La existencia en el pensamiento de Georges Bataille nunca es reductible al límite que delinean el trabajo, la utilidad y la conservación de las energías destinadas a la producción, por el contrario, ésta aparece como despliegue de fuerza, derroche de energías, destrucción de excedentes vitales. La prohibición y el tabú no llegan jamás a limitar del todo la violencia que va aparejada al gozo que implica la ruptura de las fronteras del mundo profano de la producción servil que el discurso lógico-metafísico ha conseguido hegemonizar sólo de modo parcial la conservación de energías como fundamento de todo el ámbito cultural y es por ello que tanto la transgresión como la soberanía aparecen en su pensamiento ligadas al gasto. Para Bataille el hombre no queda excluido del movimiento dilapidatorio de energías que mueve al universo, las energías que usa en producir siempre van dejando un excedente que lo insta al gasto improductivo de energías. El discurso delinea un espacio donde el trabajo instrumentalizado mediante la técnica extiende el dominio productivo, instalando una presencia dominante donde antes no la había y, es en este sentido que la apropiación de los espacios exige su crecimiento a expensas de otros, lo cual genera la lucha por el predominio demandando así más gasto de energías por parte del animal humano. De este modo, la oposición auténticamente subyacente a la cultura humana es la de la reserva de energías para la producción en los espacios ya asegurados y el gasto improductivo. Sin embargo, con esta oposición estamos al mismo tiempo presuponiendo que algo hace diverso al hombre de aquello que domina, esto es, que el hombre es un ser dotado de una cierta consciencia, la cual propicia que no siga ciegamente las ordenanzas de la naturaleza sino que traspone un límite entre lo que su dominio niega, la naturaleza, y lo que él mismo es, o sea transformación. A partir del momento en que es consciente de esta frontera una cierta continuidad del ser es rota, una cierta inmanencia propia de los animales que viven <<como el agua en el agua>> se quiebra. Lo que genera esta diferencia entre el hombre y el animal es que esta consciencia implica que sea, con todo, consciencia de la temporalidad y de la muerte, conciencia de que hay una experiencia final de desaparición, un punto donde el tiempo para él se acaba, que afecta a hombres y animales por igual ya que el hombre no por guardar consciencia de los fines particulares que lo hacen participe del proceso de producción deja de ser aquello mismo que niega. El animal no siente miedo a la muerte, pues no conoce ni el tiempo ni es consciente de su propia muerte, por lo cual se conserva en un perpetuo instante presente sin consideración alguna por el final futuro que inevitablemente se le avecina, trazándose así su existencia continua que conoce del dolor sólo de un modo relativo. El animal se entrega al instante de su muerte sin el pavor que regula la conducta humana nublándole la posibilidad de una vivencia soberana.
El lenguaje, las herramientas y las instituciones deben su existencia a la voluntad del hombre por preservarse en este ser discontinuo abocado al cumplimiento de su rol particular en el proceso productivo que cautela tanto su supervivencia como la supervivencia del colectivo a partir de conductas útiles que reducen y entran en conflicto con otras que destruyen los excedentes de energías mediante la violencia soberana. La soberanía en Bataille se sustrae para accionar fuera de las fronteras del mundo productivo y mostrar que la vida auténtica es un exceso y lo es porque está recubierta de algo que nos impele siempre a excederla, paradojalmente, hasta la angustia y el horror de la muerte que presentan al cuerpo como campo de experimentación. El hombre, en virtud de su pensamiento cae en la cuenta que ya no pertenece a esa unidad indivisa de la interioridad de lo dado y es el entendimiento lo que hace que verdaderamente haya muerte en el hombre, es lo que hace que el pensamiento sea una acción monstruosa que se opone a la unidad originaria de la Naturaleza, aquello que produce en el hombre el espanto de la muerte y lo hace consiente de ésta. Así, si muere una mosca en verdad nada desaparece, las moscas “permanecen iguales a sí mismas como las olas del mar”1, pero para el hombre todo es diametralmente diverso en el juego de vida y muerte.
“(…) en ese juego el animal humano encuentra la muerte: encuentra precisamente la muerte humana, la única que espanta, que paraliza, pero no espanta ni paraliza más que al hombre absorto en la conciencia de su desaparición futura, en cuanto ser separado e irremplazable; la única verdadera muerte que supone la separación y, por el discurso que separa, la conciencia de ser separado”.2
La “vida humana está excedida por servir de cabeza y de razón al universo. En la medida en que se convierte en esa cabeza y esa razón, en la medida en que se vuelve necesaria para el universo, acepta una servidumbre”3. Contrariamente, todo lo soberano para Bataille, se alejará de aquello que subordina el pensamiento a la utilidad, para dar su favor a las experiencias del exceso, la alegría, la perversión, la fiesta y el placer llevado al límite, cuya expresión se halla germinalmente en la risa y el dolor extremos4. Esta dualidad de servilismo y exceso nos presenta el problema por antonomasia de la soberanía: buscar una salida a la dicotomía que marca nuestra relación soberana con el discurso y la dialéctica, hacer que aquello que generalmente no sucede, se muestre a la experiencia. Tenemos por un lado la afirmación del aquí y el ahora, del instante inmediato de satisfacción sin reserva ni mediación; y, por otro, la subordinación del instante a un todavía no lejano, perdido en la conservación de la vida en vistas al porvenir que hace del presente un medio para la obtención de un determinado fin5. El intento de Bataille será mostrar que ambas vías son igualmente imprescindibles para el hombre, con la salvedad de que la primera incumbe más directamente al sinsentido y la segunda corresponde a la conciencia trascendente que se confronta con la muerte de modo interior. Interior, por cuanto la muerte y la negación de la animalidad en nosotros –signo de la inmediatez- quedan comprendidas en un proceso que al tiempo que nos ofrece un más allá en el que tanto la vida como la muerte adquieren un sentido, es ese mismo sentido que hace que ambas se inscriban en un cierto horizonte metafísico de comprensión. Indudablemente, pues la muerte adquiere sentido exclusivamente en el proceso de la lucha y la transformación a través de la historia, por lo cual queda exteriorizada en el devenir; al mismo tiempo, es este mismo sentido el que nos muestra que somos animales con conciencia de la muerte, por lo cual la muerte llega a ser interiorizada en cada uno individualmente. Es así, que frente a la escritura del discurso que es la conformación del tramado lógico y unificador que existe, en su desarrollo desplegándose como interiorización6, como dominación de la mismidad en la trascendencia, Bataille instala un pensamiento que es transferencia continua de determinaciones: este pensamiento es siempre algo que delinea la frontera entre sentido (la conservación de la vida) y sinsentido (el derroche soberano).
La trampa que se descubre en la soberanía es que la utilidad nos transforma en seres discontinuos encerrados en fronteras demasiados estrechas para que, actuando de modo discursivo, nos demos cuenta de que estamos solos unos respecto de otros y de que es la propia conciencia de la muerte que viene aparejada al sentido la que acabó por convertir en nosotros lo continuo de nuestro ser en discontinuo, enajenando en cuerpo mediante el principio de conservación. De modo tal que la disposición del cuerpo a la servidumbre de la utilidad es meramente parcial, persistiendo así una nostalgia de la continuidad perdida; siempre hay resabios de la continuidad perdida y eso es precisamente lo que se anuncia en la muerte y, por lo que finalmente la operación soberana no se contenta con neutralizar “en el discurso las oposiciones clásicas, sino que transgrede en la ‘experiencia’ (entendida como mayor) la ley o las prohibiciones que forman el discurso, e incluso con el trabajo de neutralización”7. Se trata de recuperar a través del gasto, el instante continuo donde lo único que había era la nada ajena a la consciencia, anterior a toda palabra, temporalidad o discurso: el instante ilimitado de la destrucción que representa el gasto en el que la vida se afirma en toda su exhuberancia y voluptuosidad es la constatación soberana de la continuidad a la que la visión extática de la muerte inevitablemente nos arroja.
Ese instante escapa a toda aprehensión, es lo inexplicable, aquello imposible que nunca permite que se le atribuya un sentido y, en la medida en que el hombre se abandona a ese instante de nada que le niega toda retribución que no sea la nada, su existencia se convierte en soberana. El pensamiento de la soberanía de Bataille realiza este cuestionamiento no para convertir a todo lo discursivo en la alteridad sin más, sino para introducir en el discurso la imposibilidad, para decir que ya ha caído el sentido en sus pretensiones de absolutez presa del sinsentido y que siempre hay un instante que reniega de él, donde ninguna trascendencia nos impide alcanzar la soberanía. Así, Bataille, hace del cuerpo un espacio de transacción, lo transitorio que reconduce a la experiencia hacia la libertad de la demencia en lo inmediato8, hacia la parodia que precede a la fractura de la transgresión en la plena violencia, mostrando la angustia ante el gasto sin reservas del exceso9. El instante soberano en el cual nos liberamos del servilismo y de las determinaciones discursivas, escapa a todos los límites de lo posible, no es la negatividad en la que se atarea el discurso, cansándose en la “amortización del gasto absoluto”10, a la que se ve obligado para rellenar y ocultar los abismos que va produciendo la generación de sentido.
“(…) soberanía designa el movimiento de violencia libre e interiormente desgarradora que anima la totalidad, se resuelve en lágrimas, en éxtasis y en estallidos de risa y revela lo imposible en el éxtasis, la risa o las lágrimas. Pero lo imposible así revelado no es ya una posición deslizante, es la soberana conciencia de sí que, precisamente, ya no se aparta de sí”11.
Este instante del que habla Bataille cumple su fin en sí mismo, en él se persigue el reencuentro con la nada y su resultado o toda consideración posterior a él es nada, lo que supone un deslizamiento desde la razón hacia en sentimiento o como el francés lo denomina la experiencia interior que se traduce en la imposibilidad de saber, un no-saber continuo. La resolución final del discurso se localiza en un punto donde ya no queda nada por decir, donde “al final el que habla confiesa su impotencia”12.
Pero la soberanía adeuda su intervención a un movimiento <<anterior>> que es su sitio constitutivo, el lugar donde ésta acaba por desposeer al discurso servil del trabajo: tal es el movimiento de la transgresión. La puesta en juego de la soberanía se sujeta estrechamente de la transgresión para “experimentar su verdad positiva en el movimiento de su pérdida”13, ya que no quiere conservar nada sino la voluntad de tender solamente al vacío. En la medida que la experiencia transgrede las fronteras del mundo calculado de la utilidad para entregarse al instante soberano transforma su propia experiencia en vacío, en el que la muerte extrae al ser de su permanencia en la vida fragmentada y lo arroja a la continuidad perdida. La soberanía “no conduce ni a la cobardía ni al sueño sino a la violencia”14: en ella nos arrojamos al encuentro irrestricto con la violencia del instante que nos arrebata de toda subordinación, llevándonos a un dominio que ya no es discursivo, porque “es sobre todo signo de caída”15. Toda oposición discursiva cae, el sujeto es no-saber y todo el ámbito objetivo se vuelve desconocido. Así es que la violencia plena de la transgresión no delinea su territorio ni temporal ni espacialmente, es un movimiento de amplificación de los efectos del juego entre lo que es ella misma y el límite que la soberanía acusa, transformándose en un más allá que si bien está o es en el discurso, lo está o es, de hecho, en tanto que afuera, en el límite de su multiplicarse16, como un movimiento ciego que “debe darse por lo que es: extraño a la acción”17. Este juego de amplificación remite al ser a la experiencia de comunión entre su existencia limitada por las fronteras discursivas y lo ilimitado del instante soberano, la experiencia del instante es experiencia propia de la totalidad del ser (el no-saber natural) y de límite individual. Pero es al mismo tiempo un movimiento que no reconoce el límite más que como aquello que debe ser siempre atravesado y, si la soberanía es exceso, lo es porque la transgresión es el juego que encarna ese exceso en su desbordar obstinadamente al límite.
No podemos captar, representarnos la violencia, pero tampoco podemos nunca excluir de nuestra experiencia del mundo a nuestra parte maldita: la violencia nos anexa las más de las veces a lo que de animal queda en nosotros. Pensar la violencia es ir hasta los límites de lo humano y el discurso, hacia un punto donde nuestros intentos por limitarla, por prohibirla, más allá del límite del discurso, se vuelven impotentes. Rehuimos la violencia porque sabemos que de ella proviene la destrucción, empero ignoramos que ahí estriba también el real valor de la prohibición, la cual no es, con todo, la expresión racional del orden discursivo. En absoluto, pues el origen de la prohibición es igualmente irracional que el espacio del cual emerge la violencia plena de la transgresión. Prohibimos, no en función de un imperativo racional, sino en función de la angustia que nos provoca la aniquilación que viene aparejada a la violencia. Es decir que todo lo prohibido encuentra su asidero más bien en la sensibilidad que en cualquier función de razonamiento ulterior. El terror que experimentamos ante la destrucción desencadenada permanece recordándonos que la negación de la muerte que la transgresión de lo prohibido trae a este mundo del orden lógico ha estado desde siempre de un modo u otro emparentada con la violencia. El origen común del tabú de la muerte denuncia la baja estofa de la genealogía de la prohibición, he ahí su incapacidad para limitar a la transgresión. En efecto, como la transgresión no puede “definirse ni limitarse por sí misma”18, su dominio “es sin límites, o sus límites son arbitrarios” por lo cual las rupturas mediante las cuales se accede a él “son infinitas”19.
Ir al límite humano presupone al mismo tiempo la negación de lo posible, para así llegar a alcanzar el instante soberano, el punto donde el límite entre lo prohibido y la transgresión se disuelve. La vida como se nos muestra en la soberanía es una trampa, pues en la medida que es negación de la muerte, le es también tributaria. Esta trampa queda al descubierto en el movimiento fundacional de la prohibición, es así que aparentemente los momentos soberanos del derroche estarían marcados por una relación de alternancia con aquellos en que se prohíbe su manifestación con el fin de cautelar la reserva de energías para los periodos de producción y acumulación. Pero sucede que esta regularidad y alternancia no es tal, es más bien la negación de la irracionalidad tanto de lo prohibido como de la violencia de la muerte lo que hace que parezca que es así: ambos “se deben entre sí la densidad de su ser: inexistencia de un límite que no se podría saltar en absoluto; vanidad a cambio de una transgresión que sólo saltaría por encima de un límite de ilusión o de sombra”20. La prohibición y la transgresión son en la medida que su superación determina la intensidad de su pérdida, sin por eso llegar a definirla, ya que tanto la una como la otra se hayan reñidas con la lógica discursiva21. Este es el sentido del placer irracional que entraña transgredir, pues transgredimos sólo si guardamos la oculta conciencia de que violando la prohibición nos aproximamos cada vez más a aquello que nos conduce a la desaparición, arrojándonos a eso mismo que nos fascina pero que sin embargo estimamos capaz de aniquilarnos. La muerte es la supresión de toda expectativa, la declinación definitiva de la subordinación del instante presente al próximo, se convierte en el instante soberano de su ocurrencia en la cara más inmediata de la experiencia interior. Es por ello que en la medida que transgredimos adquirimos la conciencia clara de que algún límite se borra y se pierde, al mundo civilizado siempre le subyace un excedente de violencia al que ningún límite que le es necesario pues:
“¿hacia qué se desencadena la transgresión sino hacia lo que la encadena, hacia el límite y lo que se encuentra cerrado en él? ¿Contra que dirige su fractura y a qué vacío le debe la libre plenitud de su ser sino a eso mismo que ella atraviesa con su gesto violento y que se aplica a anular en el trazo que borra?”22.
Siempre hay un excedente de energías que se debe consumir así, transgredir se convierte, a partir del momento en que tomamos conciencia de la prohibición, en algo seductor que afianza el placer de su ocurrencia al hecho de que permanece anclada a lo que la limita. Como ejercicio de la violencia, no puede ser nunca un medio para un fin determinado, aún cuando, para Bataille, decide sobre el fin y los medios porque en ella sencillamente colisionan los intentos por limitarla23. Es el juego que hay entre la ruptura de la prohibición y aquello que ocasiona esa fractura lo que otorga su importancia a ambas en la constitución del ámbito humano, pues si no tuviésemos absoluta claridad de que al ser ejecutada por un ser discursivo y que no es nunca un retorno total a la animalidad, jamás comprenderíamos que es donde el mundo discursivo encuentra su fundamento. Así, la transgresión, no obstante estar perdida en un momento inmemorial, constitutivo del espacio humano, siempre se renueva, dejando en su acontecer las figuras de la ausencia de límite, o mejor dicho, las figuras del desgarro en la ausencia de límite, ya que se sujeta a la prohibición sólo de modo tardío. Es, de hecho, las más de las veces un movimiento que se manifiesta libremente y, por ello, permanece recordando mediante el pavor ante su desencadenamiento colectivo que es capaz de eliminar todo lo que la razón ha pretendido fundar.
“El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole el rechazo de lo prohibido. Limitando en sí mismo el impulso de la violencia, pensó limitarlo al mismo tiempo en el orden real. Pero, cuando se daba cuenta de lo ineficaz que es la barrera que imponía a la violencia, los límites que había entendido observar él mismo perdían sentido; sus impulsos contenidos se desencadenaban, a partir de ese momento mataba libremente, dejaba de moderar su exhuberancia sexual y no temía hacer en público y de manera desenfrenada lo que hasta ese momento sólo hacía discretamente”24.
“No es un umbral que vislumbre el pasado, no es el paso hacia atrás; tampoco es la “luminosidad” del futuro esplendoroso, sino el enfrentamiento con el umbral de la lateralidad, es el des-bordamiento, la superación del caudal del río del orden”25. En los casos en que el desencadenamiento de la violencia es absoluto ocurre que el fondo violento que sirve de fundamento a la prohibición deja de estar contenido por ésta y la existencia de un límite se pierde en el vacío del sinsentido. En este vacío las posibilidades de la pérdida son infinitas26, porque si bien la transgresión “se abre a un mundo centelleante y siempre afirmado, un mundo sin sombra, sin crepúsculo”27, nunca le está permitido aferrarse “a metas encerradas en esos límites” de la normalidad lógico-discursiva, ya que estaría “<<privada de lo maravilloso>>”28 . En esa nada que es el instante soberano de su ocurrencia29 por el que, el ser “en la tentación se encuentra, si puedo atreverme a decirlo así, triturado por la doble tenaza de la nada”30 la plena violencia de la transgresión no tiene la cualidad de ser un anverso y tampoco un reverso, pues su relación con el discurso es esencialmente la de la fractura del límite. La soberanía lleva al discurso al límite, pero la transgresión es aquella violencia que desgarra la frontera del ámbito discursivo de lo posible y “se pierde en ese espacio que afirma con su soberanía y se calla al fin habiéndole dado un nombre a lo oscuro”31. Pero para Bataille ésta afirmación no es nada positivo ya que no está obligada a nada ni ético, ni político y, mucho menos, se encuentra ligada algo de índole metafísico. La transgresión al hacer entrar al discurso en su abismo nos muestra que la totalidad de su espacio de ocurrencia es el instante violento en que se desata32, y que éste es todo su espacio. Este espacio de impugnación33 se da, no en la negación de ningún valor, sino en el vacío a que el discurso se asoma, cuando alcanza el límite que define el ámbito de su ser. Ninguna prohibición tiene sentido para la transgresión, por consiguiente, es necesario hacer que se desprenda de todo tipo de exterioridad hasta que no quede de ella nada más que la pura violencia de una caída en el vacío34. “El vacío libera las ataduras: ya no hay parada en el vacío”35. Efectivamente, puesto que no es dialéctica, no es en absoluto algo negativo causa por la que “el pensamiento práctico no puede oponer reglas válidas”36 a su movimiento de fractura. Es una nada y se dirige hacia el vacío que es otra nada, por eso es que la violencia que se multiplica en su juego con el límite, es sólo la multiplicación de aquella nada que desposee al discurso y lo lleva, obsesivamente, a su disolución. La fiesta, la embriaguez y el desenfreno sexual dan libre curso a la transgresión, ésta se sacraliza y demanda la muerte que criba en el sacrificio la sed de sangre de lo ilimitado. El objeto de prohibición se torna sagrado y el hombre se arroja a afirmar lo ilimitado haciéndolo aparecer en la existencia del ser soberano como objeto de adoración.
La divinidad en la que se encarna lo ilimitado provoca en los hombres una mezcla de fascinación y terror, aterroriza al ser servil, pues le muestra que podría ser causa de su desaparición, al mismo tiempo que lo obnubila al representar aquello que los desborda. Es de esta forma como, irracionalmente, lo prohibido llega a ser objeto de fascinación, mixturándose con aquello que prohíbe. Mientras que durante el tiempo servil de la producción, lo ilimitado nos permanece velado tras el hierro de la prohibición, en la fiesta y el éxtasis de la embriaguez se nos abre en la transgresión para ser afirmado. Fuera de todas las determinaciones que el saber dispuso al mundo del orden lógico, encontramos la seducción y el instante soberano que nos muestra eso desconocido, que anticipado en la risa voluptuosa del no-saber, nos trastorna porque es mezcla de desenfreno fatal y de adoración. Porque como de todo lo violento no hay saber sino de manera exterior, es como nace todo lo indiferenciado: por una parte con la muerte del límite de lo posible, del discurso, y por otro, con el comienzo del no-saber en el movimiento soberano de la violencia plena. Esta violencia no le es leal a nada, “es contraria a la lealtad hacia el otro que conforman la lógica, la ley y el principio del lenguaje”37, y a causa de esto la negación racional de la violencia, considerada como inútil y peligrosa, no puede suprimir lo que negó, no más de lo que no puede negar la negación irracional de la muerte.
El instante donde ocurre la transgresión es para el discurso, sólo ceguera38, pero del mismo modo, sólo poniendo de una vez por todas, todo en juego. Sólo “la violencia puede ponerlo todo en juego. ¡Sólo la violencia y la desavenencia sin nombre que está vinculada a ella!”39. Esta desavenencia innombrable que acompaña a la violencia es para Bataille el no-saber. “Solamente aniquilando, al menos neutralizando en nosotros mismos toda operación de conocimiento, estamos en el instante sin rehuirlo” 40. Sólo hay la desavenencia, el no-saber que viene aparejado a la transgresión en la exclusión de la conciencia. Esto debido primordialmente a que éste ultimo es vehiculado en el exceso y, como el exceso es esencialmente lo que queda fuera de la razón41, incumbe al límite de ésta considerada como saber. Pero ya sin la Aufhebung no hay modo de saber nada acerca de esta oposición, porque el “no-saber comunica el éxtasis –pero solamente si la posibilidad (el movimiento) del éxtasis pertenecía ya en algún grado, a quien se desnuda del saber”42.
El despilfarro de la transgresión, sin embargo, es deudor de la acumulación que se lleva a efecto en los momentos en que debemos producir y no gastar. Durante este periodo, la prohibición, designa a la transgresión con el léxico de la exterioridad, hace como si no existiera en el mundo del orden lógico y, esto es por sobre todas la cosas, lo que la constituye en cuanto tal: el que la transgresión incumbe a la experiencia interior43. Pero este acallamiento de la violencia es, no obstante transitorio. Mientras producimos, señala Bataille, la “violencia es silenciosa”, y fue “esta parcialidad del lenguaje” la que ayudó a hacer como si ésta, continua el autor, “fuera exterior, ajena no sólo a la civilización sino al propio hombre (puesto que el hombre es lo mismo que el lenguaje)” 44. Encontramos así la razón fundamental por la que la transgresión aparece cuando lo objetivo se desplaza: mientras acumulamos para el desperdicio, el discurso se encarga de mostrar que lo que sí ocurre es la prohibición y, por ende, lo que existe es lenguaje, no violencia45. Si Bataille dijera que no hay razón posible ya de alguna manera estaría retornando al ámbito del saber. Si “alguna vez lo escribí, supe que mentía, pero fui la primera víctima de esa mentira”46. Es más, por cuanto en el pensamiento del francés todo está conectado en función de relaciones de permanencia-destrucción, la situación de co-pertenencia de cada una de las figuras que en este punto de nuestra exposición se pone en juego, delinea casi proporcionalmente el modo en que cada una se manifiesta respecto de la otra: sin razón, no hay soberanía ni tampoco transgresión; sin destrucción del límite entre sentido y sinsentido, no hay transgresión y no habiendo transgresión, hay soberanía sólo de modo servil, debido a que esta contribuye a la realización de la soberanía. “La destrucción corroe profundamente, y así purifica la soberanía misma”47. Cada figura en el pensamiento del francés, junto con el modo en que cada una se territorializa respecto de la otra, muestra que se trata de una reflexión que toma partido siempre por lo inacabado, que se renueva en cada movimiento de negación, experimentando su desvanecimiento en la medida que se afirma como descentramiento de las perspectivas. Bataille opta decididamente por la parodia, en el que ninguna figura es permanente ya que nada quiere permanecer sino sólo desplazarse y desvanecerse en un juego incansable de apariencias. La historia no es trabajo, no es dominación, es un juego, alternancia de momentos de acumulación y momentos de despilfarro. El devenir histórico es alternancia de esos periodos donde dejamos de ser aquello que nos es esencial, la violencia, para poder acumular y así otorgarnos aquellos instantes soberanos en que nos fusionamos con lo ilimitado en el gozo y el despilfarro. Por ello, le es inevitable preguntarse a nuestro autor: “¿Me reiría sin la razón? ¿Me reiría de Dios sin la razón que se creyó soberana? Pero el dominio de la risa se abrió ante la muerte, y Dios lo asedia. No obstante, su clave está en la Razón sin la cual no nos reiríamos (aun cuando la risa se burle de la razón)”48.
La historia no tiene ninguna finalidad, es sólo la espera del ser humano para entregarse al exceso que le abre al éxtasis de la aniquilación divina de energías. El éxtasis que deja entrever la pérdida de solemnidad de las experiencias, de su Ideal, es precisamente lo que provoca que el instante soberano en el cual acontece sea aquello que degrada. En efecto, si “la risa degrada al hombre, la soberanía o lo sagrado lo degradan también. Además esto tiene un sentido sobrecogedor: Una vulva de mujer es soberana, es sagrada, pero también es risible, y la que permite que se la vean se degrada”49. La degradación que va aparejada a la soberanía, despierta la manifestación del horror, y pareciera sin embargo como si esta incompatibilidad fuera una seña de la fractura que la transgresión efectúa en los abismos de lo posible discursivo. “Pero esto aparecía furtivamente, en la noche que resulta de la incompatibilidad entre la violencia, ciega, y la lucidez de la conciencia. El frenesí se aleja de la conciencia. Por su lado, la conciencia, en su condenación angustiada, negaba e ignoraba el sentido del frenesí”50.
El pavor que supone la aniquilación del ser encuentra su solución en la violencia ciega que experimenta antes del advenimiento silencioso de su consumación en lo ilimitado. El éxtasis, el frenesí, nos ciegan, en ellos abandonamos todo intento por decir cualquier cosa con sentido, lo único que importa es el placer de la transgresión. Se trata de un silencio que sólo remite a sí mismo, y que en este remitirse a sí mismo se abre a la pérdida muda y sin fin de la plena violencia, gastándose soberanamente en “un infinito idealmente brillante y vacío, caos hasta el punto de revelar la ausencia de caos, se abre la pérdida ansiosa de la vida, aunque la vida sólo se pierde -en el límite del último soplo- por ese vacío infinito”51. Es así que la transgresión ocurre en la soledad, no por desconocimiento o repugnancia: es porque a ese silencio inaccesible tiene que llegar rehusándose, allí, donde el discurso se abisma, como adivinando un enigma imposible de resolver: la superación del horror ante lo que lo desborda haciendo que el desenfreno se transfigure en exceso para así fundirse con lo ilimitado. Es en medio de esta pérdida de límite donde la transgresión no encuentra a la conciencia, u otras figuras categoriales sino a la soberanía; rodeada de extravíos y sin recursos discursivos no queda otra alternativa que el silencio y es aquí donde ejerce con mucha más fuerza su poder de fractura, que divide la vida humana en dos, una servil, dialéctica, metafísica, la otra soberana, ajena completamente al dominio y la hegemonía de la no-violencia y el ordenamiento lógico del mundo:
“De modo que la vida humana está hecha de dos partes heterogéneas que jamás se unen. La primera, sensata, cuyo sentido proporcionan los fines útiles y por ende subordinados: esta parte es la que se manifiesta a la conciencia. La otra es soberana: si llega la ocasión, se constituye aprovechando un desorden de la primera, y es oscura o, mejor dicho, si es clara, lo es cegándonos; así se oculta, de todos modos, a la conciencia. En consecuencia, el problema es doble. La conciencia quiere extender su dominio a la violencia (quiere que deje de escarpársele una parte tan considerable del hombre). Por su lado, la violencia, más allá de sí misma, busca la conciencia (con el fin de que el goce que alcanza se refleje en ella, y sea así más intenso, más decisivo, más profundo). Pero, al ser violentos, nos alejamos de la conciencia y, asimismo, esforzándonos por entender distintamente el sentido de nuestros movimientos de violencia, nos alejamos de los extravíos y de los arrobamientos soberanos que produce”52.
Si seguimos la interpretación de Jaques Derrida, Bataille en ningún momento se ha separado de Hegel, sino que más bien, es el propio ideario del alemán el que se pone en juego, en todo el pensamiento de Bataille para ser subvertido53. La transgresión no se encarga de solucionar ninguna contradicción, como sí lo haría la Aufhebung, su juego es profundizarla aún más hasta la disolución total. Tanto así, que la contradicción es el suelo desde el cual emerge su afirmación de nada54, en el vacío que destruye al pensamiento, “en el momento en que el círculo se cierra, el saber entra en la noche donde el deseo de saber provoca que me hunda”55. Por numerosos accesos de violencia que profundizan su contradicción, el movimiento de fractura de la transgresión torna inexistente su límite con lo imposible56. En este movimiento violento no hay ninguna posibilidad de engaño, posibilidad que sí existía cuando el pensamiento dormía “el sueño de la razón”57 del que habla Derrida y caía en la cuenta de que siempre existe una salida al discurso, aunque se deba buscar en su afuera. Si bien éste sigue detentando todas las categorías del saber, aparentemente absolutas, la transgresión se constituye eminentemente como un movimiento que aproxima todo límite discursivo a la disolución58.
Hemos dicho que luego que los límites caen lo que aparece ahí es lo desconocido, el no-saber del instante soberano que se muestra bajo la forma de la nada. Mostrar lo desconocido es, por ejemplo, una de las funciones más auténticas de la risa en Bataille. Pero el límite cae sólo de modo transitorio, nunca los límites desparecen del todo. Efectivamente, debido a que el mundo en que el hombre trabaja y combate para crear negando la naturaleza, desaparece y muere cuando se produce el estallido de la risa, esta angustia con la que el discurso nos marca hace que “saliendo de los límites, o muriendo” nos esforcemos “por escapar del pavor que la muerte nos produce”59. La risa se filia con la muerte porque, al igual que ésta, nos lleva más allá de lo conocido, arrojándonos fuera de todo lo que podemos saber, aunque sin aniquilarnos del todo como cuando morimos. Así, este salir de los límites siempre está a medio camino entre el discurso y lo que podríamos llamar el no-discurso, está como Bataille diría, en el límite, donde las más de las veces queremos “acceder al más allá sin tomar una decisión, manteniéndonos prudentemente más acá”60. Es su imposibilidad, aquello desconocido en la risa61, lo que nos aleja del discurso, por cuanto el discurso es aquello estable y fijo que acontece cuando no hay risa, y la risa hace lo propio cuando hay discurso. El saber discursivo y el sentido que este saber otorga a nuestra vida, lo producimos, como ya dijimos, al accionar sobre el mundo de lo meramente dado e, incluso ese mundo que creamos requiere de nuestro saber, por lo cual la risa es un sinsentido que se aísla de toda representación que podamos realizar de ella: irrumpe sin anuncio previo, estalla imprevisiblemente y se implica gestualmente como simulación que concierne al vacío que nos conduce, al ser precisamente la imagen de aquello que carece de utilidad y, mayormente, donde torna imposible ejecutar acción alguna, ya que sólo se remite a entregar sinsentido. Este “vacío no es nada”62, “¿qué hacer en el vacío?” 63. En el vacío de la risa no es posible hacer nada, porque de él nada podemos saber64 y tampoco comunicar, ya que la risa se vuelve completamente indiferente al sentido: no es más que la manifestación de su no-manifestación auténtica, por cuanto nos muestra aquello desconocido que se encuentra tras la seguridad que nos otorga el saber. Reír nos aleja del ámbito del saber para llevarnos al instante de desposesión de toda categoría. En la risa nos es imposible encontrar algo, ya que sólo posee su puesta en juego, la cual también es esencialmente desposesión de la posibilidad de que haya sentido y, más importante aun, hace que vislumbremos el caos que pervive detrás de todo nuestro saber.
Lo desconocido se muestra bajo las más diversas formas: el llanto, el éxtasis sexual y, más continuamente para Bataille, en la risa, la cual da paso a toda una serie de retornos que conforman, no sólo su espacio de ocurrencia, sino también una serie compleja de eventualidades de entrecruce y disolución del límite entre saber y no-saber. Tanto es así que la existencia pareciera ser una alternancia de saber, de discurso y de aquellas experiencias que representan la apertura a lo desconocido, a aquello carente de sentido. Por esto es “cierto que podemos afirmar, pese a ello, que existe en la relación entre la risa y lo desconocido, un elemento relativamente mesurable. (…) Es indudable que cuanto más desconocido es lo que sobreviene, cuanto más imprevisible sea, reímos con más fuerza” 65. En esa alternancia de movimientos de éxtasis y saber en la que nos encontramos jugados, la risa nos presenta algo que nos atrae irremediablemente en su filiación con la muerte pues muestra, paradojalmente, esos instantes en que nos reímos hasta el punto en que nos parecemos a los animales en sus estertores durante los tiempos de celo o nos emocionamos hasta las lágrimas. La risa nos coloca de este modo en una experiencia donde nos alejamos de la existencia llana del discurso, transformando la imposibilidad de la “evocación de su vacío”66 y, simultáneamente, la imposibilidad de su no-acontecer en aspectos decisivos de su puesta en juego. La experiencia en la que nos posiciona la risa supone ausencia de angustia y el hecho de que no tenga existencia para el discurso reviste su abismo con el carácter de lo necesario; es así también como el instante se convierte en todo su espesor67, donde “arranca a Dios su pueril máscara y así la opresión se derrumba en el fragor del tiempo”68.
Este vacío mostrado cotidianamente por la risa es el lugar hacia el que la transgresión incansablemente va arrastrando, en su hundimiento, al límite. El “vacío del que los límites se hurtan”, donde palabra alguna penetra y al que sólo <<una cabeza áfona>> podría ingresar hace posible la “impugnación de todas las cosas”69 en el exceso, “sin dejar nunca de ir cada vez más lejos” exigiendo el “completo agotamiento del ser”70. Este vacío está precisamente ahí para efectuar la disolución e involucra una cierta aceptación de la muerte del discurso en el límite del sentido. Bataille lo expresa mediante un extraña ecuación: “Sentido=no-sentido/ sentido+no-sentido=sentido más profundo/ sentido demasiado profundo=odio de todo sentido, /rebeldía incesante sentido estrecho irrecusable= aceptación /de una equivalencia de la muerte”71. Esto último, explica cómo en el vacío, en tanto que complejo de eventualidades de disolución, el no-saber vehicula los efectos que se desglosan del movimiento de la plena violencia que es la transgresión, más allá de todo lo posible:
“1) Ir en el mundo de lo posible hasta el punto en que falta el consentimiento posible. Remitirse a lo posible y, porque lo imposible está ahí, decirse que una vez que cesa lo posible, es como si no existiera.
2) Más allá de todo lo posible, existe lo que no nos engaña como lo posible evidentemente nos engaña, ya que cesa. Más allá de lo posible puedo erigir lo que no tendrá el límite de lo posible. Pero lo erijo proyectado en lo imposible una falsa respuesta a mi necesidad de un imposible posible. No obstante si me las he arreglado para engañarme, puedo decirme que sucede lo mismo con lo que no me engaña que con lo que me engaña.
3) En los límites, el saber es contradictorio por numerosos y complejos movimientos”72.
El saber se transforma en nada en el vacío a que es llevado el límite de lo posible, ahí no hay posibilidad alguna de engaño porque sencillamente no hay ninguna posibilidad: ahí todo es puramente imposible, es como si el saber “no existiera”73. Y si en el vacío sucede lo mismo con lo que me engaña que con lo que no me engaña, quiere decir en primer lugar que para éste todo “transcurre” indiferenciadamente. En el instante donde la fractura de lo imposible no cesa de multiplicarse, su ocurrencia “es violenta, es ciega”, “es una risa, un sollozo, un silencio que nada tiene, que espera y que nada retiene”, es “una pobreza de la que no paran de reír aquellos que enriquecen su insensata generosidad”74. En el vacío ocurre que todo se desvanece en nosotros y da igual si todo es verdadero o todo es falso, lo que llama la atención es ese desvanecimiento: “…Todo lo que sabemos es verdadero, pero a condición de que se desvanezca en nosotros…”75.
La transgresión se filia con la soberanía a partir de su puesta en juego, es lo que pone en tensión al discurso para mostrarle cómo su límite se disuelve ante el abismo que es su imposible. En su arrastrar ese límite a la pérdida, exhibe que, en tanto que fractura, se nutre de la tensión que abre a la soberanía para poner en dispersión complejos de desvanecimiento y desposesión al interior del discurso, por eso es que la escritura soberana pone en dispersión, a su vez, conceptos que no dicen nada. Se trata de una obstinación soberana de la disolución de la que es máscara y esto es lo que finalmente hace posible la fractura de la transgresión. Este pensamiento, sin embargo, implica para Bataille tomar siempre un riesgo. “Riesgo, al producir sentido, de dar razón. A la razón, a la filosofía. A Hegel, que siempre tiene la razón desde el momento que se abre la boca para articular el sentido. Para correr ese riesgo en el lenguaje, para salvar eso que no quiere ser salvado –la posibilidad del juego y del riesgo absolutos- hay que redoblar el lenguaje, recurrir a las estratagemas, a los simulacros. A las máscaras (…)”76. Hay que correr el riesgo, eso es definitivo, pero no podemos ignorar que la transgresión se generaliza, no hay espacios que queden inmunes a ella. La diferencia discursiva también se ve expuesta a la fractura; “la única salida es el imposible”77. Hay en este punto, incluso una necesidad “de lo imposible: decir en el lenguaje –del servilismo- lo que no es servil”78. Porque pese a todo, la transgresión excede sin destruirlo, al mundo del saber, pero como no pertenece a ese mundo parcelado del discurso y tampoco triunfa sobre el límite cuando éste se borra, en su desposesión toma en el límite “la medida sin medida de la distancia que se abre en éste y dibuja el trazo fulgurante que lo hace ser”79.
BIBLIOGRAFÍA GEORGES BATAILLE
- BATAILLE G. Lascaux ou la naissance del’art, Skira, Genève (Suisse), 1955.
Documentos:
ensayos, Monte Ávila
Editores, Caracas, 1969.
Sobre Nietzsche. Voluntad de
suerte, Taurus, Madrid,
1972.
El aleluya y otros
textos,
Alianza, Madrid, 1888.
Lo imposible,
Premiá, México, 1989, Pág. 174.
Lo que entiendo por soberanía,
Paidos, Barcelona, 1996.
El erotismo,
Tusquets, Barcelona, 1997.
El ojo pineal precedido de El
ano solar y Sacrificios,
Pre-textos, Valencia, 1997.
Teoría de la Religión,
Taurus, Madrid, 1998.
La felicidad, el Erotismo y la
Literatura, Adriana
Hidalgo, Bs. Aires, 2001.
La oscuridad no miente,
Taurus, Madrid, 2002.
La conjuración sagrada,
Adriana Hidalgo, Bs. Aires, 2003.
OTROS AUTORES CITADOS
- DERRIDA Jaques, De la economía restringida a la economía general, un hegelianismo sin reservas, en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.
-
FOUCAULT Michel, Prefacio
a la trasgresión, en
Obras esenciales, Entre
lenguaje y literatura,
Paidos, Barcelona, 1996.
WEB BIBLIOGRAFÍA
-
CEBALLOS Galo, El
umbral. Bataille y la experiencia del límite,
[en línea], Iconos, agosto 1998, Nº 5,