Reseña sobre La sombra de lo invisible: Merleau-Ponty 1961-2011 (Siete lecciones)
Luís Álvarez Falcón (Eutelequia Ensayo, Madrid, 2011)
Entre 2008, primer centenario de su nacimiento y 2011 quincuagésimo aniversario de su muerte, la figura de Merleau-Ponty sufrió un refulgente parpadeo de gloria que trajo a la luz algunos temas fenomenológicos en los que él fue pionero. El libro que quiero comentar, coordinado por Luís Álvarez Falcón y esmeradamente editado por Eutelequia (no una entelequia, sino una de esas joyas en papel que nos ha regalado la era digital), constituye per se una suerte de bomba de racimo, cuya fragmentación alcanza de lleno algunos rincones del incompleto escenario que el pensador francés estaba erigiendo entre lo visible y lo invisible cuando la muerte le sorprendió desde dentro. Las siete lecciones compiladas por Álvarez Falcón proceden de un lejano afuera, el Coloquio Internacional Merleau-Ponty, 1908-2008, celebrado en Zaragoza a finales de octubre de 2008, que coordinó la universidad maña con la participación del Institut Français de Zaragoza, el Ministerio del Cultura francés, el Gobierno de Aragón y el Ministerio de Ciencia e Innovación de España.
A las 7 ponencias convertidas en lecciones se agregan ahora un texto inédito del coordinador que da título al volumen, «La sombra de lo invisible», que funge como Introducción (pp. 29-70) y la traducción al castellano de Pelayo Pérez y Silverio Sánchez de un texto originalmente publicado por el filósofo belga Marc Richir en el 2.000 como Apéndice III de su obra Phénomenologie en esquisses que examina a la luz de la ortodoxia husserliana dos notas de trabajo de Merleau-Ponty que Claude Lefort recogió en el apéndice de su edición de Lo Visible y lo Invisible (Paris, 1964). Si las cuarenta páginas de la Introducción están destinadas íntegramente a demostrar la continuidad arquitectónica de la fenomenología de Merleau-Ponty respecto a la teoría madura de la reducción fenomenológica, en la que ya se vislumbra la sombre de una región de lo invisible «tras el papel omnímodo de la actividad de un sujeto constituyente» (p. 49), Richir se erige en guardián de la ortodoxia cuando, por un lado, reconoce el acierto de Merleau Ponty al ubicarse en el registro abierto por la Stiftung intersubjetiva, mientras, por otro, considera toda la filosofía de la carne en la órbita heideggeriana como una peligrosa desviación metafísica —«una metafísica de inspiración fenomenológica, pero no una fenomenología», le espeta entre guiones— que resulta precisamente de una extensión indebida, universal, de esa misma estructura de Stiftung propia de la intersubjetividad, que vuelven «muy oscuros algunos pasajes de la obra y, pareciendo autorizarlas, puede anticipar muchas especulaciones — de las que Merleau-Ponty siempre se ha cuidado— sin ninguna base o atestación fenomenológica» (p. 322). Cronológicamente, así pues, en quiasmo, el Apéndice se convirte en Prólogo y la Introducción en Postfacio.
Pues bien, la primera consecuencia de este enmarque estructural entre una introducción exegética y un apéndice de rigor fenomenológico inquisitorial es que las siete lecciones enmarcadas adquieren aquí unas resonancias sinfónicas muy diferentes de las que seguramente tuvieron para los asistentes al concierto de Zaragoza en 2008, como atestigua Francisca Hernández Borque en su excelente reseña del mismo: «Recordando a Merleau-Ponty en el centenario de su nacimiento» (Paideia. Revista de Filosofía y Didáctica Filosófica, nº 85, mayo-agosto, 2009, pp. 347- 360). Álvarez Falcón agradece en el “Prólogo” (pp. 11-26), que explica el género y el orden del libro que ahora edita, la colaboración que en su día obtuvo de sus compañeros del Departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza (José Luis Rodríguez García, Marina Garcés Mascareñas, José Manuel Aragüés Estragués y Luisa Paz Rodríguez Suárez), pero no explica la razón por la que las ponencias de los tres últimos no figuran en esta compilación. Quiero entender que la única razón de esta exclusión se debe a que las mencionadas ponencias caen fueran del territorio de la pasividad, que es el que se trata de explorar aquí, bien porque los compromisos políticos requieren actividad y tomas de partido (tal como explora el doctor Aragües al contrastar el humanismo de Merleau-Ponty con el de Sartre), bien porque el “nosotros impersonal”, que tematiza la doctora Garcés, requiere una activa coimplicación con el mundo que brota de la praxis, o bien, finalmente, porque la intencionalidad operante que instala a la conciencia corpórea en el mundo de la vida (Lebenswelt) que constituye el territorio compartido por Heidegger y Merleau-Ponty según la doctora Rodríguez Suárez, exige romper explicitamente con la impostación idealista de la filosofía tradicional, incluída la de Husserl. De hecho, en el citado Prólogo, Álvarez Falcón rehusa adscribir su libro al género de la historia de la filosofía y vindica la dificultad que entraña penetrar en la vida inacabada de las propias ideas in fieri. Estas, en efecto, simpre nos sorprenden por la espalda, operan a escondidas en la mochila de la que sólo adivinamos de soslayo aquella sombra inconclusa que se cierne sobre el filósofo «cuando la repentina supresión de su vida detiene, a su vez, el movimiento natural de las ideas» (sic Patocka, p.13): Skías ónar anthropos: sueño de una sombra, el hombre, Píndaro, sombra de filósofo.
Y es que el homenaje que diseña en esta compilación Álvarez Falcón quiere atenerse a una perspectiva gnoseológica muy precisa, que no está al alcance de todos, sino sólo de los lectores “pacientes y entusiasmados” (¿no es el entusiasmo amigo de la impaciencia?), que estén siempre dispuestos a pelear con una disciplina, como la filosofía, que nunca termina, sino que se desvanece en el horizonte del que lleva la mochila. Por eso, desde el principio, se marca el territorio del Merleau-Ponty que se busca, aquel que se atiene, como toda provisión, a los presupuestos husserlianos, que, aunque el mismo pensó como un horizonte que se abría hacia el mundo de la vida en el periodo de La crisis de las ciencias europeas (1936, dies irae, Guernika), la misma época de la adversidad que le tocó vivir, en la que confluyen y se dan la mano el Leib personal con su pasividad fáctica y contingente y la intersubjetividad comunitaria, en realidad, venía de mucho más atrás. Sólo así se explica la enigmática introducción al libro, en la que tras diagnosticar el siglo XX como una “reiterada pérdida” de los nexos entre el pensamiento y la experiencia, se remonta, no ya a 1801 (Greifswald, paz de Luneville), al sueño nostálgico de Hölderlin (cuando yo era idéntico al mundo) o a las Leciones sobre estética de Hegel en busca de la etimología kantiana del término Anschauung, sino a las “fuentes mismas del conocimiento”, citando para ello el capítulo VIII del De anima de Aristóteles y la intuición platónica. Pese a que se trata de incardinar a Merleau-Ponty en la ortodoxia fenomenológica, Husserl no aparece hasta la página 37, citado en 1887 a propósito de su tesis de habilitación Über den Begriff der Zahl («La investigación del concepto de número es emprendida a fin de analizar un fenómeno original del pensamiento, a fin de aprender algo sobre la esencia de la conciencia»), pero encuadrado en la polémica entre psicologistas (Brentano. Stumpf) y neokantianos (Natorp).
Siguiendo a su maestro Sánchez Ortiz de Urbina, desde cuyo materialismo gnoseológico se procederá a reconstruir más tarde la arquitectónica misma del pensamiento de Merleau-Ponty en la lección primera (pp. 73-102), Álvarez Falcón se siente obligado a dedicar la parte más sustancial de su larguisima Introducción a explicar la visión aporética que esta perspectiva gnoseológica tiene de Husserl. Ese libro intempestivo e imposible que son las Investigaciones lógicas (1901) permite seguir el desarrollo paralelo de dos Husserl, el publicado que propende al idealismo, y el de las interminables investigaciones fenomenológicas, que remiten a registros inusitados, pero provocan callejones sin salida y escritos esotéricos plagados de anacolutos en el límite de las vivencias de la conciencia. En distintos artículos y ponencias Álvarez Falcón viene insistiendo en la idea de que, aunque Merleau-Ponty no pudo conocer ese legado esotérico de Husserl sobre las “síntesis pasivas”, el Leib, cuerpo interno e intersubjetividad, el régimen de la Phantasia, la edición de Marbach sobre las “presentificaciones intuitivas” (Vergegenwärtigung), etc., su estancia en Lovaina que le permitió conocer el tomo II de las Ideas y su contacto con Eugen Fink, que le dio acceso a la Sexta Meditación, le abrieron una perspectiva nueva sobre la fenomenología, que le permitió recorrer en solitario las mismas problemáticas husserlianas que la publicación de los inéditos sacarán a la luz. Habiéndo desarrollado la investigación fenomenológica con su propia terminología, la tarea de Álvarez Falcón no consiste, sin embargo, en un poner en correspondencia ambas terminologías, sino en fundamentar la obra de Merleau-Ponty sobre los quicios de la arquitectónica de Husserl.
La sombra de lo invisible, así pues, no es un libro para leer, sino un tratado para estudiar y, sobre todo, una guía abierta para seguir investigando sobre la fenomenología como “ampliación de la filosofía”, sin temor a penetrar en el territorio de la no-filosofía. Por eso no resulta ocioso que Álvarez Falcón se demore veinte páginas (pp.39-58) con Husserl, re-explicándo los registros descubiertos por el alemán, desde que en las lecciones sobre Cosa y espacio de 1907 descubre el poderoso y absorbente nivel de la efectividad (que es el de la percepción, sobre el que se asienta con fueza la Lebenswelt, el mundo de la vida) como distinto del nivel de la objetividad (que es el de la imaginación, por la que discurre en tiempo objetivo, lo ausente). Es el Husserl de la Crisis de la ciencias europeas (1936), que Merleau-Ponty leyó con asiduidad, quien problematiza el mundo de la experiencia en general, más allá de la descripción de lo dado, en el que se empecinan las ciencias naturales, del análisis intencional, en cuya “cima se encuentra la paradójica dificultad de los objetos intencionales como tales” (§ 66: es absurdo decir de un arbol percibido que arde, porque arder sólo puede tener sentido para un cuerpo de madera, pero no para una percepción pura de un sujeto-yo) y del método de la reducción fenomenológica sobre la que se ciernen los peores malentendidos, los de la autoevidencia (§ 71: pues “el peligro de malinterpretar la “universalidad” de la epojé fenomenológico-psicológica” sólo puede evitarse regresando a las formas de comportamiento del hombre respecto al mundo circundante real). Sostiene Álvarez Falcón que los tres grandes obstáculos que llevan a la fenomenología a una situación aporética son: el privilegio otorgado por Husserl al mundo de la percepción, su obsesión por centrarse en la descripción de las vivencias de la conciencia y su concepción del tiempo continuo que hace del presente la temporalidad originaria (p. 43). Si el Merleau-Ponty de Fenomenología de le percepción (1945) ya aborda la espinosa cuestión del carácter trascendental de la fenomenología es porque regresa de Lovaina con la firme sospecha de que el idealismo larvado en el Husserl ortodoxo anida en el propio método de la “reducción”, quintaesencia del carácter impositivo de la razón occidental, cuyo descierre hay que ejecutar sin demora. Tras el análisis de los cinco tópicos de ruptura de Merleau-Ponty con Husserl (la descripción de lo dado, el análisis intencional, la epojé y la reducción fenomenológica, el método eidético y el mencionado problema de lo trascedental), Luis Álvarez Falcón insiste en mostrar la vía de escape que encuentra Merleau-Ponty, la chiminea vertical que le permite preservar el misterioso contacto originario con la materialidad indeterminada a pesar de la doble hipertrofia de la reducción trascedental sobre el eje la subjetividad (en forma de ego trascendental) y de la reducción eidética que enmascara la facticidad del mundo: «Las cualidades sensibles dejarán de ser un dominio exclusivo de la percepción. Entre los colores y los visibles pretendidos se encontraré “el tejido que los dobla”, que los sostiene y alimenta, y que no es otra cosa
sino posibilidad, latencia y “carne de las cosas”… El inseparable contacto con la hylé nos conducirá irremediablemente a esa zona de luminosa penumbra que se extiende, en términos baumgartianos, desde la oscuridad de la experiencia estética, la experiencia de lo oscuro y distinto hasta la claridad y confusión del arte» (p. 69), quiasmo que invierte y extiende la sombra de lo invisible que este libro quiere explorar.
No reproduciré aquí los redobles épicos de tambor materialista con que Álvarez Falcón saluda los aciertos fenomenológicos de Merleau-Ponty sobre el trasfondo del Husserl redescubierto por la nueva fenomenología gnoseológica, porque la “tectónica” de lo Invisible que explora gracias a la correlación “chair-quiasmo-Wessen” en un estrato que decribe de forma precisa Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina más adelante (diagrama de la p. 103) encalla justamente en el umbral de la tierra prometida: el registro del “yo puedo”, donde anidan las “sintesis pasivas” que se abren hacia un estrato sin pasividad secundaria donde se difuminan, por un lado, el “aquí absoluto” y, por otro, las “singularidades fenomenológicas”. En un trabajo paralelo, que apereció en el nº 90 de Paideia, coordinado por Hernandez Borque («Cincuenta años sin Merleau-Ponty: la presencia de una voz ausente», Año XXXI, Enero-Abril, 2011), Álvarez Falcón cita los dos cursos de 1954 y 1955, El Problema de la Pasividad y La Institución en la historia personal y pública como muestra del punto final al que llegó su reflexión, a la Stiftung husserliana, que concibe como “depósito de sentido” vivo, como una serie de experiencias, un “llamamiento hacia una continuación, una suite, una exigencia de un advenir”. Ahí, en los habitus, en las sedimentaciones secundarias, se detiene el regressus de Merleau-Ponty, que atisbó , pero no alcanzó el estrato originario de las síntesis pasivas. En todo caso, según la interpretación conjunta de Álvarez Falcón y Ortíz de Urbina (yo no sabría decir a quién atribuir qué), Merleau-Ponty, al quedar varado en la Stiftung, se vio obligado a buscar una solución naturalista para poner en relación, la aparición originaria del fenómeno (la Erscheinung de Husserl) con la pluralidad indeterminada de la Hylé: el quiasmo reversible que opera sobre el Leib una reesquematización en el territorio de lo Invisible, donde, en ausencia de objetos, topamos con la Chair du monde, la carne del mundo. «Asistiremos ― concluye Álvarez Falcón― al encuentro y la resonancia en la vertical hylética de los esquicios y los quiasmos. Éste será el más grande y definitivo logro de Maurice Merleau-Ponty, y la prueba fehaciente de que su desaparición fue un momento inoportuno para todo el desarrollo de la fenomenología futura como “ampliación” crítica de la filosofía por venir» (Paideía, nº 90, p. 21)
Aunque en su presentación propende al ditirambo, Álvarez Falcón, caracteriza la primera lección de Ortíz de Urbina con cierto temor, pues, aunque para él constituye «el verdadero contexto teórico del pensamiento de Merleau-Ponty», advierte al lector que no desespere por la «crudeza del discurso», por la seca terminología y el rigor ascético que evita «cualquier lucimiento innecesario». Añade que, en compensación, el lector recibe el regalo de «un pensamiento vivo y en plena ejecución» que lleva a cabo «la lectura de un maestro, en el sentido más escolástico de la acepción». Dejando de lado la alusión a la supuesta Escuela de Oviedo, es cierto que la estromatología tectónica que está construyendo Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina somete la hermosa prosa del mundo que despliega Merleau-Ponty a un potro de tortura tan estricto que le obliga a confesar con sus propias palabras la arquitectura intelectual desde la que escribe. En primer lugar su posicionamiento respecto a Husserl, pero también respecto a Hegel sobre cuyo fondo se articula la aportación decisiva de Merleau-Ponty a la fenomenología, la segunda inversión, después de la trascendental kantiana, «la inversión entre el ser y el fenómeno. El lugar estable que antes ocupaba el ser ahora lo llena la pluralidad indeterminada del fenómeno, mientras que el ser se refugia en lo visible. La fenomenología produce un descentramiento que va hacia la pluralidad y la indeterminación desde la identidad y la posicionalidad» (p.75). Desde esta interpretación intenta Sánchez Ortiz de Urbina explicar el famoso “primado de la percepción” en Merleau-Ponty a partir de la correlación básica trimembre que se da en el terreno de lo visible entre los tres géneros de materialidad: la Auffassung (el acto intencional que da sentido para los sujetos, M2), la Erscheinung (la aparición, los esquicios o perspectivas integrados hyléticamente por campos de sensaciones, M1) y la Darstellung (la apariencia o exposición del objeto que también es fenómeno aun que resulte de una síntesis activa de identificación en el plano eidético M3). El territorio de lo visible de Merleau Ponty, que Sánchez Ortíz de Urbina hace corresponder con el Cuerpo Externo (Leibkörper), que Husserl distinguió del cuerpo interno o Leib, es objeto de una triple reducción que opera un entrecruzamiento ascendente o regressus hacia el territorio de lo invisible de forma que en M2 el sujeto operatorio con reflexión y comunicación intersubjetiva dará paso a la Chair y a la interfacticidad, en M1 la naturaleza corpórea se transformará en hylé y protohylé, mientras en M3 las síntesis activas quedarán suplantadas por síntesis pasivas con quiebra de la identidad.
Sin pretender reducir la brillante exégesis contextual ricardiana a una sola dimensión ontológica me parece que su insistencia por encontrar en los cursos de Merleau-Ponty sobre la naturaleza entre 1956-59 la clave para entender la verdadera naturaleza del “ser salvaje originario”, que es la aportación revolucionaria de su materialismo filosófico, como ya en su día comprendió el sagaz Levi-Strauss al dedicarle esa joya de la antropología que es El pensamiento salvaje, permite entender por qué tildar al francés de materialista no va en absoluto en menoscabo de sus críticas al dualismo. Baste para confirmar el primado de M1 frente a la estéril contraposición dualista entre M2 y M3, re-citar el texto de octubre de 1959, que Ricardo Sánchez considera un ápice del estilo final, “poético y riguroso”, de Merleau-Ponty: «Lo sensible es precisamente ese médium donde puede haber ser sin que tenga que ser puesto, la apariencia sensible de lo sensible; la persuasión silenciosa de lo sensible es el único medio que tiene el ser de manifestarse sin hacerse positividad, sin cesar de ser antiguo y trascendente» (p.94). Superar la dualidad entre lo dado en M2 y lo puesto por M3 permite acceder a la armadura de lo invisible que produce los habitus en el plano intersubjetivo de ese Ineinander que define una comunidad existencial ante-predicativa (Urgemeinschasftung), pero también las sedimentaciones del registro simbólico de la institución o Stiftung, de la que Ricardo Sánchez dice literalmente que es «esa zona originaria donde se dan los movimientos del “yo puedo”, que es un “yo transpuedo”, donde se producen las quinestesias de la carne y donde se hace el sentido (y la) historia (simbólica)» (p. 94)
Puestas así las cosas, la segunda contribución de Álvarez Falcón, que ocupa el lugar de la lección 2ª («Phantasia y experiencia estética», pp. 105-134) se limita a explicar cómo la superación de los prejuicios programáticos de la fenomenología y, en particular, el dogma del privilegio de la percepción sobre los demás registros arquitectónicos se ejecuta ya tempranamente en su interpretación de la pintura de Cézanne («La doute de Cézanne», 1945), que abre el registro de lo que Husserl denominaba Phantasia y Merleau el lugar de lo salvaje originario o de lo inconsciente fenomenológico. Álvarez Falcón consigue de esta manera impactar a la audiencia mostrando cómo a través del arte y de la experiencia estética se accede a una nueva filosofía metafísica que se abre camino a través de la luz negra que deja lo inacabado de la experiencia. Que la experiencia estética conduce al yo a un mundo de lo invisible, interpretado como región salvaje es el horizonte que sigue presente en los cursos sobre la naturaleza. De este modo y, por arte de prestidigitación, resulta que Cezanne propicia en Merleau-Ponty un encuentro inconcluso con la fenomenología ulterior, no porque se haya producido en él una deriva estética “cézanneciana”, sino porque al propiciar un retorno a las fuentes mismas del sentido en el momento preciso de la génesis le habría proporcionado como “espectador trascendental”, desanclado del yo, un acceso privilegiado al registro de la Phantasia, donde se produce la “fundación del ser”. Justamente por eso hay continuidad entre la Fenomenología de la percepción y las lecciones sobre la Naturaleza, de las que Álvarez Falcón re-cita otro texto crucial: «El concepto de naturaleza no evoca solamente el residuo de lo que ha sido construido por mi, sino una productividad originaria que continua bajo las producciones artificiales del hombre». Que en la pintura “estalla el ser” no es una bella metáfora, sino la atestación de que «el registro proteiforme de la Phantasia parece ser lo menos privado que existe. La experiencia estética se muestra como un inusual modo de comunicación en el que no hay una coincidencia eidética entre sujetos, sino una vibración resonante, un parpadeo fenoménico en el que se activa la profundidad de mi Leib, poniéndose en resonancia con el Leib ajeno» (pp. 129-30).
No hay, pues, nada sorprendente, en el hecho de que Álvarez Falcón haya seleccionado el trabajo de Mª Carmen López Sáenz, «La sombra de la pasividad. Cuando la conciencia duerme» (pp. 135-175) para completar la primera parte de esta suite exploratoria de las síntesis pasivas en Merleau-Ponty. Puesto que el sueño forma parte de la región proteiforme de la Phantasia, ¿qué mejor que el «brillante alarde de erudición» (p. 17) del que hace gala la profesora de la UNED para penetrar en la inter-relación entre conciencia onírica (sueño) y conciencia perceptiva (vigilia) en tanto remiten ambas a la dialéctica originaria que constituye la conciencia y la realidad misma? Merleau-Ponty tiene, sin duda, el mérito de haber fundamentado la persistencia de la conciencia en el sueño frente a Bergson, el propio Freud e incluso Sartre, que lo niegan, gracias a su potente noción de cuerpo vivido. Tras explicar la génesis de la actividad desde la pasividad, la profesora López Sáenz muestra la continuidad en la obra de Merleau-Ponty, desde la Fenomenología de la Percepción (1945) hasta Lo visible y lo invisible (1964) no ya sólo porque «el yo que sueña, no imagina, sino que percibe» (p.153), sino porque a través del sueño, el inconsciente y la memoria hacen explícitos los resultados ontológicos que en sus primeras obras resultaban ambiguos a causa del dualismo sujeto-objeto. Como Ricardo Sánchez y Álvarez Falcón, López Sáenz vuelve al famoso ritornello de que «no soy yo quien me hace pensar, como tampoco soy yo el que hace latir mi corazón» (p. 142-3) como detonante de la pasividad que actúa en el sueño (sommeil) y en los sueños (rêves) y permite regresar a ese fondo oscuro del alma sensible, que ya conocía Husserl, que no necesita del yo activo (ni muchos menos del ego trascendental) para subsistir y que hace que la conciencia se extienda hasta la pasividad asociativa donde las afecciones nos ponen en presencia del mundo por el cuerpo «carne, al igual que el lenguaje» (p. 169). Es cierto que en su ponencia López Sáenz se limita a explorar la estructura recíproca y reversible de pasividad y actividad y que se entretiene (tal vez en exceso) en señalar el desmontaje que hace Merleau-Ponty de los nexos freudianos entre el simbolismo onírico como expresión de contenidos latentes y su propuesta de una hermenéutica no reduccionista de la conciencia onírica, que le aproxima a Marcel Proust (otra vez el arte, la literatura), pero lo que se insinúa en ella, al vincularlo con el «sueño sin sueños», en el que se centró Husserl como fenómeno límite, conecta directamente la idea de Merleau-Ponty del sueño como un retorno al simbolismo originario que toca el corazón mismo de la nueva fenomenología de la conciencia encarnada en el flujo temporal. Y es que López Sáenz, organizadora también de homenajes a Merleau-Ponty desde la fenomenología en su primer centenario 1908-2008 (Investigaciones fenomenológicas, Volumen extra, 2008) sabe bien que el cuerpo es un acontecimiento de la carne, dinámica y trans-personal, un concepto ontológico este de la carne, que excede al pensamiento conceptual, ya que es visible e invisible, vida en movimiento que origina una reflexividad sensible. Por eso concluye su ponencia con una reflexión muy general: «Pensar las dimensiones pasivas de nuestro ser no es un diletantismo si entendemos la reflexión como un abrirse infinito a lo irreflexivo del que se nutre y a lo pre-reflexivo que la posibilita» (p. 175)
Con este acorde final se abre un interludio en francés a cargo de la profesora emérita de Nanterre y presidenta de la Sociedad Francesa de Estética, Maryvonne Saison, cuya traducción corre a cargo de Caroline Bonald. Concebida por Álvarez Falcón como una «cesura de un intervalo, un entreacto» que sirva como descanso a tanta tensión intelectual, «Merleau-Ponty y el hecho artístico» es una exposición singular de las charlas que se emitieron por la radio francesa en 1948 (recuperadas como Causeries en 2002). La preferencia del filósofo por la pintura (sobre la literatura y la música) se debe a que el pintor, al conceder la primacía a la percepción, ha entendido, antes que nadie, «el misterio de esa donación primaria», pues «busca una experiencia del mundo en la cual, real y ser son sinónimos: su primera preocupación es ontológica» (p. 186) Madame Saison valora especialmente que Merleau-Ponty relativice el valor y la importancia de lo representado, el motivo o sujeto del cuadro, para quedarse con «una superficie plana cubierta de colores reunidos con cierto orden» (Denis, 1890), pero centra su interés en su constante proximidad con los pintores y sus reveladores diálogos con Braque, Matisse, Cezanne y Klee, cuyo epitafio recuerda: «Soy imperceptible en la inmanencia». No se trata sólo de dejar constancia de la singular reciprocidad que Merleau-Ponty establece entre filosofía y arte a través de un extensísimo florilegio de citas sacadas de todas sus obras; se trata más bien de restituir al oficio y al ojo del pintor en su valor ontológico, que se expresa, sobre todo, como hecho artístico «en la unión paradójica de un esfuerzo constantemente sostenido y de una impotencia radical en cuanto a lo que puede orientar la práctica» (p. 198). Cabe cifrar el núcleo argumental de este interludio en la serie de preguntas que levanta la doctora Saison contra las mordaces críticas de Michel Haar en una publicación propiciada, por cierto, por el círculo de Marc Richir: «¿Cuál es entonces el lugar del trabajo en la práctica del pintor? ¿Cómo pensar ese momento en el cual se unen lo singular y lo universal en la producción de una imagen? ¿No será el hecho pìctórico, conforme Merleau-Ponty va progresando en la búsqueda de la ontología, abandonado en beneficio de una operación expresiva que incumbe al ser y de la cual el pintor sólo sería mano ciega?» (p.200) Parece que la contundente respuesta que la doctora Saison mostró verbalmente en su intervención oral, muy ceñida a la prosa del propio Merleau-Ponty, convenció a los asistentes de que la verdadera virtualidad de la obra pictórica reside en ella misma, en su capacidad para proyectar en un espacio y una textura carnal universales algo más de lo que directamente se muestra, es decir, un invisible, inseparablemente ligado a lo visible, pero inaccesible a cualquier representación explicita y directa: «La preocupación del filósofo, por lo tanto, no es la operación del pintor; invoca al pintor sólo para testimoniar la inmanencia del sentido a la que lo lleva y para prohibir en cierta forma salir de lo visible para buscar su significado» (p. 204). Este juego dialéctico de la inmanencia y la trascendencia del sentido en su estado naciente, sin embargo, sólo aspira a «abrir una dirección de reflexión a partir de la escucha de lo que se repite en varios textos de Merleau-Ponty» (p. 207), aunque «la facticidad de los hechos artísticos» acabe imponiendo siempre una diferenciación irremediable.
¿Qué valor otorgar a la segunda parte tras este «interludio deleuziano», en mi opinión, pero que Álvarez Falcón interpreta como un «ejercicio de libertad»? ¿Se trata de una simple compilación de versos sueltos, de miradas oblicuas ejercidas desde la insobornable libertad de cátedra, que se limitan a recoger la sombra de lo invisible tal como se materializa en la textura cultural sobre la que se proyecta? ¿O gozan, más bien, musicalmente hablando, de alguna unidad más profunda que pretende completar la suite incoada en la primera parte? Cualquier intento de simetrizar las contribuciones sólo podría prosperar mediante la antítesis o incluso la contradicción. Pero no voy a seguir por esa senda. Álvarez Falcón parece insinuar en su introducción que el tema de la segunda parte son las Stiftungen (históricas, culturales, sociales) que iluminan el presente a la sombra de las tradiciones, las instituciones culturales, las mentalidades colectivas y los acontecimientos políticos. Desde la perspectiva de la sociología del conocimiento puede incluso entenderse su intención sugerente y provocadora para nuestra época de propiciar el «análisis de uno de los impensados de la no-filosofía: la naturaleza de la historia como institución» (p. 20). Sin embargo, como tendremos ocasión de señalar a propósito de cada una de las tres contribuciones que siguen, el valor didáctico de las mismas resulta extrañamente desigual y posibilita un descoyuntamiento absoluto de la propuesta de lectura continua a la que nos fuerza el editor del libro, por más que deje libertad para hacer una lectura independiente de cada una de las lecciones.
Vistas las cosas, no obstante, desde la perspectiva sistemática del editor, la quinta lección se defiende como una justificación de que el advenimiento del sentido es indisociable de la «institución» que la cobija por más que su impostación académica se haga desde la «desconcertante circunstancia» del presente. Y efectivamente, no sin prevenciones hipercríticas sobre la oposición aparente entre dos talantes y “estilos” muy diferentes de pensamiento (autonomismo o Eigengesetzlichkeit de Weber versus reversibilidad o «quiasmo» de Merleau; neutralidad axiológica del primero versus compromiso del segundo; frialdad intelectualista versus expresionismo visceral corporeizado), la contribución del profesor catalán Josep María Bech, «El weberianismo de Merleau-Ponty» (pp. 211-47) arranca de la auto-confesada e inequívoca influencia que la lectura de Weber tuvo sobre el giro político que se observa en Las aventuras de la dialéctica (1955). Pero, a partir de ahí arriesga la tesis de que «un weberianismo, persistente pero diluido, impregna el pensamiento de Merleau-Ponty» (p. 217), una tesis cuya demostración sistemática (que no histórica) se articula a través de cinco puntos que ejecutan una reinterpretación metodológica tan rigurosa del pensador francés como la ya referida de Sánchez Ortiz de Urbina desde el materialismo gnoseológico. El hecho de que ambas reinterpretaciones sean antitéticas en sus fundamentos ontológicos y contradictorias gnoseológicamente tal vez explique no sólo la posición inicial que ambas lecciones ocupan en sendas partes, sino la razón profunda de por qué Álvarez Falcón ha preferido esta interpretación del humanismo merleau-pontiano a la que en el congreso de Zaragoza presento el doctor Aragüés, más contextualizada en las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, más articulada generacionalmente respecto a sus compañeros de aventura en les Tempes Modernes (Sartre y Simon de Beauvoir) y en línea con los debates sobre el marxismo y la filosofía de la historia (como delata su diagnóstico del ultrabolchevismo de Sartre, efectuado en el último capítulo). Sin duda es legítimo afirmar que Weber y Merlau-Ponty comparten la idea de una «sobreimposición humana de sentido a un trasfondo bruto o salvaje», pero su demostración sólo prospera a fuerza de borrar las abismales diferencias que subyacen entre el territorio salvaje explorado por Merleau-Ponty, que sí es humano, y la idea puramente negativa de una realidad histórica puramente contingente que comparten todos los críticos del necesitarismo en el siglo XX, de Nietzsche a Foucault. La filigrana interpretativa que justifica este nexo no le anda a la zaga a la que practica Sánchez Ortiz de Urbina en el potro materialista de tortura, sólo que Bech se apoya eruditamente en opiniones vertidas por fuentes secundarias que se citan minuciosamente a pie de página, en particular, los estudios weberianos de Colliot Thélène y la ubicación que de Merleau hace J.J. Compton entre la fenomenología y el estructuralismo. Frente a la temblorosa seguridad del materialista que presenta su argumentario al desnudo, la inseguridad titubeante del filólogo germanista sólo muestra su debilidad en las dudas que ribetean sus 93 densas citas a pie de página. Como botón de muestra, reproduzco los interrogantes de la nota 26, que plantean el «fondo de la cuestión»: « ¿Es la cultura un conjunto de rasgos en cierto modo abstraídos de una realidad que los pre-contenía, o bien es exclusivamente un resultado de las intenciones y actitudes del ser humano? Las redes de sentido, ¿no son más que proyecciones subjetivas o, como dice Merleau-Ponty, «matrices simbólicas que no pre-existen en lugar alguno» (Las aventuras de la dialéctica, p. 25)? En tal caso, ¿el presunto sistema trans-subjetivo de referencia queda reducido a un trasfondo externo y fundamentalmente absurdo? ¿O más bien ocurre que el mundo realmente emite los «signos diseminados» que ya hemos mencionado, y por tanto emerge como un efectivo sistema de referencia y no como un mero sustrato inerte para todas las proyecciones de sentido?» (pp. 222-3). Que ambos pensadores comparten una concepción de la cultura como un «ecuménico y primordial determinante» es tesis clásica ya de Johann Aronson en 1995, de modo que es un tópico en la revista Chiasmi International adscribir a Merleau-Ponty a un cierto culturalismo emergentista dotado de eficacia causal en la sociedad. Más personal y original es la asimilación que hace Bech del construccionismo de los «tipos ideales» de Weber con el pensamiento no-coincidente montado sobre la noción de écart (término de difícil traducción: “disensión”, pero también “separación”, “excentricidad”), que el autor intenta resumir con la frase de que «una verdad digna de ese nombre no puede sino invalidar las construcciones que aspiran a poseerla» (p. 234). A partir de ahí, una vez admitido que «el heredero “realista” del “tipo ideal” weberiano es el “invisible”, o sea, la estructura inmanente que organiza y delimita al propio visible» (p. 236) el resto de la quinta lección es coser y cantar; sólo que el heredero domina ya toda la escena y administra el patrimonio weberiano a su antojo «desde el horizonte soberano convertido en referencia suprema». Ahora bien, desde que aparece el ingrediente implícito (il y a de l’ímplicite) en el texto de Bech, Barbaras ocupa la posición exegética de Weber.
En cualquier caso, se entiende fácilmente que en la lógica de Álvarez Falcón las titubeantes dudas exegéticas de Bech queden meridianamente respondidas por el siguiente movimiento de la suite, ejecutado por Mario Teodoro Ramírez (de la Universidad Michoacana de Morelia), bajo el título «Mundo perceptivo y mundo cultural. Merleau Ponty y la filosofía de la cultura» (pp. 249-79). Por un lado, la sexta conecta con la segunda lección del propio Álvarez Falcón, quien a pesar de que se esfuerza por subrayar la continuidad con la lección anterior no puede disimular la empatía que le inspira su alter ego mexicano en la búsqueda de esa «universalidad lateral u oblicua» que necesitamos para «crear el sentido de nuestra propia existencia» (sic, p. 22). Por otro lado, como coordinador del Coloquio Internacional Merleau-Ponty Viviente (Morelia, 2008) el doctor Ramírez, que es un especialista clásico del concepto de quiasmo, parece haber querido ajustarse al libreto de Álvarez Falcón, al cambiar su ponencia original, «Intencionalidad y virtualidad» por esta lección que penetra con sencillez y sagacidad en el «fenómeno de la cultura» desde la mismísima «cultura del fenómeno». Por eso arranca, en respuesta a Bech, con la rotunda cita de que «no hay un mundo inteligible, hay una cultura». Con una claridad no exenta de profundidad explica que en la obra de Merleau-Ponty hay un concepto ontológico-fenomenológico de cultura nuevo, capaz de rendir cuenta de los diversos ámbitos de la realidad (de la naturaleza a la política pasando por el cuerpo) y de afrontar de forma original los problemas culturales de nuestro tiempo. Frente a la erudita ponencia del congreso centrada en aclarar técnicamente el difícil concepto de «intencionalidad virtual», que resulta de la generalización de la intencionalidad operante en todos los registros de la experiencia, el doctor Ramírez opta en esta lección por exponer con suprema eficacia pedagógica el nuevo concepto de cultura que trasparece en las famosas conferencias radiofónicas presentadas por la doctora Saison en su interludio. En lo que a mí respecta, he quedado tan impresionado por la claridad, sencillez y eficacia didáctica de la lección del mexicano que recomiendo a los lectores vírgenes (esto es, aquellos estudiosos que no tengan prejuicios demasiado arraigados sobre Merleau-Ponty) que comiencen su lectura del libro por esta sexta lección. Consta de tres partes. En la primera se expone el significado original que tiene para Merleau-Ponty «la primacía de la percepción» como encuentro primordial, inicial e iniciático, donde un mundo y una conciencia se hacen posibles, incluyendo la reversión que ello implica para la concepción científica del mundo y el privilegio del arte como forma más próxima y fiel a la percepción originaria. El inmanentismo radical de la existencia corpórea es lo que el arte lleva a su expresión y a sus potencialidades máximas, pero lo mismo podría decirse del lenguaje y de la filosofía, cuya apertura a lo invisible permite siempre elaborar nuevos significados. La segunda parte titulada «el mundo de la cultura» explica cómo el mundo inteligible no es un orden inmutable, sino una realidad dinámica, llena de huecos, vacíos y fisuras que globalmente llamamos cultura: «Contra las suposiciones más acendradas y aparentemente obvias, ese mundo ―y cada una de sus dimensiones o ámbitos: el lenguaje, el arte , el mito, el conocimiento, la vida política, entre otros ― no subsiste en sí mismo o por sí mismo, no mantiene una realidad más allá de las maneras concretas en que sujetos concretos lo realizan, lo viven, lo trabajan y desarrollan. Su totalidad ― el «sistema cultural» ― es una totalidad de inminencia o de virtualidad. Un vapor difuso que de pronto, gracias a ciertas fuerzas centrífugas, empieza a condensarse en unos puntos, en unas zonas de intensidad» (p. 265). Tras vindicar la presencia de la subjetividad y aclarar que el acto expresivo o el acto cultural como tal siempre consiste en la capacidad de «reiniciar», la institucionalización misma de un doble movimiento de sedimentación y reactivación, de conservación y renovación, en la tercera parte aplica estos conceptos a algunos de los tópicos más relevantes de la filosofía de la cultura en los últimos años. Respecto a las relaciones del «pensamiento con el mundo» acepta el pluralismo de las formas de relación con el ser sin abjurar de la búsqueda de la verdad. Puesto que la filosofía se vive y se hace un muchas partes sin privilegio alguno del sabio occidental, encerrado en su custodia sagrada del ego trascendental, es decir, con un pluralismo que no excluye, sino que incluye a las culturas bárbaras, Merleau- Ponty abrió la puerta estructuralista a la vindicación del «pensamiento salvaje» de Levi-Strauss. En la misma línea, la reorientación de la filosofía hacia el cosmopolitismo en un mundo global pasa por reconocer las diferencias de las distintas lenguas y culturas como variantes de una experiencia corporal del mundo que es común a toda la especie humana. De ahí su conexión con el modelo diacrítico de interculturalidad, desarrollado entre otros por López Sáenz desde 2005, que propicia una comunicación horizontal en el seno de una universalidad lateral u oblicua. Finalmente respecto a la valoración de la diferencia sobre la identidad, Ramírez alinea a Merleau-Ponty en la profundización dialéctica del nihilismo y del igualitarismo radical de acuerdo con la fórmula de Giorgio Agamben en La comunidad que viene (Pre-Textos, Valencia, 2006) «no es “el ser, no importa cuál”, sino “el ser tal que, sea cual sea, importa» (p. 277)
La séptima lección, saludada por Álvarez Falcón como una sabia combinación de un saber antiguo con la frescura de la mirada fenomenológica siempre perpleja, recoge, tal cual, la conferencia de clausura que el que fuera presidente de la Sociedad Española de Filosofía antes de obtener la cátedra de filosofía en la Universidad de Sevilla pronunció en el Coloquio de Zaragoza. Adopta en ella Don Cesar Moreno Márquez, como experto profesor que es, una perspectiva más directa y cercana que compite en eficacia didáctica con la del maestro mexicano, si no fuera por la subyacente «ironía trágica» contra la que nos previene Álvarez Falcón en su delicioso resumen inicial (p.23). Lo que no nos revela ese resumen, sin embargo, es en qué consiste ese «ruido de fondo en el que la filosofía se enfrenta al sentido mismo en su más primigenia ejecución» y que no es otro que la necesidad de ajustar cuentas con el idealismo dualista cartesiano que se escuda en la «duda hiperbólica» para desvalorizar cristiano-platónicamente todo lo sensible. Apelando al placer que proporciona «la reconciliación en la no coincidencia» (p. 282) sugiere Moreno Márquez que Merleau-Ponty y Heidegger habrían ejecutado en los años cincuenta, cada cual a su modo, el programa husserliano de «vuelta a las cosas mismas» contra el psicologismo o contra la venganza cartesiana, es decir, contra la concepción psico-gástrica y arácnida de la filosofía sobre la que ironizaba Sartre en 1947. Pasando por encima de las anécdotas, «Fe perceptiva y armonía de los sensible» (pp. 281-310) comienza con una extensa cita del principio de Fenomenología de la percepción, donde aparece ya el quiasmo de que «no es que percibimos un mundo, sino que el mundo es lo que percibimos» para subrayar que es esa misma pulsión epistémica la que permanece hasta el final de los años 50 en los textos que conforman Lo visible y lo invisible, como muestran las extensas citas que reproduce en las pp. 295-96. Este estilo de dar la palabra a los autores mediante citas largas, acaba diluyendo la interpretación del propio Moreno Márquez, que al asimilar el motivo heideggeriano del florecer sin por qué de la rosa de Angelus Silesius con el triunfo de lo real en el entrelazamiento de lo sensible de Merleau-Ponty parece sugerir un conservadurismo conformista que se limita a decir con muchos de nuestros jóvenes: «Es lo que hay». Para que su humildad no se interprete como cobardía irracional o pusilanimidad, ni sus generalizaciones se confundan con meras confusiones, es interesante leer con detalle el epígrafe X, donde matiza que la plena reconciliación con el acontecer, lejos de ser una defensa conformista de lo que hay, constituye un gesto de vindicación de la inmanencia contra el imperialismo descarnado del Cogito y un retorno existencialista hacia el suelo pre-filosófico y pre-reflexivo que abre la posibilidad de «pensar de otro modo». «Estimo — concluye — que la fe perceptiva es, al menos en cierto sentido, la actitud natural merleau-pontiana. Pero para Merleau-Ponty no se trataba del “realismo” objetivo de la natürliche Einstellung criticada por Husserl, sino ante todo de una actitud existencial, dependiente de la verdad que se desprende de nuestro vínculo carnal-sensible con el mundo... Aunque Husserl reivindicó la alucinación como tema fenomenológico, o la evidencia, Merleau-Ponty diría que le guiaba en ello, más que una preocupación de apertura a la verdad masiva del mundo, el empeño por reconducir la donación a la necesidad de una conciencia que preserva su vigencia frente a la posibilidad de la inexistencia del mundo y en sus propios rendimientos» (sic p. 308). Ahora bien, que, a pesar del brillante ejercicio que hace del trabajo de Antonio López en El sol del membrillo, simulando el análisis merleau-pontiano sobre Cezanne para explicar cómo bulle lo invisible en el esfuerzo por hacer visible lo visible que jamás se reduce a lo visto, la sensibilidad de Moreno Márquez es más bien heideggeriana, se muestra en el acorde final que eligió para el concierto, un poema de Rilke en el castillo de Muzot en 1921, donde el poeta insiste en celebrar las cosas mismas contra las insidiosas preguntas de la razón sobre las contradicciones.
Me parece que esa celebración armoniosa de lo sensible (más compatible, por cierto, con la dialéctica de la coincidentia oppositorum de Cusa o con el entusiasmo del idealista Bradley por el esplendor y la gloria de los sensibilia que con el Hegel de la Fenomenología), que subyace en la afirmación final de que la realidad es lazo, enlace, entrelazamiento, amoldamiento, complicidad, atracción y apelación recíproca, (p. 310) es lo que lleva a Álvarez Falcón a completar su suite con un Apéndice inesperado: la desabrida y rigurosa crítica ortodoxa que un celoso ermitaño, Marc Richir, ejerce desde el corazón mismo de Francia para alejar a la fenomenología de toda complacencia armónica con lo que hay, explotando la fisión fenomenológica de la apariencia y del ser. En él se trata de defender a Merleau-Ponty de los riesgos interpretativos y especulativos que acechan en sus poéticos y ambiguos textos, en particular, la acusación de hilozoismo auto-levantado contra su concepto de «carne del mundo» y la extensión atribuible al quiasmo como reversibilidad. Así resulta que el final de la suite no es ya la celebración de la armonía, sino, por el contrario, la desazonada atestación de que la nada (néant) parpadea como una laguna en la temporalización y espacialización misma del desajuste originario (p.329).
Oviedo, 29 de junio de 2012