Observaciones Filosóficas - Danto y Ranciére: Estética y política después del fin del arte; aproximación a la escena artística de vanguardia
Una parte importante del desarrollo artístico latinoamericano –aunque, por qué no, mundial– de mediados del siglo XX en adelante se vio directamente vinculado con algún tipo de acontecimiento de índole política. Tal vinculación supuso diversas formas de denuncia, reclamo, impugnación y demás formas de manifiesta disconformidad frente a determinadas situaciones. Esto forjó un aparente sesgo identitario en torno a la diversidad de acciones que se vieron agrupadas bajo un rótulo común: arte-político o arte-activista.
Probablemente tal nomenclatura tampoco haga justicia a la multiplicidad de desarrollos acontecidos entre las últimas décadas del pasado siglo en materia de arte latinoamericano. Aunque casi la totalidad de tales maniobras pueda enmarcarse en lo que se conoce como algún tipo de vanguardia artística, resulta conveniente, en este caso, el ejercicio de la mesura. Sobre todo, de cara a las categorizaciones establecidas por diversos autores en materia de arte y vanguardia, a la facticidad de nominar de modos distintos un mismo acto, a la serie de neologismos ensayados en torno a la naturaleza de tal concepto, y al hecho evidente de que, en esto –como en tantas otras cosas en filosofía– no está dicha la última palabra.
Sin detenerme en el tratamiento de esta materia, la que aquí me interesa es más bien una línea de interrelación puntual: aquella que trabaja sobre el límite que fija dominios propios tanto a la esfera del arte como a la política manifiesta en determinadas situaciones. Es decir, el cuestionamiento a la relación sostenida entre arte y política, su valoración, alcance y perspectivas. Para ello, me serviré de dos parámetros básicos a modo de fuente: de un lado, una serie de ejemplos paradigmáticos de la escena artística contemporánea en Argentina; del otro, el tratamiento propuesto por A. Danto en torno a su conocida tesis sobre el “Fin del arte” y la clausura que supone al interior del desarrollo histórico de tal práctica.
La tensión sostenida entre ambas esferas del accionar humano supone, a menudo, el inconveniente de la invisibilidad. O mejor, la posibilidad cierta de que alguno de estos dominios desactive el poder propio del otro, tornando difícil su lectura en los términos habituales. Esto sucede con cierta frecuencia ante instancias en las que se da un déficit en la información contextual requerida. El resultado de esto se traduce en un borramiento de los límites propio de los tiempos a los que asiste este fin de siglo XX y comienzo del XXI.
Pero no sólo la indefinición es un problema al momento de tratar con el arte en su etapa de mayor compromiso público (política) y viceversa (la política en su manifestación más artística, o bajo medios de visibilidad asumidos artísticamente). El otro gran cuestionamiento a tratar aquí, esta vez de modo específico contra la institución del arte, es la denuncia por la ineficacia política de sus formas.
Según Ranciére, la eficacia estética del arte se basa en el distanciamiento que sostienen sus formas respecto de las condiciones originarias de producción (las intenciones del artista). Esta distancia acciona desde el espectador que, lanzado sin más al devenir propuesto por los recorridos a trazar, opera disensualmente sobre lo ya conocido. El arte político (activista) o crítico –como él mismo lo denomina–1 carece de efecto real al suponer un enfrentamiento con lo-otro distinto de sí, que no es sino lo mismo.
De este modo, la parte final de este escrito buscará poner en cuestión el tratamiento dado por J. Ranciére a propósito de las relaciones que se establecen entre arte y política según su particular análisis de cara a los desarrollos más actuales del mundo del arte. Para finalizar, el presente escrito no persigue la resolución definitiva de estos temas, sino el señalamiento de posibles direcciones a asumir o tener en cuenta. Asimismo, se pretende la puesta en cuestión de ciertas de las ideas centrales al pensamiento de algunos de los teóricos más representativos en materia de arte y de las relaciones que éste sostiene con las demás instancias al interior de una cultura.
La escena artística de la Argentina de mediados de los ’60 ofrece una interesante variedad de elementos en aparente enfrentamiento con su tradición. Pasado el tiempo de esplendor de las vanguardias históricas, las nuevas formas asumidas por la práctica del arte de entonces recuperan parte del antiguo sesgo contestatario.
Para ilustrar el modo en que los límites entre arte y política parecen yuxtaponerse, confundirse y hasta borrarse, tomaré como ejemplos de ello sólo dos acontecimientos particulares, aún a riesgo de dejar de lado elementos claves. Tales instancias son las representadas por lo que se conoce como Tucumán Arde, desarrollado hacia 1968 con asiento, desde el objeto de estudio, en la provincia de Tucumán; y la masiva “intervención” a la Plaza de Mayo en 1983 conocida como El Siluetazo.
Tales acciones no son exclusividad de un solo artista sino que reúnen el esfuerzo común y la participación mayoritaria para su consecución. De hecho, se establecen como la resultante de un proceso que comenzó con la adopción del gesto vanguardista desde el arte en tanto vehículo de acción revolucionaria, hasta la desvinculación, en algunos casos, respecto del arte en pos de la política propiamente dicha. Varios fueron los casos en los que el artista o el grupo de ellos se viera desafectado de su arte por involucrarse completamente en la vía del activismo político. Asimismo, muchas obras de comprometido carácter político vieron peligrar su impronta mereciendo la censura, el repudio –por parte de las autoridades– y hasta el arresto de sus respectivos autores.
Frente a tales ejemplos de conversión y mutabilidad no parece quedar duda alguna respecto de la naturaleza de dichas acciones. Pero se han dado obras en las que no resulta fácil identificar su especificidad, al menos mediante una mera inspección estética de sí. Tómese por caso, la deriva de acontecimientos que significó Tucumán Arde como obra de arte ejemplar o movimiento artístico singular. La serie de situaciones que fueron conformando su concreción bien pueden ser leídas en clave política con independencia de una lectura artística del asunto. Cada fase de su desarrollo impulsaba un número variable de elementos profundamente comprometidos con la realización de determinadas denuncias socio-políticas.
Del mismo modo, El Siluetazo supone la acción conjunta de una serie de elementos cuyos sesgos, marcadamente sociales y políticos, vuelven dificultosa la identificación de sí como un acontecimiento de naturaleza artística. No obstante, quisiera apuntar una serie de eventos y nombres previos a las manifestaciones que he tomado en cuestión como ejemplos paradigmáticos.
La primera señal supone un nombre propio: Ricardo Carreira. La relevancia que me interesa destacar a partir de dicho nombre hace referencia a un modo particular de darse el arte más alternativo de mediados de los ’60 en el país. Carreira comienza a perfilar una tradición de lo que constituirá el arte conceptual local. Pero, más allá del desarrollo práctico de un estilo particular, encuentro en torno a su figura y a la promoción de un concepto singular, la clave desde dónde pensar las relaciones entre el arte y la política que acabarán conformando toda una revolución. Dicho concepto singular es el de deshabituación.
La clave que dispara el concepto tiene que ver con cierta capacidad de esta nueva modalidad de arte que busca la provocación, el extrañamiento y la deshabituación propiamente dicha de la conciencia receptora. Es ésta la forma que encuentra el arte de introducir un desplazamiento sobre lo habitual conocido. El modo particular de darse lo inesperado al interior de la trama cotidiana sobre la que se asienta la conciencia. Correr, desplazar, provocar, movilizar. Detrás de estas acciones se sostiene no sólo la eventual modificación de un régimen mayoritariamente estético como el del arte, sino la perturbación y renovación de la conciencia social, su revolución.
Una de las obras más elocuentes de Carreira, más allá de la introducción del concepto de deshabituación, fue Mancha de sangre. La misma consistía en un charco de resina roja sobre el piso del espacio destinado a la muestra. Pero la particularidad de dicha obra residía en la posibilidad de “afectar” con su presencia cualquier espacio en el que la misma se deposite.2 Así, si la misma se ofrecía al espectador en una sala de museo o galería, promovería determinado efecto, distinto del que seguramente consiguiese en la puerta de un matadero, como de hecho hizo.
Esta idea de utilizar el arte, o sus medios, para llevar a cabo una transformación, un corrimiento en el modo de percibir los acontecimientos y de promover recorridos nuevos sobre la red de sensibilidades que conforman nuestro paisaje cotidiano, es reveladora. Probablemente, otra no haya sido la intención detrás del desarrollo de buena parte del trabajo hecho por Antonio Vigo en torno al “arte revulsivo”.3 Es esta la idea compartida de impulsar un acontecer del arte que recupere espacios de la conciencia adormecida por la habitualidad.
Este hacer que en realidad “des-hace”, esta suerte de configuración de aquello que escapa a toda categorización, este arte “contradictorio” que en sus inicios comienza como protesta lanzada frente a la institución Arte, acaba asumiendo la transformación de la vida. Supone, paralelamente al extrañamiento que instala, un salirse por fuera de los límites del arte en búsqueda de la conquista social, de su transformación.
Bajo el signo que marca el recorrido operado por esta idea de revolucionar un entorno dado, un estado de cosas, resulta clave tal concepto de deshabituación. Un arte devenido vanguardista por el propio impulso de revertir un modo tradicional de darse a sí mismo status clásico, recupera para su dominio el enclave de resistencia, denuncia y modificación que supone el pensamiento político revolucionario.
Los años sesenta, o mejor dicho, el final que marcó su tránsito a la siguiente década, supuso para el arte local su definitiva vinculación al dominio de lo político. Esto se evidencia en la magnitud alcanzada por uno de los ejemplos clave que aquí se ofrece: Tucumán Arde. La acción4 que proyectó el mencionado suceso es, quizá, uno de los más grandes acontecimientos artísticos de la vanguardia latinoamericana de entonces. Poco a poco el arte fue adoptando los medios de la estrategia militar y política, conforme sus objetivos y fines se fueron viendo involucrados con algún tipo de activismo militante.
El sustrato ideológico de fondo es la disociación de los mecanismos propios del arte en un territorio más vasto de generalidad comunitaria. Un salirse de los modos habitualmente asignados al arte en pos de una acción que garantice un efecto sustancial, ya político, ya social o institucional. Un verse involucrados en la necesaria participación activa de cuanto maltrato o violación de cualquier naturaleza suceda es asumido con nombre propio por parte de un arte que incursionará incluso en la pérdida su propios contornos a fin de dar lugar a una acción política comprometida. Todo esto determinó un desplazamiento que va desde la esfera del arte a la política (lo político), signado por toda una serie de fracasos, detenciones, conquistas y hasta verdaderas transformaciones revolucionarias.
El recorrido trazado por todos aquellos artistas que hicieron del medio un territorio flexible en permanente modificación acabó en una toma y un cambio de consciencia nuevos. La nueva voluntad reflejó, así, el deseo de participación e integración política de todos aquellos afectados a la transformación del orden social, a determinadas circunstancias de desigualdad aparente, incluso la revolución. Tal es el marco de acción para la serie de acontecimientos conocidos como el itinerario del ’68 y que desembocará en Tucumán Arde, hacia noviembre de ese mismo año.
La obra5, con manifiesto sesgo de denuncia y compromiso político y social, se desarrolla en la sucursal de la C.G.T.6 de Rosario. Desde su inicio se constata su objetivo de volverse un acto político sostenido y permanente. Su preparación y diseño incluía una serie compuesta por cuatro etapas distintas, y que iban desde la recopilación de información, su procesamiento-verificación, hasta la posterior manifestación y denuncia pública de tales datos. El objeto de estudio, por su parte, no era sino la situación de degradante pobreza, analfabetismo, precariedad laboral e injusticia socio-política que azotara a la provincia de Tucumán.
Paralelamente, el cierre de una serie de ingenios azucareros en detrimento de las fuentes de trabajo y a favor del monopolio de la producción, hizo que la situación general se viera crudamente agravada. Todo esto, sumado a un clima de época artísticamente favorable al cambio, la intervención directa y el compromiso vanguardista de pasar a formar parte de la transformación histórica de hechos y posiciones, dio lugar al desarrollo de parte de este programa. A consecuencia de la fuerte represión recibida al día siguiente de la inauguración de la muestra en la ciudad de Buenos Aires7, la misma se vio intimada a cerrar bajo amenaza de intervención policial.
Más allá de las particularidades de cada caso y de los detalles específicos que recorren cada episodio de lo que supuso la muestra-obra-denuncia, un mismo sentimiento es compartido por sus actores (autores): el borramiento de los límites entre arte y vida (esfera extra-artística). Aquello que se pierde es, como se verá más adelante, la posibilidad de establecer criterios de identificación en torno a tales acontecimientos. Se fractura la posibilidad de leer tales acciones desde parámetros fijos de clasificación.
Al parecer, no habría manera correcta de proyectar lecturas alrededor de sí. Tanto desde su accionar manifiestamente activista, denunciativo y hasta militante, el hecho artístico en cuestión supone un solapamiento entre sus medios (y formas) y aquellos con los que habitualmente se presenta este tipo de medidas socio-políticas. Los modos de llevar a cabo las actividades promovidas, los medios, los fines y hasta los objetivos perseguidos, se diferencian de los que tradicionalmente persiguió el arte. La posible consecuencia inmediata, entonces, es la desactivación artística del hecho en favor de su evidencia política ineludible.
Aquello que queda desactivado pierde impacto, según sus propósitos originarios. Para el caso del arte vanguardista, de alto compromiso político, la discrecionalidad en la pérdida de visualización no supone mayor problema. Es decir, la dirección en la que se establece toda posible desafectación en virtud de objetivos y fines anhelados, es menor. Un arte que encarna el reclamo y la denuncia como formas puras de la manifestación, el reclamo y la petición, no hallará mayores inconvenientes en su desenlace en términos de acción política. Aún más, si tal es el caso y sus diversas expresiones encuentran eco en el tratamiento y lectura políticas depositadas sobre sí, probablemente su objetivo (incluso artístico) haya sido alcanzado. Sería algo así como una concesión y permutabilidad de naturalezas, identidades e incluso de lecturas, cuyos logros alcanzan su plenitud conforme la dirección artísticamente introducida permite recorridos y desplazamientos de una índole novedosa: política.
El arte en su forma más comprometida con el logro socio-político supone, así, un mudar de apariencia y un reemplazo. Esto, si bien no siempre ha sucedido de tal modo, es una de sus consecuencias posibles. Desarticular una lógica para hacer posible otra o, simplemente, hacer alternar lógicas diferentes en un mismo acontecer de efectos múltiples.
La masiva intervención a la Plaza de Mayo del año 1983 conocida como El Siluetazo es otro de los casos paradigmáticos por los que una acción de tinte artístico asume los medios y las formas habituales de la denuncia política y el reclamo. En el marco de fuertes peticiones a las autoridades por la desaparición de personas durante la última dictadura militar dicha protesta alcanza niveles asombrosos de adhesión masiva.
La práctica de tal acción involucró un centenar de personas que literalmente “pusieron su cuerpo” para dar lugar a la conformación de siluetas de personas a escala natural. El hecho, la facticidad de dar lugar a cuerpos sin cuerpos, señala una de las características más relevantes de tal práctica: tornar evidente la ausencia. Mejor aún, señalar (a modo de denuncia) la “presencia de una ausencia”, como se lo ha llamado.8 El marco de tales acontecimientos se sitúa en torno a la tercer Marcha de la Resistencia por parte de las Madres de Plaza de Mayo, el 21 de Septiembre de 1983 y comparte, junto al ejemplo precedente, una serie de rasgos comunes.
En primer lugar, cabe destacar en ambos casos la manifiesta confluencia de elementos de índole artística, así como aquellos de naturaleza política9. La conjunción de tales componentes ilumina el contorno asumido por dichas prácticas. En ambos casos se trató de acontecimientos que ligaron indefectiblemente población de artistas y civiles bajo causas y objetivos comunes. Algunos de estos autores lo fueron bajo la modalidad de intelectuales, otros ofreciendo su propio cuerpo, otros brindando testimonio, etc. Pero en los dos ejemplos dados se evidencia la misma preocupación por subsanar un orden dado que se ha vuelto insoportable.
La modalidad de acción anónima y colectiva revela otra característica sobresaliente en casos como estos. Acciones propias de un régimen militar brindan la base para el desarrollo de eventos que suponen evitar la identificación y el reconocimiento.10 Al interior de contextos hostiles al reclamo, la manifestación y la denuncia, no resulta extraña la adopción de tales camuoflages. Existe, en torno a tales ejercicios, una clara voluntad (sesgada por la manifiesta necesidad) de no “ser visto”.
Todo este aparato de movilización teórico-práctica pone de relieve la inevitable consecuencia apuntada con anterioridad. La indefinición –generalmente artística– de dichas prácticas supone la carencia de información requerida para llevar a cabo identificaciones. Sin el concurso de elementos contextuales de tipo informativo, la indefinición se traduce en incapacidad de reconocimiento. Dicha situación desactiva el trazo, ya artístico, ya político, de una acción de tales características. Frecuentemente, un hecho artístico de sesgo político11 encuentra dificultades en ser leído como tal (arte) sin el concurso de información adicional. Por su parte, probablemente una acción política propiamente dicha vea desactivado su poder distorsionador al ser introducida en el contexto normativo de una galería de arte o museo.
El resultado del borramiento de los límites entre arte y no-arte, o entre arte y política, recae precisamente en la indefinición. La pérdida de efecto, la desactivación de un dispositivo pergeñado para un fin determinado, la disolución de las partes componentes de una acción, proceso u obra en elementos individualmente neutros, son otras tantas consecuencias posibles. Pero de lo que definitivamente se trata es de una instancia de dificultad en la identificación, en el reconocimiento y en la legitimación. Así, una obra de arte bien puede no ser leída como tal al interior de un contexto de denuncia política, como en los casos ejemplares mencionados con anterioridad.
No se trata de que ambas esferas de la vida social y productiva del ser humano no puedan compartir espacios comunes. No se defiende aquí la idea de que arte y política se excluyen necesariamente en el requerimiento de la propia identificación. De lo que se trata, en este caso, es de analizar las posibles relaciones que se establecen a partir de su entrecruce. Una obra de arte puede llegar a tal status, muchas veces, gracias a la capacidad de distorsión que, en términos políticos, opera en su contexto. Por su parte, un acto de movilización político puede lograr la trascendencia esperada en virtud de su disposición de hecho artístico.
De modo particular en el arte, aquellos movimientos vanguardistas o rupturistas que fijaron direcciones nuevas y parámetros originales frente a la tradición, vieron la alternativa a seguir en lo que denominaron arte total (u obra de arte total). Así lo testimonian las palabras de Roberto Jacoby en el Documento 2 de Ovum 10, revista de difusión e investigación poética editada por Clemente Padín hacia diciembre de 1971:
En este movimiento de afirmación y negación simultánea, el arte y la vida se confunden hasta ser inseparables. Del resto cómo distinguirlos cuando todos los fenómenos de la vida social son transformados en materia estética: la moda, la industria, la tecnología, los mass-media, etc. Es el fin de la contemplación estética, pues la estética se disuelve en la vida social.12
La autonomía del arte posibilitó la porosidad de sus fronteras y abrió el camino para que una vez elevado a valor, su naturaleza pueda vincularse de modo decisivo hacia cualquier dominio particular.13 De ahí que el arte pueda compartir objetivos, materiales, actores y hasta procedimientos con la política. Así, algo bien puede ser un hecho artístico y paralelamente afectar un desarrollo y un planteamiento políticos.
Ambas esferas, si bien no se suponen de suyo, tampoco se imposibilitan. Inclusive, algo puede perfectamente funcionar como obra de arte en un contexto particular y hacerlo como manifestación de voluntades políticamente condicionadas –acción u hecho político– en otro.14 La única dificultad manifiesta en el borramiento de los límites asumidos como propios tanto para el arte como para la política es, entonces, su indefinición.
El arte total, empresa pretendidamente global y de sesgo comunitario entiende la acción de todo artista como alguien histórica, geográfica y situacionalmente condicionado. El artista no puede sino asumir su condición de ser-en-situación. Consciente de su entorno, su accionar debe estar inserto en el desarrollo contextual que supone su existencia histórica precisa. En el documento número 10 de Ovum 10, se lee:
El arte revolucionario nace de una toma de consciencia de la realidad actual del artista como individuo dentro del contexto político y social que lo abarca. El arte revolucionario propone el hecho estético como núcleo donde se integran y unifican todos los elementos que conforman la realidad humana: económicos, sociales, políticos: como una integración de los aportes de las distintas disciplinas, eliminando la separación entre artistas, intelectuales y técnicos, y como una acción unitaria de todos ellos dirigida a modificar la totalidad d la estructura social: es decir, un arte total.15
Bajo las premisas de transformación social, reubicación de los elementos históricamente condicionados y replanteo de ciertas nociones básicas de igualdad, derecho, posibilidad y competencia, el arte revolucionario asume su tarea como universal. Su efecto maximiza el logro colectivo de un entorno social, de un grupo político. La extensión de su dominio hace que proliferen sus hechos, sus obras, sus temáticas, sus objetivos, sus actores, sus libretos. El único peligro, en términos de intelección e intercambio con él es el ya apuntado conflicto de indefinición que se presenta ante eventuales situaciones de suficiente falta de información.
Por último, la potencialidad en aumento que establece el arte y la política en constante comunicación y afectación permite un resultado considerablemente mayor para ambos dominios. Sumadas sus fuerzas, se dispara toda una serie de conexiones, recorridos y efectos novedosos. Testimonio de esto es el hecho de que ambas prácticas a menudo ven mejorado su ejercicio en función de tal entrecruce y diálogo mutuo.
En el apartado siguiente se ofrece, someramente, un panorama puntual que atiende a las dificultades manifiestas en el arte al momento de definir su contorno preciso: la propuesta teórica de Arthur Danto y su conocida tesis sobre el “fin del arte”.
La idea de que la naturaleza del arte responde a la posibilidad de identificar en cualquier obra un sustrato esencial a la misma es, quizá, la más extendida en la tradición filosófica ocupada del tema. Dicha posición encuentra fuertes resistencias avanzado el siglo XX, en particular, en el seno de la filosofía del arte de corte analítico.
Tal práctica filosófica es heredera de los lineamientos wittgeinstenianos que abrirán un siglo de cuestionamientos hacia cualquier forma de esencialismo. Es así como los primeros autores en teorizar sobre la naturaleza del arte, fuertemente influidos por aquél pensamiento y ubicados en lo que podría denominarse una corriente de estética analítica, asumirán la defensa de un marcado antiesencialismo en torno al hecho artístico.
Ahora bien, adoptar una posición tal es comprometerse con la idea de que no existe en la obra de arte un componente último, esencial o legitimador al cual acudir en la búsqueda de la identificación. El concepto de obra de arte, dirá M. Weitz16, es un concepto abierto que no permite una caracterización final. Lo que comparten entre sí los candidatos a obras de arte son más bien “parecidos de familia”. Desde entonces, toda una corriente de pensadores han entrado en oposición acerca de la naturaleza del hecho artístico en cuanto tal.
Entre los nombres más controversiales se encuentra el de A. Danto. Su tesis más polémica postula el fin del arte como la situación actual en la que se encuentra la práctica y el consumo cultural ligado a la expresión artística. De manera resumida, puede decirse que el desarrollo teórico de su planteamiento recupera para sí la idea de un trasfondo esencial a la obra de arte. Sólo que tal esencialismo diferirá de anteriores caracterizaciones por apuntar a las cualidades semánticas de los objetos en cuestión –no ya hacia propiedades físicas–. De esta manera, su esencialismo, no lo es en sentido fuerte.
Su planteo tiene raíces en la acelerada sociedad de consumo estadounidense de la década de los ’60 y ‘70. The Artworld, el artículo que abre la serie de lo que será su posterior desarrollo teórico, data específicamente de 1964. Este mismo año es, entre otras cosas, el año en que Andy Warhol presenta sus Brillo Box17 en Manhattan. Este curioso y particular hecho es el disparador que Danto utilizará para dar forma a su tesis y configurar su conceptualización en torno al arte bajo la forma de un planteo argumentativo de “homólogos indiscernibles”.
Lo que ya no es posible, según Danto, es distinguir entre dos objetos idénticos la obra de arte de su homólogo. La aparente diferencia ontológica entre objetos no es susceptible de ser vista en términos estéticos. El esencialismo de Danto, entonces, es un esencialismo cognitivo, o mejor, filosófico. Consiguientemente, desapegado del soporte físico de tales objetos, aquello que configure y separe la obra de la “mera cosa” no será ya ninguna cualidad estética que les pertenezca sino datos asequibles por contexto, reflexión, análisis, etc. y no por mera intuición sensible.
De este modo, las cualidades –semánticas– relevantes, según Danto, aparecen cifradas en a) el contenido de la obra (aboutness) y b) su sentido encarnado (embodiment). Aquél alude al carácter significante de la obra u hecho artístico y estos, a la particularidad de toda obra de arte de “encarnar su sentido”, es decir, utilizar la forma en que se muestra para hacer una declaración.
Frente a un marco de producción y consumo profundamente heterogéneo y pluralista, el fin del arte supone su arribo al conocimiento de sí. Esto es, a su definición. Muestra, de algún modo, la incapacidad de los grandes paradigmas para dar cuenta de lo que acontece en la escena actual del arte, devenido posthistórico por hallarse fuera de los límites de su propia historia. Tales paradigmas se encuentran cifrados en dos vertientes. La posición renacentista de la “representación” y la fidelidad hacia la mímesis como copia de la naturaleza, y el moderno enfoque acerca de la materialidad pictorica de las obras, el medio físico como soporte de la creación artística, en suma, el “modernismo” en tanto paradigma creacionista.
La tesis sobre el fin del arte, entonces, no ha de ser entendida en tal contexto como “muerte” –cese– del arte. El discurso que anteriormente legitimaba toda una práctica de producción y consumo ya no es capaz de hacerlo y éste es el sentido con el que ha de entenderse la clausura de una etapa para la historia del arte en tales términos: “Esto es lo que quiero decir con el fin del arte. Significa el fin de cierto relato que se ha desplegado en la historia del arte durante siglos, y que ha alcanzado su fin al liberarse de los conflictos de una clase inevitable en la era de los manifiestos.”18
La concepción socio-institucional que parece desprenderse del plateo dantiano supone una instancia decisiva: la desconfianza o “duda” hacia el soporte físico u objeto que encarna la obra de arte y, que, además, es la que va a dominar la discusión en torno a la problemática por el status ontológico de la obra dentro de los dictámenes de la filosofía analítica contemporánea. Bajo esta línea de investigación, la obra de arte adquiere cada vez más el carácter de un constructo social donde el objeto físico obra-de-arte es tan sólo un elemento más del entramado legitimador.
El paradigmático ejemplo de la Brillo Box introduce en el arte la forma correcta por la pregunta acerca de su naturaleza: ¿qué hace que algo sea una obra de arte cuando su apariencia estética se revela indiscernible de otros objetos? Este juego de aparente indiscernibilidad socava profundamente los cimientos de la diferencia, rompe, de algún modo, con tal posibilidad (al menos empírica).
De este modo, aquello que se encuentra cifrado en la sentencia correspondiente al fin del arte desactiva un costado del concepto y desnuda su carácter histórico. He aquí el historicismo dantiano: el desarrollo lineal del arte entendido como el mejoramiento –progreso– constante de ciertos medios aplicados a determinados fines (representativos, expresivos, etc.) es lo que llega a su fin con la contemporaneidad. El arte, este concepto de arte que arriba a su finalización con el pop art, corresponde a un trayecto espacio-temporal más o menos preciso: aquél signado por el recorrido histórico que experimentó dicha práctica hasta entrado el siglo XX.
Lo curioso del fin del arte es que, lejos de imposibilitar el ejercicio de las facultades artísticas, abre todo un abanico de posibles combinaciones otorgando tanto aquella clausura como la absoluta habilitación: el pluralismo. Esto, la libertad de configurar su dominio y de extenderlo hacia cualquier tiempo y suceso, fija la posibilidad de abarcar acontecimientos múltiples incluso cuando tales acciones no hayan sido pergeñadas como arte. Probablemente, las pinturas encontradas en las cuevas de Altamira y de Lascaux no hayan sido el resultado de la práctica y ejercicio del arte. Sin embargo, el pluralismo posibilita que sean tenidas como obras de arte y den lugar a todo un circuito de desplazamientos en torno suyo, así como de reflexiones sumamente enriquecedoras acerca de su status.
El ejemplo se repite a lo largo de la historia de la humanidad y abarca diferentes culturas, lugares, resultados y formas. El fin del arte es la liberación, en cierto modo, de los constreñimientos (obligaciones) a los que tradicionalmente se ha visto sujeto. En otras palabras, si cualquier cosa puede ser arte, o dar lugar a una consideración de tal naturaleza, entonces no existen a priori condiciones que se deban cumplir con vista a tales fines.
No se trata, pues, de la ausencia-de, la imposibilidad próxima de un hacia, ni la facticidad de lineamientos para, del arte hoy. Toda imposibilidad es, en tal caso, del orden de lo teórico –dificultad de reconocimiento, carencia de legitimación o inexistencia de direcciones últimas–, en tanto imposibilidad para dar-cuenta-de:
Ninguna cosa es más correcta que otra. No hay una sola dirección. De hecho no hay direcciones. Y esto es lo que quería decir con el fin del arte cuando empecé a escribir sobre ello a mediados de los ochenta. No que muriera o que los pintores dejaran de pintar, sino que la historia del arte, estructurada mediante relatos, había llegado al final.19
Dejando a un lado los pormenores teóricos que pueda ofrecer o suscitar el planteo de Danto, considero oportuna alguna reflexión que vincule sus presupuestos con el tratamiento de los límites entre arte y no-arte.
En principio, resulta clara la relación existente entre el escollo que dispara la reflexión de Danto en torno a la aparente indiscernibilidad entre las obras de arte y las “meras cosas”, tal como él afirma, y una de las posibles consecuencias apuntadas del entrecruce entre arte y política en términos de indefinición. La situación de dificultad en la identificación de algo como aquello que eso mismo pretende ser, es decir, en la lectura correcta o acertada de sus propósitos, suele corresponderse con algún tipo de carencia informativa.
De más está decir que existe una infinidad de cosas, objetos, sucesos o acciones frente a las cuales dicha indefinición no plantea mayores problemas. Si un utensilio de cocina es utilizado como martillo y viceversa, esto no supone un replanteo general de sus categorías ni amenaza la caracterización (definición) de cada uno de ellos. Algo de esta misma lógica es la que quisiera defender aquí.
Del mismo modo, podrían coexistir relatos diferentes frente a un mismo acontecer empírico y manifiestamente público. De hecho lo hacen. Al menos parecería ser también este el caso en que arte y no-arte –o, arte y política– conviven bajo apariencias sensibles comunes. Un tipo de caracterización y reconocimiento no desactiva (no debería hacerlo) el otro. Algo, siguiendo a Goodman, puede perfectamente funcionar como símbolo particular en un contexto dado y dejar de hacerlo, o hacerlo de otro modo al interior de un entorno distinto.
Si tal situación es susceptible de darse, entonces, esto mismo estaría revelando otro rasgo relevante de una misma trama plural: la predominancia que sobre la acción, el objeto o la cosa, imprime su contexto de aparición. De cierta manera esto es recuperado por todos aquellos intentos teóricos que abrazan alguna variedad de acercamiento socio-institucional en materia de arte.20
La predominancia del contexto por sobre la cosa posibilita un desplazamiento claro en los focos de atención e interés. Esto, no sólo pone de relieve dicha importancia o predominancia, sino que se sitúa crucial en el enlace de dominios diferentes. Es decir, actúa justamente como disparador o desactivador de lecturas, reconocimientos, identificaciones. No sólo desplaza del centro de interés al objeto-obra para hacer hincapié en el contexto y situación de acaecimiento, sino que lo hace posible –lo posibilita– en caso de actuar en pos de tales objetivos.
Por su parte, el que una obra de arte articule y dispare recorridos de cuyos trazados puedan extraerse consecuencias favorables en términos de programas políticos resulta sumamente positivo. Asimismo, la inversión de este desplazamiento prefigura relaciones saludables entre ambos ámbitos. Esto es, una acción netamente política puede verse sumamente beneficiada al activar nodos de significación artística y promover direcciones útiles al arte y la cultura de un contexto dado.
No resulta extraño que aún hoy sorprenda aceptar que algo pueda ser dos cosas al mismo tiempo, que pueda dar lugar a lecturas distintas bajo una misma apariencia o descubra elementos novedosos desde la mismidad que encierra. La trama significativa sobre la que se estructuran los esquemas categoriales que hacen posible leer la realidad, otorgando sentido y valor a las cosas, sigue estando fuertemente afectada por un pensamiento de esencias que debería revisarse de cara a una contemporaneidad sujeta al cambio, la pluralidad y la interrelación.
La naturaleza del arte es relacional. Como lo es la casi absoluta naturaleza de todo. Es por ello que tal instancia –el arte– puede afectar conjuntos categoriales distintos, entrar y salir de las relaciones que la atraviesan sin ver desactivada su motricidad, su posibilidad de seguir estableciendo desplazamientos de sentido nuevos. La política, por su parte, en tanto forma que adopta y asume el reclamo desde su costado más comprometido con el ámbito de lo social, establece relaciones diferentes conforme se ve involucrada con matices, texturas y elementos de los dominios más variados. Un mismo impulso es compartido por ambos ejercicios.
Posiblemente, esto mismo sea lo entrevisto por Ranciére al caracterizar ambos costados de la práctica y ejercicio de la creatividad con la situación de promover rupturas e instaurar el disenso como diferencia en lo sensible. No obstante, su planteo asume ciertas aristas que experimentan una particular tensión frente a buena parte de las experiencias artísticas revolucionarias de la vanguardia mundial.
El aporte de Danto, acertado o no, supone una muestra clara de las tensiones teóricas que se sostuvieron y se sostienen aún hoy en materia de arte/no-arte, su definición, su conflicto esencial y la posibilidad de estructurar un pensamiento del mismo desafectado de esencias. El siguiente apartado busca establecer una aproximación a la relación que sostiene Ranciére en torno a los conceptos de arte y política, así como a sus posibles derivaciones o consecuencias frente al problema de la indefinición aquí tratado, evaluando críticamente la misma
Al hablar de política en Ranciére conviene distinguir entre los distintos componentes que el concepto involucra o evoca. Estos son, la esfera propia de la política y el régimen de la policía. Ambos componentes aluden a procesos de tipo heterogéneos y se sostienen como la coyuntura a partir de la cual se configura la dimensión de lo político propiamente dicho.
De este modo, la naturaleza de lo político asume la particularidad de tal entrecruce como elemento estructurante. Por un lado, el anhelo y la evidencia de lo igual entre las partes distintas; la igualdad como práctica equitativa en el intercambio de cualquiera con cualquiera. Esto es lo que equivaldría como referencia manifiesta bajo el rótulo que asume el proceso de la política. Por el otro, todo aquello que reviste la noción más ampliamente aceptada de gobierno. Aquí, se privilegia el ordenamiento propio de la jerarquía, la distribución de obligaciones y el señalamiento de los deberes a cumplir. Es el modo que habitualmente asume todo orden comunitario y social, toda instancia de relación interpersonal.
La política introduce, al interior del tejido instituido de lo sensible, procesos de emancipación. Modifica, de este modo, un orden sensible dado. Esta forma de alteración sensible, o con incidencia en la trama sensible de lo social, supone claramente un componente estetizante; ya que al introducir una variante en un entorno empírico dado establece un cambio o modificación sensible, una división de lo sensible. Esto es lo implicado bajo la forma del desacuerdo político en tanto poder de disociación y reordenamiento de lo instaurado. Dicho “desacuerdo” se evidencia como estético.
Ahora bien, la política tiene lugar en el reparto de lo común. Su ámbito de participación es el de la introducción de una diferencia, de una torsión. La mecánica que establece, entonces, es la de una distorsión en el común reparto de las partes de una comunidad. Su agente, del mismo modo, serán aquellos grupos que representan la “parte de los sin parte”. Esto, si bien marca una diferencia –oposición–, no la supone como fundamento. De otro modo, sólo hay política en tanto se torna evidente la existencia de una parte de los “sin parte” como institución.
Cuando la lucha de aquellos que no tienen parte en la distribución de competencias al interior del orden social se hace visible, hay política. De manera que la política se da en la medida en que la parte de los sin parte (algún sector de ella) cobra visibilidad dentro de la trama de tiempos y espacios que conforman lo social. Esto, para Ranciére, se hace evidente en la sentencia de Aristóteles según la cual el hombre es el animal poseedor de la palabra, el animal político.21
De esta manera, cobrar visibilidad, poseer la palabra y asumir una manifiesta evidencia sensible supone una distorsión del orden dado. Allí, a partir de la irrupción sensible de un disenso se abre el espacio para la facticidad de la política. Esto es lo que constituye la dimensión “estética” de la política.
La manifestación del disenso, la ruptura con el orden dado y la evidencia de nuevos regímenes de sensorialidad, configuran el dominio conflictivo del desacuerdo, de la política. Por ello, conocer qué sujetos ocupan determinados lugares y disponen de qué capacidades o incapacidades respecto de las leyes e instituciones se vuelve fundamental para la evidencia de la política. Dado que “la política es la actividad que reconfigura los marcos sensibles en el seno de los cuales se definen objetos comunes.”22
La relación que la política establece con la policía es de distorsión, de ruptura. Si se entiende por ésta el dominio y la distribución de roles y tareas, la asignación de competencias y el ordenamiento y jerarquización de posibilidades respecto de los individuos y los grupos sociales, la división de lo público y lo privado, el orden –en resumidas cuentas– instaurado, la política no puede sino oponérsele como ruptura: “La política es la práctica que rompe ese orden de la policía que anticipa las relaciones de poder en la evidencia misma de los datos sensibles.”23
Esto supone un enfrentamiento en la disposición de cada régimen. La política asume como propia la tarea de deshacer el disciplinamiento habitual alcanzado por los distintos ejercicios policiales en la distribución de las partes y sus partes. Al tornar visible aquello opacado por determina lógica de distribución, instala procesos de subjetivación al interior del orden sensorial específico de lo policial. De este modo, supone el establecimiento de un proceso distinto del impuesto por la policía, cifrado en el principio igualitario como condición de su posibilidad.
Así, hay política en tanto y en cuanto se da la pretensión de convivencia de dos mundos o regímenes distintos en un mismo entramado social. Dicho de otro modo, cuando se establece una situación de relación entre sectores disímiles a partir del desacuerdo fundamental que supone tal sostenimiento. Por ello, esta capacidad de alterar el orden de lo visible y de traer a la luz sectores no antes evidenciados supone una instancia de litigio pero, a su vez, implica un innegable momento de estetización: “La política no está hecha de relaciones de poder, sino de relaciones de mundos.”24
El hecho de la existencia de una manifiesta relación entre dominios y esferas distintas supone corrimientos y alteraciones perceptibles al nivel de la experiencia común. Tal es el contenido estético que sostiene el orden de lo político. Es decir, la fundamental disposición de regímenes en pugna por un espacio de aparición y de conquista, de presencia. La captación de dichos desplazamientos caracteriza la experiencia comunitaria al nivel de lo visible, de lo sensorial, de lo estético.
Por su parte, la noción de arte que atraviesa el pensamiento de Ranciére supone una activa participación en la distorsión del orden de lo sensible. Así, comparte con el concepto de política un impulso común: la alteridad. Supone un corrimiento desde los modos de percepción y los regímenes de la sensibilidad. La puesta en común de esta facultad hace posible una dinámica del disenso sobre la que operan arte y política en tanto agentes del cambio y la diferencia.
En el sentido aquí apuntado el arte supone una fuerza de distorsión, de desorden y de alteración de aquello instaurado; y de este modo articula su dinámica junto a la propuesta política. Esto es lo que deja leer entre líneas aquello que el autor denomina “eficacia del disenso”: “es el conflicto de diversos regímenes de sensorialidad.”25
Esta suerte de eficacia estética es sostenida tanto por el arte como por la política en sus movimientos respectivos. Aquél, partiendo de una desconexión respecto de las formas de producción (de obra) y los diversos modos o instancias de su recepción; ésta, reconfigurando el ordenamiento impuesto por la distribución policial del régimen de asignación de cuerpos y lugares (tareas).
La política en el arte, entonces, supone la concreción de un dominio propio del disenso que desarticula toda lógica instalada en los modos de recepción tradicionales y fines u objetivos sociales buscados. La obra se desentiende de sus objetivos específicos cada vez que atraviesa el espacio neutralizante de un museo, de una galería o de una instancia de muestra al público. Esto le permite el sostenimiento de un tiempo de captación y sentido distinto, novedoso, acontecimental.
Dislocar, desplazar, promover sentidos nuevos, he ahí la eficacia estética del disenso apuntada recientemente. Esto es lo que hacen posible los nuevos modos de presentación de las obras, su “alrededor neutralizado” y neutralizante, su espacio-tiempo de concreción en el no-lugar museístico. Es aquí que arte y política comparten un mismo impulso de des-habituación:
Hay una estética de la política en el sentido en que los actos de subjetivación política redefinen lo que es visible, lo que se puede decir de ello y qué sujetos son capaces de hacerlo. Hay una política de la estética en el sentido en que las formas nuevas de circulación de la palabra, de exposición de lo visible y de producción de los afectos determinan capacidades nuevas, en ruptura con la antigua configuración de lo posible. Hay, así, una política del arte que precede a las políticas de los artistas, una política del arte como recorte singular de los objetos de experiencia común, que opera por sí misma, independientemente de los anhelos que puedan tener los artistas de servir a tal o cual causa.26
Según Ranciére, ambos costados de la interrelación social –arte y política– fijan mecanismos de distorsión, alteran la superficie de sentidos y promueven interrupciones permanentes en la arena pública de la sensibilidad y la alteridad. Lo ficcional del arte y la política, aquello que hace posible el disenso y la diferencia, fija la relación entre ambos espacios de concreción del cambio: la estética de la política y la política de la estética.
El extremo de esto, lo que supone una identidad entre procesos distintos bajo la conformación de una única fuente de transformación de lo sensible (formas de vida), es lo que ejemplifican las estrategias metapolíticas hegemónicas. El arte, en su carácter más crítico (activista) supone la potencialidad de activación de mecanismos conducentes a cambios radicales en la consideración de las cosas, de ciertos estados o situaciones, de tomas de conciencia. Persigue, en suma, la consecución de determinado logro ético al interior de la trama política institucional, a partir de la modificación estética del orden dado.
Para el arte crítico la facticidad de su mecanismo se sostenía en el terreno disensual de la evidencia del mundo, un mundo disensual. Sin embargo, el ahora del arte, la política, y en definitiva el mundo, se nutre de un cierto consenso global en términos de un acuerdo entre los distintos sentidos, entre las formas de la representación sensible y su interpretación. “Al llenar las salas de los museos de reproducciones de los objetos e imágenes del mundo cotidiano o de reseñas monumentalizadas de sus propias performances, el arte activista imita y anticipa su propio efecto, a riesgo de convertirse en la parodia de la eficacia que reivindica.”27
La neutralidad operada desde el interior del espacio del museo hace posible la distancia de la obra respecto de sus pretendidos fines. Este desplazamiento desde las intenciones de los artistas hacia la posibilidad de introducir o suscitar recorridos de lectura novedosos es lo que permite hablar de cierta eficacia estética de la política y de cierta potencialidad en las formas sensibles del arte.
Contrariamente a esto, el arte crítico vuelve a introducir (pretende hacerlo) la direccionalidad que fija el artista por sobre su obra. Es decir, vuelve a hacer hincapié en las intenciones de los artistas llamando la atención sobre sus eventuales objetivos y fines perseguidos o anhelados.
Esto es, paradójicamente, lo que según Ranciére inhabilita tal activismo, dado que supone una oposición inexistente entre el arte y un presunto “afuera” o “mundo real” al cual afectar. No se da tal cosa como una diferencia clara entre ámbitos distintos. En todo caso, lo que hay son “pliegues y repliegues del tejido sensible común en el que se unen y desunen la política de la estética y la estética de la política”.28 Ambos costados de la dinámica disensual promueven ficciones que permiten establecer continuidades y alternancias válidas al interior del espacio de lo sensible y de lo público:
Las prácticas del arte no son instrumentos que proporcionen formas de conciencia ni energías movilizadotas en beneficio de una política que sería exterior a ellas. (…) Ellas contribuyen a diseñar un paisaje nuevo de lo visible, de lo decible y de lo factible. Ellas forjan contra el consenso otras formas de “sentido común”, formas de un sentido común polémico.29
Por su parte, la verdadera naturaleza crítica del arte responde a ese impulso de modificación y alteración del orden consensual dado. Reintroduciendo a cada instante la diferencia y la alteridad en la trama aceptada de lo real, el (verdadero) arte crítico ofrece al espectador instancias siempre nuevas de lecturas posibles que, lejos de activar su pasividad, promueven su acción.
Más allá de los muchos cuestionamientos que se puedan levantar contra algunos de los postulados de Ranciére y que van, desde la distancia estética –disenso– como diferencia introducida desde el arte, hasta el rol neutralizante que instaura el espacio museístico en tanto “modo de visibilidad” particular, interesa detenerse en un enclave puntual. Este es, la inhabilitación supuesta hacia el arte crítico en tanto promotor del cambio. Según aquél, el arte crítico encuentra desactivado su poder disruptivo y conformador de nueva conciencia, generador de dispositivos ideológicos en su forma más “activista”, dada su inexistente oposición a la realidad.
Tal clausura o inhabilitación olvida –o, ignora– el desarrollo que el arte contemporáneo sostuvo a partir de las décadas de los ’60/’70 en la escena latinoamericana, y que involucra distintas acciones de cuyas naturalezas ejemplares son muestra tanto Tucumán Arde, como el Siluetazo. La consecuencia más relevante a la teoría y filosofía del arte, frente a tales acciones, era la conformación de un tipo de relación entre la realidad artística y su contraparte extra-artística de límites difusos. Lo impulsado por tales movimientos obtura la posibilidad del reconocimiento de la naturaleza del suceso-obra-de-arte. El resultado, por un lado, es el borramiento de los límites que configuran sus espacios específicos (arte/política), y por el otro, la carga política que porta cierto procedimiento artísticamente pergeñado, así como la politicidad implícita en determinados desarrollos del arte.
Frente a esto, resta sostener que mucho de este arte que ocupó un lugar central en las propuestas latinoamericanas del siglo XX, fue posible, reconocible y valorable precisamente por el carácter fuertemente político de su impronta. Tal posición invita, al menos, a repensar la relación del arte y la política, así como la capacidad de activación y cambio que impulsa cierto procedimiento artístico que busca impactar, con su efecto, la conciencia social a lo largo de la historia y las contingencias propias de cada región.
La intervención activista del arte en materia de denuncia social o reclamo público suele ofrecer todo de sí en pos de la consecución política de su objetivo más urgente. Tal vez en esto resida su naturaleza refinada de exquisito gesto provocador. Probablemente, sea éste el precio a pagar por el éxito en la consecución de sus objetivos políticos que mayor respuesta demandan. Ante la acuciante demanda de cambio y reforma, ante la urgencia en la modificación de un orden dado, no encuentro conflicto alguno en que un gesto, acción o performance artística extravíe (transfigure) su naturaleza en la procura de tales objetivos.
La indistinción en los límites supone sólo un escollo a la teoría del arte y su correspondiente filosofía en tanto articulaciones que pretenden dar cuenta del fenómeno en términos más o menos precisos. La esfera de la práctica –ya se trate del arte o de la política– irrumpe en modos y formas que se desentienden, a menudo, de los preconceptos teórico-explicativos. Es decir, el conflicto es del todo teórico y no atañe al ejercicio de tales dominios, a su desarrollo y evolución prácticos.
Arte y política experimentan un mismo impulso de renovación constante que presiona contra los límites de sus propias definiciones, volviendo obsoleto cualquier requerimiento de las mismas. Ambos territorios desarrollan su extensión y configuran sus propias fisonomías independientemente de la existencia o inexistencia de rótulos y definiciones. Esto, lejos de negar importancia al estudio y análisis en torno a dichas prácticas, desestima toda búsqueda de definiciones últimas por considerarlas contingentes, relativas a un contexto y tiempo dados y sujetas al permanente cambio y alteración históricos.
En lo que refiere al conflicto en la aparente indefinición entre arte y política, cabe aquí alguna última reflexión: se vio de qué manera la situación problemática suscitada a partir de cierta “insoportable semejanza” entre ambas prácticas (en ciertos casos), redunda en falta de información. Ahora bien, si por un lado esto acierta de algún modo, sería justo pensar que con la suficiente falta de información cualquier cosa se posiciona como desconocida, ajena y diferente al esquematismo con que uno se mueve en el mundo. Sin el concurso de ciertos datos generalmente contextuales, cualquier cosa deviene inaprensible.
Por tanto, toda situación de reconocimiento e identificación supone una ontogénesis que involucra tanto la habituación como la familiaridad respecto de aquello observado, su posible vinculación con el fenómeno nuevo, o directamente el aprendizaje de lo desconocido. Así, arte y política se ven involucrados en una trama relacional que amenaza y presiona sobre sus superficies demandando reacomodaciones siempre nuevas. Esto supone todo tipo de articulaciones posibles que desarrollan vías novedosas de intercambio y crecimiento, no un problema.
Quizá, la posición más adecuada ante tales casos en los que conviven formas pertenecientes a dominios distintos bajo una misma apariencia sea precisamente des-velar su carácter de naturaleza dual e identificar los rasgos propios que asume tal configuración. Tomar los elementos beneficiosos de ambos costados o dominios y asumir la unidad escindida que sorprende con su fluidez y eventual facilidad para destrabar relaciones viejas y promover nuevas configuraciones de sentidos y cambios favorables a un contexto dado.
Fecha de recepción: 27 de mayo de 2013
Fecha de aprobación: 20 de junio de 2013