En el contexto premoderno del reconocimiento del nacimiento y de la muerte como límites, en principio fuera del alcance humano, se llevaban a cabo numerosas prácticas y rituales para comunicar las instancias de la providencia o del destino, para reconciliar y congraciarse, pero también, en el peor de los casos, para soportar sus decisiones –como prueba o castigo. Para ese propósito se celebraban ceremonias sacrificiales, se asumían reglas de comportamiento definidas hasta el último detalle (desde el bautismo hasta el funeral) y, no menos importante, una pronunciada metaforización del “más allá”: precisamente esta limitación definida de manera tan severa favorece la fantasía de transgredirla.
Mientras, los límites se han hecho cada vez más flexibles, se pueden manipular de muchas maneras, remover o –como en el caso de una reanimación exitosa– temporalmente pueden perder su vigencia. Por eso, si uno, en las condiciones actuales, intenta “consolar” a una víctima de un accidente con canciones fúnebres, o llamar a un sacerdote en lugar de una ambulancia, esto podría ser visto casi como un delito criminal. Incluso el luto por un muerto, o el deseo no satisfecho de tener un hijo desemboca, no pocas veces, en dudas y reproches: ¿no fue tomada en cuenta la verdadera medida salvadora? ¿Cumplieron los médicos con su deber? ¿No se podría haber hecho alguna otra cosa? ¿Quién falló? El posible señalamiento de un anónimo o, al menos, no responsabilizable poder, fue cada vez menos practicado, menos ritualizado: las coloridas y variadas fantasías de un “más allá” pierden color, acaso compensado por un “pedazo de cielo” de una vaga, descomprometida “esotérica” colectiva. Este proceso es fácil de criticar y estigmatizar como historia decadente. Pero hasta la polémica más elocuente podría confundirse con esta nostálgica hipocresía que pretende preferir el fantasma de una trascendental suerte a una terapia supuestamente exitosa. En última instancia, siempre se conserva el “gorrión en la mano”, incluso en la situación misma en la cual la “paloma sobre el techo” es el único gorrión que se puede tener: o sea, que se considera a la teomórfica paloma realmente como un gorrión –como una especie de seguro de vida sagrado que, como se sabe, no perjudica aunque tampoco ayude.
La pregunta por la transformada valoración simbólica de la expectativa de vida en la modernidad no puede recurrir a la actual crítica fundamental ni a la histórica, glorificada “edad de oro”: más bien, se tienen que discutir las consecuencias que resultan del acrecentado trabajo de manipulación del nacimiento y de la muerte –y la consiguiente pérdida de los ritos. De esta manera cambió sensiblemente la relación social con la muerte, y no en el sentido de la omnipresente tesis de la “sublimación de la muerte”. La muerte es hoy, en cierto modo, menos tabú que en la recientemente tan citada Edad Media del ars moriendi: sólo basta con encender el aparato de televisión para tener acceso a los miles de imaginables modos de mortandad humana. El canal uno ofrece un documental sobre la guerra y los campos de concentración; el canal dos una aséptica serie sobre cuidados intensivos; en el tres aparece el conductor de un noticiero comentando catástrofes, guerras o accidentes; el cuatro pasa un thriller o un western (con infinidad de muertes); en el cinco una película de horror con vampiros y zombies.
Hasta los niños son confrontados, desde muy temprano, con la realidad de la muerte: incluso en las más inofensivas producciones de Disney aparecen, más frecuentemente, casos de muerte, mismos que se dejan transferir sin maquillaje a las diferentes realidades cotidianas. Es así como un niño valiente, que ha perdido a la madre o al padre, es un adorable tema de Hollywood, lo que provoca que mi pequeña hija pregunte preocupada, a cada rato, cuánto tiempo más vivirán sus padres.
No es la muerte –tema, por excelencia, tanto estético como filosófico de la modernidad– la que es “sublimada”: en total contraposición, los moribundos se dejan en manos de los expertos sistemas clínicos cuya tendencia es la de abandonar al paciente en casos perdidos. Donde el triunfo sobre la muerte casi se ha convertido en ethos médico, la experiencia del fracaso debe ser rechazada. El moribundo aparece como un reproche materializado; este reproche se vuelve hacia él mismo proyectándolo: quien muere ha fracasado y no merece ninguna atención más. Norbert Elías se quejó con razón por la “soledad de los moribundos en nuestros días” –la que surge del actual concepto de éxito y no de los errores técnicos– de la medicina contemporánea. La impotencia clínica, incluso a menudo el enojo inconsciente que se puede dar en el contacto con un moribundo, favorece una práctica que cambia rápidamente la función del “perdedor” a la de un mero medio de nuevas estrategias de conservación de vida: por ejemplo, se transforma en un “donador de órganos”.
La creciente posibilidad de manipular la expectativa de vida permite la disposición y el uso estratégico de “estados” entre la vida y la muerte, como una extensión de las “tierras de nadie” temporales; las que van desde los embriones congelados hasta los comatosos artificialmente conservados con vida. En estas “tierras de nadie” se confunden las experiencias tradicionales que uno tenía con respecto a las expectativas de vida: ¿está verdaderamente vivo el huevo fertilizado que se conserva en el congelador? ¿El hombre que todavía respira, con su piel rosada y sus reflejos espinales intactos, está realmente muerto? En un estudio recientemente publicado sobre la práctica de trasplante de órganos, Anna Bergman y Ulrike Baureithel refieren que los así llamados “donadores” con muerte cerebral, son anestesiados para no espantar a los asistentes de la operación con reacciones inesperadas tales como contracciones musculares, enrojecimiento de la piel o fuertes transpiraciones.
Nacimiento
y muerte se virtualizan de manera latente junto con las posibilidades
crecientes de manipular y cambiar las expectativas de vida: pero esta
“virtualización” exige forzozamente planificaciones y decisiones
que difícilmente se pueden juzgar desde la perspectiva de una ética
tradicional. La ética clásica se desarrolló sobre el espíritu de
que la expectativa de vida está fuera del alcance humano, sea por un
destino fatal o por la divina providencia; las casi universales
reglas de prohibición de matar corresponden a las diversas reglas y
restricciones de procreación. La nueva vida no se debía –per
imitationem dei– en forma activa, sino que únicamente se aceptaba
como un “regalo” del creador o de las estrellas: a los niños los
recibimos, pero no los hacemos. Sólo la biología y la ginecología
modernas hacen posible una estratégica “planificación familiar”,
una farmacológica –y también adelantada tecnología genética–
producción asistida de “hijos deseados”. Frente a ello, desde un
primer punto de vista, esto no tendría objeciones: los “hijos
deseados” son, en general, mejor cuidados, educados y más
intensamente queridos. Sin embargo, el esfuerzo invertido en los
“hijos deseados” constituye tan sólo el campo opuesto de los
niños “no deseados”. Este esfuerzo de planificación y
expectativas produce la posibilidad estructural de errores de
planificación y desengaños. No pocas veces los hijos fervientemente
deseados se convierten en indeseados duendes tan pronto se frustran
las proyecciones y esperanzas de los padres. La nueva factibilidad de
los descendientes transfiere las lógicas de la necesidad, producción
y consumo a los niños, los cuales –como todo producto– podrían
o no cumplir lo prometido. Se recomienda, en un momento de crisis,
ese “niño” conforme a la época, el ofrecido con marcada ironía
por la agencia intermediaria Bilwet: el “niño electrónico”,
desarrollado especialmente para las exigencias de adultos activos. Es
particularmente resistente, apacible, cuidadoso, y permite ser
activado –siguiendo las preferencias y costumbres– tanto de día
como de noche. Si faltan tiempo o ganas, el “niño electrónico”
se desactiva con un simple golpe en la nuca (standby-taste). Un
agradable valor agregado: no tiene síntomas adicionales tales como
las manchas azules o daños cerebrales (una situación que abre un
campo amplio de posibilidades de manejo. Sus fantasías no tienen
límites). El “niño electrónico” tiene cinco niveles de
complejidad, puede alegrarse en tres idiomas y es un regalo ideal
para todos los que verdaderamente quieren a los niños. “Ésos son
mis amigos: yo los hice”, se escucha en una escena clave de la
película Blade Runner.
La moderna virtualización de las expectativas de vida también cambia la percepción y construcción de los sistemas de relaciones sociales. Los órdenes genealógicos verticales, que incluyen los contactos rituales con los antepasados totémicos, se reemplazan progresivamente por un género horizontal de tejidos de relaciones, amistades temporales y matrimonios de tiempo limitado, los que tan rápidamente pueden enlazarse como deshacerse. Entre tanto es inusual, a veces hasta descortés, preguntar a un interlocutor poco conocido por sus padres o abuelos, mientras que es más pertinente hacerlo por los amigos o conocidos comunes. Bien entendido, también un crítico de los modernos sistemas de relaciones apenas podría cambiar las posibilidades emancipatorias de enlaces libres por un arcaico culto a los antepasados; por supuesto no se trata de eso. Sin embargo, hay que reflejar las consecuencias de la horizontalización de los modernos sistemas sociales: los riesgos de las relaciones poco fiables, del aislamiento en situaciones de enfermedad o de edad avanzada, de la creciente fragilidad de las incontables relaciones entre los géneros y las generaciones. Naturalmente los mass media cumplen, en cierto medida, con un trabajo de compensación: cada individuo solitario –llamado actualmente de manera elegante “single”– puede dejarse consolar, en caso de necesidad, por anuncios y comerciales eróticos de los programas nocturnos de TV; y, hasta en gran medida, se deja calmar el dolor privado por la muerte de los padres, amigos o hijos a través de escenificaciones culturales del recuerdo y “cultos totémicos públicos”, los que se organizan en museos, en los debates sobre monumentos o en las conmemoraciones. ¿Cómo se desarrollarán las futuras formas modales con las cada vez más flexibles y manipulables expectativas de vida? Franz Borkenau sostuvo, en un poco conocido ensayo sobre las “antinomias” de la muerte –tesis inspirada en el psicoanálisis–, que la humanidad no se podría “imaginar” de manera plausible su mortalidad como tampoco su inmortalidad, por eso, concuerdan las grandes culturas –según un ciclo predecible– sobre ciertas “soluciones de las antinomias de la muerte, las cuales en el transcurso de los siglos se agotan o se convierten en su contrario. Borkenau confronta el monumental mito egipcio de la inmortalidad con la depresiva conciencia histórica de muerte de las culturas griega y judía. Él deduce el triunfo del cristianismo por el impacto de una nueva y convincente idea de inmortalidad (la resurrección de la carne), mientras que la modernidad está considerada como la época de la crítica de la religión y de una conciencia, que de ahí deriva, de la mortalidad, y que tal vez haya culminado en la filosofía existencialista. ¿Qué resulta de estas observaciones para el futuro? Borkenau creyó posible que el proceso de la modernización rompe totalmente el ciclo de la antinomia de la muerte; quizás sería también posible que los siguientes ciclos creen un nuevo mito de la inmortalidad, precisamente por las oportunidades, crecientes hasta el infinito, de extender y manipular técnicamente las expectativas de vida. Probablemente comience pronto, no un “siglo de titanes” (como lo profetizó el viejo Ernst Jünger), sino más bien una época neoegipcia, la que también mostraría su parentesco con el viejo reino que posibilita una prolongación de la vida por medio de la ciencia y la tecnología, la esperanza del cada vez más exitoso repliegue de la muerte, pero solamente para una mínima parte de la sociedad.
Mientras en Egipto el poder y el status dinástico fungían como criterios para el elaborado procedimiento de las momificaciones y eternizaciones en grandiosos mausoleos, en el siglo xxi son más bien las finanzas y los lugares privilegiados, los que pueden aumentar las oportunidades de óptimas terapias y medidas para prolongar considerablemente la vida.
Porque no se debe negar que los sueños técnicamente cada vez más plausibles y realistas de un “nuevo hombre”, de ninguna manera incluyen a toda la humanidad. Las perspectivas del “hombre factible” –que es, a saber, la flexibilización técnica de la expectativa de vida– se abren en un tiempo previsible solamente para una muy pequeña fracción de la población mundial: la gran mayoría de los “nuevos campesinos pobres” no se registrará en el sentido de un racismo estructural de estrategias perfectibles de la tecnología genética o médica.
Tal vez uno no crea en los rumores escuchados sobre los niños en las favelas de las metrópolis brasileñas, cazados por una mafia de traficantes de órganos para material de trasplantes; también se pueden considerar como exageradas las advertencias del genetista molecular Lee J. Silver, quien predice una separación de la humanidad iniciada por la tecnología genética en clases biológicas con evoluciones separadas. Pero seguramente estos rumores y las perspectivas del futuro describen el posible establecimiento de una élite longeva, que toma su capital simbólico –como en el drama de Elías Canetti, Los que viven a plazo fijo–, en cierto modo de su rango en la tabla estadística de las aseguradoras.
¿Qué estructuras del poder y del saber se desarrollarán en una sociedad tan diversificada biomédicamente? ¿Qué máximas éticas se impondrán? ¿Cuáles utopías opuestas perturbarán el sueño exclusivo de la inmortalidad provocada técnicamente? Quizás siga a la época neoegipcia –si la teoría de los ciclos de Franz Borkenau es cierta– un siglo en el cual el memento mori no se deba expresar como una confesión del fracaso y de la desesperación, sino como una aceptación alegre de oportunidades que nacen de cada limitación. Pero este lejano siglo no conoce todavía a ningún profeta.