Para Badiou la verdadera fuerza del pensamiento de Heidegger es haber dejado abandonada la filosofía a la imagen poética. A la poesía en general. El punto decisivo, para leer aquí la opción heideggeriana, es Platón. Es él el momento del corte: la imagen —presocrática— generaría el discurso a través de su contemplación, su concentración y su posterior distribución; lo que haría Platón es interrumpir el éxtasis e introducir el corte argumentativo.
Es esto un problema actual. Podemos aplicar la siguiente lectura cuando Badiou nos dice de Deleuze ser nuestro presocrático1: en Deleuze todo pasa como si las imágenes circularan sin sus momentos diferenciadores. Esas serían, quizás, las mesetas: una imagen es, de un momento a otro, otra imagen, así como un pensamiento ya no es el mismo. Se habrá extrañado de sí. Y se trata de pensamientos, imágenes o, incluso y quizás por sobretodo, pensamientos-imágenes que se podrían considerar enteros, acabados, finitos o finiquitados en el momento mismo en que aparecen. Pero que con sus inicios o sus fines no contamos. Son los puntos-velocidades2. Puntos que se constituyen o resultan en un puro devenir. Es decir, simulan en tanto no pueden hacerse cargo de su condición puntuada en la medida en que ésta es el simulacro mismo. Pues las ventanas funcionan por todos lados, entonces la puntuación se esfuma en tanto no habrá sido sino un momento, una actualización del tiempo a la vez él mismo veloz.
Por ello los puntos-velocidades: el infinito del tiempo se actualiza en una forma y en un pensamiento que lo captan en su velocidad. Y en su diluir-se. Hablamos así de una actualización atenta, una especie de intuición bergsoniana acelerada y dispersa. Y no sólo en un movimiento de evolución, es decir, lineal, siempre hacia delante, sino que rebalsado, hacia los lados.
En otras palabras, y lo que nos importa, no hay, siguiendo la lectura de Badiou, diferenciación con Deleuze. Se trata de una “masa” siempre fingiendo una forma, plegada y que, no obstante, en un tiempo incluso detenido e incluso en reversa, ya es otra. Juego de máscaras donde el nivel de profundidad lo marcará el pliegue efectuado a la superficie. Por ello no nos habrán de extrañar las referencias masoquistas al momento del Cuerpo sin Órganos. El pliegue sería un corte en la superficie cuya profundidad sería indicada por el dolor. Así, éste, el dolor, sería el referente evaluativo de la profundidad y la radicalidad de un pensamiento.
Forzamos (o concluimos): lo real se equipara al dolor. Entonces la muerte será siempre el paradigma ideal del acabamiento de una forma-actualización: el corte definitivo: la impersonalidad neutra. Cito a Badiou:
“En el pensamiento de Deleuze hay en verdad un terrible dolor, un dolor que es la condición antidialéctica de la alegría, que es disminución de uno mismo para que el ser decline por intermediación de nuestra boca y nuestras manos su clamor único”3.
Y Badiou nos dice de Deleuze, entre otras cosas, ser una filosofía del Uno y de la muerte. El corte aquí talla siempre el instante que se actualiza por el corte mismo. Y la afirmación de la vida —deleuziana— se contraefectúa: no será sino el dolor lo que marcará una intensidad de vida:
“De ahí que esta filosofía de la vida —la de Deleuze— sea esencialmente, como el propio estoicismo /…/, una filosofía de la muerte”4.
Preguntamos si acaso esto no refiere —o se produce por— una sensibilidad extrema o una especie de hipersensibilidad. Los efectos de superficie resentirían las marcas de sus pliegues permitiendo la expulsión de imágenes —aquí, también, formas— que desbordarían la producción normal. Pero como sensibilidad extrema, nada sería gratuito: una porción de dolor siempre acompañaría todo efecto. Esta porción no ha dejado —no deja— por largo tiempo a la palabra poética. Ese es el punto. La creación sufre.
Cuando el acontecimiento platónico interrumpe la palabra poética que, según Heidegger, albergó al ser con los presocráticos, una tentación de retorno, nos dice Badiou, se apodera del decir poético.
“Tentación que Heidegger toma —como tantos alemanes— por una nostalgia y una pérdida…”5.
Esta pérdida se dirige a lo Inmemorial. El ser, ahora olvidado, no queda —en la palabra poética— sino cumpliendo la función de un lamento inevitable. Tal lamento no deja de operar como función paralizante, conectando así con el historicismo y, de paso, estableciendo —ambos— en su generalidad, las coyunturas del acontecer filosófico del siglo XX. Pero esto, por ahora, es otro asunto.
Retengamos. Hay en la palabra poética una reserva central abandonada al lamento. Ahora bien, con Badiou el problema —pues hay un problema— no radica en la poesía en “sí misma”. Se trata de su conexión a la filosofía. Lo que hace Heidegger es trasladar el proceder poético al proceder filosófico. Ésta, la filosofía, al haberse extraviado en su herencia platónica, encontraría una dirección a la verdad que ofrecería el poema. Dirección, por otra parte, detenida en el horizonte de su objeto, esto es, siempre a un paso. La distancia de este paso, impasable, genera el lamento. Pues para el poema, al parecer, se trataría de lo mínimo de un paso, convertido en distancia infinita, en lejanía abismal. Lo que habría hecho Platón, al solidificar la pertinencia del pensamiento con respecto al ser, es construir un muro inquebrantable que nos distanciaría para siempre con la verdad —con la belleza, con el entusiasmo—, con la physis presocrática. Estar a un paso es, en este caso, estar al borde del muro. Saber, lo que sería siempre más desesperante, que se estaría ahí si no fuera por.
Se ve ya la dialéctica en juego. Se trata de cierta dureza. Badiou la llama coraje. Pues lo que hace Badiou es confirmar el proceder platónico. Aquí, confirmar el muro. El bloque. Procedo aún con imágenes que pronto aclararemos. Hablábamos hace un rato de corte. Decíamos, a fin de cuentas, que el corte, a través de una tradición instalada, era percibido y vinculado, en lo que respecta al pensamiento, al dolor. Al confirmar Badiou el corte, indica la “exageración” correspondiente. Pues, habiendo corte ¿será el dolor la forma —única o la forma— propia de los resultados de sus operaciones?
Se ve, es una cuestión de corte. Y la confirmación de Badiou no es una simple toma de partido. Dice: “ubicar el punto estructural que es al mismo tiempo el quiebre de la estructura”6. Esto es: en el corte —siempre dentro del corte— se efectuarán los movimientos correspondientes para introducir todo aquello que el poema reclama estar siempre a un paso. Lo otro no es otro, por ejemplo, otro mundo. La cuestión es aquí. Su convicción por el matema es eso, a saber, la convicción —de la cual se ha encargado, principalmente a través de Cantor, de demostrar— de que el matema mismo proporciona la intervención activa, dentro de sí mismo, de lo que el corte deja fuera. Lo que fue el lamento deviene ahora posibilidad de intervención. Y siempre en el corte.
Ahora bien, qué el corte. Dice Badiou:
“Pues ¿qué es la Idea? Es el lado evidente de lo que es ofrecido, la ‘superficie’, la ‘fachada’, el ofrecimiento a la mirada de lo que se expande como naturaleza. Se trata siempre del aparecer como ser auroral del ser, pero en los límites, en el recorte, de una visibilidad para nosotros”7.
En otro lugar, pensando el cine:
“Un filme opera por lo que retira. En él, la imagen, en primer lugar, está cortada, y el movimiento está trabado, suspendido, retornado, detenido. Más esencial que la presencia es el corte, no sólo por el efecto del montaje sino ya, de entrada, por el corte del encuadre y de la depuración dominada de lo visible. Para el cine es fundamental que ciertas flores, como las que se muestran —por ejemplo— en tal secuencia de Visconti, sean flores mallermeanas, que sean las ausentes de todo ramo. Yo he visto esas flores, pero el modo propio según el cual son cautivas de un recorte hace que exista, indivisiblemente, su singularidad y su idealidad”8.
Ordenemos. Si hago este salto al cine, por lo demás momentáneo, es porque Badiou piensa la operación fílmica como sustracción, tal como piensa a la filosofía. En el cine, más allá de las imágenes, de las imágenes-movimiento de Deleuze y, digamos, de todo el recurso técnico y material que posibilita la construcción así como la experimentación, lo importante es siempre el ángulo que conecta todas las imágenes y que ofrece, finalmente, una idea. Se trata de una decisión sustractiva de la mirada. Lo que pasa por un filme no se concentra en ninguna de sus imágenes. Y esto a pesar de tal o cual escena histórica, fundamental, sin la cual el filme no lograría su potencia. En este caso se trata del corte realizado, quizás de la exposición más visible de la Idea en cuestión, su resolución aún pasando. En un filme se trata de lo que ninguna imagen es en totalidad. La visitación de una Idea dice Badiou9. Su pasaje. Su pasar conector por todas las imágenes que se acoplan a un trozo recortado: esto, el filme. En el espacio lleno de imágenes que puede ser el mundo, en la particularidad semántica de cada imagen, esto es, en la costumbre normativa con que se aparecen las cosas a la vista, éstas, las imágenes, son puestas en un proceso de composición que gobierna el pasaje de una Idea. En definitiva: el filme es, como dice Badiou, un punto-sujeto para una configuración de arte: el devenir-lógico de una decisión sustractiva de la mirada.
Decisión sustractiva mienta un doble proceso. En primer lugar, sustracción de toda significación circulante. Lo que en una situación estaría aconteciendo, es decir, el acontecer mismo de la situación en cuestión, no es nombrado por ninguna de sus partes. Digamos, el acontecimiento no descansa en ninguna preferencia de lo óntico particularizado. Sustraer es así y en primer lugar, vaciar las significaciones desde un sitio “sustractor”. Punto vacío que deja al acontecer en su verdad sin nombre. Pero, una segunda parte: nombrar el sitio y arrimarse, en la fidelidad emergente, a las consecuencias y conexiones materiales que tal decisión produce en la situación. Ahora bien, el nombre decidido o apostado, es un núcleo implicativo. No atrapa, de una vez, al acontecimiento. Lo que importa son precisamente sus implicaciones que retornan a la situación, “paseándose” entre las nominaciones que la componen. De ahí que un filme opere desde un punto sustraído en donde, a partir de una decisión de la mirada, todas las imágenes recortadas que, a la vez, conforman un recorte universalizador, son expuestas en su singularidad a la vez sustraída de lo que la regla normativa dice de ellas. La singularidad escapa, prácticamente siempre, al decir oficial. Entonces el corte se aplica en el proceso normativo ya normalizado. Se corta —se detiene— la normalidad abarcante.
Y esto sobre todo para la filosofía. Digamos que la filosofía, en Badiou, es modelo o paradigma para su descripción de la operación cinematográfica. Dentro de la particularización sapiente, de las verdades particularizadas, de las opiniones cada una de ellas “portadoras de la verdad”, siempre tan seguras y definitivas, la filosofía decide sustractivamente, en un punto vacío, por el acontecer. Esa decisión, que es un nombre implicativo, genera un proceso que conecta las verdades, las singularidades, que circulan transversalmente dentro del espacio donde norman las opiniones oficiales.
Y ya a lo nuestro. El punto fundamental, a nuestro parecer, radica en que la operación poética, tal como aparece en Heidegger, queda enganchada a la Presencia de lo apareciente. El poema avista que el acontecer no pasa por ninguna de las partes —entes— de lo que está aconteciendo, pero sitúa lo sustraído a una Presencia Inmemorial. Es decir, interpreta lo Inmemorial mismo como una presencia perdida. Lo Inmemorial, primera aparición, condensaría la verdad-para-siempre que el corte platónico habría estropeado. De ahí la conexión profética-poética que está al fondo de la crítica de Badiou. Entonces, de vuelta al mundo, a las cotidianidades, el poema experimenta toda aplicación, lo dijimos, como lamento, pérdida, nostalgia, dolor.
No dudamos, sin embargo, que una ya larga tradición poética ha querido, dentro de sí misma, abandonar este destino poético que aquí describimos. Pensemos, por ejemplo, en cierta tradición Latinoamericana, en Nicanor Parra y sus anti-poemas. Pero de todas maneras, lo descrito gobierna el panorama poético en general. Incluso, cuando el poema se vuelve anarco y desafiante, crudo y fuerte, es la muerte, como decíamos respecto a Deleuze, el organizador central. La fuerza o el coraje quedan trasladados al desafío conjunto, cara a cara, frente a frente, entre vida y dolor o muerte.
Por otro lado, ya lejos de la poesía propiamente tal, pero más acá del tratamiento de la imagen, pensemos en el nihilismo a la base de todos los procesos publicitarios: la cosa —el referente— llevada hasta la nada y cubierta por una cantidad determinada de propiedades que una imagen condensa. Declarar el vacío, hoy, entre otras cosas, es también declarar el vacío de los referentes mercantiles. Y, en el revés irónico, introducir una circulación de verdades en el forzamiento de la imagen misma.
Pero no nos perdamos. Volviendo a la cuestión poética, no se trata de la expulsión de los poetas. Se trata de, así como dice Badiou de los sofistas, ponerlos en su lugar. Pues finalmente el poema produce verdades —así como la ciencia, el amor y la política. La filosofía no. Ella las composibilita. Les da su lugar común. Racionaliza lo producido por estos cuatro procedimientos:
“Es que el poema se expone a sí mismo como imperativo en la lengua, y al hacerlo produce verdades. La filosofía no produce ninguna. Ella las supone, y las distribuye sustractivamente, según su régimen propio de separación respecto del sentido”10.
De esta manera, ¿cuál sería la producción, propiamente tal, del poema? Citamos nuevamente:
“Admito de buen grado que el pensamiento absolutamente originario se mueve en la poética y en el dejar-ser del aparecer. Esto queda probado por el carácter inmemorial del poema y de la poesía, y por su sutura establecida, y constante, con el tema de la naturaleza”11.
El poema, dice, “viene a marcar el momento de la página vacía de donde el argumento procede, ha procedido, procederá”12. Digamos: la poesía nombra. Pues cuando la sustracción declara el vacío de la situación, cuando bosqueja ya el plano que efectuará el recorrido de las verdades, es necesario hacer entender aquello que se sustrae al sentido. Esto por su voluntad de dirección universal. Nos explicamos: cierta estrategia de sentido debe acompañar el trayecto generado por la sustracción aplicada. Y entonces la filosofía ocupa imágenes, narraciones: deviene poesía, deviene literatura. Imágenes-narraciones célebres: el mito de la caverna, por ejemplo. Pero Badiou es claro: todo esto, sí, dentro del campo general de la argumentación. Diremos: la imagen se acopla como forma genérica posibilitada y posibilitante para la edificación de un lugar común para las verdades cuya dirección es siempre un asunto argumentativo.
Ahí el nexo entre filosofía y poesía. Sin embargo, se insiste en su separación. Tal separación queda marcada por:
Lo ya dicho respecto de Heidegger, a saber, que el pensamiento encontraría resguardo original en el decir del poeta, esto es, su retorno al ser. Retorno que sacraliza el objeto y la circulación en el decir del pensamiento.
Cierta voluntad poética de marcar un dolor él mismo original: el dolor inmemorial de la nostalgia y de la vida misma.
Ambos puntos tienden a conectarse. En cuanto al primero, el decir queda justificado por el misterio. La conexión al ser, arruinada por el corte, por el exceso técnico que ha provocado, exige un acceso-otro, inaccesible él mismo en la normalidad: palabra de profeta, cuyo máximo exponente sería, a ojos de Badiou, Hölderlin, pasando por Nietszche y llegando al mismo Heidegger. En cuanto al segundo, lo ya dicho respecto a Deleuze: una ontología vitalista que piensa la vida como anulación de la partición para dejar pasar, por todas sus partes, al ser unívoco e impersonal. La conexión entre ambos puntos queda dada por la lejanía. No es sino porque el ser ha debido ser partido, cortado, el porqué no contamos con su acceso. Lamento de una intuición cada vez más próxima llevada, por el corte, a una lejanía abismal. Y he ahí: se trata del abismo y de lo que el abismo provoca: si no lamento, dolor (el vitalismo de tipo nietzscheano sería el reconocimiento y el desafío de todo abismo). Siempre una oscuridad, oscuridad ya instalada en el decir profético de ciertos poetas. Con Heidegger, piensa Badiou, esta oscuridad quedaría transportada a la filosofía cuando se confía el destino del ser, del pensamiento del ser, a la palabra poética. Peligro de sujeto oscuro, reactivo. Sacralización del objeto de pensamiento.
Pues para Badiou la filosofía parte por un acto de desacralización:
“Tiene por vocación propia la de desplegar el espacio entero del pensamiento posible y debe hacerlo en las condiciones que le son prescritas y que hoy son las de la desacralización del sistema general de lazos, en una época de desenlace fundamental. La nostalgia de lo sagrado es, a mi modo de entender, reactiva o reaccionaria”13.
Esto es importante. Es romper el acceso misterioso a través de una idea que corta y distribuye el ser en una disponibilidad para nosotros. Lo que hay de imagen en filosofía, ya lo hemos dicho, es para efectuar el nombre, para coincidir en cierta manera con el sentido pues, a fin de cuentas, se trata de cierta transmisión necesaria para toda universalidad, para todo recorrido que conecta las verdades sustraídas por la normalidad global. Conexión funcional. Pues para Badiou no podemos quedarnos simplemente en el éxtasis sin mirada —de mirada difusa— derivada de la imagen devenida profética. La imagen viene aquí a salvar un punto-de-nombre, acude a nombrar para luego expandir las consecuencias del nombre: fuerza la carne de la lengua, distribuida oficialmente, para hacer otra cosa: nombrar un impresentable. Se pone así la creación en otra dirección. Ya no de vuelta a lo original, estancada, sino hacia adentro, retornando a la actividad inmanente, provocando el desarme de la estructura particularizada. La particularización no queda ya desafiada desde otro-más-allá, sacro, olvidado por el común, sino que queda confrontada a partir de una disposición diferente y a servicio de las verdades, de los significantes esparcidos. En eso hay carne de lengua en el proceso de verdad: en el forzamiento de los nombres. Por lo tanto la imagen, dentro del recorrido filosófico mismo, no quedaría fuera. Habría una imagen del sujeto que nombra y que se arrima al recorrido implicativo del nombre: sujeto raro, dice Badiou, esto es, un poco sin-sentido, alejado del sentido ante los ojos del sentido, pero a la vez dirigido —en un proceso de fidelidad a las implicaciones provenientes del nombre del acontecimiento. Y su imagen sería una serie de forzamientos de la lengua, ahí donde la imagen permite un acceso real a la singularidad, ahí donde agujerea el sentido: transformaciones del material de la situación que se ensamblan a un recorrido de verdad.
Ahora bien, como en el cine, la instalación edificada de la verdad no descansa en la imagen o en el estilo, sino siempre en el ángulo, en la perspectiva no calculada, ella misma ahora, por esas cosas de la situación, es decir, por esas cosas de corte, mostrándose. En otras palabras: para Badiou el pensamiento del ser no se da al ritmo de la imagen, no descansa en los modos de la metáfora, en sus automatismos, en sus reproducciones, sino que la imagen, pensamos, es capturada en lo que tiene de verdad (en lo que mienta su singularidad) por la palabra, por un pensamiento que enlaza esta verdad con esta otra verdad y que, a la vez, al estar la palabra hecha del material de la situación, va forjando sus propias imágenes, ya no a sus ritmos que les serían propios, sino al ritmo de la idea que las recorre, esto es, al ritmo de las conexiones que el pensamiento encuentra para enganchar sus verdades. El sujeto de verdad también se muestra. Una visibilidad siempre se genera. Visibilidad que viene a romper el sentido. Por lo tanto, también, el estilo.
Por último, el dolor. Se trata, y esto lo encontramos en el propio Badiou, de lo lejos y de lo cerca. Decía yo que un muro se levantaba y al poeta, a un paso intuitivo de la presencia, ese paso se le transforma en lejanía abismal. Ese desgarro era fuente de nostalgia y dolor. Cuando el poeta heideggeriano pone la imagen, fruto de su creación incuestionable, la ubica siempre ahí donde no calza, la proyecta en un fondo que es a la vez también una imagen, una imagen a punto de irse, por irse, ya yéndose. Siempre en otro mundo. No hay sino lejanía. Pero al proyectar, el poeta o aquel que trabaje con imágenes, el elemento vacío circulante, da al filósofo la posibilidad para que, en su recorrido que genera el corte, extraiga, de cerca, precisamente en el corte que nos otorga una visibilidad y contra la melancolía de quienes miran de lejos, “las más gozosas consecuencias”14.
Hay en Badiou una vuelta del carácter. De la actitud. Ya no la nostalgia y el dolor como estatutos centrales para el pensamiento, como sus condiciones inevitables para su práctica. Por el contrario, en la firmeza y en la insistencia inmanente, encontramos con él “esa dicha que sólo da la co-pertenencia a una verdad y que es la misma que Spinoza llamaba, así lo creo, ‘beatitud’ ”15.