Observaciones Filosóficas - El lugar del mythos en la ciencia moderna: una crítica a la idea neopositivista de “progreso racional” en la historia de las revoluciones científicas
Una particularidad de las ciencias naturales históricas -y muy especialmente, la antropología evolutiva- es que estas disciplinas, al hablarnos de los orígenes del universo, de la tierra, de la vida y del ser humano, entran de lleno en el terreno del conocimiento que, tradicionalmente, en todos los pueblos de la tierra, había sido patrimonio exclusivo del mito y de la religión. Me estoy refiriendo al espacio simbólico de Lo Sagrado. Lo sagrado aparece en todas las sociedades humanas como un componente incuestionable del imaginario colectivo; corresponde a lo sagrado todo lo que no puede ponerse en duda de ninguna manera. Dentro de esta parcela de lo incontrovertible, todas las sociedades reservan un espacio para explicar su propio origen: así es como queda circunscrito el terreno del mito fundacional. Como ha señalado Mircea Eliade,
<<en efecto, los mitos relatan no sólo el origen del mundo, de los animales, de las plantas y del hombre, sino también todos los acontecimientos primordiales a consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy, es decir, un ser mortal, sexuado, organizado en sociedad>>4.
En la primera mitad del siglo XX, el filósofo Ernst Cassirer, en su monumental obra sobre La filosofía de las formas simbólicas, advertía de que una de las diferencias entre el “mito” y la “ciencia” puede situarse en el grado y la sutileza con los que esta última reflexiona sobre los conceptos que utiliza para dar un sentido racional a la realidad. Cassirer defendía que una ciencia que no reflexionara sobre el uso que ella misma hace de los símbolos con los que se comunica, devendría necesariamente en una forma de mitología de la realidad. No obstante, esa misma reflexión de la ciencia sobre sus conceptos no supone, en absoluto, una garantía de que el uso de las ideas científicas en las sociedades occidentales difiera, en lo esencial, del funcionamiento simbólico de diversas formas sociales de mythos en otras culturas.
Al contrario, y frente el aparente fracaso de la moderna epistemología racionalista para establecer una diferencia nítida que separe a los conceptos científicos de los conceptos míticos y los religiosos-, las íntimas conexiones que pueden trazarse entre el uso social colectivo de mythos y logos han sido retomadas como objeto de estudio preferencial por parte de la hermenéutica, la sociología de la ciencia, la epistemología y la antropología simbólica contemporáneas5. La actual impotencia del logos científico para explicarse cabalmente a sí mismo ha colocado a la filosofía del conocimiento en una encrucijada en la que se hace necesario realizar <<un viraje drástico, que puede parecer –aunque no lo es- un retorno: intentar explicar el logos por el mythos>>6.
Veamos algunos ejemplos muy significativos que han sido desarrollados en esta dirección en las últimas décadas:
El análisis narrativo de los textos literarios relizado en los años ochenta por Gilliam Beer reveló que, en su arquitectura textual, las tramas argumentales de Darwin estaban tejidas con las herramientas literarias de un hábil fabulador victoriano7. Por su parte, el enfoque estructuralista que Misia Landau utilizó, a comienzos de los noventa, para estudiar la forma narrativa de algunos textos clásicos sobre evolución humana8 hizo patente que el tema narrativo central de El origen del hombre –si bien resulta, en sus detalles, extremadamente alejado del cuento de la Cenicienta-, sugiere una especie de moraleja científica que se aproxima sospechosamente a la del conocido cuento de hadas. Merece la pena que nos detengamos un poco en esta comparación aparentemente caprichosa.
En ambos textos, de acuerdo con el análisis estructural de Landau, nos encontramos ante una historia arquetípica acerca del progreso, presente en la mitología de numerosas tradiciones culturales, en la que el ser más débil e inerme de todos se eleva finalmente a lo más alto, convertido en héroe o en heroína. La historia de la cenicienta, como El origen del hombre, nos lleva a reflexionar sobre el progreso desde la humildad, y nos empuja al reconocimiento de que sólo a través de la experiencia originaria de la degradación (familiar-genealógica) puede alcanzarse la verdadera gloria (progreso-evolución). Desde esta perspectiva analítica, el significado amplio de las conclusiones científicas de Darwin, en las últimas páginas de El origen del hombre, parece calcado a la moraleja del popular cuento infantil:
<<El hombre puede ser excusado al sentir cierto orgullo por haber alcanzado, si bien no por sus propios medios, la cima de la escala orgánica. Y el hecho de haber ascendido, en lugar de haber sido situado allí originariamente, le puede dar esperanzas para alcanzar un destino todavía más elevado en el futuro distante[…] He mostrado las evidencias tan claramente como he podido; y aún así, debemos reconocer, según me parece, que el hombre, con todas sus nobles cualidades, con toda su compasión por los desfavorecidos, con su benevolencia, que se extiende no sólo a los demás hombres sino hasta la más humilde de las criaturas, con su intelecto casi divino, que ha penetrado en los movimientos y la constitución del sistema solar –con todos estos sublimes poderes- el hombre porta todavía, en su andamiaje corporal, las huellas indelebles de su modesto origen>>9.
Mutatis mutandi, este mensaje final del Descent of Man podría servir –de acuerdo con Landau- para dar fin a cualquier otro mito que narrara el progreso de un protagonista heroico a través de una serie de episodios críticos. A pesar de todo, la narración darwiniana de la evolución del género Homo –cuyos elementos ideológicos no pueden obviarse si quiere comprenderse el éxito de Darwin en la sociedad victoriana- se incrustó simbólicamente en el corazón mismo del imaginario burgués finisecular10. Allí quedó situada como una especie de certeza científica prácticamente incuestionada, pues se consideraba basada en los hechos objetivos demostrados por uno de los mejores biólogos de la historia. El propio Darwin, haciendo uso de una retórica tecnocientífica altamente sugestiva, se había encargado de dejar bien claro a sus crédulos lectores victorianos que, a diferencia de los mitos y los cuentos para niños, en sus teorías biológicas no hallaban cabida <<ni las esperanzas ni los miedos, sino sólo la verdad, hasta el punto en que nuestra razón nos permita descubrirla>>11. De esta forma, las sutiles resonancias ideológicas de las tramas de Darwin sobre la evolución humana –como variantes biológicas de temas míticos arquetípicos acerca del progreso o del pueblo elegido- lograron pasar desapercibidas tras el blindaje retórico de las ciencias naturales. Algunas de las principales fantasmagorías evolutivas soñadas por Darwin y por la comunidad científica de la época se convirtieron en realidades objetivas, y pasaron a usarse para describir la realidad tal como es. Las fuertes connotaciones ideológicas implícitas en el discurso darwiniano enraizaron así en el núcleo del imaginario finisecular, que soñaba avanzar competitivamente por las sendas de la civilización científico-positiva a pasos de gigante imperial.
Una perspectiva no muy alejada del método de nuestro análisis fue asumida recientemente por el etnólogo y antropólogo Wiktor Stoczkowski para enfrentarse, por su parte, al análisis de las conceptualizaciones modernas (hasta fines del siglo XX) sobre los escenarios de la evolución humana12. Para Stoczkowski, la estructura narrativa de las diferentes versiones científicas sobre las condiciones en las que vivieron nuestros ancestros homínidos se encuentra, sin excepción, construida a partir de una matriz conceptual de origen mitológico. Las versiones científicas de la hominización estudiadas por Stoczkowski están construidas a partir de permutaciones de un conjunto de mitemas (o elementos estructurales de los mitos) de la tradición europea, una especie de matriz simbólica sobre la que, necesariamente, se ve obligada a operar la imaginación científica al pensar en los orígenes, insertando los datos empíricos que va obteniendo dentro de ese cuadro conceptual dado a priori en la sociedad
<<Aunque lo empírico y lo social pueden explicar por qué un científico escoge una concepción particular en detrimento de otra, esto no explica el proceso por el que las ideas –se acepten o se abandonen- son construidas en su forma particular. La imaginación es la verdadera fuente de las teorías científicas. ¿Pero qué tipo de imaginación?[…]. Esta imaginación[…] no es una facultad que nos permita abandonar la jaula conceptual en la que estamos confinados; al contrario, es la imaginación misma la que crea esa celda, y es dentro de este espacio cerrado[…] donde se modelan las religiones y las literaturas, así como las políticas, los comportamientos y las teorías>>13.
Sorprendentemente, según Stoczkowski, los diferentes modelos teóricos que “reconstruyen” las condiciones ambientales –el escenario evolutivo- donde se produjeron los primeros pasos de la hominización, parecen derivarse –por medio de un álgebra de permutaciones e inversiones simbólicas- de una serie de conceptos mitológicos tradicionales sobre los atributos del Paraíso terrenal(!). Estos conceptos míticos tradicionales pueden, incluso, haberse invertirdo completamente y ser substituídos por ideas que simbolizan sus opuestos14. La conclusión de Stoczkowski es que la imaginación científica sólo puede funcionar, en sus intentos de construir modelos teóricos sobre el orden natural –en este caso, los distintos escenarios de hominización formulados por los especialistas en evolución humana-, a partir de un fondo conceptual heredado, en el que los lugares comunes y las construcciones mitológicas acerca de la naturaleza tienen un papel fundamental:
<<El análisis al que hemos sometido a los escenarios de hominización sugiere que, en este caso particular, las concepciones construidas por los especialistas no pueden explicarse completamente ni por las limitaciones impuestas por su contexto cronológico –como el historiador social de las ciencias propondría-, ni tampoco por los datos obtenidos en la investigación –como querría el empirista-. Al contrario de lo que se piensa habitualmente, los científicos no obtienen sus conclusiones de los datos empíricos, como tampoco se limitan a reescribir la historia de acuerdo con la ideología predominante. De hecho, más bien tratan de organizar los heterogéneos materiales conceptuales que la sociedad pone a su disposición, incluyendo tanto los nuevos datos y las ideologías recientes como los lugares comunes del pasado. Estos diversos materiales son la base real del trabajo del científico; los científicos no infieren nada a partir de ellos; simplemente, tratan de ponerlos en orden>>15.
Nuestras propias investigaciones sobre la historia de la biología humana en el siglo XIX indican, por su parte, que los diversos modelos teóricos de la biología humana poligenista -que postulaba la división biológica de la humanidad en un conjunto de especies humanas contemporáneas-, emergieron simbólicamente de un mismo fondo mítico, de origen inmemorial en la tradición europea16. Nos estamos refiriendo a la mitología sobre el hombre salvaje, figura que -como entidad intermedia entre el mundo “civilizado” de lo humano y el tenebroso mundo de la animalidad, como frontera entre el hombre y la bestia- se mantuvo en la tradición “occidental”, bajo diversas encarnaciones simbólicas, al menos desde la Grecia clásica17.
Como es bien sabido, las diversas variantes culturales de un mismo mito se caracterizan, en muchas ocasiones, precisamente por la oposición radical de todos sus términos, incluso por la inversión de todos sus valores; valores que se entrelazan, sin embargo, según un patrón estructural que puede ser descubierto a partir del análisis antropológico, gracias a ciertas <<reglas de transformación que permiten pasar de una variante a otra, mediante operaciones semejantes a las de el álgebra>>18. Lévi-Strauss demostró cómo, al analizar la variedad temática de la mitología de varios pueblos americanos –mandan, hidatsa, pies negros-, a veces expresada en un verdadero antagonismo narrativo de las distintas variantes, podían encontrarse <<todas las oposiciones ya analizadas en el plano del mito, con inversión de los valores atribuidos[…]. Dicho de otra manera, los valores semánticos son los mismos: han sido solamente permutados en un rango con respecto a los símbolos que les sirven de soporte>>19.
También los grandes cambios paradigmáticos en la historia de las ciencias naturales aplicadas al estudio tecnocientífico de nuestra especie siguieron, en ocasiones, un patrón de cambio similar al mencionado proceso de sofisticación de las mitologías a partir de una misma matriz conceptual básica20. Hasta donde conocemos, en su aplicación teórica al origen del ser humano, el evolucionismo ortodoxo del siglo XIX proporciona los mejores ejemplos de la relación de complementaridad entre el pensamiento mítico y tecnocientífico. A pesar de los innegables cambios conceptuales que, desde 1859, introdujo el nuevo paradigma evolucionista darwiniano sobre el origen de las razas, una misma arquitectura simbólica de origen mitológico (y profundamente racista) permaneció inalterada a lo largo de todo el proceso de cambio en el imaginario científico sobre la variabilidad de las poblaciones humanas. En su tratamiento evolucionista sobre el origen de las razas salvajes, las concepciones enfrentadas del monogenismo y el poligenismo parecen constituir simples variantes históricas de una serie de temas míticos propios de la cultura occidental.
En (mayor o menor) consonancia con nuestras propias ideas, numerosos estudios recientes sobre los cambios de racionalidad asociados a las grandes revoluciones científicas (mecanicista, evolucionista…) parecen contradecir las viejas fábulas épicas de la versión demarcacionista ortodoxa. Al contrario, esos nuevos estudios21 refuerzan notablemente la idea de que la forma de pensamiento utilizada por las colectividades científicas no difiere, en numerosos rasgos antropológicos, del antiguamente llamado pensamiento salvaje (término empleado hasta el umbral del siglo XX precisamente para diferenciarlo del pensamiento supuestamente más racional del hombre civilizado) y que las formas de conceptualización mitológica no han desaparecido de las teorías científicas modernas ni del análisis epistemológico de esas teorías. En nuestra opinión, un análisis simbólico parecido al que Misia Landau22 realizó sobre diferentes propuestas evolutivas de la biología moderna (comparando la estructura narrativa de las narraciones científicas de la evolución humana con la de los cuentos que narran el ascenso de un héroe desde una posición inicial de extrema debilidad), podría ser perfectamente aplicable, a su vez, para señalar la perfecta analogía estructural entre algunas historias neopositivistas de la ciencia -que nos hablan de grandes lecciones científicas de humildad intelectual, como el fin copernicano del geocentrismo, o el fin darwiniano del antropocentrismo- y los cuentos clásicos para niños.
Para Landau, el pensamiento evolucionista de la biología moderna opera en muchos casos sobre la misma matriz conceptual sobre la que puede ubicarse el análisis de ciertos mitos y fábulas. El esquema narrativo de la hominización biológica propuesto en El origen del hombre de Darwin presenta, en opinión de Landau, numerosas analogías estructurales con el famoso cuento de la Cenicienta. Apoyándose en el conocido análisis estructuralista de los cuentos de hadas de Bettelheim23, Landau señala la presencia en ambos textos de una arquitectura conceptual sospechosamente semejante. Ambos textos nos hablan <<de la criatura humilde elevada, del verdadero mérito al fin reconocido, incluso si se esconde entre harapos, de la virtud recompensada y la maldad castigada[…]. Pero bajo este contenido explícito, se oculta todo un cenagal de material profundamente complejo y, en buena parte, inconsciente, cuyos detalles son simplemente aludidos por la historia, en el grado mínimo en que esa alusión permita que se inicie el juego de nuestras asociaciones inconscientes>>24. Desde nuestra pespectiva, este mismo patrón arquetípico de las narraciones históricas -basadas en la mitología progresista de la sociedad capitalista- se encuentra perfectamente instalado en la corriente neopositivista de la historia del pensamiento científico, que nos habla como a niños sobre una ciencia beatífica, sin percatarse ella misma de su propia puerilidad. Hasta fechas no muy alejadas, la ortodoxia demarcacionista-neopositivista en historia del pensamiento científico, al eliminar toda posibilidad de equiparación entre la racionalidad tecnocientífica y el resto de formas de pensamiento (artístico, mitológico, religioso…), simplemente se vio forzada a ignorar en sus análisis históricos toda una larga genealogía de ideas y teorías aparentemente irracionales y que, sin embargo, podían situarse en el núcleo de los debates científicos más ortodoxos. Como intentaré argumentar a continuación, no faltan ejemplos de este tipo de proceder historiográfico fuera de las ciencias naturales aplicadas directamente a nuestra especie.
La historia de la primera gran revolución de la ciencia moderna, en concreto, constituye el mayor orgullo de la familia neopositivista. Con ella se alcanzan los más nobles jalones de toda su larga genealogía de héroes científicos. No obstante, -gracias, en buena parte, a algunos trabajos ya clásicos, vinculados al constructivismo de la “escuela de Edimburgo”; gracias, en parte, a los trabajos de otros autores como el mismo Feyerabend, o Charles Webster-, la visión clásica de la revolución ha sufrido una transformación radical. Tanto es así que, finalmente, ésta ha acabado por convertirse en un fenómeno del todo diferente al que todas nos habíamos acostumbrado ya, gracias a la clásica y confortable versión del racionalismo demarcacionista. Las viejas narraciones hagiográficas con las que se nos adoctrinó desde la infancia acerca de la revolución copernicana, del juicio a Galileo, de la gloriosa liberación de la humanidad del yugo dogmático de la iglesia, del gran mito geocéntrico, del recuerdo imborrable de la manzanita gravitacional que a todos nos contaron en la escuela (e incluso, si a uno aún le quedaba un poco de fantasía extra, de sus gusanillos inerciales…), aquellas fábulas tan eficaces para calar hondo en nuestro entonces aún dúctil esqueleto simbólico infantil, han dado paso a un conjunto variado de perspectivas históricas más críticas, que nada tienen que ver con las del viejo estilo. En palabras de Charles Webster, al respecto de la gran revolución de la ciencia mecanicista, el enfoque neopositivista había supuesto:
<<un importante elemento de distorsión en las descripciones del surgimiento de la ciencia moderna con la subestimación del grado en que autores como Paracelso, o autores que pertenecían a la tradición del neoplatonismo o del hermetismo, continuaban siendo parte integrante de los recursos intelectuales de la élite educada hasta bien entrado el siglo XVII. Es tan grande la evidencia que indica el constante interés en filosofías contrarias a la filosofía mecanicista, que la única forma de arreglar esa vasta anomalía ha sido separar a los líderes de la ciencia –considerándolos hombres representativos de su tiempo- de la mayoría más crédula y no representativa. Por desgracia para quienes proponen esta teoría, figuras de notable importancia, incluyendo a Newton mismo, resultan tener vivo interés por lo oculto. La única manera de encontrar una salida a este fenómeno es adoptar el recurso poco convincente de postular una división de la personalidad en los científicos, acusados de ser inconsistentes en la práctica del ideal científico>>25.
Todos aquellos rasgos problemáticos de la racionalidad científica que la historiografía tradicional había obviado, y que en ningún caso podían explicarse de acuerdo con los parámetros de una lógica estrictamente “demarcacionista”, tienen hoy día un peso insoslayable para cualquier estudioso del horizonte de comprensión científica durante la primera revolución de las ciencias naturales modernas. Hoy sabemos ya que, para Newton, por ejemplo, siguió siendo enormemente <<importante que su teoría gravitacional fuera consistente con la evidencia relacionada con el microcosmos terrestre y humano>>.26 Sabemos ya que aquel a quien Feyerabend definió como el <<espantoso Newton>>27 profirió en voz alta el postulado fundamental de la cuadratura del círculo entre la ciencia y el poder:
<<la Naturaleza es la Constitución de Dios, y siempre está a sus órdenes; y el Estado de lo Natural siempre se acomoda al del Mundo Moral>>28.
La nueva historia de las ideas científicas desafía de esta forma a los viejos apóstoles del racionalismo instrumental, que ven la prodigiosa mente del más santo entre sus santos literalmente inundada de puro pensamiento mágico. En fin, ante lo expuesto, quizás podría compararse -en términos metafóricos- a la historia demarcacionista de las ideas científicas con un colosal teatro de guiñol intelectual en el que los héroes científicos habrían librado a la humanidad de las garras de la superstición, la religión y la pseudociencia, a lo largo de diversas gestas épicas en la historia del conocimiento. Como indica Charles Webster, al respecto de la deformación ideológica inducida por la historia neopositivista de la primera gran revolución científica:
<<Este proceder es acorde con los profundos prejuicios impuestos por la ideología científica moderna. En realidad, la visión del mundo de la revolución científica debería verse como un fenómeno diverso, resultado de una dinámica correlación de fuerzas que emanaba de muchas direcciones distintas. Todas estas fuerzas contribuyeron al proceso de creatividad y cambio, y ninguna de ellas merece ser descartada a priori como carga intelectual inútil proveniente de un desacreditado pasado mágico>>29.
Este tipo de mitificación de la historia o de las teorías que se producen entre las comunidades de sabios, a causa de la repetición insistente de ciertos axiomas incuestionables, asumidos a priori –como el dogma de la superioridad epistemológica del pensamiento tecnocientífico, o la concepción positivista del carácter progresivo de la historia del conocimiento- son, sin embargo, tan viejas como la misma ciencia. Ya el primer filósofo crítico del método científico, Francisco Bacon, reconoció la enorme influencia de los prejuicios colectivos en las teorías científicas contemporáneas:
<<Existen, finalmente, fantasías (idola) que penetraron en el alma de los hombres por medio de los diversos sistemas filosóficos; por medio también de pervertidos métodos de demostración[…]. Y no nos referimos únicamente a aquellos de los viejos filósofos o de las antiguas sectas[…], sino también a principios y axiomas parecidos de las ciencias particulares que se han robustecido a través de la tradición, la fe y la falta de crítica>>30.
Merece la pena que nos detengamos por un momento a analizar la arquitectura simbólica de esos prejuicios que compartieron muchos de los artífices de la primera gran revolución científica. Si bien el programa revolucionario de la ciencia mecanicista intentaba limitar su campo de estudio al espectro de los fenómenos mecánicos, esto no significa, como apuntaba Bacon, que los principales apóstoles de la nueva racionalidad instrumental no dieran cabida, entre los fundamentos últimos de sus concepciones científicas, a fenómenos de cariz puramente mágico o esotérico, junto a otros de raíz eminentemente cristiana. Para ciertos especialistas actuales, como Steven Shapin, la propia filosofía mecanicista de la ciencia newtoniana-cartesiana no puede ser entendida sin recurrir al axioma metafísico de una naturaleza pasiva e inanimada –que por primera vez pasaba a comprenderse de forma recurrente por medio de la metáfora de la máquina-. Pero, a su vez, este mismo presupuesto ontológico exigía que el movimiento –como algo no inherente a la materia- tuviera que provenir forzosamente de un agente exterior, es decir, del Creador31.
En este sentido, la nueva y revolucionaria filosofía natural del mecanicismo fue interpretada por la mayor parte de sus autores principales –de Hobbes a Descartes, de Boyle a Newton- como una especie de soporte de la verdadera religión frente a las tendencias heréticas (de indudable contenido político) del momento. De hecho, las diversas alternativas pseudocientíficas contrapuestas a la visión del mecanicismo científico ortodoxo -defensor de la idea de un único agente espiritual como último motor del cosmos-, a las que Boyle se refería en conjunto como la “visión vulgar de la naturaleza”, fueron utilizadas por el pensamiento político radical de la época –caso de los C.S.I.C.diggers, en Gran Bretaña-, con el intento de subvertir el orden social establecido. En palabras de Shapin, la pseudociencia o ciencia heterodoxa fue esgrimida por grupos sociales revolucionarios <<para argumentar contra una gama de jerarquías políticas y religiosas>>32.
De acuerdo con esta interpretación alternativa de la primera gran revolución de la ciencia, la función de legitimación social -en último término, de legitimación mitológica- de los paradigmas científicos modernos no puede ignorarse sin incurrir en la irresponsabilidad o la deshonestidad intelectual. En las sociedades burguesas de occidente, la ciencia pasó a garantizar, junto a la teología cristiana, el orden verdadero de la naturaleza. Como ha expresado irónicamente el sociólogo del conocimiento David Bloor, una vez que la traducción ortodoxa de la Palabra de Dios comenzó a adquirirse por medio de la Racionalidad Científica, <<en lugar del despliegue histórico de la inspiración divina tenemos el despliegue de la indagación racional[…]. En lugar de la herejía tenemos la irracionalidad y las desviaciones del método científico verdadero>>33.
En cualquier caso, a lo largo del proceso de cambio histórico que condujo a que el paradigma de la racionalidad mecanicista se convirtiera en ortodoxia, la nueva comunidad científica se fue constituyendo como grupo de poder en torno a la creación de un Nuévo Órgano (instrumento), un nuevo método de interpretación de la naturaleza, que a un tiempo se contraponía y complementaba a los procedimientos alternativos de los teólogos, los magos, y los alquimistas contemporáneos (entre los que, como hemos visto, podían contarse algunos mecanicistas ilustres…). El argumento ideológico de un método científico superior se convirtió de pronto en un poderoso instrumento de autolegitimación para el grupo de los nuevos filósofos mecanicistas. Incluso, algunos de estos nuevos intérpretes se atrevieron a defender que los métodos de la hermenéutica científica poseían una eficacia superior a los de la teología para encontrar el verdadero significado de la voluntad de Dios en lo referente a la naturaleza. Para Bacon, por ejemplo, el nuevo método científico tenía, entre sus principales finalidades, la de purgar el cristianismo protestante de los “ídolos” y de los “cuentos de vieja” que hasta entonces habían deformado la comprensión humana del orden natural impreso por Dios en el cosmos34. Boyle, por su parte, concebía el trabajo en el laboratorio como una oración, y pensaba en los filósofos naturales como en los “sacerdotes de la naturaleza”. Ni siquiera Newton podía entender su propia astronomía sin el recurso imaginario a la intervención periódica del verdadero Dios cristiano, con el fin de corregir la inercia que, de acuerdo con las leyes matemáticas que gobernaban el curso de los planetas, terminaría conduciendo al sistema solar hacia el Apocalipsis final. Para el bueno de Isaac, su ciencia demostraba que Dios intercedía a voluntad sobre la máquina del cosmos, modificando cada cierto tiempo sus propiedades regulares. Las desviaciones con respecto a los cálculos no se atribuían a errores del propio sistema newtoniano, sino que servían como refuerzo irrefutable de la idea de la vigilancia continua del Primer Motor35. Como ha señalado Steven Shapin, a pesar de la Reforma, la concepción de este “Dios-acechante” aparece en la mayoría de los filósofos naturales de la época de Newton. Esa idea mitológica compartida por muchos de los científicos más ortodoxos del periodo sirvió como <<un instrumento tanto teológico como social, pues se pensaba que sólo si se comprendía que Dios “se mantenía vigilante”, la conducta correcta tendría una poderosa motivación última>>.
Por lo que respecta al desarrollo histórico de las nuevas tecnologías asociadas a la investigación mecanicista, el insólito espectro de fenómenos naturales revelados de golpe a través de instrumentos como el microscopio o el telescopio no hizo sino contribuir a incrementar el asombro de la época ante la inteligencia perfecta del creador. Todas las partes del cosmos, incluso aquellas que hasta entonces habían aparecido insignificantes al ojo humano, se desplegaban ahora como las máximas expresiones de un orden y una armonía perfectas. De este modo, en la propia visión científica de la naturaleza como un mecanismo, infinitamente superior a cualquier artificio de nuestra inteligencia, encontró su principal sustento la idea mitológica del diseño inteligente por parte de un Creador, idea que dominará el estudio científico de las formas orgánicas hasta el siglo XIX. En resumen, la racionalidad empleada en la ciencia mecanicista ortodoxa –al igual que la empleada en la alquimia, la astrología, o las sectas contemporáneas- recurrió sistemáticamente a concepciones mágico-religiosas en torno al orden del cosmos. A medida que nuevos autores han vuelto una y otra vez a reinterpretar los primeros textos sagrados de la ciencia moderna, ha ido apareciendo con mayor claridad la distorsión ejercida por la visión racionalista tradicional de la primera gran revolución científica.
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Pasemos ahora a otro ejemplo de transformación revolucionaria del imaginario científico occidental. A partir del siglo XVIII, con la paulatina implantación del evolucionismo como pensamiento dominante en el ámbito de la especulación teórica sobre el origen de la vida, asistimos a un proceso de sofisticación de ciertos arquetipos simbólicos del todo semejante al que dio origen a la imposición del mecanicismo en la ortodoxia científica. En ambos procesos históricos podemos contemplar cómo toda una serie de conceptos de origen mitológico se transforman, mediante una especie de álgebra simbólica, en sus conceptos científicos complementarios. En el paso a la cosmovisión evolucionista, la idea mitológica del “diseño inteligente” por parte del Creador fue reconducida hacia el concepto científico de adaptación evolutiva. Por su parte, el mito jerárquico de la “escala de los seres”36 –al que se sobrepuso una dimensión temporal comprendida en términos de progreso linear, en perfecto acuerdo con la metafísica burguesa del cambio histórico-, pudo transformarse por fin en el concepto decimonónico de “evolución”. Por fin la “mano larga de dios” de la vieja teología natural del cristianismo, ese Dios acechante de Newton, fue racionalizado bajo la idea malthusiana de la selección natural, y con este nuevo disfraz conceptual pudo seguir <<meciendo la cuna de la naturaleza>>37 en los países capitalistas. Todos estos conceptos, míticos o científicos, aparentemente opuestos, resultan, tras el análisis simbólico, perfectamente complementarios en su función social de legitimación de las sociedades burguesas.
En definitiva, cuando, al emprender el estudio de una “revolución científica”, se analiza el significado de los cambios introducidos en el conocimiento de la naturaleza, se perderá gran parte de sentido en el análisis si, como causa última de tales cambios se invoca la búsqueda de la verdad. No puede apelarse a saltos cualitativos progresivos en la persecución de la verdad, puesto que es innegable que tal búsqueda está también presente en cada uno de los esquemas del saber “pre-racional” o “pre-científico”. Los cambios en el conocimiento considerado ortodoxo durante un periodo histórico y en el seno de una sociedad dada se producen en un contexto más amplio de cambios en las prácticas socializadas de los grupos encargados de la producción del conocimiento. El significado amplio de las nuevas concepciones científicas emerge a partir de esos cambios sociales en el comportamiento práctico de los grupos intelectuales dominantes, y no tan sólo a partir de deducciones e inducciones lógicas formalmente válidas. Por lo demás, parece difícil negar que, para implantarse como forma de saber normal, el nuevo conocimiento científico emergente requiere siempre de unas sólidas bases de aceptación ideológica, en el marco ortodoxo del orden social de su época. Las grandes reformas del conocimiento científico se inician cuando las antiguas instituciones que hasta entonces monopolizan el saber sobre el funcionamiento de la naturaleza, se ven erosionadas en el transcurso de complejos procesos sociohistóricos, a lo largo de los cuales se producen cambios entre las clase hegemónicas que controlan las instituciones académicas de investigación, los centros de manufacturación de la verdad. En estos periodos de crisis profunda de la cultura, la sociedad y la política, el viejo orden moral-conceptual se rompe, y en consecuencia, puede darse cabida a la aparición de nuevos fenómenos observables que antes estaban vetados simbólicamente, dando así origen a un desplazamiento del horizonte de la comprensión del mundo.
Frente a las viejas instituciones de producción del conocimiento se levantan otras nuevas, cuyos miembros se distinguen por sus peculiares prácticas para adquirir el saber tanto como por su ideología. El nuevo método científico revolucionario no es más que el conjunto de rituales profesionales que caracteriza al colectivo científico de vanguardia, que –junto con el empleo de un lenguaje hermético sólo al alcance de los iniciados en la nueva escuela- sirve para cohesionar internamente a la comunidad frente a otras comunidades de sabios. La diferencia entre las nuevas y las viejas instituciones del saber se refleja, además, en la diversa composición social de sus miembros respectivos, que poseen un diferente bagaje ideológico, político, cultural, etc. (por ejemplo, caballeros libres frente a teólogos en el caso de la revolución mecanicista; jóvenes burgueses especialistas en paleontología, embriología, biogeografía…, frente a viejos profesores beatos en el caso del evolucionismo decimonónico).
Así, los cambios en el orden civil promueven, de forma necesaria, un cambio en la lectura del orden natural que guia el comportamiento económico de las sociedades. ¿Cómo? Por medio de cambios en la financiación y en el patronazgo del nuevo grupo social encargado de la creación del conocimiento. La financiación de los nuevos grupos de producción del conocimiento responde a los intereses de las clases dirigentes por fortalecer su posición, tanto desde un punto de vista práctico (conocimiento=poder) como de legitimación cultural. La ciencia –al igual que la mitología o las religiones- proporciona necesariamente sus emblemas naturales a la clase dirigente de quien depende (ahí están las estrellas mediceas de Galileo, el Lepus darwinii de Broca, que alzaba al caucásico como una especie natural por encima de las demás razas humanas; o, en su conjunto, ahí están las teorías evolucionistas finiseculares sobre la superioridad evolutiva del hombre blanco…). Estos emblemas científico-mitológicos ejercen su altísima eficacia simbólica al justificar y racionalizar el orden social desde la misma esencia de la organización de la naturaleza. A este respecto no hace falta hablar del papel jugado por los conceptos darwinianos de lucha por la existencia o de selección natural, muy semejantes en sus funciones de legitimación del orden imperialista de la burguesía decimonónica a la idea ortodoxa del Dios acechante en la ciencia mecanicista y frente a las “visiones vulgares” de la naturaleza. Desde esta perspectiva antropológica, la brecha abierta entre el darwinismo científico y el creacionismo religioso no resulta tan radical como puede parecer si nos fijamos tan sólo en sus respectivos enunciados teóricos acerca del origen de la humanidad. Como ha señalado Andrés Galera, existen numerosos puntos de contacto en la arquitectura simbólica de ambas cosmovisiones:
<<El origen de los organismos se traslada a la creación de alguna(s) forma(s) viva(s)[…]. A partir de ahí, Dios actúa del mismo modo en que actúan los granjeros: combinando y seleccionando los mejores individuos[…] por medio de un mecanismo general que deriva de las leyes materiales que gobiernan la naturaleza[…]. Por lo tanto, el creacionismo y el darwinismo no son teorías opuestas[…], se complementan recíprocamente, en un modo que depende del grado de libertad que dios otorga al destino del universo. Cuanto mayor sea esa libertad, mayor es su compatibilidad>>38.
En definitiva, de acuerdo con los criterios planteados hasta aquí, la idea de progreso acumulativo en la racionalidad no parece demasiado adecuada para explicar los procesos de cambio en el imaginario cultural que se producen con las llamadas revoluciones científicas. Sin embargo, observar el cambio en la definición de quiénes pueden acceder a la participación cultural y a la producción de conocimiento, ayuda a comprender esos mismos problemas en términos históricos no progresistas. Esos cambios en las prácticas sociales asociados a los cambios conceptuales son, en sí mismos, superracionales, trascienden de todo punto el ámbito de la lógica formal, no están relacionados directamente con ninguna clase de metodología especial de las ciencias. Su enorme importancia para la historia del conocimiento científico sólo puede hacerse patente si se analiza a la ciencia más allá de los estrechos límites de su supuesta (e infundada) superioridad metodológica, o de su mayor o menor coherencia en términos de lógica formal.
En anteriores trabajos39, hemos intentado poner de manifiesto la naturaleza absolutamente mítica de algunas de las concepciones originarias de la biología sobre el origen evolutivo de las razas humanas. Para acabar, quisiéramos añadir una última reflexión sobre la racionalidad de las ciencias naturales en su estudio científico de la especie humana. Si nuestro análisis de la biología humana evolucionista es aproximadamente adecuado para aplicarse a todo ese ámbito disciplinar de las ciencias, la racionalidad de la investigación farmacéutica, biomédica, psiquiátrica, o antropológica sólo debería evaluarse a partir de criterios de análisis más amplios que los de la coherencia lógica formal de los enunciados científicos. Estos otros criterios deben necesariamente enfrentarse al problema de que los más fundamentales conceptos del pensamiento científico sobre la naturaleza humana (raza, género, enfermedad, genética, sexo, locura…), arrastran, desde su origen, una imponente carga emocional (inconsciente) de carácter sociocultural. Las emociones socializadas inconscientemente por los científicos, de acuerdo con el paradigma socioemocional de la clase a la que pertencecen, contribuyen de forma esencial a configurar la significación práctica de los conceptos y las teorías aplicadas a nuestra especie, ya sea en medicina, en biología, en psiquiatría… La significación amplia de las teorías científicas -y con ellas, las nuevas prácticas colectivas a las que las teorías otorgan una racionalización- no puede captarse si el análisis hermenéutico de la ciencia no alcanza a ver más allá de la dimensión literal del discurso técnico especializado. Al contrario, el significado amplio de algunos conceptos científicos fundamentales -por ejemplo, el concepto decimonónico del atavismo aplicado al estudio biológico de las razas-, puede ser desvelado, entre otros medios, a través del análisis de las emociones políticas (como el racismo de la burguesía colonial decimonónica) dentro de las comunidades científicas correspondientes. En definitiva, el patrón que observamos en nuestro análisis de la historia de la ciencia aplicada al ser humano no es el progreso de la racionalidad, sino la sofisticación superracional de los debates científicos. Quizás, por último, al comprender que, históricamente, toda la ciencia se desenvuelve por sofisticación -palabra cuya etimología nos remonta a los sofistas- y no mediante el progreso linear hacia la verdad objetiva, comprendamos también la necesidad de fomentar la participación comunitaria en la elaboración de una ciencia democrática –abierta a la participación social, más allá del círculo limitado de los especialistas-. Como hemos intentado argumentar en otra parte40, no hay argumentos históricos, lógicos o metodológicos que puedan mostrar definitivamente la superioridad epistemológica de una teoría concreta. En consecuencia nadie –ningún estado, ninguna multinacional- está legitimado para apelar místicamente a la mayor racionalidad de la opinión científica que resulte más favorable a sus intereses, si esta no ha tomado en cuenta la opinión de las comunidades humanas afectadas.
Juan Manuel Sánchez Arteaga - Doctor en Biología.
Dpto. de Historia de la Ciencia, Instituto de Historia, C.S.I.C.