Gideon Ofrat comienza el Prefacio de su libro The Jewish Derrida advirtiendo que un abordaje de la filosofía derrideana que considerase a ésta en su dimensión judía sería quizás un error1. La misma respuesta encontré, cuando tuve la oportunidad de preguntarle a una de las autoridades contemporáneas de la historia del judaísmo y de la Cábala, en particular.2 Derrida no ha sido un destacado pensador en el abordaje de los Jewish Studies (historia judía, misticismo judío, literatura judía). En el gran compendio que podría ensayarse de una obra tan cuantiosa, abocada a tan diversas temáticas, sólo marginalmente ha hecho referencia al pensamiento judío.
Sin embargo, esta marginalidad invita a la confección de una forma, de un prestar oídos tanto a las temáticas judías, como también al/los momento/s en que el judaísmo ha aparecido en su escritura. Hélene Cixous describe a Derrida como un "marrano", un secreto judío, "uno de esos judíos sin siquiera saberlo […], guardián del libro que no sabe cómo leerlo." 3 Por su parte, en una de sus últimas reuniones con Jacques Derrida, Emmanuel Lévinas le habría pedido a aquél que confesara que en realidad era un representante de hoy en día de la Cábala Luriánica.4
Quizás en el mismo gesto de equívoco de estas citas aquí evocadas, o la empresa de escribir un libro sobre “el judío Derrida”, como es el caso de Ofrat, nos permita sentir el amparo que muchas veces alienta a sumergirse en una misma apuesta. Sin embargo, la diferencia de nuestra lectura radica en que el escenario de nuestro análisis no será, por ejemplo, la temática de la autobiografía –temática sumamente vinculada a la cuestión de lo judío en nuestro autor-, tampoco nos interesará indagar el judaísmo del propio Jacques Derrida, sino situar las coordenadas de un pensamiento mesiánico de lo judío, implicado en la reflexión filosófica histórica y política.5 A nuestro entender, allí pueden delimitarse lecturas de la mesianicidad y de lo judío que contribuyen a revisar el aparato teórico político contemporáneo y su continuidad, en muchas oportunidades, con nociones modernas secularizadas que nos presentan la actualidad política como un escenario incuestionable, incluso desmontado, en el sentido de un ocultamiento de lo político que responde, por cierto, a lo político mismo en su variante liberal.
La tradición que quizás pudiere consignarse entre Cohen, Rosenzweig, Benjamin, Lévinas y Derrida, nos conduce a un quiebre de la historia de la filosofía, cuyo nacimiento ha sido localizado históricamente en Atenas, para llegar a Jerusalén, a ese Otro de la cultura Occidental que ha acechado en una constante conversación desencontrada entre los filósofos que asignamos a la historia de occidente, aquellas filosofías de la decadencia, según las palabras de Nietzsche, de la violencia metafísica que elimina la finitud de lo existente, de lo que, en su devenir, se diferencia, subsumidos en una forma, en un concepto, en una dinámica. 6
Una tradición que, desde principios del siglo XX ha recorrido caminos sinuosos, acercándose en algunos casos a cierta lectura talmudista, parecían desequilibrar los sistemas filosóficos desde lugares inesperados e inesperables, si se los considera también desde las condiciones de posibilidad que un sistema pudiera otorgar a lógicas posibles en su interior. Esta tradición, a su vez, marcaría una renovación del vínculo entre filosofía y teología, como lo resaltan todos estos autores en más de una ocasión.
Para la tradición judía la Revelación constituye un proceso inacabable, ya que “nunca se presenta como el registro mimético del discurso divino por parte de un sujeto que lo recibe”7, la Revelación se inscribe en una situación, abre una nueva perspectiva sobre un estado de cosas presente.
Los judíos medievales tenían un concepto metodológico llamado Pilpul (פלפול) mediante el cual realizaron la tarea de poner por escrito una tradición oral monumental. Junto con la revelación escrita de la Torá, Moisés habría recibido también una Ley oral, trasmitida bajo esta modalidad durante generaciones, hasta los tiempos de la destrucción del segundo Templo. El texto resultante, la Mishná, fue luego comentado por rabinos posteriores confeccionando la Guemará – sumado a algunos comentarios posteriores, como el de Rashí- cerrando el texto del Talmud.8
Los judíos medievales tuvieron que heredar textos de otros tiempos y para ello, utilizaron el Pilpul. Este método –si pudiéramos así llamarlo- consistía en la combinación de diferentes técnicas: confrontar versículos, interpretaciones lejanas y cercanas, lecturas donde se cambian los signos de puntuación, dando a las frases sentidos inéditos, pero al mismo tiempo, actuales, es decir, que respondían a preguntas históricamente situadas. Era una lectura anfibia, que intentaba dilucidar contenidos revelados a la luz de las exigencias del “aquí y ahora” realizando combinaciones posibles de estos textos.9
Firma contra firma10, heredar es inventar, in-venire, dejar venir. Es por ello que la herencia nunca es algo dado, sino una tarea11, una tarea que lejos de representar la imagen de un pasatiempo, constituye uno de los núcleos centrales de nuestra existencia. Derrida, siguiendo esta senda judía, afirma:
“Somos herederos, eso no quiere decir que decidamos esto o aquello, que tal herencia nos enriquezca un día con esto o aquello, sino que el ser de lo que somos es, ante todo, herencia, lo queramos y lo sepamos o no.”12
El Talmud es el acontecimiento del choque de infinitas firmas. Ellas construyen quizás cierta arquitectura ejemplar de aquello que intentamos delimitar como herencia. Yerushalmi señala que aquello “que se incluyó en el canon bíblico establecía, por decirlo de algún modo, un contrato constante renovable con la vida.”13 Un juego de voces.14 Y es por esta convergencia de singularidades que la herencia tiene la estructura del acontecimiento. Hay algo que adviene y que escapa al despliegue de cualquier cálculo programático. Un futuro anterior, un (re) aparecido, la inscripción de algo que no patentiza una huella original, sino antes bien, desplazamientos de huellas an-árquicas. Y no debemos olvidar que esta literatura no es solamente agádica sino también halájica, es decir, legal. Más aún, la revelación, en primer término, es ley.15
La herencia tiene la forma del perverformativo: en cuanto se dice, se dice otro, otro dice por mí y me dice. Rosenzweig decía que:
“En el mismo momento en que se desarrolla el diálogo verdadero acontece algo: yo no sé por anticipado lo que el otro me dirá, porque de hecho, yo aún no sé lo que yo mismo voy a decir.”16
En la Estrella de la Redención, Rosenzweig hablaba de una “danza estática de lo posible”17 Lévinas, por su parte, decía lo siguiente:
“El Otro puede desposeerme de mi obra, tomarla o comprarla, y dirigir así mi comportamiento mismo. Me expongo a la instigación. La obra se consagra en esa Sinngebung ajena, desde su origen en mí [...]. El querer escapa al querer. La obra es siempre, en un cierto sentido, un acto fallido. No soy enteramente lo que quiero hacer. De ahí un campo ilimitado de investigación para el psicoanálisis o la sociología que capten la voluntad a partir de su aparición en la obra, en su comportamiento o en sus productos.”18
Y Derrida:
“Si la legibilidad de un legado fuera dada, natural, transparente, unívoca, si no apelara y al mismo tiempo desafiara a la interpretación, aquél nunca podría ser heredado.”19
Una herencia nunca se re-úne, nunca es una consigo misma y es en esa dislocación que la herencia, antes que el mero ejercicio de conservación responde a un devenir de aquello que es leído a la luz del peligro presente. Pertenece al tiempo disyunto, a la lógica del contratiempo. Quizás en uno de estos “contratiempos” hemos reunido aquí a un grupo de autores en torno a ciertas figuras de lo mesiánico.
Deconstruir la religión, heredar esta noción, es ponerse frente a una tradición política, más aún, metafísica de continuidad de una serie de operaciones filosóficas que enmarcarían un lenguaje común, el lenguaje del subjectum como autós, de la repetición o despliegue de lo mismo. La deconstrucción nos sitúa en la constelación de esas nociones comunes “que con frecuencia nos permiten aislar lo político, para limitarnos a esta circunscripción, siguen siendo religiosas o en todo caso teológico-políticas.”20
Las fuentes etimológicas que Derrida recupera del vocablo latino religio son dos. Relegere, de legere: recoger, reunir. Religare, de ligare: vincular, unir.21 Estas nociones estarán vinculadas a un pensamiento de la Sammlung, de la reunión, como base metafísico-política que articularía el ser de lo común.
“Ninguna justicia parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún hoy no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperio capitalista o de cualquier forma de totalitarismo.” 22
La venida del otro no puede ser incorporada en la dimensión del presente vivo – “el Presente Viviente (lebendige Gegenwart) es la forma universal y absoluta de la experiencia trascendental”23-, sino que infinitiza hasta desquiciar el presente en su identidad consigo. El tiempo dona lo otro.
La figura de lo judío como resto parece insertarse en la lógica del don, de la ruptura de la circularidad del ipse y, rompiendo, de este modo, el círculo del intercambio económico. Estamos muy lejos de las caracterizaciones del judío como el agente económico, presentes en Hegel, en Weber, en Marx y Schmitt24. Sin embargo, ello no significa que lo judío como don no encuentre un vínculo con lo económico, pero para detenerlo, desbaratarlo.
“La oikonomía tomaría siempre el camino de Ulises”25, del retorno a casa, del recogimiento de sí, de la simetría, la medida común. Lo judío no es la experiencia de la apropiación ni de la tierra, ni de la raza, ni del Geist, es el resto que desbarata el ejercicio de apropiación, de otorgamiento de sentido, siempre posterior, a posteriori. El judío es la cicatriz del círculo, el lugar donde la palabra (miilah) es corte (milah) y alianza.26
El por-venir irrumpe bajo la figura del contratiempo, por venir no es futuro, así como el pasado tampoco es algo que ha cesado de existir. Y en esta dislocación, anuncian la urgencia del aquí y ahora para la aparición espectral, es decir, para aquello que todavía resta pensar. “El judío es la cripta”27, aquella que estremece una sólida arquitectura del edificio greco-cristiano de la filosofía de Occidente:
“El judío puede ser una figura ejemplar, pero todos los otros ejemplos son también figuras ejemplares, todos los excluidos, la mujer, el no-europeo, el inmigrante, se puede decir todo aquel que viene en posición de cripta excluida en el interior.”28
“Yo soy el último de los judíos”, una fórmula que Derrida afirma y repite en un texto que recoge la pregunta por su judaísmo.29 Y en esta repetición, vuelve a las páginas de Circonfesión, allí donde él mismo se autodesignaba30 a través de la figura del último. ¿Por qué último? La cuestión del último revela la “exclusión al interior de una relación”31, la pertenencia escatológica de una no-pertenencia: “Un preferido excluido”.32 “Yo soy póstumo así como respiro, lo cual es poco probablemente, lo improbable en mi vida, ésa es la norma que desearía seguir […]”33 “El blasón de mi genealogía es el eskhatón”34. Y el límite no es simplemente el final, antes bien, es la interrupción de una serie de constantes conceptuales.
Lo judío como corte, como último, como “desnudo de una herida fotografiada; la escara cauterizada por la luz de la escritura, a fuego, a sangre, pero también a ceniza.”35 Como “quemadura espectral del vientre”36. “Nunca he hablado más que de la circuncisión”37, del discurso del límite, pero también, de la escritura del cuerpo.38 “Allí donde el corte debe también unir”.39 Bensussan detecta allí el desplazamiento central que está operando sobre la base de la lectura derrideana: “el último de los judíos es el judío imposible”40. ¿Pero, qué significa esta última afirmación? No solamente la apertura del ipse, como señalábamos hace un momento, sino, antes bien, que lo judío puede constituir uno de los elementos filosóficos para pensar la deconstrucción en el terreno de la historia y la política de los estados nacionales (y fundamentalmente nacionalistas); lo judío como el lugar de la memoria y la promesa.
Los trazos judíos del pensamiento de la deconstrucción entablan una familiaridad con nociones derrideanas por cierto anteriores a la tematización explícita (aunque breve) de lo mesiánico. La différance, la huella, la justicia, el fantasma, el extranjero, entre otras, son nociones que convergen en más de un sentido en el tratamiento de lo mesiánico en tanto pensamiento de lo imposible. El núcleo de este pensamiento, así como de los autores que hemos aquí evocado, quizás pueda formularse como la exigencia de volver a pensar la cuestión de la temporalidad. Una temporalidad diferente de las especulaciones modernas-seculares, es decir, aquellas que han entendido al tiempo de manera funcional al proyecto epistémico moderno de continuidad con las ciencias naturales y su alucinada idea de progresión infinita. Porque el mesianismo aquí en juego es el desgarro del tiempo, la puesta en abismo de la historia, una inscripción de finitud que impide la apropiación monótono-teísta de lo político.41 El mesianismo desbarata el tiempo del Rey porque es la desproporción del tiempo. Un “Es gibt” que no unifica epocalmente sino que arroja los dados del azar, redoblando la destinación. No hay identificación del don. Ça donne.42
Un tiempo diferente, diferenciador, que rompa con la unidimensionalidad e irreversibilidad, en consonancia con una concepción de la subjetividad moderna como subjectum. En este sentido, a la base del pensamiento derrideano, cabe todavía especificar una influencia no-judía que, como sabemos, es otra de las grandes marcas de nuestro autor. Nos referimos al pensamiento de Martin Heidegger. “La época de la imagen del mundo” y algunos fragmentos de los Seminarios sobre Nietzsche aportan, en la caracterizaciones allí presentes, elementos de gran relevancia acerca de la relación entre ciencia moderna y metafísica moderna. Heidegger recupera en el primero de estos textos una de las notas centrales del proceder científico como “proceder anticipativo”43 que articulado con la idea moderna de observación activa, i.e., el experimento, hacen de la “base empírica” la confirmación de una ley formulada de antemano (en última instancia, en ello radicaría el proceder básico del método hipotético-deductivo). El conocimiento científico comienza poniendo como base una ley.44 “El experimento es un método de confirmación de la ley en el marco y al servicio del proyecto exacto de la naturaleza.”45 “Tanto en las ciencias históricas como en las naturales el método tiene como meta representar aquello que es constante y convertir la historia en un objeto.”46 “En el cálculo anticipatorio casi se instaura la naturaleza, en el cálculo histórico a posteriori casi la historia”47.
En el desmontaje heideggeriano de la práctica científica se encuentran las premisas claves de una posición metafísica como la moderna. La anticipación es el núcleo de un proceder que nos arroja su supuesto metafísico: el autoaseguramiento del subjectum como auto-posición de sí. Lo que se anticipa es la apropiación de aquello que, sólo por adelantado puede ser modalizado bajo las condiciones de posibilidad de lo comprensible, de lo inteligible, de lo que, en última instancia, intentaba mostrar Descartes en su famoso ejemplo de la cerca de la Segunda Meditación Metafísica. Lo que importa de la pregunta por la experiencia de la cera es la posibilidad de autoafirmación de un subjectum entendido como res cogitans.
Pensar la temporalidad, el tiempo, es, en última instancia, pensar al otro, al otro como don. Desde los inicios de la Filosofía, la neutralización de la temporalidad, de la historicidad ha sido, quizás, una de sus operaciones centrales. En última instancia, sólo lo que es constante, trascendental, podría reproducir de manera inalterada una identidad. Las diversas variantes de esta última frase nos arrojan al variopinto mundo de las figuras de lo inteligible: la Idea, Dios, lo trascendental, todos ellos, ensayos de dejar fuera al tiempo, porque el tiempo trae al otro como don.48
El aporte de Derrida, según Beardsworth, se ubica en la articulación de su reflexión sobre lo político con su lectura de la metafísica.49 En ese sentido, se inserta en una tradición filosófica que intenta, no obstante, deconstruir el rol fundacional de lo metafísico para otorgarle un espacio diferente: el espacio del encuentro con el otro, contaminante, que ilumina una dimensión política sumamente relevante, la de la promesa. La promesa no se inserta en el juego de las garantías, antes bien se halla en el núcleo de la articulación entre el tiempo y la ley,50 haciendo de estos dos últimos elementos irreductibles el uno al otro. Frente al anhelo de eternidad que hemos detectado junto con Rosenzweig en la configuración de lo político, un anhelo que se ha hecho presente también en Lévinas y en cierta lectura de la separación de la violencia divina benjaminiana, lo político siempre era considerado como el despliegue de un horizonte totalizador. La separación, así, impedía, en alguna medida, la reinvención de lo político mismo, en tanto sostenía nociones modernas tales como soberanía y pueblo, bajo el esfuerzo de pensar una conceptualidad oponente.
Creemos que el caso derrideano nos permite detectar la exigencia de repensar las categorías modernas de la política, antes que oponerles un nuevo arsenal. A diferencia de la modernidad, nuestra época, signada por la muerte de Dios, nos consigna a una tarea de herencia del pensamiento. Pensar es heredar. Y heredar es inventar.51 Pero para entender lo que inventar significa, debemos en principio abandonar la ilusión de que un genio romántico sea una figura evocable. La herencia es la tarea del espectro, sin la mediación ilustrada benjaminiana, nos encontramos en el lugar de una escucha apropiadora, porque, tenemos que admitirlo, hablamos en nombre del otro. Pero, al mismo tiempo, el otro habla por nosotros, nos dice.
En el caso de la herencia del mesianismo, nos encontramos fuertemente interpelados por la cuestión de la ley. La ley como aquello que acomuna, que brinda o encarna un espacio de lo común. Como hemos visto, el mesianismo ha encontrado momentos de máxima tensión con la religión de la Ley, en tanto movimiento antinómico. En el desplazamiento filosófico contemporáneo, el enfrentamiento entre advenimiento mesiánico y ley adquieren una nueva complejidad, la complejidad resultante de una convivencia entre ellas.
Ley y advenimiento mesiánico están, de alguna manera, impelidos a comparecer. El resultado de este enlace con el problema de la ley, a través de una concepción de la temporalidad que, como veremos a propósito de la justicia, se presenta, en primera instancia, como puesta en abismo de la ley, anunciando una política de la finitud. Una política de la finitud que es el enclave de un despliegue abierto, cuya inscripción de finitud (desde cierto pensamiento de la huella) permite reabrir la discusión de la tradición que aquí reconstruimos sorteando el problema de la separación metafísica y, por tanto, poniendo en contacto las nociones derrideanas con las modernas desde una peculiar operación.52 La deconstrucción muestra la necesidad de tomar seriamente el tiempo y la diferencia en toda comunidad.
El encuentro entre mesianismo y ley recubre el doble movimiento de la invención: por un lado, la puesta en abismo, como decíamos antes, pero también, por otro, la venida. Hay algo que viene, el venir no es simplemente el movimiento de la desarticulación, antes bien, pareciera que ruptura y positividad –si se nos permite utilizar esta palabra a través de un cierto desplazamiento- colisionan haciendo de la ruptura la donación de la ley (del otro) y más aún, la exigencia de la repetición. Volveremos sobre estas cuestiones, fundamentalmente sobre el doble movimiento de la invención, de la repetición como iteración, pero queremos mencionar aquí, aunque sea de una manera un poco apresurada, y por ello sin las mediaciones necesarias, que la dimensión de la promesa aporta un elemento central en el entrelazamiento entre positividad e iteración. Creemos que la cuestión de la ley es sumamente relevante para pensar lo comunitario, sin embargo, ha de tenerse en cuenta que la secularización del pensamiento de lo ley no debería abandonar la noción de esperanza como elemento fundamental, como elemento convocante del proceso de devenir constituyente de lo comunitario.
Lo judío como ruptura de la circularidad auto-reproductiva, un exterior al interior del sistema (el afuera es el adentro), que no solamente lo corroe, sino que lo interrumpe y altera. Lo judío como particularidad o resto frente al universalismo de la humanidad, ejemplarmente comprometida en la alianza de Dios con el pueblo de Israel.
Lo judío como ruptura de la Historia Universal (Rosenzweig), como crítica a la historia, como errancia consagrada a una ética de lo infinito, de la hospitalidad al otro (Lévinas). Y en esta hospitalidad, la acogida de lo completamente otro hace obra. “Él habrá obrado”, el carácter acontecimental de una herencia que se revela como invención. Un diálogo –como diría Rosenzweig- que se toma en serio el tiempo, y que encuentra en la finitud, la condición de toda responsabilidad. Y allí se produce la invención del otro, es lo que rompe lo posible, el tiempo de la presencia en el presente-a-sí.
“El resto no es, hay el resto que se da.”53 Porque toda invención supone contrato, promesa, compromiso, institución, derecho, legalidad y legitimación. Pero, al mismo tiempo, supone un discurso imprevisible, nuevo, original, singular, que rompería con ciertas reglas, cierto consenso, cortesía y sociabilidad, dado que la invención supone cierta ilegalidad, la ruptura de un contrato implícito e introduce un desorden en la organización de las cosas, podríamos decir, del decoro.54
Creemos que esta tradición se encuentra, al menos en un punto, en la subversión de los niveles clásicos de conceptualidad filosófica: la ética y la política son lo primero. Frente al despliegue de una metafísica fundamental, de la cual se derivaría todo saber práctico, la temática del mesianismo, a la luz de la tradición que queremos aquí reconstruir parece mostrar la primacía de lo práctico, la interpelación de un otro anterior a toda sistematización en nombre de un sí-mismo.
Por su parte, la filosofía quizás pueda verse desde cierto prisma como un río que, hacia el comienzo de su desembocadura, se ha sumergido más y más en las aguas del Jordán. Pero esta condensación produce el desplazamiento de la invención que toda herencia representa, porque la finitud nos consigna a la situación, la herencia situada, histórica. A la luz del peligro del presente, nos instala de nuevo en el juego de los ecos judaicos del último de los judíos, el más allá, el sin judío. Un resto del judaísmo hace de su tradición una tarea inagotable, de escucha y diálogo, de escrituras y (re) escrituras.