Independientemente de la posición filosófica que se adopte, el título no es neutro y determina la orientación de la cuestión a tratar. ¿Por qué utilizar la oposición ontologías materialistas y formalistas y no la de «metafísicas espiritualistas y materialistas»1, que goza de una amplia tradición?. Pues ni más ni menos que por eso que acabamos de expresar, porque el título no es neutro. Hablar de ontología significa hoy, primordialmente, hablar del sentido que tiene hablar de ella. No comenzó la controversia acerca de este tema hasta que Hume criticó algunos de sus contenidos esenciales (las ideas de yo, causa o dios), y las antinomias de la dialéctica trascendental kantiana2 parecieron relegar semejante tipo de especulación al mundo de las contradicciones y las gratuidades (al menos, para cierta versión del kantismo, aunque no es posible olvidar que Kant proyectó la exposición metafísica de su sistema, ni que el aspecto «antinómico» de las ideas de la metafísica quedaba de algún modo compensado con la «postulación» de las mismas para la razón práctica). Desde ciertas perspectivas actuales, la ontología (o metafísica) no habría DEJADO de decaer a partir de entonces: un contenido decisivo de la «muerte de la filosofía» sería, precisamente, la muerte de la ontología. Sin embargo, esta muerte no impidió que durante el siglo XX, y a pesar de las críticas a la metafísica del Circulo de Viena, aparecieran grandes sistemas ontológicos, como Husserl, Heidegger, Gadamer o Gustavo Bueno. Incluso algunos destacados fenomenólogos llegaron a renegar del término filosofía, dadas las implicaciones negativas que tiene el concepto de metafísica,.
Por ello, se hace necesario, antes de nada, distinguir entre ontología y metafísica. Si bien los términos metafísica y ontología suelen emplearse como sinónimos por algunos autores, existe una amplia tradición en la Antigüedad que utilizaba simplemente el vocablo metafísica, dado que el término «ontología» no se incorpora al vocabulario filosófico hasta el siglo XVIII. Parece que fue Rodolfo Goclenio el primero en utilizarlo como filosofía del ente3. Mas tarde será Leibniz quien la define como «ciencia de lo que es y de la nada, del ente y del no ente, de las cosas y de sus modos, de la sustancia y del accidente»4. Como término técnico lo utilizó Le Clerc en Ontologia sive de ente in genere (1692) y será, finalmente Christian Wolff, discípulo de Leibniz, quien lo populariza definiéndola como «ciencia del ente en general, en cuanto que ente»5. Afirma que usa un método demostrativo o deductivo y analiza los predicados que corresponden al ente en cuanto ente.
La confusión entre metafísica y ontología sigue existiendo. A pesar de ello, creemos que hoy nos avala una amplia tradición para poder distinguir entre Ontología y Metafísica. La estrecha asociación de ambos vocablos en la tradición filosófica no justificaría —creemos— que hoy sigan identificándose.
Es evidente que podemos hacer constructos que nos permiten analizar la realidad, herramientas conceptuales que nos permiten avanzar o examinar perspectivas. Esta posibilidad no supone que el constructo o los elementos que nos permite construir esta herramienta sean elementos reales o sustancias más allá de la propia realidad del constructo. De esta forma podemos construir a partir del concepto de hombre y el de caballo la idea de cíclope, pero ello no lo hace inmediatamente existente al margen de la propia existencia de la imagen del cíclope. Hablar de «metafísica» supone igualar toda la ontología como una construcción preferentemente sustancialista, tal que queda situada en lugares que están más allá de toda posibilidad de retorno racional al mundo de los fenómenos6. Desde nuestro punto de vista el problema radica en una confusión de los planos de existencia. En este sentido sería muy ilustrativo el mito platónico de la caverna7. Los cuatro planos que señala Platón son existentes y mantienen una relación entre sí que desde el punto de vista del conocimiento deben ser tenidos en cuenta en el proceso de regressus y progressus.
La palabra «metafísica» no estaría hoy libre de connotaciones espiritualistas y monistas: se trataría de una clase particular de ontología (y precisamente —entendemos— de aquella clase que justificaría las críticas que se dirigen contra la ontología como globales «críticas antimetafísicas»). Creemos, por ello, que resulta hoy más neutra la voz «ontología» que la de «metafísica» para designar una problemática específica tratada por la filosofía.
De hecho, y como ha sido reiteradamente subrayado, ya desde Aristóteles podemos encontrar los dos planos, el «ontológico» y el «metafísico» —y que Andrónico de Rodas denominó «metafísica» —, que versaban, o podían hacerlo, sobre dos cuestiones distintas: la estructura de los principios más generales acerca de la «realidad», de un lado, y, de otro, esa «realidad» misma como positiva y substancialmente existente. El primer aspecto seria, por decirlo así, más «ontológico formal»; el segundo, más «metafísico material» (permitiendo su vinculación a la teología, como dijo el propio Aristóteles). Y esa doble posibilidad ha sido transitada en la historia de la disciplina. La confusión es fomentada por algunas definiciones erróneas, como la de Diccionario de la Real Academia Española, que define el término ontología como la «parte de la metafísica que trata del ser en general y de sus propiedades trascendentales». Sin embargo, la ontología recuperada hoy desde la ciencia, y que se define en el campo de la informática, «no ha de ser considerada como una entidad natural que se descubre sino como un recurso artificial que se crea»8, en la línea de lo que sostenemos en este artículo.
El concepto de materia es una abstracción de la materia realmente existente. La materia como tal aparece configurada y establecida en formas. El concepto de materia se construye conceptualmente a partir del momento en que puede perder sus formas y adquirir otras nuevas, es decir, en el proceso de negación de la misma. Por este motivo, el concepto de materia se nos ha dado como opuesto a forma, de suerte que («paradoja ontológica») la forma, a su vez, comienza dándosenos como algo que, de algún modo, no es material. Materia y forma sólo pueden considerarse de manera separada conceptualmente cuando se sustancializan (se considera como independientes una de otra), cuestión que ya Aristóteles9 había señalado que era imposible. Pero, paradójicamente también nos encontraríamos con que el materialismo ingenuo caería en la metafísica, en la medida que la materia desligada de toda forma es imposible, como también lo es desligar toda forma de toda materia.
La distinción metafísica puede considerarse como una versión inadecuada, producida por la sustancialización de la forma, respecto de la materia10. La corrección de tal sustancialización no se alcanza mediante un postulado de conjunción que prescriba que «toda forma siempre ha de ser pensada conjuntamente con una materia y recíprocamente», por cuanto trata a la forma y a la materia como dos principios sustancialmente diferentes, cuya conjunción se decreta ad hoc. Es preciso partir de una unidad original que nos permita obtener la distinción (oposición) entre forma y materia: la Idea de Materia tiene capacidad para erigirse en tal principio.11
Materia y forma son conceptos conjugados12, es decir, que se presentan uno con relación al otro. Cuando pensamos en materia se nos aparece la forma y viceversa. Pero también podemos establecer relaciones en las que un término se articula con otro o se reduce a otro. En el caso del concepto materia podemos considerarlo componente de la forma en la medida que algo es materia porque es materia respecto a ciertas formas determinadas (el mármol es materia respecto de la columna o de la estatua). La materia es lo que es transformable. Ahora bien, si la idea de materia es primaria respecto a la forma, la materia no es una idea ella misma originaria, si no que se determina en el proceso mismo de las transformaciones. De ahí que el materialismo esté ligado tanto a la idea de materia como a la idea de transformación u operación (en el sentido quirúrgico, manipulativa)13. Incluso nosotros llegaríamos a afirmar que el materialismo consiste en la explicitación de las transformaciones u operaciones.
La materia, como una operación, consta de dos atributos esenciales, genéricos, que la caracterizan: la multiplicidad y la codeterminación. Debido a la multiplicidad la materia se nos da como una entidad extensa y por muy grande que sea, por la codeterminación, las partes de esas multiplicidades se limitan y delimitan las unas frente a las otras. Este atributo no implica la codeterminación mutua de todas las partes (al estilo de la idea de Dios en Leibniz): «si todo estuviese comunicado con todo no podríamos conocer nada». Las transformaciones en cuyo ámbito suponemos se configura la idea de materia tienen siempre lugar entre términos, que se componen o dividen por operaciones, para dar lugar a otros términos que mantienen determinadas relaciones con los primeros. El hecho de la producción constante de nuevos términos supone la imposibilidad de un cierre en el sentido de clausura y, en definitiva, la necesidad de la Filosofía como teoría crítica. En las transformaciones de un sílex en hacha musteriense, los términos son las lajas, ramas o huesos largos; operaciones son el devastado y el lijado y relaciones las proporciones entre las piezas obtenidas o su disposición 14.
La idea de materia, en la medida que se forma como negación de las formas concretas y en sus transformaciones, nos lleva a la idea de materia indeterminada, que desborda cualquier referencia concreta o cualquier referencia a operaciones por lo que en el paso al límite (metábasis) llegamos a la idea de «materia transcendental». Cuando esta idea se convierte en un primer principio unitario no de llegada, sino de partida, estamos en una sustancialización y por tanto en una metafísica. Ejemplos: el ápeiron de Anaximandro; la unicidad del Ser eleático15; el Della Causa, principio et Uno16 de Giordano Bruno, que identifica la potencia absoluta con el acto puro, la materia prima con Dios.
Sin embargo, el paso al límite a la materia transcendental puede ser llevado a cabo de un modo crítico (no dogmático o sustancializado), lo que permitirá redefinir al materialismo más radical como la negación del monismo de la sustancia y a la idea de materia transcendental como una multiplicidad pura que desborda cualquier determinación formal positiva, por genérica que ella sea, en un proceso recurrente de negatividad17. Es decir, cuando se mantienen las características propias de la materia, la pluralidad y la codeterminación, como opuestos al monismo y a la autodeterminación. El ejemplo más próximo: el concepto aristotélico de materia prima, que es definida de modo estrictamente negativo18. Ella no es percibida más que por una deducción: «Gracias a una suerte de razonamiento híbrido que no acompaña en nada sensación: apenas se puede creer en ello»19, haciéndola incognoscible en sí misma20.
La Idea de «Cuerpo» ocupa un lugar privilegiado en el materialismo en la medida que se produce una identificación de la materia con los cuerpos. Sin embargo y a pesar de que algunas doctrinas materialistas se confunden con un corporeísmo (como pudiera serlo la del corpuscularismo de los atomistas griegos), donde se reduce la materia a la condición de materia corpórea, no todos los materialismos pueden ser reducidos a un corporeísmo, puesto que admiten materias incorpóreas, como las operaciones (2+3=5). Así es como algunos materialismos derivan hacia un operacionalismo o constructivismo que compartimos.
Sin embargo, desde el punto de vista del materialismo filosófico, la materia corpórea, los cuerpos, no son «un tipo de realidad entre otros» o incluso un tipo de realidad comparativamente irrelevante, porque a pesar de que podamos hablar de una idea de materia primigenia (materia en sentido ontológico general), solamente podemos hacerlo a nivel conceptual pues el punto de partida es siempre el «mundo de los cuerpos», es decir, como idea límite. En definitiva, no cabe fingir que podamos situarnos en algún tipo de realidad incorpórea, aunque se postulase como material, para deducir o derivar de ella los cuerpos, como pretenden algunos físicos contemporáneos (pongamos por caso Gunzig o Nordon cuando postulan un «vacío cuántico» y unas «fluctuaciones cuánticas» dadas en ese vacío y capaces de «desgarrar» el espacio-tiempo de Minkowski para dar lugar al mundo de los cuerpos sin necesidad de pasar por una singularidad correspondiente a un big-bang). La idea de big-bang es ella misma presocrática, pre-democritiana diríamos, en la medida que la idea de movimiento, con Demócrito, es inherente a la materia (los átomos están en movimiento).
Somos conscientes de que es necesario aceptar como inevitable el «dialelo» que se produce para «deducir» los cuerpos, puesto que para ello hay que partir ya de los cuerpos. Toda «deducción», en la medida que sea racional, implica la actividad de un sujeto operatorio y, en esa medida, ese sujeto es corpóreo, aunque se trate de una maquina dado que la idea de operación presupone una manipulación, unas relaciones de proximidad y/o contigüidad que tienen que estar realizadas por alguien o algo aunque estas operaciones puedan presentarsenos como ya idealizadas o abstraidas). Gustavo Bueno, redefiniendo el materialismo, en cuanto opuesto al espiritualismo, lo caracteriza como la concepción que afirma la condición corpórea de todo viviente. Afirmación que no implica la recíproca, por cuanto la tesis según la cual todo viviente es corpóreo no implica que todo ser corpóreo haya de ser viviente. Ahora bien, debemos señalar, que ello no supone la negación de elementos no corpóreos, como el cinco, sino simplemente implica que ontológicamente los cuerpos, la materia es anterior; antes de que exista el cinco existen cinco elementos y volvemos a insistir que se trata de un principio ontológico. La ontología misma es un constructo teórico y pretender otra cosa sería una sustancialización y por tanto nos situaríamos en la metafísica.
Partir de los cuerpos como referentes supone partir de que estamos tratando con volúmenes, con figuras tridimensionales y esta tridimensionalidad habrá que considerarla como constitutiva de la propia estructura de los cuerpos, es decir, no se trata de una propiedad «deducida» o «derivada» a partir de cualquier tipo de realidad incorpórea n-dimensional (apelar a la «estructura tridimensional del ojo» que percibe los cuerpos tridimensionales para explicar la tridimensionalidad de los mismos, como hacía Henri Poincaré, es incurrir en el dialelo con el agravante de tratarlo como si fuese un principio explicativo; fundar la tridimensionalidad del universo físico alegando el «principio antrópico», como hacen algunos defensores del «principio antrópico fuerte», es también incurrir en el dialelo corpóreo). Los espacios n-dimensionales son construcciones lógico-matemáticas (no físicas) derivadas de los espacios corpóreos. Por ello la pregunta: «¿por qué los cuerpos de nuestro entorno son tridimensionales y no tetra, penta o n-dimensionales?» es capciosa, porque supone que pueden existir cuerpos de más de tres dimensiones, cuando lo que sucede es que si el mundo de los cuerpos no tuviese tres dimensiones no sería mundo porque el sujeto operatorio tampoco sería corpóreo. Ello no supone que no podamos realizar constructos n-dimensionales, pero su referente siempre será el espacio tridimensional. Así ocurre con los espacios bidimensionales o unidimensionales, son posibles en cuanto abstracción de uno o dos ejes del espacio tridimensional.
Es por ello que el mundo de los cuerpos goza, por tanto, del privilegio gnoseológico de ser el horizonte obligado desde el cual se desarrolla el regressus hacia tipos de realidad material no corpórea; pero este privilegio gnoseológico no ha de confundirse con un privilegio ontológico, en el sentido del materialismo corporeísta, puesto que, como decíamos anteriormente, el plano ontológico se constituye como negación, precisamente, de la corporeidad y ahí es donde aparece la idea de materia.
En este sentido, la teoría de la complejidad o entender algunos procesos evolutivos como diversos escalones de complejidad no supone que lo sean en si mismos, sino que se trata de un análisis gnoseológico y sobre todo debemos señalar, aunque resulta obvio desde la posición que aquí se mantiene, que los niveles de complejidad se establecen desde la realidad física ya dada y, en todo caso, la complejidad tendría un estatus gnoseológico y no ontológico. Es relevante señalar que muchos de los elementos que se consideran mas simples, en muchos casos, diacrónicamente son posteriores a otros que se consideran secundarios o elaborados y por tanto más complejos. Así, por ejemplo, la fundamentación de la matemática aparece a principios del siglo XX, con los Principia de Bertrand Russell y Alfred Norton Whiteheat.
Por lo que respecta a la idea de forma, está ligada, como se ha señalado, necesariamente a la idea de materia, no sólo desde un punto de vista histórico filosófico. En este sentido, la forma es el resultado concreto de la concreción de la materia. En este sentido, toda materia, incluida la materia amorfa, tendría una forma, pero la idea de forma sólo se puede dar en la medida que una forma se repite. Es así como puede entenderse ésta como tal y puede producirse la abstracción de entenderla como separada de la materia que la determina y sólo en ese sentido estaríamos hablando propiamente de ideas.
Desde el punto de vista del idealismo, se argumenta falazmente que la materia pura no puede ser pensada, mientras que la idea, o la forma pura sí; desde el punto de vista de que se produce una identificación entre idea y forma, resulta una pura tautología en la medida que lleva implícita otra explícita que es que pensar se hace sobre o con ideas. En cambio, la materia no sería ontológicamente anterior a las ideas puesto que no puede ser racionalmente aprehendida, dado que su posibilidad no es pura sino para..., y por otra parte la idea sí puede ser considerada como una forma pura, dado que es pensable, puesto que en definitiva es pensamiento. Tres son las objeciones que podemos hacer al argumento falaz establecido por las posiciones idealistas:
En primer lugar, la materia, desde el punto de vista idealista, no puede ser reducida o explicada (como a la inversa, desde el materialismo la idea si puede ser explicada), solo puede, en último caso, ser negada; la materia (incluidos los cuerpos) no existiría, sería, en las posiciones más radicales, una idea21; pero aún aceptando esta reducción, no resolvería el problema de la preminencia de la idea sobre la materia, puesto que si reducimos materia a idea también cabría la identificación idea materia, dado que los atributos propios de la materia desaparecerían por la propia reducción.
En segundo lugar, toda forma que no ha sido sometida a un proceso de abstracción no puede ser pensada sin una delimitación; triángulo, pirámide, círculo, mesa, caballo, necesitan una delimitación. La posibilidad de pensar formas puras sin una delimitación es una abstracción por negación (método asumido por el materialismo), que si no queremos caer en el nominalismo, tenemos que admitir que la sustancialización del concepto abstracto al que hemos llegado es una contradicción con el método o los principios utilizados22: motor-inmóvil, forma-amorfa, causa-incausada… y en último caso estaríamos ante las antinomias de la razón en un sentido kantiano. Asimismo, entre las distintas ideas se produce un problema de extensión como se plantea en Aristóteles respecto a los fines:
«los fines de las principales son preferibles a los de las subordinadas, ya que éstos se perdiguen en vista de aquellos. Y es indiferente que los fines de las acciones sean las actividades mismas o alguna otra cosa fuera de ellas, como en las ciencias mencionadas».23
Se suele entender como más abstracta la idea más general: ∞ frente a 1, on frente a paloma o cosa, espíritu absoluto frente a espíritu subjetivo. Pero se olvida que estos son conceptos de llegada. El todo sólo lo es en cuanto se establece la parte, pues sino la parte sería el todo.
En tercer lugar, el pensamiento idealista no deja de ser una falacia, como ya señaló Aristóteles con el famoso argumento del tercer hombre: si la idea pura es posible, podríamos tener una idea de esa misma en cuanto es pensada y así sucesivamente.
Es necesario comenzar por separar de forma inmediata el concepto de «espíritu» utilizado en la tradición mítica del utilizado en la filosofía. En este sentido, como hemos señalado en otro lugar24, aunque no existe una oposición mito logos, se trata de planos diferentes (sobre las relaciones de la filosofía cf. Bueno y otros, 1987).
Como concepto prefilosófico o mítico, el espíritu es una forma de referirse a lo vivo, así se entiende en Homero25 o en el Génesis donde se refiere a él como espíritum vitae26.
«Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente».
Desde el punto de vista filosófico el concepto de espíritu, presupone el de forma, siendo un desarrollo dialéctico de este último. Así el concepto de espíritu supondrá la negación de los predicados de la materia
El concepto filosófico de espíritu implicará la negación de los atributos esenciales que habíamos señalado de toda materialidad determinada: la multiplicidad y la codeterminación. La negación de la multiplicidad comporta la negación del atributo de totalidad partes extra partes, y, por ello, las sustancias inmateriales no incluirán la totalidad de cantidad, ni tampoco la de totalidad según su perfecta razón de esencia27; de ahí la identificación de la forma con la unidad, lo uno, ect. La negación de la codeterminación llevará a dotar a la forma de una característica que en sí puede parecer contradictoria: la de movimiento, puesto que desde Parménides, el ser se consideraba inmóvil. Esta característica será introducida a través de una capacidad causal propia: la idea de un Acto Puro, de un Ser inmaterial, que llegará a ser definido, en el tomismo filosófico, como ser creador, plenamente autodeterminado y según algunos, causa sui.
Desde el desarrollo que venimos sosteniendo, como ya ha señalado Gustavo Bueno, la idea filosófica de materia no podrá considerarse ya como independiente de la idea de espíritu, ni recíprocamente. Según esto, no podrá ser una misma la idea de materia que se postule como realidad capaz de coexistir con las realidades espirituales (o recíprocamente) y aquella otra idea de materia que se postule como una realidad incompatible con la posibilidad misma del espíritu (o recíprocamente)28.
El idealismo es un movimiento que engloba autores muy diversos y matizaciones importantes. Sin embargo, podemos definir el idealismo, desde la síntesis kantiana realizada en la «Refutación del Idealismo», en la Crítica de la Razón Pura (1781, ed., Ribas, 2005, 179), como la teoría que mantiene que la existencia de las cosas del espacio fuera de nosotros es dudosa e indemostrable o bien falsa e imposible. Estas dos posturas podrían estar representadas, la primera por Descartes y la segunda por Berkeley.
Si bien las tesis sobre la duda de la existencia del mundo externo y que su única seguridad sean las ideas, no todos los autores que mantienen la preponderancia de las ideas niegan la existencia de las cosas y de la materia. Si a ello añadimos que desde el materialismo, no se niega la existencia de las ideas, si no su origen, la utilización del término idealismo da lugar a ciertas confusiones. A este primer problema, debemos añadir que no siempre se identifica la negación del mundo exterior con las ideas. Es el caso de determinadas posiciones basadas en números y ligadas a la tradición pitagórica en las múltiples variedades que esta se han presentado. Así Galileo señala:
«La filosofía está escrita en ese grandísimo libro [de la naturaleza] que continuamente está abierto a los ojos (me refiero al universo), pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, y conocer los caracteres en los que está escrito. Este libro está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos, y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto»29
Aunque existe una amplia tradición de teorías materialistas, aquí nos vamos a centrar en el materialismo filosófico que presenta un sistema de coordenadas capaz de traducir a sus términos el núcleo esencial de la filosofía clásica. Se trata de una doctrina académica (no vulgar), crítica (no simplista y dogmática como el Diamat), dialéctica y filosófica (no cientificista como la de Havemann), cuya originalidad reside en la afirmación de que toda filosofía verdadera debe ser considerada como materialista y sobre todo no cerrada; en ese sentido es una filosofía inacabada pues por propia definición depende de los propios desarrollos del mundo. El propio desarrollo determina nuevos campos. En definitiva, el materialismo filosófico es una filosofía constructivista.
En su esqueleto, la ontología materialista, para la que seguimos fundamentalmente la formulación de Gustavo Bueno (1975, puede verse de una manera resumida en: Peña, 1979) distingue dos planos:
I. La ontología general, cuyo contenido es la Idea de materia ontológico general (M) definida positivamente como pluralidad (partes extra partes)
II. La ontología especial, cuya realidad positiva son tres géneros de materialidad, que constituyen el campo de variabilidad empírico transcendental del mundo (Mi), es decir Mi = (M1, M2, M3). Esta arquitectura recoge la división ontológico especial de Wolff (Mundo, Alma y Dios), y que nos aleja de los reduccionismos del idealismo alemán (Filosofía de la naturaleza/Filosofía del espíritu), que, aunque modificada, sigue perviviendo en el Marxismo (dialéctica de la naturaleza/dialéctica de la historia).
Regresar a esta arquitectura, como señala Gustavo Bueno, trimembre tiene un triple sentido crítico:
1. Demostrar las limitaciones internas de la crítica ilustrada, que pretende destruir la divinidad ignorándola, en lugar de concederle un sentido ontológico ateo en M3.
2. Recuperar para el materialismo la enorme masa de verdades filosóficas construidas históricamente que pasan muchas veces por ser simples errores espiritualistas o idealistas.
3. Superar definitivamente el dualismo hegeliano, cuya herencia ha hipotecado y bloqueado el desarrollo del materialismo marxista. Esta superación se lleva a cabo simultáneamente en ambos planos. En el plano ontológico-general se niega todo cosmismo mundanista, que abriga la idea metafísica del universo como una omnitudo realitatis ordenada, en la que «todo lo racional es real y viceversa». Puesto que M es una pluralidad infinita, el materialismo niega tanto el monismo como el holismo armonista. A su vez, en el plano de la ontología especial se afirma la inconmensurabilidad de los tres géneros de materialidad, tesis que se opone a todo formalismo, entendiendo por tal las doctrinas reduccionistas que pretenden explicar íntegramente algún género en términos de otro. Las variedades algebraicas del formalismo (primario, secundario, terciario, etc.) se corresponden con los géneros de materialidad que pasamos a exponer brevemente.
M1 (primer género de materialidad) engloba todas las entidades constitutivas del mundo físico exterior, tales como rocas, organismos, campos electromagnéticos, explosiones nucleares, edificios o satélites artificiales. Es el mundo como realidad material, lo que rompe la idea simple de naturaleza, puesto que incluye las propias contradicciones humanas en cuanto que entidades físicas.
M2 (segundo género de materialidad) recoge todos los fenómenos de la vida humana, tanto psicológica, como sensitiva e histórica, tales como un dolor de muelas, una conducta de acecho o una estrategia bélica. Su reconocimiento no implica practicar el espiritualismo ni el solipsismo, puesto que las relaciones reflexivas no son originarias y la conciencia es social, supraindividual, y se objetiva a través del lenguaje.
M3, tercer género de materialidad, comprende todos los objetos abstractos tales como el espacio proyectivo reglado, las rectas paralelas, el conjunto infinito de los números primos, la langue de Saussure o las relaciones morales contenidas en el imperativo categórico de Kant.
Los contenidos de M1, M2 y M3 se ejercitan en conexión unos con otros, pero las tres materialidades son heterogéneas e inconmensurables entre sí. Debemos advertir, contra algunos reduccionismos realizados desde posiciones autodeclaradas dentro del materialismo filosófico, que estas tres dimensiones no son excluyentes, sino dimensiones y, de esta forma, un determinado objeto o elemento puede ser analizado desde más de un género de materialidad.
Las relaciones entre la materia ontológico-general y los tres géneros de materialidad son complejas, dialécticas y circulares, pues M no consiste en la suma de los Mi, ni se distribuye en ellos como un género en sus especies o un todo en sus partes, sino que se constituye regresivamente a partir de las contradicciones constatadas entre las partes de Mi por medio de su trituración y autodestrucción efectivas. Así pues, en tanto que producto del regressus desde «lo que hay», la Idea de Materia es una idea límite, crítica, negativa (la negación de que la Materia se agote en cualquier determinación positiva), de la que sólo tenemos un conocimiento negativo (que no es lo mismo que la negación de todo conocimiento).
Por último, Gustavo Bueno ha planteado que desde la negación dialéctica brota en la relación de la materia cósmica consigo misma, cuando esa suerte de relación reflexiva y autocontextual alcanza ella misma la forma de una contradicción. Este proceso, de resonancias neoplatónicas y hegelianas, le llevaría a postular una conciencia o Ego transcendental (E), por cuya mediación se ejercitan autocontextualmente, tanto el regressus destructivo desde las apariencias ontológico-especiales, como el progressus constructivo hacia la symploké dialéctica, hasta el extremo de llegar a convertirlo en punto de articulación entre los distintos géneros de materialidad. Desde otras perspectivas del materialismo filosófico, como es el caso de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, la figura del Ego transcendental sería una reminiscencia del idealismo para justificar la objetividad, cuestión que, entiende, no es necesario desde una posición estrictamente materialista (cf. Bueno, 2009; Sánchez Ortiz de Urbina, 2008). Siguiendo el planteamiento de Urbina y, sin querer atribuirle a él estas consecuencias, el problema de la objetividad debería quedan en el plano epistemológico y no mezclarse con el ontológico, cuya identificación, en última instancia, es un problema clásico y cuya radicalidad aumenta cuanto más formalista y sustancialista es un sistema.
Preferimos utilizar la oposición materialismo/formalismo a la de materialismo/idealismo, como ya hemos dicho anteriormente, para evitar la asociación inmediata de que el materialismo no trabaja con ideas. Quizá este pequeño detalle, la identificación de la idea con el formalismo (idealismo), nos lleve a ser en un primer término formalistas.
“Pues bien, la relación entre razón y totalidad es el campo de batalla en el que se separan idealistas de materialistas. Y como vamos a ver a continuación, por mucho que la gente cree ser más bien espontáneamente materialista, en realidad ocurre todo lo contrario. El idealismo siempre tiene ganada la batalla del sentido común.” (Fernández Lira, 2012, 109).
Por tanto, el primer paso de toda filosofía consiste en traducir a sus ejes o coordenadas los elementos de otras filosofías. Queremos advertir, ya de mano, que la negación no justifica nada o sólo la incapacidad de dar cuenta de un término y por tanto la simpleza de una filosofía. Ello nos llevaría a reformular las clasificaciones en grandes sistemas: materialismo/formalismo, racionalismo/empirismo, esencialismo/nominalismo,…, no tanto en función de la verdad o falsedad de los mismos, sino en función de su capacidad e incorporar las problemáticas planteados por sus oponentes.