Me he centrado para este análisis principalmente en las clases dictadas
por Foucault en el primer bimestre del año de 1982 en su estadía en el
Collège de France. En estas sesiones, hace notar su concepción sobre la
práctica de sí como aspecto mayormente importante que el
autoconocimiento que es, solo, una consecuencia de lo otro.
La práctica de sí surgida de la inquietud de sí no se concibe como un ejercicio de autojustificación únicamente centrada en el individuo, sino que supone la salida del individuo hacía algo más que su propia yoicidad con la intención de regresar a ella. En ese sentido, “el prójimo, el otro, es indispensable en la práctica de si”1
Para Foucault, las maneras de la relación entre el filósofo y el otro se entienden a partir del estilo de magisterio del mismo y que son: el magisterio del ejemplo (muy a la manera del aprendizaje vicario de Albert Bandura2), el magisterio de la competencia (transmitir conocimientos) y el de la turbación (socrático). El alumno necesita saber que no sabe y al mismo tiempo saber que sabe más de lo que cree.
El interrogatorio socrático o la oportunidad de generar un diálogo sobre un tópico en particular no podría hacerse sin un interlocutor, sin otro que escuche y a la vez proponga. El sujeto no debe tender hacia un conocimiento que sustituya su ignorancia sino a llegar a un status de sujeto que no ha conocido en su existencia.
El maestro es un “operador de la reforma del individuo y de su formación como sujeto”3. El sujeto no puede ser operador de su propia transformación en solitario, se vuelve fundamental el contacto con el otro que cuestiona y que motiva a la confrontación. Esta posibilidad que el mismo Foucault encuentra no se aleja de la percibida por Levinas como epifanía del rostro4, el encuentro con el otro que me conecta a mí mismo. La relación dual de yo-tu generada por Martín Buber5 no queda tampoco fuera de este ámbito propuesto.
El stultus, tratándose de una identificación de la cercanía o lejanía del cuidado de sí es el tipo de persona que permite que cualquier representación externa haga eco en su interior. Estas representaciones aceptadas se deben a una incapacidad de análisis propio del que no ha ejercido en sí ningún trabajo de reflexión filosófica. A esta situación Foucault le llama “stultitia”6 y es propia de la incapacidad de discriminar. El stultus cambia de opinión cada día y no tiene atención en sí mismo ni en su entorno.
“Querer libremente es querer sin ninguna determinación (…) y quererlo absolutamente”7 Además el único objeto que puede quererse absolutamente es el yo. La stultia es entonces no quererse a sí mismo. En estos aspectos Foucault abre las puertas a la cercanía con la propuesta sartreana pues, además de creer en un querer libre, es decir, una voluntad disculpada de las estructuras (lo cual cuestiona y tergiversa su fama como estructuralista y le lleva al posestructuralismo) también admite que la primera instancia merecidamente portadora de esa atención debe ser el yo. Aquí el yo es un yo real, no un yo diluido por circunstancias.
La sapientia será la que posee el individuo cuando ha logrado el aprecio hacía sí mismo. El individuo que interviene ante la stultia del otro, es un mediador, un interventor que promueve un nuevo estado de sapientia. No es un hecho educativo sino solo la colaboración, el tender la mano, no es indicar el camino, es promover el encuentro del camino por el otro. Tal pareciera que Foucault llega incluso a relacionarse –aunque de manera más hábilmente descrita- con el término Rogeriano de “facilitación de procesos de discernimiento”8 y no sólo el del tradicional término de “educador”.
Sin embargo, para Foucault ese mediador ha de llamarse o entender como “el filósofo”. Un filósofo que no está solo comprometido con su propia formación o liberación sino que ha entendido que su liberación no es posible sin la liberación de otros. Todo ha de iniciar en despertar, por ello, el filósofo ha de despertar primero para proponerse a sí mismo como un despertador. No se trata de inculcar cosas nuevas sino de llevar hasta las profundidades del otro consigo mismo. El filósofo entonces solo puede entenderse como un agente comprometido socialmente. En la visión sartreana la diferencia entre un científico y un intelectual radica en que el segundo a diferencia del primero no está aliado voluntariamente a un sistema y por tanto puede denunciar. El sentido de la denuncia no es otro que promover la liberación, el despertar inicial, el contacto con el día, con la luz, con la vista que desaprisiona. Nuevamente se compaginan Foucault y Sartre.
Ese compromiso social puede, para Foucault, encontrarse mediado por dos tipos de instituciones, primero se encuentra la escuela y después la consejería privada. La primera de ellas llega naturalmente a un mayor número de personas pero también a un nivel distinto de lo que lo haría la consejería privada.
Con base en Epicteto, Foucault afirma que una de las funciones del filósofo en ese proceso de acompañar a otros en la inquietud de sí mismos, es la pikra anagke9 que consiste en hacer notar a otro el error en el que se encuentra al actuar de un modo en el que cree que genera beneficios cuando solo logra perjuicios para sí mismo o para otros. Se trata de “la necesidad amarga de renunciar a lo que creemos verdadero”10. En términos sartreanos se trata de hacer notar al otro su propia mala fe, su discurso elaborado para sugestionarse de la verdad de algunos aspectos que se saben falsos en el fondo pero que representan seguridad o tranquilidad.
Afirmar la pikra anagke suele ser despreciado por aquellos a quienes se dirige tal propuesta. De ahí que Sócrates se autodenominará el aguijón y, dado que a nadie le agrada ser aguijoneado, corrió las consecuencias que todos conocemos. La mejor manera de mostrar la pikra anagke a la persona es “mostrarle que en realidad hace lo que no quiere y no hace lo que quiere”11. No hace la cosa útil que cree hacer y solo obtiene algo nocivo para sí, que en el fondo no lo desea. Para hacer notar todo esto se necesitan las “dos grandes cualidades del filósofo: refutar y encauzar la inteligencia de otro”12 y solo ahí sé es realmente filósofo.
El filósofo cuando asiste privadamente no es un conversador amistoso, sino un consejero de existencia. Esto le lleva al margen de su propia labor filosófica.
Ha de afirmarse también que cuando el filósofo forma sus propias opiniones no puede quedarse callado debe interpelar a otros a que también encuentren sus propias razones y es esa su labor política y social. Al tomar postura y hacerla notar se gana la desavenencia de aquellos con los que se muestra en desacuerdo, por lo general la cúpula de poder generando para sí mismo un recelo contundente que puede o no intimidarle.
Por medio de la descripción de Eúfrates (discípulo de Musonio Rufo en el S. I d.C), Foucault menciona la importancia de unir la filosofía con la política y la retórica; se enuncia además que la filosofía no supone rebeldía barata o terquedad, mucho menos agresividad, sino más bien congruencia de vida. De tal modo que: “la práctica de sí se liga a la práctica social (…) la constitución de la relación de uno mismo consigo se conecta, de manera muy manifiesta, con las relaciones de uno mismo con el Otro”13.
En esas relaciones es fundamental la presencia de parresia14 que equivale a la franqueza que tiene uno con el otro. Franqueza, en cuánto a honestidad en el mensaje que se envía, que puede ser denunciativo y puede o no ser del agrado del interlocutor pero igualmente se manifiesta sensiblemente, es decir, en la intención de generar algo noble y positivo. La franqueza enunciada debe ser, entonces, cimentada en una recta intención, se asocia con la ética. En otras palabras, denunciar con la única intención de dañar, sin posibilidad de propiciar crecimiento alguno, no es producto de la franqueza, sino de la imprudencia.
La franqueza no solo se encuentra en los posibles exámenes de conciencia que el filósofo facilita a su oyente, sino que también ha de estar presente en el filósofo consigo mismo. Aún sin ser mencionado por Foucault he de subrayar la importancia de la congruencia en todo el proceso de facilitar a otros el crecimiento personal y el cuidado de sí. Es decir, no hay fuerza en el mensaje si su contenido no es vivido por el emisor. Esta congruencia de hacer lo que se dice, supone también un testimonio y ese testimonio genera un carisma que a la vez da credibilidad. Por su parte, la credibilidad es poder. Y es el poder de uno sobre otro precisamente lo que empuja a que éste último haga cosas que no haría en un principio por sí mismo.
Por tanto, si la credibilidad está conectada a la congruencia, la congruencia a la franqueza y la franqueza a la recta intención, el ejercicio del filósofo como inducidor del cuidado de sí en otros ha de iniciar con el ejercicio ético del propio filósofo. Una ética entendida como el discernimiento profundo y personal, no como el seguimiento de las normas establecidas, lo cual supone la moral, no la ética.
Eso, la ética, es lo que Jean Paul Sartre intentó siempre describir, lo anheló más nunca pudo terminarlo. Es la ética anunciada al final del “ser y la nada” y que no vio nunca su consumación.
Al final, el ejercicio del filósofo no está separado del otro, de la realidad del ente próximo, del otro humano. Además, tal labor filosófica supone en el contacto con el otro, un contacto con lo social y lo político. No es el mundo el que es penetrado por nosotros, sino que el mundo nos ha penetrado, solía afirmar Merleau Ponty15. No se trata de que se desee o no ser un ente social, un ser en el mundo al modo de Heidegger, sino que aunque no se quiera ya se es. Finalmente, y por consiguiente, el mundo supone la consideración de otros y la reconsideración de uno mismo y es ahí donde la Ética se vuelve asunto ineludible del ejercicio filosófico. El actual alejamiento occidental de la capacidad de filosofar no hace más que encumbrar y mostrar a los ojos de todos (los que ven) el alejamiento del discernimiento y de la honesta búsqueda holística y vital, que supone la ética.
Arte de vivir y arte de sí mismo son idénticos en Foucault. Hay que desviarse de lo que nos desvía de nosotros mismos. Ese camino de evitar los distractores tiene su intención en el regreso a uno mismo y el “poder regresar a uno mismo es la conversión”16.
Entre aquello que nos aleja de nosotros mismos están las apariencias, ya Platón las había anunciado como uno de los motivos de la no conversión, el mundo de las apariencias es precisamente el que pisamos por lo que es necesario un fuerte trabajo de cultivo del alma. Regresar a uno mismo supone romper con las apariencias. Es evidente que esto también se asemeja en parte a la propuesta fenomenológica realizada por Husserl y ajustada después de muchas maneras por otros pensadores, entre ellos Merleau Ponty y el mismo Jean Paul Sartre.
El reconocimiento de la propia ignorancia es otro de los motivos de la conversión puesto que eso llevará a reconocer la propia vida con base a apariencias. Dos modos diversos de enfrentarse a tales apariencias son el modo platónico y el helenístico o romano. La conversión platónica supone el paso del mundo irreal al mundo de las ideas, del de abajo al de arriba. En la cultura helenística-romana la conversión supone pasar de lo que no somos a lo que somos.
Foucault propone una conversión aún distinta a la epistrophe platónica y a la metanoia cristina y le llama: “la conversión de la mirada”17. A primera vista el volver los ojos hacía uno mismo es el modo práctico de ejercer el “conócete a tí mismo” socrático. Lo que uno debe dejar de mirar para centrarse en sí mismo es el mundo general y en concreto el mundo de los otros. Cabe señalar que esta cerrazón al mundo de los otros no significa enteramente hacerlos a un lado o suponer que no existen, sino más bien no centrarse en ellos antes que en uno mismo, no poner más atención a sus defectos que los propios y , en definitiva no perderse uno mismo en las situaciones de los demás. El otro es siempre el inevitable. ¿Cómo evitar lo inevitable? Parte del otro también coadyuva al autodescubrimiento pero siempre y cuando no me deje de ver por verle, pues eso sería estar confluenciado con ello o distraído de mí. ¿Cómo explicar el obscuro placer de observar la desdicha ajena? Al menos, podría afirmar, tiene su base en la propia desatención. Cuando es mayor la curiosidad malsana por el otro que la atención a sí mismo es cuando es dañino el ver hacía fuera.
Los ejercicios anticuriosidad propuestos por Foucault son planteados como una manera de regresar la mirada hacía uno mismo. La conversión de la mirada supone entonces no solo no ver a los otros sino prestarse a verse a uno mismo en sentido de alerta y siempre en relación a las metas posibles.
Foucault centrándose en los estudios y escritos de Demetrio, el cínico, concluye que lo que vale la pena saber no es tanto las causas de las cosas, sino a la forma en que se relacionan con el mundo real actual. Le llama “saber relacional”18. Sin embargo, consideró que uno de los caminos para entender cómo las cosas se relacionan hoy con otras o cómo los conceptos se asocian a otros es precisamente indagando las causas, entonces, afirmo que si podría ser válido preguntarse por ellas. De hecho, el mismo Foucault lo hace en todas sus clases de los 80s y en todos sus libros: una revisión de algún aspecto conceptual a partir de la evolución histórica del mismo. Claro está, desemboca siempre a lo que llamó conocimiento relacional (quizás hoy llamado más apropiadamente sistémico) pero igualmente se centra en las causas, el pasado está siempre en sus relatos.
Pareciera entonces que los conocimientos que no vale la pena saber son los que no estén en relación al sujeto, que no le transformen de algún modo, independientemente de si están o no en el pasado.
Foucault termina coincidiendo precisamente con esta idea ya planteada. Finalmente, relaciona al concepto de éthos la validez o no del conocimiento. Es decir, la presencia o no del éthos es lo que puede ayudar a distinguir entre la oportunidad o no de lo que se conoce. El éthos es aquí entendido como “la manera de ser, el modo de existencia de un individuo”19. Por ello “el conocimiento útil es (…) a la vez relacional y prescriptivo, capaz de producir un cambio en el modo de ser del sujeto”20, por tanto ese será el conocimiento etopoético.
En alusión a Epicuro, el hedonista, Foucault muestra el rechazo de los estándares sociales como manera sabia de vivir. Se trata de formar hombres que se enorgullezcan de los bienes que les son inherentes y no los relativos a las circunstancias. Este individuo, formado en la “physiologia o preparación de sí”21 no tiene miedo y está preparado para denunciar, para hacer notar su desacuerdo, por ello se le busca callar. Un individuo formado así es autosuficiente y molesta a los que viven del sistema. En otras palabras, el hombre en cuidado de sí se ha despreocupado por el juicio externo, por las modalidades sociales convencionales y por el juicio de una supuesta divinidad, ha dejado de temer, se ha liberado. El término egoísta no es descriptivo de esta persona, sino más bien cultivadora de sí. Se ama.
La transformación entonces supone movimiento. El movimiento no se genera si todo es estable, si repetimos lo que ya sabemos y desacreditamos lo que no coincide con eso. Por tanto, la duda, el poder generarla, es un paso a la transformación. Algunos reniegan de la duda, otros la hallarán interesante pero no indagan, otros últimos, los menos, hacen de la duda un modo de vivir, se transforman.
Si existe la actitud hacía la transformación, es decir, una brillantez dispositiva para la duda no habrá diferencias entre el conocimiento del mundo y el conocimiento de sí pues todo apuntará a esto último. Por tanto, el autoconocimiento no es posible centrándose solo en uno mismo como única fuente de conocimiento, sino estar abierto al saber en general, siempre y cuando este desemboque en uno mismo, se le dé sentido y se le confronte siempre. El yo es la meta y el punto de partida, pero no el contenido mismo. “es preciso que la verdad afecte al sujeto”22 se enseña desde la transformación, desde el reconocimiento de la variabilidad no desde la estabilidad, se enseña desde el movimiento no desde la inmutabilidad.
El que enseña no es un ser que controla al mundo sino que se reconoce afectado por él. Se enseña desde la impotencia y la miserabilidad. El filósofo es el impotente y miserable que se encuentra placentero con ello y no se trata de negar, como el resto del mundo, su propia levedad. No hay sujetos veraces, hay verdades que hacen sujetos o dicho de otro modo, no es el sujeto el que crea verdades, sino la Verdad la que crea –afectando- al sujeto. Siendo así, no es posible escapar del infierno, tal como le concibe Sartre, los otros siempre están ahí. La clave desde Foucault no es tanto escapar de ellos, sino más bien que el contacto con ellos regrese al contacto con uno mismo. En Sartre, la conciencia está abierta al mundo tal como lo está al yo23, no ha de cerrarse tampoco solo a uno de los aspectos pues les une la contingencia y la misma conciencia es contingente a estos. La intención es conjugar no el “en sí” totalitario ni la erradicación del “para sí”, ni tampoco un equilibrio artificioso, sino más bien culminar en el “en sí” después del angustioso y placentero - ambivalente al cabo- camino del compartirse.
La Inquietud de si es retornar a sí mismo y eso implica movimiento. Este movimiento es un desplazamiento del sí mismo hacía su centro, es un retorno.
En el cristianismo, como hemos dicho, se rechaza esa posibilidad puesto que se entiende más bien que se trata de un rechazo de sí mismo, una cultura de no aceptación a lo que se es, con todo lo que eso implica.
Apoyándose en Séneca, Foucault asegura que la vida no se completa por llegar a una etapa cronológica sino que se completa en medida que el hombre ha llegado a la plenitud. Tal plenitud está en relación con la conversión a sí mismo. “Se trata de volver la mirada y tomarnos como objeto de contemplación”24. Después de eso uno está listo para morir.
¿En qué consiste en ese sentido la libertad? Para Foucault, apoyándose de nuevo en Séneca, la libertad consiste en huir de la servidumbre. Esta servidumbre no es al mundo, sino la servidumbre de sí. ¿Cómo entender hasta aquí una ideología de culto y búsqueda del yo que congenia al mismo tiempo con el deseo afanoso de liberase del yo mismo que se alaba? Pues bien, se trata de una liberación de un yo que no es el auténtico, Foucault se refiere a la liberación de sí, como a la liberación de las cosas y actividades que el ser humano ha entendido que tiene que hacer para merecer algo a cambio. Hay que rechazar esos merecimientos y también lo que nos hace suponer que los merecemos, es decir, el trabajo arduo. Una vez que hemos podido liberarnos de ambos aspectos que rodean al sí hemos liberado también al sí de las inquietudes que le aquejan. En otras palabras, el mensaje se refiere a huir de las falsas etiquetas del sí no del sí mismo profundo que está detrás de esas etiquetas. Lo anterior debido a que si me alejo de mi para liberarme de mi ¿Quién es que queda libre?
La liberación de la que se habla es debida que “vivimos dentro de un sistema de obligación-recompensa, un sistema de endeudamiento-actividad-placer”25 y es de ésa relación consigo mismo de la que hay que liberarse, podríamos decir que hay que liberarse de la estructura en la que el yo se embarra ante el entorno y aquí Foucault deja entrever el sentido de su posestructuralismo. En Jean Paul Sartre encontramos la misma idea, en el sentido de las posibilidades del “en-si y el para-si”26. Un escaparse de las trivialidades de la etiquetación para despojar al yo de sus ropas de seda, de sus velos, de sus ocultaciones. Sin embargo, fuera de eso solo queda la nada, una nada que libera pero no deja al ente liberado sino que le ha consumado también.
Esto tiene sus semejanzas discretas o profundas con el rechazo de uno mismo en pro de la liberación en el cristianismo, si en éste el yo se ha de diluir en la divinidad, en el existencialismo sartreano el yo se ha de diluir en la nada, una nada no que posee sino que lo posee. ¿Dónde queda entonces la libertad? ¿Podríamos entenderla como la voluntad hacía la nada? ¿La voluntad de construirse al destruirse, de ser al no ser?
El precio de salir de la estructura es precisamente la dispersión en la nada y la nada incluso como una estructura más, una estructura volátil, nebulosa, que no cobija sino que deshace. En ese sentido, la “conversión a uno mismo” sería el regreso a la nada y la nada sería el aspecto vinculante del ser con algo que no es él, o bien la relación de ser con lo que siempre ha sido. La pasión por la libertad puede volverse en ese sentido como una pasión hacía la nada, a la desestructura. Sin embargo, si el yo es una estructuración que la conciencia manipula para entenderla, el yo mismo es una estructura. ¿Cómo salir de esa estructura sin que el yo al que había que volver pague la cuenta con su inexistencia? ¿Cómo, en suma, salir de tal estructura que a la vez se ha estructurado debido a la configuración de una cosmovisión que a la vez responde a otros patrones y actos y personas que la conciencia ha captado?
El aprendizaje es, en ese sentido, una estructuración más, por lo cual el contacto con la realidad, el contacto con uno mismo jamás es comprensible sin la estructuración, sin los medios, sin la separación. Si la “diferencia”27 al estilo de Derridá solo es posible a partir de una “no similitud" con lo que nos encontramos lo cual nos permite verlo, entonces el vemos es la muestra de que vemos algo o alguien que en realidad no somos nosotros, sino que el verdadero yo permanece oculto en el velo de la nada que le corrompe, la única manera en que el yo está protegido es precisamente en la nada que le posee y que intenta, de por sí, protegerse de la aniquilación que supone nuestro autoconocimiento, en otras palabras conocernos supone destruirnos.
Es en la incomprensión en la que puedo ser de verdad. Si he de escapar del sí mismo a partir de la estructura o dando valía a partir de las conductas que ese sí mismo realiza, entonces no es posible escapar de tal etiquetación a menos que se le valore con una “no valoración”. Esta postura de no valoración es ya un valorar que ya de por sí supone lo que se intentaba erradicar pero, al menos, es posible con ello escaparse de una valoración de contenido para cambiarla por una valoración de no contenido. La nada es un modo de ser. La nada como dadora de ser. Llegados a este punto no estamos muy lejos del estoicismo. Pero no un estoicismo con base en el cosmopolitismo, sino girando alrededor de la nada ¿y cómo se puede girar alrededor de algo que no es? Solo no siendo.
Ahora bien, ¿cómo puedo no siendo girar y por tanto al girar ser? Me refiero aquí a una modalidad de ser que escapa de la posibilidad de conocer. Ahora bien, si el hombre solo es en la conciencia o si la conciencia solo capta aquello que es posible conocer entonces si hemos quitado al hombre como objeto la facultad de ser conocido se desprende que es ahí donde es pero sin ser cognoscible, solo interpretado y por tanto no cognoscible. Consecuentes con ello, podríamos preguntar: ¿Cómo ser sin saber quién soy? Quizá, hay que anticiparnos, ese es mejor modo de ser que estar pensando que soy lo que no soy.
Con todo esto se asume, sin duda, que estos planteamientos abren las puertas a una modalidad de conocimiento alterno, el conocer sin conocer, el aprender desaprendiendo, el ser en la nada. No el ser “y” la nada, sino el ser “en” la nada. El ser que es nada, el no ser que es un na-ser.
Antes ese na-ser se ubicaba en el depositarse a Dios, aun hoy, en aquellos que asumen la fe, el nacimiento del ser está en Dios. Al final es lo mismo, Dios es la Nada con un nombre distinto, es la nada con su nombre común y más popular, la nada dicha por su nombre artístico. Sin embargo, esa categorización de la nada es una palabra (además, de por sí, de la de cuatro letras que es: nada) ha supuesto en la historia de la humanidad la vinculación de tal nombre –curiosamente también de cuatro letras- Dios, con un sinnúmero de connotaciones que evidentemente han sido culturizadas. Por tanto, es preferible abrazar la Nada por su nombre real que por su nombre artístico.
Séneca opta por la nada de nombre artístico cuando asume que la filosofía sobre la divinidad es la que nos libra de la filosofía de las tinieblas que es la de los hombres. Ciertamente es un anciano cuando lo dice y ansía más la supuesta salvación que la Verdad.
He de reconocer que llegados al punto de la nulificación del ser en la Nada o en Dios (la nada culturizada y hecha algo distinto de lo que era), se tiene un aspecto en común: el desprecio o la trivialización de los bienes del mundo o de las cosas normalmente valoradas.
Se puede coincidir con Foucault que “nos conocemos a nosotros mismos cuando como condición tenemos sobre la naturaleza también un punto de vista”28. Ese punto de vista sobre la naturaleza es similar al punto de vista que podemos tener sobre nosotros mismos: no es lo que creemos. Esta velada. Al final el hombre es solo un punto y esa es una buena consecuencia de intentar conocer a la naturaleza, lo que rodea. ¿Qué interioridad tiene ese punto? ¿Qué importancia tiene? Más bien, tratándose del punto que somos “el único problema que se plantea en él es, precisamente, situarse donde está y aceptar a la vez el sistema de racionalidad que lo insertó en se punto del mundo”29. ¿Pues bien a qué sistema de racionalidad se refiere Foucault entre Dios o el Caos? Es una asignatura pendiente.
Para Foucault el verse a uno mismo y ver la naturaleza del mundo en la que estamos no es algo disociable, no se trata de elegir una u otra, sino que ambas en la adecuada actitud de búsqueda cumplen el mismo objetivo.
El ser de Foucault se asocia inevitablemente al “ser en el mundo” de Heidegger el “dasein” que sin embargo no difiere del ser sartreano que tiene, en el sentido de influencia, su punto de partida en el heideggeriano. Probablemente, Sartre no sea tan conocido por esa implicación social del ser en sus textos, tal como lo hace Foucault y ese es un tema a ampliar a profundidad en otra ocasión.
El movimiento del conocimiento que propone Foucault, a distinción del platónico refiere elevarse en el mundo para abarcarlo más y una vez desde arriba entender al ser como parte del sistema. La única decisión posible es entre “morir o vivir”30, una vez elegido el vivir uno está en el sistema y una vez elegido el morir se está fuera, al final la única decisión real es ésa. Esta elección por la vida se hace cada día por tanto la decisión real es por la existencia no por la esencia de la vida, en este sentido Sartre estaría de acuerdo con Foucault.