Desde la perspectiva de la psicología fenomenológica, las historias creadas por las narrativas construyen la morada humana: «Historias son habitaciones. Vivimos en y a través de historias. Ellas conjuran el mundo» (Mair, 1988: 127). La narrativa se inserta en la psicología en el sentido de que permite conocer el mundo humano: «No conocemos el mundo de otra manera que por las hitorias que sobre él se cuentan» (Mair, 1988: 127). Mismo si las historias narrativas tienen diversas formas –poesía, teatro, cuento, novela...– ellas hablan de un mundo, concretamente de una relación con este: «cada historia habla de un mundo o de una relación con él» (Mair, 1988: 131). Se trata de una psicología de la conversación, del entre-dos ("between"), de la habitación humana más que de una psicología estadística de los hechos: «la psicología es esencialmente una disciplina narrativa» (Mair, 1988: 127). Una psicología que está más cerca del arte que de la ciencia natural: «Está más cerca de aquello que tradicionalmente llamamos arte […] que de la ciencia» (Mair, 1989: 44). Esta psicología se presenta concernida por la significación, el sentido y la intención, es decir por aquello que pasa entre los seres humanos.
Desde esta perspectiva, la psicología refiere a una búsqueda de la comprensión del fluir de las cosas a través de formas narrativas. En una disciplina concernida por la conversación, el dominio de la narrativa resulta crucial para el comienzo de la comprensión de la experiencia humana. Implica hablar con el otro dentro de un marco de hospitalidad, es decir, de una relación entre anfitrión e invitado.
Esta psicología de la conversación debe desarrollar sus propios métodos, es decir sus propios caminos de ir en busca de algo. Algo que en las cuestiones humanas refiere a la verdad
–aleteia– que no es sino la desocultación y en consecuencia, fuente de conocimiento (Gadamer, 1998). Hay que crear un espacio para que ciertas cosas de la realidad, a menudo invisibles, silenciosas, puedan tomar forma y manifestarse: «la realidad nos llega metaforicamente» (Mair, 1989: 214).
Se trata de una psicología que busca conocer la realidad intersubjetiva del mundo humano a través de la comprensión. Hablamos de una disciplina de la habitación, de la hospitalidad, de la conversación y no de una ciencia pura o experimental. Una disciplina concernida por lo secreto y lo revelado, lo directo e indirecto, lo aparente y lo oculto, concernida por el conocimiento del mundo que incluye al mundo humano. En esta psicología de la conversación, contar y vivir están íntimamente relacionados. A esta psicología le concierne el acto de hablar de nuestros mundos a partir de y en los cuales conocemos; busca hablar de lo invisible, de lo que ocurre en ese espacio intermedio (“between”) invisible que funda la morada humana. Desde esta perspectiva, las narrativas representan el fundamento de la habitación humana: «...como vigas en una casa: no expuestas al exterior, ellas son la estructura por la cual la casa se tiene junta de manera que la gente puede vivir en ellas» (May, 1991: 15).
Merleau-Ponty y Strasser han preconizado que la existencia deviene humana en interacción con la realidad y como tal se extiende desde el plano objetivo del campo físico al plano lingüístico de la expresión. El dominio lingüístico no es un lugar sino una actividad, una creación de sentido de la existencia; proceso similar al de la creación de una obra literaria. El ser humano es «... una construcción de sentido encarnada, incorporada; esto es, una forma de ser primaria y expresiva1» (Polkinghorne, 1983: 126). Acción y palabra están estrechamente vinculadas en la existencia humana: «es por el verbo y el acto que nos insertamos en el mundo humano y esta inserción es como un segundo nacimiento» (Arendt, 1961: 233). La acción deviene expresión de la existencia humana y como tales acciones deben ser leídas e interpretadas: «actuar es como escribir una historia y comprender la acción es como llegar a interpretar una historia» (Polkinghorne, 1988: 142).
El término fenomenología aparece por primera vez en la historia de la filosofía en los trabajos teóricos de J.H.Lambert sobre la ciencia (“Le nouvel organon”), en el siglo XVIII (De Waelhens 1988), en los cuales dicho término cobra el sentido de doctrina de la apariencia. Posteriormente encontraremos el término fenomenología en Kant (“Premiers principes métaphysiques de la science de la nature”), en Hegel (“la fenomenología del espíritu”), en Hartman (“fenomenología de la consciencia moral”), pero será Husserl, en los comienzos del siglo XX, quien desarrolle verdaderamente el significado de la fenomenología (Misiak & Staudt, 1973).
Desde sus orígenes, la fenomenología se ha centrado en la significación, el sentido, para lo que ha desarrollado toda una lógica descriptiva, rompiendo así con la concepción clásica de la epistemología y de sus teorías tradicionales. En este sentido, la fenomenología se presenta como un movimiento alternativo a todas aquellas corrientes de pensamiento, tales como el empirismo, el idealismo o el realismo, las cuales, sin excepción, proponían una ruptura entre sujeto y mundo, entre consciencia que percibe y objeto percibido (Deschamps, 1993). La fenomenología introduce como ‘objeto’ de estudio la relación, para lo que se acuña el término de intencionalidad, pues la consciencia es siempre consciencia de algo o alguien. Ese lazo que une la consciencia y el mundo es la intencionalidad, cuya manifestación viene dada por el sentido (Husserl, 1962). Es por ello que la fenomenología se centra en la elucidación del sentido, de la significación.
El concepto de intencionalidad supone uno de los aspectos centrales para la comprensión de la fenomenología, sobre todo desde Brentano y Husserl. Y es que, sobre esta noción, descansan dos pilares fundamentales de la fenomenología: por un lado, su objetivo de llegar a las cosas mismas, aprehenderlas, a través del estudio de la consciencia. Y, por otro lado, la pretensión de validez del conocimiento adquirido por esta vía (Bachelor y Joshi, 1986).
Rescatado de la filosofía escolástica por Brentano y más tarde por Husserl, el término intencionalidad, en su sentido descriptivo, significa que la consciencia no es un contenido sino más bien una ‘intención de significación’. Se trata de una tensión de la consciencia hacia aquello que pretende significar. Así, la fenomenología pone el énfasis sobre esta particularidad propia y general que tiene la consciencia de ser consciencia de algo, de estar en presencia de algo más que de sí misma. Esto es, la fenomenología introduce la relación con el mundo como terreno de estudio. De ahí la doble función de la fenomenología de volver a las cosas en sí mismas o entenderlas a través del estudio de la consciencia y, por otro lado, de validar el conocimiento adquirido por este camino (Misiak y Staud, 1973).
Sin embargo, Husserl se aleja de este objetivismo escolástico de Bretano al poner el acento sobre la intersubjetividad: las cosas existen en la medida en que se es consciente de ellas y, en consecuencia, la verdad de las cosas parte de la percepción que se tiene de ellas (Moustakas, 1994). Lo que emana finalmente del concepto de intencionalidad de Husserl es la idea de relación: aquello que tiene lugar entre la consciencia (ser) y aquello que aparece ante ella, esto es el fenómeno. Es precisamente en esta relación entre el ser y la apariencia que la experiencia adquiere un sentido, un significado, y la fenomenología consiste esencialmente en describir las cosas y las estructuras de la consciencia que las conoce; de ahí la indispensable exploración del mundo experiencial.
Dado que la experiencia es significativa tanto por uno mismo como por los otros, la experiencia que tiene uno no tiene sentido a menos que esté en relación con la experiencia de otros, lo cual permite que dicha experiencia se transforme; se trata de un conocimiento intersubjetivo en el sentido de comprensión recíproca de la experiencia. De ello a formular que la experiencia no adquiere sentido sino en relación con los otros, no hay mas que un paso, puesto que el mundo es concebido como una «comunidad de personas» (Moustakas, 1994: 57), y es ‘entre’ estas personas que el sentido de la experiencia y el mundo mismo se configuran como espacio habitable. Es precisamente este paso el que da Heidegger, quien, al desplazar la reflexión fenomenológica de la consciencia a la existencia, propone la noción practicamente intraducible de dasein, traducido como estar-en-el-mundo (Heidegger, 2001). No se sabría construir esta presencia en el mundo ni pensarla fuera de la relación con los otros. La persona humana está situada entre las cosas del mundo, en medio, y construir o hacer aparecer es habilitar un espacio y habitarlo (Heidegger, 1958). Ese estar presente en medio del mundo, de las cosas, de las personas deviene la condición necesaria de la existencia propiamente humana y es la relación con el otro lo que permite estar presente en el mundo y habitarlo (De Waelhens, 1982: 240).
Hablar de psicología fenomenológica o de fenomenología psicológica resulta, en cierto modo, redundante si se consideran los orígenes filosóficos de la psicología, teniendo cuidado, sin embargo, de distinguirla de aquello que Husserl definió como ‘psicologicismo’, es decir «un naturalismo que reduce las leyes lógicas a generalidades aproximativas» (Dugué, 1990: 2112).
Husserl se describía a sí mismo como un «psicólogo descriptivo» (Spiegelberg, 1972: 7), aunque su intención estaba lejos de pararse en la descripción. En él, la fenomenología tenía una doble finalidad: la de recoger todas las experiencias concretas del ser humano tal y como se presentaban en la historia, y no solamente las experiencias del conocimiento, sino las de vida y en un segundo momento encontrar en el desarrollo de los hechos un orden, un sentido, una verdad intrínseca; una orientación tal que el desarrollo de los eventos no aparezca como una simple sucesión (Huisman, 1984). Merleau-Ponty, a quien, volveremos más tarde, al igual que Husserl, resiente la urgencia de pensar en el fundamento de la filosofía, de la ciencia, de las ciencias del espíritu y de la racionalidad de los hechos. Ambos autores, de alguna manera, han relacionado en su investigación la búsqueda de sentido y el acto fundamentalmente relacional en que consiste la percepción.
El filósofo Max Scheler prestó especial interés a la psicología: «desde los orígenes, las cuestiones que conciernen al hombre y a su estatus en el mundo me ocupan más que cualquier otra cosa» (Huisman, 1984: 2320). Es por la relación intencional a los valores en el área emocional de la vida del ser humano que Max Scheler hace coincidir psicología y fenomenología (Spiegelberg, 1972).
Si bien Heidegger se presenta como un firme detractor de la psicología o, quizás más preciso, del ‘psicologismo’, por la incapacidad de dicha disciplina o perspectiva para explorar las formas básicas del Ser, no duda en tratar desde la perspectiva fenomenológica cuestiones psíquicas como la ansiedad, el miedo, los cuidados (care) en tanto que preocupaciones del ser-en-el mundo (Spiegelberg, 1972). Heidegger, situando la psique del ser humano en un contexto cósmico, se interroga sobre el lugar del ser en el mundo (Spiegelberg, 1972).
La fenomenología francesa ha contribuido enormemente al desarrollo de la psicología gracias, sobre todo, a los trabajos de Maurice Merleau-Ponty. Estudiando los trabajos de Guillaume sobre el comportamiento de los niños, los de Lagache sobre las alucinaciones verbales y la palabra y las reflexiones de Wallon sobre la imitación infantil, Merleau-Ponty da una importancia clave «a la psicología de la forma y a la significación de la relación con el otro, considerada como constituyente de mi propia percepción y del descubrimiento de mi mismo» (Huisman, 1984: 1813). Según Spiegelberg (1972), Merleau-Ponty concibe la percepción como una forma por la cual nos relacionamos con el mundo. Atribuye al mundo percibido una especie de interioridad, de transcendencia que diría Husserl. Y es desde dicho interior que percibo el mundo. Se trata así de un acto existencial por el cual atribuimos un sentido a la experiencia tal y como ésta se nos presenta, un acto en el cual nosotros nos comprometemos. En su obra “La Structure du Comportment” (1990), Merleau-Ponty opone su concepción del comportamiento a la de la psicología americana conductista. Como Sartre, concibe la consciencia humana como completamente libre; es ella la que nos da un cuerpo y no a la inversa. Desde esta perspectiva, no hay oposición entre cuerpo y alma, entre la unidad intelectual y la multiplicidad espacial: «hay una identidad natural entre la consciencia y el mundo y es por ella que se puede comprender al hombre» (Huisman, 1984: 1812). En este sentido, el comportamiento emerge como «una gestalt o forma que integra inextricablemente el fenómeno externo y el fenómeno interno, la consciencia y el movimiento» (Spiegelberg, 1972: 26).
También desde la esfera francesa, Paul Ricoeur representa otro de los grandes fenomenólogos que realiza una importante aportación a la psicología y a la relación entre ambas.
Heredero a la vez de Husserl y de los filósofos existenciales como Marcel, Sartre, Mounier y Jasper, alarga el sentido de la reflexión en dirección a una hermenéutica filosófica en diálogo con la fenomenología de la religión, la lingüística, el psicoanálisis y la exégesis bíblica (Huisman, 1984). La perspectiva hermenéutica, aquí, encarna una filosofía de la reflexión que acepta dejarse sorprender por el símbolo de donde emerge (Huisman, 1225). Dicha perspectiva se propone analizar la estructura semántica en sus diferentes lugares de emergencia: el simbolismo del mal, el lenguaje del deseo, las producciones del imaginario poético. Para ello, Ricoeur se inspira de dos grandes movimientos del siglo XX en materia de epistemología de las ciencias humanas: el psicoanálisis freudiano y el estructuralismo de Foucault. Ricoeur lee el pensamiento freudiano en filosofía y, lejos de seguirle, se entretiene en la semántica del deseo para desligarla de la arqueología del sujeto de la cual Freud se hace heraldo, una teleología (especulación sobre la finalidad) portadora «de significaciones proféticas de lo sagrado» (Ricoeur en Huisman, 1984: 2226). La orientación filosófica de Ricoeur alcanza su punto culminante en su teoría de la metáfora, que se sitúa a diferentes niveles: la palabra, la frase, el discurso. Ricoeur entiende la metáfora como un instrumento lingüístico que permite «soldar las capas profundas de lo real» (Huisman, 1984: 2226), pues la metáfora posee una referencia que puede conducir a una comprensión fecunda de la realidad.
En resumen, desde Hegel, autor que desencadena el interés filosófico por la consciencia humana, hasta Paul Ricoeur –pasando por autores clave ya citados– la preocupación filosófica o el objeto de investigación en su versión fenomenológica recubre notoriamente el campo de la psicología que empuja su propio estudio más allá de las fronteras de la consciencia para comprender las estructuras del desarrollo y del funcionamiento de la psique. Tanto los filósofos fenomenológicos como los teóricos de la psicología existenciales realizan su investigación al margen de la moda positivista, la cual, al modo en que las ciencias naturales realizan sus investigaciones, tiende a interesarse en el comportamiento humano en tanto que objeto de observación cuantificable, dejando a otras disciplinas emparentadas (sociología, antropología, criminología, etc.) el cuidado de estudiar otros componentes de la existencia humana. Así pues, dentro de la psicología, en donde confluyen diferentes orientaciones entre las cuales destaca la existencialista, radicalmente diferente en el plano epistemológico de la fenomenología filosófica, comparte con ella, sin embargo, el considerar el fenómeno psicológico como un fenómeno global de la experiencia con múltiples componentes actuales y arcaicos, personales e históricos, reales y simbólicos.
Para comprender el mundo, las personas, los fenómenos psicológicos, hay que llegar a encontrase con ellos. Se trata de un encuentro que parte de la pregunta ‘¿Quién eres tú?’ (Jager, 1996: 26). Y esta pregunta nos plantea una actitud particular para que el sujeto de la conversación emerja.
Habitar el mundo, umbral, anfitrión e invitado, conversación, encuentro, son metáforas que permiten visualizar la atmósfera en la que esa comprensión (encuentro) es posible.
La fenomenología busca la creación de nuevas metáforas que, sin salirse del mundo científico, describan los fenómenos humanos. Haciéndose eco del sentido de esta creación, la fenomenología busca ese camino por vías diferentes a las planteadas por las ciencias naturales. Puesto que los fenómenos humanos son ante todo culturales, la fenomenología plantea no salirse de este marco cultural, intersubjetivo, para su comprensión.
Una de las mayores críticas realizadas a las Ciencias del Espíritu parte, precisamente, de la utilización de las ‘metáforas’ de las ciencias naturales para la comprensión de lo humano. Jager (1996), por su parte, acuña nuevas imágenes que den cuenta de lo humano, lo describan desde una perspectiva diferente. Para que el otro se manifieste, este autor acuña el término de ‘umbral’, significando un recular y abriendo así un espacio simbólico, respetuoso, en donde el otro pueda emerger en su diferencia. Ello implica una actitud de abandono o suspenso, que diría Gadamer (1995), de lo cotidiano para lo cual la metáfora de lo festivo resulta adecuada en la significación de este contexto.
En este mismo contexto, las metáforas de anfitrión e invitado nos evocan un tipo de relación primordial en la que uno y otro se encuentran regulados por unas leyes de hospitalidad que darán esa especial connotación al encuentro. Estas metáforas nos sumergen en el contexto cultural del ritual por el cual se transforma la condición natural de individuo aislado, cotidiana, en otra cultural en la que el ser queda ligado a su comunidad, adquiriendo en ese momento su condición humana.
La conversación fomenta, de alguna manera, otro arte para la creación de ese espacio donde el otro se manifiesta, respondiendo a la pregunta de ‘¿Quién eres tú?’ En ese preguntar y responder, ir y venir, se crea ese encuentro, siempre mediatizado por la palabra; encuentro y diálogo que definen la construcción de una morada. Habitar el mundo, desde esta perspectiva fenomenológica, supone crear un espacio en donde lo humano pueda emerger, es decir, donde la lucha contra lo natural cesa (Jager 1998), donde lo instrumental, cotidiano, abre paso a lo contemplativo, lo ocioso (Jager, 1997: 1996), al estar desprendido de una finalidad. Sería un estar libre, en el sentido de liberado de una necesidad o contingencia, para pasar a un estar genuino, original, como es estar en relación, motivado por el deseo y la satisfacción.
Si bien desde la antigüedad clásica, en la cual nuestra tradición occidental se enraíza (Jager, 1999), se han distinguido dos maneras de conocimiento de la realidad humana, implicando dos maneras de estar en él, de habitarlo. La modernidad intenta reducir estas dos a una sola: aquella encarnada por el espíritu de las ciencias naturales y la tecnología. El ser humano moderno pretende dominar la naturaleza, perdiendo así la dimensión contemplativa de ésta. La experiencia va perdiendo terreno en pro de la experimentación, interrogando metódicamente a la naturaleza con un lenguaje al modo en que un diccionario nos permite leer e interpretar las respuestas (Koyré, 1996). Ello conlleva la disolución del cosmos, es decir «de un mundo cualitativamente diferenciado desde un punto de vista ontológico» (Koyré, 1996: 170), siendo reemplazado por «un universo abierto, indefinido, que unifican y gobiernan las mismas leyes universales: un universo en el cual todas las cosas pertenecen a un mismo nivel del Ser» (Koyré, 1996:170). Ello significa que desaparece de la perspectiva científica del conocimiento todo aquello que refiere a los valores, lo humano, la significación, la armonía, el arte, la mitología. Todo aquello que no se puede explicar y que, por lo tanto, pertenece al mundo del misterio, es relegado a un plano.
La fenomenología pretende reconocer el valor de este conocimiento relegado en la modernidad en tanto que conocimiento verdadero basado en el diálogo, en una conversación entre seres cualitativamente diferentes. Un mundo estructurado por umbrales en donde no hay obstáculos ni problemas que resolver. Se trata de un mundo en donde la transformación cobra fuerza; en donde la conversación con el otro permite educarse y tomar consciencia de su propio lugar en el mundo. Un mundo que deriva de la capacidad humana de intercambiar y conversar –logos–, exaltando así la humanidad del ser humano. Un mundo en donde la psicología puede tener cabida como lo que es: un conversar y reflexionar –logos– sobre el alma –psique–.
La cosmología de Minkowski (1999) pretende dar cabida a estas dos dimensiones del conocimiento humano, distinguiéndolas en todo momento. Así, mientras que la perspectiva científica nos revela un universo, a través de la penetración en las oscuras leyes de la naturaleza, la otra, en donde tiene cabida la fenomenología, nos revela las relaciones entre los diferentes fenómenos. Ambas maneras, aunque complementarias, requieren de la ocultación de la otra. La una no puede estar presente al mismo tiempo que la otra; ambas maneras deben alternarse. Gustavo Adolfo Béquer ha expresado bien esta dialéctica alterna entre estas dos visiones humanas del mundo:
«Mientras la ciencia a descubrir no alcance las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo hay un abismo que al cálculo se le resista,
mientras la humanidad siempre avanzando no sepa dónde camina,
mientras haya un misterio para el hombre,
¡Habrá poesía!» (Bécquer, 1999:113).
El movimiento hacia el exterior –impulso– de la poesía, que procede de lo psíquico, nos revela, a lo más, un lado de la naturaleza humana tributario de la imaginación y por lo tanto nada puede enseñarnos de la naturaleza en sí que ella, prosaica, se ofrece solamente a la mirada científica (Minkowski, 1999).
Mientras que las ciencias naturales, para comprender deben, ante todo, separar los fenómenos del horizonte cósmico que les ha visto nacer, las humanidades, para comprender, deben situar los fenómenos dentro del cosmos, es decir, en relación hospitalaria unos con otros. Así comprender un fenómeno dentro de la fenomenología o cosmología significa encontrar una manera de representarlo, de manera que participe en una conversación que agrupa a una comunidad, construyendo así una unidad dialógica. Comprender un fenómeno natural implica despoetizar el mundo y transcribirlo en prosa (Minkowski, 1999).
Estas dos actitudes están representadas en el mito de Frankenstein relatado por Mary W. Shelley (1994) en la figura de los dos hermanos: Victor y Clerval. Mientras que Victor se dedicaba a investigar los orígenes físicos del mundo y penetrar así en los secretos de la naturaleza, su hermano Clerval se ocupaba de las relaciones morales de las cosas, de la vida, de las virtudes. Ambos hermanos estaban, sin embargo, bien unidos dentro de la unidad familiar. Sus diferencias no les impedían dialogar en el seno de la morada familiar. Sobre esta unión armoniosa entre diferentes, Isak Dinesen también habla. En su rica novela sobre Africa, la autora nos describe dicho paisaje, su significado, desde sus relaciones con los otros. Su mundo occidental alternaba con el mundo aborigen; su mundo humano alternaba con el animal; su propio mundo en la granja alternaba con el mundo errante de sus más íntimos amigos. Su libro es un cántico a la unidad de diferentes, al cosmos, y ello lo refleja en alguno de sus pasajes:
«Su misma sensación de individualidad se iba perdiendo por las infinitas posibilidades de relacionarse que existen entre personas que pueden llegar a formar una unidad, aunque sea a través de las muchas diferencias de carácter que las separan» (Dinesen, 2000: 33-34).
Esta autora metaforiza esta unidad cósmica fruto del encuentro entre seres diferentes en la orquesta: «El descubrimiento de las razas de piel oscura fue una magnífica ampliación de mi mundo. […] Una vez que hube conocido a los nativos acordé la rutina de mi vida cotidiana con la orquesta» (Dinesen, 2000: 34). Nos transporta al mundo musical orquestado, compuesto por una unidad de instrumentos diferentes, revelando así una partitura que sólo puede ser interpretada.
La explicación científica no puede, de ninguna manera, sustituir a una comprensión cósmica. En su intento, dejará de ser ciencia para convertirse en ideología pseudo-científica, ‘cientifismo’, deshumanizando así toda existencia. Esto es lo que refleja la novela de Frankestein cuando Víctor, queriendo conocer los misterios de la creación, pasa literalmente a la acción, creando su propia criatura humana. Vivió su propia locura, la cual le llevaría a la muerte. Sus pretensiones de grandeza científica le llevaron más allá de la propia ciencia. Esta novela refleja la sobrevaloración de las ciencias naturales basadas en un modelo físico-matématico del universo; un mundo en donde la ciencia natural ha sido elevada a la categoría de Dios, queriendo eliminar toda vulnerabilidad y duda humanas:
«Bajo la dirección de mis nuevos maestros me lancé con prisa a la búsqueda de la piedra filosofal y del elixir de la vida, pero fue éste último el que no tardó en apoderarse de mi total atención […] ¡cuál no sería, en cambio, mi gloria si alcanzaba a eliminar las enfermedades de la humanidad y hacer al hombre invulnerable a la muerte violenta!» (Shelley, 1994: 46).
La concepción del mundo desde esta óptica es la de un universo lleno de obstáculos a solventar, penetrando y transgrediendo aquello sagrado, el misterio, que requiere de una nueva y diferente actitud: una actitud de respeto y de veneración puesto que se trata de lo humano.
La ideología ‘cientifista’ pretende elevar la perspectiva de las ciencias naturales a la categoría exclusiva de la única, queriendo así explicar desde esta perspectiva, no solamente el mundo natural, sino el humano, excluyendo así toda referencia a la intersubjetividad. Sin embargo, necesitamos de otra perspectiva que la natural para abordar el conocimiento del mundo humano que está más allá de lo natural:
«…los nitratos no son la tierra, ni tampoco lo son los fosfatos; y la longitud de la fibra de algodón no es la tierra. El carbono no es un hombre, ni lo son la sal, el agua, el calcio. Él es todo eso, pero también mucho más, mucho más; y la tierra es mucho más que lo que revela su análisis. El hombre […] es más que sus reacciones químicas. […] el hombre que es algo más que los elementos que lo componen conoce la tierra que es más que un análisis de componentes» (Steinbeck, 1997:200).
Las ciencias humanas –y dentro de éstas, la psicología– han adoptado una única perspectiva que anula por completo la perspectiva humana de la habitación. Dicha disciplina ha tomado al hombre como objeto de estudio, desconectándolo de las leyes y prácticas de la hospitalidad, despojándole de esa otra dimensión intersubjetiva para someterlo a una objetividad neutral propia de las ciencias naturales. Lo ha extraído del mundo en el cual nace para colocarlo en otro mundo suspendido en el vacío que deja la ausencia de relación hospitalaria al otro. Lo han despojado de su morada, de su habitación, de su casa, condenándolo a errar en un mundo intemporal y sin historia.
Tomando esta perspectiva como la única, estas ciencias no sólo han contribuido bien poco a comprender aquellos fenómenos humanos relacionados con la cultura, como son la literatura, la arquitectura, el papel que juegan ciertos rituales en la vida humana, la religión y los mitos, sino también aquellos fenómenos humanos que conciernen otras ‘creaciones’ imaginarias patológicas. La novela de Marie Cardinal (1987), “Les grands désordres”, nos revela la imposibilidad de comprender la patología adictiva únicamente desde la perspectiva naturalista propia del científico. Para comprender, para que el mundo adquiera un significado coherente y ordenado, a la protagonista, Elsa, le hizo falta aprender a alternar este mundo con el otro, aquel gobernado por la hospitalidad, por el encuentro con el otro, por la comunidad. Ello supuso a Elsa el abandono de la concepción ‘cientifista’ y mecanicista del hombre para adentrarse en el mundo mágico de la literatura, un mundo en donde la conversación con el otro, el lector, le llevaría a recuperar su dimensión plenamente humana.
La psicología fenomenológica pretende investigar siguiendo el método de las ciencias humanas; aquel próximo al de la literatura y el arte en general en donde se crean espacios de habitación y relaciones intersubjetivas, estructuradas por un umbral, de manera que invitado y anfitrión formen ambos un par cósmico, esto es la fenomenología.
Una metáfora literaria representando estas ideas la encontramos en la novela de Michel Tournier “Viernes o los limbos del pácifico”, la cual desarrollamos a continuación.
En el libro “Viernes o los limbos del pacífico” de Michel Tounier (1999), Robinsón, tras su primer intento fallido de evadirse de la isla en la que había naufragado, intentará habitarla, morarla. Con ese fin, en un primer tiempo se dedica intensamente a cultivar la tierra, a domesticar algunos animales de la isla, a fabricar herramientas, a levantar edificaciones diversas; todo ello imitará la civilización de la que bruscamente fue apartado, albergando en él la esperanza de recuperar su propia humanidad perdida. Más se afanaba Robinsón en domesticar la isla, más deshumanizado se sentía; más la isla aparecía domesticada, más salvaje se volvía él. Esta sensación le hacía trabajar aún con más ahínco. Su agenda rutinaria y cotidiana estaba completamente llena de numerosas actividades llevadas siempre en completa soledad y, por lo tanto, carentes de sentido. Un día, habiéndose olvidado de cargar la clepsidra que le marcaba los diversos ritmos, siempre de trabajo, el tiempo se detuvo y con él, todas sus actividades laborables:
«El tiempo quedaba suspendido. Robinsón estaba de vacaciones. Se sentó al borde de la cama. […] Saboreó con arrobo el hecho de que a partir de ese momento no dependería más que de su voluntad tapar la clepsidra y suspender así el vuelo de las horas…
Se levantó y se dirigió hacia la puerta. El desvanecimiento de felicidad que le embargó le hizo tambalearse y le obligó a apoyarse con el hombro en una de las jambas. Más tarde, al reflexionar sobre aquella especie de éxtasis que le había embargado y tratando de darle un nombre, lo llamó un momento de inocencia. Había creído en un primer impulso que la detención de la clepsidra no había hecho más que aflojar las redes de su empleo del tiempo y detener la urgencia de sus trabajos. Pero ahora se daba cuenta de que aquella pausa no era exclusivamente un acontecimiento suyo, sino de toda la isla. Se podría decir que las cosas al cesar de pronto de inclinarse unas hacia otras orientadas por su utilización –y su usura– habían regresado a su esencia; las cosas manifestaban todos sus atributos, existían […] ingenuamente, sin otra justificación que su propia perfección. […] Había algo de felicidad suspendida en el aire y, durante un breve instante de indecible alegría, Robinsón creyó descubrir otra isla tras aquella en la que pensaba solitariamente desde hacía ya tanto tiempo: otra isla más fresca, más cálida, más fraternal, enmascarada habitualmente por la mediocridad de sus ocupaciones. Descubrimiento maravilloso: ¡era posible, por tanto, escapar a la implacable disciplina del empleo del tiempo […] Era posible cambiar sin decaer. Podía romper el equilibrio obtenido con tanto trabajo y superarse […] Indiscutiblemente acababa de franquear un grado en la metamorfosis que minaba la parte más secreta de sí mismo» (Tournier, 1972:102-103).
Lo que Robinsón descubrió fue la transformación de la vida cotidiana en un mundo festivo. Este nuevo horizonte apunta más allá del mundo laboral y cotidiano, hacia un mundo organizado de manera diferente, en el cual es posible el encuentro con el otro y cultivar relaciones íntimas. En vez de una naturaleza, se nos aparece un paisaje, la isla, con el que podemos dialogar, entrar en contacto, admirar y dejar que nos hable: «Se hallaba en la otra isla […] Sentía, como nunca anteriormente, que estaba acostado sobre la isla, como si estuviera sobre alguien[…] ¡era tan vivo! La presencia casi carnal de la isla contra él, le calentaba, le emocionaba» (Tournier, 1972: 135). Es en este sentido que, tanto los otros seres que rodean nuestro mundo como la propia naturaleza, adquieren otra condición: la de ser invitados ante nuestra presencia como anfitriones.
Ahora bien, acceder a este otro mundo requiere de la suspensión del ritmo cotidiano; recular respecto de todo aquello que está inmediatamente ante nuestros ojos; separarse de lo que somos naturalmente. Dicha separación abre un espacio de silencio a fin de que la presencia del otro, invitado, emerja; abre un silencio en el cual la palabra del otro presente puede tener su lugar. Es en ese entre-dos que la existencia adquiere cuerpo, presencia no para aportar necesariamente nada material sino simplemente testificando a su vez la presencia del otro.
De esta manera, podemos decir que las tareas cotidianas tienen como finalidad el dominio y la destreza de un universo hostil para así levantar un lugar seguro en el cual vivir. Para ello, entra en juego nuestra fuerza física y nuestra inteligencia natural, de manera que permita desarrollar técnicas que ayuden a vencer la resistencia natural. Sin embargo, todo este trabajo tendrá sentido dentro de otro mundo en donde estas tareas se transformen en una llamada y respuesta de alguien, esto es, dentro de una conversación entre vecinos. En el universo natural, la relación con el mundo viene determinada por su finalidad de dominarlo, por lo que dicha orientación hacia el mundo viene determinada por su utilización. El mundo festivo, ese horizonte que se abre ante nosotros, nos dirige hacia tareas culturalmente diferentes cuya esencia se expresa en el establecimiento de relaciones hospitalarias, en la creación de moradas en donde es posible el encuentro entre los seres humanos y construir un mundo humano común.
En la vida cotidiana habitual nos aferramos a un universo natural en donde buscamos entender causas y efectos, ayudándonos de una tecnología, para así incrementar el dominio sobre el universo natural y material. En el mundo festivo, las tareas culturales crean espacios habitables en donde los encuentros son posibles por el puro placer de estar. Estos espacios habitables son modelados sobre la base de la imagen metafórica de una casa con ventanas y puertas que comunican exterior e interior, unos habitantes con otros. Tanto la casa en sí como estos lugares de encuentro representan umbrales que nos ayudan a pasar de un habitáculo a otro, de una dimensión privada a una pública, de anfitrión a invitado, de una actividad a otra. Los umbrales son esos momentos construidos de silencios; esas pausas que dan perspectiva a una conversación, extendiendo ante sí un espacio dado y ofrecido al otro. Son esos momentos de duda y ambigüedad propios de la presencia ante el otro. Constituyen esos momentos siempre ambiguos ante un encuentro en donde siempre cabe resbalarse o echarse atrás. Estos momentos tan precisos y frágiles de los encuentros son descritos con gran agudeza por la poetisa danesa Isak Dinesen:
«Para figurarse una conversación con Kamante hay que imaginarse una pausa larga y grávida antes de cada frase, como si tuviera una profunda responsabilidad. Todos los nativos son maestros en el arte de las pausas y de este modo dan perspectiva a una discusión» (Dinesen, 2000: 65).
No se trata de atravesar literalmente el vestíbulo –hall– como si de un obstáculo se tratara, sino más bien de abrir un espacio ante sí, capaz de albergar al otro. Ello requiere una actitud de abandono, de don, con el fin de no apropiarse del otro como si de un objeto rutinario se tratara. Exige además una gran responsabilidad: la de dar respuesta a la demanda del otro. Estos encuentros toman así el cariz de celebraciones, de acontecimientos que se desarrollan después de haber traspasado el umbral: «las visitas de mis amigos eran siempre alegres acontecimientos» (Dinesen, 2000: 220).
Estos dos mundos, laboral y festivo, de conquista de un mundo material y de estructuras habitables, independientemente de las diferentes actitudes que ambos implican, forman una unidad, un cosmos. Se complementan y refieren constantemente uno al otro, formando el mundo humano. Así como durante las fiestas, nunca perdemos de vista nunca el horizonte laboral y su eventual retorno, de la misma manera el mundo laboral no sería tal sin la perspectiva festiva. Esta alternancia de lo festivo y lo laboral es determinante de la condición humana, ocasionando perjuicios para aquellos seres humanos que han decidido vivir en una sola dimensión. Mientras que unos quedan atrapados en el mundo cotidiano, otros quedan atrapados en un mundo de constante ensoñación. Esta alternancia entre estos dos tiempos es tan fundamental que debemos pensar en la habitación humana en general como el discurrir de un diálogo entre estas dos maneras de vivir el mundo. Podríamos avanzar toda una teoría de psicopatología construida sobre esta incapacidad de alternar, tanto en la persona como también en otros ámbitos científicos, políticos o artísticos. En este sentido, existen doctrinas que pretenden explicar la realidad humana desde un único y rígido punto de vista. Sin embargo, no podemos llegar a comprender al ser humano y su mundo, rechazando continuamente navegar entre lo laboral y lo festivo. No podemos comprender completamente al ser humano, viéndolo solamente insertado en un contexto natural, por ejemplo, en tanto que organismo químico capaz de performar tareas vitales:
«El carbono no es un hombre, ni lo son la sal, el agua, el calcio. Él es todo eso, pero también mucho más, mucho más; […]. El hombre […] es más que sus reacciones químicas. […] el hombre que es algo más que los elementos que lo componen» (Steinbeck, 1997: 200). Necesitamos comprender al ser humano como aquello que naturalmente es y cómo ese ser algo más que culturalmente deviene, esto es, como parte de un cosmos hospitalario.