Hay que advertir que José Ortega y Gasset no dedicó ningún tratado a la vida moral del ser humano, pero su noción de la filosofía es tal que no se aleja mucho de las cuestiones morales cuando trata otros temas: "... en percatarse de sí mismo y caer en la cuenta de lo que somos y de lo que es en su auténtica y primaria realidad cuanto nos rodea consiste la filosofía".1 Ortega concibe la filosofía como un esclarecimiento de la realidad, para saber uno a qué atenerse, para poder actuar en consecuencia. Así que el pensamiento como simple "jugar con las ideas", no dirigido a la acción, le parece algo frívolo, irresponsable. Quiere esto decir que Ortega estuvo interesado por las cuestiones éticas, quiso aclarar qué es la ética e introducir en ella un poco de ese sentido común.
Además, Ortega concibió la vida como realidad radical a la que hay que referir todo cuanto hay o sucede. La vida es siempre individual, cada uno la suya. Y esta vida es la gran responsabilidad que cada ser humano tiene. Desde el punto de vista de la moral tradicional, ser responsable era poder dar cuenta de las propias acciones, la responsabilidad consistía en hacer que nuestros actos coincidieran con las normas que conducían nuestra conducta. En Ortega no, ser responsable no es seguir unas normas previamente establecidas, sino vivir auténticamente. De manera que el sujeto no tiene que responder simplemente de que sus acciones coincidan con una norma; no se responde de las acciones sin más, se responde de la propia vida. Hacer que nuestra vida sea auténtica, que lleguemos a ser quien de veras somos, esa es la cuestión de la que somos moralmente responsables.
Queremos hacer en este trabajo el intento de ver en qué aspectos coincide Ortega con los planteamientos generales que sobre moral dio Kant, autor con el que está en constante diálogo. Por ello, vamos a ver estas cuatro características fundamentales:
La moral es determinada. Este aspecto se fundamenta en la idea de que solamente se encuentran bajo el dominio de lo moral aquellos actos que manifiestan una intención, la voluntad ha de proyectar dichos actos. Las acciones carentes de la intervención racional y voluntaria del sujeto no son tema de la moral según el modelo kantiano. Ortega no estaría de acuerdo con esto: no es la voluntad racional, sino estratos más profundos del hombre los que nos empujan a realizar una determinación y no otra. Las determinaciones que el sujeto realiza se establecen en un juego de interacciones entre moralidad y moral. La moralidad es la conducta de un hombre tal y como se expresa en sus acciones, y moral es el conjunto de prescripciones que constituyen el código de lo que ese hombre llama justo. Ortega es bastante original aquí. Admitiría la moralidad, pero no la moral. En Ortega es posible una moralidad sin moral, un actuar moral sin códigos abstractos. Como no está de acuerdo en que sea la voluntad racional la que decide sobre lo bueno y lo malo, no acepta la existencia de un código fijo y permanente para guiar nuestra conducta. De hecho, tener un código fijo y someter nuestras decisiones a ese código, es inmoral para él. Ortega no niega la existencia de la voluntad, pero no cree que el mandato profundo que guía al ser humano en la construcción de su proyecto y la realización del mismo pueda provenir de la voluntad ni de la estricta razón pura. Los códigos morales sirven para universalizar los modelos de conducta y para establecer la primacía del concepto sobre la existencia. Ortega se declara contra ambos planteamientos a lo largo de toda su vida: en primer lugar, cada uno ha de decidir sus pautas de conducta en relación con sus circunstancias, y en segundo lugar, la realidad radical es siempre la vida de manera que todo, ideas o creencias, sentimientos o pasiones, etc., es algo que se produce en referencia a la realidad radical que es la vida. Por eso en Ortega el hombre de acción (el héroe. Vida activa) es más importante que el moralista (el sabio, el filósofo. Vida contemplativa). De hecho, cumplir con el mandato moral en Ortega es ser un héroe, alguien que no va por los caminos comunes, que no sigue las costumbres, que no tiene unas normas de vida concretas sino que es original, que crea su propia vida a tenor y en lucha constante con la circunstancia.
La moral es proversiva. En el curso de nuestra vida hay dos movimientos que se oponen: uno tiende hacia aquello que ya es, hacia aquello que prolonga el pasado en el presente y que podemos llamar retroversión; el otro tiende hacia el futuro aún indeterminado con la intención de determinarlo por mediación de un ideal y que puede llamarse proversión. Ortega insistirá en la enorme importancia de este último, hará girar su moral fundamentalmente en torno a la tendencia proversiva de la misma. No es que niegue los aspectos retroversivos de la vida. Los acepta y los coloca en el importante puesto que cree que tienen. Hay que recordar aquí la teoría orteguiana del hombre como "animal heredero", el hombre como resultado de lo que los hombres anteriores han sido. Pondera Ortega la enorme ventaja de ser heredero de un cúmulo de aciertos y errores anteriores que nos guían y nos orientan. Pero el verdadero sentido de la vida es hacia el futuro, es la construcción de nuestro propio yo, de quien de veras somos. La vida nos es dada, pero no nos es dado qué vamos a ser en la vida. Eso tenemos que construirlo cada uno en relación con la propia circunstancia, por eso la vida es siempre única, cada cual la suya. Aquí Ortega coincidiría con Kant, pues hay que ver en la proversión una actitud de progreso frente a lo retroversivo, que es lo tradicional y arcaizante, lo que se admite sin crítica.
La vida es sentirnos arrojados al mundo, náufragos en un mar de posibilidades que hay que determinar o no. Ante este problema que es el vivir, acudimos a nuestro interior y buscamos la solución en alguna de las fórmulas que el pasado nos ha legado, efectuamos esa retroversión de que hablábamos antes. Acudimos a nuestro interior, nos ensimismamos en nuestras creencias y conocimientos, los cuales constituyen un conjunto de recetas y normas de conducta, es decir, un código fijo y universalmente válido. Pero la acción preferible para Ortega es la conducta alterada. Al alterarnos nos colocamos fuera de nosotros, alter es lo otro y los otros. De esa manera, nos lanzamos al mundo en torno, que es nuestra circunstancia y buscamos el proyecto de vida que realice nuestro yo auténtico. Ortega prefiere la noción de proyecto a la de ideal. El ideal supone la posibilidad de universalización. Hombres diversos pueden optar al mismo ideal. En cambio, el proyecto es para Ortega algo absolutamente individual e intransferible. El origen del ideal está en el razonamiento sobre los medios para alcanzar un fin exterior al yo. El ideal se añade al yo. El proyecto se presenta como un impulso necesario sobre lo que debemos hacer, es el yo mismo lo que constituye el proyecto. El ideal, por otro lado, requiere el apoyo del atractivo, entendiendo por atractivo aquello que induce al sujeto a realizar el ideal. El proyecto no requiere apoyo alguno, es una exigencia de nuestro interior. El proyecto es un mandato que ni se justifica ni tiene por qué justificarse, se impone sin más. Y esa imposición establece una acción ilusionada, puesto que estamos construyéndonos a nosotros mismos. "La ética que acaso el año que viene exponga en un curso ante ustedes se diferencia de todas las tradicionales en que no considera el deber como la idea primaria en la moral, sino la ilusión"2. El deber aparece sustituido por la ilusión pero, cuando no somos capaces de hacer algo por ilusión, lo hacemos por deber.
La moral refiere las determinaciones a la acción del yo, es decir, es categórica e imperativa. La moral refiere al yo lo que ella manda, al yo personal e insustituible por ningún otro, pensando en su responsabilidad inalienable y absoluta. El yo está presente en todas sus obras. La moral se apoya sobre el hecho de que el yo está detrás de lo que hace. Este carácter absoluto es el que le da gravedad. La moral aparece así, desde el punto de vista kantiano, como un pensamiento que debe ser vivido, ejecutado. Como en Ortega las acciones se presentan con un carácter de imposición más categórica aún, la gravedad es todavía mayor. Frente a una moral abstracta que nos impone normas, es la vida la que constituye valores. No es que el yo está presente en todas sus obras, no es que, incluso, está obligado a respaldarlas como responsable de las mismas que es, sino que el yo se constituye con sus obras. El yo es un actor, pero lo que ejecuta no es un papel que, cuando acaba la representación, puede abandonar y vivir su vida; es un actor que ejecuta su propia vida, se trata de un drama en el que al actor le va la vida.
La moral está referida al valor. Cuando tenemos que elegir entre dos o más posibilidades, el motivo de nuestra elección no puede ser la arbitrariedad del sujeto. Tampoco puede ser la objetividad pura y dura de una lista de preceptos o principios morales. Entre la reducción a los principios y la referencia a los sujetos está el camino intermedio del valor. El yo captador de valores es juez supremo que decide sobre lo que hay que hacer o no, sus dictados nos conducen a la construcción del destino moral de cada uno. En todo esto estaría de acuerdo Ortega, salvo que él no admitiría la objetividad de los principios como algo ajeno a la circunstancia, que es siempre individual y que los dictados del yo no construyen el destino moral sino el destino personal del sujeto, es decir, al sujeto mismo.
En otro orden de cosas, si la ética puede dividirse, desde el punto de vista de su objeto, en descriptiva (cuyo objeto de estudio es el desarrollo de lo moral: valores propios de cada cultura, clase, lugar, época...), normativa (cuyo objeto es recomendar valores y normas) y meta-ética (que estudia qué son los valores morales que la descriptiva cataloga y la normativa recomienda), Ortega quedaría encuadrado como autor de una ética descriptiva. El objeto de la ética es, según él, averiguar qué es lo bueno, qué acciones son las buenas. La ética quiere saber qué es el bien, es decir, lo que debe ser, aunque no sea; lo que no debe ser, aunque sea. No puede la ética tratar sobre qué debe ser lo que debe ser, como parece pretender Kant. La ética no puede inventar, construir racionalmente el bien, ha de limitarse a describirlo. Aquí se está introduciendo una sutilísima distinción entre el deber ser y lo que tendría que ser el deber ser. Cuando Kant establece lo que él considera el deber ser, puesto que lo que pretende es ofrecer un modelo de conducta que sea universalizable a cualquier ser racional, en realidad lo que está estableciendo es cómo tendría que ser el deber ser. Si atendemos a la circunstancia individual, hay un deber ser muy concreto de cada uno, que no coincide ya con la propuesta kantiana y que es lo que Ortega está defendiendo. La diferencia está en que, en Kant, es la razón la que impone el deber, en Ortega es el propio destino del sujeto, su realidad más profunda, la que establece cuál es su deber ser. En Kant la razón es universal y ofrece un mismo mandato para todos; en Ortega la razón es la razón vital, individual, y cada razón vital, cada sujeto, busca qué debe hacer él siguiendo su ser, no siguiendo su razón. “Lo bueno no se puede definir racionalmente, demostrar ni decir: solo se puede mostrar, ponérnoslo delante, hacer que nos percatemos de su fisonomía”3.
El bien no es una cosa, no es un ser, sino una calidad que hallamos en lo que debe ser que fuerza nuestra aprobación. Mal es una calidad de aquello que nos fuerza a la desaprobación. Los conceptos de bueno y malo se aproximan a los de los valores. Aquí se observa una diferencia con kant. En éste el concepto de bien se liga con el de deber, en Ortega con el de valor. En Kant es posible, e incluso es necesario, razonar sobre el bien y el mal; en Ortega no, igual que ocurre con los valores que no se pueden demostrar, sino sólo mostrar. “No es la razón, la ciencia, quien puede decir cuáles valores son buenos (positivos) y cuáles malos (negativos): el órgano para los valores es una peculiar sensibilidad que actúa en forma de aprobación y desaprobación”. (VI, 286).
Podemos decir que en Ortega, los valores son el modo de ser y de actuar que corresponde a los seres humanos, por tratarse de seres vivos que tienen que actuar frente a su entorno para construir su vida. En otras palabras, al consistir la vida en la obligación de elegir entre las diversas posibilidades que la circunstancia nos ofrece, y al ser la elección un acto fundado en la estimación o desestimación, es decir, fundado en nuestra valoración sobre lo que elegimos, los valores constituyen la base de lo que se entiende que es la vida. O sea, el análisis de los valores, la razón estimativa, es la auténtica visión de lo que es el mundo y lo que es la realidad radical que es el vivir.
En otro orden de cosas, Ortega distingue entre legalidad y moralidad y afirma que lo hace siguiendo las directrices de “los más soberanos espíritus”4 que vienen luchando desde hace siglos para que “purifiquemos nuestro ideal ético” (I, 315). No es difícil ver en esta distinción la influencia de Kant, quien distinguía entre moralidad y legalidad y por la misma razón: “no confundir el bien con el material cumplimiento de las normas legales” (I, 315).
Ortega afirma que la bondad de un acto no depende de su acomodación o no a una receta dogmática adoptada de una vez para siempre, sino que “sólo nos parece moral un ánimo que antes de cada nueva acción trata de renovar el contacto inmediato con el valor ético en persona” (I, 315) redecidiendo cada vez la norma moral que se va a aplicar. Aquí de nuevo es clara la diferencia con Kant en quien el bien está siempre en el respeto a la ley porque identifica el bien y el deber. Pero hay una coincidencia importante. En ambos casos estamos ante una moral abierta, es decir, una moral que no tiene un código con el conjunto de acciones que hay que efectuar o evitar, sino que deja que el sujeto establezca sobre el terreno la norma a seguir. Ortega entiende la moral como un sistema de valoraciones, siendo las normas que el sujeto se da, la expresión de ese sistema de valoraciones. El conjunto de normas no será, por consiguiente, algo fijo y eterno, sino algo móvil, algo que varía conforme se va perfeccionando el sistema de valoraciones: “Por tanto, será inmoral toda moral que no impere entre sus deberes el deber primario de hallarnos dispuestos constantemente a la reforma, corrección y aumento del ideal ético. Toda ética que ordene la reclusión perpetua de nuestro albedrío dentro de un sistema cerrado de valoraciones es ipso facto perversa. Como las constituciones civiles que se llaman “abiertas” ha de existir en ella un principio que mueva a la ampliación y enriquecimiento de la experiencia moral. Porque es el bien, como la naturaleza, un paisaje inmenso donde el hombre avanza en secular exploración”.5 No es difícil ver aquí la idea de progreso de la razón ilustrada. Progreso que se pone de manifiesto tanto en los fines teóricos de la razón, el descubrimiento de la naturaleza y su legalidad, como en los fines prácticos de la misma, el descubrimiento del bien y la legalidad moral.
La estrechísima relación entre razón y moral que Kant establece influye en Ortega. Éste no opone comprensión y moral, sino que la moral correcta considera la comprensión como un deber ineludible, puesto que la comprensión agranda nuestro sistema de valores y nos permite ser mejores. La moral nos impone, pues, un “imperativo de comprensión” (I, 316) que se corresponde con su idea de la filosofía como “ciencia general del amor” (I, 316)6. De tal manera que es el mismo imperativo el que nos empuja al conocimiento y al perfeccionamiento moral.
Ortega no niega la voluntad humana, cada cual posee en la voluntad un mecanismo capaz de negarse a que el yo, que verdaderamente cada uno es, se realice. La existencia de la voluntad, sin embargo, no establece el sentido del proyecto que cada uno de los seres humanos somos. El yo como proyecto, incluso en el caso de que queramos rechazarlo voluntariamente, se nos impone y sostiene su permanente reclamación, su exigencia de ser. El yo es lo más irrevocable en nosotros, aquello a lo que no podemos renunciar y de lo que somos responsables. Desde este punto de vista, la existencia de la voluntad como capacidad del sujeto para tomar decisiones es posterior y derivada de la existencia del yo, que es la manifestación de la vida en nosotros, y que por consiguiente, es previa y condición necesaria para toda otra capacidad o cualidad del sujeto. “El yo es efectivamente lo previo a todo vivir, lo primero que es cuando es una vida” 7. El yo es condición necesaria porque toda cualidad del sujeto depende de él. En ese sentido tiene fuerza para resistirse a los dictados de la voluntad: sostiene sus reclamaciones frente a la voluntad y cuando ésta se empeña en luchar contra él, la existencia se convierte en un tormento.
Una vida humana no es un conjunto de acontecimientos, de cosas que pasan, sino que constituye un drama, porque toda vida tiene un argumento. Una vida humana se compone exclusivamente de acontecimientos internos a ella. Los hechos biográficos no son cosas que pasan sino cosas-que-pasan-a-alguien. Si no está suficientemente claro quién es ese alguien, el “hecho” resulta incomprensible. Una vida es lo que es para quien la vive y no para quien, desde fuera de ella, la contempla. El argumento que cada vida es consiste en que hay algo dentro del ser humano que pugna por realizarse y choca con el contorno a fin de que éste le deje ser. Las vicisitudes que trae consigo el enfrentamiento entre el ser que llevamos dentro y el contorno constituyen una vida humana. Por eso afirma Ortega que "la vida pesa siempre, porque consiste en un llevarse y soportarse y conducirse a sí mismo... nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser"8. Aunque el término que usa Ortega es el de "pesadumbre", preferimos llamar a éste con el nombre de "imperativo de ponderación", para insistir más en la idea de peso, pondus, que en la de pesar, ya que nuestro autor tiene un planteamiento jovial e ilusionado sobre la existencia.
A la piedra y al animal le es dado ya hecho su ser, el hombre es lo que él se hace. Cada uno tiene que construir su vida. En cada instante decidimos lo que vamos a ser en el siguiente. El hombre se encuentra en cada instante solicitado por múltiples posibilidades y las sucesivas elecciones nos van permitiendo construir nuestra vida; quienes somos lo decidimos a lo largo de nuestra propia existencia. Vivir es ocuparse en una de las múltiples posibilidades de ser que tenemos. Estamos siempre forzados a elegir. Se elige uno a sí mismo entre otros muchos posibles “sí mismos”. Siempre corremos el riesgo de elegir un modo de ser que no es nuestro auténtico ser. En tal caso nuestra decisión equivale a un suicidio. “Entre los muchos haceres posibles, el hombre tiene que acertar con el suyo y resolverse, certero, entre lo que se puede hacer por lo que hay que hacer. Esto va expresado en la profunda palabra española quehacer. La mayor parte de los hombres, sin embargo, se ocupa denodadamente en huir de él, falsificando su vida por no lograr que su hacer coincida con su quehacer”.9 Hemos llamado a éste "imperativo de autorrealización". El ser humano es, pues, una realidad que tiene muchos componentes, el primordial de los cuales es su “yo”. El resto son cosas que le pasan o con que se encuentra. El yo no es el cuerpo ni el alma, no es algo material o algo espiritual, sino que es una cierta pretensión de existir: “nuestro yo es en cada instante lo que sentimos "tener que ser" en el siguiente y tras éste en una perspectiva personal más o menos larga”.10 El yo es, por tanto, según Ortega, no una cosa, sino una tarea, un proyecto de existencia. Ese proyecto se nos impone, no es adoptado por libre albedrío ni con deliberación: “a cada cual le es impuesto su yo en el mismo momento en que es yo.” (VII, 549). Cada individuo es proyecto de sí mismo y realización más o menos completa de dicho proyecto. Pero cada uno ha de llegar a ser quien es. Ese es el imperativo moral, en este caso bajo la forma de "imperativo de autorrealización". No podemos, por tanto, hacer que la vida de una persona sea el modelo para otra, cada uno trae consigo su destino y ha de ser fiel a él.
En Kant la vida ética exige el reconocimiento de los otros como seres dignos y libres. El proyecto propio del sujeto racional no puede impedir los proyectos de los demás, sino que la bondad moral está en respetar y facilitar en lo posible el proyecto de los otros. En Ortega no sólo se tiene presente la existencia de los demás como iguales a nosotros, sino que además se integra a los otros en el sujeto como su circunstancia que son. En la introducción A una edición de sus obras, afirma Ortega que el mundo es un horizonte cuyo centro es el individuo. Ésta es la perspectiva básica de la vida. Dentro de ese horizonte nuestro encontramos ciertos fenómenos que nos dan la pista de que existen otras personas que llevan su propia existencia. Cada una de estas vidas ajenas tiene su perspectiva; es decir, que el prójimo se siente a su vez centro de otro horizonte. Esto nos obliga a complicar nuestra perspectiva primaria articulando en ella esas otras perspectivas que son las vidas de los demás. “Yo soy yo y mi circunstancia” es la expresión que mejor condensa su pensamiento filosófico y no significa sólo la doctrina que su obra expone y propone, sino que su obra es un caso ejecutivo de la misma doctrina. Este hecho de ser su obra un desarrollo ejecutivo de su pensamiento es, posiblemente, lo que hizo que Ortega no se preocupara nunca de sistematizar sus ideas. Sistematizarlas sería construir una teoría, teorizar. Y Ortega distinguió siempre entre lo que es teorizar, hacer filosofía, y vivir. Insistió siempre en que hacer filosofía no es vivir. El pensamiento es la ejecución de un acto vital, teorizar sobre ese pensamiento no es ya vivir, sino hacer un segundo acto ejecutivo que versa sobre el pensamiento; no vive, por tanto, el sujeto mientras lo realiza. Su obra es, por esencia y presencia circunstancial en el sentido básico de que la filosofía es la aclaración de la circunstancia. Ortega cree que el hecho radical es la vida de cada cual. Toda otra realidad que no sea la de mi vida es una realidad secundaria, virtual, interior a mi vida, y que en ésta tiene su raíz o su hontanar. “Mi vida consiste en que yo me encuentro forzado a existir en una circunstancia determinada. No hay vida en abstracto. Vivir es haber caído prisionero de un contorno inexorable. Se vive aquí y ahora. La vida es, en este sentido, absoluta actualidad.”11Nos encontramos aquí con el imperativo de vivir el presente, que no es otra cosa que la circunstancia. Es el que llamamos "imperativo de actualidad". Por otro lado, el yo es siempre presente en un doble sentido: en el sentido de que es actualidad y en el de que es actualidad. En el primer sentido, afirma Ortega que los conceptos de “ahora”, “presente”, requieren un yo que los exprese, de tal modo que lo que hace que entendamos la palabra “presente” o “ahora” como actualidad es la presencia actual de un yo. En el segundo sentido, el de que el yo es actualidad, podemos afirmar que no hay ningún hecho actual en nosotros sin que se dé en nuestro yo que le es previo y lo fundamenta (decíamos antes que no se dan hechos, sino hechos-que-le-pasan-a-alguien). El yo es, pues, siempre el yo presente: “Nuestro yo de hace un instante, ese que fuimos, ni es ya ni es yo. Es una mera cosa que ha pasado a nuestro yo de ahora y cuyo efecto sobre nuestro único y auténtico yo, que es el presente, resuena en éste como un eco próximo.”12 En ese eco resuena otro del instante anterior y en él otro. Se produce así una continuidad de reminiscencia que nos retrotrae hasta los límites de nuestra primera infancia. Esa sucesión de continuidad hace que nuestro pasado sea algo inseparable de nosotros. Pero, aunque sea la cosa más próxima a nuestro yo, no debemos confundirla con él. El yo es siempre presente, pero lo que se presenta en él es un futuro. El yo está proyectado hacia el porvenir, va delante de nuestro presente, “constantemente se dispara hacia lo que aún no es” (VII, 551-2). De tal manera que el modo de estar en el presente nuestro yo es un estar permanentemente viniendo a él desde el futuro. El porvenir consiste en un conjunto de posibilidades. De entre ellas alguna se nos hace presente con el carácter de ser necesaria. Aquí usa Ortega el término “necesaria” con el sentido de que la sentimos como necesaria, no en el de que inexorablemente tenga que realizarse esa posibilidad. De hecho, no hay ninguna garantía de que se logre llevarla a efecto. Esa posibilidad necesaria pero insegura es nuestro yo. “El yo se dispara constantemente sobre el futuro hacia una meta indeterminada que tiene la figura de un proyecto de existencia.” (VII, 556). Lo primero que hace es lanzarse hacia el futuro, y desde allí vuelve al presente, a las circunstancias en que nos hallamos. Cuando consigue encajarse en esas circunstancias, porque éstas coinciden con él, sentimos ese bienestar que llamamos felicidad. Cuanto hacemos y pensamos lo hacemos y pensamos movidos por el afán de encontrar la felicidad, por eso no tiene la felicidad definición posible: la felicidad es un estado que coincide con los bordes de nuestro yo. La felicidad es la coincidencia de nuestro yo con las circunstancias; como el yo de cada uno y las circunstancias de cada uno son cosas diferentes, no hay modo de definir la felicidad, pues es algo distinto en cada caso.
El yo oprime las circunstancias constantemente, se esfuerza en modelarlas conforme a su propia figura. Estudiando las acciones y las omisiones de un ser humano encontramos los síntomas de lo que es su yo, pero no es fácil entrar en contacto con él. El yo es una realidad preñada de misterio y secreto. Afirma Ortega que “es tan secreto, tan arcano que con frecuencia ni siquiera aparece claro al hombre mismo cuyo es.” (VII, 554)
Esta idea del hombre como yo unido a una circunstancia fue formulada por Ortega ya en 1914: la vida es el hecho radical y la vida es circunstancia. Cada cual existe náufrago en su circunstancia. En ella tiene que nadar para salvarse. Siendo, pues, la vida sustancialmente circunstancial, lo que hacemos lo hacemos en vista de las circunstancias. En las Meditaciones se observa cómo en Ortega el yo auténtico no es algo aislado y lejano al mundo real: habla de su perspectivismo y del yo circunstanciado, que es el auténtico yo: “¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es ni materia ni alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva?” (I, 321). E inmediatamente después: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (I, 322). Salvar la circunstancia significa buscar el sentido de lo que nos rodea, es decir, Ortega considera que quien no entiende el mundo que le rodea no se entiende a sí mismo. En este afán de salvar la circunstancia coloca Ortega el destino concreto de cada ser humano: “La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre” (I, 322). Eso significa no un simple acomodo del ser humano al mundo circunstante, sino también una intervención de éste en el mundo, modificándolo y adaptándolo a sus necesidades.
Este interés por el asunto del hombre circunstanciado hace que Ortega se cuestione en estas Meditaciones qué sentido tiene que estemos sometidos a las leyes físico-biológicas que tenemos obligación moral de investigar, porque “lo infrahumano perdura en el hombre” (I, 324). Y también qué sentido tiene que estemos sometidos al pasado. Este último problema será resuelto en otro momento con la teoría del hombre como "animal heredero".
El hombre es libre, ya que está forzado en cada instante a decidir lo que va a ser. Pero la libertad no puede consistir en elegir entre posibilidades equivalentes. La libertad adquiere su propio carácter cuando se es libre frente a algo necesario; es la capacidad de no aceptar una necesidad. Somos libres pero tenemos conciencia de que estamos obligados a ser algo determinado. El hombre advierte no sólo que tiene que elegir, sino que además tiene que acertar: su libertad tiene que coincidir con su fatalidad, su fatum, su destino. Tiene que descubrir cuál es su propia, su auténtica necesidad; tiene que acertar consigo mismo y luego resolverse a serlo. De aquí que el hombre tenga destino. El destino es una fatalidad que se puede o no aceptar, porque siempre tiene el hombre margen para elegir entre aceptarla o dejar de ser. Este margen es la libertad. “La perplejidad es el modo como se da en el hombre la conciencia de que ante él se levanta siempre un imperativo inexorable. Siempre se encuentra con un quehacer latente, que es su destino. Y sin embargo, nunca está seguro en concreto de qué es lo que hay que hacer. Sabe que tiene que poner su vida a una carta - el que no la pone no vive -; pero se siente perplejo ante la baraja.” (VI, 350). El yo actúa en zonas más profundas que nuestra voluntad y nuestra inteligencia; y no es un "querer ser algo", sino un "necesitar ser" ese algo. Se trata de una imposición que se parece a la voluntad en su carácter imperativo, pero se diferencia en que la imperación del acto voluntario parece emanar de nosotros, somos nosotros quienes mandamos. El yo, en cambio, nos manda a nosotros, manda sobre nuestra voluntad, aunque ésta puede desobedecer el mandato. Por otra parte, nuestra voluntad se apoya en razones, el yo no se funda en razones ni se digna justificarse. Está ahí sin más, se nos impone de modo previo a todo el resto que constituye nuestra realidad. Esa realidad restante, nuestro cuerpo, nuestra alma, el mundo físico, el mundo social, son lo que son según lo que significan referidos a nuestro yo. Una manera segura de aproximarnos al yo de un hombre es su vocación, que es algo que no siempre coincide con su profesión. El yo de un hombre es su vocación, aquello que siente la necesidad de ser, se lo permitan o no las circunstancias de su vida. Junto a la vocación, el análisis de las aficiones también nos enseña lo que constituye el yo, las aficiones son pequeñas parcelas de la vocación, que es algo más general. La razón de que tengamos que acudir a estos síntomas para poder entender qué es una vida humana radica en que ésta tiene la condición de ser una realidad ante nosotros como las demás del universo, pero a la vez es un punto de vista y, como repite Ortega, un punto de vista es siempre algo único e insustituible: no es posible ponerse en el punto de vista de otro.
Como se ve, el concepto de libertad es bastante más limitado de lo que en un primer momento pudiera pensarse. No somos libres de nacer. Somos seres arrojados al mundo y, en él, la circunstancia nos es impuesta. Después, podemos elegir entre las múltiples posibilidades que nos ofrece la circunstancia, pero no podemos dejar de elegir: no podemos dejar de ser libres. Y entre esas elecciones estamos forzados a elegir la que es nuestro auténtico modo de ser, nuestro destino, bajo castigo de infelicidad, de no ser quien de veras tendríamos que ser. La alternativa frente al destino es “dejar de ser”, es decir, el suicidio, lo cual, aparte de poco atractivo, no es una auténtica posibilidad libre: si no realizar el destino es no vivir, como dice Ortega, suicidarse es lo mismo. No hay, pues, alternativa, no realizar nuestro destino es dejar de existir.
Sin embargo, tanta limitación a nuestra libertad no nos hace menos responsables ante nuestra propia existencia. Por ello podemos decir que en Ortega la moral es una moral de la responsabilidad, más que una moral de la libertad. El imperativo que cada uno siente de actuar de una determinada manera, que es lo que va a hacer que este hombre sea y que sea auténticamente él, es la clave de la moral orteguiana. Por todo ello es por lo que el imperativo inexorable nos deja en situación de perplejidad: no sabemos exactamente qué es lo que tenemos que hacer, pero sólo podemos hacer aquello que nuestro destino nos exige. “Hay que hacer nuestro quehacer.” (VI, 350) El perfil de nuestro quehacer surge cuando enfrentamos nuestra vocación con la circunstancia. Nuestra vocación oprime la circunstancia, intentando realizarse en ella. Pero ésta responde poniendo condiciones a la vocación. Es una lucha permanente entre el contorno y nuestro yo necesario. Ortega considera que un hombre es caprichoso cuando ha renunciado a su auténtico ser, cuando ha embotado su conciencia de lo necesario. Afirma que en todo arte hay una dosis de capricho.13
De la misma manera que los griegos hicieron del ser lo único y de la belleza una norma y modelo general, y Kant encuentra la bondad, la perfección moral, en un imperativo genérico y abstracto, Ortega insiste en la idea de que el deber no es único y genérico; cada cual trae al nacer el suyo de modo exclusivo e inalienable. “Yo no puedo querer plenamente sino lo que en mí brota como apetencia de toda mi individual persona”.14
La vida en su raíz es un encontrarse extraviado en un contorno cuyas vías desconoce y donde no sabe cómo ha caído ni cómo podrá salir de él. El pensamiento es la única manera de salir de él y se ha desarrollado sólo porque el hombre se ha encontrado en esa situación de extravío. Porque vivir es descubrirme e mí mismo sumergido en un medio que me es extraño, rodeado de fisonomías enigmáticas, de esas que llamo “cosas”, las cuales unas veces me son favorables y otras adversas. Yo necesito descubrir ese enigma circundante del que yo mismo formo parte: saber con quién trato y de quién depende mi vida; conocer el mundo, porque sólo así puedo descubrir cuál es mi auténtico quehacer en él. Para todo ello sirve el pensamiento, único instrumento que necesito para dominar la vida. Incluso no es necesario que el pensamiento produzca de veras ese dominio. Basta con comprender que la vida es un problema insoluble, saber que estamos perdidos y que ese perdimiento no tiene curación, para sentirse en la verdad.
Ortega confiesa que durante un tiempo ha sido antiintelectualista, el ejercicio de la voluntad era para él entonces lo primordial, pero con el tiempo considera que “es el pensamiento el señorío esencial del hombre sobre sí, y no la voluntad” (VI, 352).
De lo dicho hasta ahora debemos concluir que en Ortega hay una ética de la responsabilidad que tiene primacía sobre la libertad. Una ética de la libertad diría que el hombre actúa desde una libertad ya poseída. La ética de la responsabilidad de Ortega establece que nuestra responsabilidad nos obliga a ser lo que somos y que seremos libres o no según sea nuestra respuesta ante esa exigencia de autodeterminarnos. Luego la responsabilidad es anterior y condición necesaria para la libertad. Es cierto que poseemos libertad para enfrentarnos al yo que es nuestro destino, pero eso es sobre la previa renuncia a ser quien de verdad somos, sobre la base de aceptar ir contra nuestra más profunda intimidad. Con la libertad dirigimos nuestra voluntad guiados por la razón, pero esto ocurre a un yo, es decir, a una intimidad que se impone y que es previa a todo razonamiento y a todo acto de voluntad. Ante este yo originario nos sentimos responsables, pero no porque podamos o no querer cumplir sus designios, sino porque, teniendo que cumplirlos, podemos libremente aceptarlos o no. No podemos por tanto, dejar de ser quien de verdad somos, aunque libremente podamos renunciar a realizarnos como lo que somos. Esa es nuestra responsabilidad ante el yo: queramos o no, sentimos tener que ser quien somos. Después podremos razonar y ejercer nuestra libertad, pero para poder ejercerla en contra de nuestro ser auténtico, es preciso que antes sintamos que rompemos nuestra responsabilidad con nosotros mismos. Y no olvidemos que esa responsabilidad pone en juego nada menos que la felicidad.
En cuanto al imperativo moral de Ortega sacaremos la conclusión de que se resume en otros cuatro imperativos: el imperativo de comprensión, de entender nuestra circunstancia para saber a qué atenernos; el imperativo de actualidad, de vivir el presente, de vivir nuestra circunstancia; el imperativo de ponderación, de sobrellevar la vida que siempre pesa, pero no por deber sino por ilusión; y el imperativo de autodeterminación, de realizar nuestro destino.