El cuestionamiento que hace Manuel Vicent (2001) sobre el Estado será la piedra angular desde la que parta nuestra reflexión en torno a la naturaleza del estado-nación moderno y los conflictos nacionalistas que se plantean a su alrededor. Dicho cuestionamiento parte de la siguiente pregunta: «¿Cualquier estado se funda en un asesinato?» (Vicent, 2001: 72). En el intento de responder a esta cuestión, el autor se centra en la historia de la diáspora del pueblo judío; ese viaje que le sirvió para transformarse en un colectivo que trasciende su inmediata consanguinidad, a través del diálogo con otros pueblos, como Babilonia, Egipto, Roma: «Fueron mercaderes en la edad media, buscaron la piedra filosofal, desarrollaron la medicina, fundaron escuelas de pensamiento y cuando llegaron los tiempos de la revolución de las masas redujeron su impulso utópico a doctrina social y después con la ciencia llegaron hasta la intimidad de la bomba atómica» (Vicent, 2001: 72). Este extraordinario desarrollo cultural colapsó en el momento en el que al pueblo judío se le otorgó un estado en el que asentar su nación, sugiriendo «... que el estado es el origen de toda violencia» (Vicent, 2001: 72). Así, desde el momento en que el pueblo judío da nacimiento a su estado, se desencadena un proceso de naturalización (nacionalización) de ese proyecto común que hasta entonces les había guiado, generando una violencia orientada a involucrar a las diferentes comunidades vecinas a participar en ese proyecto propio de estado-nación.
Esta línea argumental enlaza con aquella idea que nos sugiere el psicólogo social Serge Moscovici (1981): el problema de las minorías es el problema de las mayorías, por lo que, siguiendo la misma lógica, podemos establecer que el problema de los nacionalismos minoritarios es el problema de los nacionalismos mayoritarios. En definitiva, un problema del nacionalismo, propio de la modernidad.
En este sentido, la idea expuesta en los dos párrafos anteriores define el objeto de este artículo, con un objetivo bicéfalo en el sentido de que pretende reencuadrar el conflicto nacionalista de aquellas naciones sin estado dentro de un marco conflictivo inherente a la propia concepción del estado moderno. Dentro de esta nueva perspectiva, los conflictos nacionalistas deben entenderse dentro del contexto en el cual están inmersos, como es el de la nación-estado, organismo que tiene como primer movimiento un ejercicio de violencia: «El estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados» (Ortega y Gasset, 2000: 176).
El estado se entiende, en este sentido, como esa otra dimensión en la que la convivencia no viene marcada por una espontanea natividad –una continuidad territorial, lingüística...– sino por la voluntad de unirse a otros en la idea de un proyecto común que trascienda una unidad naturalmente dada, en pos de una nueva comunalidad compuesta por una pluralidad. Representa, de alguna manera, la metáfora del archipiélago, en tanto que conjunto de islas unidas por aquello que las separa. En cierto modo, el Estado rompe con esa forma de convivencia tradicional, interna, ofreciendo a las comunidades el principio de hospitalidad, creando así una exterioridad: «...el principio estatal es el movimiento que lleva a aniquilar las formas sociales de convivencia interna, sustituyéndolas por una forma social adecuada a la nueva convivencia externa» (Ortega y Gasset, 2000: 170). Aquí encontramos el principio de una autoridad paterna, capaz de establecer un orden por medio de la transformación de unas relaciones ‘endogámicas’ basadas en la contigüidad y la continuidad; supone la invitación a encontrarse con los otros, retomando la idea de Freud en “Tótem y tabú” (1997) sobre la obligatoriedad de salir del núcleo familiar para encontrarse con el mundo (exogamia). La prohibición del incesto como el establecimiento de dos dimensiones que constituyen lo propiamente humano y como recordatorio de esa separación de la unión simbiótica original –el corte del cordón umbilical–. El estado sería el tótem o ‘forma cicatricial’ que, de manera sagrada, rememora ese sacrificio de separación, reuniéndolos al mismo tiempo y comprometiéndolos a obligaciones recíprocas.
Frente a esta idea del Estado que, como la cicatriz, se erige en marca de humanidad, de civilidad –«civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia» (Ortega y Gasset, 2000:100)–, el estado nacional moderno provoca una naturalización de esa dimensión humana dual, anulando esa segunda dimensión. El estado-nación moderno se olvida de la necesidad de la constante trascendencia de su unidad formal, se estatifica, a partir de donde empieza la nueva justificación nacionalista de su unidad territorial, lingüística, racial: «El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en normas» (Ortega y Gasset, 2000: 140). Frente a la idea del Estado como proyecto político, el moderno estado-nación se erige como nivelador genético de la pluralidad que yace en su seno, desestimando la idea de que «... ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional» (Ortega y Gasset, 2000: 180) y generando una estatificación de la vida.
El mito de la nación-estado finalmente tergiversa ambos conceptos al querer fundar la nación estatal sobre una unidad territorial, lingüística y racial que oculta justamente la pluralidad y la diversidad que dio origen al Estado, buscando una supuesta solidaridad e intimidad. El estado-nación moderno llega a fundirse con los otros que le han constituido, confundiéndose y confundiendo igualmente las pluralidades que lo forman. De esta confusión materno-paternal surge la figura del padrastro –padre putativo– como síntesis de ambos, estableciéndose éste como un usurpador. Es esta confusión y usurpación la que Molière (1973) nos relata de manera tragicómica en su obra “el anfitrión”, inspirado en el mito griego que acuña el término de ‘amphitryon’, en donde se expresa esa violencia original.
El proceso de humanización del ser humano viene dado por un pasaje de lo natural a lo cultural, emergiendo la dimensión cultural con una existencia propia y al mismo tiempo diferenciada de la natural. Este proceso subraya así estas dos dimensiones como propias de la condición humana. La alternancia entre ambos mundos se escenificará constantemente a lo largo de diferentes momentos de la vida, emergiendo ora la dimensión natural, ora la dimensión cultural, pero siempre manteniendo la perspectiva oculta de la otra. Esta alternancia introduce así en la vida del ser humano la idea de finitud, de muerte como parte fundamental de la vida, del mismo nacimiento, de la creación. En este sentido, ser humano genera una tensión entre estos dos aspectos complementarios, tensión que produce ambigüedad al situar al ser humano en un espacio móvil, en una encrucijada entre ambas dimensiones.
El nacimiento biológico permite, en tanto que nacimiento prematuro, la prolongación de una unión paradisíaca entre la madre y el infante, unión que sufrirá un profundo cambio con la entrada en escena del padre. Siguiendo esta línea evolutiva del ser humano, en esta unión paradisíaca entre la madre y el infante se producirá una brecha a través del destete, permitiendo al infante pasar de una relación natural, inmediata, a una relación mediada por la palabra, en donde como primera figura de alteridad, aparece el padre. En este sentido, se comprende el destete como un rito de paso de un mundo pre-humano a otro humano. Este pasaje demanda un sacrificio de una unión absoluta y simbiótica con el otro, con el mundo, señalando ya esa fragilidad propiamente humana, metaforizada en el ombligo como marca (cicatriz) de lo humano, y simbolizando la ruptura de un estado de simbiosis con la madre. La cicatriz entendida como marca de un encuentro entre pasado y presente (Jauregui, 1999), entre vivos y muertos, entre hombre y mujer, entre uno y otro, entre generaciones.
Este original proceso de separación lleva en sí un profundo sentimiento de pérdida y, por tanto, de duelo, cuya elaboración última se verá en la aceptación de esta transformación relacional. Debido a la propia idiosincrasia del proceso, el mismo está sujeto a fluctuaciones y oscilaciones que hacen de él algo elaborado y no natural. Por ello, dicho proceso –que se recrea durante toda la vida en diferentes momentos– requiere una aceptación por parte del propio sujeto y, en este sentido, necesitará del soporte de la comunidad, puesto que, en definitiva, en la aceptación deberá entrar en escena la voluntad del sujeto de unirse a otros, la aceptación de estar sometido a la ley.
Por lo tanto, lo que determina la condición verdaderamente humana es esa incompletud que otorga la pérdida del paraíso al cual el ser humano siempre desea regresar (idea de regresión). En este sentido, la vida del ser humano está encantada por la memoria de esa unión paradisíaca, más allá de las palabras, las leyes, los rituales, las convenciones culturales del otro, del mundo.
El sacrificio, esa voluntad de unirse a otros, hace visible la separación entre padre y madre, entre madre e hijo, entre generaciones, entre uno y otro. En definitiva, entre seres humanos. El sacrificio, en este contexto, es entendido en términos de tolerancia de una distancia que, al mismo tiempo que separa, permite una futura unión, de tal manera que permita cultivar umbrales hospitalarios y consolidar así las relaciones humanas. A través de la cultivación (cultura) de esta distancia, uno emerge como sujeto emancipado, es decir separado del otro, proceso que recrea el nacimiento humano. Ahora bien, este movimiento de emancipación, lejos de anunciar una ruptura definitiva, anuncia la transformación hacia una relación mediada con el otro, cuyo arquetipo se encuentra en la relación entre anfitrión e invitado.
Ese ‘otro’ que, como hemos dicho antes, tiene su primera representación en el padre, primera figura de alteridad y, por tanto, de encuentro con el mundo, instaura un nuevo orden. En este sentido, el padre representa la exterioridad, la dimensión pública a la cual el infante tendrá acceso gracias a un mentor (padre) capaz de alumbrar un camino a seguir, en tanto que sujeto emancipado, en compañía de otros. Por lo tanto, la presencia del padre permite esa transición hacia el mundo plural, distinto, diferente. De esta manera, el padre encarna la dimensión simbólica, cultural, que constituye al sujeto como hablante, dando acceso al mundo de la palabra, abandonando así la condición muda de infante (in fans, sin palabra
[Jauregui & Méndez, 2000]), para configurarse como ser propiamente humano.
Esta dimensión simbólica del ser humano, inscrita en el registro de lo paternal, recuerda que cada uno de nosotros es una parte complementaria del otro, algo que nos es referido por la dimensión etimológica del concepto griego de symbolon:
«Históricamente, el symbolon hace referencia a un antiguo ritual griego de amistad en el que los participantes rompían una moneda (…) en dos pedazos al tiempo de su partida. Cada uno guardaría la mitad de la rota totalidad como un ‘símbolo’ o señal de su amistad y expresar de esta manera la idea de que cada uno ‘pertenece’ al otro de la misma manera que las piezas rotas de una taza o moneda se pertenecen. Esta manera de pertenecerse refiere al hecho de que otrora formaron parte de un todo sin fisuras. Un símbolo ‘habla’ de un mundo roto en el que la espada de Zeus ha representado su trabajo creativo. Como tal, evoca a ambos al mismo tiempo, un mundo humano de amantes separados y una palabra mítica en la que los amantes todavía se pertenecían mutuamente» (Jager, unpublished).
El padre, esa espada de Zeus, aparece como el encargado de romper la idílica unión de madre e infante, estableciéndose como punto de encuentro y, en definitiva, permitiendo el nacimiento de la familia humana por medio de la introducción de la ley, la medida que permite el movimiento hacia el otro de una manera reglada. En definitiva, el padre como puente de acceso a la función simbólica, a lo propiamente humano que él mismo representa en tanto que imago, por medio del don de la palabra.
Así como la maternidad es del orden natural, puesto que hay un hecho biológico que lo legitima, la paternidad remite a lo cultural, a la metáfora, a lo simbólico, a eso que falta para la completud. Así, desde una perspectiva no sólo psicológica, sino también antropológica, “el surgimiento de la paternidad es la clave para la emergencia de la familia humana y, en última instancia, de la civilización humana” (Blackenhorn, 1995). En defintiva, la función paterna es aquella que mantiene la herida abierta, estableciendo la interdicción del incesto (Freud, 1997) que otorga al infante esa posición de hijo de una pareja, protegiéndolo de la posición narcisista e imaginaria (Lacan, 1971) de ser un todo completo, sin necesidad de otro complementario.
La historia de Occidente es la historia de la transgresión; aquella que ha provocado la metamorfosis de lo político en lo social. «La transgresión del espacio público ha supuesto la abolición del espacio político, allá donde la pluralidad se representaba: el espacio de la aparición» (Jauregui & Méndez, 2000: 120). Hablamos de una transgresión que, como tal, implica un regreso, del poder a la potencia, de lo cultural a lo natural. El nacimiento de lo social, lo privado universalizado (Arendt, 1998), supone una transgresión de la diferencia entre lo público y lo privado (Marcuse, 1994). Transgresión que se muestra, igualmente, en el concepto de estado-nación en tanto que con-fusión de dos términos antagónicos: la razón como creación humana –el orden de lo paterno–, con la naturaleza primordial del ser humano –el orden de lo materno–, no como una relación entre diferentes, un matrimonio por ejemplo, sino como síntesis (fusión), cuya imagen nos acerca a la figura del centauro.
Siguiendo con el argumento anterior, podemos afirmar que la historia política de Occidente ha seguido el camino de la deshumanización en sus relaciones, remitiéndose al origen (Grecia) y justificando así una perversión (transgresión), que ha transitado desde la concepción cualitativa de la participación griega, a la idea cuantitativa de la representatividad moderna. Recordemos que la democracia no nació en el contexto de un estado nación. Igualmente, es importante recordar que lo que hoy denominamos como ‘social’ representaba ese espacio del oikonomos griego, el espacio de lo doméstico, de lo privado, de lo familiar, aquel ámbito donde la violencia era legítima y real. Un mundo, el social, fundamentado en la necesidad, en aquellas actividades destinadas a la subsistencia y que, por tanto, les acercaba a una cierta condición animal o, al menos, no propiamente humana. En esta esfera es donde se reconocía al hombre en tanto que animal social, gregario, en donde se daban las relaciones de poder, donde la esclavitud tomaba forma.
La esfera política, por el contrario, significaba la separación de la esfera natural-social para integrar un nuevo mundo, el de la pluralidad, cuya esencia estaba en lo que pasaba entre los hombres, la política. Lo público permitía al hombre ser humano en tanto que sujeto a norma, aquello que le capacitaba para trascender el imperio de la necesidad de cara a entrar en el terreno de la ‘virtualidad’, entendida ésta como ese par de virtud y posibilidad. La política, en este sentido, refería a la diferenciación de unos pueblos con respecto a otros, y las leyes erigidas en el seno de la polis tendían un puente de un pueblo a otro, de una comunidad política a otra (Arendt, 1997). En definitiva, la política, en el sentido clásico del término, refiere a la dimensión externa, exterior, y no a la interna, a la oiko, la casa.
Los griegos se vinculaban a una frontera, a una ley, a la ciudad (polis), lo que implicaba una manera mediada, reglada, de vincularse con el otro. La vinculación a esta ley de la ciudad tiene su fundamento en la mesura (armonía), en la aceptación de los límites, impidiendo la dispersión de un inabarcable y creciente sistema de relaciones. La ley suponía, en definitiva, aquello que no puede abolirse sin renunciar a la propia identidad (Arendt, 1997), esto es, la unidad armónica entre identidad y pluralidad, no como opuestos, sino como aquellas dos señales que componen el symbolon. La polis se erige, así, como suspensión de esa animalesca vida social y familiar, el espacio de la necesidad y la reproducción frente a la virtud y la elaboración que implica la participación en la polis: «…Unicamente podemos acceder al mundo público, común a todos nosotros, que es el espacio propiamente político, si nos alejamos de nuestra existencia privada y de la pertenencia a la familia a la que nuestra vida está unida» (Arendt, 1997: 74).
La ruptura de esta doble dimensión comienza en Roma, con el Imperio (Romanitas), haciendo desaparecer el espacio ‘entre’ comunidades; Roma deja de ser la ciudad para convertirse en el imperio, gestionado desde la Res Publica como primer atisbo de eliminación de la diferencia entre ley pública y privada; o como en la propia Europa medieval (Cristianitas), contribuyendo a crear la confusión entre los límites teológicos y geográficos. En ambos casos, la ley deja de ser externa, lo que culminará en la modernidad con la conformación del estado-nación. La ley en Grecia era ese exterior, esa metafísica y, por lo tanto, estaba hecha por los legisladores que estaban fuera de la polis; así las leyes eran vistas como autoridad castradora. En Roma pasan a estar dentro, desapareciendo la metafísica, ese segundo orden (Watzlawick et al., 1972) que permite salirse de la paradoja de la recurrente interioridad.
El psicoanálisis, inspirándose en la antropología, nos aporta una imagen reveladora de dicha construcción nacional, basada en la noción del totemismo, sistema social a la vez que religioso (Freud, 1994). El aspecto religioso del totemismo refiere a unas relaciones de convivencia, de respeto a un ethos; por su parte, el aspecto social del totemismo nos hace referencia a una serie de prescripciones y proscripciones de cara a un orden y cohesión grupal. La base del sistema totémico es precisamente el tótem, animal que, por un lado, simboliza el antepasado del grupo y, por otro, representa un nombre patronímico de significación mitológica. Freud ve en el totemismo el origen de la civilización, la piedra angular sobre la cual se asienta la misma. Así como el grupo mataba al tótem, lo sacrificaba, para después transformarlo en tabú, a través del ritual de la comida del sacrificio, el origen de la civilización se cimienta en el asesinato de un padre tirano, con la consiguiente disolución de la horda. A dicha disolución le sigue la lucha encarnizada entre los hijos que, lejos de conseguir una existencia emancipada, les lleva una cruenta lucha por suplantar al padre que había sido no sólo asesinado, sino devorado. La culpabilidad surgida por el asesinato del padre lleva a los hijos a establecer un acuerdo –tabú del incesto– de no repetir los actos que condujeron a dicho asesinato original: la posesión de las mujeres deseadas. La nueva condición emanada de este acuerdo se configura como religión totémica, en tanto que obediencia retrospectiva al padre asesinado, producto del remordimiento y la culpabilidad de los parricidas. De esta manera, la horda paterna es sustituida por el clan fraterno, impidiendo tratarse los hermanos, los unos a los otros, como trataron al padre. A esa prohibición de matar al tótem-padre, de naturaleza religiosa, se añade la prohibición del fratricidio, la guerra civil, de carácter social.
Sobre la lectura de autores como Ortega y Gasset (1993), Morin (1999), Juaristi (1998), que explican las naciones-estado a partir de la pérdida del mundo antiguo, desarrollándose así un torbellino histórico de donde emergen los estados nacionales, a partir de guerras y coaliciones que proviene de la formación de un solo estado hegemónico y totalitario, leemos la misma historia totémica que nos relata Freud por el mito. Al igual que los hermanos no se tratan como trataron al padre, los nuevos estados-nación de Europa no tratan a sus miembros de la misma manera que los estados-ciudad del mundo clásico lo hicieron con todos aquellos que no eran propiamente ciudadanos, sus súbditos. Esto es, mientras que en el mundo clásico el Estado se erigía por encima de los diferentes grupos que lo componía, en una relación dual dominante/dominado, estableciendo así dos partes bien diferenciadas e incluso separadas, el moderno estado-nación pretende que todo ciudadano sea partícipe y colaborador del mismo, significando “la unión hipostática del poder público y la colectividad por él regida” (Ortega y Gasset, 1993: 183). Así, el estado moderno se presenta como una empresa que invita a un grupo de hombres a hacerse partícipes de la organización de un cierto tipo de vida en común, a partir de una relación basada en intereses compartidos, en donde pasan a un segundo término variables como raza, sangre, geografía, clase social. En tanto que empresa, no importa lo que ayer fuimos, “sino lo que vamos a hacer mañana juntos” (Ortega y Gasset, 1993: 74), esto es, el futuro.
Lo que caracteriza a la empresa Estado no es un pasado, una raza, una lengua o un territorio comunes, sino un futuro común, un proyecto de vida. Y es a posteriori que estos elementos se naturalizan como parte inherente de la empresa nacional. Es cuando esta empresa, como proyecto de vida, entra en crisis que se forjan los estados-nación y los nacionalismos (decimonónicos, propios del romanticismo europeo), a partir de la desaparición del sentido común que guiaba la existencia. Es la crisis, la pérdida del elemento de coexistencia –el interés común–, lo que genera un movimiento alternativo de búsqueda de una nueva identidad, nuevos elementos que justifiquen el estar juntos, la vuelta a lo primordial de la raza, la lengua, el territorio.
“La sutil ósmosis de la naturaleza y el poder pensada en el marco de una historia humana es lo que constituye el modelo renacentista [de Estado], esa sabia combinación de pasado y presente para inventar el futuro” (Châtelet & Mairet, 1989: 368). Pues bien, para el caso de la nación (-alidad) se podría reformular de la siguiente manera: ‘La tosca ósmosis de la naturaleza y el poder fantaseada en el marco de una historia de los pueblos es lo que constituye el modelo nacionalista, esa burda combinación de presente y futuro para fantasear (inventar) un pasado’. Es decir, nos encontramos, por un lado, con la idea de Estado en tanto que proyecto de futuro, mientras que en el caso de la nación (con o sin estado), su construcción se produce a la inversa, esto es, su proyecto de vida es un proyecto pretérito, basado en el regreso a lo primordial de la raza, la lengua, el territorio: el regreso a la naturaleza como principio generador de comunidad. En estos casos, no se produce una matanza del padre para establecer algo nuevo, sino una desaparición de éste en la ecuación –impidiendo toda identificación con él–, lo que en el terreno de la psicología nos adentra en el registro de la psicosis (Bergeret, 1986). Eso que Ortega denomina como la manía nacionalista, cuyo ‘síntoma’ fundamental es el delirio (Castilla del Pino, 1998), caracterizado, entre otras cosas, por la desaparición de la alteridad (padre) y una omnipresencia maternal, en la forma de la lengua, la raza, el territorio.
Ese anhelo melancólico por el paraíso perdido encuentra su manifestación política en la construcción del nacionalismo. El dolor producido por una perdida que tal vez nunca fue y que, en ausencia de un duelo elaborado, nunca se encarnará (sociosis). Por así decirlo, la unidad paradisíaca en el hombre incompleto actúa como de ideal que nunca va a poder ser encarnado (Bertrand, 2000), por lo tanto estaremos hablando en el registro del fantasma. El ser perfecto sería un fantasma, un ser inmortal, sin deseo del otro en tanto que tal. Si Freud ha descrito como neurosis a la disolución del binomio madre-padre, Van den Berg (1997) hablará de sociosis, puesto que lo que desaparece es esa dimensión relacional que conforma la cultura, la vida en común. La narrativa mítica de Freud nos recuerda, en definitiva, que la fantasía de restituir un objeto paradisíaco perdido, la transgresión, conlleva una pérdida de humanidad y salirse de esa comunidad de hablantes. Tal como nos aparece en el relato bíblico, mientras Abraham marcha hacia adelante para fundar una nueva ciudad, la mujer Lot mira hacia atrás, cristalizándose en roca, en estatua de sal. De este relato emerge que la vuelta hacia atrás, hacia la naturaleza, hacia el pasado es imposible, puesto que a éste no se puede ni se debe regresar (Sperlings, 1995).
Tal y como Ortega y Gasset lo enuncia, los nacionalismos son «callejones sin salida» (Ortega y Gasset, 1993: 195). Mientras que el otro (padre muerto, Europa) está presente e incluso conforma los Estados, manteniendo su formación anterior como indispensable en la nueva creación, los nacionalismos, exaltando la omnipresencia maternal de la tierra, entran en el terreno patológico de la exclusividad al evitar toda evocación al otro, al padre mismo en su imaginario; es lo que Lacan bautiza con el nombre de ‘forclusión’ (Lacan, cf. en Bergeret, 1986: 175). Ese desfallecimiento –défaillance– del otro impide la emancipación y, por lo tanto, la adquisición de una identidad (mismidad) siempre referida a una alteridad o pluralidad. En este sentido, el nacionalismo se entiende como una exacerbación del ideal moderno de estado-nación, con su máxima expresión en el periodo de la Alemania nazi, donde la relación entre anfitrión (nación alemana) e invitado (nación judía) se elimina, haciendo así desaparecer toda diferencia entre nacional y extranjero, entre nosotros y ellos, por la primacía de lo primordial: la nacionalidad. En cualquier caso, el conflicto no se sitúa entre nacionalismos y estado nacional, entre mayorías y minorías, sino que el nudo fundamental sigue siendo la nación, esa sociedad-masa (Ortega y Gasset) que se rebela ante toda instancia superior a él, proclamando el derecho a la vulgaridad; por lo tanto eliminando toda cultura, devolviéndole así a una forma de barbarie, en el sentido estricto de la palabra.
Contrariamente a la manera clásica (estado-ciudad), el nacimiento de la nación (estado) moderna implica la transgresión de la distancia entre lo público y lo privado que, anulándose, impide todo tránsito entre mundos diferentes. La transgresión de esta dimensión transforma o sustituye el poder (la posibilidad) por la potencia –la fuerza física–, la acción política por la re-acción violenta. El estado-nación se apropia de la gestión económica propia de la dimensión privada, esto es, la familia, desplazándola al ámbito de lo público, ahora reconvertido en lo social. La nación se nos presenta como pura razón instrumental, esto es, cálculo racional de costes y beneficios en el proceso de fabricación de ciudadanos idénticos (Bauman, 1998).
Si a nivel psicológico la confusión en la relación padre-madre-hijo se presenta como el fundamento por excelencia de la neurosis, donde la prole pretende suplantar al padre para apropiarse de la madre, en el caso de los estados-nación, la sociosis se revela como esa confusión propia de un gobierno de nadie (Arendt, 1961), vacío de personas, en reacción contra la idea de ese padre autoritario que había regido los destinos de la Europa absolutista que tan rígidamente delimitaba los papeles que cada uno tenía asignado en sociedad:
«Así, el Estado dará la imagen tranquilizadora de una familia unida que describen los almanaques Carlistas de la época con evidente satisfacción: todo Estado bien regido es una familia de la que el Rey es el padre, la Iglesia la madre, las altas clases los hijos mayores y el pueblo los niños» (Garmendia, 1985: 485).
En ambos casos, sin embargo, se produce una literalización del Estado, identificándole a una persona o su ausencia, impidiendo así la construcción simbólica del Estado-tótem.
La nación-estado surge en el contexto del nacimiento de la burguesía comercial, donde el estado se configura como la instancia objetivadora en lo político de una serie de relaciones fundamentales como son las comerciales (industriales). Las propias relaciones comerciales que se establecen configuran un nuevo tipo de familia nuclear donde el padre desaparece de la escena doméstica, conviertiéndose en un mero sustentador económico, en un proveedor y reduciendo a la mujer al papel de reproductora y criadora (Lasch, 1996). La economía doméstica pasa a ser asunto de estado. La educación de los hijos –nuevos ciudadanos– pasa a ser monopolizada por la escuela nacional , en tanto que principal vehículo de creación de la identidad nacional (Gellner, 1997). De alguna manera, el estado-nación culpabiliza a la familia de patologías sociales como la delincuencia, y en consecuencia, asume funciones que hasta entonces eran delimitadas al contorno familiar. Aparece así el estado-nación de bienestar como ente moralizador, fruto de la descalificación. El maestro, el educador suplanta al padre al igual que el asistente social suplanta a la madre en sus funciones: «El estado no es sino la paternidad coordinada de la infancia» (Jenkin Lloyd Jones cf. en Lasch, 1996: 39). La familia se convierte en el nuevo bárbaro. La formación del estado-nación demanda la desintegración de la estructura familiar (Lasch, 1996) ya que esta conserva y transmite la tradicion (religiosa, linguiística, ..), retardando el crecimiento del estado nacional.
El nacimiento de la modernidad, del estado-nación, surge con la expropiación de una propiedad concreta colectiva, el territorio de la nación, remplazando así la propiedad familiar (Arendt, 1961). El desarrollo de este sistema sigue con una serie de expropiaciones, proceso que culmina con la expropiación de la familia. La familia aparece así, dentro de la modernidad, como último bastión de la privacidad, de lo espontáneo, y por lo tanto fuera de control y, en consecuencia, es expropiada por el estado, integrándose en el todo social, socavando las fuentes tradicionales de autoridad. El nuevo estado de bienestar que surge de la desestructuración familiar se erige como nuevo protector de la emergente individualidad huérfana que se deriva de dicho proceso desestructurador. Así el nacionalismo y las relaciones sociales que en él se crean, son comparadas a las relaciones entre los miembros de la nueva familia extensa que es el estado-nación, en tanto que comunidad de hermanos o hermandad (fraternidad), desapareciendo la posibilidad de emancipación, pues la metáfora del chamán-padre, el iniciador a la cultura, ha desaparecido como tal imago.
Lo nacional (estado-nación, nacionalismo) representa, en este contexto, la encarnación del espíritu moderno, consecuencia de la industrialización bajo una nueva ley común que no es otra que «la ley común de trabajar para vivir» (Marín, 1997: 202).
El nacionalismo es posible gracias a la desintegración del Latín como lengua sagrada y la aparición de las lenguas vernáculas como lenguas nacionales, especialmente a partir de la traducción de la Biblia de Lutero al alemán y su masiva distribución gracias a la imprenta –tecnología– unido a las nuevas tendencias comerciales capitalistas (Anderson, 1991) que encuentran su tercer elemento constituyente en los viajes exploratorios –colonialismo, imperialismo– que buscan nuevos mercados donde introducir los objetos manufacturados y extraer las materias primas.
De acuerdo con Salman Rushdie, «re-describir un mundo es el primer paso necesario de cara a cambiarlo» (Rushdie, 1991: 14). De alguna manera, este es el papel que cumplen las narrativas en cuanto a su capacidad de imaginar nuevos “horizontes de posibilidad” (Ortega y Gasset, 1999). Así como la novela se considera el genero literario que fue capaz de imaginar la nación moderna (Smyth, 1997), hoy nos hallamos en la necesidad de nuevas narrativas que den salida, que sean capaces de trascender la situación planteada por los conflictos nacionalistas. Y, a nuestro parecer, esto es lo que plantea la trilogía del cineasta irlandés Jim Sheridan, con ‘En el nombre del padre’, ‘En el nombre del hijo’ y ‘The Boxer’. Estas tres narrativas constituyen el discurrir del conflicto irlandés, protagonizado por los actores de la familia moderna, poniendo de relieve esta institución en el contexto de la modernidad y el nacionalismo.
En este sentido, la primera narrativa de esta trilogía pone de relieve la conflictiva relación padre-hijo, que podríamos estructurar en tres momentos clave. En un primer momento, nos encontramos ante un pequeño delincuente, jugando con los límites del orden social, a perseguir y ser perseguido, como buscando desafiar la ley, la autoridad. Ante esta situación, nos encontramos con la figura de un padre borrado e impotente, cuya única solución está en sacarlo fuera del país, exiliarlo. En este exilio modela un estilo de vida radicalmente opuesto al de su familia, haciéndose evidente el conflicto generacional, planteado por la ‘adolescencia’, necesario para una posterior emancipación del sujeto. La vuelta a casa, lejos de presentarse a la manera humilde del hijo pródigo, tiene lugar como un gesto de arrogancia y fastuosidad que se verá desinflada por la detención y posterior encarcelamiento, acusado de un delito de terrorismo no cometido. A su detención se une, entre otros familiares, la del padre. Se plantea así un reencuentro padre-hijo, mediado por el sistema judicial británico, cumpliendo éste las funciones de padrastro autoritario.
Este segundo momento, cumbre de la narrativa, se caracteriza por el desarrollo progresivo de una auténtica relación paterno-filial, en donde ambos se reconocen como adultos emancipados, como iguales, metaforizado por la idea del uniforme que impide la diferenciación. No obstante, esa anulación de las diferencias es contrarrestada por el padre por medio de la evocación constante de la figura materna. Diferencias al principio irreconciliables puesto que el hijo se une a aquella organización que, indirectamente, había provocado su ingreso en prisión (IRA), permitiéndonos pensar en el rechazo del padre por parte del hijo, ante la inactividad de éste con respecto a su situación. Así, el IRA se convierte aquí en esa figura paternal –ideal del yo– que no es ni el padre real ni el padrastro, subrayando esa constante búsqueda de un registro paternal por parte del hijo.
La violencia mortal de la organización paramilitar precipita al hijo hacia el padre, reconciliación facilitada por la enfermedad progresiva y mortal de este último, como tela de fondo. Es así como ambos actores llegan a unirse en una causa común: la realización de la libertad a través de una organización externa que pretendía probar su inocencia. Esta reconciliación permite una realización del duelo, tras la muerte del padre, así como una evocación de su memoria, representada por medio de la reapertura del juicio en donde se reivindica no solo la puesta en libertad de los presuntos autores de un delito, sino la limpieza de sus nombres, especialmente el nombre del padre, el apellido. La película reivindica la legitimidad del padre ante estructuras o instituciones sociales que han pretendido usurpar su lugar en el mundo, colocándose como anfitriones, impostores de un lugar sagrado.
Anfitriones ante los cuales el hijo rechazará comer, constituyendo así el argumento de la segunda película de la trilogía: ‘En nombre del hijo’. En este caso, se rememora aquella vivencia, significativa en la historia reciente de Irlanda del Norte (1981), como es la huelga de hambre que llevó a diez presos republicanos a morir de hambre, en persecución de un estatuto especial como presos políticos y no comunes delincuentes. Lo que implicaba, al mismo tiempo, borrar de significado tantos años de sufrimiento y sacrificio, condenar la legitimidad paterna implícita en la propia idea del estado-nación irlandés.
En esta película se produce una evolución en la estructura familiar con respecto a la anterior; hablamos de una familia monoparental, donde el padre está incluso físicamente ausente. Evolución familiar que nos da también idea del propio discurrir histórico del conflicto irlandés y de la modernidad. Así, el estilo familiar presente en la primera película se caracteriza por ese período anterior al desencadenamiento de los Troubles (1969), periodo fundamentalmente industrial, donde la figura del padre está limitada a la de sustentador económico, simbólicamente exiliado del ámbito familiar. En la segunda película se hace referencia a un periodo post-industrial, de crisis económica –reconversión–, de desintegración social, que en otros lugares de Europa dio lugar a una sociedad del bienestar y del consumo de servicios. Una desintegración que coincide, curiosamente, con la desintegración familiar propia de la época.
Lo que muestra el tema central de la película, la huelga de hambre, se puede considerar como un turning point en la historia del conflicto irlandés, ya que lo que se pretende es legitimar una historia, un sentido vital de existencia representado en la categoría de ‘preso político’. Lo que estaba en juego en dicha huelga era la paternidad irlandesa, representada por figuras míticas (‘padres fundadores’) como Michael Collins, paternidad a la que Gran Bretaña imponía renunciar, en pos de asumir su propia ley. Lo que estaba en juego, igualmente, era la adquisición de una dimensión política que les legitimara en tanto que invitados para poder sentarse en una misma mesa, la cual es rechazada por los huelguistas ante la imposición tiránica de la ley británica.
Este turning point que supone la huelga de hambre significa la creación, la apertura de un posible espacio de encuentro que dará acceso a la simbolización, cuyo primer paso puede reflejarse en la elaboración de murales pictóricos. De alguna manera, esta huelga de hambre permitió psicológicamente la creación de un espacio de separación –destete– entre la madre patria y los hijos revolucionarios, espacio necesario para el establecimiento de un futuro diálogo. Este momento supone también la aceptación de una transformación en la manera de relacionarse con el mundo exterior. Y es aquí donde comienza el duelo, cuyo último paso está en la transcendencia y la evocación.
Una trascendencia que será realizada a través del deporte en la tercera y última película de la trilogía. Esta narrativa se teje alrededor de un eje importante y fundamental en el desarrollo humano, como es el juego.
Éste viene representado por el deporte, actividad física ejercida en el sentido del juego, cuya práctica, además de un esfuerzo, requiere deun entrenamiento metódico y el respeto de las reglas (Robert, 1991). El boxeo simboliza aquello que relega del carácter lúdico, como fenómeno transicional (Winnicott, 1999), es decir, como lugar intermedio que se crea entre la madre y el niño, situándose así en el origen de la experiencia cultural: «Hallábase el mismo en conexión con la más importante función de cultura del niño, esto es, con la renuncia al instinto (renuncia a la satisfacción del instinto) por él llevada a cabo al permitir sin resistencia alguna la marcha de la madre» (Freud, 1920: 2512). En otras palabras, la cultura se asienta sobre la renuncia a vivir en un mundo simbiótico para siempre; sobre el establecimiento de un espacio de separación, permitiendo al infante inscribirse en el registro paternal, lo que legitimará su existencia en tanto que ser humano. Dicha inscripción permite insertarse en la comunidad, lo que permite desarrollar múltiples y variadas relaciones de grupo. Y es precisamente esto lo que, para Winnicott, posibilita el juego (Winnicott, 1999: 65). Recordemos, para mejor enraizar esta perspectiva teórica, que la etimología de la palabra deporte –desportare– significa llevar fuera de (Robert, 1991). Esto es, llevar fuera del espacio interior a un espacio exterior entre dos personas, un espacio entre los Hombres que dirá Hanna Arendt (1997), allí donde la política tiene lugar. Es en dicha área intermedia donde Martin Heidegger (1958) sitúa también la poesía. Y es que en definitiva, se trata de ese espacio cultural en donde tiene lugar aquello que se crea entre los hombres: política, arte, juego. En definitiva, el juego en tanto que traslación es también metáfora –trasladar–, permitiendo así transcender más allá de lo presente, de lo cotidiano. No se trata de un espacio físico sino psíquico. Un espacio ritualizado, a la manera en que:
«... en la antigua Grecia, en Japón, los luchadores se enfrentan sin violencia, desvían los golpes en una especie de danza metafórica: no corre la sangre y la competencia no es en absoluto una lucha de vida o muerte. No se trata de destruir al rival ni de imponer por la fuerza un reconocimiento, sino de librar los movimientos de los dos adversarios que se respetan el uno al otro» (Duvignaud, 1982: 32-33).
El deporte, cuya significación remite a un deportar, nos indica ya ese origen propio de la condición humana que es el exilio, cuyo proceso comienza por una separación con el registro materno para así reunirse con el registro paterno. De alguna manera es lo que Rushdie nos relata sobre cómo «el pasado es un país del que todos hemos emigrado, que su pérdida es parte de nuestra humanidad» (Rushdie, 1991: 12). El deporte, en esta narrativa, representa ese ritual de exilio, poniendo a los jugadores fuera de un lugar y un tiempo (Winnicott, 1999). De ahí que algunos autores como Kristeva (1988) mencionan el extranjero origen humano.
El juego permite la construcción de un cosmos, entendido éste en su sentido más original –cosmeo–, es decir, como construcción de un orden al tiempo que de una belleza. Esto es, una ética y una estética. Y es que, efectivamente, la virtud más definitoria del ser humano es justamente su capacidad de transcender su propia condición natural, insertando una medida que de sentido a la vida (González, 1996). Se trata de introducir un elemento que dé la medida del hombre, así como de la propia naturaleza, produciendo una tensión entre ambos, de tal manera que les haga alternativamente deslizarse en un continuo movimiento de va-y-ven, reproduciendo así ese ritmo, esa cadencia, esa mesura, esa armonía. Y justamente esto es lo que el deporte, el juego, permite recrear.
En este contexto, el deporte, en tanto que juego, significa la construcción de un umbral que permita diferenciar un dentro de un afuera, uno de otro, huésped de anfitrión. Supone un momento de tensión, es decir, «... de incertidumbre, de azar... un tender hacia la resolución» (Huizinga, 1999: 23) que requiere indudablemente de un esfuerzo.
El juego otorga libertad al hombre de la misma manera que lo hacía el ejercicio de la política en la Grecia clásica: mediante la sujeción a la norma que implica el juego y la polis, el hombre deviene hombre libre. Y, en este sentido, podemos entender el aforismo de Giroudoux: «el deporte es el arte por el cual el hombre se libera de sí mismo» (Robert, 1991: 1856), trascender su propia naturaleza de una manera simbólica, nunca física, pues sino estaríamos en el terreno de la transgresión.