A Richard Rorty2 se lo considera, en la actualidad, el más importante filósofo norteamericano. Sin embargo, de modo paradojal, su contribución fundamental consiste en haber argumentado con claridad contra la idea de que la filosofía pueda imponerse como perspectiva privilegiada del saber. Los filósofos no son dueños de ninguna verdad inefable ni de un conocimiento metafísico insondable, ni de un instrumental más apropiado para diseccionar la realidad.
Se puede llegar a discutir si Rorty es o no el pensador más importante de la actualidad, pero es indiscutible que es el mejor escritor filosófico surgido desde Bertrand Russell.
La idea de que la filosofía puede confirmar o desacreditar las pretensiones de conocimiento de la ciencia, la ética, el arte o la religión es una construcción histórica que debe ser rechazada de plano. Si la filosofía se transformó en una especie de tribunal de la cultura es porque se adjudicó una "comprensión especial de la naturaleza del conocimiento y de la mente" que hoy resulta ilegítima. Los filósofos —dice Rorty— no tienen un conocimiento peculiar, superior, que pueda conducirlos sin obstáculos hacia afirmaciones más ciertas o seguras. El pragmatismo —el movimiento que William James, Charles Pierce, Oliver Wendell Holmes y John Dewey fundaron a fines del siglo XIX y que llegó a imponerse como la filosofía norteamericana o como el modo norteamericano de encarar las cosas3— recibió un impulso capital en el siglo XX gracias a los escritos de Rorty, a su inusual combinación de sutileza literaria con un modo agudo, preciso de encadenar los razonamientos críticos.
El pragmatismo (o neopragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir ha permitido recuperar la idea de una filosofía norteamericana, estadounidense, como una perspectiva "nueva", definida por su desapego a la metafísica y por oposición a las corrientes filosóficas de la "vieja Europa" como el positivismo, la filosofía analítica y la fenomenología. El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse como un rechazo por la noción de verdad objetiva. La verdad, para el pragmatismo, es circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado de un acuerdo o convención. Esta filosofía critica también la idea de una racionalidad ahistórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es moral y de lo que no lo es, y finalmente rechaza la pretendida "objetividad" de los hechos y de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, lo que esta todavía en cuestión es en qué medida las aspiraciones del pragmatismo puedan corresponderse con las efectivas prácticas políticas y tecnocientíficas que identifican hoy a lo norteamericano. De hecho, Rorty mismo da cuenta de esa incertidumbre.
El antiesencialismo y el antifundamentalismo de Rorty, que ataca la Filosofía entendida como búsqueda privilegiada de fundamentos, está en la base de su renuncia al puesto de profesor de filosofía y su paso a profesor de humanidades, ya que sitúa la filosofía junto con la crítica literaria, la poesía, el arte y otras formas de la actividad humanística, y abandona toda pretensión de un acceso privilegiado a la Verdad4.
De la propuesta de Rorty, me ocuparé, inicialmente, del capítulo IV5 de una de sus obras capitales: Contingencia, ironía y solidaridad en la que es posible encontrar las claves de su pensamiento ético y político.
En la obra mencionada Rorty sostiene que los sujetos llevan consigo una serie de palabras que les permiten justificar sus acciones, creencias y vida, son las palabras con las que narramos prospectiva o retrospectivamente nuestras vidas, este conjunto de palabras las define como léxico último.
Rorty entiende por “léxico último” aquel “conjunto de palabras que (los seres humanos) emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas” y aclara que “es último en el sentido de que si se proyecta una duda acerca de la importancia de esas palabras, el usuario de éstas no dispone de recursos argumentativos que no sean –sino– circulares”.
Un léxico último se compone de términos como “Cristo”, “Inglaterra”, “La Revolución”, “El Libre Mercado”, etc. El ironista trata también a ciertos autores no como canales anónimos que conducen a ciertas creencias, sino como emblemas o abreviaturas de determinados léxicos últimos y de sus filiaciones afectivas. Es el caso de “Nietzsche”, “Friedman”, “Tomás de Aquino”, “Sade”, “Teresa de Calcuta” y de otros nombres que soportan todo un imaginario de resonancias ideológicas. El Hegel más tardío se convirtió en el nombre de un léxico así, y Kierkegaard y Marx se han convertido en nombres de otros tantos. El sujeto de Rorty es el ironista, los ciudadanos de su sociedad liberal son las personas que perciben la contingencia de su lenguaje de deliberación moral, conciencia y comunidad. La figura paradigmática es el ironista liberal quien piensa que los actos de crueldad son lo peor que se puede hacer y quien combina el compromiso con una comprensión de la contingencia de su propio compromiso y he aquí la ironía.
La ironía anida y deja su huella en el vocabulario de una lengua. Hay palabras cuya función es, como en política, restringir la aserción que se está haciendo o incluso significar lo contrario de lo que dicen. Un claro ejemplo de esta cuestión es el decir que “no hay cosa más incierta que la edad de las señoras que se dicen de cierta edad”. O en la mordaz observación de que decimos “seguramente” cuando estamos todo menos seguros de algo. En este sentido no hay expresión más genuinamente socrática que la palabra “quizá”. Precisamente estableciendo una comparación entre las interpretaciones de la ironía históricamente más destacadas, cabe decir que “mientras la sabiduría socrática desconfía tanto del conocimiento de sí mismo como del conocimiento del mundo y llega al saber de su propia ignorancia, la ironía romántica aniquila el mundo para tomarse más en serio a sí misma”.6
Ironizar acerca de la propia vida no es algo simple, sobre todo cuando “la propia vida” se entiende afectivamente. Por ello se requiere una falta total de complacencia, una modestia particularmente exigente, y la decisión inconmovible de llegar, si es preciso, hasta el sacrilegio7 para poner en ejercicio la ironía8, entendida ésta como un radical desprendimiento de sí mismo.
El hombre irónico se identifica con esa misma capacidad de reírse de sí mismo, una capacidad que pondrá a prueba no solamente con su propio léxico, sino también con sus sentimientos –los cuales no son, en definitiva, tan independientes de nuestro léxico como solemos creer –y con sus actos. La ironía, llevada al extremo de recaer sobre sí misma, coincidiría con el estado de nadificación que caracteriza ciertos caminos místicos en su fase final.
Para Rorty la ironía tiene indudablemente un carácter epistemológico desde el momento en que con ello nombra la relación que mantiene cierto tipo de persona con los valores fundamentales de su cultura o, en la terminología de Rorty, con su “léxico último”. Dado que todo código de comportamiento se establece de acuerdo con esos valores, no puede negarse que la ironía tiene también un carácter ético. Ahora bien, el “ironista” epistemológico es definido por Rorty como aquel que –como hemos señalado - tiene serias dudas acerca de su propio léxico, y la certeza de que esas dudas no podrán disiparse con argumentos que pertenezcan al mismo léxico, ni tampoco, por supuesto, con argumentos pertenecientes a léxicos ajenos. Los distintos caminos metafóricos se le ofrecen al “ironista” como caminos equivalentes entre los cuales no cabe mejor elección posible, dado que no existe ningún metaléxico referencial9. Ello hace del “ironista” una persona incapaz de tomarse en serio a sí misma “porque sabe que siempre los términos con que se describe a sí misma están sujetos a cambio, porque sabe siempre de la contingencia y fragilidad de sus léxicos últimos y, por tanto de su yo”10.
Rorty, como queda claro, emplea el término ironista para designar a quienes reconocen la contingencia y fragilidad de sus creencias y deseos más fundamentales. Los ironistas liberales son personas que entre esos deseos imposibles de fundamentar incluyen sus propias esperanzas.
Así pues, en el concepto de Rorty la sensibilidad postmoderna queda caracterizada por el ironismo, es decir por la actitud caballeresca y distante que el intelectual mantiene hacia las propias creencias, mientras que la masa, para quien tal ironía pudiera resultar un arma demasiado subversiva, seguirá saludando a la bandera y tomándose la vida en serio11.
Para los ironistas, señala Rorty12, nada puede servir como crítica de un léxico último salvo otro léxico semejante; no hay respuesta a una redescripción salvo una re-re-redescripción. Nada puede servir como crítica de una persona salvo otra persona, o como crítica de una cultura, salvo otra cultura alternativa, pues, como se ha señalado, personas y culturas son léxicos encarnados. Por eso nuestras dudas acerca de nuestros caracteres o de nuestra cultura sólo pueden ser resueltas o mitigadas mediante la ampliación de nuestras relaciones y nuestras perspectivas, del alcance de nuestra mirada. La mejor manera de hacerlo es la de leer libros o ver obras cinematográficas, por lo cual los ironistas pasan la mayor parte de su tiempo prestando más atención a las obras literarias y cinematográficas que a las personas reales. Los ironistas temen quedar atascados en el léxico en que fueron educados si sólo conocen gente del vecindario, de manera que intentan trabar conocimiento con personas desconocidas (Alcibíades, Gregor Samsa, Winston Smith), familias desconocidas (los Karamazov, Rocco y sus hermanos) y comunidades desconocidas (los caballeros teutónicos, la policía del pensamiento del Londres de 1984, los obreros de Metrópolis.
Finalmente la solidaridad humana vendrá en manos de Rorty desprendida de su carácter universal y racional. Para él, la solidaridad humana sólo puede entenderse con referencia a aquel con el que nos expresamos ser solidarios, con la idea es “uno de nosotros”, en donde el nosotros es algo mucho más restringido y más local que la raza humana. Esto tiene su razón de ser en que los sentimientos de solidaridad dependen necesariamente de las similitudes y las diferencias que nos den la impresión de ser las más notorias, y la notoriedad estará a final de cuentas en función de ese léxico último históricamente contingente13. De esta manera la solidaridad humana para el ironista liberal, figura central de la sociedad liberal de Rorty, no es cosa que dependa de la participación en una verdad común o en una meta común, sino cuestión de compartir una esperanza egoísta común: la esperanza de que el mundo de uno –las pequeñas cosas en torno a las cuales uno ha tejido el propio léxico último- no será destruido.
Si Rorty puede ser clasificado como sustancialista, será en el sentido de que ofrece un contenido concreto de la moralidad, el de la democracia occidental contemporánea.
El peligro de los totalitarismos y toda actitud intransigente radica en la posibilidad que amenaza a una idea de volverse ideología; tal acechanza puede ser descrita como la tendencia –o tentación -de querer transformar nuestro léxico último o premisas fundamentales (sistema de ideas y creencias) en un léxico trascendental, una verdad objetiva que queremos imponer a otros, siendo pues -de este modo- la pretensión de objetividad sólo un argumento para obligar. Con facilidad, por medio de estos mecanismos que operan de forma inconsciente –en las interacciones humanas (manipulándonos)- es que corremos el riesgo de caer en este peligroso juego, y esto, sobretodo, por la extrema facilidad que tenemos para darle entidad a aquello que nombramos. De esta manera, llenamos el mundo de entes ficticios en los que terminamos creyendo y a partir de los cuales (cuando están bien trabados -un ejercicio “artístico”, por tanto), formamos “ideología”. –Una ideología, generalmente, es soportada por lo que Rorty denominaba “léxico último”: conceptos que tan sólo pueden definirse recurriendo a sí mismos.
Esto no constituiría problema alguno si no mediara el concepto de verdad. Toda ideología -y todo sistema- se propone como verdadero. Es decir, como explicación verdadera. ¿De qué? ¿Del mundo? No (tengamos en cuenta que “el mundo” siempre se dice dentro de un sistema): como explicación de un mundo interpretado: el universo que se ha urdido a partir de una serie de conceptos cuya validez y referencialidad no se cuestionan. Filosofía, literatura y solidaridad.
Como hemos visto hasta aquí, Rorty aboga por un liberalismo consciente de su fragilidad, por un liberalismo irónico. Un liberal, piensa Rorty, es alguien que cree que no hay nada más repugnante que el sufrimiento y que la crueldad y que aspira, entonces, a minimizarla. Un ironista, por su parte, es –como hemos anticipado –alguien capaz de advertir la contingencia de sus deseos y de sus propósitos de autonomía y de autorrealización. Un liberal irónico es, entonces, alguien que está preocupado por la justicia y a quien le aterra la crueldad; pero que reconoce que carece de todo amparo metafísico en esa preocupación y en ese terror.
Por eso un liberal metafísico se resigna a la discontinuidad entre lo privado y lo público. Los seres humanos, según Rorty, debemos decidir dos cosas distintas. Por una parte, cómo vivir nuestra vida. Por otra, cómo organizar la convivencia.
Contra el racionalismo —y contra la idea de que es la filosofía la que nos conducirá hacia una base racional que nos redima de la inmoralidad—, Rorty ha buscado en la literatura las fuentes de la ética colectiva y de la moral individual. En Walt Whitman rastrea el origen del ideal democrático norteamericano y en la literatura de Henry James y Marcel Proust encuentra las fuentes de la ética individual. "Habitualmente se piensa que Proust y James nos forman de la misma manera en que nos forman Sócrates y Shakespeare; ya que no sólo nos dan vívidos retratos de personas que hasta entonces nos resultaban desconocidas, sino que además nos fuerzan a experimentar vívidas dudas sobre nosotros mismos." Pero para Rorty, lo que esta literatura ofrece es más profundo todavía: "Así como las personas religiosas que al leer los textos sagrados se ven capturados por algo superior a ellos, algo que a veces puede parecerse al éxtasis del orgasmo, así también los lectores de James y Proust —escribe— se ven de pronto capturados en una suerte de aumento de la imaginación y de cierta intensidad compartida en la apreciación del tiempo, similar a la que tiene lugar cuando dos amantes ven que su amor es recíproco. Proust y James ofrecen una redención a sus lectores, pero no una verdad redentora; de la misma manera en que el amor redime al amante y sin embargo no le agrega nada a su conocimiento."
Por ello no debe resultar extraño que Rorty recurra a la literatura o a la ficción, allí se acota un problema y se llena el vacío de las reflexiones descontextualizadas sobre el carácter moral de las acciones humanas. Se busca que la descripción ya no dé formulaciones abstractas y vacías, sino refiera a experiencias humanas concretas, –como el dolor o la traición– las que al ser compartidas, genere la necesaria empatía desde la cual se geste la solidaridad y la compasión.
Es importante insistir en que Rorty cree que esta persuasión a ser solidarios y compasivos no ha de tener lugar a través de la argumentación filosófica –no hay fundamentación última alguna en la preocupación por la justicia– sino a través de las redescripciones de la metafísica como ironía, y de ésta –la ironía– como compatible con el liberalismo. Contingencia, ironía y solidaridad no pertenece, por lo tanto, al género de la filosofía sino más bien al de la crítica literaria que, para Rorty, es la única forma de discurso que puede tener relevancia moral en nuestra cultura posfilosófica14: la sociedad liberal necesita literatura y no filosofía.
Rorty, como detractor de los discursos fundacionalistas, afirma la inutilidad de la pregunta “¿por qué ser solidario y no cruel?” Sólo los teólogos y los metafísicos piensan que hay respuestas teóricas suficientes y satisfactorias a preguntas como esta. Por el contrario de lo que se trata es de afirmar que “tenemos la obligación de sentirnos solidarios con todos los seres humanos” y reconocer nuestra “común humanidad”. Explicar en qué consiste ser solidario no es tratar de descubrir una esencia de lo humano, sino en insistir en la importancia de ver las diferencias (raza, sexo, religión, edad) sin renunciar al nosotros que nos contiene a todos.
Rorty parte de la doctrina de Williams Sellars de la obligación moral en términos de “intenciones -nosotros” “we- intentions”. La expresión explicativa fundamental es la de “uno de nosotros” equivale a “gente como nosotros”, “un camarada del movimiento radical”, “un italiano como nosotros”.
Rorty propone demostrar que la noción e idea de “uno de nosotros” tiene más fuerza y contraste a la expresión “uno de nosotros, los seres humanos”. El “nosotros” significa algo más restringido y local que la raza humana. De ahí entonces que Rorty conciba al individuo, más bien, como una contingencia histórica. La idea tradicional de “solidaridad humana” según la cual dentro de cada uno de nosotros hay algo –nuestra humanidad esencial– que resuena ante la presencia de eso mismo en otros seres humanos se difumina.
No existe un componente esencial en razón del cual un ser humano se reconozca como tal, ni existe tampoco un tal yo nuclear. No existe esencia, o fundamento o naturaleza humana. El ser humano es algo relativo a la circunstancia histórica, algo que depende de un acuerdo transitorio acerca de qué actitudes son normales y qué prácticas son justas o injustas15. Es de esta forma como Rorty afirma la contingencia del ser humano.
Así la solidaridad humana no podrá consistir ni fundarse en el reconocimiento de un yo nuclear –de la esencia humana– en todos presente. Más bien se la ha de concebir como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales –étnicas, políticas, religiosas, sexuales– carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación.
De allí que Rorty sostenga que las principales contribuciones del intelectual moderno al progreso moral son las descripciones detalladas de variedades de dolor y humillación –contenidos en novelas e informes etnográficos– más que los tratados filosóficos y religiosos. Piénsese, por ejemplo, en 1984 la novela de Orwell, de la que Rorty realiza un prolijo análisis16. El giro de la Ética hacia la narrativa. “La literatura –señala Rorty– contribuye a la ampliación de la capacidad de imaginación moral, porque nos hace más sensibles en la medida en que profundiza nuestra comprensión de las diferencias entre las personas y la diversidad de sus necesidades [...] La esperanza va más bien en la dirección de que, en el futuro, los seres humanos disfruten de más dinero, más tiempo libre, más igualdad social, y que puedan desarrollar una mayor capacidad de imaginación, más empatía... la esperanza en que los seres humanos se vuelvan más decentes en la medida en que mejoran sus condiciones de vida.”17
Así pues, la tarea de la ampliación de nuestras lealtades supone una transformación sentimental –basada en el desarrollo de emociones como el amor, la confianza, la empatía y la solidaridad–, sólo por esta vía se posibilitará un verdadero encuentro de las diferencias culturales.
En definitiva, más educación sentimental y menos abstracción moral y teorías de la naturaleza humana. De ahí que Rorty18, por ejemplo, critique el enorme grado de abstracción que el cristianismo ha trasladado al universalismo ético secular. Para Kant, no debemos sentirnos obligados hacia alguien porque es milanés o norteamericano, sino porque es un ser racional. Rorty critica esta actitud universalista tanto en su versión secular como en su versión religiosa. Para Rorty existe un progreso moral, y ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana.
Por ello, insistimos, más educación sentimental y moral a través del desarrollo de la sensibilidad artística. Debemos prescribir novelas o filmes que promuevan la ampliación del campo de experiencias del lector, más aun cuando el lector es un político, un economista, un trabajador social, un médico, un empresario, un dictador, o, más aún, cuando se trate de un niño que tenga, como tal, la posibilidad de convertirse en cualquiera de estos tipos humanos reconocibles.
Si Hitler, por ejemplo, no hubiese sido rechazado en la Escuela de Bellas Artes cuando alrededor de los 17 años postuló a lo que era su única vocación, la pintura, sus actividades creativas no habrían sido sustituidas por el dibujo del horror, de los campos de concentración con su violencia voraz.
Este proceso de llegar a concebir a los demás seres humanos como “uno de nosotros”, y no como “ellos”, depende de la descripción detallada de cómo son las personas que desconocemos y de una descripción de cómo somos nosotros. Ello, como se ha aclarado, no es tarea de una teoría, sino de géneros como la etnografía, el informe periodístico, los libros históricos, el cine, el drama documental y, especialmente, la novela. Ficciones como las de Richard Wright o Malcolm Lowry nos proporcionan detalles acerca de formas de sufrimiento padecidas por personas en las que antes no habíamos reparado. Ficciones como las de Henry James o Nabokov19 nos dan detalles acerca de las formas de crueldad de las que somos capaces y, con ello, nos permiten redescribirnos a nosotros mismos. Esa es la razón por la cual la novela y el cine poco a poco, pero ininterrumpidamente, han ido reemplazando al sermón y al tratado de ética como principales vehículos del cambio y del progreso moral. Este reconocimiento rortyano es parte de un giro global en contra de la teoría y hacia la narrativa. La Ética se constituye como reflexión y disciplina precisamente porque la razón humana es incierta, porque los seres humanos estamos con-viviendo en un mundo interpretado, en un universo simbólico, en el que todo lo que hacemos y decimos se eleva sobre un horizonte de provisionalidad.
La realidad es inseparable de la ficción porque es inseparable del lenguaje o de los lenguajes, de la palabra o de las palabras y de los silencios, porque es inseparable de las interpretaciones, porque vivimos en un “mundo interpretado” en el que nunca nos sentimos seguros.
El giro narrativo de la Ética, aquí propuesto, asume que no existe ninguna instancia metateórica que legitime sus enunciados, ningún punto de vista trascendental, ningún meta-léxico, ningún dogma que consiga escapar a las figuras de las que nos servimos para construir sentido. Sólo la literatura es capaz de narrar, en ocasiones dramáticamente, el flujo de la vida, su ambigüedad. El poeta, el novelista –el narrador– renuncian al intento de reunir todos los aspectos de nuestra vida en una visión única, de redescribirlos mediante un único léxico.
La razón literaria20, en la medida en que es una razón estética, es una razón sensible al sufrimiento del otro o, en otras palabras, es una razón compasiva.
Sin una imaginación literaria no es posible conmoverse ante el mal. La educación sentimental y literaria busca, pues, formar individuos que sean capaces de indignarse ante el horror. La razón educativa desde el punto de vista literario es una razón perturbadora, es una razón sensible a la humillación del otro.