En el Mal de Montano, en la primera parte de la novela, el narrador mantiene un diálogo alucinado con alguien a quien confunde, en un primer momento, con Ricardo Piglia, pero que resulta ser el mismo narrador, allí el falso Piglia, o sea el narrador, le da una especie de orden:
—Debería usted estar ya dibujando las aulas sombrías de ciertas universidades norteamericanas donde se dedican a deconstruir textos literarios.
—Bueno —he dicho—, las dibujaré cuando termine el oasis. Por cierto, ¿qué significa deconstruir? (MM1, 2002: 98).
“¿Qué significa deconstruir?” No hay respuesta. Aunque la conversación sigue, y ahora con un imperativo por parte del yo desdoblado del narrador. “—No, lo hará ahora mismo”. Aparentemente no hay respuesta. Cuando una pregunta no espera respuesta es una pregunta retórica. La pregunta retórica contrapone el plano gramatical al tropológico, produciendo, al oponer dos sentidos a la vez, una suspensión de la referencia. Por tanto, no es exacto que la pregunta retórica no espere nada, sino que precisamente es la apertura a un suceso que negocia su referencialidad tética. Si cada texto juega y negocia la suspensión de la ingenuidad referencial, de la referencialidad tética, también es cierto que cada texto lo hace de una manera diferente, singularmente. Aquello que es anunciado o prometido como literatura nunca se da a sí mismo como tal, según Derrida, es porque la literatura que hablara solo de literatura, o la literatura que fuera únicamente auto-referencial sería inmediatamente anulada. No hay literatura sin una relación sin relación que mantenga suspendidos significado y referencia, entiéndase que suspendido aquí significa suspense, pero también dependencia. No se trata de afirmar que la literatura mantenga una relación solipsista y heteroafectiva consigo misma, que niegue la referencialidad, o la consideración del Otro distinto o de aquello ajeno a ella. En literatura, estas relaciones nunca son estables; su epistemología (―entiéndase epistemología en el sentido demaniano como la relación problemática entre verdad y error en el texto―) es una epistemología2 aberrante, en continuo desvío siempre alimentado por la propia naturaleza de la literatura.
Aunque, ¿es realmente ésta una pregunta retórica, o es simplemente una de las múltiples imposturas con las que Enrique Vila-Matas va edificando sus novelas? Es más, ¿qué puede significar que una pregunta se haga pasar por una pregunta retórica impostora? “¿Qué significa deconstruir (textos literarios)?”, no afirma ni niega nada, es una pregunta a la que responde un imperativo, a la que el imperativo, como acto de habla, sirve de correlación. Por tanto la pregunta postula (“to posit” es un término utilizado abundantemente por el último de Man) una posición doble, o una posición sin decisión, igual que el narrador cree hablar con Ricardo Piglia, cuando realmente es un impostor y está hablando con él mismo. Pero es que ni eso, tampoco está conversando con su imagen especular, después de escuchar el imperativo el narrador explica: “Le he mirado y ya no era Piglia ni era yo” (Vila-Matas, 2003:98). Ahora tiene delante un enano plúmbeo que se confiesa un crítico literario de los de antes quien está en contra de la jerga feroz y cabalística que se ha esparcido por los ambientes universitarios de los Estados Unidos, donde los profesores y críticos hablan de lo literario con tal indiferencia por el elemento estético, moral o político de la literatura propiamente dicha, que puede afirmarse que ésta ha desaparecido bajo los escombros de la teoría. Esta nostalgia por una crítica literaria pura y homogeneizadora queda reflejada en la dimensión temporal que los escombros dan a la teoría. Los escombros, las ruinas de la teoría son el testigo, el mudo testimonio de la demolición de la institución literaria y su posterior monumentalización y duelo. Volvamos no obstante a la pregunta retórica, y al imperativo, al imperativo de la lectura, y veamos qué tipo de acto de habla, qué tipo de acto de literatura está teniendo lugar.
El acto de literatura implica una alta forma de responsabilidad3, responsabilidad4 con lo radicalmente otro envuelto en la posibilidad de decirlo todo; una relación imposible, una relación sin relación. Lo incalculable de la respuesta, el hecho de poder decirlo todo, introduce a su vez la desfiguración de la idea estructurada de antemano sobre lo que se espera. Hablamos de la responsabilidad derivada de la toma de posición ante el acto indecidible, dicha responsabilidad no es una indecisión, sino por el contrario, una forma de responsabilidad ante la posibilidad de lo imposible5. Si se puede decir todo en literatura también se puede esperar todo, es por ello que la responsabilidad de la que habla Derrida, es una toma de posición aporética con respecto a estos actos. Hay, por tanto, un funcionamiento literario, una experiencia más que una esencia de la literatura.
La “esencia” de la literatura, dice Derrida (1992b:45)6 se produce como conjunto de reglas objetivas en un historia original de los “actos” de inscripción y lectura. Cualquier texto puede ser leído de una manera no transcendental, o lo que es lo mismo, no hay texto que sea literario en sí mismo. La literariedad no es una esencia natural, una propiedad intrínseca del texto, es “el correlato de una relación de intención con el texto, (…) la consciencia implícita de regla que es convencional o institucional, social (Derrida, 1992:44). Y he aquí donde podemos encontrar un planteamiento similar entre la teoría de la relevancia y la apertura a la heterogeneidad deconstructiva, o al menos en el punto de partida, es decir, en la relación con el otro. Sin embargo, la lectura deconstructiva se plantea como un acto de responsabilidad ante lo imposible superando la mutualidad esperada en los principios de la relevancia. Ello, por supuesto, va más allá de las acusaciones textualistas que asedian a la deconstrucción.
Cada texto, cada acto de literatura negocia su referencialidad tética, cada texto como reinscripción iterable lo hace singularmente. Una obra únicamente auto-referencial sería anulada puesto que lo que anuncia la literatura está por llegar, prometido, nunca decidido de antemano, siempre a la espera. Cuando hemos hablado de la reinscripción material del signo, y de la importancia de la retórica en este proceso, no hemos dejado de hablar, al mismo tiempo, de una relación de suspensión del significado y de la referencia. No hay literatura sin esta relación suspendida, dice Derrida, y suspendida aquí significa suspense, pero también dependencia, porque sin duda, todo lenguaje refiere a algo otro que sí mismo o al lenguaje como algo otro (Derrida, 1992b:48). Y aquí Derrida nos indica cuál puede ser el papel de la crítica literaria con respecto a estos actos de inscripción, de responsabilidad, de literatura. La crítica literaria implica “un acto, una firma literaria o contra-firma, una experiencia inventiva del lenguaje, en el lenguaje, una inscripción del acto de lectura en el campo del texto que es leído” (Derrida, 1992b:52). Es decir, la crítica literaria debe participar de la inventio, pero al mismo tiempo, no se puede desligar de otra parte de la retórica, la memoria, o de una re-consideración de la memoria retórica.
“Quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, inventar un doble. Ricardo Piglia dice que recordar con una memoria extraña es una variante del doble, pero es también una metáfora perfecta del la experiencia literaria. Termino de citar a Piglia y constato que vivo rodeado de citas de libros y autores, Soy un enfermo de literatura” (MM: 16). La literatura de Enrique Vila-Matas está rodeada de citas, de libros y autores. Sus novelas son breves historias portátiles de la literatura, en las que dicha historia corresponde con el movimiento y reinscripción de citas, dobles, resúmenes, enfermedades, géneros menores en una memoria inventada de la literatura. Incluso en el Mal de Montano, no puede dejar de aparecer una alusión a varios autores que sobresalieron en el género del diario íntimo: Dalí, Gide, Gombrowicz, Mansfield, Henri Michaux, Pavesse… Éste es un punto de partida similar al de Bartleby y compañía donde repasa una larga lista de escritores afectados por la enfermedad de la literatura y declarados en algún momento ágrafos totales. Incluso antes que en Bartleby encontramos un buen antecedente en La historia abreviada de la literatura portátil, historia novelada de las andanzas de los portátiles, que no son otros que los retratos nostálgicos de los Shandys, o lo que es lo mismo de Duchamp, Valéry Larbaud, Aleister Crowley, Tristan Tzara, y otros tantos conjurados en torno a la literatura de vanguardia. Esta tematización de la historia de la literatura, de una historia límite de la literatura como diría Sollers, subraya la preocupación de Vila-Matas por la temporalidad de la historia contada. Sin embargo hay otra historia presente en sus novelas, una historia relacionada con la memoria, una historia que es otra historia de la literatura. Sus novelas se transforman en la memoria de la literatura, incluso algún personaje llega a encarnar esa memoria como veremos. La lectura de Vila-Matas de la historia de la literatura pasa por un asombroso y creativo proceso de parasitismo, aprendido de Borges e ilustrado soberbiamente en la figura de Pierre Menard. En París no se acaba nunca, el protagonista después de reconocer y comentar esta influencia recuerda a Funes el memorioso, y lo cita: “Tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales”, a continuación se refiere a dos cuestiones paralelas, a las falsificaciones de la obras de arte y al ser en otros. Precisamente el ser en otros resuelve la enigmática sentencia de Funes.
No paraba de hallar ideas en Borges y en quienes comentaban su obra y decían, por ejemplo, que remitía a una tradición, porque el mundo moderno aparecía como lugar de pérdida y deterioro, y a la vez remitía a la noción de cambio literario, porque la literatura afirma el valor de lo nuevo. Borges reescribía lo viejo, eso es algo que de pronto entendió perfectamente el principiante que yo era. Con la ayuda de unos textos que me pasó Boutade, me pareció intuir que Borges había inventado la posibilidad de que nosotros los modernos pudiéramos, en rara vecindad con lo genuinamente literario, practicar el ejercicio de las letras, es decir, que pudiéramos nada menos que seguir escribiendo. (PN: 194-5).
Vila-Matas nos cuenta algo más que el final de los grandes relatos, o el origen de una nueva condición de la literatura, nos habla de una invención que permite seguir escribiendo. Si convenimos (Caputo, 1997) que el “significado” de la deconstrucción es mostrar que las cosas, textos, instituciones, tradiciones, sociedades, no tienen significados definibles, que no tienen una misión determinada o determinable y que siempre exceden las fronteras que ocupan, la lectura de un texto, sea retórico o político, siempre está por llegar. Cada vez que se intenta estabilizar el significado de una cosa o de fijarlo en lo que sería su telos originario, la cosa misma y todo lo demás se escabulle. La deconstrucción es una búsqueda de lo imposible de la lectura, que es la condición de posibilidad de estos discursos, esto es, el texto, en vez de ser aniquilado por su imposibilidad, se nutre de ella. Lo legible no tiene origen, es memorial, nos precede a nosotros y a nuestra lectura. Lo legible sería lo necesariamente todavía por venir. Está todavía por venir no como acto o acontecimiento que un día podrá volverse presente, sino más bien en el sentido estructural de una promesa, una promesa que es —en su afirmación y no cumplimiento— un double-bind. En este sentido el texto nunca será legible. La lectura está siempre por venir. Esta promesa de lo que está por venir, del suceso que viene, está organizada alrededor de lo que Derrida llama la invención del otro. La deconstrucción, por tanto, puede ser pensada como un cierto invencionalismo.
Así pues, La deconstrucción o es inventiva o no es tal deconstrucción (Derrida, 1987a:35) ¿qué significa esto? Inventar entra en relación directa con otros lexemas, con otros significantes, que se unen a la singularidad de inventar: crear, imaginar, producir, instituir, descubrir, todos citados por Derrida. Inventar debe entenderse en el intervalo entre inventar y descubrir; entre inventar y crear; inventar e imaginar etc. La invención viene a encontrar por primera vez. Todo posible equívoco con respecto a esta cuestión se remite a la palabra “encontrar”. Encontrar es inventar cuando la experiencia de encontrar tiene lugar por primera vez (Derrida, 1987a:35). Sin embargo, ¿qué ocurre con aquello que se encuentra por primera vez, cuál es su estatuto? El estatuto, por otra parte, además de designar una estancia, define prescribiendo lo que se establece bajo la forma institucional. Toda invención se deberá burlar del estatuto (Derrida, 1987a:38); teniendo presente que no hay invención sin estatuto, la estrategia consistirá en violentar el sistema del estatuto que es social y discursivo, consistirá en mostrar la reducción calculable y homogénea a la que el estatuto de la invención es sometido cuando se programa.
Saturado de tanto mezclar la invención con lo autobiográfico y crear así textos de ficción, quisiera yo ahora que el lector conociera mucho mejor mi vida y personalidad, no esconderme detrás de mis textos de creación. (MM:107).
Esta invención calculada, programada, es la invención del mismo, que no se opone a la invención del otro, porque la oposición dialéctica pertenece al régimen de lo mismo. La invención del otro, prepara, deja venir una alteridad aún inanticipable. Prepararse a esta venida del otro, es lo que se puede llamar deconstrucción (Derrida, 1987a:53). Vila-Matas es especialista en dar versiones sobre la invención:
Escritor esquivo donde los haya, Traven utilizó, tanto en la ficción como en la realidad, una apabullante variedad de nombres para encubrir el verdadero: Traven Torsvan, Arnoldo, Traves Torsvan, Barker, Traven Torsvan Torsvan, Berick Traven, Traven Torsvan Croves, B. T. Torsvan, Ret Marut, Fred Marut, Robert Marut, Traven Robert Marut, Fred Maruth, Fred Mareth, Red Marut, Richard Mauruth, Albert Otto Nax Wienecke, Adolf Rudolf Beige Krauss, Martínez, Fred Gaudet, Otto Wiencke, Lainger, Gotees Ohly, Antón Riderschdeit, Robert Beck-Gran, Arthur Terlelm, Wilhelm Scheider, Heinrich Otto Baker y Otto Torsvan.
Tuvo menos nacionalidades que nombres, pero tampoco anduvo corto en ese aspecto. Dijo ser inglés, nicaragüense, croata, mexicano, alemán, austriaco, norteamericano, lituano y sueco.
Uno de los que intentaron escribir su biografía, Jonah Raskin, por poco se vuelve loco en el intento. (BC: 215)
Comentaba Derrida en Memorias para Paul de Man (1986b: 29): “Si hay una finitud de la memoria, es porque hay algo del otro y de la memoria del otro como memoria, que viene del otro y vuelve al otro”. En el caso de Traven, la invención de sí mismo como otro, y la invención en la memoria de Vila-Matas como otro en una serie significante inscrita en la memoria. Para Derrida, esto desafía cualquier totalización y nos dirige a una escena de alegorías, a la ficción de la prosopopeya y a la tropologización del duelo.
En El Mal de Montano el narrador viaja a Nantes para encontrarse con su hijo enfermo de literatura. Montano que acababa de publicar su peligrosa novela sobre el enigmático caso de los escritores que renuncian a escribir queda atrapado en le escritura y bloqueado se convierte en un ágrafo trágico. Montano es el apellido de su madre que utiliza como nombre artístico. Montano le cuenta a su padre que le visitan las memorias otros escritores. Ese día lo han hecho la memoria de Justo Navarro y Julio Arward. El protagonista, pensando en las palabras de su hijo se acuerda de La memoria de Shakespeare, ese relato de Borges en el que un hombre le ofrece al escritor argentino la memoria del Shakespeare, la memoria de la tarde en la que escribió el segundo acto de Hamlet.
Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que demora: moon. (Borges, 1997: 395)
La luna se reduce al momento de su inscripción en la memoria, la luna es esa oscura palabra que demora como marca dispuesta a la repetición que avanza o retrocede entre el nombre propio y el acto performativo de nombrar. La luna se mueve entre Diana y la palabra “moon” como Traven entre sus nombres.
La memoria, tomada en su dimensión retórica, permite hablar del trabajo de duelo del lenguaje, así lo pone de manifiesto el libro de Schleifer: Retórica y Muerte. Schleifer (1990) vincula la muerte a la retórica de una manera metonímica. Igual que en el nivel semántico, el concepto de “muerte” existe en relación con el de “vida”, la “muerte” es y no es al mismo tiempo una “parte” de la vida; es una “estadio” de la vida (una “parte”) y la negación de la vida completamente (su otro). Esta muerte, tal y como la describe Schleifer está vinculada a la materialidad del lenguaje: “todo discurso y significado debe estudiar los significantes materiales para articular y comunicarse él mismo, y tal materialidad, como la muerte, es a la vez una “parte” del lenguaje y el “otro” del lenguaje” (Schleifer, 1990:7). La materialidad del lenguaje queda unida al duelo desde el momento en que el “sentido” de un discurso intenta transcender su momento aleatorio y material. El duelo también está unido, según Derrida, a cierta violencia del lenguaje, violencia contra el significado transcendental (Schleifer, 1990:207). Violencia, además, contra el hecho de que la materialidad lingüística no puede hacerse desaparecer, puesto que no es secundaria y transparente, sino una determinación del discurso mismo.
Toda deconstrucción, en la que entra en juego una determinada ética de la hospitalidad7 con el otro, es invención. Si, como afirma Derrida, la invención deconstructiva consiste siempre en saber decir “ven” y saber responder “ven” al otro, la retórica, por tanto, no podrá tomarse como una única respuesta a dicha invocación: una respuesta programable sobre la retoricidad de un texto no daría paso al otro sino a lo mismo, a aquello determinado con antelación. Así pues, la retórica es también un lugar hospitalario abierto a la indecisión, que desborda lo anticipable que, en forma de figura retórica, busca constreñir las respuestas del texto. Bien al contrario, esta figura se transforma en espectro8, en lo radicalmente otro repetible, en lo que no es reducible a lo óntico. El espectro señala la disyuntura de un tiempo dislocado, del aparecer, del venir que no sigue una línea temporal sino que pasa fuera de cualquier previsibilidad. El espectro aparece y vuelve a aparecer dislocando la lógica del cuerpo material y el alma transcendental del lenguaje. El espectro, nunca enteramente presente ni ausente, ni material ni espiritual refuerza la experiencia de la muerte y del duelo. La experiencia de la vuelta (revenance) de la marca, del signo está en relación directa con la originalidad del espectro, que a su vez es pérdida del origen.
Teoría de Budapest (Fragmento).
Yo a veces veo esto, lo que llamo la segunda máscara pero no tengo a nadie para compartir esa percepción, si acaso tengo a Hamlet —sueño en él— y tengo también a mi pobre hijo, que algún día, en alguna carretera perdida y en la noche, se encontrará con Hamlet y éste le preguntará por mí, que seré ya sólo ropa blanca y mirada vacía de un cuarto trastero olvidado, el lejano eco de una mujer que en un día como hoy, en una tarde de agosto como hoy, escribió frases que ni siquiera pensaba, frases para poder así descansar de un ensayo que de nadie merecerá un solo comentario. (MM: 132).
Pese a las últimas palabras de la cita, el ensayo pronto encuentra comentario de la mano de su hijo, quien compara a su madre con Alejandra Pizarnik también acostumbrada a los barbitúricos. Su hijo, pese a reconocer el mérito literario de las primeras líneas del diario secreto de su madre no tarda en señalar el error sintáctico en la preposición que rige el régimen verbal de soñar. Su madre sueña en Hamlet, en vez de con Hamlet, sin embargo este descuido es altamente productivo ya que permite al narrador enlazar con el cuento de Borges en el que se poseía la memoria de Shakespeare. “Soñar en”, como la palabra “moon”, demora en la memoria. Es precisamente el resultado del cuento que Montano consigue escribir para librarse de la parálisis de la escritura.
El cuento concentra de manera admirable, en siete escasas pero intensas cuartillas, toda la historia de la literatura, enfocada como una sucesión de escritores habitados imprevistamente por la memoria personal de otros escritores que les antecedieron en el tiempo: la historia de la literatura vista con la cronología cambiada, pues empieza por a época contemporánea (…) la historia de la literatura vista como una corriente extraña de aire mental de súbitos recuerdos ajenos que habrían ido componiendo, a base de visitas imprevistas, un circuito cerrado de memorias involuntariamente robadas. (MM: 70)
Montano deja de ser un ágrafo trágico cuando escribe demorando en la memoria de la escritura. “156. Qué rara es la memoria, y qué raro es todo, pero la memoria más, VV: 156)” Dice Joan Mayol protagonista del Viaje vertical, “Y qué raros son los recuerdos cuando son, además, inventados” (VV: 157). El cuento de Montano es una buena alegoría de la escritura. La alegoría juega un papel fundamental, en esta trópica derridiana. La alegoría supone la apertura ineluctable al otro<9, la alegoría es otro nombre para la invención del otro (Derrida, 1987a:13), que da cuenta de la experiencia de la imposibilidad. El crítico literario, el padre de Montano, enfermo de literatura como está tiende a identificarse con el cuento de su hijo. En la segunda parte de la novela, el narrador nos explica que todo lo contado es el argumento de su novela, aunque todo no es inventado, existen algunos personajes, e incluso casi todas las situaciones tienen un origen que el narrador nos explica irónicamente. Pues bien, en esta segunda parte el enfermo del mal de Montano tiende a convertirse en la misma historia de la literatura. “Ya sólo faltaba”, añadió Tongoy, “que te nos quieras convertir en la historia de la literatura, hasta ahí podíamos llegar”. (MM: 191)
En la repetición del presente, la presencia a sí del presente reintroduce una traza de impureza espacial, esto es la no identidad en la auto-presencia. La traza es la íntima relación con el exterior, con la apertura a la exterioridad en general (Gasché 1979:194). Esta traza, archi-traza, es la ausencia irreducible, ausencia que no es entendible como la ausencia de una presencia, es la alteridad absoluta, lo completamente otro. A este otro es al que se debe abrir toda deconstrucción, a su escucha, a su espera. Esta heterogeneidad radical se anuncia a sí misma como tal como la marca material de una ausencia. Esta manifestación de lo absolutamente otro coincide con su ocultación, con su retirada para volver a mostrarse.
La aporía en literatura guarda relación con su propia historicidad, con la responsabilidad ante una institución (ficticia) histórica. Su historia “está construida como la ruina de un monumento que básicamente nunca existió” (Derrida, 1992b:42). Su historia es la historia de una ruina, la narrativa de una memoria, y ello nos interesa porque supondrá cierta actuación, cierta participación de la retórica, de la memoria retórica. La consideración de la ruina (como la ceniza10) está ligada al pensamiento de la iterabilidad y borrado del resto y a su inscripción en el espacio de la memoria, a cierto mal en el archivo de la memoria ocasionado porque todo lo inscrito puede perderse en el doble movimiento que instaura y conserva propio del archivo. La consideración de la ruina, así pues, deja aparecer el duelo en escena. El duelo es inseparable de cierta performatividad literaria y crítica, en crisis, que pone de manifiesto la imposibilidad de recuperar el acontecimiento que nunca habrá estado presente. Por ejemplo, la singularidad de la escritura de la fecha. La fecha es entendida por Derrida como la experiencia prometida de la memoria, como promesa de una singularidad que no vuelve, pero que cuestiona y atestigua materialmente la historicidad.
Recordemos, la iterabilidad de la huella, su identificación y alteración en la repetición es la condición de esta historicidad disyunta. Y el hecho de poder repetir las marcas (sean fechas o no), de poder transplantarlas a diferentes contextos, no implica que el texto sea des-historizado, sino que la historicidad está hecha de iterabilidad (Derrida, 1992b:64). Cuando el texto señala su propio estatus como escritura, como literatura, como un miembro de un género específico, lo hace por medio de una marca que es necesariamente marcada por adelantado, lo que Derrida llama re-marca. Por ello, la mejor lectura de un texto literario sería aquella que se abandonara a los aspectos más idiomáticos de la obra, aquella que asumiera que se puede contaminar, parasitar, injertar por el propio texto. Aquella que se dejara soñar en.
La especificidad del acontecimiento literario reside en este suceder de una relación singular entre lo único y su iterabilidad. “El año pasado, sin ir más lejos, me sirvió para refugiarme en él cuando quedé trágicamente bloqueado como escritor tras publicar Nada más jamás, mi libro sobre los escritores que renuncian a escribir”. (MM:109). Esta singularidad, implica un compromiso, una responsabilidad, una alianza, que conlleva, a su vez, más de dos firmas, más de un acontecimiento. Ello conlleva una toma de decisión imposible. El reconocimiento de la indecidibilidad es momentáneo, el primero de dos gestos. El resultado de esta indecidibilidad es un gesto ético hacia la alteridad. El texto literario se vuelve improbable, en el sentido de que no hay decisión posible sobre el acontecer de un significado, sobre la relación de la materialidad significante con respecto a un significado, lectura o interpretación.
París no se acaba nunca es una novela sobre los años de formación del escritor en el París de los años de setenta, es por tanto un novela que vuelve a incidir en la tematización temporal. También es una novela que se estructura, irónicamente, como una conferencia sobre la ironía. También es una lectura de Hemingway.
Para de Man, las alegorías son siempre temporales, actúan diseminadas en una escala diacrónica. Si el signo alegórico repite el signo anterior, entonces repite el error inscrito en el primero, que era siempre una figura o sistema de figuras y su deconstrucción. En este sentido, la alegoría funciona, se podría decir, como la différance11> derridiana (Norris, 1985:201)12. La alegoría introduce la idea de un juego diferencial que impide, difiere, la coincidencia entre significado y propósito. La ideología, y habría que empezar considerarla como acto ético, derivada de una estética transcendental, es el reflejo de la ceguera a la retórica de la temporalidad. Lo que de Man caracteriza como “resistencia” es la consideración de la literatura como el signo de un historicismo. El historiador de la literatura es para de Man el crítico que sobre-impone esquemas a la propia temporalidad de la literatura. La alegoría de la historia13 que los propios textos narran es la historia de su deconstrucción, una historia producto de la lectura de estos textos. Es precisamente lo que proponen las novelas de Vila-Matas. La teoría del lenguaje demaniana presupone una noción de la historia en la que el lenguaje —no sólo bajo la forma de la metáfora como Gearhart (1985:73) dice— se engendra a sí mismo. La historia que narra el origen tropológico del lenguaje es meramente una figuración de una situación sincrónica fundamental. De acuerdo con la esta lógica, todas las formas de historia, o incluso de historicidad, están derivadas del lenguaje. Por mucho que la literatura produzca cortocircuitos de sentido o referencia, permanece sujeta a una historicidad que no puede ser reducida ni a una concepción intramundana ni a una concepción transcendental. Así pues, hay un esfuerzo por tomar el lugar de la escritura, de lo que repite pero también altera, en este tiempo reversible y en este espacio de sobre-imposición. Un texto lee a otro, y es leído por él a su vez (Weber, 1987:99) Un texto leen otro y a su vez es leído en él. Por ello es tan importante la retórica en la teoría de la lectura demaniana, porque como apunta Godzich (1971: xviii) en la introducción a Blindness and insight, la retórica, como un modo de lenguaje, no necesita localizar nada más allá de sus fronteras: opera sobre la materialidad del texto y lleva a cabo una serie de efectos de lenguaje. Me permito ironizar:
La ironía me parece un potente artefacto para desactivar la realidad. Ahora bien, ¿qué sucede cuando vemos algo que habíamos visto, por ejemplo, en una fotografía y de repente vemos de verdad? ¿Es posible ironizar sobre la realidad, descreer de ella, cuando estamos viendo algo que es verdad? (PN: 33).
La alegoría de la lectura no deja de ser irónica en sus consecuencias. La alegoría y la ironía reconocen, frente a los géneros espaciales del simbolismo y el realismo, la distancia temporal que media con respecto a cualquier origen vinculado con el mundo natural. De Man aquí, recupera la definición de Fiedrich Schlegel de la ironía como parábasis permanente, proceso que implica la imposibilidad de reconciliación de la materia lingüística con el mundo natural. La ironía tiene que engendrar, y mantener su carácter ficcional afirmando la imposibilidad de la reconciliación entre las dos emisiones (de Man, 1971: 218). La ironía ironiza sobre la recuperación de la unidad del tropo en un futuro, ya que la ironía engendra una secuencia temporal de actos sin final.
Una noche soñé que pasaba a la historia como el reinventor de la ironía. Vivía en un libro que era un gran cementerio en el que, en la mayoría de las tumbas, no se podían leer los nombres borrados de las diferentes clases de ironía.
(...) “Vi la eternidad el otro día”, escribió Vaughan en un atrevido verso. Tanto si lo vio como si no, desde aquí le mando todos mis respetos al poeta. Su verso parece incontestable, sobre todo porque, como diría Celan, no hay nadie que testifique por el testigo. El latigazo sintáctico recuerda el inolvidable final de la película Blade Runner cuando el que va a morir inicia su poética monserga con el tembloroso y emocionante y tan verídico “I have seen...” (“He visto...”). (PN: 35)
El acto de ironía, tal como lo entendemos, revela la existencia de una temporalidad que es con certeza no orgánica, en la que se relaciona con su origen sólo en términos de distancia y diferencia y no da cuenta de ningún final ni de ninguna totalidad.
La estructura de la alegoría refleja la tendencia del lenguaje hacia la diseminación a lo largo del eje de un tiempo imaginario que produce la ficción de la duración. La ironía es una estructura sincrónica, mientras que la alegoría es un tropo recurrente capaz de engendrar la duración bajo la ilusión de una continuidad (que se sabe ilusoria) (de Man 1984:226). Sólo que, para de Man, la relación de ambos tropos es tan intensa que prácticamente se podría decir que no hay uno sin otro, que cuando uno aparece el otro ya lo está articulando o desautorizando de antemano. Visto así, la alegoría se entiende como una alternativa a las ilusiones teleológicas de la interpretación simbolista del romanticismo. En consecuencia, la unión final de alegoría e ironía incide en la cuestión de la fiabilidad del lenguaje y su no-origen y no-efecto en el mundo empírico con respecto a su posicionamiento material.
La ironía, por otra parte, es una figura retórica, desmiente el lenguaje. Y sin embargo, yo no quiero desmentir nada de lo que acabo de decir sobre ella. No es nada irónico todo cuanto he dicho sobre la ironía. Y es que a fin de cuentas el arte es único método del que disponemos para decir ciertas verdades. Y no veo mayor verdad que ironizar sobre nuestra propia identidad, que es lo que desde ayer vengo haciendo, siempre con buen ánimo, en esta conferencia. (PF:77)
Ironizar sobre la propia identidad y sobre la propia narración temporal de la identidad es algo propio de los textos de Vila-Matas. En este sentido Vila-Matas juega continuamente con la figura de la prosopopeya. París no se acaba nunca es una autobiografía irónica de la juventud literaria del autor. Basado en los Ensayos sobre epitafios de Wordsworth, “La autobiografía como des-figuración” de Paul de Man (1984) (“Autobiography as de-facement”), es un artículo dedicado al estudio de la prosopopeya y a su vinculación con el género de la autobiografía. La relación de la autobiografía con la prosopopeya se fundamenta en que ambas suponen la creación de una voz, o un rostro, por medio del lenguaje. En la autobiografía se produce la ilusión de la referencialidad del nombre propio14, es decir, el sujeto autobiográfico queda definido por la “incontestable legibilidad de su nombre propio” (de Man, 1984:68). Este hecho, automáticamente, plantea una paradoja, plantea la duda sobre si el referente determina la figura autobiográfica, o si por el contrario, la ilusión de la referencia no está, igualmente, en correlato con la figura, si no es una ficción que adquiere el grado de productividad referencial. A parte de lo que supone intentar converger historia y estética en la autobiografía, ésta para de Man se nos muestra no como género, sino como una figura de la lectura, una figura del entendimiento de lo que sucede en los textos. En la autobiografía se produce una escenificación de los dos sujetos implicados en el proceso de lectura, que como de Man afirma, se determinan por mutua substitución reflexiva. Aún es más, en la autobiografía, esta estructura especular se muestra más rotunda por cuanto el autor se declara él mismo el sujeto de su propia comprensión. En otras palabras, el autor se lee a sí mismo, se convierte en su lector. En este sentido, un sujeto se proyecta en el otro, y esta estructura es interiorizada por el texto. De Man sostiene que esta invención autobiográfica está presente en todos los textos, que todos los textos pueden ser leídos como autobiográficos, aunque a la vez se pueda decir que no lo son (si atendemos al género y a las condiciones de producción de este conocimiento). Lo interesante de la autobiografía como figura de la lectura, es que muestra el momento especular propio de toda cognición como estructura tropológica, y como tal, expresa la imposibilidad de su clausura o totalización, por estar construida sobre la base de substituciones.
En el caso de Vila-Matas la autobiografía ya parte de una desfiguración inicial, por lo que el tropo de la prosopopeya se convierte en el tropo del tropo.
No conocerse nunca. Es lo que creía Musil que pasa con los diarios íntimos.
(…) No conocerse nunca o sólo un poco y ser un parásito de otros escritores para acabar teniendo una brizna de literatura propia. Se diría que éste fue mi programa de futuro desde que empezara a escribir copiando a Cernuda. (…) obligado por las circunstancias del tiempo que me ha tocado vivir—, a practicar más que el género autobiográfico, el autoficticio, aunque para que me llegue la hora de esa condena cabe esperar que me falte mucho, de momento estoy enzarzado en un entrañable homenaje a la Veracidad, metido en un esfuerzo desesperado por contar verdades sobre mi fragmentada vida, antes de que tal vez me llegue la hora de pasarme al terreno de la autoficción, donde sin duda, si no me queda otra salida, simularé que me conozco más de lo que en realidad me conozco. (MM:123)
La figura de la prosopopeya se muestra como la figura que otorga un rostro, y que, sin embargo, al mismo tiempo, desfigura. La prosopopeya evidencia que ninguna restauración es posible porque tanto los tropos como el lenguaje son privativos, y cuando se intentan restaurar, sólo se consigue recuperar un resto, sólo se consigue mutilar aún más el cuerpo original, que nunca ha dejado de estar desmembrado en forma de las figuraciones de ojos, bocas, y rostros. La restauración de la mortalidad por la autobiografía “priva y desfigura en la misma medida que restaura” (de Man, 1984: 81). Vila-Matas además gusta de hacerlo con humor:
GIRONDO, Rosario (Barcelona, 1948). Que otros se escondan en seudónimos o inventen heterónimos. Lo mío siempre ha sido el matrónimo. ¿Existe esa palabra, existe la palabra matrónimo? Yo diría que existe todo lo que se nombra. Rosario Girondo es como yo firmo mis libros desde siempre, Rosario Girondo es el nombre de mi madre. Muchas veces he tenido que oír que era mi seudónimo. No, es mi matrónimo. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¿Cómo va a ser el nombre de la madre un seudónimo? (MM: 125).
La prosopopeya15, por un lado, nos habla de la imposibilidad de los modos cognitivos a través de la figuración de los sujetos postulados en la autobiografía; por otro, del especial estatuto de la figura que da rostro a los muertos. Viene a ser el tropo que pone de manifiesto la ilusión constitutiva del acto de lectura que pretende devolver a la vida los significados postulados referencialmente. Así pues, el acto de lectura se constituye como una prosopopeya sin fin por la que cualquier texto que haya sido monumentalizado, clausurado en su temporalidad, aparece fragmentado, mutilado, relatando la alegoría de su ruina y su memoria.
Paul de Man en “Shelley desfigurado” (1984) plantea con claridad la problemática de la prosopopeya con respecto a la recolección histórica de la lectura, lo cual, por otro lado, ya había estado implícito en el tratamiento de la autobiografía. Este ensayo, recogido en la Retórica del Romanticismo, parte de la siguiente pregunta ¿es el estatus de un texto, por ejemplo, el de París no se acaba nunca, el estatus de una estatua? Es decir, ¿podemos considerar que los textos, como las estatuas hechas para soportar el tiempo, pueden ser reconstruidos, alegorizados, después de haber sido rotos en piezas, editados, interpretados, discutidos, anotados, como el caso El Mal de Montano?
¿Cómo puede un acto posicional, que no se relaciona con nada que venga antes o después resultar inscrito en una secuencia narrativa? ¿Cómo puede un acto de habla llegar a ser un tropo, una catacresis que después engendra a su vez la secuencia narrativa de una alegoría? Ello puede ser sólo porque nosotros imponemos por nuestra parte la autoridad de sentido y significado sobre el poder sin sentido del lenguaje posicional. (De Man 1984:117)16.
El lenguaje postula son figuras, figuraciones, no significados naturales. La figura es la repetición de significados que la lectura impone a su vez en la forma de una narración natural. El poder de postulación del lenguaje depende de este olvido, de este borrado de sí mismo que hace que se repita sin una puntuación concreta en la narración del texto. A las borraduras repetitivas por las que el lenguaje realiza performativamente su propia posición de Man las llama desfiguración (de Man, 1984:119). Este proceso no tiene fin, ya que el mismo conocimiento de este proceso, del poder performativo postulador del lenguaje es así mismo una figura que se presta a la desfiguración.
Y leer es entender, preguntar, saber, olvidar, borrar, desfigurar el rostro, repetir, ―es decir, repetir la prosopopeya sin fin por la que los muertos pueden tener un rostro y una voz que cuenta la alegoría de su desaparición y nos permite apostrofarlos. (Paul de Man 1984:122)17.
Es decir, mediante el acto de lectura repetimos el gesto que monumentaliza los textos y los transforma en objetos históricos y estéticos; les da un rostro y los trae desde el pasado como se invoca, como se hace aparecer a los fantasmas; como si algo como Montano o Hemingway pudieran ser invocados sin mayor problema en el acto de lectura. Lo que los textos de Vila-Matas nos enseñan es que la materialidad de la lengua, en su acontecer aleatorio, pone en evidencia los sistemas estéticos e históricos que, mediante lectura monumentalizadoras, reintegran y articulan el azar posicional del lenguaje, no consiguiendo otra cosa que la figuración de su fracaso. Y este es en definitiva el riesgo, o la última impostura que Vila-Matas nos propone siempre en sus novelas. La afirmación y al mismo tiempo la ficción de que la impostura ha terminado, la ilusión de haber demorado ya el juego de dobles y parásitos. La alegoría que narran estas monumentalizaciones es la alegoría de la recuperación de un sistema que, si utilizamos el tono demaniano, ingenuamente cree que entre la vida y la muerte, entre el pasado y el presente, entre la voluntad y la acción, entre el significado y el significante no hay más que vínculos naturales, nada más que posiciones determinables fenomenalmente. Por el contrario, es necesario insistir en ello, la lectura como desfiguración es un momento necesario de toda lectura. No hay monumentalización sin desfiguración. Siempre hay desfiguración cuando los poderes posicionales del lenguaje son recuperados bajo la forma de sistemas históricos o estéticos. Podemos entender, pues, desde este punto de vista, la importancia de la figura de la prosopopeya como la figura que muestra la desfiguración de toda lectura. La figura que, en relación con la inscripción material nos pone en contacto con la memoria, con la reconstrucción de las ruinas del pasado, con lo que queda de los monumentos, con el duelo que siempre ontologiza los restos intentándolos aparecer como presentes. Entendemos entonces lo irónico de afirmar, por ejemplo: “Decirle al lector: “Así quiero ser para ti”, y no “Así soy”. Es decir que Gombrowicz reclamaba el derecho a su propio rostro: “¿Acaso debo permitir a cada cual que me desfigure como le plazca?” (MM: 145). ¿Pregunta retórica? Quizás, una impostura más, una postulación más, puesto que hasta el rostro otorgado intencionalmente acaba siendo una máscara más que depende del propio acto de literatura.