La modernidad parece que ha traído consigo una mutación de los ideales morales. Según Taylor ha argumentado en su obra The Malaise of Modernity1 parece que éstos se articulan en torno a un elemento común, el ideal de la autenticidad, que, contra lo que creen algunos filósofos y sociólogos críticos con la modernidad2, parece ser un ideal moral válido3, si se contempla en la totalidad de sus factores integrantes –no siempre respetados.
Taylor explica cómo la autorreferencialidad que conlleva el ideal de la autenticidad –“la autenticidad hace claramente referencia a sí misma”4- nos puede llevar a equívoco. Cabe distinguir la autorreferencialidad de la “manera” y la autorreferencialidad del “contenido”5. En nuestra cultura moderna, la primera es ineludible, mientras que la segunda no lo es, aunque, desafortunadamente, es bastante común. Es ésta última la que provoca aptitudes tan enfrentadas como erróneas; según Taylor nos lleva a “las peores formas de subjetivismo”6. Los más críticos o pesimistas abominan de la autenticidad, porque asumen que en nuestros días resulta imposible una autorreferencialidad de la manera que no vaya ligada a la del contenido. Y, por la misma razón, los optimistas o entusiastas de la modernidad, celebran un formalismo de una libertad que acaba por auto-inhibirse, pues no tiene objeto (o bien) en relación con el cual autorrealizarse.
Dentro de esa lucha cultural “en torno” (y no “por”7, a favor o en contra) al ideal de la autenticidad, a la que Taylor hace un llamamiento, el canadiense pone en juego el concepto de “lenguajes más sutiles”8, como un intento de hacer emerger este tipo de lucha en el campo del arte. De un modo más sintético en La ética de la autenticidad, y más prolijamente en Sources of the Self9, el autor intenta explicarnos cómo, desde el arte -sobre todo desde la poesía entendida en un sentido amplio, aunque también encontramos alusiones a la pintura-, como lugar privilegiado para acceder a las fuentes morales -en especial en la modernidad-, se ha asumido este ideal de la autenticidad, y cómo algunos han conseguido evitar la tentación de caer en la nociva autorreferencialidad o “subjetivismo”10 del contenido. Como nos dice Taylor: “ha tenido lugar una importante subjetivización en el arte posromántico. Pero supone claramente una subjetivización de la manera. Concierne al modo en que el poeta tiene acceso a cualquier cosa que nos esté señalando. No se deduce en modo alguno que haya de producirse una subjetivización de la materia, es decir, que la poesía posromántica deba ser en cierto sentido exclusivamente una expresión del yo.”11
Así, la obra poética de lo que Taylor llama el “alto modernismo”12 sería el resultado positivo y comprobable de una lucha artística por: 1. poder encontrar y comunicar las fuentes morales a través del arte respetando la necesidad cultural, planteada por el ideal de la autenticidad, de la autorreferencialidad de la manera o de la subjetivización de la forma; 2. señalando fuentes morales “más allá del yo”13 (anti-subjetivismo).
En este artículo buscamos dos objetivos: a) describir con Taylor la sutilización de los lenguajes poéticos a lo largo de la modernidad, a través del surgimiento y evolución de las epifanías; b) proseguir, en el campo académico, esa “lotta continua” preconizada por Taylor mediante la sucinta descripción del fenómeno del cine multi-protagonista en la posmodernidad como posible caso de lenguaje más sutil en el campo cinematográfico.
En la quinta parte de Sources of the Self Taylor da su explicación de la transición estética que va desde la clásica mimesis hacia lo que el canadiense llama las epifanías, que se convirtieron en el modo expresivo por antonomasia del arte de nuestra modernidad. Como dice Braman: “Hoy vivimos en una era en la que el orden de significación común y público ya no es accesible. El único modo en que podemos entender el orden en el que nos encontramos es mediante una “resonancia personal””14.
La epifanía entiende “la obra de arte como lugar de una manifestación que nos introduce en la presencia de algo que de otra forma sería inaccesible, y que tiene una significación moral o espiritual suprema; es además una manifestación que define o completa algo, incluso mientras lo está revelando.”15
Tal modo expresivo de las obras de arte puede producirse de dos modos: 1. Romántico o “epifanía del ser”: “La obra representa algo –la naturaleza virgen, la emoción humana- pero lo hace de tal manera que enseña alguna realidad o significación espiritual superior que resplandece a través de ella.” –“ya no es suficiente una comprensión puramente mimética (…) la meta no es sólo representar, sino transfigurar a través de la representación para hacer “translúcido” el objeto”; 2. Modernista o epifanía “autotélica”: “ya no está claro qué es lo que representa la obra o por qué representa algo; el lugar de la epifanía ha pasado al interior de la propia obra.” –“la obra sigue siendo el lugar de la revelación y de algo de primordial significación, pero es también profundamente autónoma y autosuficiente.”16
La aparición de esta nueva modalidad expresiva en el romanticismo va muy ligada a lo que en el campo de la sociología Weber bautizó con el nombre de reencantamiento. Representar meramente la realidad deja de tener sentido porque los objetos han sido desencantados por el severo racionalismo al que los ha sometido la cultura moderna occidental17. La mimesis clásica como expresión artística de la Ilustración da paso a la epifanía romántica, que intenta descubrir una realidad más profunda y atractiva, es decir, “la transfiguración de lo ordinario”18.
Es Wasserman, en su obra The Subtler Language, el primero en rescatar la expresión “lenguajes más sutiles”, usada por el poeta romántico inglés Percy Bysshe Shelley para explicar la necesidad a la que se vieron abocados los románticos. La decadencia del antiguo orden, con su establecido trasfondo de significados, hizo necesario que los románticos desarrollaran un nuevo lenguaje poético, pasando de la mimesis a la epifanía. Shelley “tiene que articular su propio mundo de referencias, y hacerlas creíbles.”19
Wasserman lo formula del siguiente modo: “Hasta finales del siglo XVIII existió la suficiente homogeneidad intelectual entre los hombres que permitía compartir ciertos supuestos. En varios grados (…) los hombres aceptaron (…) la interpretación cristiana de la historia, la naturaleza como sacramento, la gran cadena del ser, la analogía de los varios planos de la creación, la concepción del hombre como microcosmos… Ésas fueron sintaxis cósmicas de dominio público; y el poeta podía permitirse pensar que su arte era una imitación [mimesis] de la naturaleza, puesto que esos patrones eran lo que él quería decir con naturaleza. (…) En el siglo XIX esas imágenes mundiales ya habían abandonado las conciencias (…) El vuelco desde una concepción de la poesía mimética a la creativa no se limita a un fenómeno crítico o filosófico (…) El poema moderno debe formular dentro de su propio seno su particular sintaxis cósmica: la naturaleza, que una vez precediera al poema y fuera asequible por imitación, ahora comparte con el poema un origen común en la creatividad del poeta.”20
El arte, así, desde este impulso romántico cobra en la modernidad una significación moral importante, pues ofrece la superación de la moral filistea. Desde la idea kantiana, propuesta en la Crítica del juicio, de la belleza como placer desinteresado, se pasa a la idea de Schiller, presente en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, según la cual la belleza podría ofrecernos un objetivo incluso más elevado que la moral. “La epifanía es –nos dice Taylor- la manera en que conseguimos contactar con algo, allí donde ese contacto fomenta y/o se constituye en una plenitud o totalidad espiritualmente significativa.”21 La epifanía es, por tanto, un modo paradigmático en nuestros días de recuperar las fuentes morales. El arte y la imaginación creativa se convierten así en los lugares cruciales de la moral actual, junto al sentido de nuestra “dignidad como sujetos desvinculados, libres y racionales”22, y a “la facultad de afirmación, que puede contribuir a realizar el bien al reconocerlo”23.
Sin embargo, en el siglo XX el arte debe mutar, pues el recurso de las epifanías del ser “ya no está disponible (…) o al menos no lo está de un modo directo, debido a un conjunto de razones que se solapan entre sí.”24 Como nos cuenta el mismo Taylor, la epifanías románticas se caracterizaban por tres aspectos: “a) muestran que alguna realidad es b) una expresión de algo que es c) sin ambigüedades una buena fuente moral.”25 Las razones por las cuales este tipo de epifanías ya no están disponibles son básicamente dos: por un lado, el rápido “desarrollo de la sociedad industrializada”, que descentra a la naturaleza con respecto al interés vital; y, por el otro, el progreso de la cosmovisión científica mecanicista, que extiende sus tentáculos a las mismísimas “ciencias de la vida”26. Estas dos razones inciden a dos niveles: la visión romántica ya no es “completamente creíble”, pero es que, además, es “rechazada”27. Esto es así porque se entiende al romanticismo y a sus epifanías directas, en su connivencia con la “burguesía”28, como algo que autojustifica dicha “civilización”29 desencantadora. Así, para los modernistas, “la ruptura con su mundo tenía que ser más completa. No podían buscar consuelo en un sentimiento meramente subjetivo, ni en la confianza de que el mundo emanaba del espíritu.”30
De este modo, vemos en el modernismo un cierto anti-romanticismo, que es un anti-subjetivismo que se compagina extrañamente con un cierto subjetivismo o, dicho de otro modo, con un nuevo “vuelco hacia la interioridad”31. El objetivo de sustraerse a las “pretensiones imperiales de un mecanicismo omnímodo” ya no podía conseguirse simplemente mediante una “descripción epifánica de la naturaleza”. El único recurso contra ese rodillo homologador omnipresente de la técnica era sin embargo la “interioridad: que el mundo vivido, el mundo tal como era experimentado, conocido y transformado en sensibilidad y conciencia, no pudiera ser asimilado por la omnímoda máquina.”32 Es esa la línea de pensamiento trascendental de Bergson, Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty, el segundo Wittgenstein y Michael Polanyi – y también lo es de Charles Taylor. Así, modernistas y románticos comparten su aversión a la razón desvinculada y al mecanicismo, pero “allí donde los románticos originales se volvieron a la naturaleza y al sentimiento escueto, encontramos a muchos modernistas que se vuelven hacia la recuperación de la experiencia de la interioridad.”33
El anti-subjetivismo es pues realmente sutil. Para los primeros románticos el yo y la naturaleza estaban conectados. Por tanto, la “autoarticulación” podía estar “en armonía con el espíritu de la cosas y fomentar la revelación de dicho espíritu.” Esto es lo que relaciona al romanticismo con la “autoexpresión”, contra la que llueven las críticas modernistas. La “armonía preestablecida entre la articulación del yo y la del mundo”34 ya no es compatible con “la imagen de la naturaleza exterior e interior que ha absorbido el impacto de la biología científica y de Schopenhauer”35, o incluso de Baudelaire36. Así, el “giro hacia adentro” del modernismo, “hacia la experiencia o la subjetividad” no significó un vuelco hacia el yo que había que articular, allí donde esto se entiende como una unión de la naturaleza y la razón, o del instinto y la energía creativa.” Sino que este giro nos lleva “más allá del yo”, por lo menos mientras éste sea entendido como yo unitario, tal y como lo era tanto para la “razón desvinculada” como para el “ideal de realización romántica”37. De este modo, “la liberación de la experiencia parece requerir que saltemos fuera del círculo de la identidad unitaria, individual, y nos abramos al flujo que traslada más allá del alcance del control o la integración”38
Pero en el modernismo no sólo se produce una crítica de la noción unitaria de sujeto, sino que también se entabla una batalla contra la concepción científica del tiempo laplaceano, según la cual el tiempo es “espacializado”, o se mira como si se estuviera fuera del tiempo. Frente a esto, tanto Bergson como Heidegger reclaman el “tiempo vivido”39, la experiencia del tiempo. Y de la crítica al tiempo se pasa a la de los modos de concebir la narratividad tanto de los partidarios de la razón desvinculada (progreso) como de los románticos (visión de declive histórico o de progreso en espiral). Los grandes modernistas (Mann, Proust, Joyce, Pound, Eliot) “nos conducen muy afuera de los modos de narración que avalan una vida de continuidad, o crecimiento con una biografía, o a través de generaciones.”40
Por tanto, podemos decir que la “recuperación de la experiencia” modernista supone una “profunda brecha” en el modo de concebir la “identidad” y el “tiempo” con respecto a sus predecesores. En coherencia con ello “el centro de gravedad epifánico comienza a desplazarse desde el yo hacia el fluido de la experiencia”, pero este “descentrar” no es una alternativa a la “interioridad”, sino su “complemento”41. Observamos cómo, en cierta manera, la tendencia epifánica iniciada en el romanticismo sigue un proceso de sutilización, según el cual la mediación interior es cada vez más compleja e indirecta.
Las epifanías que realizan los modernistas suceden a través de la yuxtaposición42. Esto quiere decir que el significado aparece mediante la yuxtaposición de “imágenes” o incluso “de palabras”. Así, nos encontramos con que “la epifanía viene desde entre las palabras o las imágenes (…), desde el campo de fuerza que se establece entre ellas, y no a través de un referente central que describen mientras están trasmutándose.”43 Tal yuxtaposición, por ejemplo, se consigue recreando una escena (mediante una imagen) y poniéndola en contacto con una imagen, haciendo que una dé forma a la otra. Así, “la visión es un producto de ambas.”44 La epifanía “no ocurre en el objeto, en la imagen o en las palabras presentados; sería mejor decir que ocurre entre ellos. Es como si las palabras o las imágenes instauraran un campo de fuerza capaz de captar una energía más intensa.”45 Más que de una epifanía del ser, se trata de una “epifanía de interespacios”46 o “enmarcadora”, porque “sus elementos no expresan lo que indican; encuadran un espacio, y acercan algo que de otra manera quedaría infinitamente remoto”47.
Otro elemento formal que descubrimos presente en la poesía modernista es una cierta voluntad “contraepifánica” referida a las epifanías del ser románticas. En esto podemos descubrir un parentesco con el realismo más naturalista. No se acepta una versión inmediata, fácil y “falaz” del significado. Por eso se cultiva la “precisión”, una vuelta a la apariencia, a la “superficie de las cosas”48 que abjura de esa “profundidad”49 en la que los románticos se deslizaban inmediatamente.
La modalidad modernista implica pues un “giro reflexivo”50 en que se interpela al receptor de la obra de arte a que se pregunte y conteste qué son esas apariencias para él. Todo esto está orientado a la recuperación de la experiencia. Como nos dice Taylor: “lo que sucede en esa exploración es precisamente la recuperación de la experiencia, que nos abre a las apariencias usualmente recónditas de las cosas, a facetas que pasamos por alto demasiado aprisa en nuestro habitual trato cotidiano con ellas.”51 Como decía Merleau-Ponty, el artista es aquél que es capaz de captar de nuevo las apariencias, convirtiendo en elemento visible aquello que hubiese permanecido oculto en cada conciencia: “la vibración de las apariencias que es la cuna de las cosas.”52 Así, es mediante una contraepifánica vuelta a las apariencias que se abre un nuevo campo para el arte epifánico, una transfiguración o “epifanía indirecta”53, que coincidirá con la recuperación de la experiencia vivida.
La sutilización de los lenguajes artísticos es un medio que hace posible las epifanías indirectas. Las obras de arte modernistas hacen evidente que lo que aparece en ellas “no se encontrará reflejado a través de las cosas corrientes. La epifanía es de algo que sólo está indirectamente disponible, algo que el objeto visible no puede decir por sí mismo, sólo nos hace guiños hacia ello.”54
Si recordamos el rasgo unitario que conservan románticos y modernistas, su oposición a la mediación de la razón instrumental en nuestro trato con la realidad, nos encontramos con que, entre los literatos modernistas, se encuentran tres posturas distintas: la “futurista” y la “surrealista”55 (ambas subjetivistas plenamente en cuanto a la materia y el contenido) y la que Taylor denomina del “alto modernismo” (Hulme, Pound, Eliot, Proust, Musil, Mann). Éste último sería el que se mantendría fiel a ese anti-romanticismo que es anti-subjetivismo, porque buscaría algo que está más allá del yo. Según Taylor es ésta la más sutil formulación del modernismo, porque consigue salvar tanto el elemento formal (subjetivista) como el elemento material (anti-subjetivista) del ideal de la autenticidad. Y vemos que cumple una triple caracterización:
a) Tales autores son conscientes de que existe una “inevitable dualidad” y una “insalvable distancia entre el agente y el mundo, entre el pensador y las profundidades del instinto”, de que “la experiencia no mediada era simplemente imposible.”56 Por ello conciben su arte como el lugar de las formas capaces de resucitar la experiencia restituyéndola en algo vívido y colmado, aunque “lo epifánico y lo corriente, pero indispensablemente real, no pueden aliarse nunca por completo, y estamos condenados a vivir en más de un nivel o, de lo contrario sufrir el empobrecimiento de la represión.”57
b) En su obra se produce un giro reflexivo, pero no subjetivista ni expresivista, sino que sus epifanías se dirigen hacia algo que esta “ahí fuera”, “público e impersonal, el poder del lenguaje”, que debe dejar de ser visto “como un instrumento inerte que facilita tratar más eficientemente con las cosas.”58 Así, en la experiencia de ese lenguaje, se descubre una cierta interioridad, que es intemporal, mítica y arquetípica, e incluso puede ser “transpersonal”, pero la senda hacia ella “pasa inevitablemente a través de la realzada conciencia de la experiencia personal.” Por eso podemos decir que la conciencia modernista es “descentrada”59, transpersonal y personal a la vez y de modo irreducible. Porque el lenguaje de las nuevas epifanías se enraíza “en la sensibilidad personal del poeta, y sólo es comprendido por aquellos cuya sensibilidad resuena a semejanza de la del poeta.”60
c) El mito moderno del divo como modelo de hombre, heredado por los románticos –figura del genio, del poeta maldito y del dandi-, se agudiza todavía más en el modernismo. “Al portador de epifanías no se le puede negar un papel central en la vida humana.” La caída de las epifanías del ser ha convertido el arte en algo “problemático” y “misterioso”. Es como si la forma de vencer el subjetivismo para los modernistas consistiera en “comprender su verdadera naturaleza”61, según nos explicaba Heidegger con su concepto de Lichtung, en el cual el sujeto revela su estructura existenciaria –trascendental para Taylor-, desbancando la visión epistemológica62 de la modernidad y dando como resultado una epifanía que trasciende el expresivismo, convirtiéndose en una “transacción entre nosotros y el mundo.”63
Llegados a este punto, intentemos acercar el razonamiento de Taylor al objeto que queremos aquí tratar: el cine, y en concreto un cierto tipo de filmes que en nuestros días se han hecho más populares (mainstream) y frecuentes, tanto en USA como en nuestras carteleras, y que denominaremos cine “multi-protagonista”64. Se trata de películas que nos cuentan la historia de varios protagonistas o grupos de personajes, cuyas historias siguen varias tramas distintas que ocasionalmente se cruzan. Ejemplos serían: Short Cuts (Robert Altman, 1993), Magnolia (Paul-Thomas Anderson, 1999), Thirteen Conversations about One Thing (Jill Sprecher, 2002), Crash (Paul Haggis, 2004), o Babel (González-Iñárritu, 2006).
El mismo Taylor, cuando comenta los cambios que se produjeron en el siglo XIX en las concepciones de la identidad y del tiempo, comenta que éstos produjeron, ulteriormente, en nuestro siglo, un cambio no sólo en el lenguaje de la poesía, sino también en el “arte visual”. Ambos se han hecho “más sutiles” en un sentido “más fuerte que el de los románticos”65.
Se ha dicho que el cine “nace culturalmente moderno, o mejor dicho postmoderno”66, y en ese sentido podríamos afirmar que ya nació modernista o, por lo menos, que siempre ha habido en él una corriente alto-modernista (cierto cinéma d’auteur), donde se han practicado asiduamente los “lenguajes más sutiles”. Esta segunda tesis podría ser defendida con cierta facilidad, pero no es nuestra intención hacerlo. Simplemente nos interesa constatar que ese alto-modernismo del que hemos hablado en Taylor, tiene su representación en el mundo del cine. Baste aquí citar a un par de directores de renombre que parecen reconocer, en su modo de hacer cine, alguna de las características que hemos detallado en las epifanías indirectas, interespaciales, enmarcadoras o autotélicas.
Por ejemplo, Tarkovski escribía en su Esculpir en el tiempo: “un espectador compra una entrada para el cine con una meta: rellenar gulas lanas de su propia experiencia; es como si fuera a la caza del “tiempo perdido”. Esto quiere decir que intenta rellenar el vacío espiritual que se ha formado en la vida moderna, llena de inquietud y falta de relaciones humanas.”67 O, cuando M. Haneke, uno de los directores europeos con mayor reconocimiento actual, dice en una entrevista: “Me niego a descodificar cualquier secuencia de cada una de mis películas. Quiero que cada espectador se relacione de forma íntima y personal con las imágenes y la narración. Cada vez que leemos un libro, imaginamos las caras de los protagonistas, creamos los espacios geográficos y emocionales. Quiero establecer una relación idéntica entre el espectador y lo que ocurre en la pantalla: es la propia experiencia de cada cual la que se refleja. En otras palabras, cada uno ve en sus películas lo que lleva dentro.”68
A pesar del parentesco entre tales posturas cinematográficas y el “alto modernismo”, lo que vamos a intentar aquí evidenciar son dos cosas (de menor ambición). Se trata de ver: 1. que algunos filmes multi-protagonistas serían correlatos69 posmodernos cinematográficos de las composiciones poéticas más valoradas por Taylor a lo largo del siglo XX; y 2. que éstas, no siendo una novedad de nuestros últimos años, están pasando a formar parte del cine de “mayor difusión”70, porque posibilitan, en cuanto a la forma, una experiencia personal que el individuo posmoderno, hijo del ideal de la autenticidad (auto-referencial en el manera pero no en el contenido), desea especialmente tener.
En este apartado vamos a intentar arrojar luz sobre las dos tesis enunciadas en el apartado anterior. El primer rasgo común que encontramos con el movimiento alto-modernista es su elemento de revuelta contra la inautenticidad de sus antecesores. Así como los modernistas percibían a los románticos como conniventes del paradigma de la razón instrumental y del yo desencarnado, como los productores de un falso reencantamiento de la modernidad que funcionaba a modo de lenitivo con respecto al statu quo, los filmes multi-protagonistas nacen dentro del cine de autor, desde la clara conciencia de que el “mainstream” hollywoodiense, instalado en una narrativa clásica, es un elemento de reencantamiento cultural que: 1. “trata de enmascarar la trascendencia social que pueden tener los temas tratados, argumentando que el cine es simplemente un entretenimiento inocente”; y 2. promueve “la idea de que la actual estructura social, pese a sus injusticias y contradicciones, es la única viable, un discurso que el capitalismo tardío ha trasmitido con éxito y de manera machacona a través de todo tipo de productos culturales”71, aunque, como nos advierte Orellana, quizás el 11-S colabora en un cierto “hundimiento del sueño americano”72 en el cine.
Como leemos en Carmago, el filme de “un solo protagonista es el eje de la capacidad del cine para transmitir mensajes que confirman los mitos más básicos sobre el poder del individuo en la sociedad. Mientras el uso hollywoodiense de la narrativa de un solo protagonista como modelo del yo es particularmente perjudicial en los Estados Unidos, la dominación internacional del cine americano significa que tal convención narrativa puede afectar la formación del yo en todo el mundo.”73
Ya Pasolini se apuntaba a esta crítica en 1965, en las páginas de Cahiers du cinéma, cuando decía que “el ámbito lingüístico y gramatical del cineasta está constituido por imágenes”, que “son siempre concretas”. Por eso “la lengua del cine es una “lengua de poesía”. Aunque, como él mismo nos cuenta, “históricamente, en la práctica (...) la tradición cinematográfica que se ha formado parece ser la de una (...) “lengua de la prosa narrativa”.” Y siguiendo con el razonamiento sentencia: “el cine sufrió una violación, por lo demás bastante previsible e inevitable; todo lo que tenía en sí de irracional, de onírico, de elemental y de bárbaro fue mantenido al margen de la conciencia y explotado como factor inconsciente de choque y encantamiento; y sobre el monstrum de naturaleza hipnótica que siempre es una película, se construyó muy rápidamente toda una convención narrativa que autorizó comparaciones inútiles y falazmente críticas con el teatro y la novela.”74
Así, el cine multi-protagonista, englobado dentro del cine posmoderno75, entraría poco a poco en el mainstream –no olvidemos que Crash ganó tres óscars, Babel uno, y que tanto Magnolia como Short Cuts fueron nominadas- gracias a la conjunción de esta conciencia artística -que se intenta enfrentar a la visión monolítica del sujeto entendido a la luz del racionalismo moderno-, y de la aparición de un nuevo público posmoderno76, desincrustado de los marcos referenciales modernos, desengañado de los metarrelatos, pero abierto a la posibilidad de encontrar un significado de acuerdo con los elementos formal (subjetivo) y material (anti-subjetivo) propios del ideal de la autenticidad.
Según el elemento formal, subjetivo y romántico, el espectador tendrá que participar en el descubrimiento de esas fuentes morales auténticas. Eso es precisamente lo que propone la película multi-protagonista entendida como “texto participativo”77. Este tipo de filmes impide un visionado pasivo. Como nos dice Azcona: “un filme multi-protagonista implica una mayor actividad del espectador.”78
Babel, por ejemplo, “sacude al espectador y lo saca de una absorción pasiva de la película”, mediante recursos como “el sonido experimental” o el sutil uso de los “subtítulos”79; “capitaliza el deseo instintivo de los espectadores de encontrar el sentido, primero mediante retención o suspensión del sentido, y finalmente ofreciéndoles la satisfacción de detectar el sentido y la unidad en lo aparentemente arbitrario.”80 En esa misma línea, con respecto a Short Cuts, leemos que su director, “Altman, más que cualquier otro realizador cinematográfico americano, ha insistido en posicionar al espectador dentro del proceso narrativo, pidiéndole que ella o él observe y comprenda los detalles en juego que concuerdan a menudo de un modo no dirigido.”81
Otro rasgo del cine-multiprotagonista que potenciaría este elemento formal sería el hecho de que los personajes tengan pasado pero no historia, de que hayan perdido la “profundidad histórica”82. Esto es así porque no hay metraje suficiente para caracterizarlos detalladamente y se tienen que construir con trazos minimalistas, que no permiten al espectador tener todos los elementos necesarios para emitir juicios morales. Así, se produce una cierta ambivalencia moral de los personajes –“no hay buenos y malos”83 nítidos- que incita, durante el visionado, a una postura de búsqueda personal de las fuentes morales.
Según el elemento material, anti-subjetivo, anti-romántico, tendría que existir la posibilidad de hacer un visionado de la película mediante el cual se pudiese trascender el yo, se consiguiese ir más allá de él, mediante algún tipo de epifanía indirecta. En este sentido, descubrimos varios rasgos que señalan semejanzas con lo explicado en la poesía modernista por parte de Taylor. En primer lugar, en el cine multi-protagonista detectamos una cierta tendencia a esa precisión en la mirada del cineasta. Se tematiza la vida real o corriente en las grandes ciudades de un modo casi naturalista. Lo que las películas nos cuentan se acerca a nuestras vidas “tal y como las vivimos”84. En primer lugar, porque no existe en ellas una claridad sobre el principio y el final. Como nos dice Balcom, las historias que cuenta Short Cuts –y creemos que esta explicación es extensible al resto de los filmes multi-protagonista- “se mueven como la vida: en lentas olas que nunca acaban.” En segundo lugar porque se contempla en ellas mucho más que en la narrativa clásica hollywoodiense el elemento del azar, de lo imprevisto, que constantemente irrumpe en la cotidianeidad y que no es reducible a sus causas85, cosa que describe mucho más nuestra vida corriente –en la que siempre está presente la discordancia- que las narrativas perfectamente cuadradas. Y, en tercer lugar, porque, en estas películas como en nuestro día a día, el presente parece preocupar mucho más que el pasado.
Así, es en el seno del presente ordinario donde se pretende que aparezca lo extraordinario. Esto puede suceder gracias, de nuevo, a la yuxtaposición de imágenes. Ésta está claramente presente en esta clase de cine, ya que, precisamente, en ella consiste. Todas las películas mencionadas se caracterizan por ser una constante yuxtaposición de pequeños cortes (short cuts) de historias distintas que, mediante diversos recursos cinematográficos -dos de ellos, heredados de las soap-opera: “acción interrumpida” y “pregunta no contestada”86- captan nuestra atención y activan nuestra participación en la tarea de asistir a epifanías cinematográficas, que se suelen producir en las superficies de contacto narrativo (entrecruzamientos) entre las diversas historias.
Por ejemplo, en Crash, descubrimos dos momentos especialmente reseñables a este respecto: i) el momento en que una mujer se da cuenta de que el policía que arriesga la vida para salvarla de un accidente de tráfico es el mismo que unos días antes la ha vejado; ii) el momento en que el comerciante persa dispara su pistola contra el cerrajero ex pandillero, que cree que le ha robado, y la hija de éste último se interpone -no sabiendo ninguno de los personajes, sólo el espectador hijo de la sospecha, que está cargada con balas de fogueo. Es pues, a partir del choque entre historias que se hace saltar un acontecimiento que los personajes (disparo) o incluso los espectadores (riesgo gratuito de la vida del policía) son incapaces de reducir a sus causas. Así, en el cine multi-protagonista se suele “sustituir la causalidad por la casualidad”87, y ésta última interpela al espectador mediante la “contraposición entre el destino y la providencia, entre una visión de corte determinista y otra de corte providencialista como explicaciones del sentido de la vida.”88
Evidentemente, esta consubstancialidad con lo fragmentario y lo discordante, que se da en el espacio (entre historias) y en el tiempo (cine desordenado), establece una constante tensión con el espectador. Se dice de Babel, por ejemplo, que “los saltos y cortes desde un escenario a otro completamente distinto contribuyen a la desorientación del espectador.”89 Por eso mismo el realizador debe ayudar al espectador a que no desespere de su intento de concordancia mediante varias estrategias formales que dan una cierta unidad a una diversidad que, de otro modo, se multiplicaría cancerígenamente. Esta ayuda al espectador se puede dar a través de una cierta unidad en cuanto al “tema” del que se habla en las diferentes historias, de la “música”90, del uso del “color”… Porque, “la experimentación estilística tiene un límite si un filme aspira a conseguir una amplia audiencia.”91
Es en este juego constante y dialéctico entre lo que Ricoeur llama discordancia y concordancia, entre acontecimiento y estructura de sentido, en el que el espectador vuelca su actividad de visionado con mayor o menor éxito, en función de la calidad del texto cinematográfico y de su trabajo en él. Su labor consiste en buscar, por sus propios medios (elemento formal de la autenticidad), la fuente moral de sus actos entre las posibles epifanías que el autor le ofrece en forma de yuxtaposición.
En este punto creo que puede resultar de gran ayuda recordar lo que para Ricoeur es la mimesis III o “refiguración”92 como “un momento personal que implica dos cosas”: 1. “la comprensión intelectual –técnica- de un texto”; y 2. la “aplicación” vital del “sentido de ese texto por parte de una persona”93. Lo que hemos intentado en este punto 5 es clarificar la legibilidad de estos filmes mediante lo que García-Noblejas ha denominado su “primera navegación”, cooperando en su comprensión intelectual y señalando la posibilidad de hacer un ejercicio personal de descubrimiento, en ellos, de las fuentes morales. Ese trabajo sería una “segunda navegación”94, que le corresponde a cada uno de los espectadores, y sólo en su trabajo se puede verificar o falsar la hipótesis lanzada aquí de que algunos filmes multi-protagonistas serían correlatos posmodernos cinematográficos de las composiciones poéticas más valoradas por Taylor a lo largo del siglo XX, ya que posibilitarían la epifanía indirecta del espectador hacia fuentes morales, más allá del sujeto.
Sintetizando, podríamos decir que ver una película multi-protagonista por lo menos impele a tomar conciencia de la experiencia humana como necesariamente inteligible, inter-subjetiva, moral, unitaria,… Y esto es así, porque el espectador se descubre luchando, casi instintivamente, por conseguir establecer una concordancia narrativa en dichos términos, pese (y gracias) a la continua presencia cinematográfica de acontecimientos que no sólo desbordan nuestras capacidades, amenazándonos con la inexperienciable discordancia total, sino que nos activan de nuevo como buscadores de sentido e incluso de marcos referenciales en los que encontrarlo. Que alguna de las películas mencionadas llegue a ser una obra de arte depende de que ofrezca a los espectadores la posibilidad de establecer contacto con fuentes morales que les habiliten para una experiencia humana unitaria, inteligible, moral, inter-subjetiva,…
El contenido de estas películas viene muy condicionado por su forma, esencialmente lírica o inacabada. Suelen tratar, según distintas modalidades, de la soledad humana en tanto que tensa ausencia de unidad, inteligibilidad, moralidad e inter-subjetividad de la propia experiencia, es decir, de la posibilidad de la narratividad de la experiencia humana entendida como haz trascendental. El mismo González-Iñárritu afirma que la metáfora de Babel alude a la “soledad”95 y al aislamiento personal, más que a las barreras lingüísticas y personales. Pero hace un retrato del hombre como buscador de significado en sinergia con los otros hombres, la misteriosa comunidad de humanos a la que pertenece. Como nos dice Azcona: “estas películas nos dan una alternativa al típico retrato de la vida urbana en soledad; un detalle que puede verse en (…) películas como Thirteen Conversations About One Thing (…) o la más reciente Crash (…), en las que un personaje se refiere al aislamiento de la vida urbana cuando entiende un choque automovilístico como una oportunidad de reencontrar el sentido perdido de la interacción con los otros.”96
Estos choques entre historias hacen aflorar, sobre todo, las condiciones de posibilidad de nuestra experiencia. Y como espectadores nos descubrimos luchando por algo objetivo que no hemos escogido. Esto es un dato que tales películas nos ayudan a reconocer: necesitamos algo que responda a esas inevitables preguntas que siempre nos estamos planteando. En Magnolia, por ejemplo, en mi segunda navegación -sucedida en el contexto de la “lotta continua” cultural de la que habla Taylor dentro del ideal de la autenticidad- diría que la respuesta que aparece es la de que el perdón -etimológicamente “gran don”- es el único capaz de reestablecer la concordancia perdida en la vida. La solución, así, queda más allá del yo. Más bien del lado de un tú restaurador.
Fecha
de Recepción 6 de junio de 2009
Fecha de Aceptación 12 de noviembre de 2009