Desde que conocemos datos sobre la existencia de los seres humanos tenemos constancia del viaje. Ya sea a través de viajes al imaginario de una comunidad, de viajes interiores1, o de viajes efectivamente físicos, en los que existe un movimiento, un desplazamiento del sujeto hacia otro espacio distinto, ajeno, aparece constante ese topos.
En todos los tipos de viaje es posible vislumbrar una tónica común: el deseo de conocimiento, por parte del sujeto, de cosas distintas, nuevas, en una especie de dialéctica de temor y atracción, dialéctica irresoluble, en la que una vez que el sujeto se pudo apropiar de lo deseado en el viaje, revierte de nuevo sobre sí la búsqueda de la existencia de una posibilidad de seguir viajando hacia otros lugares, ya sean del imaginario, interiores, o de desplazamiento físico. Y ésa es la sed de conocimiento propia del ser humano, ésa es la que llevó a Prometeo a robar el fuego a los dioses, o la que lleva a la ciencia, hasta hoy día, a seguir buscando nuevos descubrimientos.
De esto fueron conscientes los grandes maestros desde la Antigüedad: ya Homero hace volver a Ulises, después de años de búsqueda de Ítaca, de nuevo al océano, movido por la llamada de esa sed de conocimiento propia del ser humano, y como representante de una comunidad, la suya, la de todos los hombres, los cuales serían grandes viajeros, buscadores ansiosos de lo desconocido, de lo nuevo, como hombre ético2.
¿Acaso es tan sencillo definir el viaje, ya sea en el imaginario de una comunidad, físicamente, o interiormente como esa sed de conocimiento?
No es posible establecer una unívoca definición del viaje y de la escritura posterior del viajero, porque ambas cuestiones han quedado, a lo largo de la historia, en un plano secundario, fuera de la institución. Esto es, el viaje, aparte de cuáles pudiesen ser las motivaciones intrínsecas del sujeto, siempre era para algo, tenía una finalidad ajena a sí mismo, tenía un adjetivo calificativo que lo acompañaba, el cual adquiría más importancia que el propio viajar. Ha habido viajes de descubrimiento, como todos los llevados a cabo a raíz del desarrollo de la navegación y la cartografía, en los que la inquietud del viajero se centraba en descubrir nuevas tierras no perfiladas en los mapas, islas que podrían llegar a llevar su nombre, o islas no conocidas con organizaciones sociales distintas, de las que hablaban algunos como utópicas, islas en suma, recogidas en su dispersión en una cartografía, la del mapamundi, desarrollado fundamentalmente a partir del Renacimiento, como señala Norman Doiron3, cuando eran los pedazos de la ruptura de la unidad y el discurso totalizador de la época medieval los que de alguna forma tendrían que ser recogidos en otro discurso distinto, más humanizado; ha habido viajes de exploración, de conocimiento, naturalistas, en los que se trataba de clasificar, a través de planchas, dibujos, escritos, hasta el más ínfimo detalle de las características naturales de las nuevas tierras, así los viajeros al Nuevo Mundo, o todos aquellos exploradores hacia tierras desérticas, a la búsqueda de los restos de alguna civilización, o aquellas expediciones científicas como la llevada a cabo por Napoleón en Egipto, la cual podría también verse como un viaje colonial, en la medida en que se llega a conocer más el pasado de la civilización estudiada que los propios habitantes de sus tierras; ha habido viajes comerciales, incluso viajes de comercio con escritura, como aquel Libro de las maravillas de Marco Polo hacia las Indias; ha habido viajes propiamente coloniales, como, por ejemplo, la empresa llevada a cabo por Francia en Argelia, fruto de la necesidad de dar auge y fama internacional a una Francia de la Restauración, muy resentida tras la caída del Imperio napoleónico; o viajes de búsqueda de lo exótico, de la atracción de la alteridad, como reacción a una sociedad, la habitada, que se rechaza, tales son los viajes de los románticos, desde Chateaubriand hasta Nerval, en los que se pasa de declarar una primacía de la subjetividad y de su impresión ante lo real vivido en el viaje en Chateaubriand, a una absoluta subjetividad disuelta en la que el viaje se convierte en su mayor parte en interior, ausente objetividad externa en Nerval.
De esta forma la cuestión del viaje se presenta para la reflexión filosófica actual como uno de los retos de la complejidad sobre los que es necesario realizar interpretaciones nuevas. Ya desde comienzos del siglo XX los grandes pensadores sobre la cuestión (Pierre Jourda, Pierre Martino, etc) se dieron cuenta de que el viaje había sido algo muy relevante en la construcción del conocimiento humano sobre la alteridad, y a la que se le había dado poca importancia en los estudios reflexivos, debido a la ausencia de canon clásico sobre la que se había construido su escritura. En este texto se tratarán de esbozar, como reto para la complejidad filosófica, las cuestiones fundamentales que recorren el viaje: la escritura, el problema de la verdad, y la ideología que se ha creado en base a esa escritura.
Es esta acción de la escritura, ya inaugurada con un cuerpo coherente como tal por Herodoto, del dejar constancia de los nuevos conocimientos aportados por el viaje al viajero, una de las características que van unidas a la propia acción de viajar. En todo viaje el sujeto posee un punto de referencia, sea su lugar de partida, o el conjunto de personas a las que va a dejar constancia de sus descubrimientos, impresiones, sensaciones. Es el viaje como aquella de las aporías kantianas en las que el ser humano se debate entre finitud e infinitud, es la escritura del mismo lo que proporciona al sujeto la sensación de estar rozando la eternidad, y es con la escritura de sus conocimientos e impresiones como se permite, aludiendo a términos de Marx, la acumulación de saber. No hay viaje sin escritura, porque es sin ésta como no queda constancia de aquél, esto es, para que el viaje quede instaurado como tal es necesaria la prueba de aquellas andanzas, desde un cuaderno de bitácora hasta las impresiones de un viajero solitario, único, sujeto.
El escrito de viajes, como ya se señaló anteriormente, posee la característica de quedar fuera de toda definición de género literario, debido al concepto a priori de su uso4, siendo secundario el hecho de ser escritura por sí misma, o, siendo más precisos con los términos, quedando fuera de los cánones de la retórica clásica, los cuales fueron material de culto y de interpretación hasta llegados a finales del siglo XIX: Le genre de Voyage est par soi-même une chose presque impossible5.
Jacques Chupeau nos habla en su artículo “Les récits de voyages aux lisières du roman” de esa salida del escrito de viajes fuera de la formalidad de la retórica clásica debido al rechazo y al evitar las figuras de la elocuencia. Si el texto referencial para Aristóteles tiene por objeto un acercamiento a lo real, a lo objetivo, y el texto ficticio tiene por objeto lo general, sin tener vínculo o relación alguna con lo real6, el escrito de viajes rompe con esta dualidad, en la medida en que llega a ser texto ficcional, y sin embargo siempre habla de una realidad externa, o de una supuesta realidad externa, que es el objeto del viaje: costumbres de los habitantes de otras tierras, nuevas especies de plantas y animales, nuevas tierras...
Es en este sentido en el que, quedando fuera de la formalidad y de la consideración canónica, el escrito de viajes se ha desarrollado de una forma riquísima y múltiple, habiéndose trazado y travestido en diversos géneros. Así lo señala Roland le Huenen en sus textos “Le récit de voyage : L’entrée en littérature” y “Qu’est-ce qu’un récit de voyage ?”7. El escrito de viajes fue diario, como en el Journal de voyage en Italie para la Suisse et l’Allemagne de Montaigne, autobiografía, como en las Mémoires d’outre-tombe de Chateaubriand, epístola, como las Lettres d’un voyageur de George Sand, como crónicas, en el caso de Lamartine o Nerval, ensayo etnográfico como en los Tristes tropiques de Lévi-Strauss, acompañamiento de la pintura, como en Fromentin, o incluso fragmento, ruina, como en los Carnets de Voyage de Flaubert.
Es por esta razón que en la teoría de la literatura no es hasta la crisis de los géneros cuando se comienza a dar importancia al escrito de viajes como un género en sí8, no sólo debido a que el corpus de escritos resultaba algo ya considerable, sino por el hecho de que es el escrito de viajes un posible género atractivo para la época de la crisis de la totalidad, de la ciencia, de las definiciones, de la esencia, de la metafísica, de la subjetividad, en ese paso del siglo XIX al XX. Luckács, en su “Carta a Leo Popper” aboga por una forma de ensayismo, en su caso, cercano a la literatura, y alejado absolutamente del positivismo, en la medida en que es la literatura, el ensayo literario en su caso, el que se aproxima, con un nuevo lenguaje, a la posible unidad fragmentada que pueda dar cuenta del sujeto disuelto, y que proponga, al menos, una ilusión de verdad9.
El escrito de viajes, una vez empieza a considerarse como importante literariamente, como género histórico, siguiendo la perspectiva interpretativa de Austin Warren y René Wellek10, comienza a recibir un tratamiento de género sin ley, y ése es su atractivo para las inquietudes de la postmodernidad.
El propio escrito de viajes es, en suma, no un escrito en sí y por sí mismo, sino un instrumento didáctico, en el que ese lector explícito busca el aprender algo, sea sobre una objetividad de la alteridad, o sea de la propia visión del autor sobre esa alteridad.
Uno de los problemas fundamentales que se ha planteado a la hora de considerar y de teorizar sobre el escrito de viajes ha sido la cuestión de la verdad del propio escrito. En el desarrollo histórico de sus manifestaciones se ha producido un proceso de subjetivación cada vez mayor, llegando a su culminación en la época romántica, de tal forma que ha venido a resultar imposible el conocer hasta qué punto se trata de una verdad objetiva lo que en él se dice. Esto es, en el momento en que adquiere importancia en el discurso el propio sujeto escritor, narrador, y viajero, no es posible discernir cuál es el punto de invención y de realidad, cuál es el lugar en el que se habla tan sólo de lo que se vio, y cuál es aquél en el que entra la vivencia, el juicio y prejuicio del escritor, la tradición de viajes interiorizada, si es que existe ese punto de diferenciación. Y ésta es la riqueza del propio escrito de viajes, la cual entronca con la problemática de la autobiografía y con la de la visión orientalista llevada a cabo por Edward Said en torno al concepto de “Oriente”, siendo generalizable al problema sobre la alteridad: ¿es posible que exista una ideología sobre el Otro, visto desde el yo/nosotros, que sirva de justificación para los discursos de poder, en una época de la apropiación del otro, como fue la época colonial?
Una de las problemáticas principales planteada en la propia escritura del viaje por parte de los viajeros es la del carácter de verdad de esas palabras, el hecho de si la mirada del viajero se dirige hacia la propia realidad que percibe o hacia una intención de mostrarla falsa, el hecho de si el viajero es impostor o testigo11 en el momento de la escritura, cuando la mirada del viajero se hace pública, para justificar otros discursos ideológicos, o para mantener la tradición viva de las fuentes sobre Oriente en Occidente.
Y es en este punto donde el viaje une con la cuestión del “orientalismo”, que plantea, desde la óptica de Edward Said, que toda la escritura de viajes a lo largo de la historia, especialmente en los siglos coloniales, no ha sido más que una forma enmascarada de justificar ideológicamente el dominio y la superioridad de Occidente sobre Oriente12.
Christine Montalbetti en su texto “Entre écriture du monde et récriture de la bibliothèque. Conflits de la référence et de l’intertextualité dans le récit de voyage au XIXe siécle”13, así como en su tesis doctoral, nos apunta cómo el escrito de viajes, por su propia definición, esto es, un escrito a caballo entre la ficción y la realidad, pero con una base muy fuerte de un referente real, tiene que dar cuenta, en un ámbito muy limitado y restringido, como es el de la escritura, de una realidad que es múltiple y heterogénea: […] les mots ne constituent pas un médium adapté : l’écriture paraît impropre à rendre avec exactitude un objet visuel14.
Todo ello se debe, como nos señala Valérie Berty15, al hecho de que la escritura del viaje se basa, en la medida en que existe el factor de la realidad en le que se funda el texto, en la existencia de un “yo” narrador que se refiere a un “otro”, que será un “tú” en esa narración. Pero, a su vez, en la medida en que el escrito de viajes tiene mucha relación con lo autobiográfico, siendo una escritura de un “yo” sobre sus vivencias, ese “yo” narrador de una realidad de base se encuentra con ese problema de la verdad de su texto.
Este problema, a nuestro entender, es resuelto por el propio escritor/viajero o bien tratando de definir a priori, y justificando una y otra vez en el prefacio de su escrito, la verdad y la objetividad de sus palabras, de su mirada, como es el caso de Volney, Chateaubriand, Lamartine... o bien admitiendo los límites de su palabras, conociendo las posibilidades de su escritura, y jugando a explotar al máximo ese cabalgar del escrito de viajes entre la realidad y la ficción, entre la realidad y el sueño, como es el caso de Nerval.
El escrito de viajes, así como la autobiografía, como señala Jean-Claude Berchet16, tiene la necesidad de justificarse. Una de las formas más utilizadas para justificar esta verdad de la mirada del viajero en las descripciones realizadas en el escrito de viaje es hacer presente la falta de intencionalidad del propio escritor para publicar su escrito posteriormente. Esto es, en la medida que en el momento en que el escritor comienza a escribir su viaje no existe ni narratario, ni lector implícito de sus palabras, y menos todavía un lector explícito futuro, no puede haber ideología alguna en ellas para conmover al lector hacia sus objetivos, si es que los tuviese a priori. Así, por ejemplo, podemos leer en el “Avertissement” del Voyage en Orient de Lamartine: Les notes que j’ai consenti à donner ici aux lecteurs n’ont aucun de ces mérites. Je les livre à regret ; elles ne sont bonnes à rien qu’à mes souvenirs ; elles n’étaient destinées qu’à moi seul. […] Mais, je l’ai déjà dit, un voyage à écrire n’était pas dans ma pensée17.
Es en este punto donde la escritura de viajes entronca con el problema de la autobiografía, esto es, ¿es la autobiografía, en cuanto forma procedente del yo, un lugar en el que se abre paso la posibilidad de la ficción (como defendían Nietzsche, Derrida o Barthes), o es un lugar en el que el yo pacta la verdad de su discurso (como defendían Lejeune o Starobinski)? El problema de la autobiografía se basa fundamentalmente en el hecho de que la vida de un autor resulta inaccesible a nadie más que a él mismo, y, en la medida en que se escribe sobre ese lugar inaccesible, el de la subjetividad, concretamente el de la parte íntima de la misma, como nos hace ver Carlos Castilla del Pino18, el espacio de la ficción se abre, siendo la autobiografía un género que se emplaza entre la verdad y la ficción.
¿Cómo encontrar, en el caso del escrito de viajes, un criterio de decisión que nos diga que todo lo escrito, en la medida en que pasa por el tamiz del sujeto, y en la medida en que habla de cosas que ocurrieron a ese sujeto en su espacio íntimo y experiencial, es verdadero? Esto es, lo único que podría verificarse en el escrito de viajes, al igual que en el escrito autobiográfico, son los datos externos, descripciones de una ciudad, de un paisaje, de los habitantes..., pero, en el instante en que, como en el escrito autobiográfico, el escrito de viajes se introduce en la esfera de la experiencia del sujeto, de algo que le ocurrió a él mismo, sea, por ejemplo, alguna aventura contada de un encuentro con alguien determinado, en el que ese alguien tiene reacciones descritas por el escritor/viajero como agresivas, ¿cómo es posible saber si realmente ese episodio ocurrió como está escrito, o si el sujeto manipuló sus palabras, haciendo la escena real algo ficticio, o incluso si el sujeto inventó toda la escena, tomando como real algo totalmente ficticio? ¿Qué medida del mundo, siguiendo el título del texto de Paul Zumthor19, puede tomarse?
Oriente es un concepto que se encuentra situado, en una visión occidental de la que se parte como centro interpretativo, en todo aquello que tiene que ver con lo desconocido una época.
Pero no sólo Oriente, como concepto, no está definido en espacio geográfico alguno, sino que tampoco está definido en un tiempo concreto: L’exotisme n’est pas seulement donné dans l’espace, mais également en fonction du temps20.
Oriente es un concepto vacío, un concepto que ha sido descubierto como tal por la propia tradición de la historia cultural occidental en su búsqueda propia de una identidad. Un concepto que descubrió la tradición interpretativa del mismo a raíz del libro Orientalismo, publicado por Edward Said en 1978, y que se ha venido cuestionando como concepto a raíz de esta publicación.
La visión interpretativa más relevante sobre la tradición orientalista, de esos viajeros a Oriente a lo largo de la historia, fue la que esbozó Edward Said en ese libro, que luego hizo continuar hasta su Cultura e Imperialismo de 1993. La visión de Said cambió, revolucionó y dio luz a la mirada sobre esta tradición: Creo que existe, en todas las culturas que se definen nacionalmente, una aspiración a la soberanía, a la absorción, a la dominación21.
Toda verdad es canónica, toda verdad parte del centro humano, social, cultural desde el que se define, toda verdad, por sí misma, como lenguaje, como significante que posee un significado convencional, es susceptible de ser puesta en entredicho: ¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes22.
Esta línea nietzscheana fue tomada más tarde por Michel Foucault, quien dedicó su esfuerzo intelectual a traslucir cuáles han sido las condiciones, a lo largo de la historia, de las relaciones de dominio entre unos seres humanos y otros. Así, su edificación del análisis de los referentes en las construcciones del lenguaje (Las palabras y las cosas), o su análisis de la aparición ideológica de las relaciones de poder situadas tras los discursos de la ciencia, siendo, por ejemplo, la invención de la locura en el sentido actual del término una forma de exclusión social de los seres humanos que eran rechazables para el progreso de una sociedad, primero en aquella Stultifera Navis, más tarde en los hospitales psiquiátricos, llegando a ser esos seres humanos excluibles transformados, convertidos en “locos” a lo largo de los procesos de invención del lenguaje y de las teorías de la psiquiatría: [...] la enfermedad venérea se ha separado, en cierta medida, de su contexto médico, y se ha integrado, al lado de la locura, en un espacio moral de exclusión23.
Desde la óptica de Edward Said no era posible pensar más en la inocencia que podía llegar a presuponerse en la producción de un viajero a Oriente; todo escrito, toda pintura, toda obra cuyo tema sea la alteridad cultural, observada desde una cultura y una sociedad con una identidad definida, lleva guardada en su seno una ideología: Si tomamos como punto de partida aproximado el final del siglo XVIII, el orientalismo se puede describir y analizar como una institución colectiva que se relaciona con Oriente, relación que consiste en hacer declaraciones sobre él, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él24.
Maxime Rodinson, para señalar los límites de la tesis de Edward Said, en La Fascination de l’Islam25, ha querido elaborar una historia de esos escritos de viajes desde la óptica de la fascinación oriental, que en su caso llama Islam, surgida a raíz de la introducción en la sensibilidad y el pensamiento occidental del Romanticismo, y que bebía de toda la fascinación de los siglos XVII y XVIII por lo oriental. Así, para Rodinson, fue la subjetividad romántica la que revolucionó la pertenencia de la tradición de viajes a Oriente a la ideología de dominio, y es esta tradición romántica, según su mirada, la que ha obviado Edward Said a la hora de exponer su teoría sobre el legado orientalista, ya que en ella existe una fascinación que no confirma la tesis de que en su seno existe una intención justificativa de los discursos de poder. Pero Maxime Rodinson se encuadró dentro de la misma perspectiva tomada por Edward Said, una perspectiva historicista, obviando, a su vez, aquellos de entre los viajeros de la tradición orientalista que no presentaban tanto una fascinación por lo oriental, como una ideología.
El problema que producen ambas interpretaciones, tanto la de Said como la de Rodinson, es que generalizan la introducción de la visión sobre la tradición orientalista a una visión historicista dentro de la misma historia del viaje. Recordando a Karl Popper en sus La sociedad abierta y sus enemigos26 y La miseria del historicismo27, uno puede remarcar que no existe dentro de la historia una lógica interpretativa alguna desde el mismo estilo de la ciencia, no existe la posibilidad de elaborar un tipo de teorías que sostendrían que existen leyes generales en el desarrollo histórico, no es posible la existencia de una teoría, como en la ciencia, explicativa de la totalidad del movimiento espacio-temporal de la historia. Todo acto de lanzar una red, una mirada a la historia, puede proporcionar la posibilidad de numerosas confirmaciones, pero nunca la posibilidad de refutación alguna. Toda teoría de la historia no es teoría alguna, tan sólo sirve para justificar actitudes presentes o futuras de actuaciones políticas sobre la sociedad. Es así como, a nuestro entender, ni Edward Said, ni Maxime Rodinson han podido abordar en el tono preciso la cuestión del orientalismo, el argumento de ambos, tanto de la presencia de una ideología en el relato del viaje a Oriente, como de una fascinación en el mismo, cae, y éste es el argumento que en se va a desarrollar a continuación, en el momento en el que la historia del viaje a Oriente da un giro, percibiéndose la llegada de una visión diferente con la entrada en escena del siglo XIX.