En la actualidad, la necesidad de viajar se ha proyectado a nivel mundial como una de las necesidades básicas del hombre; pero lo cierto es que no siempre fue así. Según estadísticas mundiales, en 1950 unas 25.000 millones de personas se desplazaban fuera de sus lugares de residencia por ocio o negocio; en el 2000 esa cifra subió a 700 millones de personas. (Getino, 2002: 13)
Los medios de transporte se han multiplicado año tras año acompañando por medio de diversas inversiones a ésta gran masa de viajeros. Fue surgiendo, no sólo en Argentina sino en todo el mundo, una infraestructura capaz de soportar y llevar a cabo los diferentes desplazamientos masivos que generaba el turismo (Wallingre, 2007). Nos recuerda Molina, “el viaje ha sido siempre una forma de alejarse de la realidad cotidiana, de lo vulgar, lo conocido, y salir en busca de lo diferente, lo desconocido, lo atractivo, la aventura, todo ello despertaba, impulsaba y mantenía la actividad viajera” (M. Molina, 1999:111)
Sin embargo y paradójicamente, a medida que más personas se lanzan hacia lo desconocido ya sea por auto o por avión, mayores temores y fobias surgen en los contextos urbanos como forma de reacción social. Una de estas, la fobia a los viajes (agorafobia) ha y continúa agobiando al viatore moderno.
Aun cuando no existan en Argentina, datos estadísticos sobre grandes cantidades poblacionales con respecto a las fobias, se estima según un sondeo en 2.000 pacientes (entre febrero de 2000 y julio de 2004) con esa afección que 1 de cada 3 consultas se relaciona con la agorafobia. En este sentido, el 61% de las consultas fue realizado por mujeres mientras el 39% por hombres. 1
En este contexto, surgen preguntas que ameritan ser analizadas y respondidas, tales como ¿por qué el viaje se configura como un fenómeno en su origen occidental?, ¿cuál es la relación entre el capitalismo y los viajes?, ¿puede explicarse este fenómeno desde un punto de vista metafísico o filosófico?, ¿es la fobia a los viajes un fenómeno moderno?, ¿qué lo genera?.
El siguiente ensayo filosófico versa sobre la relación entre los viajes y el conocimiento como formas de apropiación material e inmaterial. En esta línea de pensamiento, el trabajo de campo se ha constituido como uno de los elementos distintivos de la antropología como disciplina. Esteban Krotz en su trabajo viaje, trabajo de campo y conocimiento antropológico, sostiene “en cierta acepción, hacer trabajo de campo se refiere sencillamente al hecho de que el objeto de estudio no se encuentra en el espacio de cotidianidad del antropólogo, por lo que éste debe trasladarse a otro sitio para realizar su pesquisa.” (Krotz, 1994:51)
Según la perspectiva del autor, el viaje es el elemento central por el cual una persona puede entrar en contacto con otras comunicando sus observaciones y experiencias una vez regresado. En su comentario de la obra de Ernst Bloch, Geist der Utopie, Krotz considera (acertadamente) que todo viaje implica un desplazamiento espacial y además que persigue un motivo, un sentido y un significado. “Pero el viaje no es sólo movimiento en el espacio, es siempre también movimiento en el tiempo” (ibid: 52). Esta relación dialéctica se conjuga con la escritura y los legados escritos sobre la experiencia en los viajes, como formas utópicas de comunicación. El segundo, elemento que compone el viaje, es el asombro como forma y lugar de anticipación práctico-teórico. En este sentido, Krotz citando a Bloch, sostiene que en todo viaje, no sólo cambian los espacios sino el viajero mismo. En otras palabras, la duda en el interior es respondida por medio de un “pasar por el otro” histórico. (Krotz, 1994:53)
Claro que luego, Krotz se cuestiona e intenta sustentar los motivos que los llevaron a usar un modelo metafísico-filosófico en un problema que corresponde en el sentido de Kant al juicio sintético. Recordemos, Kant proponía dos tipos de juicios bien distintos: uno analítico cuya naturaleza es exacta pero carente de experimentación como por ejemplo la fórmula de 1+1= 2; y por otro lado, uno sintético, cuya dinámica es experimentada por el sujeto y plausible de sumar en el conocimiento por validación o refutación pero que a la vez no es ni exacto ni verdadero; es decir quedaría sujeto a nuestra percepción. (Kant, 2004)
Retomando el desarrollo de Krotz y su justificación epistemológica para explicar su problema con respecto a la etnografía y el viaje como formas de producción de conocimiento, confirmamos que “el viaje antropológico tiene usualmente un propósito claro y definido: a través de él se quiere conocer un determinado aspecto de la realidad socio-cultural, una problemática, un sector poblacional, los habitantes de una región, un grupo social, una cultura o como se quiera decir” (Krotz, 1994:54). ¿Pero es plausible, un viaje científico como experimentado en el pensamiento kantiano?.
Este dilema, en Krotz no va a tener una resolución favorable. Para el autor de referencia, el viaje evoca una experiencia personal, hacia lo desconocido donde se cruzan diversas identidades en la constitución de la mismidad y la alteridad. No sólo cambia, el viajero sino también el huésped por medio del asombro y el reconocimiento. “Resulta interesante ver que el asombro producido por el reconocimiento de esta alteridad se enciende después nuevamente con respecto a lo que anteriormente le había sido familiar al viajero antropológico. En la medida en que la intensidad y/o duración de la investigación, se produce en el antropólogo una alteración con respecto a la percepción de su punto de partida: empieza a ver en la retrospectiva, en el recuerdo de su cultura de origen de otro modo, con relieves, facetas y relaciones antes no percibidas o vistas de otra manera” (ibid: 55). En consecuencia, el viajero se adapta como parte de esos procesos a las condiciones socio-ambientales y a un diálogo entre investigado e investigador. El problema que Krotz intenta resolver se orienta a la definición propia de la antropología como disciplina de conocimiento y su campo de estudio.
Sin embargo, el texto reseñado posee dos incongruencias claves las cuales nos parecen interesantes resaltar; en primera instancia, la antropología como disciplina de acopio de conocimiento no puede considerarse “científica” ni mucho menos para de una Ciencia, desde el momento en que como acertadamente afirmo Kant, sus postulados no pueden constituir principios ni leyes. Al construirse sobre una base de juicios sintéticos (a posteriori), es decir recibidos y experimentados por el sujeto, son falsos pero plausibles de ser mejorados (Kant, 2004) (Korstanje, 2008b). Segundo, es imposible que existan conocimientos ajenos al sujeto (como sugería Bloch) pero que a la vez puedan ser comprendidos en cuanto a un estar en una cultura determinada. Todo conocimiento ajeno al individuo comprende al juicio analítico cuya característica principal es una imposibilidad de ser mejorado (a priori). Por lo tanto, concluimos que el uso de la filosofía de Bloch en el tema propuesto por Krotz es en parte desafortunado. No obstante, ello plantea un tema por demás interesante: el significado y la importancia para la investigación antropológica del extrañamiento.
¿Cuál es la génesis del desplazamiento como forma de concepción moderna y que papel juega el extrañamiento como forma de relación?.
El aporte de Ruiz Doménec se orienta al Mediterráneo europeo y el mito helénico de Ulises como una de las formas que han despertado en Occidente y sobre todo en Europa esa necesidad de conocer por medio del viaje como construcción capitalista moderna. A tal punto, los viajes de Marco Polo no sólo en la vida política de Europa sino en el Arte y la literatura ha producido una apertura temporal de Europa hacia el mundo creando verdaderos lazos comerciales entre los diferentes pueblos que conformaban el mundo. “Consideremos ahora la recepción de las descripciones de Polo en el ambiente de negocios italianos…la imposibilidad de negar los recuerdos de polo…significaba que la existencia de mundos diferentes debía entenderse como una realidad más. La fecundidad de estos planteamientos se distingue en seguida por la rápida acumulación de conocimientos y por la singularidad de un proceso en el que entraron los grupos más creativos de las sociedades de negocios italianas” (Ruiz Doménec, 2004:166-167).
Esta necesidad, de explorar el mundo para conocerlo (según el autor) es producto del arquetipo mediterráneo o mejor dicho de su “espíritu” en el mundo medieval europeo. Si seguimos atentamente su desarrollo teórico llegaremos a la conclusión inevitable de que la creación de la Ciencia moderna (conjunto de saberes) se encuentra estrechamente relacionada al viaje como forma de comercialización y apertura cultural. A diferencia de otros autores, para Doménec, el capitalismo es un legado de la cultura greco-romana y ha sido reforzado por la colonización de América. El asombro que en Krotz, no se cuestiona más que como una forma universal, en Doménec tiene un desarrollo histórico cultural específico y es concebido como un fenómeno cultural; en consecuencia no filosófico. De todos modos, la postura de Doménec se encuentra con una paradoja cuando intenta explicar el comportamiento de la Europa moderna con respecto a la alteridad. En efecto, el supuesto “amurallamiento” europeo con respecto a la migración y/o valores culturales del mundo circundante contrastan con esa necesidad de apertura e imperium propia de las sociedades greco-latinas. El autor intenta resolver este problema, aduciendo una pérdida del espíritu mediterráneo en los sistemas de representación de los Estados capitalistas modernos; aunque uno diría han sido una producción propia de ese arquetipo mítico fundado en los viajes y las aventuras de Ulises. ¿Qué otras opciones de conocimiento despierta o genera el desplazamiento?,
¿Por qué suponer que el conocimiento esta fuera de nuestro entorno?.
Los emperadores romanos, generalmente, emprendían largos viajes para reforzar su presencia y autoridad en las provincias bajo su jurisdicción, mejoraban los caminos para acelerar la presencia militar en las zonas hostiles a la civilidad y a “las buenas costumbres”. Varios siglos más tarde, los Imperios español, holandés, inglés y francés entre otros, se lanzaron al mundo en una búsqueda similar. El apogeo y final de las dos grandes guerras mundiales dieron a la humanidad un dominio tecnológico sobre su medio y tiempo sin precedentes y en consecuencia ayudaron a consolidar una industria orientada a la mercantilización de los viajes (Khatchikian, 2000) (Korstanje, 2007) (Korstanje, 2008a). El asombro, la necesidad de posesión y la dominación parecen haber trabajado juntas en los diferentes niveles de la hegemonía occidental. También, la escritura como ha sugerido Edward Said ha acompañado estos procesos de conquista, creando alteridad y diversidad a su paso. Dando también origen al archivo como elementos discursivo paradigmáticos del racionalismo capitalista (Said, 2004).
Sobre el porque los pueblos europeos se han aventurado hacia tierras desconocidas y semidesconocidas en el pasados, aún no existe un consenso cierto. Si tomamos el período de colonización desde el siglo XVIII y fines del XIX, existe tanto deseos de poder y expansión económica como también una necesidad de prestigio y estatus por parte de los países mercantilistas. (Duroselle, 1991)
En una instancia liminar es posible que tanto la necesidad de expansión como de prestigio se tornan secundarias a la hora de explicar los motivos que generaron los desplazamientos humanos occidentales; como así también la herencia mito-arquetípica de la sociedad helénica en el mundo europeo. Si bien parece innegable que todas estas variables han intervenido en la conformación identitaria de occidente y también en la Ciencia como forma moderna de conocimiento, no explican per se esta característica distintiva del pensamiento europeo: el deseo de viajar compulsivamente y su contralor el terror al viaje.
La eterna contradicción entre lo global o lo local se orienta también como una teoría sociologicista que supone sobre el problema cierta jurisdicción explicativa, como así también las famosas crisis de los sentidos; estamos inmersos en tramas simbólicas que dan un fin a nuestra vida, a nuestro “estar en el mundo” en el sentido de Geertz (2005), cuando surgen disrupciones o abruptos cambios institucionales, se dan estados generalizados de des-orientación. Los individuos asustados y deseosos de institucionalidad se entregan a diferentes mecanismos compensadores que les ayudan a nivelar la frustración de lo inconcluso. En este contexto, la tensión entre lo homogéneo y lo particular, junto con el advenimiento de la modernidad podrían explicar la compulsión y el horror al viaje.
Comprender la relación dialéctica entre lo global y lo local parece una tarea ardua y difícil. Sobre todo, en un mundo donde lo tradicional se encuentra con lo innovador, lo general con lo particular, la homogenización con la heterogenización, etc. Ahora bien, la modernización parece adquirir una forma masiva y selectiva a la vez. Como ha sugerido García Canclini “la modernización disminuye el papel de lo culto y lo popular tradicionales en el conjunto del mercado simbólico, pero no lo suprime. Reubica el arte y el folclor, el saber académico y la cultura industrializada, bajo condiciones relativamente semejantes.” (García Canclini, 1992:18)
Briones et al, nos habla de procesos de transnacionalización que globalizan y localizan selectivamente ocultando y resaltando diversos eventos a escala mundial. Por ejemplo, las imágenes de niños desnutridos en Somalia son repetidos por los medios de comunicación una y otra vez, silenciando (a la vez) la misma escena en otros países y/o regiones (Briones et al, 1996). En este mismo sentido, Turner explica que existen en la modernidad dos tensiones inherentes a la forma de comprender la cultura y la otreidad, a las que llama multiculturalismo de la diferencia y multiculturalismo crítico. ¿Pero en que consisten ambos términos?. El multiculturalismo de la diferencia tiende a resaltar y escencializar ciertas culturas o grupos étnicos como formas de identidad colectiva mientras que el multiculturalismo crítico ve y comprende a la diversidad como una forma reaccionaria hacia la cultura hegemónica. (Turner, 1993)
¿Es el viaje una creación de la imagen?; es decir, como ha sostenido el filósofo Jorge Santayana “la inteligencia es un aventura inconcebiblemente audaz y de éxito maravilloso. Es un ensayo, un ensayo feliz, de encontrarse en dos lugares simultáneamente. Ser sensible a las cosas lejanas, aunque acontezca, de nada sirve y nada significa en tanto que no haya órganos para soslayar o dar caza a tales cosas antes de que el organismo las absorba, y por tanto es la posibilidad de viajar lo que da significado a las imágenes de los ojos y a la mente, que de otra forma, serían meras sensaciones y un estado mortecino del propio ser” (Santayana, 2001:1)
La imagen, y sobre todo la imagen de los destinos o espacios ha sido un tema que ha desvelado por largo tiempo a los filósofos y humanistas en los siglos pasados. Su génesis ha estado históricamente vinculado a la trascendencia humana y a la perpetuación del recuerdo como forma de memorial social. El culto a los muertos, y las cámaras funerarias de los pueblos en la antigüedad nos hablan de una imagen proyectada por la carencia de la corporeidad. Sin embargo, la modernidad parece haber invertido ese orden, y ha generado cuerpos o medios los cuales subvierten la imagen despojándola de materia para su representación. En consecuencia, la imagen digital, como un espejo, se constituye en la utopía del hombre, al proveerle (al cuerpo) aquello que no es pero que de alguna manera anhela ser. El espejo, como medio captura la imagen y la devuelve según nosotros la percibimos. En otras palabras, hoy día diversos mecanismos y procesos forjan en nuestra mente una imagen mucho antes de poder estar allí. (Belting, 2007)
En esta misma línea, el etnólogo francés Marc Augé asegura que los viajes o movimientos turísticos modernos se originan idealmente por medio de las tecnologías disponibles en las sociedades de origen. La literatura y el arte, se conjugan como verdaderos mecanismos capaces de crear escenarios imaginarios los cuales terminan modelando los destinos turísticos. Imaginamos tal o cual espacio según la novela o el film de moda, y condicionamos nuestras prácticas una vez arribados a estos sitios en forma alienante generando un “verdadero” viaje imposible. Es el turismo un espejo que genera imágenes y de las cuales también este se conforma; una especie de espejismo (Augé, 1996) (Augé, 1998).
A diferencia de los vegetales, como pensaba Aristóteles, los animales poseen medios de locomoción definidos, pero también en diferenciación con éstos últimos los humanos poseen consciencia del viaje, y sus motivos. El viaje comienza por ser sentido y experimentado aún antes de llevarse a cabo (Santanaya, 2001). Pero esta imagen no posee un cuerpo que la soporte sino se comporta como antojadiza y volátil, manipulable pero inquieta.
En resumen, la modernidad, la crisis de (algún) sentido y la sobre-dosificación informativa o de imágenes virtuales funcionarían como espejos, embriagantes, aislantes y distorcionadores del príncipio de realidad. La supuesta fobia a viajar sería una respuesta coherente y racional a estas ilusiones. Sin embargo, en este desarrollo existen varias incongruencias y problemas metodológicos.
En primera instancia, el término modernidad, post-modernidad como también sus homólogos globalización, transnacionalización e internacionalización parecen polisémicos. En segunda, como observó Koselleck, todos los hombres en todas las épocas se han considerado modernos (Riccoeur, 2004). Por tanto, que factores hacen a un estadounidense actual más moderno que a un Romano de la Dinastía Antonina; ambos poseían la primacía de los medios materiales y tecnológicos disponibles en su era. El tercer obstáculo, es que existe un puente entre la ilusión y la realidad, aunque toda realidad es experimentada y en consecuencia ilusión. Tal que percibida por el sujeto y por su biografía, la realidad es sólo una proyección más de las ideas en el sentido de Schutz (1974), o producto de un juicio sintético en el de Kant (2004).
Si hacemos la prueba sería imposible, comprender o pensar una idea que no esté marcada por el lenguaje, y éste a su vez es un conjunto de iconos plausibles de generar ideas (Searle, 1997). Todo viaje tiene un “aquí” que se diferencia de un “allí”, no obstante estando aquí puedo pensar en el allí, o por estar allí retornar al aquí. Si bien esto parece un vano juego de palabras, no lo es, ya que encierra el origen de nuestro dilema. Viajar como forma de imaginar, e imaginar como forma de viajar.
La infelicidad yace en el mundo moderno tal que “nuestros esfuerzos para lograr una mejor y más feliz calidad de vida genera resultados igualmente desastrosos: los vertiginosos avances de la medicina han creado problemas humanos totalmente nuevos e inesperados; el grado elevado de seguridad social se asocia con las particularmente violentas formas de delincuencia; los medios de transporte, cada vez más rápidos, nos dejan con menos y menos tiempo; a pesar de la mayor riqueza, hay más gente que se suicida; y ello sin olvidar el dilema nuclear” (Ceberio y Watzlawick, 1998:25)
Todo viaje, comienza en una idea previamente conceptualizada de un escenario distinto al percibido. Esta percepción debe ser distinta pero a la vez conocida. Como ha definido Simmel, en toda aventura existen dos factores que le dan sustento, uno es lo desconocido como forma de atracción, la segunda es la posibilidad de que ese ambiente imaginado tenga un aire familiar el cual nos inspire cierta seguridad (Simmel, 2002).
En efecto, los espacios (imaginados) los cuales no pueden garantizar la segunda forma (la de mismidad) son temidos y no generan ningún tipo de atracción. Viajar en estas condiciones es un volver a nacer como se da en el caso de las migraciones (Santayana, 2001). En consecuencia, el viaje no sólo es devenir de una idea sino concreción última en una idea. El ejemplo más claro de ello, es la obsesión por escribir y plasmar en una hoja los relatos del viaje. Este comienza en la imaginación de la consciencia y finaliza en la pluma. Ahora bien, si con Heidegger (1951) sostenemos que la espera sólo se da por el olvido, el texto tiene la función inversa de rememorar lo urgente y por ello es parte inherente de aquellas sociedades que no saben esperar.
La palabra escrita al igual que la imagen virtual, nos recuerdan la presencia de la no existencia. Desde el momento en que nacemos, comenzamos una carrera hacia la muerte. Heidegger (1951), sostuvo que el “ser ahí” no nace en la vida sino en la muerte, como así tampoco cae sino que es ya caído. En este sentido, la imagen (tal como fue pensada originalmente) ha estado históricamente muy vinculada a la muerte; precisamente esa es su intención de ser, la trascendencia de la idea por la idea misma. Sin embargo, con Riccoeur (2004) sostenemos que paradójicamente en aquellas sociedades donde más se escribe más se olvida también; y agregaríamos, más se viaja.
Por otro lado, si dividimos el mundo histórico en los últimos 2000 años podemos hacerlo por medio de tres hitos o formas de sentido bien distintas. La primera se refiere a la antigüedad y la era medieval, en donde el individuo se diferenciaba de otros por medio de los roles adscriptos. En efecto, la distinción no sólo venía desde el nacimiento sino que además era intransigente en la vida. Nacer noble, o nacer esclavo era morir como tal; la lógica que regulaba las relaciones humanas era la del ser; en otros términos ser era o no se era.
Pero luego de la revolución francesa, ese viejo orden quedó atrás. El ethos del “ser” tuvo que dar lugar al “tener”; ya la diferencia entre los hombres no tenían razón en el ser sino en sus posesiones, y una persona con los recursos materiales suficientes podía adquirir o comprar un titulo de nobleza; como también un noble podía (si no administraba bien sus riquezas) quebrar económicamente. Durante estas dos eras, los viajes no eran considerados asuntos de placer, sino simples razones de Estado. De esta forma, en la antigüedad Augusto viajaba por todas sus provincias llevando el orden y la calma a las diferentes revoluciones; lo mismo hizo Adriano y Napoleón. El viaje implicaba una trascendencia del orden establecido, y por lo general su razón era parecida a la imagen en el culto a los muertos; la presencia del ausente como forma política de orden institucional (Belting, 2004). Los viajes de placer eran no sólo una cuestión de una elite privilegiada y signo de estatus, sino también de pertenencia. (Khatchakian, 2000)
Pero, a mediados del siglo XX, tras la irrupción de la revolución tecnológica y la puesta en marcha de medios de locomoción más rápidos y cómodos como el avión o el automóvil, vino la era del individualismo. Desde la perspectiva academicista, el conocimiento se volcó a intentar explicar los actos del hombre por los mismos hombres; las aulas de las Universidades se vieron infestadas de postulantes o estudiantes de psicología o sociología; surgieron nuevos “héroes” quienes como “los caballeros medievales” inspiraban admiración y respeto: los psicólogos, los sociólogos y los antropólogos (aunque estos últimos en menor medida). Surge, el papel de los expertos como exponentes del conocimiento, se multiplican los viajes de negocios y de placer, dando lugar a esto que hoy llamamos turismo (extraño vocablo del sajón medieval). Pero lejos de las incomodidades propias de un campesino galés, hoy los turistas gozan de los lujos más recalcitrantes.
La era del “tener” da lugar al tiempo del “retener”; los diversos avances de la medicina no sólo son puestos a favor de la cura de enfermedades sino al servicio de la estética por medio de las cirugías y prácticas de embellecimiento. La multiplicidad de bienes consumidos o por consumir, no son un producto del capitalismo per se, sino una necesidad por la necesidad misma de no morir; es decir, de retener la vida. La fotografía, el film, los videos, las cámaras, los televisores apuntan a retener la imagen ya no como una forma de institucionalidad política como lo era en la Europa Medieval; sino por el contrario, como forma patológica.
En el tiempo de la retención, la memoria oral se diluye para dar lugar a los soportes técnicos informativos; lo que también genera una multiplicación acelerada del manejo de información, ora por un noticiario, ora por Internet. La sobre-comunicación va interconectando universos o mundos que en otras épocas se encontraban distanciados. Hoy día, desde su casa un empleado de oficina tiene acceso a eventos sucedidos en el mismo día en regiones remotas como China o Afganistán. Los celulares, conectan a las personas minuto a minuto, y no es extraño observar como estas revisan sus mensajes en forma compulsiva cuando suben a un colectivo o a un tren (lugar de tránsito). La industria del entretenimiento ha sido saturada de mensajes, imágenes y contenidos que masifican el aburrimiento como forma creativa; la diversión y la emoción también ameritan ser retenidas y almacenadas en compartimientos temporales específicos.
Seguramente, si alguien decide irrumpir en llanto mientras viaja en colectivo (por emoción), un viajero del mismo coche se percate y llame a un médico o un policía pensando que “algo anda mal”. En este sentido, las emociones no pueden ser expresadas en cualquier lugar, existen espacios destinados para tal fin como los nacimientos y los velorios o los espectáculos deportivos; no llorar al muerto implica pues una sanción moral como lo es no sentir tristeza cuando pierde nuestro equipo favorito. Empero ¿como se configura todo ello con nuestra tema en discusión?
Las primeras preguntas que surgen a hora de meditar sobre la imagen, ¿es que es y como surge?. Según el profesor Belting, ““una imagen es más que un producto de la percepción. Se manifiesta como resultado de una simbolización personal o colectiva. Todo lo que pasa por la mirada o frente al ojo interior puede entenderse así como una imagen, o transformarse en una imagen.” (Belting, 2007:14)
Para Belting, el “que” se encuentra vinculado al “cómo”; en efecto, la imagen no sólo habla de su constitución ontológica sino también del medio o soporte que la transfiere y la difunde. De esa forma, existe una inseparable relación entre la imagen y los medios de comunicación la cual amerita también ser analizada. La distinción entre uno y otro despierta la conciencia corporal. El cuerpo no es exclusivamente un medio de imagen sino también un productor de la misma. La imagen se ubica más cerca de la realidad que en la forma del ser; por tal, la sustancia orgánica no puede ser transferida en imágenes externas. Según el autor, la dicotomía entre cuerpo e imagen explica el horror causado por los muñecos en tamaño natural. La dicotomía entre el ser y la realidad, origina miedo como así también la transferencia de imágenes a medios fuera de la corporeidad.
La imagen, lejos de poseer un cuerpo, requiere de un medio para presentarse y re-presentarse a sí misma; en el antiguo culto a los muertos, se intercambiaba por el cuerpo en descomposición un recordatorio (duradero) en barro o piedra. El renacimiento y la historia del arte como disciplinas, excluyeron de alguna manera “todas aquellas imágenes que tuviera un carácter artístico incierto”; como ser las máscaras funerarias. En este sentido, Belting advierte “el dominio de la imagen de muertos en la cultura occidental cayó completamente bajo la sombra del discurso del arte, por lo cual en todas partes en la literatura de investigación se encuentra uno con material sepultado”. (ibid: 22).
La producción de imagen es un hecho simbólico, colectivo y netamente material producto de la modernidad; el medio el cual la transporta le otorga una superficie con un significado y una forma perceptiva. Pero Belting es consciente, que la imagen es mucho más que una producción estereotipada; e insiste en clasificarlas en externas e internas. Las imágenes exteriores son creadas por un soporte determinado, mientras las internas son procesadas por el propio aparato perceptivo. El poder institucional opera sólo con imágenes externas por medio de la fascinación de los medios tecnológicos que en algunos casos seducen (o lo intentan) al espectador; empero en otros consiguen el efecto inverso.
La imagen digital, como un espejo, se constituye en la utopía del hombre, al proveerle (al cuerpo) aquello que no es pero que de alguna manera anhela ser. El espejo, como medio captura la imagen y la devuelve según nosotros la percibimos. Belting sostiene que desde su creación, diferentes mecanismos han tratado de imitar su función (como por ejemplo la pintura). Por otro lado, se instaura un la mesa de debate un punto importantísimo: ¿cómo diferenciar un medio verdadero de un medio portador?.
Cuando un medio es utilizado por el cuerpo para plasmar una imagen, se está en presencia de un medio portador mientras que por el contrario el medio verdadero es el propio cuerpo captado por alguna tecnología (misma analogía establece Belting entre lenguaje y escritura). Asimismo, la imagen externa ajena al cuerpo y su experiencia, se le da mayor credibilidad; a través de los medios de comunicación construimos nuestra propia realidad tomando fragmentos de ella según nuestras propias intenciones. Se rompe definitivamente la relación entre medio y cuerpo para orientarse hacia un auto-expresión del medio sobre el sujeto. El cuerpo puede convertirse en anfitrión de una imagen, como los clásicos cultos espiritistas invitan al espíritu a manifestarse en sus cuerpos; una especie de proyección del propio cuerpo en la imagen.
Sin embargo, el medio de la imagen adquiere la naturaleza inversa: escapamos de nuestro cuerpo para proyectarnos en un espacio mediático a través de la verosimilitud. La animación se convierte, de esta manera, en la encargada de darle vida a esa imagen fuera del propio cuerpo. Una máscara o un vestido puede ponerse o quitarse de un cuerpo sin que sus características varíen; por el contrario, en el cine como con el espejo, existe una objetivación de imágenes mediante roles específicos asignados previamente.
La pintura, significó (en la historiografía de la imagen) uno de los primeros mecanismos por el cual el hombre pudo ejercer el control total sobre un medio o paisaje virtual. A diferencia del libro, en donde el sujeto indaga e imagina decodificando una realidad que se encuentra sólo en quien escribió, en la pintura se reproduce una mirada “estandarizada” de un cuerpo. Uno de los mayores interrogantes teóricos, que plantea Belting es la desvinculación entre cuerpo, medio e imagen por medio del movimiento o su ausencia. En el cine, el espectador, sigue las diferentes escenas sin moverse físicamente sino sólo en el medio por el cual se producen; pero estas imágenes internamente percibidas difieren taxativamente con referencia a otras manifestaciones como los sueños.
Como interrogante intermedio, Belting propone una relación entre las imágenes antiguas (pérdidas) y las actuales (rememorables) como forma de nuestra vida visual cotidiana. Según esta postura, toda imagen se construye por medio de una evocación (o huella mnémica) del pasado reconfigurada y re-significada acorde a un nuevo entorno que la da nacimiento. Aunque una imagen no surja de la misma técnica, rememora la intermedialidad de la historia. Es decir, un paisaje se asemeja en su escenificación a una fotografía y esta una animación 3D. Una imagen está sujeta a la “ley de las apariencias” pero se afirma ontológicamente, a través del medio que la proyecta y le da forma en el mundo social y cultural. En sí, no es la imagen aquella que crea el cuerpo, sino es éste quien le da forma a la imagen. Tanto las imágenes sentidas (internas) como las mecánicas van sufriendo mutaciones y alteraciones a través de la historia y de las estructuras políticas que las manipulan. El esquema dualista presupone erróneamente, que una imagen en la mente se distingue de aquella en una pared; y esto dice Belting no es tan simple de distinguir. No todas las imágenes significan lo mismo para todos y en todos los tiempos, por lo que el autor invita a una reflexión histórica y no necesariamente mediática de la imagen; en este punto su postura se configura como una perspectiva novedosa e interesante de analizar.
En el capítulo segundo, el autor hace expresa referencia al hombre como un lugar natural de imágenes, en donde éstas toman sentido en forma reflexiva. Pero más específicamente, Belting usa un modelo analítico que le permite responder a la pregunta fijada, (aunque más no sea tentativamente); si bien la percepción es un mecanismo de sentido interno (y esto es algo incuestionable), la transmisión y la pervivencia de las imágenes en las culturas o los grupos humanos, explican por medio de la voluntariedad y la involuntariedad porque estas desaparecen, re-aparecen o persisten. “La transmisión es intencional y consciente, puede convertir las imágenes conductoras oficiales como la Antigüedad en el Renacimiento, en modelos para una orientación. La pervivencia, sin embargo, puede ocurrir a través de medios ocultos e incluso en contra de la voluntad de una cultura” (ibid: 74).
Ambos elementos conforman la memoria cultural de un pueblo pero también su capacidad del olvidar. Ante una imagen proveniente del exterior, tendemos a aceptarla como real mientras que ante otra demostramos nuestro rechazo. A su vez y al igual que el cuerpo, el espacio geográfico también adquiere a la imagen y ésta al espacio. La pertenencia (identidad) hacia un espacio puede construir una impresión en sí, como también el espacio puede ser creado en la impresión de la imagen y en consecuencia generar identidad.
El término usado “lugares de lo carente de lugar”, se refiere a la imagen de lugares que nunca hemos visitado; espacios, creados por los medios, e internalizados sin desplazamiento alguno o espacios desaparecidos y rememorados alternativamente como nuevos lugares. Influido por la polémica etno-filosofía de Augé, Belting pre-supone sin prueba previa, que las imágenes ya no pueden ser (como las culturas en Augé) antropológicamente ubicables (pero el cual Belting desarrolla más satisfactoriamente que el antropólogo francés). (Augé, 1996)
La posición propuesta por Belting, en la transmisión y la pervivencia visual es un gran avance al problema planteado, pero al igual que Augé (1996), éste no puede precisar los motivos específicos (cuantitativamente) de cuando una imagen desaparece o persiste. Si se quiere, tampoco establece reglas fijas las cuales permitan o intenten especificar bajos que variables ambientales se explica la desaparición y re-aparición de una imagen en una cultura (Korstanje, 2006).
Por el contrario, para Belting la experiencia es una conjunción de lugares orientados cultural e institucionalmente lo cual implica una pregunta esencial ¿toda imagen es recuerdo e implica haber estado ahí?.
Este razonamiento, da pie para hacer una distinción interesante entre la memoria y la imaginación colectiva. En este punto, el olvido sirve para recordar; pero la imaginación excluye a la memoria. En términos simples, el museo y el cine resumen en gran parte esta explicación: en un museo coexisten tanto imagen como lugar, pero esas imágenes corresponden a otra época “convirtiéndose” en signos que nos ayudan a recordar. Todo lo expuesto en ese espacio, es considerado como parte de otro tiempo que ya no es parte del actual; sin esos íconos no habría posibilidad de recordar. Pero este ejercicio nemotécnico (recordar) se “ve amenazado” cuando se ficcionaliza la realidad por medio de la imaginación.
En ese contexto, afirma Belting no sólo que se pierde la noción de recordar sino que su capacidad de ejercicio se torna ficticia. Luego, Belting para reforzar su hipótesis trae a colación al sueño y a la análoga posesión espiritual donde se da una tensión entre imaginación y realidad. Otro ejemplo, lo proporciona el cine donde “el espectador se identifica con una situación imaginaria, como sí el mismo participara de la imagen. Las imágenes mentales de quien asiste al cine no puede distinguirse tan claramente de las imágenes de la ficción técnica” (ibid: 94).
En una etapa posterior, el autor critica la posición de Augé en considerar una potencial invasión de la ficción en el mundo real. Belting sostiene “el propio Augé quien afirma esto, tiene que admitir que una imagen no puede ser otra cosa que una imagen” (ibid: 102). Si bien hay un poder en la imagen, éste se lo otorga la propio sujeto; por otro lado, hay que diferenciar entre la ficción y lo imaginario. En este sentido, la producción de lo imaginario obedece a un proceso social mientras que la ficción es una creación tecnológica. En pocas palabras, la imagen puede estar producida por una cámara fotográfica o por un proyector, la capacidad de apropiarla como real es una habilidad del sujeto. La misma dinámica se observa en la oposición entre el mundo local (con sus imágenes propias) y el global (con las estandarizadas). Nada puede garantizar la imposición en uno u otro sentido como lo comprende Augé.
“En la red se abren espacios de fantasía y una libertad de comunicación irrestricta en la que los usuarios se sienten como seres recién nacidos. Ahí emplean máscaras digitales o rostros refaccionados, detrás de los cuales creen que cambian su identidad. El ciberespacio pone a disposición del juego de la imaginación un lugar seguro, en el que los participantes juegan con un yo distinto de aquel con el que pueden hacerlo en el mundo físico” (ibid: 105).
Explica el profesor Belting, que una de las características del chateo es la gran conflictividad entre la imagen medial (construida como relación virtual) y la imagen corporal (cuando se conocen personalmente). En ello se diferencia, el cine, la pintura o la fotografía de la interactividad virtual; mientras que en el primer caso permite un encuentro del yo con su imaginación, en el caso los medios interactivos pueden paralizar la fantasía, pervirtiendo la fe en la imagen.
En el capítulo tres, el autor desglosa analíticamente conceptos relacionados al problema de la imagen, como el cuerpo, el ser humano y la representación. Siguiendo la misma línea de pensamiento, Belting sugiere “la historia de la representación humana ha sido la de la representación del cuerpo, y al cuerpo se le ha asignado un juego de roles, en tanto portador de un ser social” (ibid: 111).
De esta manera, persona, cuerpo e imagen se constituyen como tres elementos inseparables in strictu sensu. Asimismo, el autor presenta la realidad del cuerpo como una forma de dominación política; los totalitarismos (europeos y no europeos) fueron construyendo imágenes estereotipadas de realzamiento del propio ser nacional mientras aniquilaban masivamente a los “otros” corpóreamente extraños. Bajo parámetros de belleza y fealdad, se encapsulan ciertos guiones culturales con plenos intereses ideológicos y políticos. En resumidas cuentas, la exaltación de ciertas imágenes propias conlleva la dinámica inversa en disminuir y ridiculizar ciertos atributos del “otro” por medio de los principios de proximidad y contiguación, tema del cual nos ocuparemos en al conclusión.
La interconexión y comunicación, como así los desesperados intentos por retener el paso del tiempo no son un producto del materialismo, sino un resultado de la acción humana en la tierra. El acortamiento de las distancias y las diferencias entre los hombres ha desjerarquizado a las sociedades pero a la vez las han complejizado. Si partimos de la base de que en la distancia existe presencia, en el acercamiento excesivo surge la ausencia. Es decir, el hecho de estar tan conectados y tener todo tan cerca, crea una forma saturada de otreidad que lejos de crear reconocimiento (conocimiento de mí en otro) genera indiferencia. Pero ello, no es otra cosa que el excesivo egoísmo producto de la era del “retener” y no una crisis de sentido como arguyen algunos pensadores.
La Ciencia moderna, por su pecado original de pensar que todo conocimiento debe ser precisamente original, olvida y rememora constantemente como bien advirtió Merton. En efecto, no es muy raro ver como hoy se presenta una teoría o investigación como innovadora, olvidando que la misma idea fue sostenida por otra persona varios siglos atrás. Empero ¿Qué cosa tan paradójica en tiempos en donde lo que prima es la escritura?.
Es ciertamente esa necesidad compulsiva, que toma Douglas de Merton, de los científicos por ser originales e innovadores que los llevan a reformular constantemente trabajos del pasado, siendo que el olvido o la ignorancia de lo ya escrito les son realmente funcionales. La obligatoriedad tácita del medio académico en producir constantemente conocimiento tiene como resultado esos efectos (Douglas, 1986). Los intelectuales como forma creada del capitalismo, también son un mero resultado de la era del retener, aunque ellos renieguen de ella; una clase burguesa en el sentido de Berger (1989) u ociosa en el de Veblen (1974). Este puede ser el riesgo de estudiar mucho, escribir mucho, pensar mucho y no decir absolutamente nada sustancial.
En parte como afirman Ceberio y Watzlawick “nuestra idea de felicidad es infinitamente deseable, sólo en tanto que no la logramos. Cuando llegamos a ella, nos envuelve un llano lejano por aquello que esperábamos, o al mismo tiempo nos invade una terrible desilusión. Lo verdaderamente asombroso es que entonces no sospechamos que debe haber algo equivocado en la idea que poseemos acerca de la felicidad, para invariablemente concluir que cometemos un error, que alguien o algo nos decepciona, o que todavía no buscamos la felicidad en el lugar adecuado; y pronto salimos a una nueva búsqueda en una nueva (o más posiblemente la misma) dirección, para finalizar en un desengaño similar” (Ceberio y Watzlawick, 1998:23-24)
Los viajes como formas de movimiento están sujetos a dos principios: el de contigüidad y de proximidad. El principio de contigüidad se observa en la relación del “yo” con un “alter”. Sus criterios constitutivos no son espaciales, sino temporales. Soy en cuanto a un “otro” el cual me constituye como ”otro” en mí, como bien notó Mead (1999). Al pedir a mi hijo que me alcance el martillo, yo supongo ya debo tener internalizado en mí ese acto para poder expresarlo y esperar que se cumpla; según la contigüidad los eventos se suceden en una esfera subjetiva e ideal; un matrimonio puede estar espacialmente cerca aunque contiguamente lejos. En este sentido, la contigüidad adquiere una dinámica vinculante.
El segundo principio, el de proximidad (por el contrario) se refiere en aspectos físicos y espaciales definidos (o no) en un tiempo. En cuanto a que no obedece necesariamente a marcos temporales determinados, la proximidad funciona paradójicamente distanciando en lo contiguo. La proximidad geográfica de lo físico o visible se distingue en lo contiguo o ideal. Esta relación que podría ser pasada por alto, explica las contradicciones y tensiones entre lo local y lo global. A diferencia del principio anterior, su dinámica es política e indagante.
En realidad, no es una localización como respuesta reaccionaria lo que genera el fenómeno sino un simple devenir de la naturaleza ontólogica del hombre. Dicho en otras palabras, si como “personas” en lo contiguo y físico nos constituimos en oposición y diálogo con otro; en consecuencia establecemos una proximidad espacial con ese alter. Si esta última brecha se reduce, y la proximidad se achica desdibujamos la figura del alter en nosotros. Sin esa figura del alter bien señalizada en nosotros, como advirtió Mead, se corta la comunicación como forma socializante y vinculante de sentido. Por otro lado, es precisamente interesante, como Occidente ha malinterpretado u omitido el papel de la ignorancia como forma profiláctica y instauradora de orden. En el conocimiento, hay conflicto y trasgresión pero lo que es peor aún soledad e incertidumbre (Berlin, 1988). El temor de Dios que tan difundido estuvo durante la Edad Media, podría convertirse en temor a ser Dios. No es un miedo a ser libre como pensaba Fromm (1984), sino la posibilidad de conocerlo todo como la pérdida del espíritu y el perdón.
En este sentido, la ignorancia juega un papel protagónico en nuestra relación con el mundo; nos previene del miedo. Así, los medios masivos de comunicación hacen en lo contiguo, continuo lo próximo, al presentar una y otra vez en forma sistemática ciertos eventos que suceden en tiempos y espacios diferentes. Pero como también, señaló Mead (1999) sentimos placer al verlos una y otra vez. Así, el “no conocimiento” nos aísla del mundo en una forma sana, distanciándolos idealmente de los hechos que no nos involucran. Respetando los momentos (temporales) entre los eventos y lo que es más importante, dándoles una coherencia mental e interpretativa. En los films, las novelas y los noticiarios, los protagonistas padecen y experimentan dentro de sí una concatenación de hechos que una persona normal tardaría diez vidas en experimentar; todo eso en menos de una hora. Por otro lado, la desconexión entre los hechos en el mundo y nosotros, permite un correcto desenvolver del acontecimiento. Precisamente, ayuda a que el impacto de la imagen y el contenido de lo sucedido en el receptor sean menos repentinos y agudos. Esta espontaneidad azarosa debe ser comprendida y ritualizada por el hombre, con el fin de no ser disgregado. Como afirmaba B. Malinowski (1993), la tendencia a generar cultos rituales de trascendencia nos ayuda a comprender la irremediable e intempestiva presencia de la muerte en la vida social. Todo acto repentino nos produce temor, disgregación y sentimientos negativos; no en sí por el dolor que genera, sino por la posibilidad de volver a generarlo.
Comúnmente, nos quejamos que los medios distribuyen e insertan temas negativos o problemas los cuales nos aquejan, pero a la vez nos alegramos que los involucrados no seamos nosotros. Por ese motivo, sugiere Mead iniciamos constantemente el ritual de contención al prendernos de esta realidad fabricada; lo que subyace, es el miedo a que nos suceda a nosotros y en la repetición ritual del hecho trágico, nos regocijamos en la desdicha ajena. Pero ¿que sucede cuando nuestra comunicación con los otros se ve truncada (por alguna u otra causa)?, ¿cuando el celular se corta, o nuestro ser querido no responde nuestra llamada?: surge el miedo, potenciado por el (des)conocimiento en el otro.
Retomando nuestro tema, el viaje desde una perspectiva proxémica, es decir bajo el principio de la proximidad nos aleja aún más de nuestros semejantes y nos obliga a interpretarlos desde un estigma político y codificado: el viaje turístico. Desde una forma contigua, el viaje nos libera: la escritura. Esto explicaría porque los viajeros de los siglos anteriores tomaban nota de sus hallazgos aún bajo intereses de conquista, mientras los turistas actuales lo hacen en raras ocasiones. En analogía al viaje, la vida como una forma de consecución contigua y próxima también nos obliga a entablar una relación con un “otro divino”. En la era del “retener” esta relación se ha dado negada en su origen, no por una cuestión transaccional entre la divinidad y el hombre, sino por una cuestión de estatismo y curiosidad espiritual. El viaje de la vida ya no conecta desde la contigüidad, sino desde la proximidad. Por ese motivo, los diferentes esfuerzos del hombre por retener la vida y el paso de los años se ve traducido en una innegable tendencia a viajar hacia ningún lado. Estancado en una relación fracturada con su entorno, el hombre moderno occidental se ha refugiado en sus urbes y metrópolis dejando grandes zonas de territorio sin poblar (aunque bajo tutela del contrato).
Tanto la psiquiatría como la Psicología, nos hablan de los fóbicos a los viajes como personas con ciertos “trastornos o patologías” a las cuales se les debe conceder un tratamiento; en el mejor de los casos, también la Ciencia positiva habla de la filosofía como una rama “no científica”; como si lo verdadero y lo comprobable (científicamente) fueran y significaran lo mismo. La “patología” fóbica ha sido, según estas ciencias, causada por traumas en alguno de los procesos interactuantes en la vida biológica del individuo. Como sostiene Alicia Entel, “el miedo conmueve, provoca a veces llanto, anuda la garganta, imposibilita el relato. Crispa, paraliza, convoca al silencio. Quien investiga a su vez debe conjugar comprensión, el clima favorable para el diálogo, sin que ello implique un uso seductor de las capacidades de indagación”. (Entel, 2007:25). Sin embargo, al liberamos de las categorías previamente adquiridas (deber y misión de la filosofía de todos los tiempos) vemos en la fobia al viaje un intento del individuo por recuperar su contigüidad y esencia a la espera del viaje final. En estos casos, la proximidad ha superado a la contigüidad y la fobia es una forma de equilibrio o por lo menos una angustiosa búsqueda de estabilidad.
Pero también es común el caso contrario, a saber cuando la contigüidad supera a la proximidad; bajo esta perspectiva (última) se observan los casos anversos a la agorafobia, la claustrofobia o temor paralizante a quedar encerrados, desamparados, abandonados, etc. Es precisamente, ese temor al encierro lo que nos impulsa a viajar, y es el temor a viajar lo que nos impulsa a encerrarnos. Es paradójico, o por lo menos extraño (pensar) como en la era de la sobre-información y la comunicación, cada vez son más los que temen a los espacios abiertos o a los viajes. Nuestro modelo filosófico de proximidad y contigüidad, si bien puede ser mejorado explica en forma satisfactoria el problema planteado. La seguridad no se constituye como un elemento material sino espiritual. Desde la antigüedad hasta nuestros días, los caminos han mejorado notablemente, los problemas u obstáculos que enfrentaba en sus viajes un peregrino o los largos días de tránsito han sido suplantados por horas en avión o en auto. No obstante, el sentimiento de inseguridad no sólo persiste sino se ha acrecentado. El “homo industralis” avanza en lo próximo pero en la misma intensidad, se retrotrae en lo contiguo.
No obstante, surge una pregunta que amerita seguir siendo pensada. ¿Por qué la mujer presenta los mayores casos de fobia a los viajes con respecto al hombre?, ¿es ello un signo de emancipación u opresión?, ¿qué aportes hace Michelle Foucoult al respecto?.
Fecha de Recepción: 4 de julio de 2008
Fecha de
Aceptación: 1 de octubre de 2008