Jacques Rancière, Béla Tarr. Le temps d'après, Capricci, 2011. Trad.: Béla Tarr, el tiempo del después, Shangrila, Santander, Textos Aparte, 2013.
En este libro sobre Béla Tarr, Jacques Ranciere2, pensador central de la emancipación, ofrece por primera vez un análisis de la poética y la política de la filmografía integral de un cineasta.
El análisis de Jacques Rancière respecto a la obra de Béla Tarr es realmente lúcido e interesante. No sólo describe con sencillez y rigor el aspecto técnico de algunas películas sino que conjuga filosóficamente la técnica con el trasfondo de aquello que el cineasta húngaro quiere narrar y/o mostrar. Podríamos decir que su análisis (técnico-filosófico) nos recuerda bastante a los brillantes análisis que Gilles Deleuze realizara sobre el cine (La imagen-movimiento, La imagen-tiempo, etc.). Además, el libro de Rancière es pródigo en ejemplos y establecimiento de conexiones con lo político, lo filosófico y lo artístico, cosa que es de agradecer. No obstante, debemos dejar claro que no debe considerarse el texto de Rancière simplemente como un mero comentario “de academia” sobre el universo y la filmografía de Tarr. Por el contrario, nos encontramos ante un libro con una doble invitación: Por un lado, invitación a explorar por nuestra propia cuenta algunas de las películas que aparecen en el libro; no como un “código” sobre cómo hay que verlas y sí como una –digamos– advertencia respecto a lo que nos vamos o podemos encontrar en ellas. Y por otro lado, es también una invitación a reflexionar sobre cuestiones y problemas que a todos nos atañen y a los cuales quizá no les dedicamos –por una razón o por otra– el tiempo que merecen.
En cualquier caso, tal y como está escrito y estructurado, el libro no debiera ser considerado tampoco como un estudio para eruditos del cine. Como decimos, lo único que parece pedir Rancière en el opúsculo que aquí tratamos no es otra cosa que ir a las mismas películas de Tarr y quedar afectados por ellas o, en otras palabras, continuar con la circulación de afectos de su universo filmográfico y explorar los mensajes ocultos y territorios desconocidos ejecutados por la cámara y delineados por las narraciones (orales o no) de los personajes. Y es que el autor del libro ha elegido cuidadosamente las palabras, y allí donde pareciera que simplemente está describiendo una película, lo que hace no es otra cosa que seguir el movimiento, seguir el film de Tarr –acompañarlo. De ahí que Rancière lleve a cabo un recorrido por los ricos universos de valor y planos de composición que pueblan y hacen el material de la filmografía de Béla Tarr. Es cierto que a veces, el filósofo francés pasa de una película a otra demasiado rápido y en ocasiones ello distrae del “punto” de sus explicaciones. De cualquier manera, El tiempo del después es un libro para que tanto los amantes del cine de Tarr como los que gusten de leer filosofía van a disfrutar.
Según Rancière, el arte del cine de Béla Tarr siempre ajusta su “infierno” a los movimientos que le son propios. Así, en las películas del director húngaro, nos dice el autor, no se trata tanto de encarnaciones del mal (“traficantes, ladrones, estafadores y falsos profetas”) sino de encarnaciones de «una posibilidad pura de cambio». Si la figura del círculo es la del demonio y éste «el movimiento que gira en círculos», ellos mismos parecen reflejarse en lugares como el café, la casa, o la oficina. Lugares comunes y de comunidades pequeñas que aparecen en el cine de Béla Tarr como espacios cerrados respecto a los cuales los personajes quieren escapar. Lugares estos de conflicto, de colisión de egos, de sueños frustrados o de proyectos desesperados, lugares en los que chocan y se enfrentan también afectos, palabras o cuerpos que hieren y que de alguna forma, terminan por hacernos querer escapar. Sea como sea, parece que Rancière hace hincapié en el hecho de que para Béla Tarr el escape de estos círculos cerrados no conduzca a un gran espacio abierto, sino que por el contrario, re-conduzca una y otra vez a los protagonistas de sus películas a otros espacios igualmente cerrados que no es otra cosa que hacer situar al espectador en el plano de la habitación de un espacio. Así lo atestiguan películas como El Intruso, Nido familiar o Gente prefabricada: el problema al que refiere el cineasta húngaro no es otro que el problema habitacional, problema de vivienda o problema de cómo se vive y vivencia aquello que circula dentro o puebla tal o cual inmueble, tal o cual región.
Uno de los aspectos del libro más llamativos es el concerniente a la destrucción, tema sobre el cual la filosofía presume de no acercarse, al contrario de lo que sucede en el cine. En cambio, Jacques Rancière delinea y hace explícita la idea de destrucción de Béla Tarr que se pone en juego en su filmografía, por ejemplo en películas como Satantango o Las armonías de Werkmeister. La destrucción en el universo de Béla Tarr es condición para el surgimiento de las ideas, pensamientos y proyectos; únicamente en ella es posible empezar de nuevo. Pero este volver a empezar porta consigo el mismo proceso de destrucción, de demolición que irá enfangando esos pensamientos y sueños, repitiendo sin cesar la misma historia de creación y demolición (la historia de la repetición de la fisura). Por eso Rancière piensa que el personaje del idiota juega un papel crucial y fundamental en el universo filmográfico de Tarr, pues el idiota es aquel que tiene «la capacidad de absorber totalmente el entorno y la de apostar contra él» (énfasis mío) o dicho en otras palabras, capacidad de creer. Es él quien deshace la tela de las arañas, por utilizar el ejemplo de Rancière, y no ellas “que sólo saben tejerlas”. Y junto al idiota, el profeta del desastre (vid. La condena) enfrentado a los tejedores de promesas y compensaciones por todos los vacíos existentes. Es el profeta que no puede de ningún modo y bajo ningún concepto soportar cómo se trapichea con promesas cuando el fondo de todo no es ni más ni menos que la repetición de la desintegración. ¿Cuál sería el precio a pagar por evitar esta repetición, por escapar a ella? No es demasiado difícil vislumbrarlo y Rancière lo expresa rotundamente: «hundirse más, todavía, […] en el barro de lo corrupto», porque en el cosmos de Béla Tarr, niebla, viento, lluvia, y barro son siempre elementos constitutivos del diablo, es decir, elementos de la ley (la repetición) de la cual nadie ni nada escapa.
Sabemos que el eje central sobre el cual gira el libro de Rancière (y la filmografía de Béla Tarr) es precisamente, el tiempo del después. Pero, entonces, ¿cuál es ese tiempo? Para el filósofo francés, no se trata en absoluto de un tiempo que subsanaría todas las vicisitudes, todas las corrupciones y destrucciones acontecidas; no se trata en consecuencia de un tiempo compensatorio –tiempo que compensaría “el vacío de toda espera”– y sí de uno “post-histórico”: el tiempo de después de todas las historias. Hasta tal punto tendría sentido plantearse tras la lectura del libro de Jacques Rancière la cuestión de si Béla Tarr pueda ser un “cineasta punk”. Un cineasta del famoso y mal comprendido “No Future”, pues dicho eslogan ya no vendría a decir que no se pueda esperar un futuro, sino que cualquier vuelta o regreso se torna, de hecho, imposible.
Una película –o una obra particular– nunca construye relaciones sociales ajenas. Béla Tarr vuelve a escenificar y a poner en juego el tiempo de las grandes esperanzas sociales al acercar la historia de estas esperanzas de las sensaciones y de los gestos más cotidianos, al estrechar el espacio y al dilatar el tiempo alrededor de un juego de percepciones, de miradas, de gestos, de actitudes que constituyen una experiencia del mundo. Es una forma de experimentación que entra en un juego mucho más grande de experimentaciones que pasan por la escritura, la imagen, la performance o los múltiples usos derivados de los medios para construir formas de sentido común separadas del orden consensual.3
Béla Tarr, él, nunca se ha preocupado de parodiar los géneros. Al contrario, se ha dedicado a eliminar lo superfluo de las historias, a estrechar los relatos entorno a su corazón: la marcha del tiempo, la tensión entre la espera de la repetición y la espera de lo nuevo. De la misma manera, no se ha entretenido en burlar las creencias sino en acotar las formas de experiencias sensibles en las cuales se forma la posibilidad misma de creer en el mundo, para hablar como Deleuze.
En el marco del Estado socialista, Béla Tarr estaba obligado a pensar las relaciones entre los cuerpos presentes dentro del marco de los “problemas” definidos por la política del Estado –el alojamiento en particular. Con respecto a eso, el hundimiento del sistema socialista fue una liberación: le permitió interesarse por las situaciones, por la relación entre los seres, y por la relación de estos con su universo sensible de una manera directa: la lluvia, el viento y el barro, los espectáculos ordinarios o extraordinarios percibidos por una ventana sustituyen entonces las directivas del Partido y bastan para concentrarse sobre la dificultad de los individuos para resistir al simple entierro de la inercia o, al contrario, al furor animal.
Los personajes de Béla Tarr están esculpidos por la historia que llevan: la ociosidad de Karrer, la dejadez de los campesinos en Sátántango, la soledad física y la humillación social de Maloin, el estatus de idiota.
En tan sólo 85 páginas divididas en cinco capítulos, Rancière busca los signos que singularizan la obra del director húngaro. No son muchas películas y, aparentemente, no habrá nuevos filmes para el asombro y el análisis. Rancière se ubica, privilegiadamente, frente a la obra como un todo, en un estadio preciso y frente a un gesto radical por parte del autor que resulta constitutivo de su poética. Tarr no cumplió todavía 60 años, pero ya ha anunciado su prematuro retiro (ahora enseña cine, pero ese dato no forma parte del libro). ¿Por qué retirarse en vida? ¿Tarr ya ha agotado las posibilidades de su cine y no tiene nada que decir? La tesis de Rancière es precisa: “Haber hecho su último filme no es entrar forzosamente en el tiempo en que ya no es posible filmar. El tiempo después del final es más bien aquel donde se sabe que en cada nuevo filme se planteará la misma pregunta: ¿por qué hacer un filme más sobre una historia que, en su principio, es siempre la misma?”.
La pregunta no es retórica y de ahí se predica un concepto clave para intelegir la sustancia de la obra de Tarr: la repetición. Este concepto obsesiona a filósofos, teólogos, psicoanalistas y también a los mejores cineastas. En Tarr, tanto las historias elegidas como la forma de contarlas no alcanzan a traspasar o superar la ley de la repetición: los motivos musicales de Mihály Víg, los planos secuencia que transmiten el tiempo en su duración, el blanco y negro que estaciona los filmes maduros en un temple específico funcionan como materia compuesta de la repetición. Pero frente a esa intensidad sin horizonte cada película de Tarr, como experiencia en sí, es un salto hacia un acontecimiento, una esperanza sostenida en una materialidad radical que modela de otro modo la sensibilidad del espectador. Es la fuerza del estilo, que Rancière define en el sentido de Flaubert: una “manera absoluta de ver”. Y agrega: “Una visión del mundo que se vuelve creación de un mundo sensible y autónomo”.
Si bien Rancière admite la interpretación del propio Tarr sobre su obra como una unidad sin grandes diferencias, entiende que en el período comunista la indignación es el sentimiento predominante, lo que se traduce formalmente en movimientos agitados de una cámara en mano. En el período maduro, poscomunista, el pesimismo se impone como un estado de ánimo ineludible y los planos secuencia devienen eternos. Los aportes de Rancière sobre la gramática de Tarr funcionan como relámpagos: a partir de sus señalamientos quien vio los filmes puede ahora percibir algo más. Y para quien nunca ha visto una película de Tarr la inquietud será mayúscula: ¿cómo puede un director transformar la lluvia, los perros, una ballena gigante en una plaza, un caballo en piezas estéticas que determinan material y espiritualmente la puesta en escena? Además, Rancière extrae de la obra de Tarr un conjunto de personajes conceptuales: la familia, los estafadores, los idiotas, los falsos profetas y los locos cifran el dilema político y filosófico de sus filmes. Son signos de una obra.
La tesis de Rancière a lo largo de todo el libro es que Tarr es el cineasta materialista por excelencia. En su propia materia sensible, que excede al orden visual, las películas de Tarr interpelan sobre una experiencia límite, todavía negada en un mundo que sigue dispuesto a entregarse distraídamente a cualquier evento histérico que reavive el encanto por la superstición. Esa experiencia es en sí el cine de Tarr, que confronta todas nuestras certidumbres: “El tiempo después del final no es el tiempo uniforme y moroso de quienes ya no creen en nada. Es el tiempo de los acontecimientos materiales puros a los que se enfrenta los que se enfrenta la creencia durante todo el tiempo que la vida pueda soportarla”.4
El caballo de Turín es un filme que arranca con la anécdota del abrazo de Nietzsche a un caballo maltratado. A partir de ahí el director Bela Tarr reconstruye la posible vida del cochero, de su hija y del propio caballo.
En enero de 1889, Nietzsche vive en Turín. Es ya un hombre cercado por las enfermedades y obsesionado por ellas. Un día, al cruzar la plaza de Carlo Alberto observa como un cochero está golpeando a un caballo que no obedece las órdenes que le da. Impresionado, herido, Nietzsche irrumpe en la escena recriminando al cochero y abrazando al caballo entre sollozos y pidiéndole perdón en nombre de la humanidad. La escena llama la atención de los paseantes. Uno de ellos reconoce al filósofo, sabe donde se aloja y avisa a un amigo suyo para que lo atienda. Fue el día en que el filósofo colapsó. Su voz se perdió y su maltrecha salud quebró definitivamente.
Parece que hay algo de verdad en esta leyenda que se ha tomado como el principio del fin, el momento en que todos los síntomas de las dolencias de Nietzsche cristalizaron. Es la imagen que inicia la película y da título -El caballo de Turín- al trabajo con el que el realizador húngaro Bela Tarr afirma despedirse de su oficio. Aunque el Nietzsche de carne y hueso solo está presente en el arranque, la temática nitzscheana impregna todo el metraje con temas como el eterno retorno o la muerte de Dios. Muy literalmente el argumento se centraría en las penurias y la lucha de un viejo campesino, su hija y el caballo por sobrevivir. Como expresa Ricardo Pérez en su blog, Esculpiendo el tiempo, la película "se atiene con matices, a las rtes unidades dramáticas (tiempo, lugar y acción) establecidas por Aristóteles en su Poética. La acción, que es mínima y reiterada a modo de bucle, se estructura en el transcurso de seis días y sólo se ve alterada con pequeños detalles que en un principio pueden pasar desapercibidos para el espectador, pero que ya anticipan el final (el repentino silencio de la carcoma, el cambio en el comportamiento del caballo, la llegada de los alborotadores gitanos, el pozo que se seca...). El número de días no es casual, ni mucho menos, sino que encierra un fuerte contenido simbólico: Tarr destruye el mundo en el mismo número de días en que Dios lo creó".
Nacido en Hungría en 1955, Béla Tarr es considerado por buena parte de la crítica internacional como uno de los cinco mejores directores de cine del mundo aún en actividad. Extraña paradoja para un artista que no se considera un cineasta: no me llevo bien con los cineastas húngaros porque ellos son directores y yo no. Yo no sé lo que soy.
En sus comienzos, el cine de Béla Tarr, un especialista en construir atmósferas oníricas de extensa duración, se inscribía en el género conocido como ficción documental. Este género incluía el uso de actores no profesionales, diálogos improvisados y el uso de la cámara en mano para retratar una realidad descarnada, claustrofóbica, en un contexto sociohistórico caracterizado por el denominado socialismo real.
La preocupación inicial de Béla Tarr por los problemas de las vinculaciones humanas en espacios reducidos, que ya aparecía en su primer largometraje de ficción documental Nido de familia, 1977, se ha ampliado, en la actualidad, hasta adquirir un carácter más general sobre la ontología del poder y la decadencia de las relaciones comunitarias a escala global, tal cuál se evidencia en su último largometraje conocido hasta la fecha, El hombre de Londres, 2007, pero que ya establecía sus pilares fundamentales en 1987 con La condena.
Sin abandonar esta temática que subyace a toda su filmografía, el estilo visual y sonoro de Béla Tarr va adquiriendo un refinamiento formal, tanto en los aspectos compositivos como en la puesta en escena, cuya culminación y reconocimiento internacional llegaría con Armonías de Werckmeister en el año 2000.
Dicho estilo –alejado de cualquier intención alegórica o simbólica: las películas son siempre algo concreto, sólo pueden registrar cosas reales, afirma Béla Tarr–, sin embargo, reconoce ciertas constantes que han ido consolidando su sistema formal, a saber:
- Planos secuencias muy extensos, dilatados en el tiempo, con movimientos coreografiados, tanto de cámara (con sus desplazamientos), como de personajes en el espacio.
- Uso del blanco y negro como opción estética. Es el blanco y negro, el uso contrastado de luces y sombras lo que le permite al director esa particular fusión entre naturalismo y artificio cinematográfico: con el color no puedo controlar la imagen, con el blanco y negro puedo establecer una distancia entre el mundo real y el mundo representado, la imagen de la película, sentencia Béla Tarr.
- Montaje en el cuadro a partir de un uso muy particular de los reencuadres continuos de personajes y objetos que le permite, entre otras cosas, evitar filmar los diálogos con el clásico planocontraplano.
- Una elaboración muy refinada de la imagen y el sonido. El uso del fuera de campo y una elaboración muy particular de la banda musical contribuyen esencialmente a darle ese carácter hipnótico y envolvente a sus movimientos coreografiados.
- Importancia fundamental del desplazamiento de los personajes en un espacio altamente estilizado donde predomina el agua, el lodo y la bruma. En dicho contexto, en sus películas, siempre hay uno o varios personajes en movimiento que deambulan sin destino por ese paisaje apocalíptico: son los famosos paseos de Béla Tarr.
- Supremacía de la forma sobre la narrativa convencional. En el cine de Béla Tarr los argumentos de las historias importan menos que la aproximación obsesiva a los personajes para entender la vida de todos los días… qué es lo que está sucediendo debajo de la superficie.
Béla Tarr, heredero de los grandes maestros de la cinematografía mundial, con nombres que van desde Antonioni, Bresson, Mizoguchi y Ozu, hasta Angelopoulos pasando por Tarkovskii y Jancsó, Béla Tarr se erige en la actualidad, junto a unos pocos cineastas más, como un artista superlativo dentro de un panorama global donde prevalece la frivolidad y la pobreza creativa.5