Hay una forma de la memoria de los seres humanos que recoge, preserva y transmite las voces de los victimados a través de las generaciones. Ningún siglo ha explotado esta forma de la memoria como el pasado siglo XX, puesto que nunca como ahora los estados nacionales habían logrado producir técnicamente, en tan corto plazo, tan alto número de víctimas. Esta situación, que podemos caracterizar como la de una creciente monopolización de la violencia en manos del Estado, ha creado al mismo tiempo una multiplicación y dispersión de voces que reclaman el derecho a ser oídas, es decir, demandan un lugar y un tiempo donde contar el relato de las injusticias sufridas a manos de los poderes políticos y tecnológicos. Pero, la dispersión puede ser atronadora: hoy en día y en nombre de la memoria se justifican empresas etnocidas (la guerra de Bosnia es un ejemplo, otro sería la guerra entre el estado de Israel y los palestinos), empresas etnocidas -insisto- de dimensiones violentas preocupantes. Es posible decir, entonces, que la memoria puede llegar a ser excesiva, abusiva. El exceso, aunque no sea imputable exclusivamente al desarrollo tecnológico que acompaña a las sociedades de mercado en las cuales habitamos, es de manera importante un exceso técnico-político: la memoria ha experimentado también, como cada uno de nosotros, los efectos de pantalla de una sociedad del espectáculo y la estetización de la experiencia. La memoria ha llegado a la televisión antes considerada el reducto de la historia oficial. Con todo, las memorias jamás serán prescindibles, son lo único que tenemos o conocemos que puede erigirse en contra de las historias oficiales que son siempre historias de los vencedores (llámese el vencedor liberalismo, leyes del mercado, gobierno nacional, imperio, etc.).
Con todo, uno sin duda podría decir, mediante una analogía psicológica simple que el “retorno de lo reprimido”, es decir, el trabajo de la memoria con el fin de recuperar lo que ha sido omitido, olvidado, ignorado o reprimido puede acarrear tanta o más violencia que la que pretende denunciar. Freud anunció desde hace mucho tiempo este potencial explosivo o violento que caracteriza el retorno de lo reprimido, ya sea para el individuo o para la sociedad. Pero ciertamente podemos reparar en que los trabajos de recuperación de la memoria omitida de las víctimas, trabajo propositivo, político y ético no es exactamente el mismo trabajo, patológico si se quiere, que tiene lugar como síntoma cuando la represión de un recuerdo traumático se hace presente como trauma. Puesto que este último, aunque originario, es siempre el efecto del trabajo conflictivo de una individualidad asolada por reglas sociales, pulsiones y destinos manifiestos como la muerte. En el caso de la memoria de las víctimas, transmitida, en busca de alguna forma de justicia, lo que puede aparecer como un ejercicio que provee la distancia crítica necesaria y es la base de acciones responsables y que puede volverse en otra oportunidad la ocasión para nuevas aberraciones, el conflicto no es vivido inconscientemente sino asumido, elaborado y reelaborado cuantas veces sea necesario. También puede observarse que la distinción aquí propuesta entre una experiencia vivida (acting out —pasaje al acto— del síntoma) y una experiencia elaborada del trauma social y originario puede aún someterse a un examen. Examen con el fin de permitir pensar que en la transmisión de la memoria de las víctimas, las fuerzas singulares y circunstanciales que entran en juego para otorgar sentido a la denuncia no son para todos los implicados autoevidentes. Será preciso un trabajo interpretativo como aquel que se establece entre analista y analizando con rasgos críticos, distanciadores, que son materia a su vez de una reflexión política o psicoanalítica, según sea el caso, imprescindible.
El siglo XX tuvo como mérito propio —sin duda un mérito muy cuestionable— el haber consolidado junto a la monopolización estatal de la violencia, el derecho de vida y muerte que la acompaña, mediante el empleo racionalizado de la tecnología. El papel de las nuevas tecnologías como sugeríamos hace un instante es también un asunto que señala o indica una diferencia decisiva entre procesos sociales o individuales de la memoria. Es conveniente que el papel que desempeñan los medios masivos de información o comunicación en la transmisión de la memoria de los victimados tenga un lugar decisivo en el análisis. Otra cara de la tecnología debe por igual tomarse en cuenta puesto que la nueva industria de la muerte, donde los intereses privados se disuelven en el interés monopólico del Estado totalitario o dictatorial, pone en marcha dispositivos tecnológicos de destrucción de mujeres y hombres, jóvenes y viejos, previamente decretados subhumanos por medios burocráticos. La burocracia, tras el papel de las tecnologías contemporáneas, reclama un sitio especial en la reflexión. El dispositivo general (industrial, militar y burocrático), matizado por diferencias nacionales e idiosincráticas —puesto que lo encontramos en la Alemania nazi (la teoría del Estado total), en las dictaduras del Cono Sur y en las guerras contra VietNam, Guerra del Golfo o la guerra contra Irak—, supuso una suerte de economía de la muerte que echó mano de las víctimas para usarlas como victimarios, como en el caso de los comandos especiales o sonderkommandos en la Alemania nazi, pero supuso sobre todo una racionalización instrumental y productivista del tiempo y el espacio mediante el trabajo en cadena y la burocratización de los procesos de exterminio.
Como ha enfatizado el historiador Enzo Traverso, el genocidio totalitario nazi sólo llevó hasta sus últimas consecuencias las técnicas militares, económicas y jurídicas inventadas por Europa para hacer posible la colonización del resto del mundo. Sin embargo, en algo fue definitivamente original el pasado siglo: el campo de exterminio sería el primer ejemplo de “crimen sin sujeto” de la historia reciente. El tipo moderno de “asesino de escritorio”, cuyo paradigma encontramos en Eichmann, es el resultado perfecto del “autocontrol de las pulsiones”, rasgo civilizatorio decisivo de la secularización según Freud. Este individuo no siente remordimientos ante sus acusadores sino una especie de melancolía: si sus acusadores no hubieran ganado la guerra “la solución final” (término que los nazis aplicaban al genocidio de gitanos, judíos y soviéticos), no habría sido interpretada como “crimen de guerra” según el derecho internacional, sino como un procedimiento (médico o religioso) legítimo (llámese eutanasia o purificación de la raza). Donde otros ven violencia desmesurada contra la especie humana en general, los nazis sólo vieron eficiencia terminal que reclamaba un profundo autocontrol del miedo, del odio racial, etc., en su búsqueda legítima (según la medicina, la religión y el derecho) de purificación racial.
El historiador que hay en todos nosotros sin embargo prefiere no dejarse engañar por esta mezcla de teleología y pragmatismo defendida por los acusados nazis en los juicios de Nuremberg; el crimen, se lo mire por donde se lo mire, tuvo lugar. Lo que quedaría por discutir es si se trató de crímenes contra una etnia o bien de crímenes contra la especie humana en general y un atentado contra lo por venir de la misma. Esta cuestión es sumamente importante si lo que la memoria busca no es el recuerdo por el recuerdo, la redención o la sanación del cuerpo social sino la justicia (total o por venir).
En este sentido el psicoanalista puede perseguir lo mismo que el historiador. La noción psicoanalítica de “autocontrol de las pulsiones” que da cuenta de un rasgo civilizatorio importante producido en la modernidad, explica la vinculación ominosa entre las prácticas burocráticas y el típico “asesino de escritorio” que fue Eichmann. Esta explicación que enfatiza las contradicciones del proceso civilizatorio o de lo que Freud llamó “el proceso de secularización” es interesante pese a los problemas que podamos encontrarle. Brevemente los siguientes:
1. Por ejemplo, la cuestión de la aplicabilidad del psicoanálisis a fenómenos socio-históricos. Cuestión que se refiere no tanto a la búsqueda de reglas para normar el intercambio interdisciplinario de categorías, sino, sobre todo, cuestión estratégica. Estratégica a condición de que se refiera a los efectos singulares, políticos o éticos, que pueden o deben producirse, segun el caso, cuando las categorías psicoanalíticas son usadas para explicar o interpretar otro tipo de fenómenos (como los crímenes de guerra).
2. En este último sentido, el problema del estatuto del psicoanálisis,
de saber si el psicoanálisis es un saber explicativo o un arte
interpretativo. Sin olvidar que no es seguro que el psicoanálisis
contenga, como decíamos más arriba, algo así como “categorías”, o sin
olvidar examinar los efectos semánticos que tal terminología corre el
riesgo de ocasionar. Seguramente a ciertos psicoanalistas podrá
parecerles interesante y conveniente la reducción psicoanalítica. Lo
problemático aparece al suponer, como lo hiciera Freud en una ocasión,2
que la interpretación psicoanalítica vendría a ocupar exitosamente el
lugar de una explicación mistificadora (religiosa por ejemplo) del
fenómeno. El psicoanálisis aparece así (mistificadamente puesto que
totaliza la historia de los saberes) como el verdadero saber en
oposición a explicaciones ideológicas. Viejo problema que alguna vez se
discutió como el de las relaciones entre psicoanálisis e ideología.
Pero cuestión aún sugestiva.
3. Otra causa de
problemas o al menos de malos entendidos es la inferencia naturalista
de que el psicoanálisis trabaja sobre lo subjetivo y el historiador
sobre el fenómeno sociocultural objetivo. No sólo la disyunción
metafísica (subjetivo/objetivo) debe revisarse antes de cometer el
error de inferir su “naturalidad”, sino que debemos recordar que
después de Nietzsche, tales distinciones linguísticas no poseen
garantía epistemológica o ética alguna, o bien que no se corresponden
con niveles o registros de lo dado o cosas en sí. Tenemos buenas
(pragmáticas) razones para creer que lo que llamamos subjetivo es una
serie de procesos que no distinguen entre un afuera y un adentro, o
entre la apariencia y la realidad, lo corporal y lo mental, etc.
“Autocontrol de las pasiones” o el “regreso de lo reprimido” son
nociones tan subjetivas o históricas como los efectos singulares y
performativos de sus usos así lo señalen.
Problemas
aparte, lo interesante de la propuesta interpretativa freudiana según
la cual la violencia individual o colectiva modernas (incluyendo
fenómenos de burocratización extrema como el genocidio nazi), deben
atribuirse al proceso de secularización de la civilización, descansa en
la inclusión para el análisis de la relación entre repetición y
diferencia, continuidad y discontinuidad, desplazamiento e identidad en
la búsqueda de la recuperación histórica del sentido. El ejemplo típico
aparece en la noción arriba mencionada de “regreso de lo reprimido”
(poco usada sin embargo por el mismo Freud) para dar cuenta del
mecanismo que (operando inconscientemente a través de un sintomático
acting out —pasaje al acto— de compulsiones de repetición), preside esa
secularización. A veces las cosas ocurren como si lo reprimido y la
misma repetición regresara en forma velada y distorsionada. De acuerdo
a esta otra manera de entender el movimiento de la temporalidad, la
modernidad habría desplazado lo sacrificial, lo místico-mágico y lo
religioso de sus experiencias vividas sin que ninguna autoridad hubiera
podido ya dar sentido o significado a una experiencia vivida como
inmediata, empírica, sin historia, sin relación con el pasado, el
presente y el futuro. Lo así reprimido de la experiencia del individuo
o de la colectividad o más bien la misma experiencia represiva no
consciente, habrá de regresar, habrá de repetirse violentamente una y
otra vez hasta que el individuo o la sociedad pongan fin a esta
compulsión de repetición. El proceso de secularización compulsivo y
repetitivo implica por ende la violencia, ya no de la repetición sino
de la violencia explosiva que responde a la violencia de la compulsión.
En este sentido, el psicoanalisis ha sido construido como una
explicación sabia de la religión que revela la naturaleza de las
prácticas o creencias religiosas previas como un asunto de psicología
mistificada. Podríamos acotar que después de Freud el psicoanálisis se
la pensó mejor y llegó a la siguiente sentencia: que la repetición no
es la repetición de lo Mismo sino de la relación entre lo mismo y lo
otro. La tarea de dar un significado que ponga fin a la compulsión
resulta por esta relación de alteridades, un asunto altamente aporético
o indecidible, pero no necesariamente metafísico.
De todos modos, la clásica postura narcisista y metafísica (oposición entre ilusión y revelación) posee la ventaja de plantear la secularización como un conflicto histórico de fuerzas entre las ciencias, formas no rituales de la religión, los modos racionales de productividad económica o burocrática, y las creencias y las prácticas religiosas primitivas. Ello implica suponer la existencia de conflictos entre grupos e instituciones que propagan estas creencias. El conflicto psicológico y la represión quedan así trazados sobre el conflicto y la represión políticos o, si se quiere, sobredeterminados por estos últimos. Es esta forma de sobreescritura la que reclama atención. Walter Benjamin, en 1918, había escrito algo muy semejante sobre la sobredeterminación de la experiencia en la modernidad y cómo Freud fue acusado de no ofrecer mediación alguna entre la instancia del individuo (experiencia vivida) y la de la colectividad (experiencia transmitida). Lo cierto es que ninguno de ellos está seguro de que la colectividad y el individuo sean “instancias”, dimensiones, niveles de realidad o cosas semejantes; más bien parecen estar convencidos de que es la tensión entre ambas nociones la que puede ayudar a interpretar, por ejemplo, la violencia o el sacrificio de las víctimas (chivos expiatorios) de la solución final, antes que la oposición entre ellas. De la misma manera, el “regreso de lo reprimido” (para algunos la violencia sacrificial moderna o genocidio) no es la repetición tal cual en el presente de un acto sacrificial tribal por ejemplo, sino la latencia o diferición de lo reprimido que hace su aparición siempre de otra manera. La importancia está tanto en la latencia que no es otra que la fuerza de lo traumático de revelarse sintomática y violentamente en una duración indeterminable y a la menor provocación, como en el carácter violento, igualmente indeterminable de esa fuerza de aparición inesperada. El trauma, al igual que el espectro derridiano es tan incontrolable, como fuerte la urgencia que los poderes sienten para su dominación.
En la Psicopatología de la vida cotidiana, en Psicología de las masas y en El malestar en la cultura, Freud, más o menos radicalmente, atribuye la violencia individual y colectiva al proceso violento de la secularización. Freud pasa sin problemas de lo individual a lo colectivo mediante una analogía: de la misma manera que sucede en el individuo sucede en lo colectivo, pero no es igualmente cierto a la inversa. Sin embargo cabría preguntarse si la ausencia de mediación entre ambas categorías apunta a un Freud interesado, al menos en los tres textos apuntados, en fundar una teoría de la interpretación (lo que resolvería el estatuto incierto del psicoanálisis) antes que en fundar un saber empírico-cientificista, narcisista y ciego a sus propias demandas metafísicas. Como quiera que sea, la importancia para el problema de la historia es decisiva para la idea de transformación, movimiento y cambio en relación con la temporalidad. No podremos pensar la temporalidad hasta que no hallamos asumido su relación con la repetición. La interpretación freudiana como la elaboración de la memoria justa implica un proceso del cual nunca se estará seguro del resultado, y no por otra cosa sino porque la idea de cura o de redención que apuntan cada una a una experiencia totalizadora de la historia (que más parece representar el pensamiento de Vico o Hegel que el freudiano), no son una opción admisible. Totalizar la historia planteando un sentido final, incluso como realización histórica de ese sentido, es, además de una solución metafísica, una solución indeseable políticamente. Implica de igual manera una renuncia a la resistencia y a reflexionar sobre los motivos y la necesidad de resistirse, siempre una vez más, a la imposición de un significado. Comporta también el desconocer que una estabilización semántica no cancela la interpretación puesto que no será ésta definitiva sino, por fortuna, contingente. Recordemos entonces que tanto la resolución autoritaria como la simbólica pueden ser, de forma semejante, resistibles.
Volviendo a otro de los problemas suscitados, la memoria de los oprimidos y la elaboración de los materiales de la memoria individual por parte del individuo que es analizado se distinguen sobre todo en un aspecto sobre el cual debemos reparar: ya sea que la memoria colectiva aspire a conservar o ha registrar, un deber sin medida igualmente importante es la transmisión. Si hablamos de transmisión, hablamos de comunicabilidad, es decir, de la relación entre la memoria y el lenguaje. Sin esta relación básica, la justicia a la que la memoria se consagra tampoco tiene lugar. Hay memoria en la medida en que se hace pública y las maneras en que se hace pública son hoy en día tan importantes como sus contenidos explícitos.
Hoy por ejemplo conviene distinguir entre formas de la monopolización de la memoria, usos políticos de la misma y contenidos. Esto en la medida en que la memoria es pragmática, es decir, su transmisibilidad depende de lo que una comunidad entiende como contenidos claros y comunicativos. En la medida, por otro lado, en que la memoria tiene lugar siempre en un contexto determinado, presentándose como la ocasión para una toma de postura ético-política y una interpretación determinada.
Finalmente, conviene distinguir en la experiencia de la memoria las tensiones entre los procesos de monopolización estatal o privada de la misma y la obvia dispersión de la misma a causa de su diversidad y multiplicidad, a causa de ser siempre el producto de perspectivas. Esta performatividad de la experiencia de la memoria no agota el problema que se quiere aquí plantear, por el contrario reorienta la discusión por un camino interesante hecho de preguntas (aún) sin respuesta. Por sólo citar unas pocas: ¿Pertenece la memoria colectiva a la comunidad, a la etnia o a la nación? ¿No es conveniente sin embargo que el tema de la memoria de los oprimidos sea recuperado por un discurso que hable en nombre de las generaciones futuras? ¿Qué resulta hoy más importante: la ausencia de metafísica en nuestro discurso sobre la justicia o el valor táctico de su nombre, hoy vacío y flotante? ¿Debe ser la memoria el camino de la justicia más allá del derecho?