” En septiembre del mismo año, hace la siguiente confesión ante Heinrich Köselitz: “Zaratustra tiene por lo pronto la falta absolutamente personal de ser mi libro de edificación y aliento, por otra parte, oscuro y secreto, y motivo de risa para todo el mundo.”
Un “libro santo”, un “libro edificante”, un libro de la independencia y el autodominio, un verdadero “libro de las cimas”, un “quinto evangelio”: las etiquetas de Nietzsche para Zaratustra, su “hijo” literario, surgen, como el texto mismo, de un fondo de tradiciones lingüístico-religiosas, que son transformadas para la ocasión. El fundamento esencial para la admisión renovada de tales fórmulas se encuentra más allá, sin embargo, de la esfera retórico-paródica. Nietzsche da a entender que el concepto de evangelio como tal, fue llenado hasta ahora con ejemplos falsos, pues en la tradición cristiana fueron difundidas como buenas nuevas aquello que según su valor y figura, sólo podía representar un triunfo de la misología. La vieja cuadratura de los evangelios no es a su modo de ver otra cosa que un manual para un malintencionado hablar del mundo por parte de los abogados de la nada, los ultrajados, los vengativos y perezosos; se coloca a la vez como escrito propagandístico del resentimiento, que convierte a las derrotas en éxitos, y disfruta de la postergada venganza como si se tratara de impulsos idealistas, lejos y por encima de la dura realidad. La arrogancia de Nietzsche se funda en la certeza de que recaía sobre él la tarea de interrumpir el continuum milenario de la propaganda misológica. Para el completo complejo de imposturas metafísicas, rige la observación de Ecce homo: “Ha acabado todo «impulso oscuro», precisamente el hombre bueno era el que menos conciencia tenía del camino recto... Y con toda seriedad, nadie conocía antes de mí el camino recto, el camino hacia arriba: sólo a partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos que trazar a la cultura “yo soy su alegre mensajero...”1
El evangelismo de Nietzsche significa por consiguiente: saberse en oposición a los poderes de inversión de milenios, en oposición a todo lo que hasta entonces se llamó evangelio; ve en eso su destino, tener que ser un alegre mensajero, como nunca lo hubo. Esa es su misión, destruir la competencia comunicativa de los envenenados. El quinto “Evangelio” Nietzsche pone sólo el sustantivo, no el adjetivo numeral, entre las comillas, y le adjunta como variantes las expresiones “Poesía” o “Algo para lo cual todavía no hay nombre”; deberá ser un evangelio de contraste que no tenga como contenido a la negación como liberación de la realidad, sino a la afirmación como liberación para la totalidad de la vida. Es un evangelio de la ya-no-más-necesidad-de-mentira, un evangelio de la negentropía o de la creatividad, y por consiguiente, bajo el presupuesto de que sólo pocos individuos sean creativos y capaces de acrecentamiento, un evangelio de minorías, o aun mejor: un evangelio “para nadie”, un envío para destinatarios no identificados, porque no existe todavía una minoría, por pequeña que sea, que pueda aceptarlo directamente como su mensaje. No es casual que, durante los meses y años críticos que siguieron a la publicación de las tres primeras partes del Zaratustra, Nietzsche haya señalado con una melancolía auténtica y ficticia al mismo tiempo, que no tenía ni un solo discípulo.
Esta comprobación será sólo aparentemente contradecida por el hecho de que el nietzscheano giro “vitalista” del pensamiento se revelaba ya claramente para asimilar las nuevas palabras de la afirmación de la vida; por otra parte, la consideración en términos históricos del hecho de que, poco después de la muerte de Nietzsche, se instaló una ola de interés que convirtió a Zaratustra en profeta de moda, y a la “voluntad de poder” en contraseña de escaladores, tampoco llega a desmentir la tesis de que no hay ni podría haber para este “Evangelio” destinatarios adecuados.
La base para esto ha de ser buscada en la economía interna del mensaje nietzscheano, que exige un precio incomparable, y aun imposible de pagar, para acceder al privilegio de su anuncio. El quinto Evangelio pone a sus receptores en gastos tan elevados, que a fin de cuentas sólo puede ser recibido como una mala noticia. No es casual que impulsara a sus primeros pregoneros en el sentido de su des-solidarización con la humanidad histórica y presente. La rara renovación nietzscheana de las energías eulógicas en el sentido de una corriente de discurso alternativa, desemboca en la propuesta de seguir hablando de un evangelio que se erija sobre las ruinas de un dis-angelio “la expresión encuentra su origen en el mismo Nietzsche, que tanta atención había prestado al mensaje de Pablo; a ella se refirió Eugen Rosenstock-Huessy, quien caracterizó a los grandes intérpretes de la realidad del siglo XIX, Marx, Gobineau, Nietzsche y Freud, como los cuatro dis-angelistas de la desespiritualización moderna... Un poco más desapasionadamente, hoy nos referiríamos a ellos en todo caso como los fundadores de los juegos de discurso sobre lo real. Su propia vida era en efecto el “experimento del cognoscente”, y sus sufrimientos el costo de su inteligencia. Era imposible para el autor suponer en esto la posesión de una vía de salida que compartiera con lectores contemporáneos; e incluso menos le estaba permitida la idea de que podría encontrar alumnos que quisieran aprender sus lecciones en condiciones similares. De ahí las insistentes observaciones de Nietzsche respecto de su fatal soledad; de ahí la helada mirada al mundo como “un portal hacia mil desiertos, vacío y frío”. De ahí también la desconfianza hacia aquellos que se atrevían a darle lisonjeras palmaditas en el hombro. Lo que cuesta el nuevo mensaje, queda ilustrado por el Zaratustra del “Convalesciente”, cuando tras el encuentro con su “pensamiento más abismal”, se desploma a fuerza de asco y desencanto, y al despertar se debate siete días entre la vida y la muerte. La verdad tiene, “en verdad”, la forma de una enfermedad mortal: es un ataque al sistema de inmunidad aletheiológico, que coloca al hombre en el punto geométrico de la mentira y la salud. La paradoja económica de la buena nueva nietzscheana consiste en caer en la cuenta de que la primera, inaudita mala nueva, necesita ser compensada con una todavía improbable movilización de energías creadoras; el concepto de superhombre es la apuesta por la lejana posibilidad de tal compensación: “Tenemos el arte, para que, ante la verdad, no nos vayamos a pique”... Lo que significa: tenemos la vislumbre del superhombre, para poder soportar la condición humana. Tal proposición surge como anuncio de aquello, por lo que produce espanto. Esta es la razón por la que el Zaratustra completo debía adoptar la forma de un extenso preludio: en términos descriptivos no se trata de otra cosa que de la vacilación del mensajero ante el proferimiento del propio mensaje.
Cuando se quiere, en todo caso, tener un acceso menos oneroso al nuevo privilegio de proclamación, pasando por alto aquel espanto y toda reserva experimental “y ésta es la forma que ha adoptado en gran medida la historia de la edición nietzscheana en los movimientos antidemocráticos, e incluso en sus reelaboraciones por parte de la democrática crítica de la ideología”, se separan las recién adquiridas funciones eulógicas de la conveniente Ilustración previa, y su trabajo de negación, con lo cual toma la palabra “evangelio” sus comillas, es decir su modernidad e ironía. Nietzsche era consciente del aspecto absurdamente costoso de su empresa, y dudó a menudo respecto de si la recuperación de una posición evangélico-eulógica a partir del nihilismo consumado tendría sentido desde un punto de vista tanto existencial como de mera sensatez. En 1884 escribe a Malwida von Meysenburg: “Tengo cosas en mi alma que pesan cien veces más que la bétise humaine. Es posible que, para todos los hombres por venir, sea yo una fatalidad, la fatalidad... y consecuentemente, es muy posible que enmudezca un día, de amor a los hombres [Menschen-Liebe]!!!” Recordemos el triple signo de admiración tras esta alusión a la posibilidad cercana del enmudecer. A toda elucidación del mensaje nietzscheano habrá de responder con la pregunta de cómo fue posible que la proclamación prevaleciera frente a sus obstáculos interiores. Esto vendría como una elucidación respecto a cómo, en el balance del factor disangélico contra los motivos evangélicos, los últimos podrían tener más peso: en torno a esta revisión habría incluso que revisar la cuenta misma, desde el punto de vista de su corrección inmanente. ¿No están acaso todos los indicios a favor de la idea de que en Nietzsche la mala nueva goza de clara ventaja respecto de la buena, mientras que todos los intentos de dar a esta última la preeminencia se fundan en impulsos momentáneos y autohipnosis pasajeras? Sí, ¿pero no es Nietzsche precisamente por esto el pensador paradigmático de la modernidad, en la medida en que ésta se define a partir de la imposibilidad de sobrepujar a lo real con enmiendas contrafácticas? ¿No se define la modernidad por una conciencia precoz de estados de cosas atroces, contra los cuales los discursos de las artes y del derecho presentan siempre apenas una compensación y unos primeros auxilios? ¿Y no ha dejado de ser la alta voz del mundo contemporáneo eficaz en eso mismo, cuando tuvo que admitir la ventaja de los infames?
En lo que a Nietzsche respecta, él sabía muy bien que por mucho tiempo él mismo seguiría siendo el único lector emocionado de Zaratustra; su quinto “Evangelio” es, como dijo más o menos correctamente, “oscuro y secreto y motivo de risa para todos”, y esto no sólo por su precocidad. No se puede concebir cómo podía un documento así, que todo divulgador posterior debía inmediatamente librar de su ridiculez, convertirse en punto de partida de una nueva cadena eulógica, cadena en que llevar la voz cantante se volviera el premio de una competencia más o menos afortunada. Ninguna tijera puede salvar a los cantos de Zaratustra para el juego victorioso y palabrero de la Ilustración estándar. Suponiendo que Nietzsche supiera esto desde un principio (y a favor de esta suposición juegan los datos biográficos, así como los literarios con que contamos), ¿qué podía hacerle creer, sin embargo, que a partir de él se iniciaba una nueva época del discurso positivo? ¿Cómo quería dar el paso de lo ridículo a lo sublime, de lo sublime al aire libre, y quién podría haberlo seguido? Para dar respuesta al enigma, debemos examinar más de cerca la ética nietzscheana de la amplitud de miras.
El que quiera conocer de cerca la teoría y praxis de la generosidad nietzscheana, debe también “o sobre todo” concebir “sueños de grandeza” junto con Nietzsche, bajo el supuesto de que sea éste un título adecuado para la desacostumbrada capacidad de este autor, de hablar en la más alta de las voces de sí mismo, su misión y sus escritos.
Aquí quisiera proponer la hipótesis de que el narcisismo de Nietzsche no es tanto un fenómeno relevante de psicología individual, sino que marca más bien una fisura en la historia lingüística de la vieja Europa. Básicamente, no es otra cosa que la revelación de la naturaleza del autor y del discurso literario. El discurso-acontecimiento que lleva el nombre de Nietzsche, tiene como particularidad el hecho de que en él se palpa la escisión, característica de la alta cultura, entre la buena nueva y la auto-celebración, develándose con ello lo que un autor es y hace. Lo que se presenta aquí de una vez por todas, es la economía de los discursos eulógico y misológico, y su fundamentación en el tabú de la autoalabanza. Un examen del contexto de la metafísica y crítica de la moral de Nietzsche puede aportar elementos para una identificación de este vuelco repentino: en dicho contexto, se vuelve transparente el orden embustero en que la eulógica indirecta tiene su base. Ahora bien, si se verificara que esta separación de la alabanza de uno mismo no es otra cosa que una postergación obrada por el resentimiento, habría que entender el atentado de Nietzsche contra la discreción como un acto de revisión, acto a través del cual la moral antiegoísta resultaría contradecida de modo casi rabioso. Hay que retroceder hasta la mística medieval para encontrar fenómenos al menos lejanamente comparables. Espectaculares y dolorosos como son, restituyen la posibilidad de plantar conexión lo más directa posible entre el yo y la ponderación. Lo que Nietzsche tiene en mente, no es un júbilo atolondrado vuelto sobre sí mismo como puro Dasein: mantiene con toda su fuerza la idea de que el Dasein debe ganarse su júbilo, o mejor, acrecentarse en él. Cuando la vida se ha elevado demasiado hasta sus más altas posibilidades, puede desplegarse finalmente y de modo análogo la autoalabanza: una vez más, es la obra la que alaba a su autor, quien, en concepto, ha de desaparecer a su vez en la propia obra. Y es precisamente esta misma concordancia el escándalo “el buen discurso ilimitado de la propia riqueza, esta autocrítica jubilosa a partir de hechos consumados, esta completa disolución de la vida en disposiciones luminosas, que permanecen como obras de la palabra: constituyen el antiescándalo, respecto de aquello que Pablo llamara el escándalo de la cruz, y con el que había de ser logrado el bloqueo de toda conexión entre el yo y la alabanza.
Nietzsche había entendido que el fenómeno dominante e irresistible en la cultura del mañana sería la necesidad de diferenciarse de la masa. Tenía presente de modo inmediato que la materia de que debería estar hecho el futuro, se encontraba en la exigencia de unicidad, de ser distinto y mejor que otros, e incluso que todos los otros. El tema del siglo XX es la relación con uno mismo, en un sentido tanto sistémico como psicológico.
La constatación, empero, de que la poética nietzscheana haya superado las reglas de la eulógica indirecta, y haya vuelto intercambiable la autoalabanza por la alabanza del otro, da a ver sólo el estrato superior del terreno. En un nivel más profundo, también la palabra afirmativa de Nietzsche queda comprometida por la alabanza de lo ajeno, pues alaba al no-yo y lo celebra como nunca antes había sido celebrado. Se dedica solamente a una ajenidad [Fremdheit], que es más que la otredad [Andersheit] de la otra persona. Se ofrece a una ajenidad que atraviesa al hablante mismo, a la ajenidad que lo penetra y lo posibilita “su cultura, su habla, sus educadores, sus enfermedades, sus infecciones, sus tentaciones, sus amigos. Celebra en sí una abundancia de ajenidad llamada mundo. Lo que Nietzsche siempre expresaba sobre estas magnitudes, se transforma en autoalabanza de lo ajeno. “...como mi padre (soy yo), ya muerto, como mi madre, vivo yo todavía...” De tal modo, el autodesprendimiento de Nietzsche debe ser buscado entre los niveles manifiestos de autoalabanza, en su apertura a lo ajeno-interior, en su desmesurada mediumnidad, en una idiotez nunca compensada del todo.
Quizás podamos permitirnos la observación de que alcanzó como autor la cima de la lengua alemana y de la sintaxis europea. En su cima como cantor pudo experimentarse como organon de un universo que busca autoafirmarse en individuos. Como filósofo habría sentido un júbilo temprano, de haber llegado él mismo a compilar y editar en un volumen su teoría de la voluntad. Pero sabemos que otros lo hicieron por él, utilizando el nombre del autor para el mercado, y esto en contra del mejor saber del autor, que vuelve siempre sobre el punto en sus escritos; punto consistente en la noción de sistema provisorio, que anula una hipotética base para la enseñanza: no hay ninguna voluntad, con lo cual, tampoco voluntad de poder, voluntad es sólo un modo de hablar, hay sólo diversidad de fuerzas, discursos, gestos, y su composición bajo la dirección de un yo, que se afirma a sí mismo. Justo aquí contradice el autor sus marcas, y sus declaraciones se hacen explícitas. Quizás no podamos hacer nada mejor en el centenario de su muerte, que repetir estas declaraciones, que ninguna edición futura podrá volver a coartar:
“Es preciso mantener la superficie de la conciencia, la conciencia es una superficie” limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! [...] En mi recuerdo falta el que yo me haya esforzado alguna vez, no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica. Querer algo, aspirar a algo, proponerse una finalidad, un deseo, nada de esto lo conozco yo por experiencia propia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro ¡un vasto futuro! como hacia un mar liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme una cosa distinta. Pero así he vivido siempre.2 Este idilio del autor responde al idilio del mediodía de Zaratustra, la ovación yacente ante la tierra consumada:
- Como uno de esos barcos cansados, en la más tranquila de todas las bahías: así descanso yo también ahora, cerca de la tierra, fiel, confiado, aguardando, atado a ella con los hilos más tenues.
- ¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! ¿Quieres acaso cantar, alma mía? Yaces en la hierba. Pero ésta es la hora secreta, solemne, en que ningún pastor toca su flauta.
- “¡Ten cuidado! Un ardiente mediodía duerme sobre los campos. ¡No cantes! ¡Silencio! El mundo es perfecto”.3
Con esto dice el autor que él mismo deja de ser autor. Donde el mundo se consuma en un todo que no es posible despertar, no hay ya más autor. Dejémoslo en su antiguo mediodía. Debemos representarnos al autor cesante como a un hombre feliz.