La crisis de la modernidad supone tener que redefinir los términos tradicionales con los que la hemos pensado y la necesidad de crear nuevos conceptos que sean más adecuados a la situación en que vivimos. Uno de esos nuevos términos que parecen describir antiguos fenómenos es el de globalización. Existe consenso respecto de que la globalización tiene una raíz económica y que sus definiciones pueden partir desde allí, pero cuando se trata de fijar sus límites los problemas se multiplican ya que podemos coincidir en la existencia de unas globalizaciones culturales, sociales, políticas, de los derechos humanos, de la guerra, etc. De este modo, el término al volverse tan polisémico se torna inútil. Por otra parte, el fenómeno de la globalización encuentra todas sus contradicciones cuando se trata de abordar sus efectos sociales y la construcción de identidades, ya que allí chocan los paradigmas de la ciudadanía moderna con los del multiculturalismo, lo que ciertamente tiene unos resultados que tienen que ver directamente con la violencia, el racismo y la xenofobia. Ello se solapa a las tradicionales luchas de clases, lo que genera a su vez nuevas paradojas.
La globalización se percibió primeramente como un fenómeno económico con amplias repercusiones y que genera -en un efecto de cascada- nuevas globalizaciones sociales, culturales y políticas. Giovanni Arrighi, de modo muy documentado, señala que desde el punto de vista estrictamente económico la globalización no es un proceso nuevo. Por el contrario, está relacionado con los procesos de acumulación de capital y con el reordenamiento del capitalismo a escala mundial. Siguiendo el modelo de “sistema-mundo” de Immanuel Wallerstein, expone un modelo evolutivo y gradual, que desestima las perspectivas que indican que la globalización constituye una revolución sin precedentes2. Incluso la novedad de las innovaciones informáticas es relativa si se le compara con otras revoluciones científico-tecnológicas modernas, como el cableado submarino del telégrafo que ya en 1860 permitió una virtualización de la economía a nivel intercontinental. Otros indicadores muestran también elementos de continuidad, siendo la diferencia económica más relevante la creciente importancia de los mercados financieros mundiales, que fueron los primeros en globalizarse3. La arquitectura económica global de Breton Woods, jerárquicamente gestionada por EE.UU. dejó paso a otro sistema -también global- más descentralizado y coordinado por el mercado creando una mayor volatilidad e inestabilidad financiera. Los cambios económicos deben, por tanto, ser considerados en su escala, alcance y complejidad. Arrighi señala que la investigación con horizontes temporales más amplios permite ver cuatro ciclos sistémicos de acumulación capitalista en la modernidad. Dichos ciclos culminan en una crisis de sobreacumulación que inicia un período de mayor competencia, expansión financiera y el fin de las estructuras ordenadoras del comercio y la producción. En palabras de Arrighi;
“Es el tiempo en el que el líder de la expansión anterior del comercio mundial cosecha los frutos de su liderazgo en virtud de su posición de mando sobre los procesos de acumulación de capital a escala mundial. Pero es también el tiempo en el que el mismo líder es desplazado gradualmente de las alturas del mando del capitalismo mundial por un emergente nuevo liderazgo. Ésta ha sido la experiencia de Gran Bretaña entre el final del siglo diecinueve y el comienzo del veinte; de Holanda en el siglo dieciocho, y de la diáspora capitalista genovesa en la segunda mitad del siglo dieciséis4.”
En efecto, el líder cosecha los frutos al mismo tiempo que comienza su declive. En el caso estadounidense su hegemonía económica se debe más a las beneficiosas coyunturas derivadas de la Guerra Fría, en su predominio en las instituciones internacionales y la expansión de sus empresas a escala mundial, que a los resultados actuales de la globalización. En esta perspectiva, los períodos de sobreacumulación implican turbulencias que desestabilizan los centros organizadores. Ello genera incertidumbres en nuevos ámbitos, más allá de los económicos, haciendo peligrar las estructuras políticas que el mismo liberalismo había acuñado, lo que hace insostenible la afirmación dogmática de los mercados autorregulados. Dicha afirmación, siguiendo al autor, nunca ha resultado verificada en los ciclos sistémicos de acumulación. Por el contrario, las crisis y sus inestabilidades parecen indicar que el poder hegemónico declinante no pudiera controlar ni la velocidad ni la dirección de su poder. La reconducción del capitalismo hacia caminos más creativos que destructivos siempre ha necesitado de vehículos tendedores de vías. De este modo, el capitalismo ha transitado durante la modernidad por varios caminos, que llevan a nuevos centros organizadores y que permiten la continuidad del sistema más allá de la pérdida de influencias de los antiguos ejes.
“La formación de un sistema capitalista mundial, y su transformación subsiguiente de ser un mundo entre muchos mundos hasta llegar a ser el sistema socio-histórico del mundo entero, se ha basado en la construcción de organizaciones territoriales capaces de regular la vida social y económica y de monopolizar los medios de coacción y violencia. Estas organizaciones territoriales son los Estados, cuya soberanía se ha dicho que va a ser socavada por la ola actual de expansión financiera5.”
En todas las expansiones financieras los Estados que han sido tendedores de vías han perdido poder en beneficio de otros que los han relevado de su función. Cada nuevo relevo se caracteriza por un mayor alcance territorial, complejidad y poder que sus antecesores. De este modo Arrighi nos muestra que las crisis de los Estados son connaturales al desarrollo del capitalismo en su camino a la expansión. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en los tratados de Westfalia que consagraron los principios según los cuales los Estados independientes reconocen su mutua autonomía jurídica y su integridad territorial conviviendo en un único sistema político. Esto se plasmó en el principio de la soberanía estatal moderna y que generó una ley internacional de regulación del poder entre Estados. Dicho contexto propició una paz relativa, un equilibrio de poder y el control intraestatal por parte de las elites. Las guerras del período fueron crecientemente intensivas en capital y permitieron la expansión europea más allá de sus fronteras continentales. El sistema de Westfalia sufrió una inflexión producto de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, ya que bajo la conducción británica su alcance incluyó a los Estados americanos. Sin embargo, los principios westfalianos cambiaron. Las relaciones entre Estados fueron desplazadas por la tutoría de la extensa red imperial británica sobre ellos. El costo de la precaria paz westfaliana fue pagado por los Estados que no eran parte de aquellos principios, las zonas de dominio colonial o en vías de serlo. Luego de la Segunda Guerra Mundial este orden fue reforzado por la primacía de los EE.UU., extendiéndose al resto del mundo, proceso paralelo a la descolonización, pero al mismo tiempo su contenido fue disminuido y reinterpretado. El nuevo actor hegemónico elevó sus principios constitucionales6 al rango de normas universales para que su poder se consolidara por sobre los demás Estados, lo que se apoya en su inédita y extensa red mundial de bases militares.
Esto ya queda establecido en la estructura de las Naciones Unidas que expresa las desigualdades de los Estados miembros. En efecto, la inmensa mayoría recorta su soberanía, a diferencia de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad7. Este cambio es de tal magnitud que el autor señala el completo desequilibrio respecto de las relaciones interestatales. Ello al punto de poder hablar de Estados semi-soberanos y cuasi-Estados para referirse a los países derrotados después de la Segunda Guerra Mundial y los poscoloniales respectivamente. El contexto de la Guerra Fría desencadenó una dinámica que ninguna de las dos potencias principales, EE.UU. y la URSS pudo contener. La integración económica global se desarrolló bajo el control estadounidense y la de sus aliados, aunque toleró un comercio multilateral descentralizado. Esto difirió profundamente de las formas de mando unilateral del imperio británico. La forma de guiar el proceso de liberalización de los mercados tenía un doble objetivo; la contención de la influencia de la URSS y los diversos nacionalismos estatistas surgidos de los procesos de descolonización8. El avance de estos cambios ya era perceptible durante la guerra de Vietnam, en esa época los mercados financieros ya estaban desterritorializados y funcionaban en red. Este espacio de flujos está más allá de las jurisdicciones estatales, a pesar de los accesos privilegiados de EE.UU. que debe -en múltiples ocasiones- subordinarse a las necesidades de las finanzas internacionales9. La consecuencia es que la década de los ochenta y noventa fue el escenario de la expansión europea y asiática. Cada nueva ola de competencia por nuevos mercados supuso
“un aumento adicional en el volumen y densidad de la red de intercambios que conectaba pueblos y territorios, atravesando jurisdicciones políticas tanto regional como globalmente. Esta tendencia ha supuesto una contradicción fundamental para el poder global de los Estados Unidos -una contradicción que se ha agravado en lugar de mitigarse tras el colapso del poder soviético y el consiguiente final de la Guerra Fría. El gobierno de los Estados Unidos ha quedado apresado en su inaudita capacidad militar global que, tras el desplome de la URSS, no tiene paralelo. Estas capacidades continúan siendo necesarias, no tanto como una fuente de "protección" para los negocios estadounidenses en el extranjero, sino sobre todo como la fuente principal del liderazgo de EE.UU. en alta tecnología tanto en su propio país como en el extranjero10.”
La intención de Arrighi consiste en hacer visible una fisura histórica. En efecto, en todos los procesos de acumulación anteriores los centros de poder declinantes eran sustituidos por un poder ascendente que aunaban los poderes militares y financieros de un modo superior al precedente. Hoy en cambio asistimos a un proceso diferente. EE.UU. es la única gran potencia militar. Un hecho que se ha acentuado radicalmente como respuesta unilateral a los sucesos del 11 de septiembre de 2001. El poder financiero en cambio se ha dispersado en múltiples actores, como el G7 y la OCDE11, que requieren de un conflictivo consenso para gestionar el sistema convirtiéndose, de hecho, en los nuevos vehículos tendedores de vías del capitalismo mundial. La estabilidad del nuevo escenario supone un nuevo reparto de funciones al interior del capitalismo mundial. Esta diferenciación estructural del poder otorga a los Estados Unidos la fuerza militar, a Japón y el sudeste asiático -y previsiblemente Europa en el corto plazo- el control de la mayoría del dinero y a la República Popular China el mando del trabajo12.
De este modo el capitalismo encuadra en un único sistema a las diversas sociedades. Todos sus segmentos y actores son sometidos a una translocalización para llegar a ocupar un nuevo lugar en la división mundial del trabajo. Ello crearía una sinergia en el ámbito sistémico, la creación de estructuras estatales con poderes discrecionales hacia dentro y hacia fuera respecto del funcionamiento libre de los mercados. El resultado es el trato diferenciado de unos actores respecto de otros y, especialmente, la inserción de las luchas de clases locales en la división mundial del trabajo creando espacios centrales, semiperiferias y periferias. Lo más interesante del análisis de Arrighi es que nos permite ver una globalización más policéntrica, con una profundidad temporal más amplia que se integra en la historia del capitalismo. Resulta interesante también confirmar que este enfoque no se opone al análisis de la transición de una sociedad de la producción a una sociedad del consumo, que tampoco es nueva como lo demuestra José Miguel Marinas13. De esta manera podemos desechar dos creencias muy arraigadas sobre este tema; la primera según la cual la globalización es una “sorpresa” histórica, una especie de hallazgo extraordinario para el que no tenemos instrumental teórico para dar cuenta de él. El segundo es suponer que la globalización se reduce a una homogeneización cultural, una macdonaldización del mundo proveniente de EE.UU.14 Este modelo teórico tiene la virtud de anclar el origen de la globalización en los procesos económicos, pero ciertamente ésta no se restringe a dichos procesos. Las consecuencias son también geopolíticas, culturales y sociales.
La conclusión es que la globalización marca definitivamente la eclosión de la modernidad en su versión capitalista. En efecto, en las últimas dos décadas se han acuñado muchos “post” para tratar de nombrar ciertas realidades. Pero, a pesar de todo, no se puede decir que vivamos en sociedades postcapitalistas. Al contrario. Países enteros se lanzan con ardor a la captura de una porción del capital circulante que salta de bolsa en bolsa15. Más aún, las elites conducen a sus pueblos a las formas más radicales del capitalismo y la desregulación. Derrotado el campo socialista, el capitalismo quisiera reinar eternamente, destruir la historia como la narración del cambio que hace que, parafraseando a Marx, todo lo sólido se desvanezca en el aire. En consecuencia, la forma paradigmática de la modernidad ha llegado a ser la del capitalismo global, lo que por supuesto no significa que sea necesariamente la única opción de la modernidad posible o deseable.
En este sentido, el postmodernismo es un discurso que intentó -sin mucha suerte- interpretar los nuevos fenómenos de la crisis moderna. Sin embargo, bajo la aparente marea de los cambios, permanecen importantes líneas de continuidad entre la primera modernidad y la modernidad reflexiva16. Muchos de los llamados cambios postmodernos son más bien inflexiones al interior de la propia modernidad. Es acertada, por ende, la crítica de Bauman a los postmodernos como creadores de una autoimagen del mundo de los globales, que pretende ser una imagen total y excluyente de la experiencia vital de los marginados a la localidad17. Para ser justos, es necesario agregar que los debates postmodernos nos aportaron una crítica fructífera del logocentrismo y la rigidez moderna. Sin embargo, éstos no lograron explicar de manera adecuada las fracturas de la modernidad.
Desde otras perspectivas, como las de la teoría crítica se ha usado el concepto de modernidad tardía, que pone el acento en las características weberianas de la modernidad como la burocratización y racionalización creciente que suponían un intenso desencantamiento del mundo. Dicho desencantamiento supone una desvalorización de las culturas locales que no pueden autojustificarse racionalmente ante la modernidad. Igualmente este concepto, altamente volátil, acentuaba el carácter totalitario y descentrado de la modernidad que había sido dominada por una racionalidad instrumental creando una dialéctica dirigida a tensar cada vez más la jaula de hierro de la racionalización. En un sentido más profundo este concepto supone una crisis la Ilustración como centro dinámico de la modernidad. En consecuencia, la modernidad tardía es una modernidad postilustrada, que no pudo cuajar las aspiraciones por la emancipación porque creó una dinámica interior en que sus efectos perversos fueron más omniabarcadores. La utilidad del concepto radica en que nos señala las continuidades y las fracturas de una estructura más amplia, que a pesar de su crisis sigue vigente. Al principio dicho concepto fue una ampliación de la noción de capitalismo tardío que fue muy usado por Max Horkheimer y Theodor Adorno a propósito de sus reflexiones sobre la dialéctica de la Ilustración y luego por Jüngen Habermas18. El capitalismo tardío describía, como ya se indicó, una dinámica weberiana en que se enfatizaba los aspectos de sociedades administradas burocráticamente, que penetraban reticularmente en el tejido social y que creaba toda una cultura de masas. Igualmente apuntaba a la profunda interconexión entre las grandes empresas y el Estado, que en extremo generaba un capitalismo de Estado tendiente al oligopolio. Puede verse que dicha noción tiene como trasfondo la idea de una especie de colectivismo capitalista muy cercano al totalitarismo.
Sin embargo, dichas críticas señalaban que en el contexto del socialismo real la modernidad no presentaba una cara muy diferente. Por el contrario, el socialismo real demostraba que la crisis moderna se había elevado a un plano civilizatorio que requería de instrumentales teóricos diferentes que fueron ensayados en el ya clásico texto de 1947 Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos.
La ampliación de la noción de capitalismo tardío al concepto más general –y por cierto más complejo- de modernidad tardía supone aun la escisión de la modernidad en dos interpretaciones rivales; el socialismo y el capitalismo. En efecto, ambos pretenden llegar a ser la interpretación hegemónica de la modernidad cuyo escenario culminante fue la Guerra Fría. Por ende la modernidad tardía se caracterizaba en los textos de la teoría crítica frecuentemente como un espacio donde la autonomía de las diversas esferas sociales era socavada por el Estado totalitario -ya sea al estilo de Orwell o Huxley- creando sociedades de clausura. Las imágenes predominantes de esta modernidad las encontramos en las distopías que nos narran el fin de la individualidad y la destrucción del yo19. Como puede verse tanto el concepto de modernidad tardía como de capitalismo tardío fueron engendrados bajo el espectro de la Guerra Fría y sus peligros.
Hoy en cambio ambos conceptos han cambiado su campo semántico. Ya el Estado no aparece como la fuerza modeladora de la sociedad como lo fue en durante gran parte de la modernidad. Como apunta acertadamente Bauman, los temores de la teoría crítica se han invertido diametralmente. No es la estatalización de la vida lo que amenaza a los ciudadanos, sino al contrario es la privatización radical la que amenaza todos los espacios públicos creados durante la modernidad. La reconfiguración global del capitalismo, la revolución tecnológica y su inaudito espaldarazo a las nuevas fuerzas productivas están permitiendo una intensa ronda de privatización de los diversos mundos de vida. Como señala Bauman nos enfrentamos a una modernidad privatizada20 en que los cercamientos21 (enclosures) crecen de modo acelerado tanto extensivamente como intensivamente, de suerte que las distinciones entre lo público y lo privado, la sociedad y la naturaleza, el adentro y el afuera, se vuelven irrelevantes frente a la totalización de la modernidad líquida. Dicha privatización radical literalmente comprime estas distinciones tan institucionalizadas durante la modernidad. La formación de identidades no tiene ya centro organizador a la Ilustración con su solidez ejemplar, estética y heroica. El antiguo mandato de llegar a ser alguien en la vida resulta anacrónico, ya que de lo que se trata es de ser muchas personas en una misma vida. Por tanto, parece haber perdido sentido la idea de un núcleo organizador y estable de las biografías de los sujetos en un mundo cambiante e incierto.
En efecto, si la modernidad sólida estaba regida por el sueño -por cierto nunca logrado- de un sujeto total que cristalizaba su fin en la estabilidad y la perpetua igualdad consigo mismo, la modernidad líquida en cambio privilegia la plasticidad, el cambio de forma, en definitiva la maleabilidad del material humano. Más aun puede señalarse que mientras las imágenes tradicionales de la dominación tienen que ver con la permanencia en una forma, una situación o estado constante, hoy -por el contrario- nos vemos impelidos a la transformación que no proporciona margen de estabilidad y seguridad. Por ello el cambio se presenta frecuentemente como una invasión que arrasa las fronteras que los individuos creían haber creado y que con tanto esfuerzo habían mantenido bajo la distinción entre una esfera pública y otra privada. Por ello han aparecido nuevos conceptos -modernidad liquida, sociedad red, sociedad del riesgo, fluidez ontológica- que fijan su atención en las condiciones de cambio, fluidificación y maleabilidad, cuestiones que anteriormente se consideraban muy secundarias respecto de la estabilidad totalitaria de la modernidad. Estos conceptos en su mayoría nos indican que la modernidad no ha concluido, sino que está sometida a una mutación radical y enfrentada a unos límites ecológicos, políticos, culturales y sociales que jamás soñó. Todo ello al mismo tiempo que la modernidad se expande por el globo de modo inaudito y generando nuevos enfrentamientos.
En este sentido, la ceguera crítica puede ser doble; la de afirmar que nada ha sucedido y que la Ilustración, tal como se le concibió, es aún un proyecto viable o bien el otro extremo, pensar que vivimos en un universo postmoderno, que todo ha cambiado y que la modernidad es tan lejana como puede serlo el renacimiento.
Quisiera situarme en un plano intermedio, que considera que los factores culturalmente integradores de la modernidad están en crisis por la socavación interna de sus postulados. Esto se ve amplificado por las diversas experiencias provenientes desde sus bordes, como el impacto de la descolonización, los flujos migratorios y sobre todo la dispersión de la matriz moderna en modernidades múltiples22. En el ámbito social, las formas de vida modernas se han diversificado en muchos relatos y escrituras biográficas verosímiles, que dejan atrás las imágenes ligadas al sujeto fuerte que la modernidad quiso construir. Las formas diseminadas de autoconstrucción gozan de una libertad mayor que en cualquier fecha previa del largo itinerario moderno. Esto no quiere decir que no existan ciertas demarcaciones ni juegos de poder y dominación en acción. Por el contrario, el hecho mismo de que la modernidad tardía se resuelva en el paradigma del capitalismo supone ya un recorte importantísimo de posibilidades. Un recorte mayor que en la época clásica de la modernidad, donde los relatos de las modernidades deseadas llenaban un amplio espectro de posibilidades, representadas no sólo por los imaginarios utópicos o socialistas, sino también por las narrativas paralelas del liberalismo, el empirismo, etc. Hoy en cambio el imaginario político de la libertad se encuentra cada vez más subordinado al imaginario de la libertad como consumo.
Esta forma de la libertad y la autoconstrucción de la subjetividad está convirtiéndose en la principal articuladora del nuevo mapa social. En un sentido más amplio, la globalización, como expansión de este reordenamiento, tiene la característica de destruir el trabajo y el mundo social y cultural que se alimentaba de él23. En efecto, las empresas tienen la posibilidad de trasladarse allí donde los costes les sean menores, no así sus trabajadores que quedan atrapados en la localidad. Las empresas son -en principio- responsables sólo frente a sus accionistas, que en cuanto tales también son globales y pueden trasladar sus capitales a voluntad. En virtud del ordenamiento económico internacional los Estados sólo tienen la capacidad de paliar deficientemente los desastres de las comunidades destrozadas por la relocalización. Mientras tanto las bolsas premian a las empresas que se trasladan a países más baratos, con puestos de trabajo más precarios, más inseguros y sumisos.
La conflictividad de las tradicionales luchas de clases ha derivado en nuevas luchas globales. Pero es necesaria una precisión, ya que las luchas de clases tenían un carácter mundial al menos desde el siglo XIX. El Manifiesto Comunista es un notable ejemplo de una perspectiva mundial de los conflictos. Lo mismo acontece con las organizaciones políticas y sociales como las internacionales de todo signo; la Asociación Internacional de Trabajadores, AIT, conocida como la Primera Internacional formada en 1864, la Segunda Internacional fundada en 1889, la Industrial Workers of the World, IWW, de orientación anarquista, la Tercera Internacional organizada en 1919, la Cuarta Internacional fundada en 1938 por Trotsky y las Brigadas Internacionales, etc. Todas ellas constituían verdaderas comunidades trasnacionales, sustentadas en una poderosa red de intereses y visiones globales24. Lo anterior prueba que tanto el avance del capital y las respuestas de los movimientos sociales desde hace mucho acontecen en un escenario global. Por lo tanto, las crisis políticas asociadas a los fenómenos de la globalización afectan principalmente a la dimensión estatal del fenómeno. Ello hace necesaria una completa relectura del concepto de modernidad tardía ya que está marcada por el fortalecimiento del rol del mercado, por la fractura de los paradigmas ilustrados, un quiebre del sentido histórico y de las nociones de sujeto y progreso que se amparaban en ella.
Si la modernidad clásica se destacó por su semblante y dinamismo utópico, la modernidad tardía -a partir de esta relectura- se caracteriza en cambio, por sus aspectos distópicos25. Los miedos se vuelven palpables y difícilmente alguien podría asegurar que nuestro mundo progresa. Si bien durante el siglo XX las imágenes distópicas eran compartidas por el totalitarismo de índole nazi-fascista y estalinista, éstas se concentran ahora en el capitalismo global que ha abierto territorios y límites antes inexplorados26. Ha logrado convertirse en una forma de vida completamente hegemónica que ha desplazado a sus rivales no sólo en el interior de la modernidad, sino que también a sus adversarios externos. En consecuencia, la modernidad termina identificándose con el capitalismo global, policéntrico, desterritorializado, culturalmente complejo y diverso, basado en la creación cognitiva por sobre la industrial, dinámico frente a las fluctuaciones de los mercados y moldeado por los patrones del consumo. La mutación que tiene un origen económico despliega sus consecuencias que abarcan a todos los mundos de vida. Afecta las seguridades existenciales, no sólo por la destrucción del trabajo, sino porque los suelos locales con todos sus lazos se vuelven vulnerables frente al embiste de lo global. Como nos indica Bauman, surge una nueva asimetría entre la condición extraterritorial del poder y la territorialidad de la “vida en su conjunto” que el poder es capaz de explotar intensivamente27.
En el ámbito político el Estado está empeñado en la destrucción de sus propios roles protectores e integradores y se reserva únicamente las funciones represivas y, en la medida que puede, la del cobro de impuestos a los encerrados en la localidad. Sin embargo, esta posición es incompleta. Es necesario agregar que el Estado se somete a esta presión autodestructiva, porque está siendo literalmente asaltado internamente por las elites empresariales, que saben que para ser competitivos en el capitalismo global requieren de la precariedad laboral. La otra parte de la pinza está representada por la arquitectura financiera mundial, formada por los países industrializados fuertemente agrupados en el G7, la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entre otros. La presión para que los Estados recorten sus capacidades y soberanía en beneficio del flujo comercial supuestamente libre, genera un campo de tensiones asimétrico. Un ejemplo paradigmático es el del comercio agrícola. Los Estados industrializados subsidian su propia agricultura e imponen fuertes restricciones arancelarias a las importaciones procedentes del tercer mundo. Uno de los resultados es que éste pierde su soberanía alimentaría a manos de las industrias de los organismos genéticamente modificados, OGM, que por primera vez quitan la propiedad intelectual y efectiva a las comunidades tradicionales sobre sus semillas, la piedra angular de su libertad28.
Esta doble presión -interna y externa- atenaza al Estado y lo somete a intensas oleadas de privatización, en que lo estatal y lo público se ve destruido. Como señala Ulrich Beck29, la modernidad clásica produjo una identificación entre el Estado y la sociedad, donde el primero funciona como su contenedor. El resultado es que se produce una suerte de continuidad entre los conceptos de Estado, sociedad y nación como si formaran parte del mismo campo semántico y conforman una unidad al momento de evaluarlas en su proceso de modernización. Por ende, la crisis de lo estatal redunda inevitablemente en lo público, que se ha creado bajo la sombra a la vez protectora y represiva del Estado.
Las empresas trasnacionales aprovechan las garantías que los Estados les proporcionan y al mismo tiempo los debilitan. Esa socavación sin límites, salvo las de carácter represivo para mantener a las fuerzas del trabajo domesticadas y disponibles30, destruye esa identificación sumiendo a las sociedades en una cierta orfandad, la carencia de unidad, integración y proyecto común. Esto, lejos de conducir a un desorden mundial, lleva a un nuevo ordenamiento global que rompe con el aislamiento y las localidades separadas, donde las consecuencias estaban restringidas en los límites nacionales. Se trata de un nuevo orden mundial de índole capitalista que quiere elevar a la modernidad occidental al rango de forma de vida privilegiada. Muchas veces se ha opuesto a esta hipótesis el argumento de que la inestabilidad resultante, ya sea intraestatal o interestatal, no es compatible con la idea de orden como se le entiende modernamente. Sin embargo, no existe razón plausible, a la luz de la evidencia histórica que demuestre ese argumento. Por el contrario, el siglo XX, con sus dos Guerras Mundiales y la larga lista de conflictos regionales, demuestra la coexistencia del orden con altos niveles de inseguridad, temor y caos como elementos integrados en la modernidad tardía. En efecto, las dos versiones predominantes de la modernidad -el socialismo y el capitalismo- por su propia lógica interna tienden a ser globales y ambos lo lograron en grado diferente, asumiendo que el sistema tiene una inestabilidad estructural.
Esto no significa que dicho proceso ocurra sin ningún tipo de contestación. Las respuestas nuevamente pueden dividirse en el plano interno de la modernidad tardía, donde los herederos del socialismo, maltratados pero no aniquilados, intentan rearticular sus posiciones tanto teóricas como políticas. Los conservadores nacionalistas, en cambio, abrazan la apertura de los mercados, pero resienten sus consecuencias culturales y sociales. Quisieran que sus sociedades fueran un espacio estanco en el ámbito cultural y político, pero un espacio de flujo para el consumo y el comercio, como si ambas esferas pudieran mantenerse separadas. Otras respuestas provienen de un interesante nuevo actor, los diversos ecologismos que muestran los límites ambientales del capitalismo y le oponen un catastro finito de recursos explotables frente a la voracidad del consumo. Otras respuestas provienen de las periferias de la modernidad tardía. De los países descolonizados donde la modernidad fracasó en transplantar su democracia liberal o sus formas socialistas. Allí lo que ha quedado es la frustración de ser considerados mano de obra precaria y, en grado sumo, desechable. Simple fuente de recursos naturales o lugar exótico del turismo global. Sometidos a gobiernos dictatoriales, avalados por Occidente, que destruyen sus vínculos de protección comunitaria, sin el contrapeso de los mecanismos de protección modernos. En muchos casos la respuesta ha sido el tribalismo de una comunidad imaginaria, supuestamente perdida, pero que es dudoso que alguna vez haya existido realmente.
A diferencia de la modernidad clásica que pretendía crear un mundo seguro y estable, la modernidad tardía disemina el miedo distópico de la inseguridad global representada por los riesgos crecientes, inmanejables, incalculables e inasegurables. Mientras la primera modernidad elaboraba imágenes utópicas que la movilizaban y renovaban, la modernidad tardía vive angustiada por los temores distópicos generados a partir de sus propios efectos perversos.
Hemos pasado de una caracterización propiamente utópica a otra radicalmente distópica, en que las ideas de progreso y confianza en el futuro como agentes modeladoras parecen cada vez más vacías. A partir del 11 de septiembre de 2001 se ha desatado un reordenamiento geopolítico con amplias consecuencias sociales, culturales y políticas que suponen un escalonamiento de los miedos que ya tienen un carácter policéntrico, a diferencia de los temores de la Guerra Fría que encontraban en los hongos nucleares su imagen paradigmática del holocausto atómico, que subordinaba a todos los otros temores.
En la modernidad tardía marcada por la globalización el semblante de las inseguridades prolifera de múltiples formas, carente de jerarquías organizadoras. Una manifestación es la inseguridad económica y las crisis financieras recurrentes generadas gracias a los flujos crecientes de capitales. Estos flujos que tienen más poder que los Estados crean incertidumbre en los empleos y su calidad31. Otra cara de este fenómeno es la inseguridad cultural, producida por la distribución asimétrica de los medios de comunicación, así como sus contenidos. Estos amenazan efectivamente las culturas locales que no pueden reflejarse en lo global32. Los medios de comunicación -diversificados, globales, integrados verticalmente- suponen un mecanismo privilegiado de proselitismo de la globalización. La inseguridad personal sembrada tanto por la crisis del Estado como por la proliferación de las organizaciones criminales que actúan en un marco global desde hace mucho. Esto genera una creciente debilidad de las redes sociales haciendo que el Estado pierda legitimidad como garante de la cohesión social y -en grado extremo- la soberanía33. Una dimensión importante de esta forma de inseguridad es que las sociedades tardiomodernas son pospanópticas, ya que los instrumentos de vigilancia no están dirigidos a producir formas disciplinarias que se inserten en los modelos de la rehabilitación por medio del trabajo. Al contrario, están dirigidos a la inmovilización de los delincuentes. A mantenerlos localizados, penitencializados, evitar su movilidad en el amplio sentido del término. Más aun, es posible distinguir una criminalidad de base y cima, local y global, de excluidos e integrados. La criminalidad de los primeros conduce inevitablemente a la cárcel como inmovilización y transparencia, lo que se logra por medio de la extensión de las prerrogativas del derecho penal y el aumento de las penas. En resumen, más delitos y más severamente castigados. En el caso de los segundos, la máxima opacidad, la movilidad del crimen que supera las legislaciones nacionales. Un elemento añadido es la proliferación del uso político de la delincuencia como instrumento para aumentar el control social en pos del pretendido mantenimiento de la seguridad, identificando la delincuencia, por ejemplo, con la inmigración34. Este cuadro permite encontrar un chivo expiatorio frente a los temores y las crisis producidas por la globalización y la autoexpoliación del Estado de sus prerrogativas integradoras.
También nos encontramos con una inseguridad ambiental, que es específicamente moderna y que afecta al menos a 1.000 millones de personas de todo el mundo, debido sólo a la falta de agua35. A ello cabría añadir la carencia de alimentos y la lucha por introducir los alimentos basados en los organismos genéticamente modificados -OGM36- para crear nuevos mercados más dependientes, la disminución de los recursos energéticos, el calentamiento global, el aumento de las especies en peligro de extinción y un largo y agobiante etcétera. Un punto fundamental es que lo que comúnmente se denominan “catástrofes naturales” simplemente no existen. La mayoría de los fenómenos así catalogados son efectos de condiciones de pobreza estructural, que inciden, por ejemplo, en que los marginados deban ocupar los terrenos más baratos, más precarios y peligrosos, como son los suelos aledaños a los ríos y los montes, propicios para un desborde o un aluvión. La lógica de este ejemplo tiene una vasta aplicación y sirve para ver que tras las escenas de los medios de comunicación, que nos muestran la devastación de las supuestas catástrofes naturales, existe un proceso más complejo que está asociado a la marginación y que repercute directamente en los más pobres e indirectamente en los más ricos. Seguramente después del aluvión vendrán unas epidemias agravadas por la inexistencia de centros sanitarios. Más tarde se producirá un flujo migratorio de los supervivientes hacia las ciudades cercanas, lo que generará la inseguridad de los ya asentados. El círculo vicioso es claro. No hay posibilidades de comprender la dinámica de estos acontecimientos desde una mirada simplemente local. Tanto sus orígenes como sus consecuencias son globales.
Beck nos recuerda que los daños ecológicos globales sobrevienen en contextos de modernización iniciados o interrumpidos. Esto está vinculado, primeramente, a los daños ecológicos causados por los centros industriales, que intentan externalizar los costes de producción y el daño inflingido por el sobreconsumo de las sociedades más ricas. En segundo término nos encontramos con los daños ecológicos condicionados por la pobreza, que en realidad son daños autoinflingidos y que sólo secundariamente afectan a los más ricos. Nuevamente se reproduce aquí la diferenciación de base y cima, local y global, ya que los pobres están obligados a degradar los ecosistemas para sobrevivir y no pueden huir a zonas más seguras. Los que han adquirido la riqueza de poder transitar globalmente, pueden escapar de las consecuencias de los desastres ecológicos. La localidad se vuelve a expresar como encierro y condena. A ello se suma -como señala Beck- un tercer factor de riesgo ecológico global derivado de la proliferación, abaratamiento y descontrol de la posesión de las armas de destrucción masiva, que pueden caer en grupos o Estados dispuestos a usarlos37.
Lo anterior nos conduce a la inseguridad política y social que se traduce en la inestabilidad creciente de las sociedades. “De los 61 conflictos armados importantes librados entre 1989 y 1998, sólo tres fueron entre Estados y el resto fueron conflictos civiles38.” Sin embargo, se ha producido un importante cambio a partir de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, ya que los conflictos entre Estados parecen retornar en un vasto reordenamiento geopolítico, que en lo que lleva del nuevo siglo se ha cobrado dos guerras. Ciertamente la importancia de esta situación será de muy largo alcance. Sin embargo, lo que se avizora tras el unilateralismo estadounidense es el nacimiento de una inédita posición imperial, no explicable bajo los paradigmas de los estudios tradicionales del imperialismo39.
En un plano diferente, pero no menos importante, nos topamos con la inseguridad existencial. El mal que la modernidad quiso destruir de raíz, retorna ahora bajo la forma de la precariedad ontológica. Anthony Giddens la define como una forma de inseguridad, basada en la falta de garantías en la continuidad de la autoidentidad y en la permanencia de sus entornos sociales y materiales de acción40. La seguridad en sí mismo, en los demás y en el entorno, es la base psicológica de la confianza, que sirve de soporte a la seguridad ontológica. Sin ella el entramado de la cohesión social y cualquier relato posible del progreso y la acción política se diluye. Como veremos más adelante a propósito de la fluidez ontológica, la seguridad existencial moderna encontraba su marco de referencia en el sujeto fuerte que aseguraba la continuidad del yo en un mundo cambiante. Pero esto ya no es posible tras la fractura del sujeto. La totalidad que se desvanece en el aire lo incluye llevándolo al límite de sus posibilidades y forzándolo a la licuefacción.
Los riesgos crecientes, incontrolados, trascendentales al individuo muestran que la existencia y la continuidad del yo es una fortuna azarosa si nos fijamos en todo lo que amenaza la vida. La modernidad tardía se ha vuelto prolífica en la creación de riesgos al tiempo que el desencantamiento del mundo hace imposible culpar a los dioses o al destino. La rueda de la fortuna gira y parece estar cargada de los peligros que la misma complejidad social moderna produce. Los intentos por reforzar las seguridades parecen desembocar en lo opuesto. En la sensación de que nada puede hacerse y que estamos entregados a la suerte que los sistemas sociales creen. La depresión y el estrés son formas de padecimiento de la impotencia frente a una inseguridad con la cual debemos vivir, forman parte de nuestra historia personal y es necesario escribir nuestras biografías con ellas. Estamos obligados a incorporar dicha inseguridad en nuestras vidas de formas muy concretas, buscando modos de alejar el peligro y gestionarlo.
La inseguridad existencial ya no es una marca distintiva de los exploradores de las fronteras sociales, como filósofos, poetas, escritores, artistas, etc. Es ahora una marca de todos los habitantes de la modernidad tardía, aunque no sea suficientemente nombrada. Como señala Giddens no se puede vivir continuamente de cara a la inseguridad ontológica41. Tanto las sociedades como los individuos no pueden desarrollar su vida cotidiana sabiendo que al mismo tiempo su propia existencia es tan precaria que evapora el sentido de lo que está más cercano. Hace falta, parafraseando a Orwell, un doblepensar reforzado por la rutina, que por una parte permite vislumbrar el avance de los riesgos más allá de los umbrales aceptables e ignorarlo cuando se mantiene lo suficientemente lejano. El umbral es relativo. Depende principalmente de la capacidad de los medios de comunicación para “mostrar” los riesgos y ponerlos en los primeros lugares de la agenda pública y que el sistema político lo permita. Pero más allá del carácter episódico, la inseguridad existencial se ha vuelto un elemento permanente del modo de vida al interior de la modernidad tardía. Ya no es la conmoción frente a la percepción de la finitud, el advenimiento de la mala fortuna que inesperadamente golpea la puerta o el resultado de la contemplación de lo sublime o lo bello en el sentido kantiano que confirma los límites de la acción humana.
Es sorprendente que estas formas de inseguridad existencial se produzcan en medio de una atmósfera de optimismo histórico débil, que hace que las inseguridades tengan un carácter pasajero, limitado. En definitiva, se supone que la modernidad tardía todavía pretende crear los instrumentales para superar todos los temores. Durante la primera modernidad los inseguros existencialmente eran considerados aves de mal agüero, que pretendían contradecir con su “enfermedad” la evidencia de que el proceso civilizador se estaba desplegando para desterrar por fin los miedos. Era también señal de una cierta decadencia de espíritu sólo restringida a quienes podían permitírselo desde sus altas atalayas. Una enfermedad de la cultura sostenida por una burguesía reaccionaria, incapaz de ver la luz moderna y atada al pasado. Hoy en cambio la inseguridad existencial es más democrática, abarca al conjunto de la sociedad. Ha dejado de convertirse en una enfermedad de pocos y selectos para ser una condición de los muchos que están atrapados en la localidad. Y es que lo que alimenta la inseguridad existencial ya no es lo mismo que durante la modernidad clásica. Es la proliferación de los riesgos concretos y tangibles que afecta a todos y no solamente a los dotados de una subjetividad especialmente sensible, cultivada y predispuesta. El contexto también ha cambiado, ya no se trata del optimismo moderno, sino de un realismo que vislumbra los peligros, puede comprender lo cerca que se encuentran y, por tanto, es una percepción compartible, comunicable. Otra característica muy importante es que la inseguridad existencial anuda lo social y lo político con lo subjetivo e íntimo. Dicho de otro modo, para la inseguridad existencial no existe una distinción entre lo privado y lo público, entre el regazo del hogar y el espacio abierto de las calles, entre el espacio interior de nuestro cuerpo y lo que está afuera. En contraste, ella instaura un espacio de flujo entre estas instancias antes claramente delimitadas y sólo la resistencia consciente en la rutina las mantiene separadas.
Giddens resume las respuestas ante la inseguridad ontológica42 -ampliables a todas las inseguridades de orden global- en cuatro grandes trazos: primero, la aceptación pragmática, centrada en el sobrevivir y ganar lo que se pueda mientras se pueda. Segundo, el optimismo sostenido derivado de actitudes residuales de la Ilustración, como la confianza en la razón providencial o las capacidades de la ciencia para encontrar soluciones. Esta forma de respuesta encuentra una afinidad electiva con las respuestas religiosas. Tercero, el pesimismo cínico que está en medio de la depresión y la irónica intermediación con la realidad. Y cuarto, el compromiso radical que mezcla un cierto optimismo limitado con la acción práctica expresada en los movimientos sociales. Estas respuestas muestran los profundos cambios implicados en el advenimiento de la modernidad tardía y el repliegue de los fundamentos de la primera modernidad.
El resultado no deja de sorprender. El proyecto moderno -en particular el ilustrado- se arropó en la promesa de la construcción de un mundo seguro y el utopismo la radicalizó a través del sueño de un mundo sin horror. Que la modernidad tardía traiga -por medio de la globalización- una proliferación de la inseguridad, los riesgos y los temores desmonta por sí sólo el fundamento y legitimidad del proyecto moderno y su utopismo residual. En efecto, las imágenes distópicas pueblan las referencias a la modernidad tardía haciendo que la veamos como un tren desbocado que hay que frenar o al menos reconducir para paliar sus efectos perversos. Bauman nos recuerda que a pesar de los peligros de la Guerra Fría, en dicha época existía aún una ilusión de totalidad, que implicaba que las potencias enfrentadas ejercían el control y eran capaces de mantener el orden en medio del equilibrio del terror43. En el mapa mundial cada pequeño país y territorio, cada movimiento social -por insignificante que pareciera- formaba parte de ese equilibrio de fuerzas que estaba obligado permanentemente a recomponerse. Ambas potencias tendían a su universalización, por lo que la modernidad tardía en alguna de sus versiones, capitalista o socialista, estaba destinada a desplegar un nuevo orden mundial.
Dicha universalización aún mantenía el hálito de las esperanzas ilustradas. La Guerra Fría debía culminar con la victoria de uno de los polos o en el peor de los casos con la distópica imagen de cientos de hongos nucleares devastando el planeta. La globalización, en cambio, es un término asociado a los efectos perversos de la modernidad tardía. Un concepto, que siendo problemático, está ligado al carácter de los efectos incontrolados, donde al parecer nadie puede gobernar los acontecimientos. En consecuencia, la globalización es una noción opuesta a la de universalización. La primera carece de una semántica de esperanza en el futuro y el progreso -salvo para los neoliberales- y enfatiza el riesgo y la inseguridad. La perspectiva de Bauman acentúa la condición de descontrol en una variante similar a la de la pérdida de cartografías cognitivas de Jameson44. Bauman se centra más en los riesgos, en los factores de la incertidumbre. Pero es necesario destacar, que los centros articuladores siempre generan formas de organización, que suponen la destrucción de los órdenes precedentes. Más aún, el orden que logra preservarse es justamente aquel que es capaz de integrar el caos, para amoldarse a un mundo inseguro e inestable. Recuérdese que para un orden en construcción, las alternativas de ejercicio del poder siempre implican elegir opciones en una relación de costos y beneficios, que no necesariamente son compartidos por los demás actores subordinados. Por ende, la valoración de lo indeseado de ciertos efectos, cabe dentro del campo táctico de lo que se juzga aceptable en pos de otros objetivos considerados superiores. Temas como la contaminación mundial, la reducción de las especies y los peligros tecnológicos, entre otros, se han revelado como objetos de disputa en la ampliación del capitalismo y sus cercamientos.
No podemos perder de vista que existen unos específicos promotores de la globalización para los cuales ésta tiene un carácter de proyecto. Una imagen que se arropa utópicamente con los residuos del progreso de Occidente. Debemos comprender que la globalización es mucho más que la actual destrucción de los entornos sociales, económicos e institucionales. También tiene contenidos afirmativos, de creación de nuevas realidades. El complejo mapa de las inseguridades, que se acaba de esbozar, no puede cegarnos ante un hecho esencial: la modernidad tardía también ha generado los instrumentos necesarios para la eliminación de las principales y más terribles formas de privación humana. Ciertamente el reino de la necesidad expresado en el hambre, la enfermedad, la miseria y la ignorancia puede ser superado con los medios actualmente existentes. La hipótesis que la escuela de Frankfurt estableció a mediados del siglo pasado se ve verificada ahora por los datos empíricos. Si tales superaciones no se han llevado a cabo es justamente porque existen actores mundiales específicos que se oponen. Ese es el centro de la política mundial y el nudo crítico de la crisis moral de la modernidad.
Al haber creado esos instrumentos, la modernidad impulsa la dinámica por la cual sigue siendo deseada, todavía recoge esperanzas y los discursos de los políticos aún apelan al progreso, especialmente en los países en vías de desarrollo. Mucho del potencial de esa añoranza se basa en la unidad de los procesos de globalización y modernización. Ambos se han vuelto indisolubles, convirtiéndose en un binomio donde los términos necesariamente refieren el uno al otro. La convivencia en un mismo tiempo global produce que la historia sea también global. En efecto, la globalización informativa crea la simultaneidad de hechos no simultáneos, que se integran en la “historia mundial”. Lo local cobra perspectiva y explicación desde el punto de vista de lo global. Sin embargo, no debe olvidarse que este proceso ocurre de manera asimétrica, ya que el reflejo depende de los recursos de poder. No todas las localidades pueden reflejarse de igual modo en lo global, más aun, amplias localidades son simplemente ignoradas.
El influjo de lo global absorbe las temporalidades cruzadas y las resignifica45, es un horizonte de la acción que penetra en las cotidianeidades de las temporalidades cruzadas. Efectivamente, lo global mantiene una cierta afinidad con lo postmoderno, pero las otras temporalidades también se ven afectadas por este horizonte. Los indígenas ven de pronto que sus selvas son taladas, sus tradicionales recursos patentados y devorados, sus tierras anegadas por una nueva represa que se ha decidido construir a miles de kilómetros. Pero igualmente descubren que existen miles de personas dispuestas a solidarizarse por medio de Internet, que pueden desarrollar resistencias en los medios de comunicaciones. En este sentido, una característica distintiva que la globalización ha acentuado es la reflexividad. Las localidades se descubren mutuamente y pueden establecer redes de comunicación en un nivel superior, más integrado y más complejo que antes. Pertenecer a un pequeño mundo global nos genera la percepción de ser realmente una humanidad y que todos los asuntos que ocurren nos involucran. Ello no supone que las democracias posibles sean un producto inherente de las nuevas tecnologías. Por el contrario, la democracia global será el resultado de la lucha de los ciudadanos globales, que habiéndose apropiado colectivamente la tecnología, llevarán los procesos de comunicación y reconocimiento a nuevos niveles46.
Está en ciernes la formación de una subjetividad de especie que reclama un destino común que va más allá de los despachos de los centros de estudios prospectivos, de los intelectuales y los políticos. Es una sensación que se abre paso en la vida cotidiana. Lo global no es algo que acontece fuera de las fronteras de lo local, sino que, al contrario, sucede en el centro mismo de las localidades. Lo global se vive y es asible en lo local en una suerte de conexión que se ha denominado glocalización47, es decir la conjunción de lo global y lo local en fenómenos culturales híbridos. Lo local es la fracción que nos permite tener experiencia de lo global. Pero las capacidades de acceder a esta experiencia son desiguales produciéndose una nueva forma de estratificación mundial.
Para los que acceden a ella, el espacio ya no tiene un carácter restrictivo. Pueden transitar junto a sus propiedades de un Estado a otro y el primer resultado es que sus biografías se globalizan en un sentido positivo, ya que la riqueza y la diversidad del mundo se les vuelve accesible. Para los confinados en la localidad la porción posible de lo global se restringe al consumo de los medios de comunicación. Tanto sus cuerpos como sus expectativas de vida están amarrados al encierro de lo local. La globalización ha diluido la unidad de tiempo y espacio al proporcionar a los globales la capacidad de tránsito mundial, pero también ha creado una forma de confinamiento local, que sólo es superable a través de los flujos migratorios cada vez más rigurosos y penalizados. La globalización también ha destruido las coordenadas básicas que llevaban a formular las luchas políticas en el ámbito de los Estados nacionales. Ello hace necesario que los nuevos utopismos emergentes creen nuevas coordenadas que integren las dimensiones globales y locales no como un par de opuestos enfrentados, sino como dos momentos e instancias de la misma experiencia.
Siguiendo a Bauman, hasta ahora “ser local en un mundo globalizado es una señal de penuria y degradación social48”. La oportunidad de huir del encierro de la localidad se vive, desde la perspectiva de los pobres, como un exilio a través de la emigración forzosa, penalizada, perseguida y estigmatizada. El mundo ya no muestra su cara amable y benéfica, sino que se convierte en el menú de la represión, las fronteras infranqueables, la eterna y kafkiana búsqueda de “los papeles”. En definitiva, la condición existencial de “ilegales”. Incluso la imagen represiva por antonomasia de la modernidad, el panóptico, se transforma de acuerdo a las nuevas relaciones de la modernidad tardía. En efecto, mucho se ha dicho respecto de la ampliación de las capacidades panópticas por medio de las nuevas tecnologías, olvidando cual era el objetivo primigenio con el cual se concibió tal dispositivo. El panóptico fue eficiente para la articulación supralocal de amplios territorios y para disciplinar y homogeneizar las fuerzas de trabajo mediante la introyección de la vigilancia. Era en rigor un dispositivo adecuado a una era de producción y trabajo localizado, que más tarde encontraría su empalme productivo en el fordismo. Sin embargo, el panóptico queda desfasado en sus objetivos e instrumentos en una sociedad de consumo, de individuos con capacidades de transitar globalmente desligándose del territorio y otros encerrados en la localidad. Se ha indicado que las bases de datos ocuparían el lugar del panóptico como una forma adecuada de control en las sociedades de consumo. Pero, como indica Bauman, las bases de datos tienen una lógica diferente, ya que registran información en función de diferenciar perfiles para la segmentación del mercado. No trabajan con la homogeneidad, sino con la producción de diversidad y sus matices cualitativos en nichos de mercado cada vez más precisos.
Pero Bauman sólo nos indica la cara de acceso de este fenómeno. En esta faz los consumidores están gustosos de figurar en las bases de datos, porque eso los confirma en sus capacidades de consumo y sus posibilidades de acceder a las mercancías y el transito global. El no aparecer en las bases de datos implica una deficiencia, ser consumidores defectuosos. La integración en ellas otorga libertad de movimiento y consumo, conservando a los globales dentro del mercado y expulsando a los locales que no tienen nada digno de ser registrado49. Pero Bauman pasa por alto que esa carencia se ha revelado como valiosa para mantener a los locales en su condición de tal. En efecto, proliferan las bases de datos que tienen un carácter eminentemente excluyente y represivo. Esto es lo que podríamos designar como la faz de negación del acceso50. Profusas bases de datos que registran a los catalogados como indeseables para impedirles el paso. Allí el paradigma básico es el de los flujos migratorios, su regulación y represión.
En consecuencia, las bases de datos cumplen funciones distintas a las asignadas tradicionalmente al panóptico. Éste era un instrumento de optimización del dominio territorial. La modernidad tardía ha creado sus propios instrumentos, que en algunos casos, funcionan en un sentido inverso al panóptico. Es el caso del sinóptico51 que integra a los medios de comunicación tradicionales y los surgidos de las nuevas tecnologías de la información. Este dispositivo, global por naturaleza, invierte las relaciones entre vigilantes y vigilados, ya que forma un medio interactivo unidireccional. Mientras el panóptico funcionaba mediante la coerción que obligaba a los individuos a permanecer en un cierto espacio para ser vigilados, el sinóptico los seduce para permanecer capturados como observadores. En dicho proceso son formados como consumidores, que crean su identidad a partir del menú de los estilos de vida52.
La globalización muestra que la modernidad tardía trae aparejada otro modo de formación del sí mismo, que ya no tiene como referente el arquetipo estatal y nacional, sino uno nuevo que se ha liberado del territorio como fuente de identidades. La consecuencia más importante es que el sí mismo no está ya atravesado por las múltiples tensiones de las narrativas diferentes y enfrentadas que le ofrecían relatos posibles para su autoconstrucción. Otra diferencia relevante es que la tendencia a la hegemonía acepta un patrón de diversidad en vez de tender a la consolidación de homogeneidades inmutables. La diversidad se instala definitivamente como una característica cultural de la modernidad tardía, pero dicha diversidad sólo es posible al interior del consumo y está regulada por los amplios dispositivos disciplinantes del mercado.
Cuando señalo el papel central del consumo no me refiero a los actos limitados de la compra y la venta, sino que al proceso de resignificación intensiva, incesante y dinámica del mundo bajo la categoría omnicompresiva de la mercancía53. La observación heideggeriana respecto de que todo lo real aparece bajo la determinación de lo dispuesto se nos presenta hoy como absurdamente pueril e incompleta, ya que nada nos dice de los mecanismos que invaden las entidades y las vuelve algo dispuesto. La condición según la cual toda entidad se vuelve mercancía aparece con todas sus implicancias conceptuales en la revolución industrial, pero sólo la modernidad tardía realiza esa categoría al extenderla en términos prácticos a todas las esferas. Está dentro de las lógicas del capitalismo desde sus inicios que la totalidad del mundo emerja ante nosotros como un inmenso espacio para ser consumido y que en ese proceso nos definamos, creemos nuestras subjetividades y nuestras relaciones existenciales.
Lo que observamos es un inmenso salto cualitativo de la mercancía como agente resignificador, al tiempo que los mercados subsumen nuevos territorios geográficos y vitales. El cambio consiste en que las dimensiones de la propia vida se convierten en objeto de consumo. Por lo tanto, las diversidades de los estilos de vida, las formas de construcción de subjetividades, no pueden escapar al marco categorial del consumo. Al contrario, son definidas desde él. La multiplicidad es, por ende, una determinación emergente del capitalismo tardío que requiere de un dinamismo incesante de los mercados. Ello nos impone la necesidad de readecuar la tradicional lectura proveniente de los análisis sobre el totalitarismo y la teoría crítica, que supone que el capitalismo lleva a cabo una incesante labor de homogeneización de la cultura, al modo de un colectivismo de las grandes corporaciones54. La modernidad tardía trastoca la dialéctica de la Ilustración, así como su concepto de totalidad. Ésta ya no es un mar de homogeneidad estática y totalitaria, al estilo de lo que fue el nazismo o el estalinismo. Es algo mucho más complejo, que radica en un dinamismo que se sostiene en las diferencias que aportan nuevos elementos inéditos a la circulación de las mercancías. Todo un archipiélago de valores agregados, en juegos de sinergia e hibridación.
La formación de identidades en la modernidad ilustrada tendió a un punto ideal de quietud infinita, donde el poder detenía el flujo del cambio, de la historia como el acontecer de la lucha política. La modernidad tardía, en cambio, se caracteriza por una formación del sí mismo diferente, ya que pone en ejercicio una estructuración que implícitamente inserta en sí el dinamismo de la diferencia, el caos de lo opuesto. Se dirige a mantener el marco rígido del capitalismo para que dichas diferencias fluyan desde el suelo de lo local a su plena inserción como mercancía en lo global. Ciertamente esta nueva forma también pretende la clausura del tiempo, particularmente la de la historia política bajo la imagen de la paz perpetua, pero no la de Kant, sino la de una nueva formación imperial. En efecto, es condición de la definición del poder intentar crear las condiciones para su perpetuación, lo que implica socavar la comprensión de la historia como permanente transformación.
La modernidad tardía asumió la fractura política y trascendental del progreso como eje de su idea de historia. Consecuentemente, su noción de progreso está restringida al aumento de la espiral del consumo, en el contexto de una sensibilidad temporal impregnada por el concepto de la moda. Un juego a la vez espectral y significante, económico y cultural, inclusivo y excluyente, local y global que sabe mantener una esfera dinámica en lo social. El capitalismo tardío ha hecho que la modernidad deje atrás la aspiración a una realización pétrea, como fuente inmutable de estabilidad. Con ello reconoce que acoge la necesidad de una cierta movilidad constituyente, un caos autoproducido, tolerado e inducido que amplía los horizontes, al tiempo que diversifica los objetos sobre los que recae. La transición hacía una fluidez ontológica es un proceso que tiene dimensiones mucho más amplias que las económicas. Es más, se produce una fusión de las esferas económicas, culturales y políticas55.
Beck notó que la globalización requiere de un cambio axiomático del paradigma nacional-estatal, basado en la elección esto o eso, propio de las fronteras e identidades bien delimitadas y pretendidamente impermeables a la polisemia y la incertidumbre. La nueva axiomática global se basa en el enlace esto y eso. Un cambio donde las categorías no son sustituidas unas por otras, sino que se suman a las ya existentes, haciendo visible la proliferación de la hibridación56 en los objetos, porque los instrumentales analíticos son también híbridos. Ellos forman parte del objeto analizado57. La globalización de la modernidad tardía no puede acontecer sin una hibridación cultural de profundas repercusiones y con un carácter asimétrico basado en la hegemonía de las culturas occidentales.
Así, lo político es necesariamente global, ya que las decisiones locales no pueden permanecer en el encierro de la particularidad. Ya no es posible el solipsismo del circuito cerrado de los mundos comunitarios al margen de lo global. La globalización en este sentido produce universalismos y particularismos, vínculos y fragmentaciones, centralización y descentralización, conflictos y conciliaciones e igualmente produce en las izquierdas la nostalgia del Estado social y en las derechas conservadoras, aún no lo suficientemente enteradas, una nostalgia del Estado nacional58. Esta apertura forzada se vive -y seguirá siendo así durante largo tiempo- como una catástrofe y el comienzo de la desintegración del viejo terruño. La pérdida del arraigo como fuente de la identidad y los proyectos de vida. Sin embargo, también existe un pequeño, aunque importante margen para que estas aperturas sean un comienzo de otras formas de construcción de identidades basadas en el viaje, la hibridación y la mezcla más allá de las fronteras. Esto conlleva un carácter de presencia en varios lugares a la vez, una capacidad de ser translocal, que permite la autoexploración de sí a través del viaje en medio de mundos diversos. Por tanto, lo global no es un espacio separado de las localidades, es justamente la comunicación intensiva de ellas59. En este sentido la globalización a pesar de todos los temores ya mencionados, nos trae la posibilidad de recrear nuestras lecturas de la emancipación desde un punto de vista diferente al tradicional, ya que la imagen de una sola humanidad, con una unidad de sentido y futuro, ha pasado de ser una idea abstracta a una necesidad política y ética de primer orden.