Observaciones Filosóficas - Música, lenguaje y filosofía; inquietudes de umbral entre Franco Zeffirelli y la Escuela de Frankfurt
En
el presente trabajo quisiera aproximarme a ensayar una inquietud para
un futuro camino de investigación, quizás, o al menos para plantear
en algunos interrogantes sugeridos en los márgenes de la Escuela de
Frankfurt alguna nota para futuras indagaciones. O simplemente, dejar
expuesta la pregunta con la que he abordado este trazado histórico y
nutrido en el través por esa escuela singular que es la Escuela de
Frankfurt.
Para ello, para plantear esta inquietud en y desde los márgenes de esta corriente, quisiera proponerme una pregunta clave. Clave, no por ser una pregunta típica del neomarxismo de Frankfurt ni tampoco por haber tenido desarrollos al interior del mismo en alguno de sus autores en particular, sino más bien clave porque es una pregunta no formulada explícitamente al interior de Frankfurt pero que tampoco es ajena a sus problematizaciones. Y pregunta clave, quizás, porque se desplegó con cierto sentido en las tangentes de Frankfurt, en cierto compás de espera marginal entre algunas inquietudes estéticas de W. Benjamin y T. Adorno, y clave porque la misma pregunta es abordada desde el barrio vecino a la Escuela de Frankfurt: la filosofía hermenéutica de H.-G. Gadamer. Si fuere posible, abordaré esa pregunta también en los márgenes, no sólo en los umbrales de pensamiento entre Benjamin, Adorno y Gadamer, sino también en el umbral entre filosofía y arte, específicamente, entre la pregunta que enuncio (sobre las posibilidades del lenguaje musical) y la puesta en discurso de la misma en un texto cinematográfico, específicamente en el film Callas forever, de Franco Zeffirelli.
Tal pregunta, entonces, vendría a enunciarse de este modo: ¿es la música un lenguaje? En la generalidad de la pregunta, y aún con varias respuestas ya elaboradas desde las teorías estéticas y desde la musicología, quisiéramos redoblar tal interrogante en otros, tales como: ¿hasta dónde es posible pensar la música como un lenguaje?... ¿Es la música un lenguaje meramente espiritual?... ¿Es la música un lenguaje ofrecido como conjunto de textos interpretables?... ¿Qué modo de pensamiento impulsa y desarrolla el lenguaje de la música? Si estos interrogantes pudieran encontrar algún faro sin certezas acabadas, me encantaría formular otra inquietud que es con la que comenzó la búsqueda de este texto: el lenguaje de la música ¿se preserva en su aura, en su espiritualidad, o en la posibilidad de una experiencia interpretable e infinitamente inagotable? Quizás, en el rodeo de esta última pregunta encontramos cierto punto de apoyo en un texto cinematográfico específico: Callas forever, de Franco Zeffirelli.
¿Por qué tomar una inquietud marginal de quien fuera, quizás, un autor prácticamente marginal a la Escuela de Frankfurt, como lo es Walter Benjamin? Precisamente por esa resonancia en las orillas, por esa pregunta en los márgenes, y no en la consideración de que el neomarxismo heredero del idealismo alemán no tenga aportes que dar a nuestra actualidad, hoy, aquí y ahora, en el orden del pensamiento, el arte y la cultura. Sino porque, precisamente, la pregunta por el arte fue una inquietud que al interior del círculo de Frankfurt, al menos la primera generación, se desplegó marginalmente, sobre todo en los estudios e investigaciones de Walter Benjamin (1892-1940) y Theodor Adorno (1903-1969) y, en ambos casos, en la periferia de los desarrollos de la teoría crítica que irían conformando el corpus canónico, por así decirlo, de la Escuela de Frankfurt.
En tal sentido, veamos primero cómo se desarrolla la pregunta por el lenguaje en algunos escritos de Walter Benjamin. En una clara adhesión a la interpretación del lenguaje como verbum dei, como Verbo de Dios, en la tradición a medio camino entre la Cábala y el cristianismo, Benjamin traza bocetos para una teoría del lenguaje adscribiendo a la tradición mística de los Padres de la Iglesia y los preámbulos de la hermenéutica filosófica afirmada a posteriori pero, ya en su época, a medio trazarse entre la hermenéutica romántica o filosofía del espíritu y la fenomenología husserliana y su resonancia directa en M. Heidegger (1889-1976) y su crítica a la metafísica. Por lo mismo quizás, por pertenecer a un período de tránsito entre las teorías hermenéuticas de la interpretación de textos y la rehabilitación del problema del lenguaje, es que Benjamin suscribe a una de las más caras tradiciones interpretativas de Occidente: la comprensión del lenguaje como verbo divino, como palabra de Dios revelada a los hombres y fundadora de sentido y realidad, creadora de mundo. Veamos cuáles son los supuestos fundamentales con los que Benjamin nos da a pensar el problema del lenguaje como verbo, como acción espiritual.
Ante todo, para Benjamin toda manifestación de vida es lenguaje, las cosas tienen un lenguaje mudo que los seres humanos, dotados de espiritualidad, pueden interpretar y traducir, enunciar en lenguaje comunicacional. Según esta consideración, toda comunicación de contenidos espirituales es lenguaje, cada expresión es lenguaje, pues la lengua comunica la esencia espiritual de lo que “se es”, postulado con el que Benjamin se anticipa a los posteriores desarrollos de la hermenéutica filosófica, pues enuncia explícitamente: “lo que en un ser espiritual es comunicable es su ser lingüístico”1. Casi como en un eco prologal a lo que varias décadas después Gadamer enunciaría acerca del dasein aquello de que “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”2.
Esta afirmación de la condición espiritual del lenguaje, implica a su vez que “cada lengua se comunica a sí misma”, sea en el modo de expresión que sea. Pero esta condición se confirma en la condición humana, en la “esencia” propiamente humana y que se sitúa en otro plano que el modo de ser de las cosas: “la esencia lingüística del hombre es su lengua. Es decir que el hombre común comunica su propia esencia espiritual en su lengua”. Si esto es así, ¿qué posibilidades presentaría esa creación humana que es la música, para ser considerada un lenguaje? Benjamin no aborda esta pregunta, por limitar el problema del lenguaje a un tema específicamente de comunicación de la esencia y espiritualidad humanas. Sin embargo, la música no deja de ser quizás un lenguaje espiritual. Pero sigamos con las inquietudes de Benjamin sobre el lenguaje sonoro de las palabras, el lenguaje articulado.
¿Conocemos otras lenguas que nombran las cosas? Esta pregunta responde a la afirmación benjaminiana de que la esencia lingüística del hombre es nombrar las cosas, y en esto es claro el legado platonista del lenguaje como convención de signos según la cual el hombre atribuye nombres a las cosas. Pero ¿por qué el lenguaje nombra las cosas? El hombre, por y a través del lenguaje, nombra las cosas y eso se revela en el conocimiento y quizás también en el arte. Y allí la articulación que haremos con una doble expresión del lenguaje: en el arte de la música, y en el arte del cine. El hombre se reconoce como atravesado de lenguaje en la capacidad humana de nombrar, de dar palabras a las cosas, y con ello, de traducir su experiencia del mundo en el lenguaje, en los lenguajes.
¿Cómo se comunica el hombre? Sólo el hombre tiene “lengua perfecta”, en universalidad e intensidad. Esto supone afirmar que, más allá de la concepción burguesa que sostiene que el medio de comunicación es la palabra, tenemos esta dimensión del lenguaje que expresa su posibilidad en la capacidad de dar nombres a las cosas, y con ello, en poner en palabra su espiritualidad, pues “en el nombre, el ser espiritual del hombre se comunica con Dios”. Esta identidad entre ser espiritual y lenguaje está en el concepto de “revelación”: el contraste entre lo expresado y lo expresable con lo inexpresable y lo inexpresado, esto sería lo que refleja la intocabilidad del verbo, que se declara en el nombre y se expresa como revelación en una condición de finitud según la cual buscamos superar en cierta dimensión de infinitud, o de lenguaje inefable.
De este modo, Benjamin nos aporta ciertos supuestos prácticamente categóricos: entre ellos, que la lengua de las cosas es imperfecta, y que las cosas son mudas, no poseen la cualidad del sonido. Por ello, la lengua es lo que crea y lo que realiza esa dimensión sonora del hablar, es el verbo y el nombre por el cual toman sonoridad las cosas que se nombran. En esta concepción, toda lengua humana es reflejo del verbo en el nombre. Por ende, el nombre es al verbo como el conocimiento a la creación, es decir, son como espejos rotos de la participación humana en la infinitud divina, por tanto el hombre opera por traducción de la lengua de las cosas a la lengua de los hombres. Y allí encontramos un aporte interesante a nuestros fines, con el concepto de “traducción”, pues tal actividad sería la “trasposición de una lengua a otra mediante una continuidad de transformaciones”. La traducción consta del proceso de inteligibilidad de la lengua de las cosas a la lengua de los hombres, de lo mudo a lo sonoro, de lo que no tiene nombre a lo que sí lo tiene. Según esta operación del espíritu, el conocimiento que los hombres tenemos de las cosas está fundado en el nombre, y ello implica tres premisas que sostienen que: a) el hombre hace de la lengua un medio, b) del pecado original nace el juicio y c) el origen de la abstracción (facultad de especificidad lingüística) está en el pecado original. En definitiva, toda lengua traduce su conocimiento del mundo en la posibilidad de dar nombres, de asignar desde su ser espiritual nombre a las cosas, proceso infinito que se desarrolla hasta que se despliega la palabra de Dios, que es la unidad de este movimiento lingüístico.
Sin entrar en consideraciones específicas sobre la teoría estética de T. Adorno, que rebasaría en creces el alcance y propósito de este trabajo, es preciso detenernos en las consideraciones de Adorno sobre la música y su relación con el lenguaje y la filosofía.
En el caso de la música con relación al lenguaje, Adorno realiza una demarcación entre los ámbitos diferenciándolos no como inconmensurables, pero sí como distintas instancias de expresión y realización humana. Algunos enunciados formulados por Adorno vendrían a sostener que, primero, la música es semejante al lenguaje (pero no es lenguaje) porque es sucesión temporal de sonidos articulados (y no es lenguaje porque no constituye un sistema de signos, no tiene referencia a un ámbito de conceptos, estrictamente). La música produce, a su vez, una “segunda naturaleza”, produce lo que se corresponde, y media, entre subjetivismo y cosificación. La música, por otra parte, aspira a un lenguaje (de símbolos y sonoridades) sin intenciones, aunque significativa. Entonces, se produce una dialéctica entre intenciones expresadas musicalmente y manifestaciones del lenguaje por sí mismo: “ser musical es interiorizar las intenciones relampaguentes sin perderse en ellas, refrenándolo. Así se forma el continuo musical.”3
Así como Benjamin apunta el concepto de traducción para sus pensamientos sobre el lenguaje, Adorno nos posiciona respecto del lenguaje con relación a la interpretación: y es que a la interpretación la exigen tanto la música como el lenguaje. La interpretación del lenguaje consta de entenderlo, la interpretación de la música es ejecutarla (tocar es “hablar su lengua con corrección”)4. Interpretar música, dice Adorno, ejecutar una obra es una praxis mimética en la que se abre la música como imaginación muda o lectura silenciosa. La diferencia entre música y lenguaje no se explica por sus rasgos singulares sino por el todo de una composición, por su tendencia o estilo al que aspira en su expresión y por su cercanía o proximidad al acontecimiento de inmediatez de lo absoluto: “El lenguaje significativo quisiera decir el Absoluto a través de la mediación… en cambio la música lo encuentra inmediatamente”5.
La música también es mediación (ahí es semejante al lenguaje) aunque su mediación se desarrolla por una ley diferente a la del lenguaje significativo y articulado en palabras, no por los significados sino por su absorción por un contexto que salva su significado: “la música rompe sus intenciones dispersas con su propia fuerza y las deja reunirse para configurar el nombre”6. Como vemos, la cercanía entre Adorno y Benjamin no sólo se da en el valor asignado a la capacidad del lenguaje como posibilidad de dar nombres, en el marco de la teoría del convencionalismo lingüístico, sino también en la manifestación del arte como experiencia irrepetible de una lejanía, quizás, de un aura… o de un acontecimiento de infinitud que se produce en la inmediatez de lo Absoluto. Y que se preserva, de cualquier modo, en el enigma.
La música no tiene trama de sentido, dice Adorno, sino que consta de evocaciones no siempre intencionales o comunicables. Más aún, la música linda con lo comunicable pero no se agota en las intenciones: en la lógica de la ejecución musical, la interpretación musical, lo que cuenta es el contenido, lo que sucede en el mismo fluir de la música, y ello porque las formas musicales, las estructuras de las obras, “son su propia determinación, como la de algo espiritual”7.
De este modo, la música se determina a sí misma, y es una forma verdadera del conocimiento para sí misma y para los conocedores de este arte. De ello consta su carácter de “intraducibilidad”8 y su condición de enigma, precisamente, pues en su ejecución y devenir (en su interpretación en acto) la música es un enigma insondable cuyo sentido no es posible traducir del todo, describir, justificar, comprender desde la racionalidad lógica, instrumental, inteligible, desde el lenguaje humano, en suma.
Dice Adorno: “la música mira con ojos vacíos a quien la escucha, y cuanto más profundamente se sumerge uno en ella, más incomprensible resulta lo que ella deba ser, hasta que uno aprende que la respuesta, si es que una respuesta así es posible, no yace en la contemplación, sino en la interpretación: es decir, que sólo resuelve el enigma de la música quien sabe tocarla como un todo (…) Destacar el carácter enigmático de la música seduce para preguntar por su Ser, mientras que al mismo tiempo el proceso que condujo hasta ahí prohíbe la pregunta. La música no posee su objeto, no domina el nombre, sino que depende de él, y con ello apunta a su propio hundimiento”9.
En su hermenéutica filosófica, H.G. Gadamer (1900-2002) postula la posibilidad humana de la compresión –el norte de su propuesta- por la relación intrínseca entre lenguaje e interpretación, entre palabra y texto. Es la posibilidad de los hombres por comprenderse a sí mismos en una experiencia con la alteridad y con lo que les es más propio a la finitud humana: el lenguaje. Gadamer profundiza en el ser-ahí acuñado por M. Heidegger y postula que hay que buscar su comprensión en la experiencia del arte y la experiencia histórica, y que es una comprensión que excede el lenguaje conceptual: “la obra de arte, aunque se presente como un producto histórico, y por tanto como posible objeto de investigación científica, nos dice algo por sí misma, de tal suerte que su lenguaje nunca se puede agotar en el concepto”10.
En tal sentido, más que hablar de un “ser para la muerte”, Gadamer desarrolla en el conjunto de su obra filológica-filosófica la noción del “ser para el texto”, como noción según la cual por el lenguaje comprendemos a partir de los intentos reiterados por sumergirse en algo con alguien, por exponerse a la experiencia del otro, lo otro, en un diálogo vivo y verdadero. Tal experiencia dialogal hace posible la emergencia de lo que él denomina como “potencial de alteridad”, o aquello que está más allá de todo consenso en lo común, que nos excede y, por lo mismo, se preserva en el enigma.
En el marco de esta teoría para la comprensión, y haciendo pie en la noción de interpretación, Gadamer postula la posibilidad de la misma en tanto ejercicio y experiencia de relación con el texto. Y entiende por texto todo aquel conjunto o tejido de símbolos, significados y sentidos a ser develados, construidos y transformados en una obra, diálogo, libro, etc. Así, un texto sólo se presenta a la comprensión en el contexto de la interpretación y aparece a su luz como una realidad dada”11. La relación con el “texto” se ubica al interior de –al menos en Occidente- tres tradiciones interpretativas: en la tradición eclesiástica, un “texto” es aquel escrito cuya interpretación se realiza en la predicación y el magisterio eclesial, como fundamento para la exégesis a partir de ciertos presupuestos dados en el texto mismo; en la tradición musical, un “texto” es el mapa u hoja de ruta para la ejecución vocal o instrumental, esta vez sin todo el componente de presupuestos que los de un texto eclesial, sino como un conjunto de símbolos dables a un juego infinito de interpretaciones ulteriores; y en la tradición jurídica, a su vez, el texto es el escrito legal que se somete a discusión y revisión en función de su interpretación y aplicación permanente.
En la tradición filosófica hermenéutica, “texto” sería algo que debe ser legible: para ello es preciso que algo presente o contenga una (potencial) manifestación audible, en el caso del texto musical, y que sea un (potencial) desciframiento para que la comprensión sea tal, en el caso del texto escrito. De este modo, “texto” es lo que está allí dado a leer, para ser comprendido, y que pasa a ser un objeto que está ahí para ser traducido –interpretado- en la lengua (la percepción, posibilidades, experiencias) del lector –interprete-.
A su vez, Gadamer realiza una analogía entre texto y diálogo, entre la experiencia de leer e interpretar, y la experiencia de hablar con otro, con un tú que nos afecta desde la alteridad. De la misma manera que el diálogo, que busca el acuerdo mediante afirmaciones y réplicas, preguntas y gestos, de la misma manera un texto escrito es un texto dispuesto a ser abierto, es un horizonte de interpretación y comprensión que el lector habrá de llenar de contenido, de esto consta la experiencia de la interpretación. Así, interpretar es permitir una “vuelta al texto”, a lo que se da allí en ese tejido de símbolos y contenidos como algo idéntico a sí mismo y dotado de sentido. La tarea de quien lee, entonces, en tanto intérprete, es la de hacer hablar nuevamente, siempre y cada vez, al texto. Por ello, leer y comprender significan restituir el contenido de lo interpretado a su autenticidad original, renovando su sentido en cada lectura, en cada interpretación.
Así, se da una relación que va desde texto e interpretación a la tríada texto – interpretación – lector (intérprete): el intérprete “debe superar el elemento extraño que impide la inteligibilidad de un texto. Hace de mediador cuando el texto (el discurso) no puede realizar su misión de ser escuchado y comprendido. El intérprete no tiene otra función que la de desaparecer cuando se logra la comprensión. Por eso el discurso del intérprete no es un texto, sino que sirve a un texto.”12 Ello constituye la denominada por Gadamer como una experiencia de “fusión de horizontes”: en la interpretación (lectura y/o ejecución) se resuelve la tensión entre el horizonte del texto y el horizonte del lector o intérprete. Y de alguna manera, esta fusión horizóntica en el caso de la interpretación musical, se corresponde o es análoga con la interpretación literaria: allí el intérprete aborda un lenguaje mediador entre lo que sucede y el texto que está ahí, abierto a su infinitas posibilidades de interpretación. En tal caso, son interpretaciones que obran en virtud de la memoria del poeta, del cantor, como si “estuvieran escritos en el alma”13, y que ponen en obra una palabra verdadera que le da sonoridad y melodía al discurso, al contenido desplegado en ese texto.
Por ello, el texto de la obra no se hace efectivo sino en el acto mismo de darse a leer, a oír, a ser comprendido. Este acto de leer, de dejar hablar al texto, es lo que Gadamer denomina como “construcción” o gebilde, “transformación de la forma” y “transformación en construcción”: aquella experiencia según la cual se construye algo que no está a partir de lo que viene o habla en el texto, por esa lectura y comprensión, el intérprete actualiza el modo de ser mismo del texto, su sonido y sentido, su modo de ser.
Hechas estas consideraciones hermenéuticas de dos exponentes de la Escuela de Frankfurt, con sendas inquietudes marginales sobre la música y el lenguaje, y del principal exponente de la filosofía hermenéutica, y su inquietud por el arte y el lenguaje como posibilidades de comprensión de la experiencia del dasein, veamos si es posible plantear un diálogo entre estos pensamientos y una situación específica de una escena cinematográfica sobre el lenguaje de la música y su interpretación.
En Callas Forever (2002), Franco Zeffirelli (1923- ) reconstruye uno de sus momentos compartidos con la soprano María Callas (1923-1977) hacia el final de su vida. En el film, encontramos al productor Larry Kelly (Jeremy Irons) llegando a Paris con un grupo de rock y buscando a su amiga de siempre, la soprano María Callas (Fanny Ardant), que se encuentra encerrada y depresiva en su departamento. La diva no sólo que ya no realiza conciertos sino que ha ido perdiendo gradualmente la voz. En estas condiciones, Larry le acerca su proyecto Callas Forever, que consta de grabar películas con la misma actuación de la soprano pero haciendo playback, es decir, utilizando las pistas sonoras registradas en audio en los mejores años de esplendor de la soprano, durante su juventud. Así las cosas, Callas accede tímidamente a la propuesta, empezando por hacer una filmación exquisita de la ópera Carmen (Bizet). Con esta producción, la cantante recupera la dimensión vital, existencial y mística de su relación con la música, evocando lo maravilloso que sonaba su voz a los veinte años y renovando la experiencia de construir una obra colectiva con perfeccionismo, belleza y amor. Sin embargo, pocos días después del pre-estreno de Carmen, Callas le pide a su productor no continuar con el proyecto (que proseguiría con la filmación de La Traviata, de Verdi), es más, le ordena explícitamente destruir la cinta fílmica de Carmen. En su lugar, propone filmar Tosca (Puccini), pero la negativa es básicamente la misma: si filma Tosca, deberá ser en sus condiciones actuales, con la voz arruinada de sus años cincuentones, y en todo caso, lo que no permitirá es hacer de la obra un fraude que simule una voz perfecta para una voz perdida. Callas se niega a que sus obras reflejen algo que ella no es, y ella es María Callas, la que alguna vez de joven fuera una voz prodigiosa, fantástica, y por lo mismo, no puede alterar la producción de su obra actual con la apariencia de lo bello que fue sino renovando lo que queda del tiempo: sus dolores, quebrantos, pérdidas, sueños rotos en una voz quebrada por una experiencia de amor.
Desde la óptica planteada por Benjamin, podríamos decir que el film de Zeffirelli no nos sitúa en una relación con el lenguaje cual emanación del verbo divino. Sin embargo, se dan algunas cosas que podemos considerar en confirmación de las hipótesis del pensador judeo-alemán. Por ejemplo, la condición del lenguaje para dar nombres a las cosas, tales nombres como el mismo nombre propio de la diva, pues María Callas nació como María Anna Cecilia Sophia Kalogeropoulus, y al promediar el fin de sus días, la soprano no se reconoce en su nombre de soprano famosa por su talento singular, tampoco en su nombre de nacimiento, más bien se pregunta quién es y por qué no habrá deseado vivir siendo simplemente una mujer, más que un nombre, el nombre de una diva.
A su vez, María es la primera que le da nombre al engaño de grabar en playback, esa palabra que viene circulando desde el comienzo del film y que nadie se atreve a pronunciar: vender un producto de imagen grabado hoy con el audio grabado de ayer no es otra cosa sino fraude, un engaño al público que ama la ópera, que admira a María Callas y que ha tenido una experiencia estética con su talento de hace tiempo.
Por otra parte, la misma experiencia de retomar la actividad musical llevando una ópera a una película es lo que restituye no sólo la relación afectiva de amistad incondicional entre María y Larry, sino también la renovación espiritual entre lo que fue la producción maravillosa de una voz única y lo que es el presente entre las ruinas de ese legado de sí misma. En ese doble juego de reencuentros, lo que emerge en el film es la condición evanescente de la música y su capacidad de ser traducida en el lenguaje cinematográfico desde el lenguaje musical. Pero también en ese juego emerge una doble característica señalada por Benjamin: por un lado, las posibilidades del lenguaje (articulado y musical) para expresar cierta esencia o modo de ser espiritual de la obra de arte y su puesta en interpretación musical –discográfica y cinematográfica-, y por otro lado, la emergencia del aura de la obra como presencia de esa lejanía de la verdad de la obra, aquella que no puede ser capturada por todos los medios de producción y reproducción técnica, que no es aquella condición de enigma y encanto de la obra que tanto evoca y preserva Callas cuando afirma la necesidad de destruir Carmen, no sólo por no reflejar la actualidad de su talento vocal, sino también por no exponer la verdadera manifestación de la obra, en su devenir tal y como sucede en la construcción lograda por el montaje sin alteración del registro vocal. La decisión de Callas conduce a bancarrota al productor musical, sin embargo, ambos acuerdan conceder a la obra la palabra única de ser tal como es, de no ser presentada en una representación que adultera la voz original por la voz del pasado de la diva.
En términos de Adorno, Callas forever expone la relación entre música y lenguaje, sin abordar ningún esquema conceptual sobre la misma sino directamente ofreciendo esa relación en carne viva en el cuerpo y la experiencia de su protagonista. En efecto, María Callas habita su dolor en el corazón de su memoria, de la memoria de una carrera musical atravesada de y quebrada por heridas de amor. En este sentido, Callas tensiona el mundo de sus palabras en relación directa al mundo de su música, y las palabras de las obras que interpreta, logrando así lo que en el film parece ser su vía de expresión más acabada y su modo (casi exclusivo) de realización de sí misma, en la realización de su modo de ser o subjetividad (esa María Callas en su propio personaje de sí) y de expresarse a través y con el lenguaje de la música.
Por otra parte, advertimos en el trabajo de Callas con la música, esa atención detenida y estrictamente cuidadosa del conjunto de sentidos e intenciones que constituyen cada obra en particular: en efecto, con cada interpretación lograda de Callas se deja ver en el film la relación personal con el personaje principal de la obra, con los otros personajes, con el contenido musical y literario y con el todo del texto operístico (situaciones, dramas, vestuarios, gestos, épocas, tradiciones, símbolos, etc.).
De este modo, con María Callas vemos un cuidado estrictísimo del concepto de interpretación como ejecución de la obra musical en su mayor perfección y representación en escena, a partir de profundos trabajos de reflexividad consigo misma y con sus experiencias o deseos reflejadas en cada ópera, en cada fraseo lírico y musical que van entramando el cuerpo total de la obra como un todo único y singular, con un sentido propio. No otra cosa sino esa interpretación es lo que Callas reivindica y defiende de manera acérrima negándose a la reproducción de una interpretación actual falseada por una interpretación pasada, y por ende, engañosa. Y no otra cosa sino ese cuidado devoto de la interpretación es lo que vemos en su deseo de filmar y producir Tosca con las condiciones actuales de su voz y su talento: ejecutar Tosca en y desde María Callas, tal como hoy es, en su mayor integridad y con la mayor autenticidad posible, aún a riesgo de decepcionar a un público enamorado de su brillo juvenil de tiempos pasados.
En este vínculo existencial y espiritual de María con sus interpretaciones, advertimos una experiencia quizás no metafísica (no vinculada a algún absoluto trascendental) sino más bien una búsqueda de sí misma en ejercicios de mediación: a través de las óperas interpretadas, María Callas encuentra modos de expresar no sólo sus estados de ánimo sino sus vivencias afectivas, sus miedos y fantasmas, sus desolaciones y tormentos, sus esperanzas y deseos de vivir y encontrar, algún día, un nombre propio aún en la rasgadura de la que fuera su propia voz. Experiencia de mediación entre la subjetividad y la obra que aquí se presenta, tal como ella argumenta ante su productor, como la experiencia irrepetible de un enigma insondable, incapaz de ser traducido en los simulacros tecnológicos de una voz remota superpuesta al acontecimiento actual de la obra que es, que deviene, que construye consigo mismo.
En suma, María Callas sería un modelo de ejemplaridad, diría Adorno, según el cual una obra se preserva en su ejecución musical propendiendo a su interpretación más correcta posible y cuidando su enigma preservando el encanto y las formas de las estructuras que la determinan en sí misma, que hacen ser a la obra lo que es, y que es aquello que se preserva (y que Callas atesora) en el enigma evanescente y transformador de su propia (y devotamente cuidada) interpretación.
Si tenemos que abordar el film desde la filosofía hermenéutica, básicamente podríamos conjeturar que, en este caso, Zeffirelli expone con vehemencia la relación humana de intérpretes con aquella condición del ser de la obra, y de esta relación en tanto “ser para el texto”. Es decir, a lo largo de la trama del film encontramos innumerables gestos en y por los cuales la obra se considera no literalmente como un texto, hermenéuticamente hablando, pero sí como ese conjunto de sentidos con vida propia que debe ser considerado y cuidado en su interpretación siempre inagotable.
La película nos expone permanentemente el cuidado que amerita toda obra de arte, esté o no esté en circulación comercial, y esto se refleja claramente por cada vez que encontramos o a Callas o al productor no sólo atesorar el buen cuidado de la obra, sino también en el reencantamiento que la pre-producción de cada obra produce en Larry y en los ensayos rigurosos y apasionadamente perfeccionistas con los que Callas se entrega a la puesta en realización de Carmen. Y ambas experiencias no son sino modos de preservar el “potencial de alteridad”. Toda la película presenta este cuidado por la obra, como obra expuesta a su interpretación (como texto) y como un conjunto de sentidos todos plausibles y necesariamente trabajados con perfeccionismo y rigor, pero también como lo que excede esos sentidos trabajados y desarrollados por sus intérpretes.
Callas forever nos muestra la necesidad de “dejar hablar el texto” en todo el film, y muy especialmente en aquella penúltima escena de diálogo entre María y Larry. La escena comienza en su habitación de hotel, sobre la frustración por realizar Tosca, y continúa sesuda y meditativamente en el paseo por el parque. En ese diálogo, María se obstina en preservar aquello de la experiencia con Carmen que no puede reducirse a la técnica del playback, y así preserva la condición textual de la ópera por ser aquello siempre reinterpretable y, en cada vez, reconstruida por sus hacedores e intérpretes. Cuidado y preservación que, en su caso, exceden la negativa a ser grabada con la voz de joven en la actuación actual simulando la voz tal como es.
De este modo, María Callas instala la inquietud por la obra de arte como aquello que viene y nos transforma y no se deja capturar en nuestros esquemas de experiencia, sino que nos transforma y renueva transformando a su vez la obra, siempre en cada caso, en cada acto de interpretación y acontecimiento de la obra. Callas preserva esta condición de la obra artística cual potencial de alteridad y como posible experiencia de transformación en construcción no sólo ordenando destruir la cinta del “fraude”, como ella dice, sino también dejando en evidencia que por cada vez que se interpreta la obra, se realiza aquella reunión definida por Gadamer como “fusión horizóntica”: en la ejecución musical, la obra se fusiona desde sí misma al universo y experiencia del intérprete y en el tiempo singular en que esta comunión se produce.
Quizás, en la interpretación musical que María Callas realiza de cada ópera encontramos no sólo una instancia de lenguaje espiritual traducido en términos estéticos sino también una experiencia de vida traducida en la experiencia del arte. Experiencia que reúne lo bello y lo terrible, lo enigmático y lo verdadero, lo que es y lo que deviene… de sí, de la obra y del instante de encantamiento en el que sus oyentes son capturados, atravesados y transformados por esa interpretación. Gadamer habla de esta experiencia del arte, cual experiencia de construcción de la forma de la obra y de renuevo de la misma, como de una experiencia bella según la cual algo es, cada vez y en cada caso, en cada sucederse de la obra de arte y en cada experiencia verdadera que produce en nosotros. Y sobre esa experiencia, sobre esa obra que nos habla desde sí misma y nos afecta transformándonos, él dice: “nuestra mente no sólo conoce lo que se dice sobre lo bello y lo que expresa la autonomía de la obra de arte, independientemente de cualquier relación de uso, sino que, nuestro oído oye y nuestra comprensión percibe el brillo de lo bello como su ser verdadero. El intérprete que aporta sus razones desaparece, y el texto habla”14. Y quizás, algo de ese dejar hablar la obra es la señal y convocatoria de María Callas, en su producción, en su interpretación, con su vida misma hecha una obra de arte.
Si retomamos las preguntas formuladas a comienzo de este trabajo, teníamos en primer lugar la búsqueda de cierta relación entre música y lenguaje, diciendo: ¿es la música un lenguaje? Con esta pregunta, formulábamos otras: ¿hasta dónde es posible pensar la música como un lenguaje? ¿Es la música un lenguaje meramente espiritual? ¿Es la música un lenguaje ofrecido como conjunto de textos interpretables? ¿Qué modo de pensamiento impulsa y desarrolla el lenguaje de la música?
Fragmentaria y tentativamente, trazamos algunas notas para estas preguntas en consideración de los aportes de Benjamin, Adorno y Gadamer, a conciencia de que éste último no pertenece a la corriente de Frankfurt pero sí tuvo diálogo con algunas inquietudes establecidas por los dos primeros en la periferia de Frankfurt. Y fragmentaria y tentativamente, quisimos abordar esas inquietudes en la traducción que sobre la interpretación musical como lenguaje espiritual indescifrado realiza Franco Zeffirelli en el film Callas forever. De tal suerte que pudimos ver que, en efecto, la música sí guarda relación con el lenguaje y no necesariamente con la concepción esencialista del lenguaje como emanación divina sino como expresión espiritual para interpretar el mundo. También pudimos apreciar que la música, la interpretación musical era abordada en el caso de Callas como ese cuidado amoroso y riguroso que el intérprete realiza con la obra y por el cual nos entrega la verdad del ser mismo de la obra en un tejido dispuesto a nuestra experiencia de comprensión de la misma, a nuestro horizonte de interpretación por el cual le damos sentido y valor y nos abrimos a la posibilidad de dejarnos hablar por la verdad o el ser mismo de la obra para transformar nuestro ser hoy, aquí y ahora, en el tiempo en que somos atravesados por esa obra que allí nos habla. Y en este sentido, la lección fantástica de María Callas no era otra sino la de preservar el aura de la obra, atesorar su condición de enigma, dejándola hablar cual texto abierto, siempre plausible de interpretaciones auténticas y al infinito, y siempre entregadas a que nos suceda una experiencia verdadera y transformadora con ellas, con su enigma y verdad, con su lenguaje singular traducido al lenguaje de nuestras propias experiencias e interpretaciones, encantamiento y transformación.
En este tono, me gustaría dejar formulada nuevamente una última pregunta: el lenguaje de la música ¿se preserva en su aura, en su espiritualidad, o en la posibilidad de una experiencia interpretable e infinitamente inagotable? Quizás, entre los márgenes filosóficos de todo pensamiento que se interroga por la experiencia del arte, la misma experiencia vital de María Callas nos interroga de suyo y por sí misma, convocándonos al juego constante de la experiencia transformadora del arte, llevándonos al Olimpo de la experiencia interpretativa, guiñándonos los ojos para que, en una epokhé de nuestras prisas, podamos dar oídos a la obra y dejar hablar el ser verdadero que nos habla (y canta) desde las obras, desde su sentido y sonido hecho palabra y música, vida y pasión, cual texto infinitamente abierto al horizonte inagotable de nuestras experiencias.