¡Cuántos escritos hemos leído sobre el matrimonio! unos en contra y otros a favor. Ellos hablan de vida, de sabiduría, de experiencia vivida dentro del matrimonio. Así leemos frases como: El mejor matrimonio sería entre una mujer ciega y un hombre sordo (Michel de Montaigne); Amor; una locura pasajera cuya cura es el matrimonio (Ambrose Bierce); Tengo la esperanza de que nos amaremos toda la vida como si no nos hubiéramos casado nunca (Lord Byron); Cualquier mujer inteligente que lea el contrato matrimonial y siga adelante, merece todas las consecuencias (Isadora Duncan); Cásate; si por casualidad das con una buena mujer, serás feliz; si no, te volverás filósofo (anónimo), lo que siempre es útil para un hombre; Si realmente el período de noviazgo es el más bello de todos, ¿por qué se casan los hombres? (S. Kierkegaard, 1813-1855)1; El matrimonio es, y seguirá siendo, el viaje de descubrimiento más importante que el hombre puede emprender (S. Kierkegaard).2
Al examinar el texto de Soren Kierkegaard Estética del matrimonio, observamos que el protocolo burgués, propio de espíritus ligeros, es el ideal a alcanzar por una pareja, el cual siempre tiene un porqué: por conveniencia, porque está embarazada, porque viene de buena familia, porque es bella, porque es fuerte, porque me cuida, porque me mantendrá, porque es el hombre o la mujer ideal, porque lo/la necesito, por afirmar el carácter, por pasión desenfrenada, porque es el destino de los seres humanos, por tener hijos, por costumbre, por obsesión/dependencia, por escapar a la soledad, porque la sociedad lo exige, porque el matrimonio es una escuela. Estos porqués, según el pensador danés, son Don Juanescos, no ven más allá, se mueven en lo inmediato, son finitos. Si el matrimonio tiene una intención tan poco espiritual fracasa, termina en infidelidad, aburrimiento, mala costumbre, violencia doméstica, abandono, divorcio.
Todo aquél que decide casarse debe elevar su espíritu y ser capaz de justificar el matrimonio, no precisamente ante cualquiera a quien se le ocurra preguntárselo, sino ante quien él considere digno de escucharlo, o “cuando le parezca bien hacerlo aunque el auditor sea indigno”. Es importante comenzar por el amor, él es la unión de lo general y lo particular, si uno de los dos desea lo particular, ello denota una reflexión, que ha colocado lo particular al margen de lo general: “cuanto más compenetrados estén esos elementos, más belleza tiene el amor”. La grandeza no tiene que ver con lo particular, es decir, lo inmediato, sino que importa poseer en lo particular lo general. Todo matrimonio, cualquier vida humana, es “esa cosa particular y, al mismo tiempo, el todo; es a la vez individuo y símbolo”.
Hay diferencia entre un amor romántico y un amor conyugal. Hacer la apología del amor romántico, caballeresco, “pudiera imaginar que transcurre un lapso suficiente para efectuar todas esas conquistas, no pensaría, sin embargo, en decir que el amor ha tenido una historia. La prosaica manera de ver al extremo opuesto: concibe que el amor tiene una historia, en general corta, y tan miserablemente terrena que el amor debe muy pronto alzar sus alas para calzar pantuflas”.3 El amor romántico es un amor insatisfecho, se defiende de la idea del matrimonio como un loco que vivía con la idea de que su cuarto estaba lleno de moscas que amenazaban asfixiarlo, él, en la angustia, en la furia de la desesperación, luchaba por su vida. Otra razón para desear el amor romántico es el temor de echar a perder el instante erótico, por eso el romántico guarda su alma en la apatía y la inmovilidad del pájaro de presa, cuando está por “inicial su vuelo fatal”; no sabe, que el instante no está en poder del hombre, y que el goce más bello reside, en el instante. El temor del romántico es hacia el relajamiento familiar, el lamentable communio honorum que es capaz de creer que, “casándose uno, se ha casado con toda la tribu”; el temor a las reuniones del domingo con la “tribu” terminan por interferir la vida conyugal y con ella la paz del matrimonio. El romántico insiste en los contratiempos, en las adversidades de la vida conyugal que transforma el amor en angustia, desesperación constante y en mala señal “cuando un matrimonio no puede mostrar más trofeos que un secretaire atiborrado de bombones, de flacons, de tazas, de pantuflas bordadas y otras preciosas gentilezas”.4 El amor romántico ve al deber como su enemigo. Una vez que se ha impuesto a la conciencia el deber, el amor huye, nada más natural en el amor romántico, porque llegado el momento de hablar del deber, el amor ya no existe, de modo que la llegada del deber es para el romántico la señal de hacer su reverencia o la señal de que considera que es su deber eclipsarse -la inmediatez del amor romántico se muestra en la necesidad natural sobre la que únicamente reposa. El amor romántico se funda en la belleza sensible, su eternidad se funda en lo temporal, lo sensual es cosa del momento busca la satisfacción instantánea, refinada, más sabe hacer del instante de goce una pequeña eternidad: “Aquí ves una vez más lo que sucede con tus elogios del amor”. Si el amor tiene por enemigo al deber sobre el que puede triunfar, no es vencedor verdadero; “por consiguiente, debes librarlo a su suerte”.5 Si en la cabeza del romántico entra la idea del deber como enemigo del amor, su derrota es segura, pues ha rebajado el amor, le ha quitado su majestad, lo cual le traerá desesperación, y desesperado tratará de olvidar a la amada abandonándola. Kierkegaard narra la historia de un hombre que se ha casado sin hacerse cargo de la ética que comporta el matrimonio:
“Ama con toda la pasión de la juventud, pero de pronto una causa exterior lo sume en la duda: se pregunta si aquella a la que ama, y a la que está unido por el vínculo del deber, no podrá creer que él la ama únicamente por el deber. Hállase así en un caso semejante al que ya señalé: para él también el deber parece estar en oposición con el amor; pero ama, y su amor es para él, verdaderamente, el bien supremo, se empeña, pues, en vencer a ese enemigo. Y quiere amar a su mujer no porque el deber se lo ordene, no según la parca medida del quantum satis que el deber podría prescribir; quiere amarla con toda su alma, consagrándole toda su fuerza y todas sus facultades; quiere amarla aun en el momento en que el deber podría, acaso, autorizarlo a ser libre. Figúrate su confusión. ¿Qué hará? Ama con toda su alma; pero eso es justamente lo que el deber le ordena; no nos dejamos turbar por los discursos de quienes afirman que el deber no es, en el matrimonio, sino una serie de fórmulas de ceremonia. El deber es simplemente un deber, que consiste en amar de veras, en el movimiento interior del amor”.6
Para Kierkegaard, el matrimonio razonado, es el que realiza un individuo que piensa en lo conveniente, fundado en el cálculo, el interés, el egoísmo, persigue que la persona amada se transforme en el ideal que todo humano anhela. Un matrimonio razonado debe ser considerado como una especie de capitulación, que las complicaciones de la vida harían inevitable. Finalmente, su único consuelo es la desesperación y la necesidad de ser prudente para no disgustar al otro demasiado pronto “porque la vida nunca nos trae lo ideal y, de todos modos, se trata de un partido realmente conveniente”. El escritor danés al mencionar los argumentos de este tipo de individuos les desea una Xantipa por mujer e hijos degenerados si es posible, para que tengan ocasión de educar el carácter. Nuestra época, afirma el danés, se entrega a la crítica del matrimonio, por una parte admite el matrimonio incluyendo el amor, por la otra, admite el matrimonio excluyendo el amor “así hemos visto en un drama moderno a una razonable costurerita formularse esta sabia observación sobre esos señores: ‘Nos aman, pero no se casan con nosotras; a las mujeres de su mundo no las quieren, pero se casan con ellas’”.7
Para el pensador danés el matrimonio, es la categoría estética del amor. El principio vital de los esposos es la “buena inteligencia”, con la cual pueden afrontar las dificultades de la vida conyugal; vivir en inteligencia significa hallar su alegría, su paz, su reposo, en suma, su vida en concordia. El amor conyugal se forma de lo estético, lo ético y lo religioso. El amor está perfectamente despierto, tiene una visión absoluta, de ahí que sea preciso que reparemos en él, si no queremos maltratarlo, “se vuelve hacia un objeto real, único y preciso, que solo existe para él, con exclusión de todo el resto. El amor es pasión, es eterno, es síntesis de libertad y necesidad. El individuo se siente libre dentro de esa necesidad no importa que ponga en juego toda su energía personal. Ese amor es la síntesis de lo general y lo particular, contiene lo uno y lo otro.
El “sistema secreto” no va con el matrimonio que ofrezca un carácter estético de belleza. No, es la franqueza, la sinceridad, la vida al descubierto, la concordia, todo ello constituye el principio vital del matrimonio, “sin el que no hay belleza ni verdadera ni moralidad, porque entonces se separa lo que el amor une: lo sensible y lo espiritual”.8 El matrimonio posee un carácter histórico y él amor que hay entre la pareja se manifiesta al descubierto, lleva en sí un carácter de eternidad. No hay que entender la manifestación en el sentido de que los esposos se pasarán una decena de días “transmitiéndose su curriculum vitae y que luego lo único que perdurará entre ellos es un silencio de muerte. El carácter histórico del matrimonio permite, precisamente, que esa inteligencia se establezca de una vez por todas, “en la exacta medida en que es un devenir constante”. Ocurre, sostiene Kierkegaard, que “aquí como en la vida individual, pues uno tiene una clara conciencia personal, cuando ha tenido el valor de verse a sí mismo, no resulta que la historia ha terminado: sólo entonces cobra sentido, pues cada momento particular vivido está referido a la visión de conjunto. Así con el matrimonio. En la manifestación que constituye, la inmediatez de la pasión se ha derrumbado, no porque se haya perdido sino porque ha pasado a la conciencia de los esposos”.9 La conciencia común en la pareja permite ir al encuentro de la felicidad, en términos de que hay respeto, alegría de vivir y pasión. Es esencial para el amor conyugal llegar a ser histórico.10 Para eso debe haber disposición conveniente para dar cara a las dificultades que afronta el amor conyugal. Las dificultades externas son de orden finito, como por ejemplo: aflicciones, humillaciones, contrariedades, enfermedad, la cruel monotonía, la perpetua uniformidad, trabajo, dinero, cotidianidad, aburrimiento, malas costumbres, secretos, pequeños detalles, pueden dar al traste con el matrimonio, pues resulta insostenible, “es lamentable: adiós toda belleza, adiós toda estética”. Cuando el matrimonio se halla expuesto a las tribulaciones del exterior, importa que las interiorice de forma natural, si se quiere conservar la estética, debe entonces transformar las tribulaciones exteriores en crisis interior. Todas las clases sociales tienen en común las tribulaciones antes mencionadas y a todas ellas se hace el llamado de considerar lo estético dentro del matrimonio. Cuando el individuo interioriza las dificultades por las que atraviesa el matrimonio, las enfrenta con el aplomo de la experiencia adquirida. De lo que se trata es de conservar en su unión la vida estética, “aunque no tenga sino tres pequeñas habitaciones para constituir su hogar”. Cuando el mundo es hostil a los hombres, estos tienden a desesperarse, a desalentarse, pero si el hombre tiene un hogar, entonces, tiene exacta noción de lo que es y de lo que puede; el matrimonio otorga la felicidad histórica en el momento en que el individuo no separa lo estético, lo ético y lo religioso; de esta manera el encuentro con el ser amado es siempre el primero, y el beso tiene el valor de la categoría del tiempo en que se sitúe. Pensar históricamente el amor conyugal lleva a admitir que el tiempo es un hecho: tiene importancia, y la suerte de los individuos, como de la humanidad, es vivir en él. Para tomar posesión del amor se necesita tiempo y paciencia:
“¿Cuándo se necesita más fuerza: al ascender o al descender? Cuando la pendiente es abrupta se necesita más, evidentemente, en el segundo caso. Casi todos los hombres tienden, por naturaleza, a subir la pendiente; en cambio, la mayor parte de ellos sufre una cierta angustia cuando tienen que bajar por ella. Así creo que hay muchas más naturalezas conquistadoras que aptas para poseer, y cuando te sientes superior a una cantidad de personas casadas, hundidas en ‘su estúpida satisfacción animal’, puedes tener razón hasta cierto punto, pero no debes tomar por amos a los que te son inferiores”.11
Es así que la verdadera grandeza no radica en conquistar, sino en poseer. Estas dos actitudes se ejemplifican en dos tipos de hombres: el conquistador y el poseedor. Mientras que la conquista es premisa, la posesión es conclusión; la naturaleza conquistadora siempre está fuera de sí misma, en cambio la naturaleza poseedora está dentro, de modo que cada una recibe una historia apropiada a su carácter. El amor conyugal empieza con la posesión y reviste una historia interior, comporta la pasión y también la fidelidad de ésta; no lucha contra leones o monstruos, sino con el enemigo más peligroso: el tiempo, llega a tener la eternidad en el tiempo y la ha conservado en el tiempo. El amor conyugal halla su enemigo en el tiempo, su victoria en el tiempo y su eternidad en el tiempo. El individuo no lucha contra enemigos de fuera: se vence a sí mismo, “depura su amor de escorias”. El amor conyugal es “el amor de cada día, y a la vez el amor divino (en el sentido griego). Y es el amor divino porque es el amor de cada día. El amor conyugal no viene acompañado de signos exteriores: no se anuncia, como el pájaro raro, por el murmullo y el rumor: es la esencia incorruptible de los espíritus apacibles”.12 Hay necesidad de reconocer que la tarea consiste en conservar el amor en el tiempo, que el amor se elabora en el tiempo, y que su batalla y su victoria es tiempo. El individuo sano vive a la vez en la esperanza y en el recuerdo, dos figuras del tiempo, vive en la vida del espíritu: conciencia, deber, paz, calma, escucha, apacibilidad, reencuentro, silencio, compromiso, respeto, responsabilidad, nobleza de espíritu. El amor conyugal tiene como amigo al deber y sus tres grandes aliados son la estética, la ética y lo religioso, sabe conservar la unidad de los diversos momentos de expresión que todo adquiere en esas diversas esferas. El deber hace del amor el verdadero clima templado, trasladarlo de lo exterior al interior, permite ver “cuánta armonía, cuánta sabiduría, cuántas consecuencias infinitas reinan en el mundo del espíritu”; el “Debes” del amor conyugal se expresa en futuro, esto es, para marcar su carácter histórico. El deber de un hombre es procurar una situación firme en la vida, de ser fiel “en el ejercicio de sus funciones, y también que merece ser castigado cuando no lo hace. Eso es el deber”.13 En el matrimonio lo esencial es lo interior, lo que no se puede indicar, señalar con el dedo, lo que halla precisamente su expresión en el amor. No hay, pues, contradicción, en someter el matrimonio al deber: “poco importa que nadie esté allí para medir, puesto que el hombre se mide a sí mismo”. Kierkegaard agrega que el amor es un asunto de la conciencia, y por tanto, no tiene que ver con el instinto y la inclinación, ni con el sentimiento, ni con asuntos de cálculo racional. El pensador danés quiere que nos alejemos de la concepción mundana del amor, la cual se interpreta de múltiples maneras. Este pensador querrá llegar hasta la esencia misma del amor “describir con pelos y señales”14 las diversidades en que el amor puede manifestarse. Bien dice Kierkegaard que cómo está arraigada en nuestras vidas la necesidad del amor.
Recepción: 2 de agosto de 2012
Aprobación:
14 de septiembre de 2012