Observaciones Filosóficas - Metafórica de las Esferas; Aproximación a la trilogía Esferas de Peter Sloterdijk1 como propuesta redescriptiva y metafórica del espacio
1. Preámbulo a la metafórica de Esferas
1.1 Pequeña crítica de la espaciotemporalidad kantiana
En la Estética Trascendental1, Kant hace una exposición de las intuiciones puras de la sensibilidad que, pese a las polémicas y a los posibles problemas de interpretación que suscita, deja bien clara cuál es su función: se trata del momento pasivo del comportamiento de la conciencia en el complejo proceso del conocimiento. A través del tiempo y el espacio los objetos son dados desde la inescrutabilidad de una extrañeza informe, como si estuvieran puestos frente a la conciencia bajo el aspecto de una pura multiformidad que puede significar cualquier cosa y que sólo la facultad formadora, que también se puede llamar activa, de la misma conciencia —como si hubiese dos despliegues de su comportamiento— está en capacidad de presentar, gracias a su constitución, de una manera realmente significativa para su aspecto experiencial: el entendimiento. Con todas su complejidades y malentendidos, una cosa es clara en la exposición del filósofo prusiano: si se piensa la conciencia como la unión de las tres grandes facultades —entendimiento, razón y Juicio —, tiempo y espacio son los garantes de la objetividad de los procesos eminentemente cognitivos de la primera y se restringen exclusivamente a ella —el papel que puedan o no desempeñar en las dos restantes no importa ahora—: conozco objetos en la espaciotemporalidad aplicándoles la capacidad formativa de los conceptos puros del entendimiento, que se despliega simultáneamente. En el orden de las prioridades puede pensarse en una anterioridad de ese darse pasivo espaciotemporal, pero reconocer los objetos como representados y representables, depende enteramente de la actividad del entendimiento2.
Aludir a Kant puede resultar extraño en este acercamiento a la teoría esferología del filósofo alemán Peter Sloterdijk. Sin embargo, la influencia que ha tenido la caracterización crítica del tiempo y el espacio da que pensar, y repensar, al respecto. La restricción que el filósofo prusiano hace de las, como las llama, intuiciones puras de la sensibilidad, a ser meras condiciones de posibilidad de la empyria, o experiencia en un sentido preferiblemente científico, investigativo, experimentador, es clave para su teoría. Y aún más, en lo que respecta a la jerarquización de ambas intuiciones, la relevancia del tiempo es indudable, llegando a poner al espacio en un segundo plano cuando se trata de priorizarlos. Esa circunstancia es inevitable: el tiempo como forma del sentido interno en acción, y la preocupación kantiana por la descripción del comportamiento de la conciencia, sin importar su éxito o fracaso, hacen inevitable que el énfasis desplace la reflexión sobre la espacialidad y que, en ciertos momentos, se llegue a pensar que el tiempo es más importante: el esfuerzo de los expertos indica que, aunque no se lo propongan, el tiempo les resulta un tema mucho más fértil. De otro modo, vale tanto como pensar que para la teoría de Kant es, aunque no se lo haya propuesto, más importante la matemática que la geometría.
Sloterdijk no comparte el principio del que parte la reflexión kantiana. Su propuesta del repensamiento de la espacialidad es interesante porque dedica mucho esfuerzo a su reflexión en una época que es eminentemente cronolátrica. No solamente la invención de aparatos más sofisticados y medios más precisos para la medición del tiempo y para el desplazamiento rápido motivó la obsesión por la puntualidad: la caracterización del tiempo mismo como el medio en el que se desempeña la conciencia, que ha llevado a que haya más preocupación por una de las dos intuiciones puras, ha hecho que su embrujo, el de la temporización y la temporalidad, marcaran al siglo XX y al incipiente siglo XXI como esclavos del tiempo. Esta alusión a Kant es provechosa, entonces, para resaltar la reflexión esferológica por contraste: pues ahora la apuesta por el tiempo es la subordinada, acaso desdibujada, seguramente ilegitimada, y es el espacio el que pasa a ser el tema, ya no sólo prioritario, sino resemantizado.
Sloterdijk es muy duro con la objetividad y objetivación del espacio: “para los cuerpos en el espacio exterior sólo importan las coordenadas del observador”3. El forense ante el cadáver puede sentirse muy a gusto con esta descripción: la cosa inanimada se presenta a mi facultad sensible y pasiva, de inmediato mi facultad intelectual y activa se pone en movimiento y entonces el análisis puede comenzar. Sloterdijk quiere proponer una perspectiva bien distinta para abordar la espacialidad, pues la caracterización kantiana le parece insuficiente aunque no lo afirme de modo explícito: “...los hombres son seres que participan en espacios de los que la física nada sabe”4. Luego, la propuesta hace un viraje que no pretende ser una superación de la filosofía kantiana, sino una modificación del enfoque que marcará toda la construcción de la teoría esferológica: se preocupa ahora por un espacio en el que no pensó Kant, quien después de todo no tenía porqué y fue consecuente con sus intereses de demarcación de límites, autoridades y derechos, que es de lo que se trata su crítica, en su exposición de las condiciones de posibilidad de la experiencia. Pues la experiencia espacial es para Sloterdijk de una riqueza tal, que todo el esfuerzo kantiano pasa a un segundo plano en una construcción que tiene repercusiones mucho más importantes, y diversas, en su empeño por caracterizar a la consciencia misma que tiene en mente el prusiano en la apertura a la experiencia empírica de los primeros momentos de la Crítica de la razón pura. No cabe duda de que la doctrina espacial expuesta por Kant sigue teniendo vigencia en los ámbitos de la investigación científica, cuya respetabilidad y autoridad no se cuestiona, pero que se deja cortésmente a un lado para plantear un poética del espacio solidario, inspirado y —al menos una vez con Kant— subjetivo: la misma vida humana está fundamentada en la construcción de espacios de relación y experiencia que superan la sequedad de lo empírico. El sentido interno se propone ahora como una creación espacial espontánea que, y en lo que sigue es crucial, no ha aprendido aún lo que es tener un solo centro.
¿Qué entiende, pues, Peter Sloterdijk por espacio, si la notable descripción kantiana le parece insuficiente, empobrecida por la severa, aunque explicable, restricción del prusiano?
Sloterdijk se vale de dos elementos eminentemente neopragmatistas para caracterizar su concepto, noción, idea o principio básico, el título aquí no tiene intenciones de afiliarse a una estructura preexistente, su uso es puramente afilosófico, de espacio, del que dependen la construcción de la identidad por provisionalidad: la metáfora y la redescripción5. Valiéndose de una fuente fisiológica que se apoya en la propia constitución de la animalidad humana más básica —las condiciones de su gestación y salida al mundo en el nacimiento—, propone una estructura que no pretende ser un a priori obligatorio, sino la mejor explicación de la necesidad permanente de una relación-a-dos en la construcción de la identidad como reconocimiento, no como introspección o reflexión especular solipsista. De ahí que la metáfora y la redescripción sean tan importantes: la originaria complementación placental prenatal hacen que toda criatura humana venga al mundo sin saber reconocerse como “uno”: hay una permanente necesidad y disposición a “ser complementado”: es a través de ese requerir y desear como se forman los espacios de los que no sabe la física y que, en lo que respecta al quehacer vivencial, son más importantes para la construcción de la cultura6. Una situación originaria de gestación puramente física tiene toda la influencia que se le quiera conceder en el ámbito simbólico que se hace posible por la capacidad posterior de lenguaje que todo individuo abierto, y la apertura hace toda la diferencia, al mundo: “Lo que aquí se llama esfera sería, por consiguiente, en una comprensión primera y provisional, un globo de dos mitades, polarizado y diferenciado desde el comienzo, ordenado interiormente sin embargo, subjetivo y capaz de sensibilidad: un espacio común de vivencia y de experiencia, dúplice y único a la vez”7.
La posibilidad de redescripción de la metáfora de la esfera se hace importante al tener en cuenta la admisión de la provisionalidad como aspecto fundante de esos espacios relacionales: hay un repudio velado a la, por usar un giro redundante muy significativo, permanente permanencia: si bien la estructura-a-dos, la polaridad fuerte originaria, caracterizará siempre a todas las metáforas espaciales que serán propuestas por Sloterdijk, el espacio que se abre por su relación es orgánico, no conoce la artificialidad de lo que no se origina o nace, no tiene un vigor que señala su momento más fuerte y, finalmente, no tiene un final, un rompimiento. Pero este rasgo no debe generar demasiadas angustias preliminares: la estructura-a-dos es, por definición, generadora de espacio: todo inevitable rompimiento abre la posibilidad de crear situaciones esféricas que pueden involucrar más polos y que se hacen más complejas. Pero lo que conviene tener presente en este acercamiento inicial a la estructura originaria de la esferología es que se tiene una “bienaventurada incapacidad de enumerar”8 que, por definición, hace que la apertura y disposición a generar espacios nos haga felizmente ignorantes de la existencia del Uno, del punto autorreferente y autoconciente que, y decirlo desde ahora es necesario, obsesionó y perdió a la Modernidad. Más adelante, al tratar Globos, se volverá sobre este destino trágico —en el que, ya lo sabían Sófocles y Esquilo tanto como Shakespeare, siempre hay algo cómico—.
En lo que sigue, entonces, se hará una descripción de las tres metáforas propuestas por Peter Sloterdijk en la redescripción del espacio que es su esferología: la burbuja, el globo y la espuma. En la burbuja se describe la formación básica de la esfera y sus expresiones más íntimas; en el globo, la incorrecta interpretación filosófica de esa estructura básica da pie para una narración del colapso, por problemas de diseño, de la metafísica tradicional y su obsesión por hacer coincidir la esfera del mundo con la de Dios, por fijar el centro y por concebir el infinito, al tiempo que por dar respuesta satisfactoria a la originaria necesidad interior de un otro en cada criatura humana y por el temor a no estar bajo un cobijo seguro; la espuma, como informe aglomeración de burbujas, es la metáfora que, a partir del desamparo que generó la desintegración del gran globo, propone una esferología plural o una multiplicidad de espacios que ya no se preocupan por el centro, sino más bien en, sin perder la posibilidad de entrar en contacto unos con otros, construir sus propias cubiertas autoprotectoras y apostarle a la ligereza frente a la obsesión por la gravedad, el peso y el centro que perdió al globo. De acuerdo con la esferología, es hora de aceptar que la pesantez, la seriedad y los sabores fuertes, preferidos por los grandes metafísicos y militantes de ideologías acorazadas, han sido reemplazados por la ligereza, la diversión y el gusto por lo dulce de una pluriespacialidad caracterizada por el mimo —es decir, privilegio de derroche de afecto, cuya primera expresión es el de la madre al niño— y el design de interiores —bajo la forma de un compromiso espontáneo de apropiación del ámbito íntimo autógeno—. La espuma es la gran publicación de la provisionalidad, pero, y aquí el proyecto esferológico tiene mucho de sistemático, cada una de las esferas constitutivas tiene la misma estructura de la íntima burbuja originaria, sólo que no en vano llega en un momento repleto de disponibilidades tecnológicas: en la espuma, la burbuja se tecnifica gracias a que los productos de la curiosidad humana —llamados principalmente adelantos científicos— ya no son una preocupación fundante sino un elemento aportante, en tanto problemático, sobreentendido y necesario, cuyo carácter medial debe incluirse en la conformación y apropiación de espacios autógenos es, en lugar de propiciador de progreso, posibilitador de confort: en las espumas, la aportación técnico-científica no mejora la vida humana, sólo la hace más lujosa.
Antes de entrar a desarrollar esta fértil temática, conviene pensar en el motivo por el que Sloterdijk eligió como metáfora englobante a la esfera, característica común de las tres redescripciones de las que se ocupa. Considera que su esferología no es sólo filosófica, sino que tiene también inevitables preocupaciones teológicas, importantes, como se verá, en la caracterización del globo. Como redescripción y metaforización del primigenio espacio humano en sus posteriores variantes culturales, como una descripción del multiformismo espacial, la ciencia de los espacios autógenos puede decir de sí que “pueden seguir imaginándose los teólogos, si quieren, que su Dios es más profundo que el Dios de los filósofos; más profundo que el Dios de los teólogos es el de los morfólogos”9. Sloterdijk, entonces, hace suya la metáfora de la esfera, la figura geométrica a la que se considera, desde Parménides10, el epítome de la perfección, para referirse al mundo, en todas las variantes que puede adoptar esa expresión. La disertación hermenéutica que sobre la esfera hace el filósofo alemán en el prólogo al segundo tomo, Globos11, es de una notable elocuencia. ¿Cómo no afirmar del espacio humano, autocreado tanto en el momento de la relación más íntima entre dos como en los mayores excesos de la teología y de la filosofía, iba a ser su propio motivo morfológico? ¿Cómo aquél objeto, cuya fórmula incluye tanto un número irracional —la división de cuatro entre tres tiene un período infinito —como la razón de tenaz constancia que existe entre diámetro y el radio de un círculo —el número , también irracional —y una apelación al mismísimo espacio kantiano-científico de las coordenadas de largo, ancho y alto —es decir, un volumen — no iba a ser para él el objeto de su redescripción? ¿Cómo lo que, de acuerdo a su ejercicio hermenéutico basado en el mosaico de los filósofos de la Torre Annunziata12, es más importante que el tiempo, y se presenta como lo más antiguo, lo más bello, lo más grande, lo más sabio, lo más veloz, lo más fuerte y lo más divino —en tanto en cuanto no tiene principio ni fin—, no iba a ser digno de un proyecto sin duda alguna excesivo, pero no por ello descabellado?
Aún para llegar a conclusiones poco alentadoras sobre la grandilocuencia de la metafísica, cuya era “no está tan superada como olvidada”, para hacer una apología de la provisionalidad de los espacios y de la vida ligera, que un proyecto se atreva a tener como primera parte una poética del espacio íntimo, como segunda parte una novela sobre la catástrofe de la esfera metafísico-teológica y una tercera parte como catálogo de instrucciones para crearse su propio espacio protector, puede permitirse también hacer suyo el magnífico objeto-metáfora que fascinó a la Filosofía... y acabó casi que perdiéndola.
Sloterdijk hace una apuesta muy arriesgada en su interpretación del significado anímico de la pérdida de la originaria complementación fisiológica, pero explicable por su pertenencia a un proceso que, una vez iniciado, está en la obligación de extraer todas sus consecuencias. El primer rompimiento que significa salir del vientre materno ya viene amortiguado por la vivencia originaria con texturas y sonidos que se ha tenido en esa “íntima Atlántida”, y el nacimiento no es visto en la esferología como un simple trauma: hay reemplazos inmediatos con cuya solidaridad se puede contar, ahora no sólo como proveedores de necesidades físicas, sino como posibilitadores de generación de espacio. La importancia del “acompañante originario”, que no son otros que la envoltura propia y el tejido de conexión, que aseguró un espacio de relativa autonomía dentro del vientre materno, propiedad del que nace hasta el punto de que genera altos grados de inmunidad y que en el proceso sale apenas sólo un poco después de él —su nombre anatómico puede causar un asco que es mejor evitar—, se expone, en esta propuesta de metaforización del espacio, de una forma poética que lo revindica. “No podemos poner por escrito lo que somos al comienzo”13, pero, sin embargo, por la configuración anímica que poseemos se pueden hacer conjeturas apologéticas sobre ciertas situaciones cruciales que todos tenemos que atravesar alguna vez y por las que, en gran parte, somos lo que somos, pero que una aberrante y parcializada obsesión con la higiene convierte en tema exclusivo de basureros, voces bajas y señalamientos deícticos: ahora, como herederos de la Modernidad solipsista, nos cuesta tolerar hasta las alusiones mejor simbolizadas a una circunstancia de cuyos elementos no quisiéramos oír referencia alguna. Sloterdijk propone un bello acercamiento a esa perdida Eurydice a la que no tenemos más que dedicarle una infidelidad perpetua —el mito fundacional de la esferología podría ser, entonces el de Orfeo14, en lugar del apoético y recurrente asesino-incestuoso—. El espacio anímico, abierto a la representación metafórica y simbólica del lenguaje, dispuesto por su fragilidad, provisionalidad y notable capacidad de resurgimiento mediante las redescripciones, es la respuesta que damos, como criaturas mimadas, consentidas, necesitadas de cobijo, a la primera e irremediable pérdida sobre la que es necesario volver a reflexionar. Sloterdijk dedica el cuarto y quinto capítulos del primer tomo15 a esa hermosa poética del espacio, pero por fortuna también propone un modelo más conocido, tal vez más aceptable, si bien no menos polémico, para tratar esta temática: interpreta la narración bíblica de la creación del hombre desde la perspectiva de su esferología para definir el espacio-a-dos relacional y su carácter fuerte.
En un primer momento, el Dios del relato de los siete días hace, como coronando su obra —o, para ser modestos, poniéndole una cereza a su pastel—, el modelado de arcilla de una figura que, por lo que vendrá después, y sin importar su forma para tratar por un momento de no polemizar sobre la “imagen y semejanza”, tiene las propiedades suficientes para ser un recipiente apropiado. La pregunta es inmediata: ¿apropiado para qué? No es ningún misterio aunque es todo el misterio: Dios sopla su aliento en la forma16, y la forma es todo lo competente como para poder retenerlo: por él adquiere vida. Es en este momento de la interpretación en el que Sloterdijk hace una afirmación aventurada pero necesaria para la constitución de su esferología. Como producto de la ciencia del aliento, en la relación que el insuflado establece entre Dios y Adán, que hace las veces de recién creado, no hay jerarquización ni priorización de ninguno de los polos con respecto al otro. Para la tradición exegética, Dios es siempre el primero en el orden de las prioridades. Sloterdijk, en un notable ejercicio hermenéutico, no lo cree así:
...se podría decir sin rodeos que el llamado ser originario creador no es preexistente a la obra pneumática, sino que se genera a sí mismo sincrónicamente como íntimo En-frente de su igual. Sí, quizá hablar de de un creador originario es sólo una figura perifrástica convencional confusa para el fenómeno de la resonancia ejercitándose originariamente. Una vez establecido, el canal de animación entre Adán y su Señor, lleno de efectos de doble eco sin fin, sólo puede entenderse como sistema de dos vías. El Señor de lo vivo no sería a la vez el Dios de las respuestas, tal como aparece en sus tempranas invocaciones, si provenientes de lo animado no volvieran torrencialmente y de inmediato hacia él confirmaciones de sus impulsos de aliento17.
Entonces, no es posible evitar la polémica de la “imagen y semejanza”: se trata de una “relación de reciprocidad pneumática”18. Por tanto, forman juntos una esfera común de espacio interior. La ciencia del aliento es aquí heredera del neopragmatismo. Esta hermosa descripción de la metáfora primigenia advierte que la apertura del canal pneumático entre los dos polos —en este caso, Dios y Adán —es el que forma el espacio a través de la posibilidad de la comunicación: el lenguaje19 es todo lo que es el caso, y es a través de él, al que también se puede llamar, con Sloterdijk, respiración-a-dos, que se genera un espacio interior de reconocimiento e inclusión. Si Dios no se reconoce a través de Adán, Adán no podrá reconocerse a través de Dios. Sin la existencia de Adán, la gran Ciencia del Aliento, patente exclusiva de Dios, no le serviría a éste para nada. Sin la capacidad vascular y de canal de Adán, no podría recibir el insuflado. Así, dejando el motivo mítico-teológico y refiriéndonos a la propia necesidad de construcción íntima: sin un otro enfrente con quien se abra un canal —un espacio —relacional de dos polos en los que no hay jerarquías, no se puede pensar en un espacio humano que no sabe de meras realidades espaciotemporales, que tiene coordenadas inhaladoras-exhaladoras.
De ahí que la esferología, aún en este momento íntimo, de definiciones constantes explicadas primero por la simple animalidad humana como mamífero social, luego como la transferencia del exitoso mecanismo físico al nivel simbólico en este primer momento de necesidad de un otro-en-frente para generar el espacio de relación, sea una consecuencia del fracaso del modelo moderno de la consciencia y su obsesión por pertrechar con todas las armas y poderes posibles un centro cerrado, que evitara las controversias, fuera garante de la verdad y no sufriera las vicisitudes de la modificación. La única “condición de posibilidad” que hay en la esferología para el surgimiento de espacios autógenos —término acuñado por Sloterdijk que no es complejo pero sí atrevido: que se crean a sí mismos —es el vínculo pneumático entre dos polos no jerarquizados, es decir, en relación fuerte. Se puede aceptar que la esferología es más bien una geometría de lo redondo y que, para no entrar en conflictos con una literalización de una metáfora —fenómeno que tuvo terribles repercusiones en la Segunda Guerra Mundial, pero que es un tema posterior—, puede aceptar a la originaria díada unificada —es decir, espacio íntimo de relación bipolar —como una burbuja elipsoide: elipse aquí dice lo mismo que esfera: no hay que ser tan severos a la hora de apropiarnos una metáfora fundante, más redonda que todo lo que puede dibujarse.
Ahora bien, ya se ha definido a las esferas —conviene recordar: los espacios esféricos — como conformaciones orgánicas. Sloterdijk se refiere luego al mismo relato del Génesis para expresar el carácter inevitable del rompimiento. Así como en la primigenia esfera fisiológica hay un nacimiento, y aunque la analogía presente algunos desajustes preocupantes, hubo también salida, que por lo que se verá se ajusta mucho mejor que expulsión, del Paraíso: “...en el tiempo postparadisíaco —¿y no se cuenta el tiempo siempre after paradise lost?— la sublime esfera dúplice-única está condenada a estallar”20.
Es salida mejor que expulsión porque, si se tiene presente la interpretación de John Milton, no podía ser posible que una criatura abierta al conocimiento, al poder-conocer —poder como facultad potencial —no cediera a la tentación-inclinación misma de conocer: era la ignorancia primera, que sorprendió grandemente al inteligente Satán, la que los mantenía a salvo de ser expulsados.
Allí pende, del fatal árbol llamado del Conocimiento,
que para ellos es vedado probar. Prohibido el Conocimiento?
¡Qué sospechoso, qué sinrazón! ¿Por qué debería su Señor
envidiarles eso? ¿Es posible que saber sea pecado?
¿Puede ser la muerte? ¿Y sólo se mantienen
por ignorancia? ¿Es ése su feliz estado,
la prueba de su obediencia y de su fe?
¡Justo fundamento puesto sobre el que construir
su ruina!21
La ignorancia primera es ese estado provisional de ser-completo que no sabe de lo perfecta que es su felicidad: de eso puede dar cuenta quien se percata de un profundo estado de enamoramiento una vez ese estado ha experimentado una conmoción potencialmente destructiva: un ataque de celos, el descubrimiento de un rasgo característico de quien se ama y que puede resultar intolerable, un malentendido por aficiones diferentes, el deseo o la renuencia a tener hijos. Pero las modalidades de estallido de esferas no son simplemente la salida del paraíso por el ejercicio de una facultad poseída pero vedada por requerimientos mítico-alegóricos o el proceso por el que atraviesa toda criatura humana entre las treinta y ocho y cuarenta semanas de gestación. Se puede pensar que la ignorancia de la pareja primigenia en el Paraíso —que primero fue Adán con su Insuflador y ahora, con el recurso a Milton, es el armónico no-saber-aún, que comparten Adán y Eva, con el Señor Dador de feudo —es la latencia, posponible quizá, pero inevitable, de que se lleguen a saber cosas, saber como presencias repentinas o deseos inexplicables, que romperán la armonía. La proclividad al conocimiento se hace explícita con la voz del tercero que, por atraer uno de los polos, terminará rompiendo la armonía dúplice bipolar y, con ello, el espacio relacional. El mandato de Dios puede interpretarse como un “no querrás conocer nada más si quieres que siempre te reconozca a ti”, recargándose por un momento el polo divino y amenazando la relación fuerte. Se podría pensar el ejercicio espontáneo del consejo dado por Satán como una queja por esa pretensión de perpetuar lo que está destinado por definición a romperse: para la díada unificada había una prohibición y un mandato hecho por uno de los polos que el otro no podía cumplir. El rompimiento no sólo es necesario sino que termina forzándose, como fuera forzoso para uno de los polos, por adoración al otro, evitar la atención a la presencia diabolizadora, y que hará el desgarramiento, del tercero inevitable. Pero no se puede olvidar que la presencia del tercero acontece como una fuerza desequilibradora por la debilitación del vínculo, es decir, por la crisis de espacio, no por un problema de diseño, en este caso, por un pecado de desobediencia, de uno de los unificados, o por falta de garantías del otro más fuerte.
Esta alusión a la metafórica épica del gran poeta inglés expresa que los vínculos diádicos unificados entran en un conflicto pneumático que perturba la respiración a dos, es decir, la comunicación o el canal de mensaje simbólico, pero la ruptura no se constituye en una desgracia irremediable como en el relato, en el que los polos se han jerarquizado —como no pueden estarlo de acuerdo con la propuesta esferológica —hasta el punto de que hay un castigo.
Entre los dos íntimos se introducen objetos de transición, temas nuevos, temas accesorios, multiplicidades, nuevos medios; el espacio antes íntimo, simbiótico, atravesado por un único impulso, se abre a la diversidad neutra, en la que la libertad sólo viene dada con el extrañamiento, la indiferencia y la pluralidad. Es deshecho por apremios no simbióticos: pues lo nuevo viene siempre al mundo como algo que trastorna simbiosis previas; como alarma y presión, ataca el interior único22.
Una vez se rompe, la relación fuerte permite que ambos polos permanezcan pero, como ya se dijo, con una disposición abierta que modificará esa previa permanencia que puede tener toda una nueva reestructuración: permanece la disponibilidad, la apertura: todo lo demás es transitorio, remodelable, y, hay que anticiparlo, ligero, pero están en capacidad de ejercer de nuevo su facultad de espacialidad autógena, ya sea integrándose a una esfera mayor o tendiendo el nexo con un polo que sepa reconocer el mensaje de vinculación y esté dispuesto a responder.
Sin embargo, cuando acontece la muerte de una esfera de la que se hace parte como polo constitutivo, no se puede evitar que se sienta, en los momentos de inminencia, el temor a ser abandonado. El desamparo que se padece en esas crisis tendrá repercusiones muy importantes en lo que respecta a la definición de la espuma o esferología plural, y es necesario advertirlo desde ahora, que caracteriza a la burbuja más intima: en el momento en que se siente la vulnerabilidad de quedar en descampado, en la oscuridad, se tiene conciencia de que no hay una cubierta protectora y entonces vienen con ella la horrible sensación de que no se podrá contrarrestar ningún ataque disolvente: no hay terror más grande a sentirse potencialmente vulnerado, a anticipar la agresión y no tener recurso para considerarla evitable. La crisis de espacios autógenos, entonces, responde a una imperiosa necesidad por estar bajo protección, bajo un sistema de inmunidad. La preocupación explícita —y la explicitación es uno de los aspectos por tratar en el surgimiento de la espuma —por la inmunidad es consecuencia de la pérdida de aquella primigenia felicidad que patrocinaba tan maliciosamente la ignorancia que tan perplejo dejo al satánico-tercero inevitable.
De acuerdo con la metáfora de la burbuja, entonces, el espacio de intimidad no tiene nunca un único polo: es una relación-a-dos que da lugar a un espacio autógeno al que puede afectar la novedad que proviene del exterior extraño, que puede romperse, que es frágil y provisional, pero cuya capacidad de reinterpretación impide, y acaso prohíbe, la negación a establecer nuevos vínculos de espacialidad autógena. Es necesario insistir en su autogénesis. Sloterdijk da a pensar que hay casi una generación espontánea de estos vínculos. Como ya se ha dicho, la vinculación biofisiológica que proporciona la estructura para las demás formaciones es, en una situación normal, un nexo inmediato y gratuito. El nacimiento, como triunfo sobre lo que se presenta como una pared intraspasable, no desemboca en un frío y hostil mundo que da la espalda: la voz y el regazo de la madre son sustitutos de cuya perfección no se puede hablar en términos exageradamente elogiosos. Ya no reproducen —nada podrá —la casi perfecta situación placental, pero en lo que respecta a su morfología, el paralelo es evidente: es ahora la madre quien completa la díada unificada con un hijo al que saluda y da la bienvenida, posibilitándole el acceso al mundo que son los otros. Ahora bien, Sloterdijk elige ocho momentos que expresan ese microcosmos antes que su configuración se abra a la inmensidad insospechada que se encuentra en manos de la metafísica y de la teología:
Estamos en una microsfera siempre que estemos: -primero, en un espacio intercordial, -segundo, en la esfera interfacial, -tercero, en el campo de fuerzas «mágicas» de unión y de influjos hipnóticos de aproximación, -cuarto, en la inmanencia, es decir, en el espacio interior de la madre absoluta y de sus metaforizaciones posteriores al parto, -quinto, en la díada-con, o desdoblamiento placental, y sus conformaciones sucesivas, -sexto, bajo la custodia del acompañante inseparable y de sus metamorfosis, -séptimo, en el espacio de resonancia de la voz materna, que salida dando la bienvenida, y de sus reproducciones mesiánico-evangélico-musaicas23.
Cada momento corresponde a un capítulo del primer tomo. La octava microsfera, llamada por Sloterdijk perichoresis, es aquella en la que “el lugar de las personas es la relación misma”24. Caracteriza la Trinidad católica como una relación-a-dos, el Padre y el Hijo, cuyo espacio autógeno, el Espíritu Santo, es el que establece la relación fuerte. Todos describen los espacios vivenciales más pequeños, y son las instancias de relación-a-dos que conforman un saber-de-sí que no sabe de carencias ni blindajes: la identidad no se produce por reflexión especular ni introspección: se produce por estar involucrados como uno de los polos pertenecientes a un espacio autógeno bipolar. Exceptuando el cuarto y quinto capítulos, que son toda una poética del espacio prenatal, las seis restantes describen situaciones que pueden presentarse en repetidas ocasiones a lo largo de una vida humana, surgiendo, fortaleciéndose, entrando en crisis, colapsando. El escenario propuesto por Sloterdijk en este primer momento de caracterización básica, en cuanto a que las redescripciones posteriores dependen de cumplir con el requisito mínimo de negar el centro, merece una minuciosa indagación que es necesario dejar para otro momento.
De hecho, el paso al pensamiento sobre lo inmenso, lo que amenaza permanentemente a la intimidad como lo otro, lo extraño, lo exterior, que fue todo el propósito de la metafísica teologizante griega —explicando el Mundo tiene problemas al involucrar a Dios —y de la teología metafisizante cristiana —explicando a Dios tiene problemas al involucrar el Mundo—, se debe enteramente al modelo de la bipolaridad autógena íntima, y la referencia a la Trinidad en el octavo capítulo de Burbujas permite el tránsito:
En el paso de la interpretación microsférica del sentido del ser-en a la macrosférica, son imprescindibles.... algunas consideraciones sobre la teología de la Trinidad. Pues, por su amplitud de sentido y estructura lógica, esta pertenece a ambas dimensiones: a la microsferología, en tanto articula una relación íntima tripolar —Padre, Hijo, Espíritu Santo —; y a la macrosferología, en tanto reconoce en las «personas» de esa tríada a los actores de un teodrama que abarca y penetra el mundo entero25.
La sección siguiente se ocupará de señalar los aspectos más importantes del fracaso de la ampliación —o teodrama, como lo llama Slterdijk —de un nexo al que no sólo amenaza la fragilidad sino, como se verá, la desintegración por hipertrofia.
Es una particularidad lo bastante elocuente que el momento más filosófico de la redescripción metafórica de la esferología herede la estructura-a-dos, o díada unificada por espacio autógeno, de las esferas de intimidad bipolar llamadas burbujas. El proyecto entero de la globalización metafísico-teológica depende de una respuesta, desde el principio mal diseñada, a esta necesidad de complemento a partir de un otro-enfrente-mío que me permite generar esa cubierta autógena y autoprotectora. El rompimiento, tan inevitable como necesario, de esas burbujas de profunda intimidad, de las que ya se ha dicho algo, conduce a que se busquen sustitutos simbólicos en un empeño con elementos tanto técnicos como interpretativos. La presencia del afuera, que en un primer momento es siempre agresiva, y que se presenta como cuchillo, tijera, punzón o garra que rompe las membranas que producen las intimidades provisionales, debe sufrir una transformación a nivel simbólico para que pueda ser cobijado, o aceptado, en un nuevo interior que lo asimile y lo haga “amigable”, familiar, que su apropiación e integración sea posible. Sin este poder reconstructivo e integrador de las esferas íntimas, que al mismo tiempo es un poder expansivo, la más mínima intrusión de la exterioridad llevaría a un pánico potencialmente autodestructivo: seríamos, sin más, unos maníacos depresivos que acudiríamos al suicidio con la primera incomodidad que se presentara como elemento de perturbación atmosférico y vital.
Las burbujas, tienen, entonces, una característica capacidad expansiva. Ahora, se deja, no por superación sino por interiorización, la poética del espacio íntimo bipolar de reconocimiento y se comienza a tener una preocupación grupal: no en vano el hombre, como animal político, se debe a una colectividad, es gregario. La familia, la horda, la ciudad, los imperios y los estados —cada uno forma de un globo finito — son momentos de la escalada hipertrófica de la necesidad por una cubierta protectora que apacigüe la impresión de desamparo que produce la tendencia a la expansión en su contacto con lo exterior. A la par de esta configuración política, corre una configuración religiosa postplacental: primero están los gemelos y ángeles acompañantes —a los que, conviene decirlo, Esferas I dedica unos pasajes muy bellos—, luego están los penates como dioses de la casa, luego los tótems que identifican un clan, posteriormente los dioses comunitarios de las ciudades independientes —recuérdese a las ciudades-estado griegas—, que ceden su lugar a los englobantes dioses estatales, mono o polivalentes —por los segundos, se puede pensar en la Roma preconstantina y el antiguo Egipto; por los primeros, en la Roma postconstantina, la tradición judía y el Islam—, y finalmente, en los actuales países marcadamente secularizados que pretenden, y esto es muy polémico, sustituir esa necesidad religiosa con políticas de globalización de derechos. Puede notarse que la hipertrofia hace que la cubierta, al expandirse para dar lugar a cada vez más personas, sea al mismo tiempo más lejana para cada una: desde el comienzo se pone de relieve que la primitiva exclusividad placental, o adámica, la que se quiera, se hace cada vez más privilegio de muchos, pasando a ser progresivamente de menor influencia para cada uno: cuando el Dios o el derecho que quiere cobijarnos a todos quiere al mismo tiempo estar dentro de mí como mi complementador original, no se puede evitar que brote un desasosiego que no encuentra satisfactoria ninguna respuesta. Es de esta manera como puede describirse el fracaso de la primera globalización, que aún o tiene que lidiar con el vértigo de lo no-limitado: el proyecto metafísico universalista iniciado por la ilustración griega, Parménides el primero. Sloterdijk hace notar que se está alabando excesivamente la globalización telecomunicativa cuando, además de la que propuso el ejercicio totalizante del puro “ser y pensar que son uno y lo mismo”, la circunnavegación había puesto en claro cuáles eran las dimensiones de la esfera, más agua que tierra y un tanto achatada, sobre la que la humanidad estaría condenada a existir. Nótese la preposición: ya nunca más, al parecer, dentro. Cuando Newton explicitó —es decir, sacó de la latencia de un trasfondo dado e hizo pública —la atracción que esa esfera no-incluyente ejerce sobre los objetos puestos sobre su superficie, fue cuando nació el horror al vacío, a la posibilidad de caer, tal vez con más horror que el sentido en el Paraíso tras el ejercicio de una facultad poseída y demonizada: comenzó la fascinación de un juego potencialmente suicida motivado por el deseo del “qué tal si...” que provocó un vivo interés por lo que podía superar esa atracción casi irresistible: la Modernidad es un juego de equilibristas que adoran la pesantez reconcentrada que los fija a la tierra mientras se dedican a pensar en el vacío ominoso del que por ella escapan: es hora de rogarle a la gravedad que no te abandone. La espumidificación del espacio, de la que se hablará más adelante, apuesta por la liviandad y la ligereza como una respuesta a esa obsesión por el centro que lleva a sobrevalorar el peso salvador y el abismo terrible, al insistir en su obsesión por el “tender irresistiblemente hacia un mismo lugar”. Una filosofía de lo ligero puede ser, y aunque suene extraño, mucho más comprometida y honesta que la más comprometida y honesta militancia por un centro-pesado único y unívoco: ya el falibilismo más abierto ha demostrado ser mucho más filántropo y demócrata que el dogmatismo más canónico y apegado a la ley, que el criminal, elusivo y multiforme Jean Valjean es más humano —y por ello más comprensible y comprendido —que el implacable, categórico e incorruptible Javert.
Las telecomunicaciones son el fenómeno más importante del cambio del segundo al tercer milenio, facilitado por los avances tecnológicos que parecen obedecer a un crecimiento exponencial que, para un animal que apenas si puede comprender las proporciones lineales o, a lo sumo, de segunda potencia, sin entrar a sentir el vértigo de lo que es demasiado grande para no sentirlo infinito, casi se le sale de las manos. Esta es, sin duda, la tercera globalización, pero debe aceptar que, pese a toda la propaganda a su favor, y que ella misma posibilita, como acontecimiento decisivo en el cambio de perspectiva del mundo humano, es más bien un suceso secundario.
La catástrofe del globo, o fallido proyecto macrosferológico, cuyos estadios más importantes pueden ser llamados con un nombre propio, se puede señalar siguiendo el modelo de análisis literario, extremadamente simplificado, del que se tiene noticia en el bachillerato —inicio, nudo y desenlace—, por lo que se podría decir: Parménides, Magallanes e Internet.
Todo comienza con la obsesión por el centro, inaugurada por el eleata. Es el concepto de esfera “bien redonda e idéntica a sí misma”, de un solo centro, en la que se suele pensar y que causa mucha perplejidad cuando, en la poética del espacio íntimo, se propone una bipolaridad unificada dentro de un espacio comunicativo que no puede pensarse más que como redondo. La teoría del centro es una traición a la bipolaridad diádica originaria, pero es el tema de toda la metafísica y de toda la teología por más de dos mil años, pues el esfuerzo por hacer coincidir la esfera de Dios —el Uno —con la esfera del Mundo —el Todo —tenía ya un problema de diseño: un solo centro —expresión que en el capítulo 5 de globos Sloterdijk alude a la expresión “uno y todo” en el original griego para insistir en la importancia de no olvidar que la globalización totalizante es un tema propuesto por la filosofía griega —invalida la bipolaridad al sobrecargar uno de los centros, vaciando el segundo, como lo advierte la cita siguiente:
Se puede constatar casi definitoriamente: entendida como ontoteología y cosmología filosófica, la metafísica clásica no fue otra cosa que un ritual-teoría inmensamente circunstanciado y complejo en honor de Su Majestad la Forma Redonda... Su tarea consistía en apaciguar la inquietud humana en un mundo ampliado abismalmente, abierto peligrosamente, por medio de la iniciación en la forma más edificante, más envolvente, de inmunidad, el universo; literalmente: lo que abarca todo en un único giro. La buena nueva del evangelio de la redondez del orbe reza: cualquier punto del universo, por muy alejado que esté del centro, y aunque fuera mi propia existencia temblando de desamparo, es alcanzado y posibilitado, potencial y actualmente, por un rayo que dimana del centro26.
Entonces se hizo imposible, tanto para la metafísica como la para la teología, responder a los requerimientos espaciales, es decir, relacionales, de los individuos que ya no se sentían protegidos con ninguna respuesta, pues no encontraban alguna que fuese satisfactoria para su necesidad de estar cobijados: por mucho que esa teoría-ritual me lo asegurara, la distancia genera extrañamiento, problemas de identificación, es decir, de comunicación íntima: el centro todopoderoso no puede proporcionarme más que el frío que me hace temblar.
¿Cómo se experimentó esa falta de cobijo? Hasta Copérnico, la tierra estuvo en el centro del sistema, y en la capa más externa se encontraba lo inmutable y perfecto. Pero Sloterdijk no tiene en cuenta sólo este primer alejamiento de lo perfecto por centralización terrena. La propuesta del supremo Bien solar platónico le permite completar su comentario crítico al considerar la circunstancia contraria: que hay un centro del que emana lo perfecto. En ese caso, lo terrenal e imperfecto, lo más alejado de la emanación luminosa, se encuentra en la periferia. Los modelos invierten la posición de lo bueno y lo mejor, pero conservan la relación de distancia: sin importar el que se elija para explicar la estructura del mundo precopernicana, la situación humana no cambia en lo absoluto. Quizá es preferible poner el supremo bien en el centro-arriba platónico y resignarse a que tal vez la excesiva dispersión de las emanaciones no lleguen al oscuro suburbio en el que se habita, que aceptar la reconcentración de lo no-perfecto en la no-perfecta esfera sublunar, cuya radicalización es el Inferno dantesco: El que está más alejado de Dios se encuentra en el vértice mismo de la tierra, agobiado por el peso y, al parecer, fuente de toda pesantez.
Con todo, el mayor problema de la macrosferología totalizante metafísico-teológica fue su apuesta al infinito: “¿Cómo puede subsistir aún la representación esférica —a la que, sin duda y ante todo, caracteriza como tal una periferia finita —en una sphaera como ésta, a la que se califica de abiertamente infinita?”27. Sloterdijk se extiende en la exposición. Algunas veces su generosidad al referirse a las fuentes —como, por decir un ejemplo, a Nicolás de Cusa en el quinto capítulo de Esferas II— es sospechosa, pues una de las características de su estilo es su tendencia a la ironía, que en ocasiones raya en el sarcasmo —aunque el mismo Cusano, él mismo tan irónico, lo toleraría de buen grado—. Pero eso no explica por completo su esfuerzo: el proyecto que tiene entre manos amerita sus ensayos hermenéuticos y su constante apelación a la imagen —sean fotografías, pinturas, diagramas, grabados, mapas o dibujos —para expandir todo lo posible el escenario de discusión. El rastreo de la idea principal, sin embargo, no se hace confusa, pues todos los elementos apuntan hacia la misma dirección, y en este caso es la de señalar el problema de extrañamiento y falta de significado de esa infinitud —inconcebible en el primer ensayo griego— que, al asignársele como predicado a la esfera globalizante divina, la hizo lo suficientemente grande para que estallara por hipertrofia o implosionara por indiferencia. Las criaturas finitas necesitadas de un ámbito de cobijo y cercanía no tienen nada que buscar en esas vastedades indiferentes: no poder ver la cubierta es como no tenerla, y no tenerla es carecer de la respuesta básica por la protección. El siguiente pasaje es particularmente revelador:
Después de Copérnico, el universo tuvo que hacerse repetir, con buenas razones, que ya no podía ofrecer a los habitantes de la tierra la antigua seguridad de las cubiertas; la edad moderna y la Modernidad pueden caracterizarse inequívocamente por una reestructuración radical de las relaciones de inmunidad. Pero no son Copérnico, Digges y Bruno quienes, en un proceso de daños relativo a la historia de las ideas, hubieran de responsabilizarse por consecuencias a largo plazo del infinitismo. Pues, si se entienden bien las cosas, mucho antes de sus tesis cosmológicas, la existencia humana ya había perdido todo estado de seguridad en el Dios desbaratado por el hermetismo. La teosfera infinitizada ya no procura protección alguna: pone en libertad. El Dios de los teósofos herméticos se ha convertido en un Dios inquietante, no-cobijante, en el que no se alcanza a ver cómo podría cumplir su tarea inmunizadora para un mundo finito y para inteligencias finitas. Ese Dios, pensado especulativamente más allá de antes, quizá hasta el final, no sólo ha perdido todo matiz de temple personalista: ni siquiera posee ya una única propiedad evangélica; con él no se puede fraternizar como con el Cristo. Tampoco se ve ya en él cómo la geometrización del espacio interior ha de lograr todavía sus efectos inmunizadores (en términos de la antigua Europa: edificantes) para la cosmo-espacio-visión humana.
Ese Dios, cuyo centro estaría en todas partes y cuyo contorno en ninguna, ya no se puede utilizar como vallado morfológico frente al exterior sin más. Gracias a sus exaltaciones especulativas se ha convertido en una fuerza excentrizadora de la mayor virulencia; pensar en él aniquila los pequeños derechos domiciliarios de las almas, que para su salvación recurren a capillas privadas, paisajes, prerrogativas, y grandiosidades. Su reino no es de este mundo interior; su esfera ya no puede ser habitada como esfera íntima por cualquiera. Quien medita en ese Dios sale más allá, fuera, a lo desmesurado, inconsistente, extrahumano: como si el pensamiento más frío en el vacío del universo y la separación más amarga de lo próximo y querido pudieran sostenerte jamás. Quien, a pesar de todo, quiera seguir creyendo tendrá que acudir a un Dios que habría desechado lo íntimo y redondo. Pero ¿quién podría imaginarse a sí mismo en relación con ese monstruo teomatemático?28
Una segunda objeción que se puede hacer desde la esferología a ese monstruo teomatemático de aparente infinitud es que, con el predicado de infinitud, le viene aparejado el de inmutabilidad parmenídea: no cambia porque no hay una exterioridad que le estimule a integrar algo que no le sea propio. Todo le es propio, pero hay que decir, casi confesándolo, que también por eso todo le es indiferente: considerarlo todo en absoluto es considerar cualquier cosa indiferentemente, a pesar de que la misma teología quiera afirmar que, sin olvidarse de aquella díada unificada primigenia, hay un polo dentro de cada uno en el que la presencia omniabarcante divina, aceptando el pleonasmo —después de todo este escenario es también una poética que no repugna ni de él ni del oxímoron —se hace presente. Pero eso, a pesar de lo que diga la buena intención de los que aún se quieren creer creyentes, es muy poca cosa cuando la complementación interior y el espacio relacional cobijante son condiciones de posibilidad el uno del otro: no puede responderse el primer requerimiento sin responder desde y a través del otro.
Además, la inmutabilidad del predicado “infinito” no está, como dice Primo Levi, patentada por Dios. A Dios, dice el químico y escritor en El sistema periódico, con su admirable sencillez no exenta de un poco de mordacidad, le repugna lo que no se descompone, como sucede con el polietileno29; encuentra sospechoso algo que se niegue a ceder su estructura constitutiva y, después de algún tiempo de vigor autónomo, a disolverse en su entorno como prueba de disponibilidad a participar en otros nexos y como una aceptación sencilla y sin pretensiones de la provisionalidad de toda interrelación. Un sencillo comentario sobre los preparados sintéticos que se resisten a la putrefacción por lapsos de tiempo que superan la vida humana —lo que hace que, para una vida humana, no sean orgánicos —funciona con la misma sencilla agudeza para lo que en su momento se quiso pensar como lo más grande por definición difusa y como lo más íntimo por complementación impuesta: si no puedo concebir lo infinito, ¿cómo no me repugnará, o al menos no me llenará de incertidumbre —que es lo que precisamente quiero remediar —el estar dispuesto a ponerlo en mi más íntimo interior, tal vez más cerca de mí que yo mismo?
El predicado “infinito” ilegitima, entonces, la idea de que Dios pudiera ser al mismo tiempo la cubierta externa y la complementación interna. La Modernidad siente el frío que sopla desde los espacios infinitos, y entonces se aferra a la pesantez con una jugada genial pero no por eso menos desafortunada: hay que apostarle todo al centro olvidándose de la posibilidad de una complementación. Ya que los cielos no dicen nada, algo ha de decir el mundo que ahora tampoco consuela: Copérnico ha rasgado el telón sobre el que se proyectaba la ilusión de las capas protectoras: Satán ya no está en el eje gravitatorio, por lo que ahora que no hay un culpable todo es más pesado, y los pensamientos, sin poseer ni esperar el complementador íntimo para generar un espacio de intimidad, clausuran el polo de la díada unificada, imposibilitan el surgimiento de la espacialidad surreal humana y se empeñan en un trabajo de tinieblas que no conoce régimen laboral por asegurarse aquello en lo que pueden confiar sin temer una traición.
Comienza entonces la Época de la Ficción de la Consciencia, y todos, tanto los empiristas más joviales, como Hume, hasta los idealistas más totalizantes, como Hegel, siendo muy críticos los primeros, muy justificadores los segundos, estuvieron interesados en construir un proyecto que, de acuerdo a la definición básica de la esferología, también caería por problemas de diseño inicial. La Modernidad le respondió al miedo a caer en el vacío tratando con una política de imanes innecesaria: la estructura del vacío de la subjetividad frente al peso absoluto del mundo enfrente, que estaba puesto ahí como un reto epistemológico por superar, sentó las bases para la preocupación objetiva y la teoría medial del lenguaje, que no tardaría en llenarse de fantasmas fenoménicos, cosas en sí, empirismos irresponsables, racionalismos excesivos y autorreferencias ilusas. Para que la preocupación por la teoría de los medios volviera a surgir tendría que esperar no sólo a que el problema de la conciencia se llenara de aporías, sino a que una nueva serie de descubrimientos, tanto técnicos como éticos y ambientales, entrara a enriquecer el escenario excesivamente simplificado, por supuesto, al retomar aspectos espaciales de los que la Modernidad no quiso saber, sino hasta que su seriedad, hecha ahora conservadora, causara una serie de estragos a nivel mundial que nunca se tendrán por demasiado horripilantes. La última esfera, el último gran globo macrosferológico, no colapsaría por completo sino hasta 1915, cuando ya no se pudo contar inocente y espontáneamente con el aire30. Sin embargo, y aquí las circunstancias cumplen con el papel de la espada de Aquiles para Télefos, la amenaza medioambiental y climática permitió que se recuperara la idea de espacio íntimo bipolar, redescrito, por supuesto, pero obligado a cumplir siempre, como condición sine qua non, a rebatir la soledad: y el negocio Moderno, aún en sus momentos más lúcidos, no fue más que un movimiento de soledades colectivas repletas de sospechas, negadoras de su apertura y necesidad tranferencial.
¿Cuándo comenzaron los seres humanos a sospechar del aire que respiraban? ¿Cuándo la inhalación espontánea e irreprimible, el reflejo incondicionado a llenar los pulmones con aire potencialmente oxigenador y a vaciarlos de dióxido de carbono evidentemente intoxicante llegó a convertirse en enemigo del usuario, quien se había abandonado desde siempre, y con excepciones muy contadas, a gozar como usuario de un bien público gratuito? ¿Cómo pudo suceder que el aire, desde siempre el genio sutil que servía de vehículo de transferencias inauditas, se convirtiera en un demonio traicionero, hasta el punto de que se le tuviera que privatizar a través de medios técnicos para poder “volver” a confiar en él? ¿Qué ocurrió con la interpretación de ese medio cuya invisibilidad era antes asumida inocentemente en toda su ignorada complejidad pero a la que ahora se quiere hacer patente, evidente, comprensible, por medio de análisis que pongan a la luz —en términos modernos o platónicos, como se quiera— los peligros latentes que pude transmitir?
Se podrían plantear muchas preguntas más de ese mismo tipo: acuciosas, temerosas, llenas de insistencia detectivesca, aún extrañas. Pero todas quieren una misma respuesta, que no es más que hacer evidente una afirmación: los seres humanos ya no compartimos el mismo aire, así que existe la posibilidad de que alguien, un enemigo, un habitante de un baldaquín extraño, conspire contra mi existencia sin tener que atacarme directamente: sólo tiene que hacer que, mediante dispositivos de enrarecimiento mortal, mi propio aire se vuelva en contra mía. Por tanto, la preocupación por asegurarse una parcela de aire seguro, es decir, no sólo respirable sino digno de confianza, vuelve a hacer que el problema del espacio y de la teoría medial íntima, cobijante y, después de las traiciones globalizadoras, cercano-comprensible, o lo que es lo mismo, una teoría de burbujas autógenas, vuelva a cobrar importancia, apoyada ahora por los medios de diseño y confort que no dejan de tener su influencia a pesar del esfuerzo por ignorarlos.
Vistas así las cosas, ¿cómo se podría convencer a la Modernidad que, en una gran parte, el problema la pérdida de la inocencia del aire, o, para decirlo con Sloterdijk, la crisis atmoterrorista, es el resultado de procesos que iniciaron en ella? Tal vez todo lo que se le pueda decir con actitud de reconvención no sea bastante. Así que no queda más que tomar el arriesgado camino de hacer un memorial de agravios.
La relación sujeto-objeto a través del canal lingüístico que permitía el nexo mediante una predicación del segundo, estático y sobrecargado, por el primero, móvil y ligero, una ligereza de la que la Modernidad misma parece no tener en cuenta, tenía bien claro su propósito: evitar todos los posibles malos entendidos y decir de la manera más ajustada el objeto que el sujeto debía de representarse. La verdad, entonces, y haciendo un ejercicio hedeggeriano, es un proceso de volver (re) a fijarse (pre) en algo ya fijado (sentar). Es decir, representación verdadera es un extraño objeto psico-geométrico, que escapa al despliegue de la conciencia pero no llega a captarse por los sentidos: se apoya en, no en triplicar, sino en multiplicar por sí misma tres veces una fijación que de alguna manera tiene una existencia anterior, sea en el orden de las prioridades — o cosa-en-sí—, sea en el orden temporal —o cosa-dada-ahí—. Ni la jovialidad de Hume, su mero haz de percepciones32, pudo escapar a esos ejercicios imantados, con un peso autorreferente elevado a una potencia cúbica: es decir, veintisiete en lugar de tres, ciento veinticinco en lugar de cinco: inflación del peso por recarga gravitatoria33. La explicación por representación, o el problema de las fases de la verdad, impone a la estructura del proceso una carga de obsesión por un mundo que, visto desde el marcado desbalance de los pesos, sólo hace más pesado al mundo con el esfuerzo representador, o, con Sloterdijk, explicitador, de la subjetividad, cuya potencialidad neutra, sin peso, no se carga más que con la sospecha de que el verdadero conocimiento de las cosas pueda no ser tan verdadero porque su predicación esté viciada por problemas de perspectiva o de falta de los suficientes elementos para una representación virtual satisfactoria: pues es de eso precisamente de lo que se trata en el ejercicio de la subjetividad Moderna: la representación es una virtualización —no hay ninguna novedad en el auge de la tecnología computacional; de hecho, no otra cosa es, tampoco, el polémico cielo de las ideas platónicas, o por lo menos su luminoso Bien Supremo— de “las cosas dadas”. En cuanto dado, nada le pertenece a la consciencia si no hace los debidos sometimientos intelectuales —también se puede decir conceptuales o virtuales— que le corresponde en la repartición originaria de facultades.
Estas polémicas afirmaciones son posibles, pues Peirce ha sido lo bastante claro en sus objeciones a Descartes34, y Rorty lo bastante cáustico con su afirmación de la contingencia del yo: “la vida humana consiste en un volver a urdir —siempre incompleto, aunque a veces heroico —una trama así”35. Tienen una claridad y causticidad de notables consecuencias en la crítica del lenguaje como medio o puente entre sujeto y objeto; estructura, como se ha descrito, sobrecargada y desequilibrada. Pero si la Modernidad ha tenido éxito, ha sido en el afán de radicalizar el “decirlo todo” sobre las cosas y, en su seriedad al empeñarse en su cometido, hacer suyas la seriedad y la dureza de una existencia pauperizada a priori, como si su verdadero imperativo categórico hubiese sido: vacíate de modo que todo lo que pese en ti no sea tuyo. Esta situación es paradójica. La Modernidad es la época del peso, de la ley de la gravedad, de la objetividad, de la dialéctica totalitaria en la que todo en-sí ha de convertirse en un para-sí, de las grandes síntesis dispépticas. Y sin embargo, el sujeto por el que apuesta, el negador de su otro-yo diádico, es tan liviano que, de no autoestresarse con necesidades epistemológicas y prácticas, científicas y morales, ni la gravedad misma podría evitar que lo arrebatara el vacío que rodea la esfera sobre la que le tocó vivir.
El afán de explicitud conceptual y ligereza subjetiva son muy importantes para la caracterización de la espuma, esferología plural o aphrología36, el tercero de los momentos de la redescripción espacial propuesta por Sloterdijk. El espíritu moderno objetaría muchas cosas a su favor, encontraría simplificaciones desconsideradas e interpretaciones incorrectas en esta forma de considerarla. Pero el propósito de este momento del texto es hacer un diagnóstico de la Modernidad por sus resultados y lo que éstos significan para la reingeniería del concepto de espacio que Sloterdijk propone. Es un hecho que el siglo XX ha sido un período de “explicitud creciente”, de explicaciones que cada vez dejan menos a la imaginación, de alta tecnología, de preocupación por tener al aire como enemigo, o mejor, por el medio ambiente desde el punto de vista de su potencial destrucción por análisis hostiles de enemigos imprevistos, de construcciones cuya arquitectura demuestra la pérdida del centro y del peso, de desfondamientos. Por tanto, no se puede negar que estos asuntos surgen por la radicalización de los principios básicos de la Modernidad —objetividad y subjetividad—, ya sea por contraste, como se ha hecho al comienzo de este texto con Kant, ya por extracción de todas las consecuencias, como sucede en el caso del terrorismo, elemento de gran polémica que está al comienzo de la definición de la arquitectura espumidificada.
La introducción de Esferas III puede leerse con independencia del resto de la obra sin que pierda unidad. Lleva como título “Aerimotos”, palabra acuñada certeramente por Isidoro Reguera, traductor de la trilogía, abarcar el tema principal, que se puede resumir así: dado que desde siempre, los seres humanos han sabido de los terremotos —en alemán Erdbeben— y maremotos —en alemán Seebeben— como desastres por un repentino comportamiento de hostilidad insospechada de la tierra y el mar, independientemente de sus causas, los aerimotos —Luftbeben37— son desastres de imposibilitamiento de la respiración en los que la causa lo es todo porque su resultado es unívoco y busca siempre la aniquilación de quien sufre el ataque. Se puede decir, entonces que el aerimoto es un producto de explicitación de los medios de vida de quien lo sufre. Por eso, el proceso de explicitar fue efectuado por otro cuyas pretensiones bélicas no tienen interés en cumplir con ningún protocolo de honor ni de respeto por los derechos humanos. Está diseñado para hacer que la víctima sea involucrada en la conspiración contra su propia vida: al envenenar el aire por el tiempo suficiente y con la concentración tóxica adecuada, la inevitable necesidad de respirar hará que el aire, el propio medio ambiente del usuario inadvertido, termine por asesinarlo, convirtiéndolo en cómplice de su propia muerte.
Tanto la idea de aerimoto como los medios técnicos para llevarlo a cabo fueron productos de la Modernidad: el primero, por la necesidad predicativo-objetiva; el segundo, por el desarrollo técnico y científico; ambos, radicalizados por el pensamiento hiperpesado de la seriedad. Ser serio equivale a pensar que la vida es dura, que nunca es justa y que sobrevivir es un asunto de adultos de ceño fruncido. Con esto no se hacen valoraciones morales sobre el proceso cognitivo ni sobre la curiosidad que lleva a la ciencia tecnificada a interesarse en sus asuntos: la bomba atómica es tan amoral como los celulares, la fibra óptica, los antibióticos, la bolsa de valores y el ciclón-B, pero eso es precisamente lo que hace tan peligrosos al primero y al último de la serie citada, ya que no están interesados en las manos en las que puedan llegar a estar ni el uso que potencialmente se les quiera dar o realmente, con toda la realidad que preocupó a la Modernidad misma, se les dé.
Sloterdijk acuña entonces una definición de terrorismo que surge de esta preocupación de explicitación atmosférica: “el terrorismo no es un enemigo, sino un modus operandi. (...) El terrorismo es la explicación del otro bajo el punto de vista de su exterminabilidad (...) Es terrorista quien consigue una ventaja explicativa respecto a las condiciones de vida implícitas del contrario y las utiliza para la acción (...) Según su principio de actuación, todo terrorismo está concebido atmoterrorísticamente”38. No es del interés de la presente exposición la defensa de esta interesante definición de terrorismo: ya que se trata de una forma de actuar frente al que se ha declarado como enemigo y cuya eliminación es necesaria para que el sistema propio se conserve, no es posible asignarlo exclusivamente a una de las partes en conflicto. Sloterdijk mismo advierte que lo que importa de este extraño concepto-pseudosujeto llamado “terrorismo” es lo que se deja sin decir para que el temor que implica haga que los usuarios irreflexivos asuman por él todo lo horrible que se les pueda ocurrir. Lo que interesa aquí es que los modelos de ataque al medio ambiente, con las variantes de literalización de metáforas en el momento más crítico de la Segunda Guerra Mundial, revivieron el problema del espacio, la necesidad de la construcción de una cubierta protectora —autógena o fabricada, ahora da lo mismo —, e hicieron explícito, es decir, sacaron de la latencia o de la implicación, a la inmunidad: es decir, hicieron de la inmunidad un problema. Por el problema del reconocimiento de la falta de cubierta, demostrada con todo el poder de persuasión que le inhiere, los ataques al aire respirable señalaron la hora de una forma de espacio que, a todos los niveles de la inmunidad anímica y física, se ha propuesto a sí misma además como respuesta a la crisis de la pesantez, el centro y la carencia que, insistiendo en una expresión ya usada antes, no están tan superadas como olvidadas. La respuesta aphrológica al problema medioambiental y climático hace la apuesta por la ligereza, la informidad y la abundancia, a pesar —y, tal vez, precisamente por— los discursos actuales sobrecargados por los elementos modernos que se niegan a desaparecer.
El aspecto climático, del que poco se ha dicho hasta ahora, casi que pensándolo implícito en la noción de medio ambiente, tiene especial importancia para este momento de la esferología plural. El tópico del clima, el lugar común del que echan mano los que no saben qué decirse en una situación determinada, puede explicar la recurrencia anímica —inconciente, digamos —de querer estar cobijados que sienten todos los que atraviesan por cualquier incomodidad parecida al desamparo. Si no sabes qué decir, como aconseja Jane Austen en Sense and Sensibility, Pride and Prejudice o Emma, cien años antes de la explicitud y con la típica anticipación literaria, no te calles: ¡habla del clima!
La aphrología, pues, se caracteriza por un multitudinario esfuerzo en la construcción de esferas de intimidad, que funcionan como estructuras de climatización, inmunidad e intimidad, como respuesta autoprotectora frente a un más allá indeterminado del que lo mejor es no esperar gran cosa sin entrar en un pánico permanente, pues no se puede olvidar que la explicitud de los peligros atmosféricos ya ha oficializado la propensión a la paranoia. Puede notarse que, en lugar de haber una nueva metáfora del espacio, se trata del enriquecimiento del primigenio, acaso fundacional, espacio de intimidad bipolar autógena. Sólo que ahora se encuentra mucho mejor pertrechado, pero tiene mucho más de que preocuparse: comenzando por el propio prejuicio a su evidente riqueza. Ya no le basta su enfrente complementador en el que puede enajenarse mientras que el enlace, es decir, el espacio relacional, se sostenga. La poética de los espacios autógenos de Esferas I se enriquece, y el propósito de construcción de espacios íntimos también tiene ahora preocupaciones técnicas, arquitectónicas y lúdicas: es la hora de las islas antropógenas, del diseño de espacios interiores, de la ligereza del impulso hacia arriba, de la abierta rebelión contra la gravedad, de la apuesta por los espacios en suspensión.
Pero a este nuevo escenario aphrológico le resulta difícil enfrentarse a la abundancia que le rodea, abundancia tanto técnica como simbólica, hasta el punto de que los discursos conservadores, es decir, pesimistas y pauperizadores, que subsisten como formas de la pesantez centralizada moderna, siguen teniendo un increíble éxito: lo último que estarían dispuestos a aceptar los ciudadanos del siglo XXI es que viven en la abundancia, en una sociedad construida uterotécnicamente, con todas las virtualidades tecnológicas que contribuyen a la mímesis de aquel bienestar primigenio:
La razón de por qué el bloqueo funciona tan bien puede esclarecerse, en principio, mediante referencias socio-psicológicas: quien, en general, lo tiene sensiblemente más fácil se inclinará a apartar la mirada de los presupuestos que privilegian. ¿No pertenece a la definición de mimo por el bienestar el hecho de que se pueda guardar silencio sobre sus propias premisas? Efectivamente, si topara con sus límites, podría exigirse de quienes se regalan en esa situación de bienestar que recordaran las circunstancias ventajosas, o incluso que meditaran sobre su contenido moral. ¿No es característico de la vida en el lujo que pueda evitarse el embarazo de investigar su origen? Ahora puede dejarse que las dudas eventuales sobre su perpetuación simplemente se las lleve el viento. Como mejor se protege el lujo es negando que sea lujo: siempre quiere presentarse como satisfacción de la necesidad mínima39.
Mímesis uterotécnica que contribuye al mimo: hay que negar el estado de bienestar a toda costa, en una actitud de marcada hipocresía, para que las nuevas preocupaciones del lujo no se presenten en la dimensión que les corresponde: meras situaciones simuladas, virtuales, de autoestrés inducido. Que los seres humanos tengan ahora el privilegio de generar sus propias situaciones de potencial empobrecimiento pone de relieve la riqueza en la que ahora viven: “Pero ¿y si el acontecimiento filosóficamente relevante del siglo XX hubiera consistido en que todas las ficciones de realidad, adictas a la gravedad, fueron debilitadas por un momento explícito de impulso hacia arriba? ¿Si, en consecuencia, de lo que se tratara fuera de hacer profesión de aligeramiento como de una cesura evangélica?”40
No considero que Sloterdijk esté haciendo una apología de la riqueza o del capitalismo salvaje, que apruebe el estilo de vida del Primer Mundo sin tener en cuenta los problemas de desigualdad que se presentan en el resto del planeta, como si su filosofía fuera una que promoviera algún tipo de encomio a élites monetizadas, obsesionadas con la posesión inmoderada. A mi modo de ver, todas las circunstancias interpretativas erróneas del mundo contemporáneo se deben a la valoración pauperizadora de la abundancia en la parece que los seres humanos no se acostumbran a vivir o que quieren desestimar: el gran problema de la producción continua que obsesiona a la economía y da cabida diariamente en todos los medios de comunicación a los indicadores de la bolsa y al comportamiento económico de los países, es que está en manos de conservadores pauperizantes: el homo pauper se caracteriza “mediante una antropología profundizada de la carencia”41. Teniendo presente una consideración análoga de Fernando Vallejo42, se podría pensar que el antropoide pensante, obsesionado con la carencia, o mejor, el homo sapiens pauper, de la misma forma que el autor —colombiano a pesar de sí mismo y por sí mismo— lo llama homo sapiens mendax: como el requerimiento a la mentira para éste, la tendencia a ponderar la carencia para aquél son productos del uso tendencioso de la inteligencia. Como si hubiesen sido sobrevivientes de un desastre global —del que, de hecho simbólicamente, lo son: la muerte de la última gran esfera por un doble ataque de hipertrofia megalómana y de implosión por extrañamiento ha sido una catástrofe sobre la que no se ha reflexionado lo suficiente— los ciudadanos de las metrópolis uterotecnológicas virtualizadas acentúan siempre sus grandes posibilidades de acceder al lujo por las preocupaciones que el mismo lujo genera. Es hora de dejar el engaño: aún todos los problemas, malentendidos e injusticias surgen de un desajuste en el balance de las proporciones, debido a problemas de reparto o a posibilidades de accesibilidad negadas, de la abundancia y el confort disponibles. Mientras que la mentalidad conservadurista moderna controle la abundancia tecnificada —y este, por supuesto, es también un logro de la Modernidad—; mientras que no se acepte que el destino del siglo XXI es el de la masificación intensificada de la ligereza; que la producción económica continúe viéndose desde la perspectiva serio-pauperista, continuarán existiendo los monopolios —y ¿qué son, después de todo, los monopolios sino modelos concentracionistas de poder económico, político e interpretativo, herederos del antiguo geocentrismo?— y, con ellos, la restricción modernizante al acceso al confort que será impuesta, si no por prohibición, al menos a un precio inalcanzable para el poder adquisitivo promedio, o, como último recurso, y si ese acceso no se puede evitar, la antropología miserabilista le quitará su interpretación positiva: no se pensará entonces que los medios de facilitación de la existencia disponibles sino como nuevos y más complejos requerimientos indispensables.
Pero la aphrología, como ciencia de los espacios autógenos y multitudinarios de relación íntima fuerte, es ya un hecho en la sola aspiración al confort y a la ligereza —ligereza no sólo en la falta de la tradicional seriedad modernizante, sino en la provisionalidad orgánica y en la multiplicidad de opciones para establecer nexos—, en la búsqueda de entretenimiento autoestresante —y el éxito de los espectáculos deportivos como principios de rating y marketing, con su poderosa, fugaz y adictiva seducción, lo demuestra—, en el acceso por derecho a la salud y la educación —bienes a los que, a pesar de todos los problemas de gran formato que no podrán superar, no eran públicos hace tan poco como cien años—, en el nuevo modelo asilado, insular, por cierto muy simbólico, de los receptáculos seriales llamados apartamentos —que no aspiran a albergar a más de cuatro personas pero cuya apropiación tiene enormes variantes, al gusto del usuario—, en las relaciones humanas mismas. Es tiempo de mirar con mucho mayor detenimiento, aplicando la ciencia, sino de la risa, al menos de la jovialidad, a la espuma en todas sus particularidades y pluralidades morfológicas.
Como todo proyecto de largo aliento, la trilogía Esferas es muy ambiciosa y tiene unas proyecciones que deben obviarse en este acercamiento a sus elementos constitutivos básicos. Se han señalado los elementos fundantes de cada metáfora redescriptiva, la forma como un escenario biológico inicial se transforma, conservando una constante de apertura que, si quiere verse como un a priori, lo será en cuanto admita su disposición a ser resemantizada. Pero cabe hacerse una pregunta final que, de ser contestada insuficientemente, puede crear un caos interpretativo que podría hacer ver a la esferología como un enorme y genial delirio, y es, a la manera de los niños, cuya actitud es admirada en un célebre pasaje bíblico: ¿qué es, en síntesis, la esferología, admitiendo ya su estructura lingüística para la que —con palabras de Primo Levi —estamos biológica y socialmente predispuestos?
Ya que no se trata de invalidar lo hecho hasta el momento, sino de agregar una reflexión filosófica crucial, esta pregunta hace volver al escenario del gran ciclo crítico kantiano, y puede reformularse y enriquecerse así: ¿qué es la esferología: una teoría del conocimiento, una ética o una estética?
No hay que dejarse engañar por la estructura del proyecto ni ceder a la tentación de asignar a cada redescripción un momento específico: ya ha quedado claro en la introducción de este texto que, dado que el concepto kantiano de espacio es distinto, que su aplicación habla de otros ámbitos relacionales, las trilogías no pueden corresponderse en una relación directa: eso sería tanto como afirmar que Sloterdijk repite a Kant con otros medios, y es difícil suponer una interpretación más errada del concepto esferológico. A mi modo de ver, el enfoque esferológico tiene presente como un todo el resultado de cada crítica. Considero que, por lo que se ha dicho, la trilogía esferológica cumple con los requerimientos suficientes para poder considerarla, no cualquiera de las tres, sino más bien una notable síntesis.
La esferología es, pues, una teoría del conocimiento porque se preocupa por dar una explicación todo lo exhaustiva de la forma que adquiere el mundo relacional, de modo que se pueda contestar satisfactoriamente —sin importar que también sea provisionalmente —a las preguntas por la estructura del mundo y del yo; es una estética porque se trata también de una apropiación del espacio al habitarlo, una apropiación de las preguntas al formularlas, de modo que el poseer y el preguntar sean también, y a pesar de los miserabilismos, un gratuito gozar espacial que también es donador de sentido y simbolización; y es una ética ya que propone, por primera vez como un proyecto plausible, no tener que cumplir con el requerimiento de responder a una posición exterior-contractualista, en el sentido de verse en la obligación de estar a la izquierda, a la derecha o en el centro, con todas las incomprensibles variantes que entre ellas se puedan inventar: la esferología en su interpretación ética exige la disposición a un poder, que también es un querer, estar dentro, en una relación vinculante-cobijante:
Hablar de las esferas no sólo significa, pues, desarrollar una teoría de la intimidad simbiótica y del surreaismo de la pareja. Es verdad que a teoría de las esferas comienza, por su objeto, como psicología de la formación interior de espacio a partir de correlaciones dúplice-únicas, pero se desarrolla necesariamente hasta convertirse en una teoría general de los receptáculos autógenos. Ésta suministra la forma abstracta de todas las inmunologías. Bajo el signo de las esferas se plantea al final también la pregunta por la forma de las creaciones políticas de universo en general43.
En su proyecto Esferas, Peter Sloterdijk propone, visto así, una poética del espacio que es una autopoiesis al mismo tiempo que una esferopoiesis. Como si, implícita pero insistentemente, advirtiera que la Filosofía necesita ahora más que nunca de la que, desde Platón y a pesar de Platón mismo, es la disposición intelectual que permite pensar que también Ella necesita de un espacio autógeno diádico para poder reconocerse.
Fecha de recepción 11 de marzo de 2011
Fecha de Aceptación 15 de mayo de 2011
1 Cf. KrV, §§1-6
2 Cf. KrV, Deducción Trascendental, §§15-21.
3 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 85.
4 Ibíd.
5 Cf. Suárez Molano, José Olimpo. Richard Rorty: el neopragmatismo norteamericano. Editorial Universidad de Antioquia. Medellín. 2005, pág. 158-60.
6 Así, si un edificio construido tiene importancia para un grupo, es por lo que significa para la colectividad: así, Pirámides y Casa Blanca, Panteón y San Pedro, Notre Dame y Agia Sophía.
7 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 51.
8 Ibíd. 57.
9 Ibíd. 67.
10 Cf. Sloterdijk, Peter. Esferas II. Globos. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2004, pág. 78-86.
11 Ibíd. 14-42.
12 Cf. en especial Ibíd. 30-6.
13 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 317.
14 Cf. Ibíd. 2003, 348-54 y 375-7.
15 Conviene hacer una aclaración adicional a este difícil pasaje de la trilogía. La simple apreciación estilística del capítulo 5 y los pasajes que el filósofo dedica a la “Atlántida íntima” que es el vientre materno debe admitir su gran fuerza evocadora (véase particularmente el pasaje 320-30), pues aunque Sloterdijk advierte que “no podemos poner por escrito lo que somos al comienzo”, no por ello deja de hacer una admirable suposición. El tema causa formas de rechazo que van desde la desacreditación —que no ve un tema filosóficamente relevante— al asco —que ve el tema intratable e inabordable—, pero Sloterdijk lo encara describiendo la situación con un estilo sorprendente. Un sólo ejemplo de su poética intimista es que trata de superar la aversión que provocan los nombres anatómicos “cordón umbilical” y “placenta” sustituyéndolos con dos referencias posicionales de influencia heideggeriana: respectivamente con y también. Sin embargo, las particularidades temáticas y estilísticas del capítulo merecen un tratamiento detallado que no es posible darles en este artículo. Baste decir que esta poética del espacio íntimo es una apología de la estructura dual y de apertura originaria crucial para la propuesta esferológica.
16 Génesis, 2,7.
17 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 47.
18 Ibid. 48.
19 Una excelente reflexión sobre el nexo entre neopragmatismo y lenguaje se puede encontrar en Suárez Molano, José Olimpo. 2005, 101-74.
20 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 57.
21 Milton, John. 1909, 170. Traducción propuesta.
22 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 57.
23 Ibíd. 2003, 487.
24 Ibíd. 543.
25 Ibíd.524.
26 Sloterdijk, Peter. Esferas II. Globos. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2004, pág. 106.
27 Ibíd. 2004, 477.
28 Ibíd. 478-9.
29 Levi, Primo. El sistema periódico. El Aleph Editores. Barcelona. 2004. Trad. Carmen Marín Gaite. pág. 150.
30 Sloterdijk, Peter. 2006, 75-84.
31Vásquez Rocca, Adolfo, "Peter Sloterdijk: Temblores de aire, atmoterrorismo y crepúsculo de la inmunidad", En VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, Peter Sloterdijk; Esferas, helada cósmica y políticas de climatización, Colección Novatores, Nº 28, Editorial de la Institución Alfons el Magnànim (IAM), Valencia, España, 2008. 221 páginas | I.S.B.N.: 978-84-7822-523-1
32 Hume, David. Tratado de la naturaleza humana. Ediciones Orbis S. A. Barcelona, 1984. Trad. Félix Duque., 885-8. El pasaje 175-92 es una crítica jovial del concepto de causalidad.
33 Lo que significa que no se está pensando en un agregado consecutivo de cantidades idénticas, sino de grupos de cantidades idénticas; no es una suma sino una potencia, que expresa con énfasis la idea de la sobrecarga repentina
34 Cf. Suárez Molano, José Olimpo. 2005, 39-42.
35 Rorty, Richard. Contingenia, ironía y solidaridad. Paidós. Barcelona. 1991. Trad. Alfredo Eduardo Sinnot. pág. 62.
36 La palabra proviene directamente del griego V, espuma.
37 Cf. Sloterdijk, Peter. Esferas III. Espumas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2006, pág. 75.
38 Ibíd. 88-9.
39 Ibíd. 523.
40 Ibíd. 529.
41 Ibíd. 531.
42 Vallejo, Fernando. Manualito de imposturología física. Aguilar. Bogotá. 2005, pág. 11.
43 Sloterdijk, Peter. Esferas I. Burbujas. Trad. Isidoro Reguera. Ediciones Siruela. Madrid. 2003, pág. 64-5.