la poesía en la edad moderna
“¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías
de los ángeles?, y aún en el caso de que uno me
cogiera
de repente me llevara junto a su corazón: yo perecería
por su
existir más potente. Porque lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible, justo lo que
nosotros todavía podemos soportar,
y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña
destruirnos. Todo ángel es terrible”1
Se conoce que las Elegías de Duino se empezaron a redactar la mañana del día 21 de enero de 1912 cuando el poeta, paseando por el jardín del castillo de Duino, le llegaron, como dictadas de lo Alto, los versos iniciales con los que se formaría la Elegía I. Pero ¿qué son las Elegías? En un pasaje de esa misma Elegía encontramos, como si fuera una visión de conjunto, cada uno de los elementos que quieren dar respuesta a esta pregunta. Allí podemos leer:
“Sí, es verdad, las primaveras te necesitaban. Te
pedían, por encima de tus fuerzas,
algunas estrellas que las percibieras...”2
Y tres versos más abajo:
“Todo esto era misión”
La articulación coherente de aquello en que consiste esa misión y de los estadios que recorre el hombre para cumplirla constituye las Elegías de Duino, poemas que, finalmente, son poesía sobre la poesía en donde se intenta articular la aventura de la interiorización de la realidad entera. “Fue una tormenta sin nombre, un huracán del espíritu” todo aquello que le llegó al poeta como una iluminación o una gracia. Pero es justo en esta época en la que Rilke, que ya palpaba las últimas consecuencias de la época oscura, abre su poetizar a la comprensión de que la noche es el tiempo de lo “sin dios”, pero que esa misma oscuridad posee su peculiar claridad; la noche, al ocultar a Dios, guarda y protege lo sagrado para cuando llegue la hora de una nueva aurora. Esta es la delicada misión del poeta en tiempo indigente; su tema es lo sagrado como lo es en Hölderlin, para quien la noche del mundo es la “sagrada noche”. Con Rilke asistimos, según Heidegger, a una lucha dramática por liberarse del lastre que significó la metafísica sin lograrlo:
“Cambia el mundo, se transforma,
como figurar de nubes,
todo lo realizado vuelve
al seno de lo antiguo.
...
No se conocen las penas
ni se aprende el amor
ni se sabe que en la muerte
nos separa.
Sólo el canto sobre la sierra
celebra y santifica”.3
Dice Rilke en el soneto XIX de Los sonetos a Orfeo.
El análisis de Heidegger en Wozu Dichter?, conferencia escrita en 1946, se centra en unos versos de Rilke que él mismo calificó de “improvisados”, escritos en 1924, dos años antes de su muerte:
“Como la naturaleza abandona los seres a la temeridad de su sordo apetito y a ninguno protege especialmente en tierra y cielo, tampoco le somos nosotros más afectos al fundamento originario de nuestro ser. Ese mismo impulso temerario nos arriesga a nosotros. Sólo que nosotros, más todavía que la planta o la bestia, vamos con él, lo aceptamos, a veces incluso somos más arriesgados que la vida misma, un poco más arriesgados. Esto nos proporciona, fuera de la protección, un estar seguros, aún donde opera la gravedad de las fuerzas puras; lo que en definitiva nos cobija es nuestro estar desamparados y el que lo hubiésemos desviado hacia lo Abierto, porque lo vimos amenazarnos, para afirmarlo en alguna parte dentro del ámbito amplísimo, allí donde la ley nos afecta”4.
Rilke compara al ser del hombre con el de los demás seres y cosas que habitan en este mundo, y lo que encuentra es que existe una coincidencia en la común relación que todos tienen con la “naturaleza”, es decir, con lo que es el “fundamento” de todos los seres. Todos son “naturaleza” y sólo algunos la sobrepasan. Pero también Naturaleza tiene en el poema de Rilke el mismo sentido de la Natura de Leibniz y de toda la Edad Moderna, esto es, el de vis viva (fuerza activa primigenia) y, en último término, voluntad, pues, según el poeta de Duino: “El ser del hombre es la voluntad”. En Rilke, así entendida la naturaleza se convierte en el fundamento de la historia, del arte y de la naturaleza en sentido estricto; hay en ella un lejano eco de la physis y la zoe presocrática que representaba “lo naciente”, “lo originario”, la “fuerza imperante que al brotar permanece”. Por ello es que para Rilke el ser del hombre es la aventura o el riesgo, ese estar arrojados por la naturaleza misma en un mundo y en donde la esencia de la aventura no es más que la voluntad en el sentido metafísico. Al estar “arrojados”, plantas, animales y el hombre coincide en que no están protegidos. Pero tampoco son aniquilados y condenados al exterminio. Tienen posibilidades porque pueden ser o no ser, han podido ser como también han podido nunca haber sido, porque la vida sólo es el transcurrir en este vaivén de ambas posibilidades, en el juego interminable del riesgo inminente en el que se debate la existencia misma. Es el balanceo de que habla Rilke, y que es peculiar de toda aventura, de todo riesgo que entraña el juego. Así, lo arriesgado se apoya y se sostiene en la voluntad, porque en el fondo de todo arriesgarse existe una seguridad.
El riesgo, dice Rilke, implica un estar seguro en el fundamento, y sólo por esta fundamental seguridad es posible. Ese fundamento es lo que mantiene todo en equilibrio; es el centro o medio que atrae y se retira a la vez de todo ser. Flavio Josefo escribía, a propósito del simbolismo del Templo, que el patio representaba el Mar (es decir, las regiones inferiores); el santuario, la Tierra, y el Santo de los Santos, el Cielo. Con ello sólo comprobamos que tanto el imago mundi como el “Centro” se repiten en el mundo habitado. El Centro es precisamente el lugar en el que se efectúa una ruptura de nivel, donde el espacio se hace sagrado, real, por excelencia. El Centro es la irrupción de lo sagrado en el mundo. Es pues a partir de un Centro desde donde se proyectan los cuatro horizontes en las cuatro direcciones cardinales. Rilke seguramente tiene en mente el mundus romano que era una fosa circular dividida en cuatro: era a la vez imagen del cosmos y el modelo ejemplar del habitat humano. Este mundus se asimilaba evidentemente al omphalos, al ombligo de la tierra: la Ciudad (urbs) se situaba en medio de la orbis terrarum. La instalación de un Centro equivale a la fundación del mundo. Este Centro que atrae y se retira a la vez es, en expresión del pensador de la Selva Negra, un “soltar recogiendo”; esta frase aclara la esencia de la voluntad pensada desde el ser.
Rilke, en una de las Elegías, llama a ese medio “el medio inaudito”, “la gravedad”, así como “la relación”, “la gravedad de las fuerzas puras”, “la relación total”, “la naturaleza total”, “la vida”, “la aventura”. Todos estos significados sólo son los nombres con los que el poeta de Duino quiere expresar a la totalidad de lo que es: la realidad. Somos seres limitados. Cuando miramos lo que está delante de nosotros no vemos lo que está detrás. Cuando estamos aquí, es a condición de renunciar al allá: el límite nos mantiene, nos retiene, nos empuja hacia lo que somos, nos vuelve hacia nosotros, nos aparta de lo otro, hace de nosotros seres apartados. Acceder al otro lado sería entonces entrar en la libertad de lo que no tiene límites: ¿Pero no somos acaso, de algún modo, esos seres liberados del aquí y del ahora? Tal vez sólo vea lo que está delante de mí, pero puedo representarme lo que está detrás. ¿Acaso no puedo, por la conciencia, estar en un tiempo distinto del tiempo en el que estoy, siempre dueño y capaz de lo otro? Sí, es verdad, pero ésa es también nuestra desgracia. Por la conciencia escapamos de lo que está presente, pero nos entregamos a la representación. Por la representación, restauramos, en nuestra propia intimidad, la violencia “del estar frente a”; estamos frente a nosotros, aun cuando miramos desesperadamente fuera de nosotros.
A esto se llama destino: estar de frente
y nada más que esto y siempre de frente.
Tal es la condición humana: no poderse relacionar más que con cosas que nos apartan de otras cosas, y lo que es más grave, estar, en todo, presente para sí, y en esta presencia, tener cada cosa frente a sí, separado de ella por este vis-à-vis y separado de sí por esta interposición de sí mismo. Ahora se puede decir que lo que nos excluye de lo ilimitado es que somos seres privados de límites. Creemos que cada cosa finita nos aparta del infinito de todas las cosas, que lo profano nos aleja de lo sagrado, pero no menos nos aparta nuestro modo de aprehenderla para hacerla nuestra representándola, para convertirla en un objeto, una realidad objetiva para establecerla en el mundo de nuestro uso retirándola de la pureza del espacio. “El otro lado” está allí donde dejaríamos de ser, en una sola cosa, apartados de ella por nuestra manera de mirarla, apartados de ella por nuestra mirada. Acceder a El otro lado sería entonces transformar nuestra manera de accede al mundo. Rilke piensa que es la conciencia, tal como su tiempo la concibe, el principal impedimento. En una carta fechada el 25 de febrero de 1926, Rainer Maria precisa que el “débil grado de conciencia” es lo que favorece al animal, permitiéndole entrar en la realidad sin tener que ser su centro. La interiorización de la realidad en Rilke se lleva a cabo en “Lo Abierto” (das Offene), que
“no es ni el cielo, ni el aire, el espacio, que también son para el que contempla y juzga aún objetos y por lo tanto opacos y cerrados. El animal, la flor, es todo esto sin darse cuenta, y de este modo tiene frente a sí, y más allá de sí, esta libertad indescriptiblemente abierta que, acaso para nosotros, sólo tiene su equivalente extremadamente pasajero en los primeros instantes del amor, cuando el ser se ve en la mirada del otro, se encuentra en ese mirar que descubre, en el amado, su propia amplitud, o aun en elevarse a Dios”5.
“Lo Abierto” significa lo no objetual, el mundo de las relaciones sin las cosas entre las que éstas circulan , el ámbito de la totalidad ajeno a la distinción vida muerte. “Lo Abierto” es lo que no obstaculiza, ni cierra las salidas de la existencia, porque no tiene límites y es ahí donde se da el conjunto de las relaciones que son posibles entre los seres. Por lo abierto no se entiende el cielo, el aire, el espacio, que para el observador son aún objetos y por lo tanto opacos. En la Octava Elegía, Rilke nos apura a comprender cómo es que el hombre pertenece a “Lo Abierto” en menor medida que otros seres:
“Con plenos ojos ve la criatura
Lo Abierto. Nuestros ojos están vueltos
del revés, rodeando la salida,
abierta, colocados como trampas.
Sabemos lo de fuera solamente
por el rostro del animal. Ya el niño
le torcemos, obligando a que mire
ya le damos la vuelta y le obligamos a que mire
atrás la formación, y no a Lo Abierto,
tan profundo es el animal. Sin muerte.
Sólo nosotros vemos la muerte: el libre
animal tiene tras de sí su muerte
y ante sí a Dios, y marcha caminando
por lo eterno, lo mismo que las fuentes.
No tenemos jamás, ni un día, el puro
espacio por delante, al que las flores
se abren infinitamente. Y siempre hay mundo
y nunca el puro no-lugar sin No:
lo puro, no observado, que alentamos
y sin fin sabe, y nada quiere...”6
Rilke enfrenta aquí la idea de una conciencia cerrada sobre sí misma, habitada por imágenes. El animal está allí donde mira y su mirada no lo refleja ni refleja la cosa sino que lo abre sobre ella. El otro lado, que Rilke llama también “la pura relación”, es entonces la pureza de la relación, el hecho de estar, en esta relación, fuera de sí, en la cosa misma y no en una representación de la cosa. La muerte sería el equivalente de lo que alguna vez se llamó intencionalidad. Por la muerte, dice Rilke, “miramos hacia afuera con la mirada de un animal”. Por la muerte, los ojos se invierten y esa inversión es el otro lado, y el otro lado es el hecho de vivir no ya apartado sino orientado, introducido en la intimidad de la conversión, no privado de conciencia sino, por la conciencia, establecido fuera de ella, arrojado en el éxtasis de este movimiento.
Existen dos obstáculos imperiosos, uno se refiere a la localidad de los seres, a su límite temporal o espacial, donde una cosa reemplaza necesariamente a otra, no se deja ver más que ocultando a la otra. El otro provendría de una mala interioridad, la de la conciencia, donde, sin duda, estamos desligados de los límites del aquí y del ahora, donde disponemos de todo en el seno de nuestra intimidad, pero donde también, por esta intimidad, somos excluidos además de las cosas, por la disposición imperiosa que las violenta, esta actividad realizadora que nos vuelve poseedores, productores, preocupados por los resultados, ávidos de objetos. Es claro que aquí, Rilke se mantiene al nivel de la metafísica de Nietzsche y que no pudo ir más allá del sentido descubierto. Por un lado un mal espacio, por el otro, un mal interior; sin embargo, por un lado la realidad, y la fuerza del afuera, por otro la profundidad de la intimidad, la libertad y el silencio de lo invisible. ¿No podría haber un punto en el que el espacio fuese a la vez intimidad y afuera, un espacio que afuera fuese ya intimidad espiritual, una intimidad que, en nosotros, fuese la realidad del afuera, tal que en ella estaríamos afuera en nosotros, en la intimidad y la amplitud íntima de este afuera? Es lo que la experiencia de Rilke, “mística” primero (la que encuentra en Capri y luego en Duino) y luego poética, lo lleva a reconocer, al menos a entrever y a presentir, tal vez a llamar, expresándolo. Lo llama Weltinnenraum, el espacio interior del mundo, que no es menos que la intimidad de las cosas que nuestra intimidad y la libre comunicación de una a otra, libertad poderosa y sin reserva donde se afirma la fuerza pura de lo indeterminado.
“A través de todos los seres pasa el espacio único;
Espacio interior del mundo. En silencio los pájaros
Vuelan a través de nosotros. Y yo que quiero crecer,
Yo miro hacia fuera y es en mí que el árbol crece.”7
¿Qué se puede decir de esto? ¿Cuál es exactamente esta interioridad, esta extensión en nosotros donde “el infinito, como dice refiriéndose a la experiencia de Capri, penetra tan íntimamente que es como si las estrellas que se encienden reposaran ligeramente sobre su pecho”?
En la Sexta Elegía, Rilke nos dice:
“Higuera: cuánto tiempo hace ya que significa algo
para mí
que tú, casi del todo, saltes por encima de la floración
y empujes al interior de tu resuelto fruto, decidido
antes de tiempo,
sin gloria, tu puro secreto.
Al igual que el caño de la fuente, tu curvado ramaje
empuja
hacia abajo la savia y hacia arriba; y ella salta del
sueño,
sin despertarse casi, hacia la dicha de su más bello
logro.
Mira: como el dios entró en el cisne,
...Nosotros en
cambio nos demoramos,
ay, ponemos nuestra gloria en florecer y entramos
traicionados
en el retrasado interior de nuestro fruto finito...”8
El retraso es doloroso en la medida en que el poeta nos hace ver la dificultad del hombre para aprender la callada lección del mundo: “Lo Abierto”; ¿Puede verdaderamente accederse a ello? ¿Y por qué medios, ya que no podemos salir de la conciencia que es nuestro destino y que en ella nunca estamos en el espacio sino en “estar frente a” de la representación y además siempre preocupados por actuar, hacer y poseer? Rilke nunca se aparta de la afirmación decidida de Lo Abierto, pero varía mucho cuando mide nuestro poder de aproximarnos a él. A veces parece que el hombre está siempre excluido. A veces, deja una esperanza a los grandes momentos del amor, como cuando el ser va más allá de aquel a quien ama, y es fiel a la audacia de este movimiento que no conoce detención ni límite, y no quiere ni puede reposar en la otra persona, por lo cual la desgarra o la supera para que no sea la pantalla que nos arrebataría el afuera: condiciones tan pesadas que nos hacen preferir el fracaso. Amar es siempre amar a alguien, como Platón en el Banquete, tener a alguien ante sí, mirar sólo a él y no más allá de él, salvo por descuido en el impulso ciego de la pasión sin objeto, de modo tal que, finalmente, el amor, lejos de acercarnos nos aparta de “Lo Abierto”. Incluso el niño, que está más cerca del puro peligro de la vida inmediata,
“...al niño, ya
lo volvemos y forzamos a mirar atrás del
mundo de las formas y de lo no abierto, que
en el rostro del animal es tan profundo”
Incluso el animal, para quien “el ser es sin fin, sin contorno y sin mirada sobre sí mismo”, que “donde nosotros vemos el porvenir ve todo, y se ve en todo a salvo para siempre”, a veces él también soporta “el peso y la preocupación de una gran melancolía”, la inquietud de estar separado de la beatitud original y alejado de la intimidad de su hálito. Se podría decir, entonces, que “Lo Abierto” es absolutamente incertidumbre, y que nunca, sobre ningún rostro y en ninguna mirada, hemos advertido su reflejo, porque todo espejismo es ya el de una realidad figurada.
Y siempre hay mundo
y nunca el puro no-lugar sin No...
Esta incertidumbre es esencial: aproximarnos a Lo Abierto como a algo inequívoco sería estar cierto de no hallarlo. Lo que asombra es cómo, no obstante, Rilke sigue estando tan seguro de lo incierto, cómo va apartando las dudas de lo titubeante, para afirmarlo en la esperanza más que en la angustia, con una confianza que no ignora que la tarea es difícil, pero renueva constantemente el anuncio feliz de su realización. Novalis había expresado seguramente una aspiración semejante cuando decía:
“Soñamos viajar por el universo. ¿El universo no está entonces en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia el interior conduce el camino misterioso. La eternidad está en nosotros con sus mundos, pasado y futuro”9.
Y cuando Kierkegaard despierta de las profundidades de la subjetividad y quiere liberarla de las categorías y de las posibilidades generales para recuperarla en su singularidad, dice algo que Rilke ha oído sin duda. Sin embargo, la experiencia de Rilke tiene rasgos particulares: es extraña a la violencia imperiosa y mágica por la cual, en Novalis, el interior afirma y suscita el exterior. No es menos extraña a todo lo que trasciende a todo lo terrestre: si el poeta va hacia lo más interior no es para surgir en Dios sino para surgir al afuera y ser fiel a la tierra, a la plenitud y a la superabundancia de la existencia terrestre, cuando ella irrumpe fuera de los límites en su fuerza que excede y sobrepasa todo cálculo.
Y sin embargo, Rilke no pudo trascender a otro sentido de “Lo Abierto” que es el decisivo en Hölderlin y en Heidegger, y que es lo que esta a la luz del ser, iluminado por éste: lo sagrado. Quizá por esto el poeta de la “Edad Oscura”, el poeta del tiempo de indigencia, y de penuria concibe al hombre como aquel que transmuta “Lo Abierto” del mundo en lo presente, es decir, en lo que la filosofía tradujo como “lo objetivo”, con su acción transformadora, elaboradora, mensurable y utilitaria, en suma: Técnica, de la que Rilke en sus Soneto XVIII dijo asombrado:
“¿Oyes lo nuevo, Señor,
como retumba y se estremece?
Vienen heraldos
que lo ensalzan.
Ninguna escucha está a salvo
entre la furia,
pero la parte de la máquina
ahora quiere que la alaben.
Mira, la máquina:
como se venga y se revuelca
y nos deforma y debilita.
Aunque su fuerza venga de nosotros,
que, sin pasión,
empuje y sirva”.
En el fondo de la técnica, cuyo fundamento es el proceso de objetivación está el querer y la voluntad de poder que no es otra cosa que una voluntad de dominio, la raíz y base del “progreso”. “Nosotros nos identificamos con este arriesgar, lo queremos”, ha dicho Rilke. Pero el querer no es, para el pensador de la Selva Negra, sino la “imposición” de la “objetivación”. Por lo tanto, el mundo de la voluntad del hombre no es “Lo Abierto”, que es lo inobjetivo, lo no objetual, lo no mensurable, ni calculable sino precisamente lo que puede ser objeto de cálculo y medida, aquello que se pretende universal y necesario. En esta situación de universal objetivación y consiguiente pérdida de “Lo Abierto”, finalmente de lo sagrado, se encuentra Rilke. Por ello es que el poeta sostiene que la palabra del canto sigue el rastro casi perdido de las huellas de los dioses huidos, y así salvar las cosas en “Lo Abierto”, liberándolas de su progresiva objetivación por el hombre:
“...lo puro,
no vigilado que el hombre respire y sabe
infinitamente y no codicia...”
En este punto, sin embargo, Heidegger cita algunos párrafos de una carta que Rilke escribiera un año antes de su muerte:
“Todavía, para nuestros abuelos, una casa, una fuente, una torre familiar, hasta su propio traje, su abrigo, eran infinitamente más, infinitamente más familiares, casi todas las cosas eran un recipiente en que se encontraban o dejaban algo humano. Ahora nos llega de los Estados Unidos cosas vacías e indiferentes, seudocosas, vida envasada... Una casa estilo americano, una manzana o unas uvas nada tienen en común con la casa, el fruto, las uvas en que nuestros antepasados ponían sus esperanzas y su pensamiento”. 10
No obstante, como apunta Heidegger, “antes que ‘lo americano’, amenazaba ya a nuestros antepasados la esencia -ignorada- de la técnica”.11
Lo más agudo y positivo de esta visión de Rilke es que se le vuelve problemático el ser de las cosas. Ya en 1912, escribía desde Duino que las cosas trasladaban su esencia al dinero y se esfumaban en su ser de cosas; ahora nos podemos percatar que el dinero apenas conserva ya las propiedades de la cosa; el siglo XVI, en el que todavía el dinero era metal, oro, cosa preciosa, nos queda ya lejano. En unos versos de 1901, que Heidegger califica de proféticos, Rilke había poetizado esta idea previendo la rebeldía del metal que, cansado de servir a la voluntad humana por una vía que no llevaba a la felicidad, sino a la degradación, siente añoranza de su lugar de origen y quiere dejar de ser moneda y máquina, y desde las fábricas y cajas volverse a las vetas de las montañas. “En lugar de lo que sí dispensaba el contenido mundanal –antaño acreditado- de las cosas, se extiende por la tierra cada vez más rápidamente, más implacablemente y más completamente objético de la dominación técnica. No sólo coloca todo lo existente en el proceso de la producción como si fuera algo susceptible de elaboración, sino que lanza al mercado los productos de la producción. En el seno del elaborar que se impone, lo humano del hombre y lo cósico de las cosas se disuelve en el calculado valor de cambio de un mercado que no sólo abarca toda la tierra como mercado mundial, sino que como voluntad de querer mercadea también en la esencia del ser y de esta suerte lleva todo lo existente al traficar de un cálculo que impera con la máxima viveza allí donde no se necesitan”12.
En esta grave situación ¿cómo salvar al hombre de esta debacle espiritual y conducirlo a lo que él tiene como misión? ¿Cómo salvarlo de los objetos, de la preocupación por los resultados, del deseo de tener, de la codicia que nos liga a la posesión, de la necesidad de seguridad y de estabilidad, de la tendencia a saber, para estar seguro, tendencia a darse cuenta que se convierte necesariamente en inclinación a contar y reducir todo a cuentas, el mismo destino del mundo moderno?
El hombre está positivamente desamparado. Arriesgado en el querer que es voluntad de querer , corre peligro de convertirse en mero material y en función de la universal objetivación, y al fin perder su esencia en aras de la elaboración y la producción. Con ello, señala Rilke, el hombre se cierra voluntariamente el camino, ya de suyo obstruido, hacia “Lo Abierto”. Si existe una esperanza de volvernos hacia una intimidad más profunda es desviándonos cada vez más por una conversión de la conciencia que, en lugar de llevarla hacia lo que llamamos lo real y que no es más que la realidad objetiva, donde permanecemos en la seguridad de las formas estables y de las existencias separadas, en lugar también de mantenerla en la superficie de sí misma, en el mundo de las representaciones que no es más que el doble de los objetos, la desviase hacia una intimidad más profunda, hacia lo más interior y lo más invisible, cuando ya no estamos preocupados por hacer y actuar, sino libres de nosotros y de las cosas reales y de los fantasmas de las cosas, “abandonados, expuestos en las montañas del corazón”, lo más cerca posible de ese punto donde “el interior y el exterior se reúnen en un sólo espacio continuo”. El hombre en esta brutal destinación se convierte en un empleado de la técnica, y se aparta de la “relación pura”, consumando el “divorcio” entre él y la naturaleza. “La producción técnica comenta Heidegger , es la organización del divorcio”13.
Hace falta un cambio de rumbo en los mortales y llegar a eso que “a veces” alcanzan: “ser un soplo más arriesgado que la vida misma”. La vida es aquí la naturaleza, el ser del hombre, el fundamento. Ser más arriesgados que la vida sólo puede significar arriesgarse aun allí donde no hay fundamento; en el abismo del propio ser desamparado y despojado de las falsas seguridades del hacer técnico. Estos que así se arriesgan se mantienen dentro del ámbito del querer, pero se trata de otro estilo de querer; un querer aclara Rilke , que no es egoísmo; un querer que no busca la propia seguridad por los caminos y medios del elaborar. Es un querer “Lo Abierto”, fuera de toda protección fundada en la voluntad. Pero este mayor riesgo crea, paradójicamente, la verdadera seguridad: la de reintegrarse al “medio inaudito”, a la “relación pura”. Es un estar en la seguridad de "Lo Abierto", aunque no al modo de los demás seres; el hombre, el mortal, sigue en el plano de la voluntad; realiza, pero no “elabora” técnicamente. Esta nueva seguridad no despoja al hombre de su íntimo desamparo; en esta nueva perspectiva, es ese mismo “estar íntimamente desamparado” el que le cobija y le da la seguridad de caminar hacia “Lo Abierto”. En el ámbito de “Lo Abierto” se incluye todo, aun lo que no vemos, incluso lo negativo; así la muerte, “ese lado de la vida que no podemos ver”. En una carta fechada en 1923, Rilke escribía:
“como la Luna, la vida tiene un lado que jamás vemos y que no es su contrario, sino lo que la completa para ser perfecta, para que sea íntegra, para que sea la esfera santa y plena del ser”14.
El elaborar técnico sólo admite como positivo lo fijo y constante, lo que “se ve”; por eso el estar desamparado y fenómenos como la muerte le parecen al poeta de Muzot algo puramente negativo. “Hay que leer sin negación la palabra ‘muerte’”, escribe Rilke. A veces también nos habla de que hay que sobreponerse a la muerte. La palabra sobreponerse es una de esas palabras que su poesía necesita. Sobreponerse quiere decir sobrepasar, pero sosteniendo lo que nos sobrepasa, sin desviarnos ni tender hacia nada que esté más allá. Tal vez sea éste el sentido que Nietzsche diera a la palabra de Zaratustra: “El hombre es algo que debe ser superado”, no porque el hombre deba alcanzar un más allá del hombre: no hay nada que alcanzar, y si él es lo que excede, este exceso no es nada que él pueda poseer ni ser. “Sobreponerse” está entonces muy lejos de dominar. Uno de los errores de la muerte voluntaria es el deseo de ser dueño de su fin y de imponer todavía su forma y su límite a este último movimiento. Ese es, por ejemplo, el desafío de Igitur: asignar un término al azar, morir en el seno de sí en la transparencia de un acontecimiento que uno hizo semejante a sí mismo que anulamos y que puede entonces anularnos sin violencia.
Parece que fuera de todo sistema religioso o moral haya que preguntarnos si no hay una muerte buena y una mala, una posibilidad de morir, como dice Heidegger, auténticamente, en regla con la muerte y también una amenaza de morir mal, como por descuido, de una muerte inesencial y falsa, a tal punto que toda la vida podría depender de esa relación justa, de esa mirada clarividente dirigida hacia la profundidad de una muerte exacta. Cuando reflexionamos sobre la preocupación de una muerte justa y esa necesidad de ligar la palabra muerte con la palabra autenticidad, vemos que esa exigencia, que Rilke vivió intensamente bajo varias formas, tuvo para él un origen doble:
“Oh, Señor, da a cada uno su propia muerte, el morir que surja
verdaderamente de esta vida, donde encontró amor, sentido
y desamparo”.
Deseo que tiene su raíz en una forma de individualismo que pertenece a fines del siglo XIX y que Nietzsche, si se lo interpreta al pie de la letra, parece haber ennoblecido. Nietzsche también quería morir de su muerte: “Muere de su muerte, victorioso, aquel que la realiza...” “Pero odiada... es vuestra muerte gesticulante, que avanza arrastrándose como un ladrón”. Por ello, tenemos que sumar la muerte al conjunto de lo positivo y así mantenernos en la “ley”, que es “reunión”, como la cordillera es la reunión de las montañas. Otro tanto tenemos que hacer con el “estar desamparados” anexionándolo al “estar abiertos” volviéndonos a esta apertura, llevando el desamparo al ámbito que le es más propio, a su esencia. Pero el desamparo provenía, en la experiencia de Rilke, de la objetivación universal, que a su vez descansaba en la prepotencia y la imposición premeditada. Por eso parece incoherente buscar su ámbito y esencia en lo “abierto”, que está radicalmente “cerrado” a todo lo que sea “objetivación” por parte de la voluntad. En este sentido, la objetivación, el mundo como objetividad es, para Heidegger, obra del elaborar y del representar técnico. Para el filósofo el verdadero peligro radica en mirar el mundo con ojos de técnico; El elaborar técnico es, en la poesía de Rilke, un “hacer sin imagen”15:
Aquí es el tiempo de lo decible, aquí su país natal.
Habla y proclama. Más que nunca
Van cayendo las cosas, las que podemos vivir, pues
Lo que las sustituyen, desplazándolas, es un hacer sin
Imagen”16
Todo pasa en la conciencia, en la res cogitans. El objeto resulta ser invisible y su ámbito es lo invisible de la conciencia. Si el estado de desamparo se funda en la objetivación y ésta pertenece a lo invisible de la conciencia elaboradora y calculadora, el ámbito esencial del estado de desamparo no puede ser otro que el invisible e interno de la conciencia. Pero, aún así, podríamos decir que Rilke trata de recuperar lo abierto, de cuyo apartamiento proviene el desamparo original. Esa recuperación no podrá consistir sino en una conversión o vuelta dentro de la conciencia, vuelta a lo más esencial de ella, a lo más invisible de lo invisible: el corazón. Vuelta desde la conciencia calculadora a la conciencia cordial. Quizá este pensamiento y el intento mismo quedaron sintetizados en aquellos versos de la Novena Elegía, en la que además de tematizar la esencia del quehacer poético alude a la leyenda de Dafne, convertida en laurel para escapar a los acosos del amor de Apolo, y a la unicidad de la vida del hombre relacionándose de tres formas diferentes con las cosas: apresándolas, contemplándolas y sintiéndolas, o identificándose con ellas:
“¿Por qué, si es posible pasar así el plazo
de la existencia, como laurel, un poco más oscuro que
todo
otro verde, con pequeñas ondas en el borde
de todas las hojas (como sonrisa de un viento): por
qué entonces
tener que ser humanos y, evitando destino,
anhelar destino?...
Oh, no porque haya felicidad
esta ventaja prematura de una pérdida cercana.
No por curiosidad, o por ejercitar el corazón,
que también estaría en el laurel
Sino porque estar aquí es mucho, y porque parece
que nos
necesita todo lo de aquí, esto que es efímero, que
nos concierne extrañamente. A nosotros, los más
efímeros. Una vez
cada cosa, sólo una vez. Una vez y ya no más. Y
nosotros también.
una vez. Nunca más. Pero este
haber sido una vez, aunque sólo una vez:
haber sido terrestres, no parece revocable.
Y por esto nos damos prisa y queremos llevarlo a
cabo,
queremos abarcarlo en nuestras sencillas manos,
en la mirada más colmada y en el corazón sin pala-
bras.
Queremos llegar a serlo...”17
Pascal ya había apelado a la lógica del corazón, a esa lógica más profunda que la lógica pura, porque va más allá de los objetos elaborables, a ese espacio donde habitan los antepasados, los muertos, las leyendas, los mitos, la sierra, los vertederos, las cosas, las humildes cosas...
“Porque el caminante, de la ladera del borde de la
montaña, no lleva
al valle un puñado de tierra, la inefable para todos,
sino
una palabra conseguida, pura, la genciana
amarilla y azul. Estamos tal vez aquí para decir: casa
puente, surtidor, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana,
todo lo más: columna, torre... pero para decir,
compréndelo,
oh para decir así, como ni las mismas cosas nunca
en su intimidad pensaron ser...”18
Todos estos “objetos” pertenecen también a lo positivo, a la esfera de lo presente, a la relación total e íntegra. Esta lógica del corazón pascaliano es precisamente la que va más allá de lo numérico y de lo calculable de la razón raciocinante. La alternativa queda entonces puesta de relieve entre aquello que Rilke en la misma Novena Elegía planteó:
“Aquí es el tiempo de lo decible, aquí su país natal.
Habla y proclama. Más que nunca
van cayendo las cosas, las que podemos vivir, pues
lo que las sustituye, desplazándolas, es un hacer sin
imagen...”
“Un hacer sin imagen” frente al final de la misma Elegía: Una “existencia rebosante surge en mi corazón”, con lo que el poeta salvífico aludía al recinto del mundo interior que abarca la totalidad de los seres. Pero para Heidegger, ese recinto interior de Rilke es precisamente lo que lo mantiene dentro de la metafísica moderna, dentro de la Edad Oscura, pues este espacio, ese tiempo reductible a nuestro más íntimo ser no es otra cosa que la subjetividad ese otro espacio que se define desde la objetividad. La vuelta del estado de desamparo, agravado por la actitud técnica, al recinto del corazón, tiene que comenzar rescatando las cosas en su condición de meras cosas al interior del corazón. Heidegger en este punto cita una carta de Rilke de 1925: “Somos las abejas de lo Invisible. Locamente libamos la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo Invisible19”. Nuestra tarea es impregnar de esta tierra provisoria y perecedera tan profundamente nuestro espíritu, con tanta pasión y paciencia, que su esencia resucite en nosotros invisible. Fuera de la protección ficticia de los objetos técnicos estamos seguros, porque lo íntimo del recinto nos libera hacia “Lo Abierto”.
¿Quién es capaz de llevar a cabo esa Kehre, esta vuelta? Este poema se lo calla. Heidegger barrunta por otros textos de Rilke que son los mismos que en un poema aparecían como “los que más se arriesgan”, “más aún que la vida”. Vida y aventura es en lo que consiste el ser del hombre en la concepción de Rilke. Arriesgarse más que la vida es superarse el ser a sí mismo, pues, en efecto, sólo el hombre puede trascenderse a sí mismo, a su verdad, y esto tiene lugar a través del lenguaje, que es el recinto, el templum, “la casa del ser”. “Siendo el lenguaje la casa del ser, llegamos a lo existente de suerte que constantemente pasamos por esta casa. Cuando vamos a la fuente o a través del bosque, pasamos a través de la palabra fuente, a través de la palabra bosque, aunque no pronunciemos estas palabras ni pensemos en el lenguaje”20, dice Heidegger. Todo ser se da en el recinto del lenguaje. De ahí que de ser posible la inversión del plano de los objetos a lo íntimo del espacio interior, tenga que ser en este recinto. El lenguaje, para el filósofo de la Selva Negra, es el encargado de llevar a cabo la unificación salvadora de las dos caras del ser: lo objetivo y lo cordial, la lógica de la razón y la lógica del corazón. Pero esto sólo lo puede decir un ser que ha llegado a la unificación y, por lo mismo, sólo éste puede emplear tal decir: “El Ángel”.
“¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías
de los ángeles?, y aún en el caso de que uno me
cogiera
de repente y me llevara junto a su corazón: yo
perecería por su
existir más potente. Porque lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible, justo lo que
nosotros todavía podemos soportar,
y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña
destruirnos. Todo ángel es terrible...”21
El ángel es la criatura en quien se ha cumplido la transformación de lo visible en lo invisible, de lo inferior en lo superior, como dice el propio Rilke en su carta a Hulewicz. Si la metamorfosis de lo visible en invisible es nuestra tarea y si es verdad que de la conversión existe un punto donde la vemos realizarse sin perderse en la evanescencia de estados “extremadamente momentáneos”: este punto es la palabra. Hablar es esencialmente transformar lo visible en invisible, es entrar en un espacio que no es divisible, en una intimidad que no obstante existe fuera de sí. Hablar es establecerse en este punto donde la palabra tiene necesidad del espacio para resonar y ser oída, y donde el espacio, al convertirse en el movimiento mismo de la palabra, se convierte en la profundidad y la vibración de la mediación. Por ello, el ángel de Rilke es un ser contrapuesto al ángel de la tradición judeocristiana: no es ningún mediador entre Dios y los hombres; tampoco es un ser que proteja a los humanos, “él, indiferente, desdeña/destruirnos”. Al igual que el Orfeo de Los Sonetos, el ángel de las Elegías no distingue entre el reino de los muertos y el de los vivos; en su seno están presentes invisibles, en el estado más puro de la interiorización la totalidad de las obras del hombre. Y sin embargo, Orfeo no es como el Angel, en quien la transformación se realiza, que ignora sus riesgos pero también su favor y su significación. Orfeo es el acto de las metamorfosis, no el Orfeo que ha vencido a la muerte, sino el que siempre muere, que es la exigencia de la desaparición, que desaparece en la angustia de la desaparición, angustia que se hace canto, palabra que es el puro movimiento de morir. Orfeo muere un poco más que nosotros, es nosotros mismos, llevando el saber anticipado de nuestra muerte, aquel que es la intimidad de la dispersión.
La esencia del ángel es consciencia, elevación a espectáculo de la realidad entera del mundo y de la historia. El ángel es la consagración del “amor intransitivo” del que Rilke habla ya en Los cuadernos de Malte: el amor concebido como radical salida de uno mismo y encuentro con el ser amado queda absorbido en esta suerte de mónada autosuficiente, “en el torbellino del regreso a sí mismo”, como leemos en la Segunda Elegía, porque “todo ángel es terrible”. Pero, ¿qué simboliza el ángel en la balanza de la aventura y el riesgo en que se debate el hombre, este ser desamparado? A un extremo la bestia, al otro el ángel; en medio, el hombre.
La planta y el animal viven, como dice Rilke, sin cuidado en “Lo Abierto”, “en la aventura de su sordo apetito”. Están en “Lo Abierto” adormecidos y llevados por sus instintos; están amenazados, pero no en su esencia; oscilan en la balanza, pero con la tranquilidad de su estar seguros, no en perpetua insatisfacción. La balanza del hombre es esencialmente intranquila; éste se lanza al desamparo con su querer imponerse sobre las cosas manejándolas y elaborándolas. Hace de las cosas y de los hombres puros objetos. Con su razón calculadora lo convierte todo en mercancía; transforma y cambia constantemente las cosas de su “relación pura”. Arriesga su esencia haciendo del dinero el valor de los valores. Por todo ello en su calidad de “comerciante” no puede conocer el peso propio de las cosas como tampoco puede conocer su propio y auténtico peso. Cuando el hombre da la vuelta y se convierte a “Lo Abierto”, resguardando su desamparo en el cordial recinto de lo invisible, entonces, en esa equilibrada unidad del recinto interior, “la balanza del peligro, pasa del ámbito del querer calculador al ángel”. Ya lo decía Rilke:
“Cuando de la mano del comerciante pasa la balanza a aquel ángel que en los cielos la aquieta y sosiega con el equilibrio del espacio...”
El espacio equilibrador es en Rilke el recinto del mundo interior, la íntegra esfera del ser que aloja las fuerzas puras del hombre. El cambio de la balanza se lleva a cabo en la aventura, en el ámbito del ser del hombre que es el lenguaje. El paso de la balanza a la mano del ángel es caso insólito, no ordinario. Se lleva a cabo por medio de esos que son “un poco más arriesgados que la vida”: los convocantes que por el lenguaje se arriesgan y arriesgan el ser. También el hombre calculador se arriesga y posee su propio decir, pero ese decir no es más que el del Das man, el del ser impersonal, el “uno”, la “voz de todos”. Lo que en rigor hay que decir es el ente en su totalidad, conducirlo a lo salvífico (das Heile) de la “relación pura”, de “Lo Abierto”. Lo que hay que decir es la vuelta de la ausencia de lo salvífico, propia del estado de desamparo. Ese decir es “canto”; “Canto es existencia”, dice Rilke en Los Sonetos a Orfeo; porque cantar es estar presente y pertenecer a la totalidad de lo que es. Este canto salvífico ya no es ni puede ser el premeditado imponerse y prevalecer del hombre calculador; no es un querer en el sentido de desear, sino que más bien es el canto que no pide nada ni trata de transformar nada, sino recogerlo todo en el recinto interior, tal y como Hölderlin dijera:
“Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para poder decir cuánto sufro".
La palabra del poeta tiene que ser consagratoria; ella es capaz de llevar al hombre hacia el ámbito abierto en el que se encierra, guarda y habita lo sagrado, hacia esa espiritualidad que posee el canto, el verdadero poetizar. Él mismo quiere perderse en esa espiritualidad, quiere hacerse impersonal como el espíritu. Es difícil “cantar”, eso ya lo había señalado Hölderlin cuando expresaba que la poesía era la ocupación más peligrosa. También lo intuyó Rilke cuando en su Novena Elegía cantaba doloridamente:
“Tierra, ¿no es esto lo que tú quieres: invisible
resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
ser algún día invisible? ¡Tierra!, ¡invisible!
¿Qué es, si no transformación, la tarea que impones
apremiante?...”
Cantar, para Rilke, no es una súplica, ni una salmodia, es existir, poetizar el mundo, consagrarlo para que advengan los dioses huidos, porque “los dioses no lo pueden todo”. El cantor es el poeta, el único capaz de transferir nuestro desamparo a “Lo Abierto”, a “lo sagrado”, y así trascender nuestro distanciamiento de lo abierto. Los poetas “en el tiempo indigente” parten de la experiencia de la ausencia de lo salvífico en nuestro estado de desamparo; preparan el camino rastreando las huellas de lo sagrado y de lo divino. Son ellos los mediadores porque su palabra suscita la aparición de lo sagrado, son ellos los que con su canto convocan a los celestes, trayendo de nuevo a la tierra a los dioses ausentes a través de su misma invocación.
Rilke, según el pensador de Sein und Zeit, distiende al máximo las posibilidades de la metafísica y llega hasta sus confines, pero no puede salirse de ellos; la metafísica subyacente en su poesía es la de la voluntad. Por ello Rilke se mantiene dentro de la subjetividad y de la voluntad, aunque amplía hasta el límite la subjetividad misma (ampliándola hasta esa lógica del corazón pascaliano), y la voluntad. Desde esta perspectiva no es suficiente ni posible abordar la superación de la Edad Oscura, de la edad técnica, donde hemos perdido al ser y donde los dioses han huido; esta indigencia y esta oscuridad se abaten sobre el mundo con su peculiar nihilismo, desamparo, retracción del ser y ausencia de Dios. Rilke sólo ha hecho evidente la indigencia. Sin embargo, existe la espera esperanzada de la que Hölderlin nos hablara y de la que hemos dado cuenta en el capítulo anterior:
“Donde esta el peligro,
está la salvación22”.
Pensando la frase hasta el extremo, quiere decir: donde está el peligro como peligro, está también la salvación. “La esencia de la técnica sólo lentamente se pone d manifiesto. Es lo que sucede cuando la noche del mundo se transforma en el día meramente técnico. Es el día más corto. Con él amenaza un invierno único infinito. Ahora, no sólo se niega la protección al hombre, sino que lo incólume de todo lo existente permanece en las tinieblas. Lo santo huye. El mundo queda sin redención. De esta suerte, no sólo lo santo como huella de Dios queda escondido, sino que aun la huella a lo sagrado, a lo santo, parece borrada”23. La salvación no se pone junto al peligro. Es el peligro mismo el que es, cuando aparece como tal peligro, salvación. El peligro, en virtud de su capacidad de "vuelta", trae la salvación. “Acaso toda otra salvación que no venga de donde está el peligro, siga siendo una calamidad (...) La salvación tiene que venir cuando se produzca un cambio de rumbo en la esencia de los mortales24”.
Salvar es lo mismo que soltar, liberar, respetar, reverenciar, guardar, tomar en protección, abrigar, conservar. Lo salvífico es lo que cuida, salvaguarda y preserva. Por ello nos queda el poeta, cuyo salvífico y peligroso oficio consiste en evocar la claridad de la faz del cielo en la palabra cantante, haciendo así brillar y resonar lo evocado, porque el poeta no describe la Epifanía de cielo y tierra, sino que muestra lo oculto; evoca en los fenómenos conocidos y familiares lo extraño, para que lo invisible allí escondido permanezca como lo que es: desconocido. ¿Queda con esto trascendido el hombre moderno? El hombre moderno es el que quiere. Rilke describe a “los más arriesgados” como “los que quieren más”. Pero ese “querer más” consiste en un querer de otro modo; su querer no es aquel querer que trata de imponer la objetivación del mundo, su querer consiste en atraerse todas las fuerzas para recogerlas en su referencia a lo abierto.
El hombre por ese querer reconduce lo visible a lo invisible, a la unidad del ángel. En ese espacio interior de lo invisible el ente aparece como lo salvífico, que es el primer peldaño para ascender, a través de lo sagrado y lo divino a Dios. Los poetas “en tiempos de penuria”, partiendo de la experiencia de la ausencia de lo salvífico en nuestro estado de desamparo, preparan el camino, rastreando las huellas de lo sagrado y lo divino, hacia Dios. Rilke, así distiende al máximo las posibilidades de la metafísica y llega hasta sus confines. Pero no se sale de ellos; la metafísica subyacente en su poesía es la moderna, la de la voluntad, aunque amplía hasta el límite la subjetividad, extendiéndola al “corazón”, eliminando toda apariencia de imposición y resolviendo el querer en un impulso de recogerse y recoger todas las cosas en el conjunto del ente.