Observaciones Filosóficas - Críticas al paradigma pos-político: en torno al consensualismo de Ulrich Beck y Anthony Giddens
En el presente trabajo nos proponemos desarrollar los principales supuestos teóricos de la llamada Teoría de la Modernidad Reflexiva1, especialmente aquellos vinculados al aspecto político de la misma.
Si bien son varios los autores que se incluyen en este enfoque, nos centraremos particularmente en los aportes realizados por Ulrich Beck y Anthony Giddens.
Lejos de pretender realizar una crítica general de sus contribuciones, nos limitaremos a analizar y cuestionar la concepción política que se desprende de sus enfoques sociológicos.
Lo que buscamos, principalmente, es poner en evidencia que dicha concepción política se encuadra en lo que la filósofa belga Chantal Mouffe denominó “perspectiva pospolítica”.2 Dicha perspectiva adquiere dimensión bajo los supuestos de un mundo globalizado, atravesado por el pensamiento único y hegemonizado por la democracia liberal.
La serie de cambios descriptos en la segunda modernidad, sostienen los teóricos de la modernidad reflexiva, obliga a realizar un replanteo drástico de la naturaleza y de los objetivos de la política. Esa sociedad “radicalmente cambiada” implica para los autores la creación de nuevas alternativas políticas. En ese sentido, Beck hablará de la necesidad “reinvención de la política” mientras que Guiddens propondrá el camino de la “tercera vía”.
Siguiendo la perspectiva crítica abierta por Chantal Mouffe, nos proponemos poner en evidencia que tanto el enfoque de Beck como el de Guiddens avanzan a partir de negar el antagonismo en tanto elemento central de lo político y, en consecuencia, permanecen encerrados dentro del paradigma liberal consensualista.
Lo que nos interesa, entonces, es problematizar la manera en que desde esta teoría se piensa la política contemporánea.
En un primer momento desarrollaremos los supuestos generales que estructuran la teoría de la modernidad reflexiva. Luego haremos foco en los aportes de Beck y Giddens respectivamente. El último punto, antes de concluir, estará dedicado a criticar el consensualismo del enfoque pospolítico desde un rescate del modelo agonista de Mouffe.
La teoría de la modernidad reflexiva3 surge como un intento teórico de dar cuenta de una serie de desplazamientos y transformaciones ocurridos en la sociedad occidental en las últimas décadas del siglo XX.
Su principal diagnóstico sostiene que a lo largo de los últimos años las sociedades desarrolladas industriales han sufrido cambios cruciales en su dinámica interna, los cuales provocaron que una primera etapa de modernización simple, caracterizada por la creencia en la sustentabilidad ilimitada del progreso técnico y económico, sea suplantada por una época de modernización reflexiva.
Esta nueva modernidad será conceptualizada a partir de la noción de “sociedad de riesgo” en el caso de Beck y de “sociedad postradicional” en el caso de Guiddens.
Más allá de las diferencias específicas de los autores, ambos comparten la idea fuerza que las sociedades modernas se están enfrentando en la actualidad con los límites de su propio progreso. Ello ocurre en el momento en que se ha comenzado a tomar conciencia de que el progreso puede transformarse en autodestrucción si no se controlan los efectos colaterales de su propio dinamismo. Desde esta perspectiva, el progreso de la modernidad, desplegado en un escenario cada vez más mundializado, implicó la aparición de riesgos globales, con consecuencias que resultan difíciles de controlar y conducen a las sociedades contemporáneas hacia un estado de creciente incertidumbre fabricada.4
Es la conciencia creciente sobre los efectos colaterales, dirá Beck, lo que deviene en fuerza motriz del cambio social en esta nueva fase de modernización. La conciencia creciente sobre los riesgos del progreso va a producir transformaciones estructurales en todos los órdenes de la vida social y, en tal sentido, supondrá también formas nuevas de conflictividad.
En ese horizonte abierto de múltiples cambios, uno de ellos tiene que ver con las transformaciones de las organizaciones clásicas surgidas en la primera modernidad, tales como los sindicatos y los partidos políticos. Dichas organizaciones, sostienen desde el paradigma de la modernidad reflexiva, pierden centralidad y devienen obsoletas a causa de no poder adaptarse a las nuevas formas de conflicto propias de la nueva modernidad.
Otro de los cambios que se producen con el advenimiento de la sociedad de riesgo tiene que ver con una alteración en la naturaleza de los reclamos sociales. Si en la modernidad simple el conflicto estuvo caracterizado por una naturaleza distibutiva –vinculado al ingreso, al empleo, a los beneficios sociales, etc- en esta nueva etapa los conflictos girarán en torno a la responsabilidad distributiva, es decir, en torno a las maneras de prevenir e intervenir sobre los riesgos que arrastra la producción de bienes y las amenazas que conlleva el devenir de la modernización”.
En paralelo a las transformaciones de la naturaleza del conflicto social, la teoría de la modernidad reflexiva pondrá el foco también en la pérdida de relevancia del Estado-nación. Esta estructura que supo ser central en cuanto a la concentración del poder económico y político durante el transcurso de la modernidad simple, se ha visto afectada en las últimas décadas tanto por el proceso de globalización radical -que en lo económico supuso la trasnacionalización del capital- como por el proceso de creciente y profunda individualización que envuelve al individuo contemporáneo. Ambos factores horadaron el papel preponderante de la institución estatal, que según esta visión ya no puede conservar su antiguo rol central. (giddens: los estados ya no tienen enemigos sino peligros, Beck: romper con el estatismo)
Al mismo tiempo, las transformaciones en el proceso productivo alteraron las condiciones del trabajo propias del período industrial. El nuevo escenario posfordista supuso cambios estructurales en el trabajo como dador de identidad, lo que colaborará a su vez con la caída de las identidades colectivas propias de la nueva época.
El conjunto de cambios que supuso la entrada a una nueva fase de la modernidad, sostienen los autores, implicó necesariamente también una reformulación de la concepción de lo político y de la práctica política en sí misma. En ese sentido sostendrán que la política bajo los cánones en que se desarrolló durante el período industrial, resulta impotente para dar cuenta de los conflictos y necesidades del mundo actual.
Tanto Beck como Guiddens criticarán el viejo clivaje izquierda-derecha como articulador de la dinámica política, sosteniendo que “en una sociedad de riesgo, los conflictos ideológicos y políticos ya no pueden ordenarse mediante la metáfora izquierda/derecha que era típica de la sociedad industrial”5.
En lo que sigue, veremos de qué manera los autores construyen un nuevo escenario político acorde a las transformaciones por ellos descriptas.
Frente al escenario que describimos como sociedad de riesgo, Ulrich Beck verá emerger una nueva configuración de lo político que denominará “subpolítica”. Dicha noción apunta a dar relieve a la idea de que en la nueva etapa de la modernidad no se puede seguir buscando lo político en las arenas tradicionales típicas de la primera modernidad, tales como el parlamento, los partidos políticos o los sindicatos. En el contexto de modernidad transformada, por el contrario, la política irrumpe en lugares no tradicionales, puesto que “han surgido una serie de resistencias con orientación local, extra parlamentarias, que ya no están ligadas a las clases o a los partidos políticos”.6
A partir de la emergencia de la subpolítica, Beck entiende que las ideologías políticas tradicionales, cuyo marco de referencia los constituían los sujetos colectivos, se vuelven incapaces de articular las nuevas demandas. La nueva fase de la modernidad implica una alteración de aquella concepción de la política anclada en una clara delimitación entre lo público y lo privado. La perspectiva tradicional de la política menospreciaba la esfera privada reconociendo, por el contrario, a la esfera pública como terreno propio y a los partidos como los actores políticos por excelencia.
Sin embargo, el surgimiento de la subpolítica supuso una recuperación de muchas cuestiones referidas al yo, que eran consideradas hasta entonces como expresiones del individualismo y por eso mismo dejadas de lado. Estas nuevas cuestiones, sostiene Beck, configurarán una nueva identidad respecto de lo político que girará en torno a la idea de políticas de vida y de muerte, las cuales marcarán a partir de ahora las nuevas coordenadas de lo político.
La conciencia sobre los riesgos de la sociedad actual abrió las puertas para que muchas cuestiones referidas a la esfera privada de los sujetos, abandonen el terreno de lo íntimo y comiencen a ser politizadas. La gran problemática ecológica, las cuestiones referidas al avance de la medicina –especialmente del campo de la genética-, la politización del cuerpo y de los diferentes estilos de vida, son sólo algunos de los nuevos ejes que estructuran el nuevo escenario político. Al mismo tiempo, este proceso de subpolitización, donde el plano de la individualidad se apropió del centro de la escena política, implica la novedad de empezar a diseñar la sociedad desde abajo, es decir, desde el individuo y su cotidianeidad7.
Esta nueva configuración de la política, argumenta Beck, nos enfrenta a la posibilidad de transformar la sociedad en un sentido existencial. Pero para ello es preciso despojarse del modelo de la racionalidad instrumental sin fisuras ni ambigüedades. Frente al imperio de la racionalidad instrumental, que levantaba verdades incuestionables y que dominó a lo largo de la modernidad simple, Beck cree necesario darle lugar a la ambivalencia y a la duda. Y en ese sentido, sostendrá que una actitud de duda generalizada puede “abrir el camino a una nueva modernidad, no ya basada en la certeza como la modernidad simple, sino en el reconocimiento de la ambivalencia y en el rechazo de una autoridad superior”8.
Es a partir de esta propuesta del escepticismo generalizado y de la centralidad de la duda donde comienza a configurarse la politicidad que Beck supone propia para la nueva modernidad. Si las grandes verdades han caído y ya nadie puede arrogarse un saber absoluto sobre nada, desaparece con ello las fuentes del antagonismo que dominaron hasta entonces.
Vemos, así, que el autor asocia el surgimiento del antagonismo a la defensa cerrada de verdades incuestionables. En consecuencia, supone que la postura de descreimiento generalizado de las viejas verdades es un paso fundamental que supera la vieja lógica amigo/enemigo y nos coloca en el desafío de fomentar canales de diálogos y arribar a consensos cada vez más abarcadores. Esta postura “postadversarial” se convierte, entonces, en la condición sine qua non para el advenimiento de un orden cosmopolita que no esté dominado por el conflicto, sino por la tolerancia y la búsqueda de consenso. Para enfrentar los desafíos que supone la sociedad de riesgo, sostiene Beck, es fundamental intensificar la actitud ambivalente y desterrar el antagonismo de la política.
En sintonía con el planteo de Beck, Guiddens coincide en remarcar que tanto la expansión del individualismo como la profundización de la globalización, procesos propios de la fase reflexiva de la modernidad, han delimitado un nuevo escenario político y trastocado las instituciones clásicas de la modernidad simple.
Respecto a la globalización, Giddens dirá que el actual desarrollo de una sociedad cosmopolita y globalizante fue posible gracias al cuestionamiento de las tradiciones consolidadas durante la modernidad industrial. Referido al individualismo creciente, sostendrá, por su parte, que lejos de significar un problema, constituye un avance positivo en la medida que permite un mayor equilibrio entre las responsabilidades individuales y colectivas.
Ambas tendencias desafían las formas usuales de hacer política al tiempo que resaltan, en sintonía con el análisis de Beck, una pérdida notable de incidencia de la tradición y las costumbres. Las tradiciones preexistentes, al entrar en contacto con otras tradiciones de acuerdo al proceso de mundialización, perderían en algún sentido su derecho a reclamarse en condición de superioridad frente a otras9.
Giddens comparte con Beck, además, la idea de que la división izquierda/derecha ya no sirve como eje articulador de las identidades políticas (quizás valga la pena aclarar que uno de sus principales libros se titula Más allá de la izquierda y la derecha).10
Desde su perspectiva, en la modernidad reflexiva se produjo una inversión de los términos clásicos en cuanto a lo que representaban cada uno de los términos. Así, desde la Revolución Francesa la derecha estuvo asociada con el conservadurismo y con los sectores que defendían el status quo social. La izquierda, por su parte, y más allá de las múltiples concepciones que al interior de ella convivieron, siempre fue identificada con la idea de cambio y transformación social. Sin embargo, en la modernidad globalizada se produce un trastocamiento de los significados clásicos: la derecha pasó a ser sinónimo de cambio radical en cuanto a su vinculación con las reformas neoliberales, en tanto que la izquierda asumió una posición conservadora en su defensa del clásico Estado de bienestar.
Esta paradoja propia del progreso de la modernidad, llevará al autor a plantear la necesidad de superar los límites impuestos por el clivaje izquierda/derecha. Además del trastocamiento de los polos, la vieja división no puede afrontar los desafíos de lo que Giddens llamó las “políticas de vida”11, refiriéndose con ello a los nuevos problemas surgidos en la sociedad postradicional. En la sociedad industrial el viejo Estado de bienestar se ocupaba de los problemas una vez que estos ya habían sucedido: el desempleo, el analfabetismo, la pobreza, etc. Ahora, y en un escenario de transformación crucial, el accionar del poder político debe estar orientado a la prevención.
Incluso Giddens va más allá y agrega que no basta simplemente con la intervención estatal, sino que es necesaria también una transformación de los estilos de vida de las personas. En ese sentido sostiene que varios de los grandes problemas que hoy afrontamos serán imposibles de resolver mientras no se modifiquen los hábitos de vida en general.
Las políticas de vida -a diferencia de las políticas de emancipación propias de la primera modernidad, que apuntaban a la eliminación de las desigualdades- tienen que ver con las decisiones presentes en los planes de vida, con las diferentes maneras de vivir en un orden postradicional. Junto con la caída de las grandes verdades, todo aquellos que parecía ser natural e incuestionable se vuelve materia de elección.
La agenda política actual, sostiene Giddens, influenciada por la aparición de las políticas de vida, marca nuevos desafíos y nuevos problema a enfrentar. En paralelo a los que Beck llamaba la aparición de la subpolítica, y dentro de una lista que pareciera interminable, aparecen temas relacionados con la salud, con la naturaleza cambiante del trabajo, con la identidad personal y cultural, y quizás el más relevante: la cuestión ecológica.
El orden social postradicional, que Giddens marca como signo de época, requiere a su vez de una nueva política que el autor denominará generativa. La política generativa implica, entre otras cosas, una descentralización del poder político, una mayor autonomía en la acción de los sujetos y una capacidad de determinar los resultados de las políticas desde abajo.
La política generativa corre en paralelo a otro concepto propio de Giddens que es el de confianza activa. Si en la modernidad simple la confianza se depositaba casi con exclusividad en los sistemas de expertos, en esta nueva fase reflexiva los saberes expertos están sujetos a la crítica y a la confianza activa de los ciudadanos. De esta manera, la confianza activa supone una validación social del conocimiento, que se pone en práctica a partir de un compromiso reflexivo de los individuos no especializados hacia los círculos de expertos.
La política generativa, sumada a la confianza activa, y a ellas, la capacidad social de reflexión propia del escenario postradicional, configuran de alguna manera las características del escenario político que Giddens considera válido para la sociedad actual.
De acuerdo a los elementos que hemos desplegado, y a tantos otros que han quedado fuera de consideración, podemos comprender la apelación giddensiana a una democracia dialógica como manera de promover formas más radicales de democratización y, al mismo tiempo, como medida de corrección de los errores de la democracia liberal en un orden social universal y reflexivo.
Resumiendo su enfoque, podemos decir que Giddens aspira a una ampliación de la democracia dialogante como democratización de la democracia, lo cual supone para él no sólo mayor democratización en la esfera de la política formal, sino también en las relaciones personales, en el desarrollo de los movimientos sociales y también a nivel global de manera de poder generar un orden global cosmopolita.
En definitiva Giddens está proponiendo un cambio en los modos de gestionar la política, que incluye fundamentalmente atenuar y mitigar los conflictos ideológicos mediante la apelación al diálogo. Es en esa dirección que debe leerse su tesis de que “la globalización, la reflexividad y la destradicionalización crean espacios dialógicos que deben ser llenados de alguna manera”.12
Habiendo desarrollado los lineamientos generales de los enfoques teóricos de Beck y Giddens, trataremos en lo que sigue de cuestionar la manera en que ambos conciben la política en el escenario de la modernidad reflexiva. Para ello, nos centraremos básicamente, además de consideraciones propias, en los aportes realizados por la filósofa belga Chantall Mouffe.
Tanto Beck, con su llamamiento a un escepticismo generalizado, como Giddens, con su confianza puesta de lleno en el escenario postradicional, comparten el diagnóstico sobre la necesidad de democratizar la democracia a partir de la multiplicación de las instancias de diálogo.
La propuesta política de ambos autores parece enmarcarse, de esta manera, dentro del paradigma de la democracia consensualista. Ambos apuestan a la apertura y a la consolidación de la esfera pública, a la cual entienden como escenario ideal para la multiplicación de diálogos que conlleven a nuevas solidaridades y a la ampliación de la confianza activa. Este mayor diálogo, entienden los autores, provoca, a su vez, mayor reflexividad en los individuos que, liberados ya de las viejas estructuras de la modernidad simple (partidos políticos, burocracia estatal, etc) pueden ocuparse dialógicamente de la subpolítica y de las políticas de vida.
Vimos también que tanto Beck como Giddens suponen que el advenimiento de la sociedad de riesgo implicó el debilitamiento de las identidades colectivas y produjo, como contraparte, la individualización de los conflictos políticos.13 Aceptado este agotamiento de las fuentes de sentido colectivas, lo que emerge es un escenario donde los sujetos deben tomar sus propias decisiones y afrontar los riesgos de manera individual. Estos supuestos permiten pensar en algunas aproximaciones de la modernidad reflexiva con el pensamiento político liberal.14
La desaparición de las identidades colectivas, sumada al proceso de individualización, dirán los autores, volvió obsoleto el modelo de política de la primera modernidad, que entendía a la arena política como el escenario propio de las contradicciones y los antagonismos.
Del planteo de Beck y de Giddens se desprende la idea de que la modernidad mundializada, que apuesta a un orden mundial cosmopolita, que tiene una extrema confianza en el diálogo como medio para arribar a consensos cada vez más abarcadores y que da por hecho la actitud reflexiva de los individuos, ya no necesita de aquel modelo adversarial de la política sino de uno que estimule y fomente el consenso.
Sin embargo, la pregunta que es necesario realizarles a los autores es si no incurren ellos en una sobreconfianza del diálogo, en tanto medio de llegar a acuerdos que amplíen las solidaridades, desconociendo, por su parte, al conflicto como elemento inherente e inerradicable de la política. O en forma interrogativa: ¿puede pensarse la política exclusivamente como una práctica consensual, o por el contrario, el antagonismo es constitutivo de ella? La política entendida a la manera de Beck y Giddens, ¿no queda reducida a un mero intercambio de opiniones, cuando en realidad lo que es propio de ella es que encierra en su interior múltiples luchas de poder con variados intereses en disputa? En caso de que, contrariamente a Beck y Giddens, asumamos que el conflicto es constitutivo de la política, ¿es posible pensarlo dentro de los cánones democráticos?
Consideramos que una buena manera de echar luz sobre estas preguntas y criticar el modelo consensual de los teóricos de la modernidad reflexiva es la propuesta del modelo agonista de Chantall Mouffe.
Mouffe parte del supuesto de que el antagonismo, lejos de ser un problema a superar, es el elemento constitutivo de la política. Es decir, el punto de partida de la autora está constituido por una dimensión conflictual de la vida social que resulta inerradicable y, en tanto tal, se presenta como el gran desafío de la política democrática. Dando por sentado que lo político es fundamentalmente una dimensión antagónica, el reto está en cómo darle lugar a esos antagonismos dentro de un escenario de reglas democráticas.
Frente a este problema, el modelo agonista propuesto por la autora aparece como posible solución. En él se rescata la lógica amigo/enemigo pero bajo una clave democrática, donde la figura del enemigo toma la forma del adversario. La forma adversarial no supone la eliminación del otro, sino el reconocimiento de éste como contrincante movido también por demandas legítimas; es decir, en el modelo agonista los adversarios se diferencian pero ambos aparecen sometidos a un sistema de reglas compartidas. La solución, entonces, no es superar la dinámica nosotros/ellos, si no buscar las maneras en las cuales el conflicto y la diferencia puedan surgir y al mismo tiempo ser canalizados dentro de los andariveles democráticos.
Enfrentando la tesis de Beck y Giddens sobre la necesidad de pensar en un más allá de la izquierda y la derecha, Mouffe valorizará las identidades políticas colectivas. La autora supone que las mismas establecen siempre una discriminación nosotros/ellos y en ese sentido juegan un rol esencial en la política dado que articulan los diferentes conflictos. Entonces, lejos de aspirar a superarlas en pos del consenso, la política democrática debe alentar la formación de las mismas.
Para Mouffe, a diferencia de Beck y Giddens, la profundización de la democracia no pasa por multiplicar los canales de diálogo y consolidar la esfera pública, sino por transformas las estructuras de poder existentes y construir una nueva hegemonía. Este proceso de construcción de la hegemonía implica crear un “nosotros” cada vez más grande, pero siempre a condición de demarcar un “ellos” como adversario a derrotar. Esta dimensión hegemónica es descartada por los teóricos de la modernidad reflexiva y es por ello que pueden pensar la democratización de la democracia como una ampliación no problemática del marco dialógico en la sociedad. Porque desconocen las relaciones de poder que subyacen a todo ordenamiento social, es que pueden apelar sin más a una apertura del diálogo como manera de profundizar la democracia.
Los autores de la modernidad reflexiva, para decirlo una vez más, desconocen el carácter hegemónico de la sociedad y descuidan que la misma es el resultado siempre contingente de una determinada estructuración de las relaciones de poder. En ese sentido, la visión política por ellos sostenida adolece de cierta ingenuidad y simplificación y pone en evidencia las incapacidades de dicha teoría en comprender la dinámica política en todas sus dimensiones.
El llamado de Beck y Giddens a una búsqueda de consenso que de lugar a un orden cosmopolita supone que el conflicto es una situación a superar y que puede ser eliminado de la vida social. Dicho proceder, a nuestro juicio, presta escasa atención a las relaciones de poder y la manera en que ellas estructuran a la sociedad, poniendo en evidencia, a la vez, la incapacidad de la teoría de la modernidad reflexiva para comprender la dinámica propia de la política y su vinculación con la esfera económica.
En el momento en que asumen el fin de la división clasista en tanto ordenadora y fuente primordial del conflicto social, Beck y Giddens se vuelven incapaces de ver las conexiones sistémicas que existen entre la estructura social capitalista y los problemas que ellos deciden analizar.
Desde los supuestos de la teoría de la modernidad reflexiva desarrollados a lo largo del trabajo, se desprende que la misma procede atenuando la distinción ideológica. De esa manera, el debate político pierde vigor, la noción de adversario queda diluida y se instala la engañosa creencia de que es posible alcanzar un acuerdo que incluya a todos los miembros de una sociedad y articule intereses opuestos.
Frente a ese llamado de un consenso aproblemático, consideramos que es pertinente el modelo adversarial de Mouffe ya que logra conjugar el conflicto como elemento propio de la política pero dentro de la estructura del juego democrático.
Por otro lado, frente al diagnóstico defendido por Beck y Giddens en el cual se sostiene que la globalización económica volvió obsoleto el poder del Estado, vemos hoy, por el contrario, que en el caso de Latinoamérica -sólo por citar un caso regional que comienza a ser paradigmático- la mayoría de los procesos de reconstrucción política, económica y social tiene como condición de posibilidad una recuperación de la estructura estatal.
Como conclusión general, sostenemos que el paradigma de la modernidad reflexiva desconoce los verdaderos alcances de la dimensión política, puesto que exacerba la confianza en el diálogo, clausura la dimensión conflictual y desconoce que detrás de toda objetividad siempre hay un conjunto de relaciones de poder. Para resaltar una vez más los límites del consensualismo, elegimos terminar el trabajo recatando las palabras de Perry Anderson: “el peligro de concebir la vida democrática como un diálogo es que podemos olvidar que su realidad principal sigue siendo la disputa”.15
Recibido: 20 de junio, 2012
Aceptado: 5 de agosto, 2012