El poeta, dramaturgo, actor y ensayista Antonin Artaud es sin duda una de las personalidades más controvertidas del siglo pasado. A su patente locura, que ha servido para inspirar ni más ni menos que algunos estudios de los grandes pensadores de la época, como Michel Foucault, Maurice Blanchot o Gilles Deleuze, hay que sumar su carácter inquieto y combativo, la novedad y el riesgo de muchas de sus ideas, su decidida apuesta contra el psicologismo en el teatro, así como su azarosa biografía y la influencia directa que tuvo en el mundo hispánico a través de su estancia en México y de las conocidas conferencias que pudo impartir allí durante los años 30.
Su teatro, que es el ámbito de la producción artaudiana que trataremos de analizar en estas páginas, pasa a formar parte del todo coherente que constituye el pensamiento del autor, dando lugar a lo que él mismo ha definido como teatro de la crueldad: teatro, como veremos, no de lo inmoral gratuito, sino del exceso en todas sus vertientes, lo cual supone otra forma apasionada y convulsiva de nihilismo, en un intento por recuperar la lucidez de la que se ha distanciado el hombre occidental, y todo ello a través de una acometida de cierta ascendencia mística, enraizada en un ritualismo perdido por las formas escénicas contemporáneas. Una carta del propio Artaud a su amigo Jean Paulhan nos da algunas de las claves de su poética teatral:
Querido J. Paulhan:
La crueldad es sobre todo necesidad y rigor. La decisión implacable e irreversible de transformar al hombre en un ser lúcido. De esta lucidez nace el nuevo teatro. Todo nacimiento implica también una muerte. Para dar origen a mi "crueldad" será necesario cometer un asesinato. Hay que asesinar al padre de la ineficacia en el teatro: el poder de la palabra y del texto. El texto es el dios todopoderoso que no le permite al verdadero teatro nacer. Al atentar contra la palabra, atentamos contra nosotros mismos. Hasta ahora, es el lenguaje verbal aquello que nos permite comprender al mundo. Y lo comprendemos mal. Al asesinar al lenguaje verbal, estamos asesinando al padre de todas nuestras confusiones. Por fin seremos libres. Esto vale no sólo para el teatro. Seremos hombres libres en todo aspecto de nuestra vida. Antonin Artaud
Nacimiento y, al mismo tiempo, muerte: el pensamiento artaudiano pasa por un intento de asesinato de ese padre teatral que es el peso de la razón de occidente, en una controvertida lucha contra el texto, la palabra y los convencionalismos del lenguaje verbal, lo que le llevará al autor a explorar las dimensiones del cuerpo y del gesto como formas de apropiación del espacio escénico, a construir sus propias claves teatrales mediante la experimentación vanguardista conjugadas con el estricto código del teatro libanés, y a proclamar, asimismo, un teatro de la libertad, del impacto sensorial y vital en la conciencia del espectador.
Y sin embargo, pocos autores tan indeleblemente unidos al fracaso como Antonin Artaud. Unas palabras de la escritora Susan Sontag dan buena cuenta de sus peculiaridades como escritor:
Artaud fracasó tanto en su vida como en su obra. Su obra incluye versos, poemas en prosa, guiones cinematográficos, escritos sobre cine, pintura y literatura, ensayos, diatribas y polémicas sobre teatro, varias obras dramáticas y notas para diversos proyectos teatrales jamás realizados (entre ellos una ópera), una novela histórica, un monólogo dramático en cuatro partes escrito para la radio, ensayos sobre el culto del peyote entre los indios tarahumara, una aparición fulgurante en dos grandes películas (Napoleón de Gance y La pasión de Juana de Arco de Dreyer) y otros muchos papeles menores, y cientos de cartas, que son su forma «dramática» más conseguida […]. Lo que Artaud nos ha legado no es una serie de obras de arte completas, sino una presencia singular, una poética, una estética del pensamiento, una teología de la cultura, y una fenomenología del sufrimiento1.
Ciertamente, Artaud es un autor vinculado al sufrimiento. Su biografía y la ingente documentación epistolar que nos ha legado el escritor francés dan cuenta del enorme padecimiento que le acompañó en vida, no sólo por las frustraciones propias de una limitada proyección artística, o por las privaciones económicas que tuvo que pasar en determinados períodos, sino por las numerosas vejaciones médicas, tanto aquellas producto de su propia enfermedad (Artaud era esquizofrénico, y, como resolución contra sus propios padecimientos, adicto al opio, lo que le llevó a visitar numerosos internados y asilos mentales), como las que derivaban de una cuestionable praxis clínica: electroshocks, largos internamientos, incomprensión del personal médico, etc. Sin embargo, Artaud no llegó a hacer literatura. No fue un escritor convencional. En cierto modo, "sus textos ocupan el lugar de la literatura, pero no son literatura; simplemente la desplazan"2. Como poeta, se reveló contra las limitaciones del papel, y como dramaturgo (director, actor) se sublevó contra el espacio escénico, la tradición y la moral burguesa de su tiempo.
La literatura es, para Antonin Artaud, una carencia. Sobre la forma de la página se sitúan las palabras, horadando la blancura cenital de su superficie, como metáfora de esa destrucción que constituye toda acción humana. Artaud ha aprendido de Nietzsche que la existencia se define por una voluntad de poder, que pensar, escribir, sentir o hablar constituyen un orden de violencia, una fuerza que imprime sobre la realidad nuestra huella, la cual nos permite ser, habitar el mundo. Y de todas las formas de poder sin duda la más odiada por el autor es la de una mentalidad occidental represora, la de una metafísica corrupta que privilegia el poder de la razón y la verdad contra todas las potencias del espíritu y la imaginación humana. Esta fórmula burguesa de entender el mundo, de aproximarse a la literatura, al teatro, al cuerpo y a la enfermedad es el principal objetivo de la literatura artaudiana: una obra para la destrucción de la obra, literatura contra la literatura, teatro para acabar con las marcas opresoras del teatro occidental.
Contra esa violencia que supone leer, interpretar, producir palabras sobre el espacio vacío de la página, Artaud propone una creación total, creación que no es ausencia sustitutiva y destructora, sino que consagra el material de su obra a la presencia plena de las formas, al cuerpo como espacio, a la crueldad, esto es, la liberación total de los instintos. El inconsciente no se articula desde la carencia, tal y como propone la teoría psicoanalítica de autores como Freud o Lacan, es decir, mediante la falta esencial de su objeto de deseo, en un juego de reflejos y reminiscencias que da paso a todo el aparato metafísico de sustitución de la realidad por su testimonio pensable. Al inconsciente no le falta nada: no es un escenario, sino un taller. Produce, de manera real, como una compleja máquina, un flujo de deseo, y no sustituye necesariamente lo real por su ausencia simbólica, salvo cuando se ejerce un poder sobre él. No existen, por tanto, sujetos de manera natural, sino que la subjetividad es el fruto de la losa edípica3: el individuo forma máquinas deseantes, dispara flujos, conexiones con lo real, hasta que aparece la palabra de la ley, el Nombre-del-Padre, la palabra no que prohíbe.
Y sin embargo, la operística de Artaud no consiste en una dimensión teatral frívola, un canto a la técnica, a la modernidad vacía de las vanguardias futuristas o a la incomprensión desatada del surrealismo. Se trata de un teatro consagrado al azar, en donde el azar ha de recobrar sus derechos, transformado en acto y accesible a todas las deformaciones de las circunstancias4. Así, los primeros pinitos del autor en el llamado Teatro Alfred Jarry, en honor a uno de los pioneros de la escena más combativa del panorama europeo, marcan ya el camino para el ideario de su teatro de la crueldad mediante una «ruina del teatro», tal y como indica el propio Artaud:
El Teatro Alfred Jarry, consciente de la derrota del teatro ante el creciente desarrollo de la técnica internacional del cine, se propone por medios específicamente teatrales contribuir a la ruina del teatro tal como actualmente es en Francia, barriendo en esta destrucción todas las ideas literarias o artísticas, todos los convencionalismos sicológicos, todos los artificios plásticos, etc., sobre los cuales se ha construido dicho teatro, y reconciliando, al menos provisionalmente, la idea de un teatro con los aspectos más candentes de la actualidad5.
Para instaurar esta dimensión de azar que requieren los medios específicamente teatrales, el autor va a insistir repetidamente en el restablecimiento de la crueldad de la condición humana, esto es, no una violencia gratuita, física, de los actores o sobre los actores, no la escenografía del asesinato o el espectáculo del dolor puesto sobre las tablas, sino una extrema violencia de orden metafísico que desvele la represión y el sometimiento de la conciencia del hombre. Su propósito es, por tanto, despertar la percepción y la sensibilidad humana, y para ello es preciso que estos elementos específicamente teatrales conformen un lenguaje que le permita llevar a cabo su propósito. Para conformar tal lenguaje, Artaud defiende una aparición constante de elementos sorprendentes, una artillería de recursos novedosos que intensifiquen la experiencia teatral del público, con elementos inesperados, máscaras, acompañamiento musical mediante instrumentos poco ortodoxos o inventados, constantes gritos, gesticulación repentina, iluminación caprichosa o vestimenta anacrónica. Se pretende dar un aire milenario, ancestral, a la escenografía, para despertar así esa dimensión atávica de la sensibilidad humana. Tal uso de la sorpresa y de la tradición apuntarán siempre hacia una única dirección muy definida: resaltar el elemento mágico del teatro.
Artaud aspira a que su teatro de la crueldad sea al mismo tiempo un teatro de la sacralidad: "el teatro es ante todo ritual y mágico, es decir, está ligado a fuerzas, basado en una religión, en creencias efectivas, cuya eficacia se traduce en gestos y está ligada directamente a los ritos del teatro, que son el ejercicio y la expresión de una necesidad mágica espiritual"6. La palabra de Artaud busca la experiencia de lo sagrado pero desde una posición bien definida: no se trata de concertar un teatro de la fe y la creencia, o de asimilar tal o cual religión, sino de atajarlas a todas en su elaboración histórica. Las religiones constituyen, para Artaud, meras convenciones sociales, acuerdos institucionalizados que vulneran justamente en esa codificación el flujo magmático de lo sagrado. Por ello, el autor va a instaurar un teatro cuya mística pasa por arremeter contra el orden de la razón y por situar al espectador, de manera directa, en el terreno de los sueños, de la magia, de la adivinación: "el menor gesto teatral arrastrará tras sí toda la fatalidad de la vida y los misteriosos hallazgos de los sueños. Todo lo que en la vida tiene un sentido augural, adivinatorio, todo lo que corresponde a un presentimiento o proviene de un error fecundo del espíritu, lo veremos en un momento dado sobre nuestra escena"7. De ahí la importancia, a menudo mal comprendida, del teatro balinés en el pensamiento teatral de Artaud. Si bien es cierto que el teatro balinés se compone mediante un número elevado de códigos, de elementos que limitan la distribución de la escena, los movimientos de los actores o la composición de tramas elaboradas, son justamente estos patrones coercitivos los que determinan el carácter sagrado de su puesta en escena, su dimensión reveladora, metafísica según la terminología artaudiana:
El drama no se desarrolla entre sentimientos, sino entre estados espirituales, osificados y reducidos a gestos, esquemas. En suma, los balineses realizan, con el rigor más extremado, la idea del teatro puro, en el que todo, concepción y realización, vale y cobra existencia sólo por su grado de objetivación en escena. Demuestran victoriosamente la preponderancia absoluta del director, cuyo poder de creación elimina las palabras. Los temas son vagos, abstractos, extremadamente generales. Sólo les dan vida la fertilidad y complejidad de todos los artificios escénicos, que se imponen a nuestro espíritu como la idea de una metafísica derivada de una utilización nueva del gesto y de la voz8.
La metafísica que propone el teatro de la crueldad es una metafísica que elude la dimensión representativa del lenguaje y, por extensión, la relación entre teatro y mímesis. La vida no constituye una instancia representable, no puede darse sobre la escena en una convención artística lo suficientemente delimitada como para aprehender sus superficies escurridizas, porque el teatro es asimismo vida, y la vida es el doble del teatro9, y porque el teatro es acto y el acto no representa, sino que construye una metafísica sobre sí mismo de la experiencia corporal, sensible, del ser. Por el teatro artaudiano de la crueldad no se vive otra vida, sino que se comienza a vivir ésta, pero desde una posición más profunda, más arriesgada, ya que "el teatro debe ser considerado también como un Doble, no ya de esa realidad cotidiana y directa de la que poco a poco se ha reducido a ser la copia inerte, tan vana como edulcorada, sino de otra realidad peligrosa y arquetípica, en la que los principios, como los delfines, una vez que han mostrado la cabeza se apresuran a hundirse otra vez en las aguas oscuras"10.
De ahí que, insistimos, el autor sospeche de la dimensión escritural del teatro y de la afiliación del mismo a la llamada literatura. Si la literatura es el arte de la letra, del signo, el teatro es el arte del espacio, del cuerpo hecho acto, conquista, flujo, interacción. Un cuerpo que habla, ahora sí, con su propio lenguaje, que se establece sobre la imaginación y no sobre la razón: "el teatro abandona el uso del teatro hablado, cuya claridad y lógica excesiva estorban a la sensibilidad. No se trata, por lo demás, de suprimir la palabra, sino de reducir considerablemente su empleo, o de servirse de ella con una intención de hechizo ya olvidada o ignorada. Se trata sobre todo de suprimir cierto aspecto puramente sicológico y naturalista del teatro, y de permitir que la poesía y la imaginación recuperen sus derechos"11. A la literatura le es dado representar, ya que su lenguaje entraña una relación ineludible entre la palabra y el sentido, entre la escritura y el mundo, pero el teatro ha de recuperar, por su parte, la dimensión mágica, sagrada, de las experiencias atávicas del ser humano, con lo que provoca una creación de orden espacial, no mimético, no sustitutiva de otro orden de realidad, y por lo tanto no basada en la palabra escrita: "creo que para el teatro es urgente tomar conciencia de una vez por todas de lo que lo distingue de la literatura escrita. Por fugaz que sea, el arte teatral se basa en la utilización del espacio, en la expresión en el espacio, y en general no se ha dicho que las artes fijas, grabadas en la piedra, la tela o el papel, sean las más valiosas y eficaces mágicamente"12.
Sin embargo, las reflexiones de Artaud sobre la metafísica del teatro de la crueldad no acaban en la diferenciación entre teatro y mímesis. El teatro establece una relación con el mundo que, como apuntamos, no consiste en duplicar la realidad que el pensamiento de occidente, haciendo gala de una filosofía burguesa y conformista, impone y da por sentada, sino que la metafísica del teatro artaudiano apunta más allá, a un Doble que aún no se ha dado, que carece de dimensiones y que constituiría el objetivo de su búsqueda artística y ontológica. Como en el surrealismo poético, hay que alcanzar una realidad más allá de la realidad y de la lógica, una realidad del sueño, de lo sagrado, de la incertidumbre mítica, de la magia. De ahí que, en su propuesta revolucionaria, el propio Artaud señale un distanciamiento con las formas incipientes del teatro social:
Creo en la acción real del teatro, pero no en el plano de la vida. No es necesario decir después de esto que considero vanas todas las tentativas realizadas […], en estos últimos tiempos, para que el teatro sirva a objetivos sociales y revolucionarios inmediatos. Por nuevos que sean los procedimientos de puesta en escena empleados, desde el momento en que conceden y se proponen someterse a los más estrictos cálculos del materialismo dialéctico, que dan la espalda a la metafísica y la menosprecian, se quedan en la puesta en escena, en la acepción más grosera del término. No tengo tiempo ni espacio para analizar a fondo esta discusión. Resulta evidente que aquí hay dos concepciones de la vida y la poesía que se enfrentan. Con ellas es solidario el teatro en su orientación13.
Artaud limita el espacio de influencia para su teatro, que no es el de las grandes gestas marxistas que habrían de determinar algunos de los movimientos sociales más importantes del siglo, ni el de las muestras teatrales, sobre todo a partir del período de las grandes guerras mundiales, que continuaban con el legado de las revoluciones de izquierdas, sino que dicho espacio se centra en operar sobre un orden metafísico, ontológico, de revalidación de una nueva realidad perdida, realidad mágica que el peso de la cultura ha ocultado bajo las inmensas losas de la razón. Este rescate de las potencias mistéricas de lo real habrá de pasar por una reivindicación del acontecimiento, del acto que se ejerce en el aquí y ahora de la puesta en escena:
La obra de Artaud implica transgredir en acto, no sólo en teoría, la representación, la idea y la realidad estructuradas como representación. La revolución deja de ser así una promesa milenarista y pasa a ser un acto, deja de vivir como telos, como fin a alcanzar ‘algún día’ y vive en el acontecimiento. La revolución existe en los revolucionarios, en un espacio, el espacio de la desposesión, el espacio del ser y no del tener, pero no del ser de la ontología sino el ser del acto, de la acción, de la falta de mediaciones, del juego. Es en este espacio del despojo absoluto (no sólo de los bienes materiales sino del yo, de ese infame andamiaje de la posesión o propiedad del sujeto, del alma, del hombre entendido como substancia) donde leemos a Artaud: es en el espacio que abrió, no un espacio substancial sino el espacio de la escritura-grito, no un espacio al cual se llega y se permanece sino el espacio-acto: nada puede representar la acción, la poesía, el orgasmo14.
La revolución artaudiana consiste en transgredir el espacio ontológico del teatro, no sólo el espacio físico como se reivindica en tantas otras manifestaciones o propuestas escénicas. Esta ontología del teatro pasa por afirmar que es en el gesto, en su condición material, en donde la obra halla su camino, y no en la estructura dual de la mímesis clásica, y por lo tanto no en la gesta meramente combativa de las ideologías marxistas, igualmente constreñidas por el juego de poder que no se atreven a rebasar. La literatura, burguesa o antiburguesa (marxista) perpetúa esa dimensión opresiva del hombre, y justamente por ello fue que Artaud destruyó la literatura hasta hacer de ella teatro: he ahí a lo que se refiere Michel Foucault al definir esa falta de obra que rodea a la producción de Antonin Artaud, en estrecha relación con su condición de loco: "la locura de Artaud no se desliza entre los intersticios de su obra; ella está precisamente en la falta de obra, en la presencia repetida de esta ausencia, en su vacío central, sentido y medido en todas sus dimensiones, que no tienen final"15. Por ello, las inflexiones de la voz pudieron más que la argumentación lógica de la literatura, más que la incómoda persistencia, sobre el papel, de cada verso, hasta el punto de que la locura artaudiana diera como resultado una desarticulación de todas las formas posibles del sentido, de todas las arquitecturas ideológicas que se alzan sobre el lenguaje, así como un abandono de la literatura escrita a favor de la creación escénica en su dimensión espacial, física, corporal incluso. No se quiere decir, con ello, que el teatro de Artaud fuera un teatro del absurdo, o un teatro surrealista. El primer tipo nos ha dejado excesivos juegos de ingenio, muestras deslumbrantes de una nueva lógica que era la lógica de lo absurdo, con sus reglas, sus lugares comunes, y siempre desde una subversión necesaria de las fórmulas de la razón que seguía manteniéndolas a debida distancia, necesitando de un mundo racional para seguir su curso, funcionando por una diferencia que salvaguarda necesariamente los miembros puestos en relación. Poco más o menos hay las mismas discrepancias entre la propuesta artaudiana y la línea del teatro surrealista: bajo la realidad hay nuevas formas, nuevos universos para lo pensable, espacios asimétricos para la experiencia humana, según la afamada propuesta vanguardista. Sin embargo, Artaud no deja de ver en la factura del surrealismo una impostación insólita de lo real, un nuevo anudado de los profusos hilos que componen nuestra experiencia. En opinión de Susan Sontag, puesto que Artaud no jerarquiza la mente humana, como hacen Freud y el surrealismo, no puede aceptar dos modelos de experiencia de lo real, una lógica frente a otra irracionalista, sino que se ve empujado a establecer una relación con la realidad no mediatizada por la duplicidad del pensamiento o la fuerza sustitutiva del sentido16. La obra artaudiana es la destrucción de la obra, de la palabra, del pensamiento que tiene pretensiones de dar figura a lo indeterminado. Por ello, Cortázar habla de un surrealismo no literario en la obra artaudiana, que es al mismo tiempo anti-literario y extra-literario17. Mientras todos seguían, a debida distancia, al afamado médico vienés, Artaud desconfía de su teoría psicológica y la vuelve decididamente contra él. Su locura es la total abdicación de todo poder, incluso del poder que funda el psicoanálisis o el que funda la obra literaria: bajo las formas de la presencia, desde la estabilidad de las palabras dadas a la eternidad o al canon, subyace un material convulsionado, magmático, que es el de la experiencia artaudiana de lo irrepetible: "las convenciones teatrales han dejado de existir. Siendo como somos, somos incapaces de aceptar un teatro que seguiría haciéndonos trampas. Necesitamos creer en lo que vemos. Un teatro que se repite todas las noches siguiendo siempre los mismos ritos, siempre idénticos a sí mismos, no puede seguir contando con nuestra adhesión. Necesitamos que el espectáculo a que asistimos sea único, que nos dé la impresión de ser tan imprevisto y tan incapaz de repetirse como cualquier suceso de la vida, como cualquier acontecimiento provocado por las circunstancias"18.
El teatro artaudiano alude en su composición a las estructuras del inconsciente. No construye, por tanto, como hemos avanzado en estas líneas, una determinada concepción de la realidad, no representa las cosas en un juego de duplicidades sin sentido, de repeticiones innecesarias, sino que opera a modo de inconsciente aún no lastrado por las formas del deseo como forma de carencia. Una metafísica del gesto, y no de la representación, habla en su obra. Porque Artaud odia la mímesis, en todas sus acepciones: tanto la representación del inconsciente freudiano, que reproduce la realidad en estructuras mentales (Freud, pero sobre todo Lacan), como la representación en escena de un doble que estaría de antemano determinado por las leyes de la lógica y de la razón. Odia el teatro que representa, que tiene un modelo, que se repite infinitamente para acercarse aún más a ese fantasma que no es capaz de alcanzar en su totalidad. Sin embargo, el teatro de la crueldad es un teatro de simulacros, que se repite sin por qué y que halla su autonomía en esa misma repetición innecesaria y no acumulativa. No hay un original, no hay modelo, no hay un padre que dirija los deseos de un inconsciente operando (¿inconsciente del director, del escritor, del actor?), porque todo está repitiéndose sin razón alguna y acechando, en esa repetición, las formas de una ausencia de obra tal y como vimos que la definía Foucault, como metáfora de la erosión del pensamiento que no encuentra un soporte viable en el que manifestarse, que escamotea las manifestaciones de la razón y que existe sólo para su automutilamiento.
Entonces, el teatro de la crueldad que promueve Artaud es un teatro de producción deseante, no de carencia o de espectáculo restaurador, no un teatro para el consumo, para la catarsis de un sujeto que asiste o que participa del relato contado, sino un teatro en donde el deseo fluye, se expande, se pierde: un teatro nacido de la destrucción del teatro. Los flujos deseantes pasan, no están codificados, no hay un padre-director-Edipo que interponga, mediante la palabra de la ley, la palabra no, la ausencia, el rechazo, porque toda escritura es una porquería, como llega a apuntar el autor en uno de sus poemas. Un flujo de porquería, de heces, de sangre, de esperma. Eso es la crueldad: el deseo sin la palabra de la ley. Y en el teatro de la crueldad, por tanto, todo vale, porque la escena ya no reproduce el espacio pequeño-burgués, no establece la relación familiar del padre que dirige la actividad deseante del niño hacia la norma. Se trata, por decirlo desde la terminología freudiana, de un teatro del Ello, de un teatro sin bordes definidos, sin limitaciones espaciales, que no está dirigido desde un órgano-cerebro-director, sino que en él todo habla, todo es acto.
Gilles Deleuze y Félix Guattari19 han definido y aprovechado esta concepción del teatro de Antonin Artaud para su programa filosófico. Artaud desconfía de la pesada losa de la razón occidental y se revela, en un gesto de ascendencia nietzscheano, contra las formas establecidas por el poder para controlar la voluntad del individuo. En opinión de ambos filósofos, la condición esquizofrénica del propio autor le habría llevado a configurar una teoría teatral que escapara a toda esta maquinaria de dispositivos de coerción, incluso de uno de los más necesarios para el desarrollo del individuo como son las relaciones familiares y el drama edípico que constituye la primera escenografía que asume el ser humano. Es por ello por lo que Artaud
se subleva contra una doble alienación: el discurso de los otros que dictan su ley desde el exterior, la sacralización de un Inconsciente que no por escapar al dominio del sujeto le es menos consustancial, puesto que sigue siendo tributario de las categorías de la persona y el sujeto […] y finalmente, la última retirada del Dios oculto en nuestros cuerpos, el deus in machina. El inconsciente es ese depositario intocable de la ley y del deseo con el cual, sin embargo, la cura permite, como con Dios, acomodaciones. Si reconoce su presión, Artaud se subleva contra el inconsciente como Ley y nueva encarnación de la fatalidad20.
El guión escrito por papá y mamá, señalan Deleuze y Guattari, es el guión que va a definir una serie de convencionalismos sobre la identidad del niño: se construye un sujeto separado del mundo mediante la constitución simbólica del lenguaje, se dimensionan los límites de su cuerpo, se aboca la existencia a unos patrones culturales, a un modo de ver lo real, de concebir un significado de las cosas que acabara por constituir una de las primeras restricciones de la libertad del individuo. La imposición de Edipo, de la ley, del Nombre-del-Padre (término de Lacan) contribuye a fijar la subjetividad del niño y condiciona sus mecanismos deseantes desde la carencia: el ser humano entra a formar parte de un sistema de sustituciones, de una escenografía basada en una representación asfixiante, que impone la renuncia de lo que nos rodea para dejarnos ciertos operadores simbólicos, sustitutivos (los signos del lenguaje, la letra del inconsciente según la terminología lacaniana) a través de los cuales comprender un mundo que hemos relegado al lugar del otro. El esquizofrénico, sin embargo, no se deja arrastrar por el poder, no estructura siquiera las dimensiones espacio-temporales desde unos determinados parámetros culturales impuestos, y se resiste a todo sometimiento por parte del otro.
El primero de los pasos del teatro artaudiano para desprenderse de esta opresión del poder, en opinión de Guy Scarpetta, pasaría por rehacerse un cuerpo:
rehacerse un cuerpo, surgir como cuerpo en el teatro «cruel» implica, en última instancia, un nuevo nacimiento, un parto desgenitalizado, y una auténtica guerra contra la ley del papá-mamá […]. Tampoco es ocioso señalar que el proceso que Artaud exige sólo puede enfrentarse de manera violenta a la familia: enfrentamiento que debe ser acentuado en la actualidad, por un claro cuestionamiento de su doble papel en el aparato ideológico y como aparato sexual de reproducción de individuos […]. Lo que Artaud indica es la necesidad de acabar de una vez con el sujeto «triangulado», bloqueado en el modo en que la familia (burguesa, patriarcal, «monogámica») le ha enseñado a pensar, a hacer el amor, a no luchar; la necesidad de «nacer» de otro modo21.
Artaud trasladaría esta rebelión contra las formas de poder paternas a una dimensión ontológica (huir del Dios-Padre-Ley, del juicio de Dios, de su Palabra, de la metafísica de la Razón y de la Identidad de lo Mismo) para, a continuación, ponerla en práctica a través de su producción artística (una puesta en escena que no se articula bajo el poder del director, y mucho menos bajo el de la palabra del texto, y en donde el actor deja de ser un signo más de la compleja maquinaria burguesa de la literatura, en una obra que ya nunca es idéntica a sí misma) con el fin de establecer así las marcas características de su teatro de la crueldad:
Este teatro no tiene nada que ver, por definición, con el «teatro edípico» del que Deleuze y Guattari nos han enseñado a ver hasta qué punto reprime la maquinaria que Artaud hace salir a la luz. El teatro de papá-mamá es el orden significante teatral que conocemos, en el que el actor es «signo», el papel es la imago, y tanto el cuerpo como el deseo se hayan sometidos al orden significante que los moviliza. En un cierto sentido, el director es siempre un poco el papá-en-el-culo, y el actor, una especie de hijo pequeño que se querría madre y que a partir de la entristecedora constatación de que no lo tiene (el pene de mamá) se resigna a tantear al ser, al infinito, histéricamente, para mayor gozo de papá y de sí mismo22.
Este abandono del teatro de corte edípico-burgués le lleva a Artaud, como ya anunciábamos, a acudir a las producciones teatrales tradicionales. El teatro tradicional, primitivo, constituye un ritual de unión, un modo de entrega dionisiaco que no distingue entre público y escena: no hay alguien que vive el teatro y es mirado, frente a alguien que mira, y no es capaz de llegar a vivirlo en primera persona. No se trataba de construir una historia, de articular la vivencia a modo de trama, de drama edípico para la pérdida y restablecimiento de un bien, sino que se caracterizaba por una serie de cantos, gestos y alabanzas que permitían conectar el cuerpo y lo sagrado. La experiencia del teatro era una experiencia mística, no de lenguaje, sino de los sentidos, del espacio, del cuerpo. La tendencia a estructurar la vida como relato, que se desarrollará especialmente en los pueblos poseedores de escritura, condicionará enormemente el teatro occidental desde sus inicios grecolatinos, estableciendo tramas, personajes, objetivos y una disposición de la información similar a la que exige la narración. Sin embargo, Artaud aboga por un teatro de personas y no de personajes, sin la duplicidad de la representación, sin la enajenación propia de las corrientes más psicologizantes del teatro del método. En este punto, su reivindicación cobra plena vigencia para la escena actual. El teatro no consiste en ser otro, nos dirá Artaud, sino en poner el cuerpo en funcionamiento, con sus llantos, gestos, alaridos y desgarros necesarios. El teatro ya no tiene historia, ni personajes, ni representa nada: simplemente es. No se trata de ponerse máscaras, sino de quitar todas ellas: las máscaras del yo, de la cultura, del poder, de la palabra… Artaud es el gran desenmascarador (o lo que etimológicamente es lo mismo: el gran despersonificador), capaz de llevar el teatro hacia unos límites novedosos: los de la libertad total. Totalidad del hombre, que aparca su condición de ciudadano, que deja de lado la construcción histórica que la sociedad hace de su vida, de su infancia, que abandona el conjunto de deseos y preceptos religiosos que la pesada losa del otro imprime en su carne, para abandonarse a su propia y temible libertad: he ahí el punto de crueldad que ansía el autor francés. Nada de anécdotas, nada de charlas: el teatro artaudiano respira la fuerza de la crueldad, del delito o de la guerra23.
Vemos entonces que la propuesta teatral artaudiana no se ha de caracterizar, por tanto, tal y como ocurriría en la línea planteada por Stanislavski en sus influyentes trabajos, por una experiencia del actor, como un trabajo psicológico del desarrollo de la personalidad. En último término, nos avisa Artaud, esta metodología de creación del personaje teatral sólo serviría para variar nuestra relación con el poder, pero siempre bajo la misma dimensión opresora de la mano edípica, sin llegar a constituir una experiencia conjunta, liberadora, del teatro, en donde cada participante tenga un papel en la maquinaria teatral, forme flujos, tensiones, concomitancias, acoplamientos y disrupciones con el resto de engranajes de la puesta en escena, consigo mismo, con el otro. El autor debe pensarse autor, iluminador, espectador, productor incluso. El resto de mecanismos (actores, tramoyistas, guionistas, público) debe, del mismo modo, asumir su función dentro de la maquinaria pero en comunicación continua con el resto de dispositivos que actúan en la conjunción de la obra. El teatro artaudiano pondría en juego un conjunto de «órganos» (actores, iluminadores, guionistas, directores, escenógrafos) desde una radical falta de unidad, más allá de los convencionalismos que restringen y limitan la experiencia teatral, que utilizan su poder para hacer de la obra un todo, un «organismo» en lugar de órganos y más órganos que no alcanzan a formar un cuerpo. Porque cada miembro, como señalan Deleuze y Guattari, es una máquina esquizoide que no remite al conjunto, a un cuerpo total.
Jean-François Lyotard, en su ensayo «El diente, la palma de la mano»24, aborda algunas cuestiones del teatro de Antonin Artaud desde el concepto de desplazamiento freudiano. Según el médico vienés, una liberación de energía en una parte del cuerpo puede llegar a remitir a otro punto: el dolor de muelas hace que el paciente apriete fuertemente sus puños. Pero la estructura del inconsciente no se edifica a modo de relato, no tiene unas coordenadas causales, sueña el ahora y la infancia de modo indiscernible, no jerarquiza, condensa los momentos y es capaz de aplicar una cierta reversibilidad en los fenómenos con él relacionados: la palma se cierra, el puño sangra y empiezan a doler los dientes. Lyotard plantea que si supiéramos leer a Freud en toda su magnitud hace ya mucho tiempo que habríamos abolido una semiótica del teatro para, gracias a esa reversibilidad del inconsciente, pasar a una economía libidinal de la representación escénica. El signo está por algo, tal y como afirma la tradición semiótica medieval (aliquid quod stat pro aliquo), pero en este nuevo teatro el signo no está por nada, es sólo un fantasma, un simulacro sin finalidad, que se levanta sobre un vacío, que no remite a origen alguno. Son estas las propiedades del teatro de la crueldad. Así, la práctica escénica que critican Lyotard y Artaud es aquella que se construye sobre el signo y no sobre el simulacro, la que refuerza la representación en términos semióticos, las estructuras de poder, las jerarquías, el drama edípico, el concepto de realidad que hemos heredado de unos dispositivos de representación fisiológicos defectuosos, infundados. No hay un momento legítimo, ideal, modélico, sobre el que fundar la creación escénica. La realidad no es su modelo, sino su doble, tal y como señala Artaud en sus ensayos.
Porque en Artaud el flujo pulsional de la representación (la crueldad) desarticula todas las estrategias de mecanización y semiotización del discurso. El actor se borra. El espacio no fractura la realidad del público y la de los actores. El cuerpo no es un signo, sino un vehículo de expresión, y las palabras no retienen en su discurso una verdad fuera de la escena, sino que la construyen actuando sobre nuestra visión de lo real, dando una vía de escape al cuerpo, a los deseos más íntimos. En palabras de Julia Kristeva, en el teatro artaudiano "la palabra deviene pulsión, que surge a través de la enunciación, y el texto no tiene otra justificación que el dar lugar a esa música de pulsiones"25. Artaud se desvincula así de dualidad cartesiana: no existe un cuerpo enfrentado a un espíritu, sino que todo es uno; ambas caras de la moneda constituyen la idea de hombre, de hombre total, conformando un orden cósmico unidimensional en el cual lo exterior y lo interior coinciden. Artaud construye una compleja teoría del cuerpo y de la corporalidad que servirá para poner en entredicho el concepto que el pensamiento y la metafísica de occidente han elaborado sobre los límites ontológicos de nuestro mundo:
Parece indudable que la ejemplaridad artaudiana se aposenta en la disolución de la corporalidad y de la sensoriedad que orienta el devenir occidental para transmitir la realidad de una relación cuerpo/mundo abierta a posibilidades ignotas precisamente en virtud de la desterritorialización, esto es, de la contingente localización de lo vivido en una corporalidad abierta, fundida. El cuerpo artaudiano es, ante todo, superficie lubrificada sobre la que se deslizan las percepciones, los espasmos, las pasiones: la idea de una relación esencial, natural o merecida en el curso gracioso de la evolución, se disuelve y todo el cuerpo es capaz de ver, de oír, de palpar la inmensidad de lo mundano. No resultará extraño, entones, que a la anarquía de la sensoriedad le acompañe un arrogante desinterés por las arquitecturas del saber y una despreciativa mirada de lo político que viene a ser, a la postre, la canonización de los flujos ordenados, la cauterización de las exigencias del cuerpo opulento que no acepta el sacrificio de su riqueza26.
En este punto se alza su teatro. Para ello, es el cuerpo, y no el lenguaje, la herramienta que el autor reivindica por sobre todas las cosas. Porque no hay signos (sustitución, representación), sino producciones deseantes, simulacros, gritos, gestos, silbidos, un derroche de palabras con el que provocar un desplazamiento de los deseos individuales a una escenografía compleja, compartida: "los signos no se toman ya entonces en su dimensión representativa, no representan ya ni siquiera la Nada, no representan, permiten ‘acciones’, funcionan como transformadores que consumen energías naturales y sociales para producir afectos de altísima intensidad"27. Por tanto, Artaud propondrá una serie de medidas entre los actores, con el fin de que el cuerpo asuma el papel que le corresponde en escena, desplazando el tiránico poder del lenguaje y asumiendo su papel central en la práctica escénica:
El teatro de Artaud es una reacción contra el estado en que los cuerpos (y las voces, excepto en el tono hablado) de los actores occidentales han permanecido, un estado que, durante generaciones, ha sido de total subdesarrollo, como lo ha sido la condición del espectáculo en general. Para volver a equilibrar este desfase que favorece, tan manifiestamente, al lenguaje, Artaud propone que la preparación de los actores se asemeje a la de bailarines, atletas, mimos y cantantes, y quiere que «el teatro sea, ante todo, un espectáculo», como dice en el Segundo Manifiesto de su Teatro de la Crueldad. Pero esto no significa que pretenda sustituir el hechizo del lenguaje por puestas en escena espectaculares, con vestuario, música, iluminación y efectos maravillosos. La idea de espectáculo de Artaud no es el encanto sensorial, sino la violencia sensorial; la noción de belleza nunca aparece en él. Lo espectacular no es algo deseable en sí mismo, y Artaud obliga a que la escena adquiera una extraordinaria austeridad –hasta el extremo de excluir cualquier cosa que no tenga una función propia28.
Los cuerpos, el deseo que fluye (pero no la belleza, que pertenece a la representación y al deseo fluyente) marcan las coordenadas de la propuesta artaudiana y de su intento por destruir el predominio del lenguaje articulado y su separación del cuerpo; con ello, el autor pretenderá "volver a hallar una ‘eficacia’ libidinal de la acción teatral: ‘fuerza’, ‘energía de trabajo’, potencia de desplazar los afectos que procede mediante desplazamientos de unidades bien reguladas"29. Artaud logra un teatro del cuerpo, un espectáculo de lo inútil (aquello que no tiene una función propia, señala Sontag) para reivindicar justamente una metafísica ajena a los paradigmas occidentales de utilidad, valor, etc. El cuerpo es lo que no tiene valor en la cultura occidental, lo que se debe esconder y, en esa ocultación, relegar al espacio de lo sagrado. Artaud modula una concepción de cuerpo que ya no es la del cuerpo organizado, completo (tampoco su obra será una ‘obra completa’) a través de la cual embestir contra lo que el propio Artaud llama Dios, esto es, no sólo la deidad de orden religioso, sino todo aquello que representa el poder y la unidad, lo que mantiene, incluso, unido al cuerpo y hace de éste una mera abstracción. En palabras de Deleuze:
Lo que Artaud llama Dios es el organizador del organismo. El organismo es el que codifica, el que agarrota los flujos, los combina, los axiomatiza. En ese sentido, Dios es el que fabrica con el cuerpo sin órganos un organismo. Para Artaud eso es lo insoportable. Su escritura forma parte de las grandes tentativas por hacer pasar los flujos bajo y a través de las mallas de códigos, cualesquiera que estos sean; es la más grande tentativa para descodificar la escritura. Lo que llama la crueldad es un proceso de descodificación. Y cuando escribe «toda escritura es una porquería» quiere decir que todo código, toda combinatoria termina siempre por transformar un cuerpo en organismo. Esa es la operación de Dios30.
Vemos así cómo la concepción artaudiana de cuerpo, de Dios, conlleva una actitud estética dentro de su obra. Lo que le llevará a poner en práctica sus propias teorías durante la etapa final de su vida, llevando al extremo la propuesta poética con que se había iniciado en los primeros años de formación literaria. Entonces, su poesía deviene teatro en la medida en que destruye las propiedades del signo y de su origen textual. El 13 de enero de 1947, a poco más de un año de su muerte, Artaud ofrecerá una lectura poética-conferencia en la sala Vieux-Colombier ante la mirada atónita del público. En un ensayo sobre Artaud, el investigador José Luis Rodríguez García recrea a través de los testimonios recogidos la actuación de nuestro autor:
Artaud asciende al escenario. Son las nueve de la noche. En el programa se había anunciado el recitado de ‘Historia verdadera de Artaud-Mômo’, con tres poemas recitados por el autor: ‘Retorno de Artaud-le-Mômo’, ‘Centro-madre y patrón minino’, ‘La cultura india’. Descarnado, retorciéndose incesantemente las manos, ocultando la encendida expresión de su rostro, cuenta la dilatación amarga de su aventura terrenal. Cambia el tono repetidamente. Habla, insulta, ruge durante más de dos horas, denuncia, balbucea, danza pestíferamente entre las palabras destruidas: se hace el silencio. André Gide sube al escenario para abrazarle: todo se ha roto. Para unos, la confirmación de la definitiva locura de Antonin Artaud; para otros, la apoteosis de un ángel cuya lucidez ha merecido el escarnio del castigo, renovado luchador perseguido incesantemente por el orgulloso dios-sociedad destronado. Visto para sentencia31.
Al día siguiente, André Gide escribirá en el diario Combat:
Jamás me había parecido tan admirable. Sólo subsistía de su ser material la expresividad […]. La razón huía; no sólo la suya sino la de todos, de todos nosotros, espectadores de este drama atroz, reducidos al papel de comparsas malévolos, de seres grises y de cualquieras. ¡Oh!, no, nadie ya, entre la asistencia, tenía ganas de reír; e incluso Artaud nos había arrebatado el deseo de reír para mucho tiempo32.
Artaud es un
artista tan admirable como incomprendido. En su práctica poética y
escénica cambia una gramática de signos por una gramática de
gestos, como llega a señalar él mismo: "para mí la cuestión
que se plantea es la de permitir que el teatro recupere su verdadero
lenguaje, un lenguaje espacial, lenguaje de gestos, de actitudes, de
expresión y mímica, lenguaje de gritos y onomatopeyas, lenguaje
sonoro en el que todos estos elementos objetivos vendrán a ser
signos visuales o sonoros, pero con tanta importancia intelectual y
significación sensible como el lenguaje de las palabras. Las
palabras sólo se emplean ya en las partes detenidas y discursivas de
la vida, como un esclarecimiento más preciso objetivo que surge al
final de una idea"33.
Su conferencia, para unos una mera confirmación delirante de su
locura, es la puesta en práctica de su teoría teatral, una teoría
desproporcionada, combativa, que se construye desde el ejercicio de
una violencia cruel con las formas teatrales heredadas. Artaud ha
aprendido del teatro libanés, como apuntábamos, esa preferencia por
un teatro de gestos
y no de textos,
en donde el gesto rasga el lenguaje34,
si bien, como se ha señalado a menudo, el uso del gesto constituye
una nueva recodificación de la práctica teatral, que no mejoraría
en nada la codificación de los pulsos semióticos del lenguaje: "así
es como la mutilación de que huye Artaud vuelve a aparecérsele en
el jeroglífico libanés"35.
A través del gesto, sin embargo, Artaud conecta la esencia de lo
humano y de lo divino, se recupera la dimensión sagrada de la obra,
se unifica lo universal y lo ancestral en un conjunto armónico que,
a pesar de mostrarse esclerotizado hasta el extremo, permite a Artaud
el poder retornar a las fórmulas de expresión más arcaicas, las
cuales, sin embargo, ya no se ofrecen bajo la forma de una sacralidad
misteriosa o enigmática, bajo un discurso religioso o de ascendencia
ocultista, sino desde lo que podría definirse como una sacralidad
materialista:
Las creencias se apagan, el gesto exterior del teatro permanece, vaciado de su sustancia interna trascendente aún, pero en el plano de la imaginación y el espíritu. Ya no existen poderes ni ideas ocultas detrás de ese gesto, pero continúa agitándose un substrato poético real, como una repercusión. Las ideas mueren, pero su reflejo permanece en el estado poético evocado por el gesto. Es la calidad segunda, el grado segundo del gesto representado por la poesía en estado puro, que aún posee el derecho de llamarse poesía, pero sin eficacia mágica real. El arte está al borde de su decadencia36.
El arte está en decadencia y Artaud va a proclamar una destrucción total de las formas artísticas. Pensar, decir, escribir, nos dice el autor, son maneras de abrir el vacío, apariciones de la nada. La materia del pensamiento es esa destrucción del continuo de la realidad, esa sustitución metafísica de las cosas por su resto pensable, por su superficie visible, audible, cognoscible, como si de un excremento se tratara, llegará a decir el autor. La literatura sólo es una trabada extensión de esa destrucción ontológica que opera en todo pensamiento, y la escritura un flujo de porquería. Nietzsche37 hablaba de una voluntad de poder: el poder que opera con cada acción humana supone un falseamiento de lo real para lograr la supervivencia, la estabilidad de nuestra imagen del mundo, de las percepciones, de nuestra propia identidad con el firme propósito de aferrarse a la existencia. Artaud, sin embargo, concibe el teatro como una destrucción de la destrucción, es decir, como un rechazo a todas las formas de poder, a toda la inercia horadante del pensamiento humano. Pensar, por lo tanto, no para descifrar lo real, para llegar a su secreto íntimo, sino para destruir el pensamiento: un pensamiento que se borra, lo impensable hecho materia del teatro; eso es, en último término, la crueldad tal y como lo testimonia el autor francés. Crueldad que quiere transmitir el dolor de pensar lo impensable, puesto que, como afirma Maurice Blanchot, "es verdad que su pensamiento fue dolor, y su dolor, el infinito del pensamiento"38.
De este modo, podemos leer testimonios tan turbadores como el que sigue:
Sufro de una espantosa enfermedad del espíritu. Mi pensamiento me abandona en todos los grados. Desde el hecho simple del pensamiento hasta el hecho exterior de su materialización en la palabra. Palabras, formas de la frase, direcciones interiores del pensamiento, reacciones simples del espíritu, estoy constantemente en la persecución de mi ser intelectual. Así, por ello, cuando puedo asir una forma, por imperfecta que sea, la fijo por temor a perder todo pensamiento. Sé que soy un ser indigno: esto me hace sufrir, pero acepto el hecho por temor a no morir enteramente39.
Escribir, en el caso de Artaud, supone atravesar la obra, pasar de largo, fracturar un pensamiento que no acababa de nacer, un pensamiento no-edípico, que elude la representación, que no puede dar con las cosas, y al que sólo le resta dar fe de la destrucción sobre la que se alza. Frente a Heidegger, que afirmaba la necesidad de pensar la diferencia ontológica, es decir, la distinción entre el ser, que es la esencia inasible, y el ente, que es sólo su presencia objetivable, Artaud no acepta otra metafísica que la física, no consiente en una idea de ser, de lo esencial, en una ontología, que no pase por hacer hablar a la materia. La experiencia del hombre es una experiencia de dominación, una experiencia de poder, de captación de flujos, y no una experiencia basada en la dimensión reversible del pensamiento. En cierto modo, "el no-pensar que Artaud cava en sí mismo, sólo puede abrirse a una relación en abismo: ni siquiera puede decirse incapaz de expresar la incapacidad"40. Artaud halla una forma de pensar abolida, como señala él mismo en esta carta dirigida al Doctor Allende, y fechada el 30 de noviembre de 1927:
Siento muerto mi núcleo. Y sufro. Sufro a cada una de mis expiraciones espirituales; sufro de su ausencia, de la virtualidad en que pasan infaltablemente todos mis pensamientos, en la que se absorbe y regresa MI PENSAMIENTO. Siempre el mismo mal. No logro pensar. Comprenda este hueco, esta intensa y duradera nada. Esta vegetación. Qué espantosamente vegeto. No puedo avanzar ni retroceder. Estoy fijo, localizado alrededor de un punto que es siempre el mismo y al que todos mis libros traducen. Pero ahora he dejado mis libros detrás de mí. No logro superarlos. Pues para superarlos habría primeramente que vivir. Y yo me obstino en no vivir. He intentado hacerle comprender cómo. Es que mi pensamiento ya no se desarrolla ni en el espacio ni en el tiempo. No soy nada. Carezco de mí mismo. Pues frente a lo que fuere –concepción o circunstancia– no pienso nada. Mi pensamiento no me propone nada. Es en vano que yo busque. Ni por el lado intelectual, ni por el lado afectivo o puramente imaginario tengo nada. Estoy sin ninguna especie de reserva. Sin ninguna especie de posibilidad41.
Artaud es consciente de que no logra poseer su propio pensamiento, lo cual supondrá un impulso para la original carrera teatral de nuestro autor: frente al arte como escritura, es decir, como posesión que pone en juego un objeto poseído y un sujeto que posee, Artaud decide rebelarse y hacer de la obra aprendizaje, degradación, pérdida, ausencia total e irredimible. La obra no puede ser palabra, tiene que ser falta de obra, gesto. Y morir a cada momento en ese gesto irrepetible. Porque, ¿qué mérito habría en dar a la obra la eternidad? ¿Por qué perder la voz en el blanco impertérrito de la página? La propuesta artaudiana constituye una entrega que para darse debe perderse, debe escapar entre los callejones del tiempo. El arte, entonces, ha de repetirse porque no puede retenerse, como ocurre en la escena; así, cada pensamiento, se anula en el acto, se destruye en el gesto, se hace cuerpo. Artaud busca un pensamiento que se haga carne, que luche por abandonar el fantasma del sentido o los hábitos vaporosos de la significación. La palabra es un cuerpo, un órgano más, y el pensamiento queda exento de su duplicidad engañosa porque se salva en la pérdida, se dignifica en su propia ausencia puesta ahora sobre la superficie de la piel del actor o en la voz granulada del recitado. El teatro, por tanto, dejaría al autor la dolorosa experiencia del fluir del pensamiento, de su deslizamiento inaprensible. Teatro de la crueldad por cuanto tiene de cruel ese dolor que causa la necesaria pérdida del pensamiento, el desglose de esa duplicidad del pensar, como si el espejo de la mente se hubiera roto en miles de minúsculos fragmentos; dispersión, erosión del pensar que se hace obra no por lo que de integridad y eternidad pueda llegar a tener la literatura, sino por lo que de fragmentario e inacabado nos ofrece:
El carácter dispersivo de mis poemas, sus defectos formales, el constante decaimiento de mi pensamiento deben ser atribuidos, no a una falta de práctica, de dominio del instrumento que manejo, de mi desarrollo intelectual, sino de un desplome interior de la mente, a una especie de erosión, tanto esencial como transitoria de mi pensamiento, a la no-posesión efímera de los logros materiales de mi desarrollo, a la anormal separación de los elementos del pensamiento: el impulso a pensar, en cada una de las estratificaciones extremas del pensamiento, incluyendo todos los estados, todas las bifurcaciones del pensamiento y de la forma. Existe, por tanto, algo que está destruyendo mi pensamiento, algo que no me impide ser lo que podría ser, pero me deja, si me permite decirlo así, en suspenso. Algo que me priva de las palabras que había descubierto, que disminuye mi tensión mental, que destruye sustancialmente la masa de mi pensamiento según éste evoluciona, que me roba incluso el recuerdo de los recursos con que nos expresamos y que traduce con precisión las modulaciones más inseparables, localizadas y existentes. No insistiré sobre este punto. No es necesario describir mi estado mental42.
Artaud dio el primer paso para sacar la literatura del libro, para abolir la relación entre literatura y letra, y recurrió para ello al teatro. Gracias a nuestro autor, hoy estamos más cerca de abandonar la idea de libro como espacio para la obra. Otros han seguido su estela: pintadas, poemas visuales, happenings, videopoesía, etc. La literatura está hoy más al borde de la quiebra que nunca, quiebra que es, sin embargo, su principal motor, su condición esencial, su estado. La literatura, como intuyó Artaud muy tempranamente, surge por esa autodestrucción y halla su futuro en la mutilación de sus formas. Y todo ello, gracias a algunas de las intuiciones que en los años 20 o 30 llevaron a Antonin Artaud a subirse a un escenario para gritar. Se trata de destruir el Texto, su lógica, su enfermiza recurrencia a la verdad, su condición sacralizada y legislativa, con el fin de sacralizar ahora nuevamente el cuerpo, el gesto, el movimiento y la voz. El Texto, todo texto, es considerado palabra verdadera, ley de Dios, está escrito a fuego para la historia, funda, consolida, deroga, establece, unifica. Artaud exige acabar con el juicio de Dios y retomar esa muerte nietzscheana de la deidad: "la muerte de dios es la muerte de esa substancia a la que llamamos espíritu; la muerte del hombre entendido como substancia/espíritu/conciencia/yo, es la verdadera muerte de dios: no hace falta dios cuando reina la materia, el cuerpo, el acto"43. Sin el peso opresivo de esa amalgama de Dios-razón-ley-lenguaje, la aventura artaudiana puede ahora liberarse del poder, de la ontología del reflejo que duplica lo real, de la metafísica de la presencia que sólo entiende la realidad como creaciones fantasmáticas. El arte ya no será el mismo; el teatro artaudiano encuentra un nuevo cauce por el que fluir que "no se vincula al teatro, no se inscribe dentro de una historicidad propia al ‘género teatral’, sino que se inscribe en el espacio abierto de la revolución total. El teatro de la crueldad es el acto revolucionario"44.
Acaso Artaud quiso destruir la literatura, pero no por ello echarla al fuego, sino hacerla parte de sí, escribir una escritura que destruye, escribir con sangre, como diría Nietzsche, escribir con el cuerpo, con el grito, el jadeo, con cada uno de los músculos sobre la página de la escena. La destrucción de la literatura que opera en la producción artaudiana es la consagración de su teatro: Artaud se alza contra la condición archivística de la literatura: ni el museo-biblioteca, ni el documento-libro. La obra de Artaud ha de morir con él, ya que constituye sólo una gestualidad, una vibración en la voz. El teatro encuentra su más pura esencia en esta abolición de las formas de fijación que operan en la cultura occidental. El teatro es aquello irrepetible, su dimensión estética depende de esa pérdida, de esa falta de obra que lo recorre. La propuesta escénica artaudiana está vinculada a la destrucción. Y es por ello que, a pesar del tiempo que pasa sobre su obra, el hecho de que la producción artaudiana constituya una destrucción de sus límites, una reivindicación del cuerpo y un forcejeo del pensamiento consigo mismo, dota a su poética teatral de una total actualidad. La propuesta artaudiana es una propuesta válida para la escena del siglo XXI, enfangada aún en las formas clásicas de la representación y en un ingenuo psicologismo de gesto conservadurista. Artaud nos previno con varias décadas de antelación de los problemas que aún hoy se palpan en la escena contemporánea, y contra todos ellos edificó su teatro de la crueldad, un teatro para la reflexión, alzado contra el poder (contra todo poder) con el fin de lograr una liberación total del ser humano, víctima de sus propios prejuicios, de sus propias limitaciones, de sus propias leyes –de su escritura.
Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, es además poeta, ensayista y traductor. En calidad de poeta es autor de cinco poemarios por los que ha recibido diferentes galardones. En su trayectoria como ensayista ha publicado Filosofía zombi (Finalista del premio Anagrama 2011), La muerte de Acteón (2011, Editorial Eutelequia) y próximamente, en la misma colección, Pornograffiti. Cuerpo y disidencia (2013). Colabora además con diversas revistas sobre literatura y pensamiento, y ha traducido recientemente la obra de Baudelaire Las flores del mal (Lapsus Calami, 2012).