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Revista Observaciones Filosóficas


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art of articleart of articleDel erotismo a la seducción: en torno a Kant y Kierkegaard1

Mag. Sebastián  González Montero - Universidad Javeriana,  Bogota - Colombia
Resumen
Este ensayo se ocupa, fundamentalmente, de los conceptos de deseo, placer, voluntad, erotismo y seducción. Desde el principio, se pone en escena la pornografía como pretexto para pensar esos conceptos, teniendo claro que se trata de establecer sus relaciones, así como sus diferencias más radicales. Nuestra hipótesis es que el deseo nada tiene que ver con la satisfacción de las demandas. El deseo es un afecto mediante el cual se vincula la voluntad a los objetos de su interés, no un sentimiento producido por sus características particulares. En ese sentido es que intervienen los demás conceptos. El concepto de deseo puede ser caracterizado al tener en cuenta la experiencia interior del erotismo, al igual que el intercambio simbólico en la seducción. La investigación se divide en cuatro partes. La primera se ocupa de los conceptos de voluntad, deseo, ley. La segunda tiene que ver con la idea de que el deseo se vincula con una ambigüedad erótica siempre presente en la voluntad. La tercera parte, matiza los conceptos de deseo, erotismo y voluntad sobre la experiencia del seductor de Kierkegaard. Finalmente, volvemos al tema de la pornografía para remarcar la diferencia entre placer y deseo.

 

Abstract
This article is, fundamentally, about the concepts of desire, pleasure, will, eroticism and seduction. From the beginning, pornography is shown to think about these concepts, taking account that it is to establish their relations, as well as their more radical differences. Our hypothesis is that desire has nothing to do with the satisfaction of demands. Desire is an affection through which the will is related to the objects of its interest ties and not a feeling produced by its particular characteristics. It is in that sense that the other concepts are relevant. The concept of desire can be characterized when considering the inner experience of the eroticism, like the symbolic interchange of seduction. The text is divided in four parts. The first is about the concepts of will, desire and  law. The second part has to do with the idea that desire always relates to erotica ambiguity always present in the will. In the third part I clarify the concepts of desire, eroticism and will upon the experience of Kierkegaard´s seducer. Finally, I return to the subject of pornography to remark the difference between pleasure and desire.

Palabras clave
deseo, placer, voluntad, seducción, erotismo y pornografía.

Keywords
desire, pleasure, will, seduction, eroticism and pornography.


Desde el ‘porno’ hasta las revistas de farándula existe un flujo publicitario que captura, por medio de signos de diversa índole, nuestras representaciones más subjetivas, así como las más compartidas y generalizadas. Las imágenes recuerdan incesantemente los anhelos que las personas tienen en relación con el dinero, la fama, el éxito, el sexo. Igualmente, ponen en evidencia las connotaciones que tiene una cierta ‘belleza’ en el marco de las representaciones sociales asociadas a la constitución fisiológica de los cuerpos: una espalda bien formada junto con unos pectorales amplios; unas piernas afiladas y una cadera diminuta señalan que se tiene ‘cierta condición’ que nos incluye en un segmento social al que pertenecen las personas de la farándula, los adinerados, los ejecutivos, las modelos. Parece que la individualidad humana pasa por un conjunto de significaciones culturales expresadas preponderantemente en la imagen y en los formatos foto-cine-video-gráficos. Y la razón de eso tiene que ver con ‘algo’ más que la hegemonía de unas clases frente a otras.

Las tendencias en los medios publicitarios se relacionan con las distinciones sociales y, sin embargo, no es posible dar cuenta de la lógica de la imagen como fenómeno social suponiendo que se trata de la expresión de las luchas por el prestigio, la reputación; ni siquiera la autoridad. Se podría aceptar –por lo menos a manera de hipótesis preliminar– que la imagen no sólo remite al dominio de lo cool publicitario, sino a formas de organización social en el sentido de que tiene efectos sobre la manera en la que los sujetos se relacionan entre sí. El simulacro de la imagen –siempre banal y efímero– nos incluye, desde hace cierto tiempo, en la tiranía y el despotismo de un régimen que centraliza lo que queremos de nosotros mismos y de los otros en representaciones simbólicas audiovisuales. La preponderancia y la hegemonía de las apariencias, dada por su constante reiteración en el flujo de los signos, es más que una expresión de diferenciaciones de clase emplazadas en las sociedades actuales. Como dirá Baudrillard, la imagen está montada en una economía política de los signos que hay que pensar en la publicidad, el cine, el video; también en el arte y la literatura. Los mass-media señalan más que una lucha de clases; reflejan una individualidad marcada por simulacros y sucedáneos que materializan múltiples dimensiones de la existencia política de los sujetos: la lógica del consumo2, los procesos de personalización.3

Nosotros nos instalamos en esa perspectiva, pero no podemos ser tan ambiciosos como para dedicarnos a los complejos lazos que existen entre los sujetos y su entorno mediático. En cambio, decidimos ocuparnos de la pornografía como un régimen semiótico partiendo de la idea de que en él se pone al cuerpo y al sexo en exhibición de forma muy particular. En efecto, lo que nos interesa de la pornografía no es simplemente su insistencia por mostrar hombres y mujeres fornicando; más bien tiene que ver con el sesgo que impone entre el placer y el deseo.

Por vía de la mostración directa de escenarios sexuales, la pornografía no tiene otra opción que hacer del sexo una instancia privilegiada del deseo: la imagen pornográfica ‘deja ver todo lo que hay por mirar’. Tal y como se la entiende habitualmente, su carácter perverso está dado por el hecho de que es impúdica. Esa sería la razón por la que el espectador puede estar tan atento: él que sólo mira objetos que son la condición para la excitación sexual. De modo que la pornografía reduce la mirada al encuentro con lo real en una dimensión discreta puesta radicalmente al servicio del realismo en las escenas. Pese a todos sus esfuerzos, la pornografía conduce frecuentemente a una cierta indiferencia porque encarna la pulsión libidinal pura, sin deseo. Eso quiere decir que la obscenidad de las imágenes no hace más que revelar una demanda sin el menor rasgo de transacción. Estrictamente hablando, la demanda es sólo por el placer de ver iluminado un escenario con la mirada y por la posibilidad de obtener satisfacciones. Y el resultado es que la pornografía entrona un arquetipo de la carencia del objeto real: el sexo.

La pornografía es un régimen semiótico que pone al cuerpo y al sexo en exhibición de forma muy particular. Lejos de circunscribirse a una experiencia del deseo, la imagen ‘porno’ anuncia que el sexo ha quedado detenido en una relación simbólica que se caracteriza por la promesa del fetiche, por la posibilidad de la excitación y por la compulsión de ver. La imagen pornográfica es un simulacro que introduce un exceso irrealizable e imposible de la sexualidad: el hiperrealismo pornográfico indica que ‘algo’ falta en la ‘normalidad’ cotidiana de la vida sexual que puede ser conjurado mediante un modelo idealizado del sexo. Las grandes orgías sexuales de mujeres y hombres cuyo interés primordial es el de copular largamente, muestran escenarios que parecen ser fiestas de las que estamos excluidos como humanos corrientes: los grandes pechos casi ‘anormales’ de las modelos, los prominentes falos de los actores, las interminables jornadas de sexo que no fatigan; todo eso parece pertenecer a un mundo que sólo puede realizarse en la imagen. La exhibición de la desnudez del cuerpo es una actividad que hace posible un proceso en el que las pulsiones sexuales se resuelven en el placer del orgasmo, esto es, la contemplación consiste en una fuente activa que permite que las pulsiones sexuales alcancen su satisfacción en el placer del órgano sexual. En ese sentido, la imagen pornográfica es una fuente de las pulsiones que permite suprimir la demanda en la que están apoyadas por medio de su satisfacción en el orgasmo. Hacemos énfasis en el ‘porno’ como simple fuente de pulsiones sexuales porque en el hecho de que en la imagen se pongan los enlaces simbólicos por medio de una estrategia visual en la que sólo se muestran los cuerpos en contacto, indica que las relaciones de intercambio de los signos y el deseo pasan a otro plano: el de la obscenidad y el placer. Puede decirse, en términos generales, que la razón de ello es que la pornografía comporta un exceso de realidad que trae consigo una ausencia de signos que seducen: en la imagen ya no hay juego de las apariencias; en ella, todo se muestra: los cuerpos, los órganos, los fluidos. Sin juegos ni rituales, sin transgresiones ni provocaciones, la sexualidad queda confinada al brevísimo instante del orgasmo.

La imagen ‘porno’, dice Baudrillard, no hace más que recordar la forma en la que el cuerpo es fetichizado por un proceso de erotización que consiste en fijar en él todo aquello que está por fuera del falo (1993: 118). En síntesis, la pornografía supone una relación entre el cuerpo-signo y el espectador-mirón en la que el fetiche no sólo conjura la castración sino que ocupa todo el lugar de la contemplación: la imagen de una doble felación o de un rostro salpicado de semen son signos de que el sexo queda radicalmente detenido en las zonas erógenas y de que el placer se obtiene de la contemplación de esas imágenes. Con la pornografía, se reduce las relaciones de intercambio con los signos a partir de una dimensión centralizada de la imagen en el fetiche, esto es, el ‘porno’ hace que las relaciones simbólicas se agoten en la contemplación y el realismo con el que se muestra los cuerpos copulando. Hay que insistir en que la obscenidad de los signos ‘porno’ no hace más sustraer de las posibilidades simbólicas las relaciones eróticas respecto del cuerpo y los signos. La pornografía supone un desencantamiento de la sexualidad puesto que está centrada en la ‘pura obscenidad’ del sexo. La desnudez es la inmovilidad del intercambio simbólico porque los gestos, el cuerpo, los atuendos, las joyas o el maquillaje, tienen una única función designativa anclada a las pulsiones y sus destinos (placer-displacer). En el ‘porno’ ya no se celebra el ritual de las significaciones; sólo se instituye una dinámica del placer. La imagen de la play girl o la porno-star es, en un cierto sentido, asignificante: sólo representa una inscripción del sujeto con la imagen por la vía de la desnudez.

Con todo, aquí se trata de algo más que una lamentación relacionada con la función designativa del ‘porno’. Recalcamos, no es una queja sobre la indecencia de las imágenes o la literalidad de las descripciones visuales. Lo que cuestionamos es el hecho de que la pornografía centralice la atención en signos que llevan a la estimulación erógena, como si fuera la única posibilidad de la sexualidad. La pornografía resalta un cierto aspecto de los seres humanos que conduce a la simplificación de la sexualidad. En las cintas que presentan hombres y mujeres que se entregan plenamente al coito como un medio para la satisfacción de una necesidad fisiológica (el orgasmo), el sexo se manifiesta como una actividad de complacencia. El hecho de que el ‘porno’ presente el coito hace desaparecer aquello que tiene que ver con una experiencia que está más allá de los placeres de los órganos. En la pornografía no importa si los actores sienten atracción como tampoco interesa si experimentan sentimientos de seducción, erotismo, o algo así entre ellos; lo que cuenta es que la actividad del sexo tenga como fin las eclosiones seminales. Visto así, el sexo está ligado copiosamente a la satisfacción de las necesidades a través de la cópula: derramar el esperma para encontrar el placer. La pornografía promete placer porque es sexo en acción; el sexo en acción permite la satisfacción del deseo en el vacío de un éxtasis físico atado a la constantemente repetición de las limitadas variaciones de la copula. Pero lo que resulta odioso de la pornografía es el enlace que constantemente propone entre deseo y placer. Hay que ser claros en que no pretendemos quejarnos por el hecho de que en las películas ‘porno’ se presenten descaradamente cuerpos desnudos copulando; el problema es que la literalidad de la imagen ‘porno’ reduce la dimensión del deseo a la realidad del sexo como objeto de placer

Creemos que hay un error al identificar la sexualidad con la exposición literal del sexo en imágenes o en descripciones. Una cosa es que en la pornografía se asocie la dimensión sexual con la posibilidad de la excitación libidinal; otra es que la satisfacción en el placer/displacer sea la única coordenada del deseo. Nuestra hipótesis es que el deseo no sólo corresponde a nuestras relaciones sexuadas con objetos que, en el fondo, representan la atención fetichista hacia signos de un vacío que constantemente pretendemos llenar. Más bien, el deseo se constituye en la intensidad de nuestros gestos, afectos y percepciones cuyo resultado conduce a regímenes semióticos mixtos y heterogéneos.

En la primera parte del análisis, nos ocupamos de los conceptos de voluntad, ley moral, placer y deseo en términos que pasan de la crítica kantiana a la filosofía de Sade. De un lado, en la Crítica de la razón práctica, Kant introduce esos conceptos para determinar la posibilidad de la regulación moral. Pero nos interesa mostrar hace algo más. En el momento en el que Kant afirma que la voluntad se juega entre principios de determinación de distinta índole (las máximas subjetivas y la ley moral) ha puesto en escena una facultad inherente de los seres humanos: la de desear. De otro lado, la literatura de Sade remite a una dimensión que colinda con los juegos sexuales y con la dedicación a las oberturas corporales, y sin embargo, deja ver un registro del deseo definido en la naturaleza de las pasiones. Veremos que el libertino sadiano se deja excitar por los cuerpos, las caricias, las oberturas y cómo sus acciones están determinadas por los imperativos del goce; pero sobretodo, haremos notar la insistencia de Sade en la posibilidad latente de la determinación por la potencia del deseo: al privilegiar sus instintos naturales, muestra que el deseo es un principio igualmente regulativo que la ley moral –en sentido kantiano. Entre Kant y Sade, creemos, se puede deducir el concepto de deseo al matizar una ambigüedad que es propia de la voluntad cuando se trata de las regulaciones de la conducta.

La segunda parte se centra en Bataille ya que sus reflexiones permiten dar cuenta de una sexualidad que, a pesar de estar vinculada estrechamente con las funciones fisiológicas del cuerpo, no está reducida a las complacencias en el placer. En el concepto de transgresión, el sexo ‘sin vergüenza’ y lujurioso aparece atado a la posibilidad erótica de encontrar los modos de ir más allá de sí. Pero hay que tener cuidado de simplificar el concepto: poner la transgresión en función de las prescripciones de los instintos lleva a una fórmula esquemática de la realización del sexo que, además, está limitada por las condiciones físicas de los cuerpos. Las posiciones de la cópula son restringidas; los orificios corporales son pocos. Nos interesa mostrar que aunque Sade insiste constantemente en aproximarse a las leyes de la naturaleza, termina sumergiendo las descripciones al tedio de la repetición del sexo y del placer en el orgasmo. En Filosofía se nota que los actos sexuales resultan en una especie de ‘callejón sin salida’ dadas las posibilidades del deseo. Sade es consciente de la cuestión y, para él, es claro que el libertino no debe restringir la potencia de los afectos de la naturaleza a la reproducción de las jornadas sexuales.

La tercera parte está dedicada al Diario de un seductor de Kierkegaard sobre la base de la tesis de Baudrillard en De la seducción. Con eso, se busca establecer la heterogeneidad del concepto de deseo en la medida en que el personaje que escribe las cartas dedicadas a Cordelia hace emerger, en cada una de sus palabras, la reciprocidad del intercambio simbólico como un régimen autónomo de la instancia sexual real (cfr. 1989: 41). El seductor opera en la circulación del deseo por medio de múltiples signos que nada tienen que ver con la voluptuosidad física del Cordelia (o la ‘belleza’ de su cuerpo) ni con la única intención de llevarla a la cama. La seducción es de otro orden; “la seducción opera bajo esa forma de una articulación simbólica, de una afinidad dual con la estructura del otro –el sexo puede ser un resultado por añadidura, pero no necesariamente”.4 Al tomar la seducción como bisagra de provocación y flujo del deseo instalado en los signos, podemos describir los estadios eróticos entendiendo que se trata de inflexiones y modulaciones de la apetencia (voluntad) respecto del objeto.

Finalmente, en las conclusiones dejamos claro cuál es el problema de concebir la sexualidad en términos de la cópula y cómo es que el concepto de placer conlleva a una incesante necesidad de enfrentar una realidad fantasmática irresoluble. En contraste con el deseo –y la seducción o la perversión licenciosa como un par de sus opciones–, en la pornografía siempre se trata de la satisfacción de la demanda en los signos fetichizados del cuerpo. Su pretendida liberalidad no hace más que brindar acceso a un cuerpo desnudo junto a otro en una proyección de lo sexual. De allí el simulacro: por intermedio de la técnica de mostración videográfica, el ‘porno’ revela el secreto seductor al erigir al Falo como centro significante. En la simple desnudez no es posible distinguir el deseo del placer ya que la imagen absorbe la elaboración simbólica y hace desembocar la apetencia en la realización de los intereses libidinales por la cosa. Eso implica que la pornografía supone una sustracción de la multiplicidad de los signos porque reduce el registro simbólico al plano de lo real. El porno reduce lo Real o lo real. En definitiva, lo que tratamos de decir es que el ‘porno’ encarna una carencia fundamental: la imagen enfatiza en la ausencia de un exceso mediante signos fetichizados, lo que significa que los sujetos no hacen más que girar en torno a sustitutos. Nuestro argumento es que la pornografía supone una perdida conjurada mediante la ilusión del simulacro ya que pretende, sin mediaciones, mostrar un estado sexual ideal que excede la ‘normalidad’ de la vida en pareja, los encuentros placenteros ­(de cualquier tipo), los besos, las caricias, etc. Es como si la pornografía hiciera emerger un ‘plus’ que no está lo cotidiano de las rutinas en la vida sexual. Las cintas ‘porno’ están llenas de clichés: hombres con caudales de dinero que pueden fornicar con tantas mujeres como es posible, mujeres y hombres ‘portada de revista’ en lugares paradisíacos, alucinógenos, grandes mansiones, autos, piscinas, etc. Nuestra queja se localiza en el hecho de que la imagen es reiterativa al exponer una ausencia, un vacío que debe ser llenado con signos que representan un ‘sexo perfecto’, una ‘feliz sexualidad al fin lograda’.

Naturaleza y Voluntad

En Kant, la crítica y la fundamentación de la moral responden a la necesidad de expulsar la potencia de los afectos del curso de las acciones morales. En la postura kantiana de la Crítica de la razón práctica hay una oposición entre dos aspectos primordiales de la voluntad: de un lado, el afecto asociado al contenido material de las máximas5 que sirve como impulso de las acciones y, del otro, el respeto hacia los principios incondicionados que la razón práctica puede darse a sí misma. La crítica kantiana es la condena de los afectos, el reposo de las pasiones. La tesis de la ley moral como fundamento determinante de la praxis humana es una manera de responder a la pregunta de cómo puede hallarse una forma superior que determine las acciones.

La facultad de desear es propiamente hablando la voluntad, porque encuentra su determinación en sí misma. El problema para Kant es que los motivos de esa determinación pueden ser empíricos-subjetivos y, por lo tanto, particulares e inferiores, como también pueden ser objetivos y, en consecuencia, universales y superiores. Su respuesta a la ambigüedad de la razón práctica es que existe un plano superior de la voluntad que se refiere a la posibilidad de encontrar las regulaciones morales en intereses prácticos incondicionados. La ley moral es la salida para una voluntad patológicamente determinada. Kant afirma que al analizar “el juicio que los hombres formulan sobre la legalidad de sus actos” es posible mostrar que la razón práctica, por encima de sus inclinaciones, se ve obligada a actuar conforme a la ley moral (1961: 37). Eso significa que la voluntad siempre puede atenerse a principios puros determinantes. Allí está la base de una moralidad que, además, sirve para todo ser racional a causa de que supone una legislación que siempre es posible aceptar (cuando el motivo determinante es incondicionado).

Lo que se sigue del argumento kantiano es esencial en lo que nos toca aquí puesto que presenta la doble posibilidad del sujeto de jugarse en las determinaciones racionales objetivas: para Kant, el hecho de que los hombres sean capaces de determinarse a partir de la ley moral se explica por el concepto de libertad. Según él,

como la mera forma de la ley sólo puede ser representada por la razón y, en consecuencia, no es objeto de los sentidos, […], su representación como motivo determinante de la voluntad es distinta de todos los motivos determinantes de los acaecimientos de la naturaleza”; y además, dice él, “como para la voluntad no puede servir de ley ningún otro de sus motivos determinantes que no sea aquella forma legislativa universal, esa voluntad debe concebirse como completamente independiente de la ley natural de los fenómenos, o sea de la ley de causalidad” (1961: 34).


La independencia de la voluntad respecto de los fenómenos de la naturaleza y las leyes que los rigen hace que ella sea libre en un sentido radical, es decir, que se puede servir de autodeterminaciones que tienen origen en principios objetivos. Existe una subordinación de los intereses empíricos (sacados de nuestra relación con la naturaleza) a la ley moral basada en un particular nexo entre la voluntad y la razón práctica: la ley moral supone una obligación que hay que entender como la imposición de la razón práctica pura sobre el arbitrio, esto es, cuando la razón práctica legisla quiere decir que el sujeto se somete a sí mismo porque es libre. Es eso a lo que se refiere el término ‘subordinación’: el sujeto es al mismo tiempo súbdito y legislador. La Moral, dice Kant, “en cuanto está fundada sobre el concepto de un hombre como un ser libre que por el hecho mismo de ser libre se liga él mismo (el subrayado es mío) por su Razón a leyes incondicionadas, no necesita ni de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que la ley misma” (1981: 19). Para Kant, los hombres tienen la facultad de ir más allá de las imposiciones de las pasiones puesto que pueden forzar su voluntad a la ejecución activa de la razón. Es por eso que los hombres no están necesariamente condicionados –a nivel de las acciones– por las leyes que gobiernas los fenómenos naturales. Aquí es donde hacemos énfasis: Kant reconoce, en la formulación del concepto de libertad, que en la determinación de la ley moral se necesita una resistencia de la razón práctica intrínseca a una voluntad autónoma. La imposición moral sobre la voluntad supone el contenido de las máximas subjetivas o ‘aquello que se desea’; de lo contrario sería una voluntad santa (Kant, 1981: 38).

En los hombres se presenta una ambigüedad, radicalmente humana, entre la ley moral y el contenido material de las máximas subjetivas (deseo por el objeto). Y es por eso que la determinación de la razón práctica es moral. Kant acepta no sólo la posibilidad de una voluntad correctamente determinada, sino también la necesidad del hecho de desear. Sólo así la ley moral tiene sentido: es porque los hombres tienen motivos bajos, inferiores o deseos que la determinación a partir de principios objetivos tiene un contenido moral. En definitiva, hacemos énfasis en que la concepción kantiana de la corrección moral supone un antagonismo irreductible entre la razón práctica y la voluntad, entre la ley y el deseo. El motivo de insistir en ello es que en Kant opera una oposición entre la formalización de los principios morales y la realización de una ética de la naturaleza. La ley moral es una interdicción porque supone una corrección autónoma de la conducta que opera contra el movimiento que impulsa a los hombres hacía los objetos de su deseo; la ley moral es la manera de evitar la precipitación de la voluntad hacia la naturaleza entendida como el deseo de fijarse en la realidad de los objetos, los motivos y el placer que hay en ella. No hay que olvidar que la voluntad es en el fondo facultad apetitiva (cfr. Kant, 1961: 23-32)

Desde el punto de vista kantiano, un hombre es libre porque conduce su comportamiento a partir de principios objetivos dados por la razón práctica. Como vimos, ese es el fundamento de la posibilidad de una dirección autónoma y racional (o conforme a la ley moral). En oposición, Sade propone que dejarse llevar por las pasiones implica que se está liberado radicalmente de la tutela –de la Moral, de Dios, de la Iglesia, de sus leyes y representantes, etc–. Esa es la tesis del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (cfr. Sade, 1969: 33-43). Los impulsos naturales no poseen ninguna categoría moral, por lo que azotar un amante, buscar el placer en jornadas de descontrol, ofrecerse a las prostitutas son actos-límite incondenables6. En efecto, la moral ‘se baja’ hasta el impulso primario gracias a la desinhibición de los principios regulativos en los actos. El acto lujurioso y el perverso llevan así a lo que impone la Naturaleza. De allí que la concepción sadiana del hombre virtuoso tiene que ver con la idea de privilegiar las pasiones en acuerdo con su potencia directriz y no tanto con la idea de sacrificar los propios impulsos bajo los preceptos de principios más respetables. Como dice el moribundo: “la naturaleza sólo tiene leyes para nuestra condición y no hay que buscar en estas leyes ningún otro principio ajeno a su realidad” (Sade, 1969: 37).

Creemos que la consecuencia que se deriva de esa concepción es que los principios objetivos fijados por la razón práctica sirven de regulaciones morales en un nivel artificioso, en el sentido de que se oponen al influjo natural de las apetencias. Sade está interesado en mostrar que la libertad humana consiste en el triunfo de las inclinaciones naturales de la voluntad. Conducirse de acuerdo a lo que impone la naturaleza radica en darle crédito a lo que cada uno tiene en el interior en términos de las afecciones que nos atan con las cosas y con los cuerpos. Esa es una necesidad que se refiere al enlace causal que existe entre el mundo y las pasiones de él derivadas: si alguien me toca, diría Sade, mi voluntad se ve compelida a una pasión (sublime o lujuriosa), al igual que si me quemo siento repulsión o algo por el estilo. Finalmente, Sade supone, al afirmar que las acciones deben obedecer al libre impulso de los apetitos, que el propio disfrute es lo que me une al otro y que me hace estar en igualdad con él. La universalidad de las pasiones es la condición de la igualdad humana. La voluptuosidad, el placer, la lujuria, son ‘cosas’ que compartimos en igual medida: ¿qué te apetece para gozar? ¿Un golpe, un lance con fuerza? ¿Penetrar o ser penetrado? Allí, en el sexo, no hay amo ni esclavo; sólo la lógica del deseo7.

Ahora bien, la razón por la que enfatizamos en Kant y Sade es porque entre sus posturas se puede hacer notar una irreductible ambigüedad, un constante paralelismo entre la Naturaleza y la Voluntad. Kant conjura la fuerza de la Naturaleza expresada en el grado de afección de las pasiones sobre la voluntad, haciendo que las necesidades relativas a las pasiones queden sujetas a la instancia normativa de la razón práctica. Sade opera mediante una inversión de la determinación moral justo en el interior del mecanismo regulador. La ley moral aplica a partir del reconocimiento de lo que hay de particular en la voluntad: ni nuestros intereses e intenciones sublimes ni nuestros vicios más pueriles sirven de motivo moral determinante por las connotaciones subjetivas que suponen (o, cómo diría Kant, el interés práctico subyacente tanto a las ideas de lo adecuado y lo justo como a las ideas del placer y el vicio).

En términos de kantianos, las máximas subjetivas sólo son validas para una voluntad, aún si coinciden con lo que generalmente es considerado ‘bueno’. Los motivos prácticos singulares pueden ser confundidos con principios objetivos por el hecho de que son razonables. Las ideas de la felicidad o la conmiseración son buenos ejemplos. Pero las contingencias asociadas a esas ideas como justificación de las acciones son tan numerosas como concepciones de lo ‘bueno’ hay. Los principios incondicionados deben ser independientes de las condiciones patológicas de la voluntad, esto es, deben responder a la objetividad de la ley en el sentido de que son incondicionados (Kant, 1961: 24). De allí que Kant afirme que el valor moral de toda acción está en la máxima según la cual fue determinada, y a su vez , el valor moral de dicha máxima está en el principio universal del querer según el cual se determina y no tanto en su objeto o propósito. Como dice él, “si en una ley se hace abstracción de toda materia, es decir, de todo objeto de la voluntad como principio determinante, no queda más que la simple forma de una legislación universal” (1961: 38).

Y aquí proponemos un deslizamiento entre Kant, Sade y Bataille que puede ser admitido por la complicidad en la oposición que se halla entre la superioridad de los principios prácticos y el deseo de la transgresión.

Estamos de acuerdo con Bataille cuando afirma que Sade opone a la conducta normal una desenfrenada vida erótica, aunque creemos necesario aceptar que la lapidación de los preceptos morales por vía de una incrementación del placer –como en la pornografía– conduce a una formula esquemática de la ejecución sexual (cfr. Bataille, 2005: 174). Puede decirse que en el puro beneficio del placer, los hombres y las mujeres de Sade están radicalmente ajustados a los abusos de una práctica que se expone como peligrosa, pero que en el fondo envía a escenarios de sometimiento del deseo al “arte de hacer todo lo que oz plazca” (Sade, 1977: 87). El exceso es la forma ruinosa, pero simple, del deseo. Los propósitos de la actividad sexual sadiana suponen una concepción que, ante los preceptos moralistas, termina por privilegiar el placer de los órganos. Pese al coraje de Sade para exponer la hipocresía dominante de las consignas de la discreción y el pudor de la época victoriana, sus escenas eróticas son fórmulas de la repetición, la prolongación y la estimulación en el sexo –únicamente limitadas por las condiciones naturales de los cuerpos. En ese sentido, el orgasmo no es más que el máximo de goce en un brevísimo momento y, la licenciosidad, la complacencia en las diversificaciones perversas del sexo. Por más que insiste Sade en la riqueza del goce, la arbitrariedad de las perversiones queda circunscrita al beneplácito de los caprichos en el que se trata de dejarse llevar por los gustos y los deleites, pero también –y no hay que olvidarlo– por “las pulgadas de la circunferencia o el largo del pene” (Sade, 1977: 22). Desde ese punto de vista, la atracción del sexo, con todos sus posibles juegos físicos, se afirma en la consumación: el desorden voluptuoso sadiano está vinculado, aunque no dominado, a la descripción literal del performance sexual. Y allí no hay más salida que la apatía. Veamos.

Eugenia pregunta a Mme de Saint-Ange, “¿qué es lo más extraordinario que has hecho en tu vida?” Ella responde: “he estado con quince hombres; fui jodida noventa veces en veinticuatro horas, tanto por delante como por detrás”. En un desesperado intento por encontrar ‘algo’ más en las descripciones, Eugenia nuevamente dice: “Esas son sólo orgías, exageraciones. Apuesto a que has hecho cosas más singulares” En seguida Madame alega: “he estado en un burdel […]. Estuve allí como una puta; durante una semana completa satisfice las fantasías más libertinas y conocí los gustos más singulares”. Otra vez Eugenia: “Conozco tu cabeza, reina, seguro que has ido todavía más lejos” (Sade, 1977: 68). ¿Acaso es posible? ¿Es que la libertad de franquear los límites está inmersa solamente en los extravíos del sexo? Parece que por la vía de la reiteración de los actos sexuales sólo se pueden hallar el tedio. La intuición de Eugenia lo indica: ‘has follado con quince, ‘¿eso es todo?’; ‘has follado con treinta’, ‘¿eso es todo?’; ‘has sido una puta’, ‘¿eso es todo?’.

Puesto de esa manera, el sexo no es más que la repetición de un acto: repetir las penetraciones, repetir las posturas, repetir los manoseos. Cuantitativamente, el sexo tiene algunas opciones en los acoples; cualitativamente permanece similar en las sensaciones que da. Eso significa que existen, sin duda, variaciones en el acto sexual –tantas como físicamente sean posibles–, pero permanecen como repeticiones unidas por el fin al que conducen: el placer. Como dice Deleuze en Diferencia y repetición, “cada vez que tratamos de repetir según la naturaleza, como seres de la naturaleza (repetición de un placer, de un pasado, de una pasión), nos lanzamos a una tentativa demoníaca, maldita de antemano, que no tiene otra salida que la desesperación o el tedio” (2006:25). El acto sexual, en todas sus posibles variaciones y combinaciones, no es más que la ocasión de la repetición del placer.

La monotonía de algunas de las páginas más desvergonzadas de Sade viene de la interminable referencia a los actos sexuales. Por más que él insiste en la infamia de los actos sin freno de sus personajes, termina sumergido en la literalidad de las descripciones: Eugenia manoseando a Dolmancé; éste último acariciando las nalgas de Madame de Saint-Ange. Luego, Madame besando lo genitales de Eugenia mientras Dolmancé hace de las suyas entre los senos de Eugenia (cfr. 1977: 18-40). De modo que el libertino permanece adherido a su objeto haciendo de su deseo una energía que se resuelve en el orgasmo. Esa es una redundancia de Filosofía que sólo desaparece en el momento de las disertaciones: después de dadas las instrucciones a Eugenia sobre las artes del placer y una vez consumadas las relaciones sexuales, los participantes de la orgía se sientan a discutir filosóficamente8. Al precipitarse –aunque sea durante largo tiempo– en el cuidado de los órganos en el sexo, Sade muestra el agotamiento al que conduce el libre disfrute del libertino. En Filosofía pronto se nota –alrededor de la mitad del tercer diálogo– que el placer exige variación, pero también, que ella está limitada ‘a lo que el cuerpo puede’. En palabras de Sade, “mientras dura el acto sexual no hay duda de que necesito la participación en él del objeto; pero cuando dicho acto ha sido satisfecho, ¿qué queda entre ambos?, pregunto”. Un gran aburrimiento, diría él (1977: 36).

Esa sería la razón de especular acerca de Dios, la Naturaleza, la virtud. Sade lo entiende bien: el triunfo de la filosofía sería arrogar luz sobre el modo en que actúa la naturaleza, lo que implica el privilegio de las pasiones propias del cuerpo –aunque no sólo eso. El libertino, muestra Sade, debe encontrar provecho de su deseo de ir más allá de la sumisión a las órdenes morales y de la providencia porque atentan contra su voluntad de entregarse a las pasiones. La lección de Sade es que el vicio no sólo remite a los caprichos de una conducta impropia. Las halagadoras recompensas de la perversión vienen de la corrupción de los principios ilustres de la moral. Quizá esa es la razón del crimen. Ante el tedio y por la radicalidad de la postura de obedecer las leyes de la naturaleza, el libertino no se contenta con las complacencias en el sexo; debe reafirmar su voluntad de gozar en el deseo de la transgresión (cfr. 1971: 22)9.

Erotismo y transgresión.

Con lo que se ha dicho sobre Kant y Sade ya podemos justificar la idea de que a la concepción de la fascinación por el goce hay que proponerle una concepción en la que el sexo suscita una sensación de desbordamiento interior que es la que permitiría distinguir el “extremo placer y el éxtasis [a veces] innombrable [el erotismo]” (Bataille, 1998: 31). La idea de un desbordamiento interior propiciado por el encuentro sexual tiene que ver con un sentimiento de inestabilidad y desequilibrio de los hombres ante la muerte, que Bataille llama erotismo. En sus palabras, “el placer sería despreciable si no fuera por este desbordamiento aterrador que no está reservado al éxtasis sexual” (1998: 31). El acto sexual supone un encuentro entre seres mortales, finitos; unos y otros se diferencian entre sí por el hecho de la muerte. Cuando los cuerpos de los amantes están desnudos se juntan dos individualidades discontinuas; son seres que se saben mutuamente mortales10. Cuando Bataille piensa en el sentimiento erótico lo hace desde el punto de vista de una interioridad que se juega frente a la finitud de la propia existencia y la del Otro. Esa fascinación por la continuidad es lo que caracteriza la sexualidad, pues el enfrentamiento a la muerte supone un cuestionamiento de la vida discontinua.

El erotismo es un signo de esa angustia producida por la interrogación acerca de la finitud humana; signo que remite a un tipo de experiencia en la que el sujeto se pone en cuestión a sí mismo a través de la conciencia de esa experiencia. Para Bataille, la diferencia entre el acto sexual animal y la sexualidad de los sujetos está determinada por esos dos aspectos del erotismo. A las relaciones sexuales humanas están asociadas movilizaciones que pasan por los intereses de la reproducción, pero también por una cierta interioridad manifiesta en gestos directos asociados al cuerpo del Otro (sentimientos y reflexiones). Para los hombres, la penetración del cuerpo femenino es tan fundamental como sus aspectos seductores. Las mujeres no sólo representan cuerpos sexuados, sino que son sujeto de una experiencia que no remite directamente al placer de la descarga seminal. Para las mujeres también es cierto: el cuerpo masculino pone de manifiesto un placer en la seducción que va más allá del acto sexual11.

En ese sentido, dice Bataille, los aspectos determinantes de la sexualidad no están presentes en el objeto de placer. Las prácticas sexuales están asociadas a los gustos y las valoraciones particulares sobre lo bello o lo que agrada y, sin embargo, lo que se pone en juego en la experiencia sexual de los sujetos no es una “cualidad objetiva” del objeto de placer12. Al contrario, el acto erótico de los amantes procede de una afección recíproca desprendida de una profunda perturbación: el deseo de los cuerpos es sólo la parte física visible de una experiencia extática muy superior al placer del orgasmo13. La pasión de los amantes, diría Bataille, lleva consigo un desorden violento que revela la significación plena del éxtasis del deseo. Bataille es enfático en señalar que ese éxtasis erótico proviene de la conciencia individual de la intensidad del deseo expresada en una puesta en juego de sí (cfr. 1972: 211-216). Ponerse en juego quiere decir que el sujeto se libera de todo límite en un acto de transgresión14. La sexualidad liga la superación de los límites con el placer de la experiencia interior entendida como la conciencia de la transgresión. Por esa razón, dice Bataille en El Culpable:


Un cuerpo desnudo, exhibido, puede ser visto con indiferencia. Del mismo modo, es fácil mirar el cielo por encima de uno mismo como un vacío. Un cuerpo exhibido, empero, posee a mis ojos el mismo poder que en el juego sexual y puedo abrir en la extensión clara o sombría del cielo la herida a la que me adhiero como a la desnudez femenina. El éxtasis cerebral (el subrayado es mío) experimentado por un hombre que abraza a una mujer tiene por objeto la frescura de la desnudez; en el espacio vacío, en la profundidad abierta del universo, la extrañeza de mi meditación alcanza igualmente un objeto que me libera (1974: 31).


En el erotismo, el ‘yo’ se pierde en una experiencia íntima que no suprime el juego físico, pero lo lleva a un límite que ya no es placer sino deseo de ir más allá de sí. Eso se evidencia en el juego o contrapeso correlativo entre las interdicciones y la transgresión, pero sólo porque corresponde a una experiencia interior lúcida: el erotismo es un deseo de violar las regulaciones auto-impuestas. La transgresión es un gesto que concierne al límite de la interdicción; es un gesto que se revela como una experiencia personal y directa de la transgresión como una apuesta de sí mismo que hace emerger el éxtasis, esto es, el deseo que produce el momento en que se cede a la desnudez15 (Bataille, 2005: 33). La transgresión pone de manifiesto una alteración de la subjetividad que no esta únicamente referida a la satisfacción. Las interdicciones y las prohibiciones son los puntos límite de la experiencia a partir del cual los hombres saben del placer que produce pasar esos límites: el erotismo es el deseo de infringir esos límites, pero para gozar de la transgresión.

Sin embargo, es necesario tomar con cierta precaución la relación entre el erotismo y la transgresión para no reducir la experiencia interior a las ‘simples’ formas de abolir los límites que las reglas morales y sociales aplican sobre el acto sexual. Ya vimos que, tomada a la ligera, la tesis sadiana según la cual “point de voluptés sans crime (sin crimen, no hay placer)” es demasiado esquemática porque –en ocasiones– está directamente relacionada con la lapidación de los comportamientos comunes entre los amantes. Para nosotros, el énfasis estaría en otro lugar de la sexualidad. Creemos que hay que pensar la transgresión en términos del levantamiento de las prohibiciones sociales y las interdicciones morales, sin olvidar que lo que está en juego no es su desaparición, sino la ambigüedad presente en el deseo de la transgresión. En otras palabras, el sentimiento erótico de la transgresión no remite únicamente a la perversidad de unos actos que tiene como objetivo eliminar los prejuicios sociales o pudores compartidos por las personas frente a las relaciones sexuales.

Si entendemos el deseo como una irreductible ambigüedad de la voluntad podemos encontrar una dimensión erótica que lleva más allá del placer. Allí proponemos que la ambigüedad de la conciencia de la libertad es la clave para dar cuenta del deseo en términos que no están directamente vinculados con los hábitos en las situaciones sexuales. Eso quiere decir que no se trata de la influencia patológica de los objetos de la realidad ni del conjunto de intereses que le corresponden; la cuestión consiste en la constante contradicción de principios diferenciables que se imponen a la voluntad. En el encuentro equivalente entre las máximas subjetivas y los principios incondicionados, se puede identificar el concepto de deseo. Esa es la salida al fetichismo y a la lógica del placer: al evitar que el deseo se resuelva por vía de la satisfacción –como si su única posibilidad fuera la descarga seminal– se puede encontrar un concepto de deseo heterogéneo que se expresa en dimensiones de las relaciones eróticas radicalmente diversas, novedosas, extrañas.

Esa ambigüedad estaría presente al nivel subjetivo de la experiencia erótica y también al nivel de las prácticas sociales en Occidente. Una mirada de conjunto a la forma en que el erotismo está presente en los aspectos más fundamentales de las actividades humanas permite mostrar cómo se expresa la transgresión en la perspectiva individual de la experiencia interior, pero también en las prácticas propias de la vida social humana16. Habitualmente se admite que el concepto de erotismo, tal y como lo pensó Bataille, tiene que ver con experiencias sociales de transgresión de las prohibiciones al nivel de las relaciones sociales. Eso es cierto y, sin embargo, al tiempo el erotismo es un concepto radicalmente atado al concepto de experiencia interior de tal forma que sólo puede ser especificado en la interioridad de la experiencia erótica. Eso nos permite decir que, en cierto sentido, el erotismo remite a la ambigüedad de la experiencia interior puesto que supone una relación complementaria entre la interdicción –que es distinta de la prohibición social– y la transgresión que estaría expresada en la necesidad del deseo respecto de la regulación de la interdicción (o ley moral, ya veremos). Cuando se pasa de la determinación de los deseos a partir de reglas prácticas a su demolición por medio de la entrega voluntaria a esos deseos, se ponen en cuestión las reglas como motivo determinante, lo cual no indica su ruina o desaparición, sino prueba que la barrera –autoimpuesta– es atractiva en sí misma (Bataille, 2005: 35).

Y es que la transgresión no es irracional; siempre supone un motivo suficientemente fuerte como para ir más allá de la ley. Bataille insiste en que el carácter particular del sentimiento de la transgresión –constantemente presente en la literatura de Sade– se halla en la ambigüedad de la violación respecto de la ley: el deseo está ligado a la transgresión porque remite a un placer que levanta las interdicciones sin suprimirlas (2005: 40). Se puede decir que esa complicidad consiste en que ley moral y el deseo siempre están presentes: en un caso, lo que se juega es la posibilidad de la determinación racional sobre la facultad apetitiva y, en el otro, el enfrentamiento ante una elección que participa de la ley moral, pero para romper con ella. En el caso de la crítica kantiana las determinaciones de la razón práctica no pueden tener éxito si no están fundamentadas en principios objetivos (cfr. 1961: 36-39). En este caso, la voluntad es una balanza que se inclina hacia un aspecto superior de la razón. En el caso de la transgresión, la violación cometida en contra de las determinaciones racionales implican placeres poco respetables, apuntaría Kant, pero no la falta de conciencia del carácter racional de esas determinaciones.

Finalmente, Kant y Bataille aceptarían que la inclinación por el objeto responde a la interioridad del deseo; de la misma forma, aceptarían que la ley es una interdicción porque opera conforme a una actividad interior de regulación. Y es justamente por esa razón que surge la ambigüedad: las interdicciones están ahí, en la medida en que somos seres racionales, para ser violadas, en la misma medida en que permanecen en el campo de la conciencia. La violación de las proposiciones morales no es, como parece, solo una forma de desafío a las regulaciones, sino la forma de expresar una relación inevitable entre motivaciones de sentido contrario (Bataille, 2005: 39). El movimiento de la balanza entre las interdicciones y la transgresión expresa la ambivalencia o posibilidad de la determinación por el contenido de la ley (moral) o el deseo (de la transgresión). Bajo el impacto de la libre determinación moral, el sujeto debe obedecer la interdicción; la viola cuando hay una identificación del sujeto con el objeto en el que se pierde. Pero en ambas, no hay que olvidarlo, existe un aspecto racional del que no se pueden desprender ni la violación de las determinaciones ni la ordenación de la interdicción moral puesto que provienen de la conciencia de la ley.

La conclusión es, y aún reconociendo la afinidad de Sade con las descripciones ‘porno’ del sexo, que hay admitir una relación irreductible entre la transgresión y los placeres de los órganos dada por una ambigüedad propia de la voluntad. La dimensión pornológica de Sade –en la que el sexo escandaloso es la expresión de una ambigüedad esencial de la voluntad humana– es irreductible a la dimensión pornográfica –en la que aparecen claramente las consignas del libertinaje atadas al sexo escandaloso–. De acuerdo con Deleuze, los mandatos y las descripciones obscenas de Sade no tienen que ver exclusivamente con la idea de evocar las sensaciones placenteras de la cópula. El lenguaje libertino, más allá de la persuasión y el convencimiento, tiene la intención de demostrar cómo es posible acompañar la violencia del ultraje con un sentimiento substancialmente erótico. “Encontramos en Sade el desarrollo más asombroso de la facultad demostrativa”, dice Deleuze. Y continua más adelante:

Vemos como un libertino lee un panfleto redactado con todo rigor o desarrolla sus inagotables teorías, elabora toda una discusión o bien condesciende a dialogar o a discutir con su víctima […]. Estas situaciones son frecuentes, sobretodo, en Justine, que actúa como confidente de cada uno de sus verdugos. La intención de convencer, en el libertino, es sólo aparente; quizá da la impresión de que intenta persuadir y convencer, o incluso puede que trate de reclutar nuevos discípulos (como sucede en La philosophie dans le boudoir). Pero lo cierto es que nada más lejos del sádico que la intención de persuadir o convencer a alguien, nadie más ajeno que él a cualquier intención pedagógica (1973: 23) 17.

Dolmancé y Madame de Saint-Ange no tratan de persuadir a Eugenia (cuyas inclinaciones al placer le son naturales); de lo que se trata es de instruirla en los razonamientos que conducen de la prescripción imperativa de las interdicciones a la violencia erótica de la transgresión. Eso quiere decir que el sexo, la transgresión y el erotismo son elementos de las descripciones obscenas que están vinculados al hecho de poder despojarse de los propios límites y no tanto al placer de las desenfrenadas jornadas libertinas. Siguiendo el argumento de Deleuze, teniendo en cuenta que el asunto de Sade está relacionado con la demostración de las formas eróticas de la transgresión, ya podemos hacer explícito el sentido de los mandatos y las descripciones:


Las descripciones, las actitudes, ya no desempeñan otra función que la de ser figuras sensibles que ilustran demostraciones execrables. Y los mandatos, las órdenes proferidas por los libertinos son, a su vez, como los enunciados del problema, que nos remiten al entramado más profundo de los postulados sádicos <<Ya lo he demostrado teóricamente –dice Noirceuil– ahora tenemos que convencernos por la práctica>> (1973: 24).


En otras palabras, hay que tener claro que, pese a las connotaciones ‘porno’ de Sade, la perversión no viene dada por las alusiones al placer del sexo. Las deliciosas pasiones no son únicamente del órgano (pene o vagina); esos sólo sirven como condiciones necesarias –que la naturaleza dio a los hombres– para aproximarse a una voluntad de gozar que pondera los caprichos y los deseos en el plano de las pasiones por encima de los principios objetivos de la razón18. Una voluntad que goza es una voluntad que se inclina por los objetos de su interés y por las representaciones asociadas a ellos. Eso implica que los sujetos actúan en virtud del beneplácito en sus acciones más puras, pero también significa que pueden dejarse llevar por sus instintos en las acciones más ruines.

Eso es claro para Sade: en el fondo de las justificaciones de las acciones –tanto en las situaciones cotidianas como en las que involucran actividad sexual– están las pasiones que las motivan. Incluso, diría él, en la potencia de las pasiones se encuentra la ruta que lleva a una verdadera virtud y que conduce a las más halagadoras recompensas (cfr. Sade, 1971: 6). Sólo que en lo relativo a nuestras costumbres, el libertinaje es el modo en el que se más acentúan las pasiones en la voluntad. Los placeres del cuerpo en el sexo son imposiciones que no pueden ser eludidas. Hacen perder los estribos del más sensato; de la más virgen. Eugenia es un buen ejemplo de eso: aunque siente inclinaciones hacia la virtud, confiesa ella, tiene “mayores disposiciones al vicio” (Sade, 1977: 47)19. En efecto, el imperativo del goce tiene que ver con el incremento de las sensaciones en el sexo. “Folla, para esa has sido traída” dice Madame de Saint-Ange (Sade, 1977: 52). Allí podemos acabar con nuestros presuntos deberes; la agitación de las pasiones no debe encontrar barreras de ningún tipo. Pero es más que una defensa de la necesidad de las satisfacciones y de los actos viles. La transgresión compete a la continencia, a la autoimposición de los límites. El libertinaje tiene sentido en el hecho mismo de ultrajar las regulaciones morales. Gozar es el resultado de considerar los dictados que vienen de naturaleza. Como dice Sade, “compensémonos, pues, en secreto por toda esa imposición tan absurda, seguras [diálogo entre Eugenia y Mme de Saint-Ange] de que nuestros desordenes, cualesquiera que sean los excesos a que seamos capaces de llevarnos, lejos de ultrajar la naturaleza son sólo un sincero homenaje que a ella rendimos: ceder a los deseos que sólo ella ha puesto en nosotros es obedecer a sus leyes” (1977: 56).

De manera que la perversión es una lógica de la voluntad en la que los experimentos sexuales ensañados en encontrar y prolongar el placer introducen todo aquello que permite la transgresión, entendiendo que el sexo es un elemento provocador de la inclinación condicionada de la voluntad porque permite descubrir la fuerza del deseo en ella. La experiencia sadiana de la transgresión remite a un plano de las perversiones que no depende únicamente de las descripciones descaradas del acto sexual, sino a la actualización, en la escritura, de la conciencia de la transgresión. La práctica de las acciones descaradas de los personajes de Sade alcanza su sentido en el momento en el que no sólo se trata de la dilación del orgasmo sino de la posibilidad latente de la voluntad de no acatar las prescripciones de la razón práctica y sus principios incondicionados. La voluntad que se inclina –en la posibilidad de la determinación por la Ley o el Deseo– hacia las pasiones es una voluntad de goce. En otras palabras, la voluntad de gozar supone que los sentimientos de placer constituyen las prescripciones que determinan la realización de los actos más allá de las interdicciones autoimpuestas a través de los principios incondicionados de la razón práctica. Por eso, no hay que confundir la idea de la voluntad patológicamente inclinada hacia el deseo (o lo que se apetece) con el hecho de que Sade hace constante referencia al sexo, las penetraciones, etc.

La voluntad desea porque efectúa la transgresión de la normatividad que la razón práctica impone y no porque la voluntad se entregue irreflexivamente al placer–o, como diría Kant, al deseo de la realidad del objeto– (cfr. 1961:26). El ano y el pene son sólo las condiciones del placer, pero la transgresión es la posibilidad de ‘pasar por encima’ de los propios imperativos sin desconocerlos ni suprimirlos. La transgresión es más que la pura descarga de la energía sexual por vía de los actos sexuales y del orgasmo; más bien se trata de la posibilidad incesante del debate de la voluntad entre la autoimposición de la ley moral y la fuerza natural del deseo (cfr. Kant 1961: 37-38).

En últimas, la pregunta de Sade apunta al fondo del mecanismo de regulación: ¿por qué no dejarme arrastrar por las pasiones si me son tan inmediatas, tan naturales? Dice el moribundo nuevamente: “sólo me arrepiento de no haber reconocido la omnipotencia de la naturaleza y mis remordimientos sólo alcanzan al mediocre uso que he hecho de mis facultades (criminales, según tu; completamente simples, según yo), esas que se me han dado y a las que algunas veces he resistido” (Sade, 1969: 33). Sade constantemente se pregunta ¿porqué condenar a las pasiones por medio de la razón si estas superan por mucho a la potencia de la restricción? En otras palabras, ¿porqué entregarse a la satisfacción fría y racional dada en la acción moral, si ella nada tiene que pueda superar el deseo? La eficacia de la literatura de Sade radica en que hace evidente la inclinación de la voluntad ante su apetencia. Vista así, la vida libertina sadiana tiene que ver con una voluntad inclinada hacia el ultraje de las interdicciones por medio de los extremos del goce. Kant pondera la racionalidad, Sade la naturaleza.

Pero hay que tener cuidado en confundir la oposición entre Kant y Sade con el mero hecho de que, por un lado, existen unas inclinaciones que son el efecto de una animalidad que constantemente emerge y, por el otro, con el hecho de que siempre esta allí la razón práctica para indicarnos una condición superior de determinación moral. No se trata del simple antagonismo entre un aspecto corrompido –por los impulsos básicos– de los sujetos y la posibilidad de su depuración en el plano racional de la norma. Hemos insistido en que se trata de un paralelaje irreductible entre la facultad apetitiva y la ley como una dimensión necesaria de la conducta humana: el deseo. Por vía del concepto, Kant fue enfático en su rechazo a la servidumbre humana respecto de aquello que se desea y en la preeminencia racional de la ley moral; por vía de las descripciones libertinas, Sade radicalizó el deseo como una ambigüedad vinculante que conduce a la posibilidad de ultrajar las prescripciones morales para encontrar el sentimiento erótico (Bataille). De manera que cuando se reconoce que el erotismo no es un sentimiento atado únicamente a las experiencias sexuales sino a la experiencia límite de la transgresión, podemos descubrir una dimensión en la que el deseo se presenta de un modo que ya nada tiene que ver con el placer. En el momento en el que Sade se pregunta ‘¿qué manda la naturaleza?’ y que Kant insiste en el contenido necesariamente moral de los principios incondicionados de la razón práctica, emerge –literariamente en un caso y conceptualmente en el otro– la ambigüedad radical de los seres humanos en su relación con los objetos de la realidad y las pasiones que de ellos se derivan.

Entre Kant y Sade no sólo están en juego concepciones contrapuestas acerca de la legitimidad de las motivaciones morales, sino el deseo y la ley como términos de la antinomia de la libertad. Eso es fundamental en lo que sigue puesto que abre el camino para mostrar cómo nuestras relaciones con los objetos de la realidad no sólo tienen que ver con su constitución orgánica ni con la manera en la que puede ser representada. A través de la antinomia de la libertad podemos decir que el deseo es un vínculo que no se reduce a los objetos ni al estado de su realidad; el deseo es un afecto, esto es, la posibilidad de vincularnos con los objetos a través de una facultad de apetencia mediada por pasiones de distinta índole. En la contraposición entre las determinaciones morales y los condicionamientos de la Naturaleza podemos descubrir un concepto de deseo en órdenes heterogéneos como la experiencia erótica, teniendo claro que, en cada caso, habría que describir el régimen según el cual opera. Creemos que la contraposición entre la tesis sadiana de la reinvindicación de los derechos de la Naturaleza y la tesis de la Ley moral kantiana, esconde la puerta de salida a la lógica del fetiche de la pornografía: una vez que suspendemos la atención en el placer y en ‘todo aquello que lo recuerda’, podemos decir que el deseo consiste en una relación inmaterial –basada en la apetencia como la capacidad para ser afectados– que nos liga a lo real y no tanto a la satisfacción producida en lo real.

Erotismo y seducción

De la mano de Kant, Sade y Bataille podemos hacer a una pregunta fundamental: ¿cómo salir del simple placer? ¿Cómo evitar el desbordamiento del deseo en la energía libidinal? La cuestión es más que una insistencia obstinada por desacreditar al ‘porno’. En realidad el problema es que al construir el concepto de pornografía en torno al concepto de placer y de una semiótica de los signos fetichizados, nos encontramos con un ‘impasse’ importante: la preeminencia del placer forzosamente lleva a la cuestión de si las emisiones seminales son la única expresión del deseo. En el fondo, la frecuencia de nuestra pregunta viene del hecho insistente del ‘porno’ por hacer del sexo una instancia autónoma y casi insuperable. Y es que los escenarios pornográficos no sólo invaden la esferas privadas de la vida anímica de los individuos, también escenifican un sistema de referencia de la sexualidad que no deja escapar ningún detalle o aspecto de nuestras representaciones asociadas al deseo sexual. Fantástica reducción de la sexualidad, diría Baudrillard (cfr. 1989: 43). A lo que habría que agregar: ‘fantástica forma de ligazón controlada de los sujetos con signos codificados en el fetiche’. La sexualidad –tal como aparece en el ‘porno’– se ha convertido en la expresión de las relaciones sexuales donde se inscriben las fuerzas libidinales: en ausencia de los intercambios simbólicos, el sexo es la liberación de la tensión interna y nada más.

Frente a ello, dice Baudrillard, tendríamos que “redescubrir en el secreto de los cuerpos una energía libidinal ‘desligada’, que se opondría a la energía ligada de los cuerpos productivos” (1989: 43). En la perspectiva de Baudrillard, la liberación sexual no debería pasar por una lucha frontal frente a la publicidad y los estereotipos que encarna. La revolución debería atender “a las lógicas rituales de desafío y seducción sobre las lógicas económicas del sexo y de la producción” (1989: 45). Dicho de otra manera, la pura demanda sexual tiene como consecuencia que los referentes objetivos terminen en una obscenidad brutal y transparente que, eventualmente, sólo conducirían a la indiferencia –de ver senos, nalgas, penes, cópulas. “Naturalmente lo porno, naturalmente el trato sexual no ejercen ninguna seducción. Son abyectos como la desnudez, abyectos como la verdad. Todo eso es la forma desencantada del cuerpo, como el sexo es la forma abolida y desencantada de la seducción, como el valor de uso es la forma desencantada de los objetos, como lo real en general es la forma abolida y desencantada del mundo”20 .

La tesis de Baudrillard es que la seducción permite encontrar un orden simbólico heterogéneo y radicalmente desligado de la objetividad de los cuerpos desnudos. Parafraseando sus palabras, lo que seduce no es la superproducción de signos –hiperrealismo de la imagen–, sino la reversibilidad (tal vez sea más afortunado decir ‘intercambio’ o ‘reciprocidad’) del orden simbólico (1989: 15). Incluso habría que renunciar a la idea de que el deseo es una especie de esfuerzo por apropiarse de todo aquello que representa lo Real, diría él. Y es que no sólo se trata de liberar la sexualidad de sus códigos más publicitados, sino de declinar las manifestaciones de la carencia por vía de la reivindicación del juego inconciente de lo simbólico. En el intercambio de signos no hay nada que llenar –ilusión irrisoria nacida del tópico imaginario–; lo que causa interés, apetencia, es la circulación en si misma del deseo. En la proliferación de los signos es que puede pensarse una revolución sexual. Haría falta, dice Baudrillard, darle privilegio a un orden diferente de los signos dado en la fuerza de la seducción: “fuerza inmanente de la seducción de sustraerle todo a su verdad, al sentido, y de haber quedado amo absoluto de las apariencias, y de desbaratar con ello en un abrir y cerrar de ojos todos los sistemas de sentido y de poder: hacer girar las apariencias sobre ellas mismas, hacer actuar al cuerpo como apariencias” (1989: 22).

El hilo conductor de la reflexión que sigue es la relación que hay entre el concepto de seducción y el concepto de deseo. De uno al otro se juega la heterogeneidad de las elaboraciones simbólicas y los trayectos –de deseo– que ellas permiten. Con el Diario de un seductor, tratamos de afianzar la idea de que el deseo es un flujo inmaterial que excede la satisfacción en el placer. La relación paralela e irreductible entre la voluntad y la naturaleza fue el primer paso para dar cuenta de eso. Una vez hecho el recorrido por el Diario, insistiremos en la heterogeneidad del concepto de deseo acudiendo a una definición que va más allá del erotismo de la voluntad de gozar.

Entre Johannes y Cordelia existe una profunda complicidad dada por los enlaces significantes que lentamente los unen y por la forma particular en la que cada uno desea al otro. El seductor de Kierkegaard opera en el plano del significante, esto es, de la gracia y la belleza sensual –de Cordelia– a una dimensión que responde al desafío de dominarla mediante signos, de hacer que ella se entregue paulatinamente al juego que la llevará al camino que conduce del placer al deseo. Eso quiere decir que no se trata de la atracción de Cordelia por Johannes ni de la necesidad del uno o del otro por consumar una relación basada en el tópico del placer. Es necesario entender que su relación se define a través del intercambio simbólico elaborado a partir de cada encuentro, cada carta. La seducción se inaugura en los encantos de Cordelia, pero conduce al ilimitado deseo de ligarla. Ese es el secreto de la seducción. La irresistible apetencia de Johannes inicia con la experiencia estética de ver a Cordelia despojarse de un guante y descubrir su cálida mano, pero se desarrolla a través de un envolvente afecto que gira en torno a todo lo que ella representa. La vocación del seductor está más allá del placer; más bien es un desafío que consiste en el deseo de perderse en una imagen elaborada interiormente a través de un sistema de signos21.

La elaboración erótica pasa por tres estadios: el de la sensualidad, el de la conquista y, en medio de los dos, el de la ambigüedad22. El primer estadio erótico tiene que ver con la sensualidad del objeto de deseo. Ese estadio se manifiesta en una “crepuscular turbación”, esto es, la inquietud de la voluntad por aquello que es objeto de su apetencia (Kierkegaard, 1969: 151). La sensualidad es el momento en el que la voluntad se ve impelida por su inclinación hacia el objeto, lo que quiere decir que el sujeto se representa el valor que hay en él y el interés de su posesión. El estadio de la sensualidad es el momento contemplativo de la voluntad a partir del cual se constituye un registro meramente subjetivo del objeto. Hay que tener claro que ese estadio se refiere a la apetencia, es decir, al hecho de desear el objeto y no tanto de poseerlo. La razón de ello es que la voluntad sabe del valor condicionado de su objeto y goza de la inclinación hacia el reino de las representaciones que le corresponden a ese valor. En efecto, la sensualidad del objeto es el motivo determinante de la voluntad porque remite al conjunto de intereses que representa en términos de apetencia. El deseo asociado a la representación de la existencia del objeto es un motivo determinante porque se funda en la recepción particular o condición subjetiva de tal objeto. Según esto, en el primer estadio erótico pueden reconocerse los lazos de la voluntad con su objeto de deseo a través de la concepción subjetiva de éste y de la forma en que vale como determinación en el seductor. En el estadio de la sensualidad, la voluntad está plenamente acompañada por los afectos producidos en la realidad del objeto. Eso es especialmente evidente en las primeras cartas (4 de abril al 22 de mayo) en el período en el que Johannes contempla a Cordelia desde la clandestinidad: en la medida en que ellos no se conocen oficialmente, los encuentros, las miradas y las cortesías conducen a un plano de la contemplación –de la sensualidad de Cordelia como objeto– cuya gracia proviene de todo aquello que ella representa.

Es claro en las cartas del Diario que no sólo se trata de la sensación de agrado que despierta la belleza de Cordelia. Esas cualidades pueden ser todo lo heterogéneas que se quiera, pueden ser representaciones de la forma de su cuerpo o la delicadeza de sus labios y, sin embargo, no explican el deseo de Johannes. El deseo es un afecto mediante el cual se vincula la voluntad al objeto de su interés, no un sentimiento producido por las características particulares del objeto. Cordelia no es objeto de deseo por el deleite dado por sus cualidades físicas, sino porque permite una afección que nace en las propias representaciones del seductor23. El deseo es la fuerza, manifiesta en la facultad apetitiva, que permite los enlaces; no el grado de placer o displacer asociado a la realidad del objeto. En síntesis, el estadio de la sensualidad es el momento de contemplación del afecto manifiesto en los lazos con el objeto, aún aceptando que tiene su sede y origen en la belleza de Cordelia. Esa es la razón por la cual Johannes no ansía con desenfreno poseerla y es la razón por la que la seducción en sí misma es el horizonte incondicionado del deseo (ya lo veremos más adelante).

El segundo estadio es el de la conquista. Es el momento en el que el seductor pasa de la mera subordinación por la sensualidad del objeto de deseo, a la realización de la inclinación hacia él. Es el momento en el que Johannes por primera vez tiene contacto directo con Cordelia24. Hasta cierto punto podemos decir que Johannes olvida el hecho de que goza de la apetencia de Cordelia y se lanza a su conquista; o, si se prefiere, al hecho efectivo de ocuparse de conducirla a sus encantos seductores:

Antes que nada una muchacha deber ser conducida al punto en que no conozca más que una tarea: la de abandonarse por completo al amado, igual que si debiera mendigar con profunda beatitud ese favor. Sólo entonces se pueden obtener de ella los grandes y verdaderos placeres. Pero a eso tan sólo se llega a lo largo de una elaboración espiritual (Kierkegaard, 1977: 52)25.


En este estadio erótico, el seductor pasa de la sensualidad al juego. A partir del momento en el que Johannes conoce a Cordelia, la seducción tiene que ver con la posibilidad de apropiarse de ella mediante el uso del fino encanto, una especie de coquetería que tiene por objetivo hacer que ella se sienta cómoda, segura, “aunque sea una ilusión” (Kierkegaard, 1977: 49). Se trata de los artificios del seductor: pasar por la calle sin saludar; mirar en torno suyo y no fijarse en ella. Actuar de modo disimulado. En términos del seductor: “Una, dos, tres, cuatro intrigas a la vez, ese es mi deleite” (Kierkegaard, 1977: 51). Mantener fascinada a una muchacha depende de que ella no sepa ver nada fuera de lo que se quiere que vea. Arte del desvío. El estadio de la conquista consiste en hacer de ella aquello que se desea y, al tiempo, hacerse el deseado. Como dice Baudrillard, “la seducción, al no detenerse nunca en la verdad de los signos, sino en el engaño y el secreto, inaugura un modo de circulación secreto y ritual, una especie de iniciación inmediata que sólo obedece a sus propias reglas de juego” (1989: 79). De manera que seducir es hacer caer al otro y a sí mismo en un flujo de signos que, lejos de mezclarse con la fuerza de atracción de los cuerpos, remite a una economía del deseo que nace de la ligadura entre los signos. Seducir es atar y fijar signos con signos: atar por medio de un saludo y una mirada sutil, elegante. Luego, fijar por algunos encuentros a través de las palabras (cartas). Al final, ni siquiera se trata de la conquista como paso anterior del noviazgo. Eso sería poco seductor, pues cesaría el efecto del duelo de los signos que van y vienen entre los dos (reciprocidad del intercambio). La seducción es una línea de deseo que pasa por signos diversos y fluctuantes cuyo fin es la ligadura constante26.

Entre los estadios de la sensualidad y la conquista existe un estadio intermedio particular: Cordelia es el objeto de deseo de Johannes en la medida en que él logra mantener la ambigüedad de su apetencia. El seductor desea su objeto, pero no se entrega; se constriñe (por mor de la interdicción) porque el hecho de ligar supone un equilibrio que sostiene la sensación erótica. En efecto, lo importante para el seductor es que su voluntad no se entregue al apetito plenamente, sino que contemple su objeto de deseo (estadio de la sensualidad) invadido por una irreductible ambigüedad que hace posible el vínculo (estadio de la conquista): “en todo goce, reviste suma importancia saberse dominar”, dice Johannes (cfr. Kierkegaard, 1977: 31). La voluntad seducida –de Johannes– está vinculada a un estado de deseo indefinido porque no se consuma en la existencia de Cordelia –realidad del objeto de deseo–, pero tampoco se consume en la contención del espíritu que teme a la cesión de su voluntad por ella. El seductor se mantiene en la inclinación de su voluntad, en la inquietud por el afecto (cfr. Kierkegaard, 1977: 33). Es una relación de doble vía: la voluntad apetece su objeto y se hunde en la sensación erótica de la ligadura, sin entregarse. Deseo y objeto están radicalmente separados porque el primero es la atadura y el segundo el horizonte al que apunta. Lo que concierne al seductor no es la dominación de Cordelia (o la posibilidad de llevarla a la cama), sino el indefinido estadio entre la sensualidad que provoca el contemplarla y el interés que tiene de conquistarla (cfr. Kierkegaard, 1977: 38). En ese sentido, Cordelia no deja de renovar la ligadura; su belleza y femineidad no logran agotar el deseo porque la aspiración de Johannes nada tiene que ver con la consumación de la apetencia que ella produce. Más aún, el deseo por ella es un fin incondicionado, esto es, no depende de la realización efectiva del placer de tenerla, sino que atañe al hecho mismo de desearla por el hecho mismo de desearla. Incluso cuando se trata de la conquista, el seductor debe mantener un quantum de deseo porque de no hacerlo la apetencia cesaría. Disponer de Cordelia no implica poseerla, al contrario, está relacionado con mantener el flujo de los signos que intervienen en el deseo de seducirla. Dicho de otro modo, la seducción remite al deseo presente en la constante elaboración de signos como una fuerza que permite la ligadura: para el seductor, “la simple posesión es algo vulgar” (Kierkegaard, 1977: 44).

Hay que entender que lo importante del deseo (en la seducción de Cordelia) es la elaboración de la cadena significante y no tanto la realización de la demanda por vía del objeto de apetencia; ni siquiera cuando se trata del erotismo despertado por la contemplación de la sensualidad del objeto ni por la idea de conquistarlo. Desear en la seducción lleva a la tarea de inducir a la muchacha, de ligarla sin tomarla, de desearla sin poseerla. Más bien, la seducción está vinculada con la función simbólica como mecanismo de aprehensión, pues es la que permite la ilimitada ligadura con el objeto de deseo. En el plano del deseo, lo que sucede en el dominio de la realidad está vinculado inevitablemente al dominio simbólico del sujeto. Entendiendo que el deseo no es por la satisfacción en lo real, sino por la ligadura con lo real: eso es lo que seduce. En el caso particular de Johannes, la seducción siempre es banal porque no se refiere exclusivamente a la dimensión real-ontológica del cuerpo, sino al universo de la apariencia que lo rodea. Por eso, el deseo presente en la seducción pertenece al campo del artificio y el ritual, no de los referentes materiales del mundo (cfr. Baudrillard, 1989: 9). La seducción no está atada directamente a las zonas erógenas ni a su excitación, su carácter específico tiene que ver con la forma de representar el deseo mediante signos. Eso quiere decir que la seducción atañe al flujo flotante de los signos como un registro heterogéneo e indeterminado cuya ley no depende del referente, sino de una constante elaboración de deseo. Del ‘rouge à lèvres’, lo importante es el rojo de la tinta: lo que seduce no es tanto el hecho de que ‘los labios’ están cubiertos de color del maquillaje como la inscripción que tiene en el universo simbólico –o aquello de lo que es signo.27 En efecto, el deseo está enlazado con los referentes, pero no se reduce a ellos, entre otras razones porque consiste en un intercambio ininterrumpido entre el sujeto y el mundo que tiene como fin el flujo de los signos y no la inmediata satisfacción en el placer. En ese sentido, el deseo en la seducción no es la forma precipitada en el objeto que conduce a la disolución de la tensión interna de la demanda, es la singularidad del flujo de los signos que provocan las negociaciones simbólicas.

A estas alturas ya podemos decir que el vínculo del seductor con Cordelia no es solamente referido a la relación de la voluntad con los objetos de apetencia. Más bien, el Diario es un escenario que literariamente pone de manifiesto que el deseo está asociado a un tipo de experiencia que obliga a pensar el deseo en los límites del concepto de placer. De entrada, entre Cordelia y su amante existe un vínculo que no puede reducirse a los sentimientos anclados a la existencia real del uno o del otro. Como vimos, los encantos de Cordelia nada tienen que ver con representaciones relativas a sus aspectos físicos. El interés que crece en el seductor se dan en otro orden y respecto de otra cosa: el intercambio y los signos. Por eso, el Diario es más que un ejemplo de nuestra hipótesis; por el contrario, es una experiencia efectiva que da cuenta del deseo sin acudir a una concepción amarrada a los sentimientos de placer. En estricto sentido, lo que se juega en los personajes de Kierkegaard es un deseo que puede ser postulado prescindiendo del interés que representan los objetos, esto es, sin acudir a la idea de que el deseo es una satisfacción unida a la representación de la existencia de un objeto (Kant, 1977: 132).

A pesar de la definición kantiana –claramente restringida a la posibilidad de la realización empírica de lo que se apetece– el deseo en si mismo sólo atiende a la capacidad de la receptividad si se tiene en cuenta que es la condición que hace posible la relación de la voluntad con los objetos. El deseo no tiene que ver con lo que las cosas tienen de sensuales por sus apariencias, sino a la facultad de la afección.

Nuestra tesis fundamental es que es necesario salir del sensualismo de las cosas del mundo para reivindicar la experiencia misma del deseo como afecto incondicionado: en el momento en el que Kant sostiene que la ley moral está fundada sobre la razón pura práctica, ha puesto en evidencia que el deseo es una facultad inherente a la voluntad. Kant se ha tomado el trabajo de aislar de la voluntad como facultad de desear lo que corresponde a la materia de los fenómenos y a los sentimientos que le corresponde28. Y en el preciso instante en que hizo tal distinción ha hecho emerger la cuestión del deseo en una dimensión que está lejos de los aspectos psicológicos del sentimiento (cfr. 1961: 35-37). Pero quizá haga falta sacar provecho de esa distinción para decir que el deseo es, finalmente, la posibilidad siempre presente de vincularnos con el mundo mediante afectos.

Hay que distinguir el placer del deseo de manera absolutamente radical porque su concepto (el de placer) conecta inevitablemente con la cuestión de saber qué cantidad de sensaciones agradables se esperan (o no) de ciertas representaciones. La cuestión es que el placer se deriva de la representación de la existencia de los objetos definida en las cualidades sensibles dadas en la receptividad del sujeto. Aquí aprovechamos la diferencia que hay entre receptividad y sensibilidad para marcar la diferencia que hay entre deseo y placer. La receptividad ha sido matizada por Kant como la capacidad de la recepción de sensaciones de los objetos empíricos, mientras que caracteriza la sensibilidad como el contenido de sensación que hay en las representaciones de los objetos en el psiquismo29. Paralelamente, podemos decir que el deseo se refiere a la facultad de la apetencia como capacidad para recibir afecciones y el placer al contenido de sensación (de agrado) de puede originarse de las representaciones de los objetos de interés práctico. Es de gran importancia atender a la propiedad de desear de la voluntad, pero teniendo cuidado de no confundirla con los efectos de los objetos dados en los sentimientos de placer.

Según Kant, “el placer es la representación de la coincidencia del objeto o de la acción con las condiciones subjetivas de la vida, esto es, con la facultad de la causalidad de una representación en consideración de la realidad de su objeto” (cfr. 1961: 21). En oposición, el concepto de deseo puede ser caracterizado en la relación expresa de la voluntad con los objetos y no en el sentimiento que le pertenece al interés por ellos. En la Crítica de la razón práctica parece darse la distinción en lo que compete al deseo y al sentimiento de interés por la cosa: el deseo puede ser considerado como una afección y no como una sensación –aunque estén juntos en la receptividad– por el hecho de que remite a la facultad de desear. El deseo no está atado exclusivamente a las representaciones de los objetos ni al sentimiento provocado por esas representaciones, sino a la capacidad de poder ser afectados mediante sensaciones. En otras palabras, el sentimiento de placer es la compulsión hacia un objeto y el deseo es la facultad que hace posible el movimiento de la voluntad. El placer –y la ley moral– sirven de motivo a la voluntad porque ella puede desear –actuar conforme al sentimiento patológico o al principio incondicionado (1961: 148). La determinación específica del deseo es la de ser una facultad que no se refiere al objeto como objeto, sino al hecho mismo de la afección. El deseo es facultad y ésta capacidad de afección o voluntad. No es gratuito que los conceptos de voluntad, deseo y facultad estén tan estrechamente unidos para Kant (1961: 35-39).

Este análisis no pretende arriesgarse con los espinosos problemas que plantea la Crítica de la razón práctica, pero llama la atención que el primer paso en ese análisis sea cercar todo lo relacionado con los sentimientos –por comprometer una psicología que debe describir sus componentes subjetivos30– para descubrir una instancia trascendental que explique cómo es posible el juicio moral (1961: 39-42). Si recapitulamos diremos que, desde el inicio, Kant separa lo que corresponde al contenido de la voluntad para acercarse a los principios incondicionados que pueden servir de ley moral. Allí se hace claro que la exposición trascendental de la razón práctica muestra que los sujetos apetecen realidades dadas en sus representaciones subjetivas, justamente porque son capaces de desear. En rigor, la voluntad no desea únicamente efectos apetecidos, sino, además, desea desear. Eso quiere decir que los hombres no sólo se cuestionan acerca de lo que tienen que hacer para obtener sensaciones derivadas por la realidad empírica de los objetos, también pueden encontrar en el hecho mismo de desear una motivación determinante. La posibilidad de que la determinación práctica de la voluntad pueda provenir de principios incondicionados pone en evidencia que lo que se juega en la corrección moral es la facultad de desear. Kant lo dice claramente: el sentimiento de placer (o dolor) tiene fuerza práctica, pero no moral, es decir, puede servir de máxima reguladora, pero no de principio de determinación moral (1961: 80). Esa es la queja kantiana. Pero Kant ha hecho algo más que mostrar la plausibilidad del ajuste entre la razón práctica y la ley moral; también ha separado lo que corresponde al sentimiento de agrado (por el placer) del hecho de la apetencia. Nosotros hacemos énfasis en que una cosa es la capacidad de la afección y, otra, las sensaciones provenientes de los objetos. En el primer caso, se trata de una voluntad que desea porque puede; en el segundo, del sentimiento que deleita porque place.

Podemos decir de manera resumida que al tratar el tema de los estadios eróticos se trato de demostrar que el deseo es la voluntad del seductor por ligar a Cordelia. En el Diario vimos que no es lo mismo atender al placer dado por los objetos que el deseo como afecto vinculante. El deseo como voluntad es independiente del objeto en el sentido de que obedece a las afecciones venidas de diversos aspectos de la naturaleza, aún cuando éstos puedan generar sentimientos de satisfacción. Lo nuevo aquí es que se puede reconocer el deseo emancipado de las cosas particulares que llaman la atención o crean interés respecto de la experiencia con los objetos. Al poner el concepto de deseo de esa manera podemos ver la heterogeneidad de los vínculos con el mundo en esferas insospechadas. Insistimos: el deseo es la facultad misma de la apetencia y se refiere a la posibilidad de los afectos en la experiencia. De allí su heterogeneidad. Un hombre puede desear en la perversión (Sade o Masoch); otro en la galantería de la seducción (Kierkegaard). ¿Pero quién sabe cuantas opciones hay para el deseo? En principio, tantas como hombres, tantas como objetos, tantas como signos, tantas… No podemos ni imaginar la lista.

Del placer al deseo

Podemos resumir nuestra cuestión volviendo a los términos de Baudrillard: después de las orgías y de la liberación de todos los frenos, en seguida de los escenarios impúdicos de la pornografía, ¿qué queda? Una sexualidad, dice él, que ya nada tiene que ver con “la ilusión del deseo, sino con la hiperrealidad de la imagen” (1997: 51). De allí que la pregunta deba ser planteada de la siguiente manera: ¿cómo huir de la imposición del simulacro como un ‘passage à l’acte sexual’ sin recurrir a un ascetismo puritano? ¿Cómo salir de la noción de demanda en el concepto de deseo sin renunciar a la violencia de la transgresión? ¿Cómo pensar un deseo que ya no sea el punto cero de la tensión libidinal y que, sin embargo, pueda ser considerado lujurioso, escabroso? ¿O es que sólo sería legítimo desear unos senos, unas nalgas? ¿Es que la sexualidad sólo remite a la cópula?

La salida que planteamos esta mediada por la lectura de Bataille, Sade y Kant. Como una puerta de entrada al paso del placer al deseo, mostramos que el erotismo es una dimensión de la sexualidad que no responde exclusivamente a los anclajes originados en la idea de la satisfacción en las cosas, sino a una irreductible ambigüedad humana: en el antagonismo entre las regulaciones y las apetencias está la clave del deseo ya que permite ver que no se trata de los objetos ni de lo que representan a nivel sexual. Nuestra idea básica es que el deseo puede ser especificado como un influjo inmaterial en la voluntad que no sólo remite a la apetencia, sino a una relación siempre abierta que nos vincula con el mundo mediante gestos, afectos, percepciones, etc., de diverso orden. En otras palabras, deducimos del deslizamiento Bataille/Kant/Sade la idea de que el deseo no se identifica ni inmediata ni necesariamente en nuestra relación con lo real y que, por el contrario, remite a un plano de afección/producción/representación mixto que desborda categorías como el placer, el fetiche, el sexo.

En ese sentido, Sade no sólo trae escenarios descarnados de cuerpos llevados por sus perversiones; entre otras cosas, pone en evidencia el principio de intensificación del deseo por la vía del exceso y la perversión –incluso más allá de la simple fornicación. La joven Eugenia no sólo es el aprendiz de la vida libertina; en el fondo, representa la posibilidad de subvertir los signos más preciados de la virginidad y la pureza. Eugenia es un personaje que descubre con facilidad la potencia de los afectos y, con ello, la transgresión erótica en el sentido de la posibilidad de ultrajar las interdicciones morales por vía de los actos nacidos de la preeminencia del deseo. En una perspectiva similar, Madame de Saint-Ange y Dolmencé son personajes que representan la plausibilidad radical de la transgresión. Ellos no sólo son amantes extraordinarios que fácilmente pueden entregarse a las acciones más viles; también ponen en escena que el deseo lleva –más allá del placer– a los confines de la voluntad de goce: el crimen. Ese será un tema recurrente en Sade. No lo tocamos con cuidado, pero uno de sus más bellos relatos tiene que ver con los personajes de Juliette y Justine. Cada una de ellas representa los polos de la naturaleza humana: una está dedicada a la vida libertina mientras que la otra simboliza la rectitud de la vida religiosa. Todo el relato de los Infortunios de la virtud puede ser caracterizado en la idea de que entre la una y la otra se enfrentan constantemente el dominio racionalizado de las pasiones y la libre circulación de las pasiones (cfr. 1971)

En el caso de Kierkegaard dimos cuenta de un vínculo entre el seductor y Cordelia en un nivel que ya no es el de la demanda, el placer y la satisfacción. En la galante seducción de Cordelia pudimos ver que no se trata (exclusivamente) del sexo, del cuerpo o de las oberturas, sino de una lógica que nos enfrenta al juego ritual de la seducción y a la restitución de las apariencias. Los estadios eróticos representan la mixtura de un deseo que pasa por la Belleza de Cordelia, pero se articula en un plano simbólico que llega hasta el Destino, como diría Baudrillard (1989: 95). Desde el principio, con el primer encuentro, el seductor se enfrenta al desafío de ligar a la joven, al tiempo que hace frente a un hecho ineludible: su deseo ha quedado abandonado al erotismo de un juego simbólico incondicionado; su voluntad no tiene más remedio que entregarse a la seducción. Por eso el seductor encara su Destino: “[él] no puede preciarse de ser el héroe de ninguna estrategia erótica, es sólo el operador sacrificial de un proceso que le rebasa por mucho” (Baudrillard, 1989: 96). Así, la seducción deja de ser un simple proceso de encantamiento y elegante persuasión para convertirse en la realización inevitable del deseo. El ritual no sólo se define en las maniobras de un hombre que quiere conquistar a una dama. Aceptando que eso está implícito, el seductor se consagra ritualmente a una dimensión estética que lo determina. La seducción es un fin incondicionado –fin sin finalidad– y, por ello, es el horizonte de sus acciones, el destino de su conquista31.

Ahora bien, no hay que tomar como ejemplo privilegiado ni a Sade ni a Kierkegaard. De ellos nos ocupamos porque son ejercicios literarios que muestran unos regímenes semióticos particulares que, en cualquier caso, no deberían ser tomados como modelos de lo que comprometería una relación sexual, de lo que significa las prácticas-límite de la transgresión o las estrategias para seducir. No hay que asumir nuestras descripciones como consignas que defienden ámbitos de la sexualidad más nobles o superiores en relación con lo ‘porno’. Y es que el deseo nada tiene que ver con la decencia o el predominio del erotismo o la seducción como pasiones ilustres; tiene que ver con un proceso de producción expresado en diversos registros que desbordan el placer como centro de atención. Incluso habría que hacer la siguiente pregunta: ¿cómo rescatar el plano de la elaboración simbólica sin renunciar al sexo?

Además permítasenos decir que, en todo caso, el problema de fondo tiene que ver con algo más que la distancia entre la imagen pornográfica y la literatura; en realidad, no sólo se trata de su simple antagonismo. La cuestión es que frente a la demanda (como vacío fundamental que está a la base de las peticiones por el placer) creemos que es necesario forzar el concepto de deseo a responder tanto como aclarar lo que significa decir –en términos de Deleuze– que es un afecto que circula en zonas de intensidad y de flujo (cfr. 1994:63). Y ello por la siguiente razón: partir de la idea de que el deseo se define en las demandas –de satisfacción, de placer– hace que nos encontremos en una posición en las que corremos tras de un imposible. Las demandas son agujeros negros del deseo; son un cierto vacío que no puede ser llenado porque siempre presupone que ‘algo falta’ (más sexo, más belleza…). Al contrario, deberíamos consentir nuestro placer y ligar nuestro deseo a instancias que posibiliten los intercambios simbólicos y la circulación de los afectos. El espacio simbólico no es una superficie hueca; más bien, siempre está llena de recuerdos, percepciones, imaginaciones y fantasías. Se trata de contenidos positivos que constantemente vinculan el deseo y que forman una malla interminable de signos a través de los cuales circula.

Eso quiere decir que no hay una forma idealizada de los objetos del deseo tanto como puntos de su circulación. Al plano objetivo de lo real no le corresponde otro ‘más real aún’ del que nos ocupamos tercamente. Por el contrario, el registro simbólico puede ser entendido en el marco mismo de los signos, de manera que se eluda el tema de lo que impide llegar a lo Real para abrirle el paso a una pregunta difícil de responder: ¿cómo ocuparse de los signos en la superficie de su expresión? ¿Cómo pensar un deseo liberado de las determinaciones (semióticas, políticas, sociales)? Esas cuestiones representan varios retos: desembarazarse de las codificaciones de las imágenes publicitarias quiere decir que se debe poder dar cuenta de las diversas posiciones de deseo implicadas en el flujo del intercambio simbólico. Pero más que eso, librarse de la economía ‘porno’ de los signos supone caminos que nos saquen de la dialéctica de la demanda, esto es, de lo que conduce al callejón sin salida de la petición por ‘algo’ que no está en los objetos de atención y demanda.

En efecto, la filmación ‘porno’ no es sólo la captura videográfica de la realidad –del sexo que ocurre entre actores–, sino un registro de lo Real, esto es, de una parte que se nos escapa constantemente y que, en el caso de la sexualidad, sólo puede ser realizado mediante un simulacro del deseo fundado en el modelo de la demanda. En ese sentido, el fetichismo ‘porno’ se define en la eficacia de la imagen para mostrar una experiencia de lo Real enteramente producida en signos que giran alrededor del Falo. Por eso, nuestra reflexión acerca del tema de la castración: los signos fetichizados remiten a los modos de simbolizar la ausencia del falo o el miedo a perderlo. La función del signo-fetiche, como vimos, es exponer a la vista del ‘voyeur’ sustitutos de una sexualidad tributaria de todo aquello que sólo puede ser realizado mediante signos que giran en torno al Falo: las felaciones, las penetraciones, las salpicaduras de semen en el rostro, etc. Insistimos en que el registro videográfico ‘porno’ haría las veces de expresión simbólica de la dimensión subjetiva de la sexualidad. El ‘porno’ es un fenómeno paradigmático de la relación del hombre con su imagen: el porno es una expresión de la identificación producida entre el sexo y la sexualidad. ¿Qué se desea?: ¿una mujer desnuda? ¿Varias? ¿Cuerpo prominentes? ¿Penetraciones indebidas? ¿Niños? ¿Animales?

Así sale a luz una economía libidinal perseguida por nosotros en el ‘porno’: la escenificación videográfica no sólo es de fetiches, también es de un ‘sexo ideal’ que siempre está perdido y respecto del cual lo único que podemos hacer es dar vueltas alrededor de signos que lo realizan (al precio de someternos a un simulacro incesante). Pero es más que eso. La pornografía ejemplifica la distinción lacaniana entre la necesidad, la demanda y el deseo; distinción que se refiere al modo en que los signos están destinados a satisfacer excesos de una Realidad nunca alcanzada en la vida cotidiana. Se desea ver ‘porno’ porque encontramos allí un valor representativo de las necesidades que demandamos puedan ser cumplidas en los signos. Cuando se representa mediante imágenes, por ejemplo, a una ‘bella’ mujer que le practica una felación a un hombre y, además, permite una eyaculación en su rostro, obtenemos un índice de la demanda (y su satisfacción correlativa) ligada al interés por cubrir una dimensión excedente del goce. Es como si en la experimentación virtual del sexo condujera a una realidad que cubre una dimensión irrealizable en términos ‘normales’ del sexo; como si se encontrara en el simulacro la fuente realmente real del goce. Si se quiere, cuando nos ocupamos de mirar los signos fetichizados no hacemos más que insistir en la idea de que algo realmente mejor ocurre por fuera de ‘nuestras camas’, o sea, en la impresión multiplicada por los signos de que ‘algo’ subyace al sexo.

De allí que nuestra reflexión tenga dos momentos. Primero: como causa de un posible placer, la imagen del objeto no es más que el referente del sujeto; es el pivote que articula el deseo con el placer porque es la proyección artificial de la demanda. O sea, la imagen condena a hacer ver –y, al tiempo creer– que lo importante es el artificio del simulacro y la presentación del sexo como objeto de atracción. En resumidas cuentas, la excitación de las partes específicamente erógenas resulta del parcelamiento significante del cuerpo. Ciertas partes del cuerpo son privilegiadas por la pornografía, no por su valor representativo de lo erótico, sino por un apresamiento simbólico de lo que da placer. Está pequeña dimensión simbólica aparece claramente descrita en la demanda. Cuando insistimos en que la pornografía supone una sustracción de signos en la formación de relaciones significantes (centralización del deseo en signos-objetos del cuerpo desnudo), en el fondo, tratamos de decir que la imagen consume los aspectos simbólicos e imaginarios del sujeto. Se puede decir que el ‘porno’ absorbe, si no todas, por lo menos gran parte de las demandas del sujeto al presentar una imagen transparente ‘de todo aquello’ que da lugar a la complacencia de tales demandas. Actualmente, si es posible atribuir una realidad a los deseos inconscientes es porque la eficacia de la imagen (para presentar fetiches) hace posible convertir el mundo psíquico de la demanda sexual en experiencia audiovisual. La imagen pornográfica satisface porque el sujeto puede hacer frente a sus demandas por medio de su simulacro.

Segundo: con la pornografía enfrentamos dos realidades de manera paradójica. En la primera esta la realidad en el sentido cotidiano de la expresión, esto es, la experiencia empírica de la vida tal y como se da repleta de inconvenientes: hombres con disfunción eréctil o eyaculación precoz –sin mencionar los retornos traumáticos de fallos asociados a la sexualidad en el orden anímico. Mujeres poco tonificadas y cansadas de la ineptitud masculina a la hora de desvincularse de la simple penetración en el sexo. Si miramos la sexualidad de frente nos topamos, sin más, con la ‘normalidad’ de la vida subjetiva. En la segunda realidad, confundimos el deseo con la petición constante y sostenida de la realización del excedente que no se cubre –en la primera realidad: en esa dimensión esta materializado lo que el sujeto desea y debe conquistar de sí mismo para realizar una sexualidad ‘ideal’. Es como si “hubiese un objeto soñado detrás de cada objeto real” (Deleuze-Guattari, 1985: 33). De manera que la ilusión de simulacro pornográfico no sólo viene del hiperrealismo de la imagen, sino de la idea de que hay por lo menos una instancia en la que el goce total puede ser posible. Y eso tiene una razón dada en la definición misma de la demanda. La noción de demanda implica –casi siempre– una cierta insatisfacción que la motiva: en estricto sentido, demandamos ‘algo’; pero ese ‘algo’ no es un objeto al que apunta nuestra atención, sino ‘otra cosa’.

Si cada vez que preguntamos ‘¿quiero tal cosa?’ realmente estamos diciendo ‘¿demando algo que no está en ella?’ persiste un tropiezo insuperable relacionado, en el fondo, con el hecho de que la demanda esconde un arquetipo irrealizable. O en términos lacanianos, un fantasma al que volvemos una y otra vez sin saber por qué razón estamos enlazados a él. Partiendo de esa idea, nuestra intuición es que el ‘porno’ hace posible una relación del sujeto con los signos en la que lo esencial no es el deseo, sino el objeto sexual presentado como instancia de demanda. Para nosotros, el simulacro pornográfico representa un ‘callejón sin salida’. Los sujetos demandan sexo hiperreal tratando de cubrir un vacío que viene de la idealización de la sexualidad con lo que no hacen más que persistir en un sesgo entre dos realidades incompatibles.

De cara a ese problema, la alternativa que plateamos es que el deseo tiene que ver más con la patología de la voluntad y no tanto con las representaciones asociadas a los objetos de interés práctico. Creemos que no se trata de rescatar una decencia perdida; la cuestión no es autorizar o prohibir las formas perceptibles del sexo (la imagen o la palabra). En últimas, todo nuestro ejercicio puede resumirse en la idea de que el deseo es lo que vincula la voluntad a los objetos de su interés y no un sentimiento producido por las características particulares de tales objetos. Con ello, tratamos de mostrar que al caracterizar el concepto de deseo como un afecto se lo puede oponer a una economía del placer en el sexo. Aquí vimos que, lejos de circunscribirse a una experiencia íntima del deseo, la imagen-porno anuncia que el deseo ha quedado detenido en una relación simbólica que se caracteriza por la constante presencia del fetiche; lo demás, dirá Baudrillard, es literatura (cfr. 1989: 41-42). Eso quiere decir que el estadio de la libre devoración carnal agota las posibilidades de la vida sexual en una satisfacción que no explica nada, ni dice nada acerca de lo que estaría por fuera del sexo. Ante el fetichismo ‘porno’ –y en general a la tendencia ‘falocentrada’ de la publicidad– no hay que oponerle una alternativa que pase por una ideología contestataria basada en las diferenciaciones de género32. Creemos fundamentalmente que la salida a la pornografía es evitar la ilusión de que algo está perdido y que podemos encontrarlo presentado en los signos de las descripciones (literales o gráficas): pero sobretodo se trata “de renunciar al goce para entrar en el orden simbólico”, como dice Žižek (2006: 107). Quizá podría añadirse que es necesario cesar en la idea de volcar la sexualidad en lo real como una condición que permite abrir las posibilidades simbólicas del deseo.



Sebastián Alejandro González Montero.

Prof. de Filosofía y Magíster en Filosofía

Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario – Escuela de Ciencias Humanas.

Miembro Investigador Estudios sobre Identidad (ESI) de la misma Universidad.

Doctorando en Filosofía Pontificia Universidad Javeriana – Facultad de Filosofía.


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1 Esta investigación está atravesada por múltiples compañías y afectos de distinto orden –no de preeminencia. Es innegable la presencia de Adolfo Chaparro en cada una de las versiones del trayecto recorrido aquí. Sin ánimo de pasar por adulaciones llenas de adjetivos, mis agradecimientos se deben a su amistad incondicional y complicidad filosófica. Entre nosotros no hay servidumbres dogmáticas ni acompañamientos enterrados en posturas filosóficas tercas. Creo que compartimos una cierta manera de proponer preguntas. Además, no puedo dejar de mencionar las amables, pero incisivas opiniones de Leonardo Ordóñez. Su inteligente lectura nada tuvo que ver con lisonjas hacia mi trabajo. Sus ‘rayones en rojo’ fueron señalamientos de debilidades en el argumento, problemas en la escritura, dificultades en las conclusiones (aún ahora creo que conserva algunas prevenciones acerca del hilo del argumento aquí elaborado). Adriana Alzate y sus palabras amorosas fueron invaluables a la hora de precisar cuestiones relacionadas con Lacan. No tengo más opción que devolverle algunas con igual cariño. Wilson Herrera fue un suspicaz lector que, gracias a su amplio conocimiento en Kant, me permitió establecer el camino que va hasta Sade. Finalmente, Ángela Uribe ha sido una compañía latente; más bien, constantemente presente. Nuestras conversaciones filosóficas más bellas siempre estuvieron acompañadas de cariño. Me falta mencionar a Gerónimo, Soledad, Ricardo y Esaú: en ellos giran mis afectos.
2 BAUDRILLARD, Jean, 1994, Simulacra and simulation. Michigan: University of Michigan Press.
3 LIPOVETSKI, G., 1996, El imperio de lo efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas. Barcelona: Anagrama.
4 BAUDRILLARD, Jean (1989). De la seducción. Madrid: Editorial Cátedra, p. 45
5 Según Kant, “la materia de un principio práctico es el objeto que está ligado a la voluntad de verlo convertirse en realidad” (1961: 32). En otras palabras, la materia se refiere a la determinación de los sentimientos de placer, satisfacción, complacencia, deleite, etc., que se desprenden de la existencia empírica de los objetos.
6 Vamos, dice Sade, “¿cuándo comprenderán los hombres que no existe ninguna clase de gustos, por raros o criminales que puedan ser tachados, que no provengan de la fuerza que hemos recibido de la Naturaleza? Partiendo de esto, me pregunto con qué derecho un hombre se atreve a exigir a otro que mude sus gustos o que los modele de acuerdo con el orden social. ¿Con qué derecho las leyes, hechos únicamente para la felicidad de los hombres, se atreverían a someter a quien no puede corregirse, o que sólo lo lograra a expensas de la felicidad que deben garantizarle?” (1969: 143).
7 En el fondo, Filosofía en el tocador es un manifiesto de la utopía de una sociedad perfecta: “Sade es hijo de la ilustración. Y por eso esboza un modelo de sociedad que otorga una especie de derecho fundamental al exceso. La orgía es socializada. Las aberturas del cuerpo y los órganos sexuales son declarados propiedad universal. Burdeles, vergeles o cuevas se convierten en instituciones estatales. Allí todo está permitido, incluso la muerte por placer. La justicia general se establece por el hecho de que cada uno puede actuar bajo el presupuesto de su disposición a ser él mismo víctima. Pero también como víctima se puede encontrar un placer triunfante”. (Safranski, 2005: 176). También se puede encontrar la postura de Sade en sus escritos claramente políticos: “Carta de un ciudadano de París al rey de los franceses”, “Petición a los representantes del pueblo francés” y “Petición de las secciones de París a la Convención Nacional” (cfr. 1969)
8 “Durante estas disertaciones”, dice Sade, “se ha restablecido un poco la calma; las mujeres se han vuelto a poner sus túnicas y están recostadas sobre el canapé. Dolmancé se ha sentado junto a ellas, en un sillón”. Luego de eso, Dolmancé prosigue con la pregunta ¿qué son las virtudes? ¿quién puede creer en la religión?” (cfr. 1977: 40-46)
9 Podría ser que de allí venga la opción del crimen. Ese es un tema que nos excede, aunque podemos decir –provisionalmente– que la perspectiva de Sade compromete ‘algo’ más que la entrega al sexo. Las posibilidades de la transgresión no sólo limitan con las propias interdicciones, sino que tocan con el tema del crimen. Como dice Sade, “¿por qué habría de ser tan incorrecto matar si en la naturaleza la supervivencia es una de los principios más notables?” Sin freno alguno, ¿hasta dónde podría llegarse? “Hasta los crímenes más negros y horribles”, dice Madame de Saint-Ange. (cfr. 1977: 69 y 123)
10 Precisamente, dice Bataille, la reproducción sexual está encaminada a conjurar la discontinuidad de los hombres o el abismo que experimentan frente a la muerte: la reproducción sexual es un pasaje a lo continuo, puesto que la fusión entre los amantes hace aparecer un tercero que conserva algo de la existencia de los dos (2005: 25).
11 Edwarda (una prostituta de un burdel) no sólo goza en el acto sexual. Su éxtasis proviene del hecho de hacer jadear: “mira –dice ella- estoy en cueros… ven” (Bataille, 1978: 66). Para ella, el placer no está exclusivamente en la penetración. De hecho, siempre juega a eludir a su visitante cuando se trata de ‘entrar en la cama’; ella invita a un ritmo de la consumación del acto sexual que tiene que ver más con el deseo de la seducción en el que el dominio del placer está supeditado a la astucia para jugar con los signos del cuerpo. Eso sería, para Bataille, otra característica radicalmente humana de la sexualidad (cfr. 2005: 33–43).
12 BATAILLE, George, (2005). El erotismo. Barcelona: Editorial Tusquets., p. 33
13 El rasgo fundamental de la sexualidad humana en el sujeto no depende de las preferencias sexuales o los deleites que producen goce para la mayoría. Una mujer, diría Bataille, podría no encajar dentro de los prejuicios de lo bello y aún conservar ‘eso’ que la constituye como objeto de deseo para un hombre. La vida sexual de los sujetos generalmente se encuentra determinada por el impulso de la reproducción convirtiéndola en ocasiones en una actividad simplemente sexuada (cfr. Bataille, 1978).
14 Para Bataille, en la diferencia entre la pura actividad sexual y la interioridad de la sexualidad humana se encuentra la clave definitiva para entender los acontecimientos que corresponden al paso del hombre al animal. Esa diferencia se explica, para él, por el surgimiento de las restricciones que pesan sobre prácticas como el matrimonio, la sepultura, la orgía, etc. (2005: 34).
15 BATAILLE, George (2005). El erotismo. Barcelona: Editorial Tusquets.
16 Bataille se ocupa a lo largo de su trabajo sobre el erotismo del análisis del matrimonio, la caza, la muerte, la prostitución y las prácticas religiosas del cristianismo (cfr. 2005: 75 - 135).
17 También habría que tener en cuenta en Sade [igual que en Masoch] que las funciones de las descripciones son modos distintos de expresar cuadros sintomáticos muy peculiares, esto es, el sadismo y el masoquismo. Para una exposición detallada de ese problema, cfr. Deleuze, 1973: 28-39.
18 Como dice Klossowski, “la perversión, por los actos que inspira sólo obtiene su valor transgresivo de la permanencia de las normas [el subrayado es mío]. El hecho de que la perversión está más o menos latente en los individuos, no sirve más que de modelo propuesto a los individuos ‘normales’ como vía de la transgresión, de la misma manera que la afinidad de un perverso con otro permite una mutua superación de su caso determinado” (1969: 21).
19 La ambivalencia de la voluntad respecto de sus motivos determinantes esta igualmente expresada en la relación entre Juliette y Justine. “Madame de Lorsange que entonces se llamaba Juliette y cuyo carácter y espíritu estaban casi tan formados como a la edad de treinta años, época de la anécdota que contamos, no pareció sensible sino al placer de ser libre, sin reflexionar un instante en los crueles reveses que rompían sus cadenas. Justine, su hermana, que acababa de cumplir doce años, de carácter sombrío y melancólico, dotada de una ternura, de una sensibilidad sorprendente que tenía en lugar del arte y la finura de su hermana ingenuidad y candor, una buena fe que la haría caer en varias trampas, sitió todo el horror de su posición. Esta jovencita tenía una fisonomía muy diferente de la de Juliette; tanto se veía el artificio, el manejo, la coquetería en una, como se admiraba el pudor, delicadeza y timidez en la otra” (Sade, 1971: 8)
20 BAUDRILLARD, Jean (1989). De la seducción. Madrid: Editorial Cátedra, p. 46
21 Como dice Kierkegaard, ¿Es que estoy ciego? ¿Es que he perdido la energía visual de mi mirada íntima del alma? La vi sólo un instante, cual una aparición celestial, y ahora su imagen se ha desvanecido por completo en mi memoria. Trato inútilmente de recordarla. Pero la reconocería entre miles de muchachas. Esta lejos de mi, y en vano la busca mi ilimitado deseo, con los ojos del espíritu” Y más adelante, “mi alma aún forcejea, apremiada por la misma contradicción. Sé que la he visto, pero también sé que la he olvidado y, así, este residuo de recuerdo puede brindarme poco consuelo. Mi alma reclama aquella imagen con tanto desasosiego y tanta violencia, como si todo mi bien estuviera en juego. Sin embargo, no puedo distinguir nada; desearía arrancarme los ojos para castigarlos. Cuando se apacigua mi impaciencia y recobro la calma, casi me parece que sentimientos y recuerdos sólo me interesan delante de una imagen, su imagen (el subrayado es mío) (Kierkegaard, 1977: 29-30).
22 Pero antes una aclaración. Sabemos que Kierkegaard se refiere al erotismo musical (estadios estéticos inmediatos) despertado por el Figaro y Don Juan de Mozart (cfr. 1969: 123-149). Sin embargo, creemos que es posible describir los estadios eróticos considerados a partir del Diario ya que involucran la misma intensidad con la que se adscriben los sentimientos musicales en el individuo. Eso quiere decir que a través del concepto de estadios eróticos tratamos de describir los diferentes momentos de la relación entre el deseo, la voluntad y el objeto. En otras palabras, aunque en un plano estético distinto, Cordelia constituye un objeto que pone en juego una particular forma de la ambigüedad de la voluntad respecto de ‘aquello’ que apetece.
23 “Y ahora, un poco de paciencia [dice Johannes], sin apremios: me la han destinado y algún día me pertenecerá” (Kierkegaard, 1977: 21). Y más adelante escribe, “su imagen ondea indefinida ante mi espíritu. Y la veo tanto en su aspecto ideal como en su figura real, que es lo encantador. No soy impaciente: ella vive en la ciudad y esto me basta. Su verdadera imagen deberá mostrárseme. Todo debe gozarse a largos intervalos” (Kierkegaard, 1977: 43. El subrayado es mío).
24 “Hoy, por primera vez, la he visto en casa de la señora Jansen. Me presentaron a Cordelia, pero me pareció que no me prestaba mucha atención. Para poder observar con mayor atención, procuré conservar la calma cuanto me fue posible” (Kierkegaard, 1977: 47).
25 KIERKEGAARD, Soren 1977). Diario de un seductor. Barcelona: Ediciones 29. p. 52
26 Quizá, dice Baudrillard, “los signos no tienen por vocación entrar en las oposiciones ordenadas con fines significativos: esa es su destinación actual. Pero su destino quizás es muy distinto: podría consistir en seducirse los unos a los otros, y seducirnos por eso mismo. Es una lógica completamente distinta la que regularía se circulación secreta” (1969: 100).
27 “Así es también mi Cordelia; y tengo la certeza de que se le parece, aunque su corazón deba estar en los labios, pero más que en las palabras en los besos. Labios suavísimos, llenos de sangre en flor: ¡jamás vi otros más bellos! ¡Ahora estoy verdaderamente enamorado¡” (Kierkegaard, 1977: 35)
28 Recodar la definición de materia como lo que se refiere a la determinación de los sentimientos de placer, satisfacción, complacencia, deleite, etc., que se desprenden de la existencia empírica de los objetos. (1961: 32).
29 “El placer derivado de la representación de la existencia de una cosa, […], se funda en la receptividad del sujeto porque depende de la existencia de un objeto” (1961: 38). Kant definió el concepto de receptividad en la Crítica de la razón pura diciendo que se trata de la capacidad de ser afectados por objetos de manera sensible (receptividad de las impresiones). Para una exposición detallada cfr. CRP. A19-B33, A27-B43, B59-B63.
30 Una descripción detallada y minuciosa de la satisfacción es cosa de la psicología porque compete a los fenómenos subjetivos de los que sería agradable para alguien. Eso es especialmente explícito en la Crítica del juicio, sobretodo cuando Kant se ocupa del interés empírico en lo bello (1977: 248)
31 De hecho, la ironía del seductor está en que una vez consumada la seducción –en el sentido del juego y el ritual–, desaparece. “No deseo verla nunca más”, dice después del desfloramiento (Kierkegaard, 1977: 125). Transformar a Cordelia en la ilusión perfecta de las apariencias es hacer la caer en un régimen que sólo se sostiene por la existencia misma de tales apariencias y por la circulación de los signos que las representan. Una vez consumada la apetencia, ya no hay más que la indiferencia.
32 Como dice Baudrillard, el ocaso del psicoanálisis y de la sexualidad como estructuras fuertes, su hundimiento en un universo psíquico y molecular (que no es otro que el de la liberación definitiva) deja así entrever otro universo (paralelo en el sentido de que no convergen jamás) que no se interpreta ya en términos de relaciones psíquicas y psicológicas, ni en términos de represión o de inconsciente, sino en términos de juego, de desafío, de relaciones duales y de estrategia de las apariencias: en términos de seducción –en absoluto en términos de oposiciones distintivas, sino de reversibilidad seductora– un universo donde lo femenino no es lo que se opone a lo masculino, sino lo que seduce a los masculino […] ¿Qué oponen las mujeres a la estructura falocrática en su movimiento” Una autonomía, una diferencia, un deseo y un goce específicos, otro uso de su cuerpo, una palabras, una escritura –nunca la seducción. Ésta les avergüenza en cuanto puesta en escena artificial de su cuerpo, en cuanto destino de vasallaje y de prostitución. No entienden que la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real (1989: 15).
Revista Observaciones Filosóficas - Nº 7 / 2008



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