Observaciones Filosóficas - En torno a la existencia de una Estética nietzscheana; del arte como expresión superior de la “voluntad de poder” en Heidegger
En su clásico estudio sobre Nietzsche, Deleuze caracterizaba el lugar del arte en la filosofía del pensador alemán a partir de dos principios1. En primer lugar, el arte sería lo contrario de cualquier acción desinteresada. En efecto, la actividad artística (tanto en su producción como en su recepción) debía ser un estimulante para la vida, para la voluntad de poder. En segundo término, el arte es visto como la más alta potencia de lo falso, como aquella expresión que afirma el carácter falso de todo producto humano (paralelo al carácter falsificante de toda voluntad) y lo eleva a su máxima potencia, constituyendo el “alegre mensaje” de una filosofía venidera. De estos dos principios podemos deducir dos problemas mayores en la recepción de la obra nietzscheana: en primer lugar, su relación con Kant (aun cuando Deleuze no lo mencione, podemos suponer que la discusión con respecto al desinterés en el arte es evidentemente un ajuste de cuentas con Kant); luego, a partir del segundo principio, la cuestión del estatuto de la reflexión nietzscheana acerca del arte. ¿Es reducible a una estética como disciplina filosófica autónoma o constituye una apuesta más radical?
Ya
en el texto mencionado, Deleuze elabora la hipótesis, profundizada
más tarde por Olivier Reboul2,
de que Nietzsche propone una crítica de la crítica, no tanto para
rechazarla sin más, sino para profundizarla, incluso hasta el punto
de terminar en una franca oposición al pensamiento kantiano en
algunos de sus puntos clave. Esto implica una relación compleja con
el kantismo,3
ya que el pensamiento de Nietzsche supone un cierto legado kantiano y
al mismo tiempo ataca ferozmente a Kant en muchos de sus textos. En
cuanto al segundo problema, podemos encontrar también cierta
apropiación del segundo principio planteado por Deleuze, llevándolo
al terreno de la pregunta por la estética, en el estudio de Massimo
Cacciari acerca de la inexistencia de una estética en Nietzsche4.
En efecto, si Nietzsche piensa al arte como expresión de una
facultad general de mentira (aquello que Deleuze llama poder o
potencia de lo falso), el filósofo italiano saca la consecuencia de
que no deberíamos considerar las reflexiones nietzscheanas en torno
al arte como una estética autónoma en sentido moderno (justamente,
aquel que Kant ayuda a fundar, con lo cual los dos problemas son
convergentes).
Ahora bien, Baumgarten
es el primer filósofo que emplea el término como disciplina
independiente (Aesthetica
en 1750). En este período y hasta Hegel la estética se concibe de
manera esencial como la conjunción entre la belleza y el arte.
Después de Hegel se procederá a separar el arte de la belleza. La
estética que desarrolla Baumgarten nace de la reflexión filosófica
del arte y del descubrimiento de su vínculo con la belleza. Es
preciso indicar que aunque el filósofo alemán amplia y mejora el
pensamiento de Christian
Wolff
su pensamiento halla mayor parentesco con Leibniz,
pues muy probablemente los pilares básicos de su estética no
hubieran sido posibles sin recurrir a factores propiamente
leibnicianos. Estos elementos básicos son: el descubrimiento de la
facultad del objeto estético, la belleza como objeto del
conocimiento estético y la concepción de la verdad estética.
En el presente trabajo nos ocuparemos de estas dos cuestiones desde una perspectiva más acotada. En primer lugar, realizaremos la confrontación con la filosofía kantiana a partir de las complejas relaciones que Nietzsche establece con el principio del desinterés estético (complejidad que puede ser pasada por alto si aceptamos sin mayor examen la consideración deleuziana en este punto). Un extraño pasaje de El nacimiento de la tragedia servirá de punto de partida necesario para evitar una simplificación excesiva5. Por otra parte, el estudio del análisis heideggeriano en torno a este problema nos llevará luego a un segundo punto, justamente el de la pertinencia (o impertinencia) de pensar la cuestión del arte en Nietzsche como una estética. La riqueza de los análisis realizados por Heidegger permitirá establecer con mayor rigor tanto la relación de Nietzsche con Kant como el estatuto del problema del arte.
En el parágrafo 5 de El nacimiento de la tragedia Nietzsche hace la siguiente afirmación con respecto al hacer artístico: “...si no hay objetividad, si no hay contemplación pura y desinteresada, no podemos creer jamás en la más mínima producción verdaderamente artística”6. La misma surge en el contexto de una crítica a la interpretación moderna que determina a Arquíloco como el primer poeta subjetivo. En efecto, dice Nietzsche, esta interpretación no aporta nada a la comprensión de porqué este poeta apasionado comparte el corazón artístico del mundo griego al lado de Homero (paradigma del poeta objetivo), ya que todo lo subjetivo es desdeñable cuando hablamos de arte.
En esta primera obra, la Naturaleza es entendida, en sentido metafísico, sobre la base del antagonismo entre dos instintos primordiales: lo dionisíaco y lo apolíneo, que reciben su explicación a partir una analogía con los estados fisiológicos de la embriaguez y el sueño respectivamente. Lo dionisíaco es caracterizado como verdadero trasfondo del mundo de las apariencias, un estadio metafísico caótico e informe previo a la formación de los entes, análogo a la cosa en sí como voluntad en sentido schopenhaueriano. Lo apolíneo, en cambio, es el ámbito de la mesura. Aquí el Uno Primordial dionisíaco se desgarra en individuos, es el triunfo del principio de individuación que configura el mundo real – empírico levantando fronteras que separan a los entes singulares, dotándolos de una existencia aparentemente autónoma. Desde esta contradicción fundamental, Nietzsche ofrece una interpretación totalmente distinta del fenómeno poético que es Arquíloco. Contra la interpretación moderna antes mencionada, aquí se postula la identidad del lírico con el músico. Al estar en contacto directo con el trasfondo dionisíaco de lo existente, el lírico va más allá del mundo apolíneo de las apariencias y se diluye como individuo para sumergirse en el eterno fluir del Uno primordial en todo su dolor y contradicción. Sólo después de lograr esta experiencia dionisíaca de pérdida de los límites que lo separan del mundo y de los otros, desde esta unión con el sustrato metafísico de la Naturaleza generadora de vida, el artista puede producir una réplica del Uno primordial en forma de música. En este planteo se vuelve a hacer evidente la herencia de Schopenhauer, quien consideraba que la música no tenía un carácter mimético, sino expresivo de la Voluntad misma, sustrato metafísico del mundo considerado como representación. A partir de aquella expresión musical a-significante se produce un reflejo de segundo grado en forma de símbolo individual a partir de la imagen onírico-apolínea. De esta forma, el yo del poeta lírico, el hablar en nombre propio acerca de sus pasiones, se entiende como un símbolo puramente imaginativo desde el cual resuena el grito primordial de Dioniso, a través del torrente visual producido por Apolo. Al poeta no le es lícito contemplar estas imágenes, ya que éstas son él mismo, son objetivaciones de su yo que nos interpela desde el abismo del ser. Por eso, si bien él nos habla de su persona, sólo se refiere a Dioniso. Esta subjetividad simbólica no tiene nada que ver con el yo mundano que la estética moderna interpretó en Arquíloco. Desde este punto de vista metafísico, el postulado del principio kantiano del desinterés en el arte se hizo completamente necesario. Era la única forma en que se podía dar cuenta de este retroceso al Uno primordial. Éste significa, justamente, el desgarramiento del sujeto individual y su desligarse del mundo empírico (falso) de las apariencias y los apetitos.
Tanto en este punto como en otros, se puede apreciar la influencia que ejercieron Schopenhauer y Kant en esta primera obra nietzscheana. Sólo desde la concepción metafísica schopenhaueriana que expone Nietzsche aquí pudo éste adherir a la doctrina kantiana del goce desinteresado. Ahora bien, habría que preguntarse, quizás, hasta qué punto Nietzsche entendió el principio de desinterés estético de la misma forma que Kant. Una primera diferencia de enfoque es que Nietzsche, ya en El nacimiento de la tragedia, describe el fenómeno artístico principalmente desde el artista, al contrario del filósofo de Königsberg, que sólo dedica unas pocas páginas a su doctrina del genio, prefiriendo realizar una detallada descripción del proceso receptivo de la obra de arte. Con lo cual, el desinterés nietzscheano no será sólo el desinterés del sujeto que contempla la obra de arte, sino, principalmente, el del artista, despreocupado de su vida cotidiana en el momento en que ejerce su capacidad creadora. Ésta, como ya se dijo, debe transportarlo al estadio pre-individual y sin forma de lo existente, el Uno primordial. El yo en tanto sujeto empírico del artista no es más que un símbolo, es él mismo obra de arte, ya que sólo como obra de arte recibe su justificación el mundo. Aquí ya estaba el embrión de lo que más tarde sería el pensamiento ficcional nietzscheano, su concepción de que el sujeto es, al igual que todos los conceptos, sólo una ficción útil que nos permite vivir, algo que sólo como palabra tiene unidad, pero que es múltiple en su esencia. El proceso de creación artística apunta, entonces, volviendo a El nacimiento de la tragedia, a una desidentificación del sujeto empírico, pero no para llegar a una subjetividad trascendental más profunda, sino para poner de relieve el hecho de que el verdadero trasfondo de nuestro mundo empírico es el eterno fluir dionisíaco, en el que no hay nada que se parezca a sujetos y objetos, sino sólo una fuerza ciega y dolorosa que tiende a la vida7.
En segundo lugar, habría que señalar otra importante diferencia entre el desinterés nietzscheano en esta concepción de la lírica y el desinterés kantiano. Este último parece apuntar a un estado de contemplación pura que, en muchos aspectos, se asemeja a la pretensión de objetividad en las ciencias, en la que el sujeto debe estar exento de valoraciones morales o utilitaristas, sin permitir que en su investigación influya ningún factor que no sea el de la búsqueda del conocimiento puro. La disolución de la identidad del poeta lírico descripta en El nacimiento de la tragedia, o más bien, el carácter engañoso de la imagen que se nos presenta como subjetividad del mismo, lejos de reclamar un estado de contemplación pura, produce una excitación hacia disposiciones anímicas propiamente dionisíacas. Contra el formalismo kantiano, la contemplación de esta imagen no invita a quedarse detenido en las formas sin prestar atención al contenido, sino que es tomada como una visión emanada del fondo musical dionisíaco, de forma tal que invita a trascender la apariencia simbólica del poeta. Para comprender y vivir realmente la experiencia lírica, el espectador debe ir más allá de la forma y trasladarse hacia el contenido que se expresa en ella. Este contenido no tiene nada que ver con un realismo concreto ni con el arte conceptual. Se trata, en cambio, del dolor primordial dionisíaco como fuente creadora expresándose en imágenes apolíneas. Por eso, este ir más allá de la forma no significa ser indiferente a la apariencia, todo lo contrario. Sólo desde el estado de embriaguez dionisíaca llega la apariencia apolínea a su más alto nivel de expresión simbólica.
Claro que también se puede interpretar el retroceso kantiano a un sujeto puro de conocimiento como una desidentificación del sujeto empírico. Ésta sería la razón de ser del principio del goce desinteresado: un desvincularse de todas las inclinaciones y necesidades de nuestra vida mundana para llegar a experimentar la armonía de las facultades para el conocimiento puro8. De esta manera, se entiende la reapropiación nietzscheana de dicho principio, en la medida en que ambos pensadores comparten la intención de buscar lo universal más allá de lo empírico. Y, si bien se podría decir que con esto Kant opera un giro gnoseológico mientras que en el primer Nietzsche se trata de un giro ontológico, sabemos que el motor que mueve a Kant en la composición de su Crítica del juicio es la fundamentación de su moral metafísica, logrando la unión entre el sujeto trascendental y el imperativo categórico. Quizás sea éste uno de los motivos por los que el autor de la Crítica de la Razón Pura es visto en este primer escrito como uno de los mensajeros de un pensamiento trágico por venir. De todas formas, se podría aplicar al fragmento citado al comienzo de este trabajo lo que se dice acerca del texto sobre la tragedia griega en el Ensayo de autocrítica de 1886: estaría afirmando, con una fórmula kantiana, algo que ya habla radicalmente en contra de Kant, o más exactamente, más allá de él9. Desde este punto de vista, el desinterés nietzscheano iría más allá no sólo del sujeto empírico, sino que incluso extendería su disolución hasta el sujeto trascendental kantiano. Al menos esa parece ser la intención de la filosofía dionisíaca de Nietzsche. Kant sigue apareciendo, en este punto, como un pensador “apolíneo”.
Humano demasiado humano marca en sentido estricto el comienzo de lo que se ha llamado la “inversión del platonismo”. Al dar por tierra con el “platonismo” schopenhaueriano que lo sustentaba, el desinterés kantiano recibió los primeros “martillazos” de Nietzsche. En esta oportunidad no hay nada que se parezca al suelo metafísico que subyace en gran parte de los planteos estéticos de El nacimiento de la tragedia. La nueva concepción nietzscheana del arte descarta la determinación del mismo como expresión de verdades metafísicas, para la cual podía parecer necesaria la ilusión de un sujeto puro de conocimiento. Aquí comienza la doctrina del arte como estimulante de la vida. Lejos de buscar un sujeto desinteresado, lo que, por otra parte, no es posible para Nietzsche (y mucho menos deseable), el papel asignado al arte es el de “enseñar a considerar con interés y placer la vida bajo todas sus formas”10. La ruptura con Kant y Schopenhauer se hace evidente: nada de goce desinteresado; mucho menos un desligarse de la voluntad al estilo schopenhaueriano.
Pero no se trata sólo de una refutación de estos postulados filosóficos. En este escrito se hace presente con toda claridad la sospecha nietzscheana de que detrás de los principios filosóficos aparentemente “desinteresados” se esconde, en realidad, un “interés” mucho más profundo y no asumido. Los parágrafos 161 y 162 no dejan dudas al respecto11. En el primero de ellos, se muestra el hecho de que, al considerar la excelencia de un artista o la belleza de una obra, lo que realmente se tiene en consideración es la supuesta excelencia de nuestras propias facultades. En el segundo, toma la concepción romántica del genio (que, como se sabe, remite directamente a Kant) como una ilusión que permite esconder la mediocridad de la mayoría de los hombres modernos cuando se los compara con el verdadero artista. Se declara el “milagro” de la genialidad allí donde no queremos demostrar envidia ante la superioridad ajena, ocultando el carácter “humano, demasiado humano” del supuesto (e inexistente) “milagro” que se interpreta como inspiración artística.
Para determinar el alcance de estos temas nietzscheanos, sobre todo el referido en el parágrafo 161 de Humano, demasiado humano, es necesario confrontar lo que afirma Kant en la Crítica del juicio acerca del juicio de gusto. Aquí encontramos, de manera sorprendente, un importante punto de contacto entre ambas posturas. Al determinar el juicio de gusto como reflexionante, en contraposición al juicio determinante del conocimiento lógico, el “desinterés” kantiano en lo referente a la determinación de un objeto se deja ver como un peculiar sentimiento de placer en la percepción del estado subjetivo de la representación12. El verdadero objeto del juicio de gusto es justamente el estado armónico de las facultades subjetivas, la correcta configuración de las capacidades sensitivas y cognoscitivas del sujeto. De ahí la pretensión de universalidad postulada como una de las características fundamentales del juicio estético, aunque con él no se pretenda determinar ningún concepto. A través de la facultad de juzgar, el sujeto pretende tener un acceso directo a lo universal, quiere formar parte del reino de los fines en sí y estar él mismo constituido de acuerdo al modelo universal de la naturaleza humana. Por eso no tolera que se le contradiga cuando afirma que un objeto es bello, ya que de esta manera se ponen en duda sus capacidades y su “buen gusto”. En este punto, como en tantos otros, puede constatarse el hecho de que Nietzsche, partiendo de los mismos descubrimientos kantianos, persigue fines completamente distintos, llevando a cabo aquello que Deleuze denominó una “crítica de la crítica”, en la que se ponen en cuestión los nuevos fundamentos erigidos por el criticismo del gran maestro del iluminismo alemán. Y es justamente en la pretensión de universalidad del juicio de gusto donde se separan los caminos de ambos filósofos en cuanto a su pensamiento sobre la recepción estética. La superación de la universalidad sería, justamente, uno de los objetivos de la “filosofía del martillo”. Aquí el énfasis está puesto sobre el carácter singular de cada experiencia, y el deseo de diferenciarse de los otros será puesto más adelante como una de las virtudes fundamentales del filósofo del futuro. La moral universal y el reino de los fines en sí serán despreciados como formas típicas de la política del “rebaño”, y punto culminante, junto con el espíritu científico, de la historia occidental para la que Nietzsche acuña, en los fragmentos póstumos, el nombre de “nihilismo europeo”.
Con Humano, demasiado humano comienza la concepción filosófica que años después determinará el arte como puesta en juego de la voluntad de poder en su más alta expresión, es decir, como facultad creadora que se sabe mentirosa. “Inversión del platonismo” significaría también profundización del criticismo kantiano hasta el extremo de volver contra el filósofo de Königsberg algunos de sus propios descubrimientos, en especial toda su crítica a la metafísica y al carácter ilusorio de la filosofía dogmática. Descubrimientos que, con todo su valor, no fueron aprovechados por Kant para realizar una “transvaloración de todos los valores existentes”, sino para llevar a cabo una nueva y más fuerte (en tanto que científica) fundamentación de los mismos.
El análisis hecho hasta aquí, teniendo en cuenta solamente El nacimiento de la tragedia y Humano, demasiado humano, muestra ya que la relación del joven Nietzsche con Kant estuvo signada por cierta ambigüedad, o mas bien cierta decepción con respecto al que podría haber sido un gran filósofo del porvenir y terminó siendo, desde la perspectiva nietzscheana, uno de los más célebres decadentes. Esta ambigüedad se pone de manifiesto en no pocos pasajes de su obra, en fragmentos que sólo aparentemente se contradicen. Estos pasajes tienden a un rescate de ciertos aspectos del criticismo, así como a una dura crítica de su intención y sus resultados como sistema filosófico. Es así como, después del efusivo elogio del parágrafo 18 de El nacimiento de la tragedia, en el que la empresa crítica kantiana es vista como uno de los testimonios más elocuentes de lo que será la sabiduría trágica del futuro13, y pasando por el sarcasmo con el que se refiere al filósofo de Königsberg en La gaya ciencia14, Nietzsche se pregunta hacia el final de su vida intelectual: “¿de dónde nació la persuasión alemana de que con Kant comenzó una crisis de mejoramiento?”15. Es justamente la voz de un desilusionado la que nos habla unas líneas más adelante del imperativo categórico como “la fórmula de la decadencia hasta el idiotismo...Kant se volvió idiota”16. El hecho de que Kant se haya “vuelto” idiota y no sea declarado idiota sin más muestra que Nietzsche supo percibir en él un momento de profunda claridad (previo a la decadencia de su interpretación moral del mundo) que justifica de alguna manera el elogio antes citado. El parágrafo 210 de Más allá del bien y del mal constituye un claro ejemplo. En él se subrayan algunos rasgos fundamentales del perfil del filósofo del futuro de corte profundamente kantiano: ante todo el espíritu crítico, “la seguridad de los criterios valorativos, el manejo consciente de una unidad de método, el coraje alertado, el estar solos y el poder responder de sí mismos”17.
Esta larga lista de citas apunta a señalar el carácter problemático de la relación que Nietzsche mantuvo con el texto kantiano. A pesar del explosivo sarcasmo que muestra en más de un fragmento, no sería lícito concluir que Nietzsche censura sin más dicho texto. Sin embargo, tampoco parece válida la excesiva coincidencia inconsciente entre los planteos estéticos de ambos autores que defiende Heidegger en su Nietzsche. Éste atribuye todo el malentendido a la influencia de Schopenhauer, quien, a pesar de declararse kantiano, parece haber malinterpretado toda la estética del filósofo crítico, especialmente la cuestión del desinterés18. De esta forma, según el autor de Ser y tiempo, al alejarse de Schopenhauer, Nietzsche se acercaría sin saberlo al planteo kantiano.19 Aun cuando esto pudiera ser cierto en otros aspectos de su filosofía -con todas las reservas ya señaladas-, no parece así respecto de la pretensión de un goce estético puro y desinteresado. Según la interpretación heideggeriana, el desinterés del placer en la reflexión kantiana corresponde a la consideración placentera de nuestra vida reivindicada por Nietzsche. En esa dirección se encaminaba ya la coincidencia que señalábamos más arriba entre la afirmación de un interés más profundo detrás de la máscara del desinterés en Humano, demasiado humano, y el carácter reflexionante del juicio de gusto en Kant. Al mismo tiempo, Heidegger destaca la relación esencial que se establece con el objeto desde esta perspectiva kantiana, contra la supuesta mala interpretación del desinterés como una falta de relación con el objeto bello20. Pero, a pesar del constante intento kantiano por desligar la experiencia de lo bello del conocimiento, sigue siendo cierto que los principales atributos que menciona acerca del juicio de gusto son tomados de la esfera del conocimiento puro: impersonalidad y universalidad. Además, mientras Nietzsche reclama del arte una enseñanza acerca del carácter placentero y “verdadero” del mundo “falso” de la apariencia y del instinto de vida, aún en sus aspectos aparentemente irracionales, Kant sigue reduciendo la experiencia estética al ámbito del conocimiento cuando determina como efecto fundamental la puesta en armonía de las facultades para el conocimiento en general (libre juego de la imaginación y el entendimiento). Ya en nuestro análisis de la presencia del principio de desinterés estético en El nacimiento de la tragedia se constató una profunda puesta en cuestión de esta armonía de las facultades ponderada por la crítica kantiana. En efecto, ésta apunta a una nueva fundamentación del carácter unificador de la conciencia y, con esto, la afirmación, esta vez en el ámbito de la estética, del sujeto trascendental como sujeto que opera la síntesis de los fenómenos; reducción de lo múltiple a lo uno como afirmación de la identidad del contemplador estético y del sujeto puro de conocimiento. El desarrollo posterior del pensamiento nietzscheano, con su teoría de la voluntad de poder y el eterno retorno, no hizo más que aclarar este elemento profundamente anti-kantiano presente en el escrito sobre la tragedia griega, pero oculto detrás de fórmulas kantianas y schopenhauerianas. Desde la nueva concepción del sujeto como ficción unificadora de lo que en realidad es una pluralidad de fuerzas que entran en relaciones de poder, la conciencia se toma solamente como un efecto de las fuerzas reactivas. Detrás del instinto de supervivencia que estas fuerzas implican, se encuentra la capacidad activa y creadora de las fuerzas en toda su multiplicidad. Esta actividad múltiple que el concepto de conciencia pretende limitar y esconder es, justamente, actividad inconsciente, equiparable quizás al instinto dionisíaco de la primera obra.
Si el pensamiento nietzscheano en torno al arte ocupó un lugar central en toda su obra, es porque veía en él una expresión elocuente del hacer en general, tal como ya lo demostraran Deleuze y Cacciari en los textos referidos en el primer apartado. En efecto, en la actividad artística se pone sobre el tapete una facultad de mentira común a la actividad humana en su conjunto, tendencia que tanto la moral como la ciencia (y con ellas la filosofía) clásicas se negaron a reconocer, justamente en función del predominio de una interpretación hecha desde la visión de las fuerzas reactivas de autoconservación y engaño. Frente a esta interpretación dominante en la filosofía a lo largo de toda su historia, el arte es visto como la reacción, el contra-movimiento por excelencia. La conciencia unificada (que posibilita la conciencia unificadora del juicio lógico) que destaca Kant como una consecuencia del placer en lo bello (a través de la armonía de las facultades de conocimiento) formaría parte de ese instinto conservador de las fuerzas reactivas. En ese sentido, el aforismo 106 de Más allá del bien y del mal nos parece fundamental en la concepción del arte como contramovimiento, especialmente en la dirección de la disolución de la identidad marcada ya al respecto de los textos del primer Nietzsche. El mismo afirma: “Merced a la música las pasiones gozan de sí mismas”21. A pesar de la oscuridad de este fragmento, creo que se puede ver en él la tendencia nietzscheana a considerar el arte (en este caso la música) como un estimulante de la vida, concibiendo al “sujeto” (las comillas son fundamentales) como una pluralidad de afectos, cada uno de los cuales tiene deseo de dominar sobre los otros22. Esto hace que el sujeto (sin comillas) moderno estalle en mil pedazos y comience a ser concebido como ficción y multiplicidad de voluntades de poder23, mostrando una vez más que la relación entre Dioniso y Apolo no es una dialéctica conciliadora, como puede parecer en algunos pasajes de El nacimiento de la tragedia. Ya en esa obra se trataba más bien de una relación de lucha constante en la que hasta el momento histórico en que Nietzsche escribe prevaleció un tipo de mesura apolínea que en realidad no hace más que degradar la función originaria de Apolo, que no era otra que la de expresar mejor un trasfondo dionisíaco. De ahí que Nietzsche reclame, frente a ese movimiento decadente, el contra-movimiento dionisíaco del arte. Al interpretar el arte desde los valores del conocimiento objetivo y la moral, Kant no hace más que un intento de sujetar este contra-movimiento, aniquilando su carácter esencialmente des-estructurador y a-sistemático. En el momento en el que se pone de manifiesto este peligro, a saber, en la experiencia de lo sublime, en la que la armonía de las facultades de conocimiento se ve desbordada, la reapropiación corre por cuenta de la razón, afirmando una vez más la dignidad del sujeto a través de su capacidad para concebir lo suprasensible. Es así como, después de haber descubierto el carácter ilusorio del razonamiento que llevó al cogito, Kant vuelve a ilusionarse con la dignidad del sujeto humano, cayendo presa del dogmatismo de la gramática que para todo predicado necesita un sujeto24. Claro que esta ilusión kantiana no es nada ingenua: él necesitaba una fundamentación nueva de la dignidad del sujeto para justificar su moral.
Esta profunda discrepancia en la interpretación del fenómeno artístico es señalada también, con toda claridad, en el parágrafo 6 del Tratado tercero de La geneaología de la moral25. Allí se vuelve a criticar explícitamente la reducción kantiana de la experiencia estética a la esfera del conocimiento, al darle al juicio de gusto las características de la impersonalidad y universalidad. A la definición kantiana de lo bello como aquello que agrada desinteresadamente se contrapone la de Stendhal, autor caro a Nietzsche, que dice que lo bello constituye una “promesa de felicidad”. Esto quiere decir que “naturalmente estoy unido por un interés por la belleza que me gusta”26. En el mismo parágrafo queda claro que de ninguna manera se confunde el desinterés kantiano con la interpretación que del mismo realiza Schopenhauer, como lo pretende Heidegger, sino que se destaca el “modo personalísimo” en el que aquél entendió el principio kantiano en favor de su propia doctrina ética, aún cuando estuviera equivocado y no tuviera derecho, de acuerdo con la lectura nietzscheana, a llamarse kantiano en este punto27.
El malentendido heideggeriano se debe, según nuestra interpretación, a su intento de colocar a Nietzsche dentro del movimiento del pensar tradicional, y más aún, como culminación del mismo. Heidegger intenta reducir las consideraciones nietzscheanas acerca del arte como si se tratara de una estética en el sentido moderno del término, cuando es justamente el sentido que la modernidad intelectual le dio al arte lo que más critica Nietzsche desde su primer libro. El tema ha sido ampliamente discutido en la bibliografía especializada28, pero aquí nos concentraremos en las tesis heideggerianas. Después de determinar el pensamiento nietzscheano acerca del arte como una “estética llevada a su extremo”, Heidegger aclara el sentido que la filosofía le dio a esta disciplina: en ella, la obra de arte se concibe como lo bello producido por el artista y como lo que se pone frente a un sujeto contemplador, es decir, se determina la obra como un “objeto” para un “sujeto”29. Al reducir el planteo nietzscheano a esta concepción estética, Heidegger pasa por alto la afirmación capital hecha en el parágrafo 5 de El nacimiento de la tragedia, en el que Nietzsche critica a Schopenhauer el haberse basado justamente en la distinción sujeto/ objeto para dar forma a su división de las artes. Aunque el trasfondo de esta crítica (la defensa del desinterés kantiano) haya sido abandonado, la afirmación de la improcedencia de la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo en lo que respecta a la experiencia estética se mantiene en la crítica hecha a Kant en La genealogía de la moral en el parágrafo antes mencionado. Ésta apunta contra la estética del espectador que construye Kant bajo el esquema de la relación cognoscitiva de sujeto y objeto, lo que hace que se le escape incluso el verdadero carácter singular y profundamente personal que determina toda experiencia estética, ya sea que se la tome desde el artista como desde el espectador.
Cuando Nietzsche pregunta “¿quién interpreta?” o “¿quién emite el juicio de belleza?” la respuesta no es nunca “el yo” o “el sujeto de conocimiento” como contemplador estético. El intérprete es siempre una fuerza o un afecto que se impone sobre los demás. No es posible permanecer “objetivo” y dejar atrás esta fuerza interpretadora como si el “sujeto” fuera capaz de desligarse de ella; todo lo contrario: la presupone a cada momento. Son estas fuerzas las que se apoderan del “sujeto”, nunca al revés.
Lo mismo sucede desde el punto de vista del creador. Lo importante es saber qué tipo de fuerza predomina: si se trata de fuerzas reactivas, nos encontramos en presencia del arte romántico. En él prevalece el descontento y el alejarse de sí mirando hacia atrás, se trata de un arte esencialmente nihilista. Si, en cambio, prevalecen las fuerzas activas, estamos en presencia de un arte clásico, en el que se da forma incluso a lo más terrible de la existencia en un sentido completamente afirmativo. Ésta es la distinción que más importa: la que se da entre el predominio de lo activo o lo reactivo; es la que se esconde detrás de todos los fragmentos que se refieren a la distinción entre arte clásico y arte romántico30. Desde ya, esto no significa que estas fuerzas se den por separado en un esquema de simple oposición, sino que ambos tipos de fuerzas entran siempre en relación formando una aparente unidad. Por ejemplo: el sujeto. Y la distinción cualitativa de esa unidad irá de la mano de la distinción de fuerzas que predominan en su actividad. Por eso no se debe intentar aprehender el fenómeno del arte desde el esquema sujeto / objeto. El viejo concepto de objetividad científica, extendido a la contemplación artística mediante el principio de desinterés, es visto como una “castración” del intelecto, en tanto pretende eliminar la actividad de los afectos en el proceso cognoscitivo. Este movimiento “castrador” descansa, además, en la errónea distinción entre teoría y práctica, como si la supuesta ascesis teórica no estuviera condicionada en el fondo por convicciones morales (Kant sería un ejemplo paradigmático). Desde el carácter perspectivista de todo acontecer planteado por Nietzsche, la “objetividad” del filósofo del futuro requiere el concurso de la mayor cantidad posible de afectos, produciendo una multiplicidad de interpretaciones diferentes. De esta manera, se ven multiplicadas las perspectivas sobre la cosa en cuestión, haciendo posible un “concepto” ampliado de la misma. Al disolver el sujeto en una pluralidad de fuerzas, ya no tiene sentido hablar de objeto en el viejo sentido.
Por supuesto que Heidegger, a pesar de encarar el pensamiento nietzscheano sobre el arte desde el saber de la tradición filosófica, no ignoraba esta dificultad. Por eso se encarga de aclarar que, si bien se trata de una estética, ésta es llevada hasta sus límites. Así, en la filosofía de Nietzsche los estados estéticos son llevados hasta el ámbito corporal, lo más lejos posible de los estados espirituales que dominaban la reflexión estética de la filosofía anterior. En este sentido, puede interpretarse la empresa nietzscheana como un intento por hacer estallar la estética tradicional desde adentro. Al menos, ese parece ser el camino que Heidegger describe cuando se refiere a lo limitado de la estética tal como fue descripta antes, cuando se aplica aquél esquema de lo subjetivo y lo objetivo al pensamiento trágico del filósofo del eterno retorno. Según la interpretación heideggeriana, las determinaciones fundamentales del arte son la embriaguez y la belleza. En la misma interpretación se nos advierte, sin embargo, sobre el peligro que significa reducir estos estados a un esquema gnoseológico. Ello significaría caer en una trampa que impediría comprender el movimiento más íntimo que describe esta “estética llevada al extremo”. En efecto, sería muy fácil interpretar la embriaguez como lo subjetivo y la belleza como lo objetivo, pero con ello sólo ganaríamos una burda simplificación y un malentendido. La embriaguez es el estado a partir del cual el sujeto va más allá de sí, es decir, “ya no es más subjetivo ni es sujeto”31. Al mismo tiempo, la belleza no es un objeto que se enfrenta al sujeto en una relación de representación. “La belleza rompe el círculo de objeto separado, que se sostiene por sí mismo, y lo lleva a la pertenencia esencial al “sujeto”. La belleza ya no es más objetiva ni es objeto”32. Por eso se habla de una estética que, al final de su recorrido pensante, deja de ser realmente una estética, en el sentido que hace estallar la estructura tradicional de lo que se entiende por tal disciplina filosófica.
De todas formas, el aspecto de la embriaguez que hace ir más allá de sí al sujeto no es visto por Heidegger como una exacerbación de la pluralidad de afectos y pasiones que dominan al hombre. Habla más bien de una trascendencia de la voluntad que, llevando consigo al que quiere, lo transforma. A partir de esta trascendencia puede el hombre del gran estilo crear desde la exuberancia y dar forma al caos. Desde este punto de vista, el dar forma no es un hacer rígido eliminando el devenir, sino un hacer que el propio caos devenga forma y se mantenga sin ser reducido. El gran estilo es, entonces, la voluntad activa de ser, pero que transforma su otro, es decir, el devenir, en sí mismo, haciendo que llegue a su más íntima esencia en tanto que otro. El hecho de poner el énfasis en aquella trascendencia de la voluntad, dejando de lado los fragmentos que pueden inspirar una interpretación más pluralista como la que esbozamos en este trabajo, significa seguir reduciendo el pensamiento nietzscheano al movimiento del pensar occidental, aún reconociendo en él al filósofo más revolucionario de la historia; el que la lleva a su fin. Sólo así puede entenderse el hecho de que, después de haber reconocido hasta qué punto la propuesta de una filosofía que se llama a sí misma una filosofía del porvenir no puede ser ya una estética, siga hablando del arte como un estado que debe comprenderse de forma estética, sin siquiera poner entre comillas esta palabra33. El mismo Nietzsche, consciente de la carga histórica que posee esta palabra como nombre de una determinada disciplina filosófica, habla más a menudo de estados “artísticos” y “no– artísticos” más que de estados estéticos, si bien es cierto que esta no es una regla metódica que se observe rigurosamente en todos los textos. En esa dirección de superación de la estética se dirige uno de los fragmentos póstumos agrupados bajo el título de “fisiología del arte”, escrito entre fines del año 1886 y principios de 1887, en el que afirma lo siguiente: “Wagner, desde el principio hasta el fin, se me ha hecho insoportable, porque no puede andar, menos aún bailar. Pero estos son juicios fisiológicos, no estéticos: sencillamente, ¡ya no tengo estética!”34.
Al seguir reduciendo este pensamiento a una estética, se deja escapar el legado principal del mismo como verdadera “transvaloración de todos los valores”, en tanto constituye una filosofía que se atreve a pensar más allá de los cánones tradicionales de la razón clásica y moderna. A pesar de todas las salvedades hechas y de la profundidad con la que encara el estudio de la obra nietzscheana, a menudo Heidegger incurre en el error de interpretar algunos de sus postulados dejándose dominar demasiado por el aparato conceptual tradicional de la filosofía occidental. Un claro ejemplo de esto es su interpretación de uno de los aspectos más característicos de la inversión nietzscheana del pensamiento en torno al arte, a saber, la ya mencionada necesidad de pensarlo desde la perspectiva del artista más que del espectador. Desde esa perspectiva es postulada una de las cinco proposiciones fundamentales sobre el arte: éste debe comprenderse desde el instinto creador del artista. Ahora bien, se podría decir que la caracterización que se hace en el texto heideggeriano de la actividad del artista es, por lo menos, incompleta. Se basa principalmente en un concepto clásico de producción o creación, según el cual producir significa: hacer venir al ser algo que aún no es. Es cierto que en muchas ocasiones, Nietzsche se refiere a la actividad artística de esta manera, sobre todo cuando pone énfasis en el devenir lógico y matemático, necesarios en toda producción artística en tanto que impone una forma determinada al devenir caótico de lo real. En efecto, allí donde sólo hay flujo huidizo, se hace venir al ser un ente determinado en la forma de una obra de arte. Hasta aquí, nada que objetar. Esta concepción es totalmente tributaria del clásico concepto de producción. Sin embargo, también es necesario concebir al arte desde el movimiento opuesto. Aquí, la inversión opera concibiendo un nuevo e inaudito concepto de producción: el arte sería también un producir que va desde el ser hacia el no– ser. Este movimiento se pone de manifiesto, en el primer Nietzsche, en el impulso dionisíaco y transfigurador de la música, en el que las rígidas limitaciones impuestas por la mesura apolínea son excedidas por el movimiento desmedido de Dioniso. El verdadero artista dionisíaco sería algo así como un vacío a partir del cual se produce la caída del “principio de individuación” en el flujo amorfo y sin fondo de la voluntad. Desde la terminología heideggeriana habría que decir, entonces, que la producción no va sólo desde el no– ser hacia los entes, sino también desde los entes hacia el no– ser (teniendo en cuenta la copertenencia entre ser y nada desarrollada, por ejemplo, en ¿Qué es metafísica?35). Se trata de pensar, al lado de la estructuración apolínea en la forma, el proceso contrario de des– estructuración que opera el instinto dionisíaco como una tensión de fuerzas en lucha constante tal como fue caracterizado más arriba, es decir, como una relación no dialéctica, sino como exceso y tensión no resolutiva. Tanto en este caso como en la trascendencia de la voluntad en el hombre artístico destacada más arriba, Heidegger parece dar más importancia al costado estructurador y dador de forma del hacer artístico, descuidando el movimiento contrario que aquí intentamos mostrar, y que sería, justamente, el elemento que permite a Nietzsche esbozar una superación de la forma tradicional de pensar en filosofía. Es la tensión constante entre ambos movimientos lo que da al pensamiento de Nietzsche en torno al arte toda su potencia y lo aleja del modo clásico de pensar lo artístico como una esfera autónoma, desde una disciplina filosófica también autónoma: la estética (de ahí las comillas que “sostienen” esta palabra en el título del presente trabajo).
A pesar de esas “omisiones”, el estudio de la recepción heideggeriana del pensamiento de Nietzsche es fundamental para combatir interpretaciones superficiales que se quedan en el vitalismo y en el irracionalismo. Sólo a partir de esta interpretación pudo comenzar un estudio serio de Nietzsche como filósofo, y no sólo como poeta loco o maldito. Reconocer los puntos en los que sigue siendo heredero de la historia de la filosofía es tan importante como destacar la indudable transgresión que representa con respecto a la misma. Es en este sentido que nos pareció importante encarar una confrontación con la estética kantiana, tratando de seguir los matices que esta relación implica, prefiriendo destacar la ambigüedad de la misma sin sacar conclusiones apresuradas. En efecto, resulta imposible reducir la consideración nietzscheana del arte a una estética de carácter autónomo como la kantiana. Es necesario decir, en cambio, que toda la filosofía es para Nietzsche una filosofía del arte, lo cual estuvo claro desde su primera obra, en cuyo prólogo el arte es designado como “la actividad propiamente metafísica de esta vida”36. Por eso el principio de desinterés estético, tal como lo plantea la Crítica del juicio, es rechazado junto con el ideal de objetividad en la ciencia y la moral de las intenciones. Es justamente sobre estos postulados kantianos que descansa la pretensión de autonomía de cada una de las esferas sometidas a la crítica. Aún así, no son pocos los puntos que quedan abiertos y todavía por pensar en torno a la herencia kantiana de Nietzsche, no sólo en cuanto al pensamiento sobre el arte, sino dentro del contexto más amplio de la superación del nihilismo. Esto no implica, por supuesto, perder de vista que movimiento general de la filosofía nietzscheana lleva a una postura muy contraria a la kantiana, que cuestiona radicalmente los valores que permanecen incuestionados por el filósofo de la crítica, a saber: la razón, la verdad y, con ellos, la dignidad del hombre como sujeto moral y de conocimiento. En efecto, todo el recorrido de la obra nietzscheana se dirige a la elaboración de nuevos modos de ser y pensar, una vez derribados esos últimos ídolos de la razón moderna.
Rafael Mc Namara
Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente doctorando en filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad.
YOUNG, Julian: Nietzsche’s philosophy of art, Cambridge University Press, Cambridge, 1992.
Recibido: 18 de noviembre de 2012
Aceptado. 15 de diciembre de 2012