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Revista Observaciones Filosóficas


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art of articleart of articleIndustria Cultural, Arte y Teoría Crítica

Mtro. Mario Javier Bogarín - Universidad Autónoma de Baja California
Resumen
Este artículo se propone indagar en los orígenes que de la noción de industrias culturales desde una perspectiva sociocultural, tomando en cuenta las condiciones en las que las tesis de la Escuela de Frankfurt fueron fundadas desde la crítica de la producción de bienes culturales como el arte y la ideología.

Critical Theory and Cultural Industry: Production of discourses on contemporary art, thinning of review and hybridization of Visual Studies.

Abstract
This paper proposes to enquire the origins of cultural industries notion from a sociocultural aim, considering the frameworks of the Frankfurt School critical theory behind the production of cultural godos as art and ideology.

Palabras clave
Industria Cultural. Escuela de Frankfurt. Teoría Crítica.  Producción Artística. Galería

Keywords
Cultural Industries. Frankfurt School. Critical Theory. Artistic Production.  Gallery

Revista Observaciones Filosóficas - Nº 17 / 2013 - 2014
1.-La Teoría contra la Industria

La Teoría Crítica1 supone el reproche extremo y bien fundamentado de un estado de crisis que se define por la cancelación de las bondades de la Razón por el propio peso de su signo progresista y la decepción por la estrechez de miras del instrumentalismo en relación con la riqueza humana que pretende esquematizar.

Está claro que la dialéctica frankfurtiana ha permeado la crítica social posterior a la Segunda Guerra Mundial, incluida su actualización marcusiana de finales de los sesenta, a causa de su permanente escepticismo ante la producción masiva de cultura desde el enfoque con que el Estado diseñara el sostén político-cultural de sus acciones y el contrato que había de pactar con la sociedad, con lo que se puso en duda su papel de mediador de las acciones y necesidades de los agentes que lo integran para dar paso a su identificación como el gran sospechoso de todos los trastornos y carencias originadas en la cultura industrial que ofrece y que son al mismo tiempo las productoras de ideología encaminada a la homogeneización de pensamiento, ya no por la negociación entre conciencias de clase y sus inversiones de capital cultural, sino imponiendo las condiciones en que individuos y régimen se relacionan para reproducir el sistema de producción económica.

A partir de entonces habrá una división muy marcada entre el arte y la política provocada por la polarización radical de tendencias de pensamiento profundizadas por la creciente sensación de que el sujeto protegido y reconocido por la ley también está capacitado para hacerse responsable de una conciencia determinada del procedimiento por el que hará aportaciones valiosas a su entorno desde la base de su formación y posicionamiento en la sociedad, lo que le dará elementos para seguir una iniciativa para influir en la Superestructura desde la trinchera de la política o valiéndose del mensaje artístico.

En Cultura y simulacro (1973)2, Jean Baudrillard personifica al Estado como generador de cultura e iconoclasia, como productor de una visión única del mundo y, por eso mismo, de una industria socializante que le otorga validez al darle un significado legitimado por sus propios intereses sujetados por los límites interpretativos de las entidades sociales consumidoras de arte, política y religión; estos actores son básicos en la construcción de los imaginarios que van definiendo a cada ciclo histórico hasta identificar a un conjunto de acontecimientos que responderán al ejercicio de los gobiernos y modelarán las exigencias de las comunidades organizadas en torno a la cultura popular como amalgama de costumbres y sentimientos y no amparándose en el aparato de coerción como cohesionador artificial de idealismos antagónicos.3

Esta percepción del arte como canal de conciencias encaminadas a ejercer el poder se ubica paradójicamente en una relación polémica con el papel desempeñado por el arte antes de la Revolución Industrial, cuando la creación artística existía patrocinada por el poder de la política, ajustando la sensibilidad popular a la dicotomía de lo humano y lo divino que, codificada y traducida por la jerarquía absolutista, inspiraba el orden general y productivo en un periodo en el que la noción de nacionalidad se hallaba delimitada por la extensión de los reinos que se conquistaban por expediciones de conquista o guerras santas por igual.

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La materialización del espíritu y devoción por encargo de la jerarquía eclesiástica y estatal conferiría al arte su aura sagrada en tanto depositaria por medio de sus distintos soportes de una divinidad inmensa pero asequible, lejana pero cada vez más cotidiana, eterna y a la vez instantánea, presentando la esencia de sus orígenes como la idolatría artificial e irrepetible de los cimientos del Estado, de la Iglesia, del mundo entero.

Este primer estadio del arte representa la influencia unidireccional del aura estética hacia las conciencias estamentales unificadas, y la nueva idea del arte al alcance de todos sería el rescate del individuo sobre la masa y la objeción frankfurtiana residirá en la aparente personalización de un discurso político-artístico-económico bastante manido y vuelto a procesar en una era en que la masificación puede enfocar sus baterías hacia la conciencia individual para asegurarse una vez más de que su mensaje unilateral (siempre unilateral, según la ortodoxia adorniana) está penetrando sus propios sentimientos y adecuando a cada entidad personal para recibir una doctrina sustentada en el racionalismo iluminador que en Auschwitz dejaría ver su ineficacia.

Tal mensaje único e invasor sería, en la versión de la Dialéctica del Iluminismo, la reeducación sutil de la conciencia de clase encandilada por un luminoso espejismo de igualdad progresista que invitaba a aprovechar los beneficios de la nueva revolución cultural del arte en la época de su reproductibilidad técnica al tiempo que dejara de lado sus instrumentos coercitivos en nombre de la vocación concentradora de una Cultura Media.4

Shils, en su papel de teórico temprano de la futura cultura pop, reconoce que la distinción se identificará ya no por el carácter sagrado o profano del arte ni por la proyección de los productos de la industria de posguerra, sino por medio de una estratificación de la densidad y calidad de los contenidos que lo componen y que será la que establezca la versatilidad, utilidad y durabilidad de su mensaje, ahora codificado en los niveles de originalidad de la cultura Reinada, Mediocre o Brutal, y serán estos parámetros, ningún otro, los que plantearán el destino y afinidad del arte popular una vez despojado de su manto sagrado.

Dicha desacralización será primordial en el procedimiento de la midcult para abrirse espacios acercando colectividades a un solo contenido. Al dejar de concebirse a la sociedad, como hemos considerado antes, en vetas acomodadas según un ordenamiento divino, se empezó a pensar en el Ser como Individuo y así el arte y la cultura dejaron de ser órganos de difusión de la verdad oficial para convertirse, regresando a su origen primario, en medios de expresión de la voluntad e interpretación del mundo moderno entendido como muestra de una realidad en que la cultura de masas se transforma a sí misma, enviando señales para activar su propio movimiento contracultural.

Es prudente enfatizar esto como la característica principal de la cultura descentralizada como un sistema autoinmune de elaboración de símbolos en el que cada acción, alineada o no, cumple el rol de agente propagador de ideas que siempre están invirtiendo en el futuro y que son capaces de trascender la indiferencia que gradualmente va cosechando su saturación.

El arte, entonces, es un espacio en el que se conjugan viejos métodos con nuevas tecnologías, y su comunicación ha estado comprometida como nunca en los últimos cincuenta años con las variables políticas y del mercado que han construido a esta sociedad, lo que obliga a reconsiderar su valor como manifestación de la humanidad en el contexto del orden mundial de la posmodernidad, un concepto en donde los idealismos, reacciones y revoluciones parecen estar de vuelta una vez que han superado su raíz estética para colonizar, a decir de Ernesto Laclau, áreas cada vez más amplias del pensamiento hasta convertirse en el nuevo horizonte de nuestra experiencia cultural y filosófica cultivada en la convicción generalizada de que el posmodernismo puede considerarse un embrollo de soluciones a plazos en todos los niveles.

La cultura media responde a los cuestionamientos de la Teoría Crítica con un milenarismo invertido, al no significar nada por sí misma y al dirigirse a todas partes ofreciendo todas las experiencias posibles a la mayor cantidad de receptores que se puedan, valiéndose de la maniobrabilidad que otorga la caída de la sacralidad como valor legitimante de la vocación mística y la degradación de la tradición con la consiguiente desaparición de la autoridad absoluta.

Esta es la apuesta de la midcult por las estructuras estructurantes en constante mutación, confiando en el “descenso del lenguaje” o “giro lingüístico” como constitución de la voluntad humana, tema abordado a lo largo del siglo por mentes como Wittgenstein, Heidegger o Gadamer, mientras aumentaban el interés y el potencial de la lingüística, la comunicación y la cibernética como futuros soportes para el arte ahora convertido en industria al haberse alcanzado su reproducción perfecta.

Hoy como nunca parece adquirir ida el postulado de Saussure acerca de que el significado no reside en una relación entre una proposición y aquello a lo que se refiere, sino en la relación de unos signos con otros. Así el sujeto aparece como receptor y duplicador de las funciones del lenguaje puesto en rotación por todos los medios de comunicación a un solo tiempo, fenómeno en el que el arte posmoderno intenta transmitir todo aquello que se encuentra más allá del lenguaje para mostrar lo “inmostrable”, para exponer un sentimiento y una sensación casi sinestésica que ya no se encuentran encapsulados en el valor asignado a una obra de arte que se pretende reflejo de la realidad, sino que se hallan en permanente crecimiento dentro de la conciencia de los individuos que ahora han de “elegir” un producto cultural que forma parte de una abstracción nouménica que señorea todos los signos de las industrias culturales que quedan de relieve en todos los objetos que nos rodean por nuestra calidad de sujetos producto de este tiempo.

El arte ahora avanza hacia un entretenimiento fácilmente consumible, presumiendo su artificiosidad como virtud principal y, desde Warhol, perfectamente autoconsciente de su condición de mercancía reproducible mecánicamente, de ahí también su eclecticismo como un reciclaje de valiosos sintagmas desmontados de aquí y de allá, asumiéndolos en forma de parodia sentimental.

El arte en la actualidad sigue siendo tan vulnerable a la crítica como siempre, se halla desmoralizado y deshistorizado, incapaz de tomarse a sí mismo en serio, lo que por otra parte viene a convertirse en una de sus nuevas fortalezas, y ahora su referencialidad está supeditada a otros productos ya existentes lo que, para horror de la antigua crisis crítica, no se acerca ni de lejos a la producción de arte tomando lo real” como modelo aunque, como ocurre en el caso mencionado en el párrafo anterior, esta inspiración constituye la fuerza del arte como vía de negociación personal con una realidad construida en el panorama que la masa tiene de su propia existencia conciente, en un mundo en el que el “Arte mediocre” de Shils vuelve por sus fueros para ubicarse como el principal referente para considerar el porvenir de la estética.

El posmodernismo ha marcado la evolución del pensamiento crítico al contribuir a la subversión de dos principios cardinales del iluminismo: el poder del lenguaje para configurar el mundo y el poder de la conciencia para configurar a un “Yo”, y es por ello que cuando hablamos de un “vacío de la posmodernidad” nos estamos acercando a la crisis del positivismo que dio origen a la Teoría Crítica, aunque en esta ocasión careciendo de un trasfondo ideológico que pueda cebar al fanatismo engendrado por la desesperación, pues ahora se percibe mucho mejor que el anhelo de libertad y autodeterminación nunca puede ser satisfecho o, como dijo William Burroughs, una de las más acreditadas voces de la amargura pop: “Nuestro Yo es un concepto completamente ilusorio”.

El arte posmoderno, el mismo que es generado y utilizado por la midcult y es instrumento de las nuevas tecnologías en concordancia con el actual sistema global, se enfrenta a varios problemas que Foucault pudo entrever al rechazar la noción de la existencia de una realidad detrás o por debajo del discurso predominante en un ciclo histórico en que el sujeto es también una ilusión creada por el mensaje positivo.

2.- El arte y su trascendencia sobre la masificación

La significación trascendental de la creatividad actual, la misma a la que estudiamos como portadora de los mensajes masivos a la vez que individuales, radica entonces en fundamentos de lo social que no pueden prevalecer y ser aprehendidos más allá del contexto de varios periodos o epistemes, como los denomina Foucault, y que por lo tanto cambian según esta periodicidad dada, en la que bien podríamos categorizar, estirando convenientemente la idea, a los factores que crean y modifican la vigencia de un argumento en el imaginario de la industria del entretenimiento o la transitoriedad de la moda y las tendencias que dictan el estilo, por mencionar solo dos.

Es importante, a la hora de realizar un análisis de las sensibilidades artísticas, señalar que ante la ya mencionada ausencia de algo parecido a “leyes inmanentes”, los moldes discursivos que dan forma a los sujetos primero han de justificarse sólidamente en el centro de las epistemes.

Por otra parte, el estudio de las intercampalidades sociales debe tomarse en cuenta a la hora e evocar la influencia de la cultura mediática sobre sus receptores ya que, contrario a lo que pudiera pensarse en una primera lectura, es este fenómeno de pluralidad el que permite observar que existe una infinidad de imaginarios preactivos que impulsan experiencias relacionadas con el consumo y la comprensión del arte y que están asociados colectivamente dentro de un sistema de industrialización omnímoda y no es éste el que se encarga de crearlos originalmente antes de proveerse a sí mismo de un sustento retórico.

Jean-Francois Lyotard advierte contra el abuso de teorización al respecto cuando resume al posmodernismo como incredulidad ante las concepciones generales de las metanarraciones considerando, por ejemplo, que cualquier concepto de alienación desemboca en un totalitarismo que intenta unificar a la sociedad corporativamente, de manera que no duda en definir a la teoría como terror en su obra La economía libidinal (1974), donde también retoma su ideal de reconocer una multitud de “pequeñas narraciones” en lugar de un dogmatismo inherente a las metanarraciones o “grandes ideas” que no sólo se vieron superadas por la complejidad de la incipiente globalidad de mediados de siglo sino además afectadas por sus propios fallos precipitados por una ideología excesivamente tendenciosas.

Lyotard llegó a expresar una versión acerca de la nueva base técnica del arte en consonancia con sus tesis cuando en 1985 montó una exposición high-tech en el Centro Pompidou de París y fue ahí donde revelo un interesante dato en el que se pueden resumir a los efectos de la cultura industrializada y la orientación de su crítica: “Queríamos señalar que el mundo no está evolucionando hacia una mayor claridad y simplicidad sino más bien rumbo a un grado de complejidad en el que el individuo se puede sentir muy abandonado, pero en el que puede llegar a ser más libre”.5

Así las cosas, es de vital importancia remarcar el carácter masivo de la cultura como canal de acceso de la sociedad hacia el nuevo arte, lo que implica además el reconocimiento de su capacidad para producir sus nuevos recursos simbólicos particulares.

A lo largo del presente estudio se ha insistido en varias ocasiones en el hecho de que los individuos, al volverse sujetos de un orden que les confiere un rol particular de acuerdo con sus aptitudes y antecedentes, quedan facultados para convivir con la cultura industrial realizando aportaciones constantes desde su ubicación en un campo para así encontrar la trascendencia y confirmar la naturaleza popular del arte posmoderno que no es otra cosa que el ejercicio democrático de la introyección ideológica a nivel global y esto, en vez de crear condiciones para la dominación tecnológica total, hace pensar en el futuro de los medios de comunicación como el sistema de almacenamiento de la obra de arte en constante progresión y distribución, fomentando su utilización y reciclaje según sus múltiples interpretaciones posibles, estableciéndose como referencia antes que como ícono y quedando a disposición del dominio popular que establece que aquello que es profundo y místico hace una década es un cascarón de gusto banal a la siguiente.

El sentido del valor intrínseco, a la luz de una competencia descontrolada, ha sido reformado para ajustarse a las necesidades del mercado que ha absorbido además a los movimientos contraculturales que el mismo Estado (siempre a través del arte) generó anteriormente y estos fueron puestos bajo la protección de la mercadotecnia que extrajo de ellos su valor emotivo, reprocesándolo y deshecho, cuando la hubiera, la ideología tergiversada que pudiera redundar en una desviación que pusiera en peligro la pureza artística del pop emergente.

Tal apropiación del arte por el público y de sus contenidos por el mercado implica el funcionamiento rudimentario de los juegos de poder en una tesis sistémica que sugiere la evidencia de un mecanismo que perpetúe a la superestructura y el quid de esta deberá encontrarse en la capacidad de la industria política estética para la copia permanente y al mayoreo del arte.

En su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (1932), Walter Benjamin se remonta a Marx para explicar a la cultura en términos de las condiciones cambiantes de la producción y empieza a hablar de las tendencias evolutivas del arte bajo el progreso de la economía y cómo esta no le hace perder su valor combativo sin importar la fuerza de su poder de cooptación instrumentado desde las fuerzas del mercado.

El estudio de la infraestructura que Benjamin hace partiendo de la nueva sociedad de masas se concentraría en la lógica del arte siempre propenso a la reproducción indiscriminada y en este punto revela un hecho germinal: “Los alumnos han hecho copias como ejercicio artístico, los maestros los hacen para difundir las obras y finalmente copian también terceros ansiosos de ganancias”, así queda sugerida la duplicación de la obra de arte como un acontecimiento que avanza históricamente tras iniciarse al nivel de la cultura lowbrow, en la esfera de la producción para el autoconsumo, y crece a medida que lo hace la demanda de la industria técnicamente dotada para ofrecer al público una escalada voluminosa y variada de novedosos productos.

En teoría, la obra de arte es Arte a causa de su irrepetibilidad que despierta un aura de inspiración sagrada que llama al descubrimiento de una Revelación; el producto cultural es un artefacto que se integra a la vida cotidiana con carácter temporal para satisfacer una necesidad inmediata.

Benjamín apunta esta fenomenología señalando que en el mundo griego tan sólo el bronce, las terracotas y las monedas eran viables para su reproducción a gran escala gracias a los procedimientos de fundición y acuñación y que de ahí se dio un salto hacia la litografía que posibilitó la manipulación del arte gráfico cuyo objetivo serían las figuraciones más complejas y completas.

Seguir la línea del frankfurtianismo a través de sus postulados acerca del arte implica reconocer su vigencia en la creación y puesta en acción del concepto del aura a cargo de Benjamin: la legitimidad de la obra como producción humana y su potencial simbólico frente a su reciclaje como objeto multiplicable ad infinitum cuya misión es responder a una demanda constante, erigiéndose como satisfactor que se presta al mensaje estatal en camino de cristalizar la consagración del régimen, cancelando toda posibilidad de mediación al incluir en sí mismo su propia dialéctica de la competencia económica que tarde o temprano lo habrá de sustituir por uno nuevo.

Ello obedece, regresando con Benjamin, que el modo de la percepción sensorial se modifican dentro de grandes espacios históricos de tiempo, junto con toda la existencia de las sociedades humanas.

El autor cita como ejemplo la Invasión de los Bárbaros que hizo surgir la industria artística del Bajo Imperio, forjada en el maremagno de los procesos de intercambio de distintas culturas que por su gran variedad dieron legalidad a la producción de arte alrededor del cual se unificó la sociedad y en este renglón cabe recordar que en Calahorra, entre los mandatos de Tiberio y Vespasiano (14-79 d.c.), un artesano ceramista de nombre Calus Valerius Verdallus creó los vasa notoria, los únicos vasos pornográficos que se conservan del Imperio Romano que cumplían la doble función de servir para beber y guardar como recuerdo, ya que en ellos figuraba una leyenda que hacía alusión a lo representado en ellos, junto a la firma del autor, inaugurando con ello, merced a una apertura global de las políticas del Imperio, la industria del souvenir.

Este hecho histórico puede ser el retrato típico de la necesidad de cercanía que el ser humano, el usuario de las representaciones por medio del arte, manifiesta hacia las figuras, vivas o inanimadas, que dan forma a su idiosincrasia que a su vez proyecta la personalidad de los colectivos.

Benjamin ilustra el concepto del aura como la manifestación irrepetible de una lejanía: tomar el primer sorbo de una taza de café, respirar el aire de una mañana en la montaña o seguir con la mirada una cordillera en el horizonte significa imbuirse del aura de dichas vivencias objetuales, lo que, en el marco de un ejercicio de memoria recapitulativa, se ordena como material de futuras experiencias vicariales que van enriqueciendo imaginativamente, aún a costa de suprimir detalles originales, el reflejo de un suceso real único, lo que confirma la regla de la irrepetibilidad que le permitió siempre al arte ser un instrumento de orientación del poder para lograr un adoctrinamiento gradual y definitivo, pero, sobre todo, pacífico.

La historia del aura, siempre bajo su lupa crítica que hemos venido estudiando, toma esta descripción para profundizar en los condicionamientos sociales que intervienen en el desmoronamiento del aura como tal, arrojando luz sobre dos circunstancias sensiblemente relacionadas con ese público masivo sobre el que el Institut había alertado con profusión:

1.- El acercamiento de todas las cosas a un nivel espacial y humano (con todas las consecuencias psíquicas que esto conlleva) en un afán por superar la singularidad de cada dato ajustándolo a un solo patrón que puede ser reproducido.

2.- Siendo la “duplicación” algo distinto de la “imagen” se observa el uso del objeto-arte como parte de la estadística, es decir, la imagen deseada se trastoca y se coloca al alcance del gran público “en esencia”, triturando su aura, su unicidad original, orientando ahora su valor no hacia la evocación rústica de antaño, sino a una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo se hace evidente por el uso de la técnica para ganarle terreno de la imagen (entendida como esencia que se sintetiza en “la cosa en sí”), con lo que se pone en relieve el alcance de la conducción estratégica de la realidad de las masas.

3.- El aura confiere significado a la experiencia artística

Lo que se pretende considerar aquí es que la obra de arte sufrió una aparente devaluación que la ortodoxia inicial frankfurtiana comprendió como subyacente al progreso tecnológico propiedad de un sistema de dominación que se había perfeccionado racionalmente a un punto tal que acabó por racionalizar, administrar y justificar la represión, la censura y el homicidio de Estado desde una discursividad política que era la fuente indiscutible de la propaganda que al pasar por los medios de comunicación masificada debía valerse de soportes retóricos y materiales cada vez más variados y omnipresentes para que cada estrato e individuo se apropiara de un fragmento funcional y resumido de la ideología del sistema, y la reestructuración de la cultura pop(ular) prevista por los investigadores del IIS sería la atmósfera idónea para el diseño de una nueva sociedad de consumo que ya no tuviese que ser oprimida y redirigida cíclicamente por ningún aparato coercitivo sino que marchara armoniosamente gracias al suministro de bienes materiales cuyo consumo y apreciación permitiera el crecimiento de la economía.

De esta manera, resultaría imprescindible centrar las decisiones de la alta política en una prospectiva económica que dirigiera la aplicación y mantenimiento de programas sociales y leyes presupuestales. Ha sido palpable en las últimas cuatro décadas la revolución de las nuevas tecnologías produciendo cultura para una comunidad global plenamente integrada al mercado para así lograr el afianzamiento de las variables macroeconómicas que rigen los flujos de capital más importantes de la historia y, al desplazarse de de la política hacia la economía, las prioridades de los gobiernos hacen que las naciones y la opinión pública concentren sus análisis y disensos en la salud de un esquema monetario que garantice un bienestar relativo para la mayor parte de la población posible, haciendo a un lado, temporalmente, las discusiones convencionales sobre los numerosos canales aculturación global que con puestos en circulación con el objetivo alterar y reconstruir los valores y la percepción de los sujetos que componen a la sociedad en su conjunto.

Nos referimos a la producción de cultura masiva y más adelante será posible estudiar en detalle sus proyecciones sobre la alta cultura pop y sus visiones desde la alta cultura hasta la manufactura rústica (lowbrow o cultura mediocre o de “gusto dudoso”) y cómo éstas se organizan como modelos para la concepción de los gustos, de la sensibilidad de su tiempo.

Esta preeminencia del capital a niveles nunca imaginados por los críticos hace más compleja la labor de denuncia de la cultura mediática: pareciera que la imbricación entre sociedad y mercado es tan simbiótica y minuciosa que se antojaría imposible ejercer un papel activo contra las fuerzas rectoras de la macroeconomía sin privar a la sociedad de una estabilidad tan consistente como relativa que se ha alcanzado después de las revoluciones ideológicas motivadas por el control de los medios de producción y de haberse implementado programas antipopulares para conseguir un crecimiento sostenido de las industrias de cada país.

Es como si la caída de los metarrelatos cronicada por Lyotard se tradujera en una nueva clase de ciudadanía que se afirma dispuesta a imponer por una vez su voluntad, informada y ubicada en campo de representación, pero sin renunciar al consumismo que le ha dado entrada a un mundo nuevo de confort que solo se adquiere cuando los índices de crecimiento arrojan que todas las necesidades básicas se encuentran cubiertas para un sector poblacional importante, lo que también hace pensar en un marco de aceptación universal para darle cauce a la competitividad natural de los sujetos que son quienes hacen que el dinero se mueva y se reproduzca.6

Cabe añadir que el significado de “Industrias culturales” a partir del desarrollo cuantitativo (y cualitativo también) de su producción puede ser descrita desde la óptica de Baudrillard en La sociedad de consumo (1970) cuando afirma que un producto de consumo es algo tan abstracto que la economía no es más que un sistema de signos y que las demandas que como actores sociales formulamos infatigablemente no reflejan ningún deseo real implícito, sino que son nuestro propio mecanismo para conceptuar la urgencia que tenemos por participar en el sistema simbólico, siendo que la idea de tener “necesidades” es una ilusión producida por el ensueño que nos hace creer que estamos consumiendo “objetos”.

En este tenor, Baudrillard reitera las tesis de Guy Debord al considerar que si el sistema pudiera existir sin precisar de sujetos con necesidades, estas no existirían, o en pocas palabras: “las necesidades existen sólo porque el sistema las necesita”.7

A pesar de este encuadre queda en el aire un punto crítico: en nuestra actual economía de mercado no es posible saber cuáles son exactamente las necesidades reales o “útiles” que presenta cada consumidor pues la demanda global se halla compuesta por infinidad de intereses y artículos que son a su vez consecuencia y origen de la industria dedicada a la totalidad de sus receptores, ante quienes es imperativo responder con una oferta uniforme pero prácticamente interminable en su variedad antes que con un discurso demagógico que acerque régimen a sus necesidades individuales, lo que sería irreal y también una pérdida de tiempo que dinero en la vorágine de la generación de cultura.

Revalorar a la obra de arte como objeto de consumo intensivo implica considerar su uso desde una perspectiva más práctica y tendiente a relacionarlo con numerosas aplicaciones multimediáticas que lo reciclen periódicamente, de ahí que sea básico recordar su ensamblamiento en el contexto de una tradición, según Benjamin, que abarca todas las actividades sociales que ponía en común al objeto con una cosmogonía armada con base en simbolismos religiosos y prácticas políticas. Al haber cambiado la estructuración de la comunidad y con ella sus valores morales y estéticos, como panorámicamente se ha venido explicando, las fuerzas productivas fueron asimiladas como generadoras del capital económico que concede un amplio margen de interacciones sociales, hecho que queda al descubierto ante los errores de apreciación de Baudrillard al denunciar, en la obra antes citada, la dudosa utilidad de los gadgets, los nuevos productos de impulso comercializados en los Estados Unidos: la mayor cantidad de dinero en circulación pronto requirió de un mercado más amplio donde la competitividad de los compradores solventes pudiera ejercitarse y ser satisfecha; dicha competencia se había originado en la ambición de alcanzar (y mantener) una posición superior cifrada en una capacidad de autorrepresentación en varios ámbitos de las relaciones grupales florecientes en una sociedad que en su calidad de “consumista” se encuentra más informada y organizada.

El arte ha sido puesto al servicio del mercadeo y ello puede ser comprendido como una etapa avanzada del proceso de apropiación que el público corriente y moliente ha hecho de su entorno decodificándolo, volviéndolo a codificar, defragmentándolo, recreándolo en el rango de enriquecimiento creativo que propició la degradación de los mitos que alguna vez supusieron el sustento del poder, lo que ha puesto en tela de juicio, como antes sugirió un título de Mircea Eliade8, la pesimista tesis de Nietzsche respecto a un eterno retorno a las formas y funciones ancestrales, al ajustar las potencialidades de la producción del arte a una nueva dimensión, la económica, luego de que la esfera teológica le hubiera dado diferentes usos en el pasado.

Volviendo a Benjamin, es preciso anotar que el producto de arte (o el “objeto-arte”, si hemos decidido endilgarle una noción de sentido amplio), se había empezado a preparar para su reproducción-resignificación por lo menos desde finales del siglo XIX, entre la explotación experimental del souvenir en la Costa Azul y el surgimiento del concepto “star system” en Hollywood, California, ambos eventos emblemáticos que avizoraron un nuevo orden mundial cuyo basamento puede localizarse, en palabras del autor de Sobre la fotografía, en las masas anónimas que en el siglo XX habrían de hacerse de una identidad firme como ninguna otra a través de las culturas populares y sus expresiones en los soportes emergentes como la nueva prensa comercial, la radio y, muy especialmente, el cine, género en el que Georges Duhamel no vio aportación alguna al desarrollo del espíritu humano y su progreso histórico para luego ser rebatido por el mismo Benjamin, quien consideraba que el cinematógrafo representaba un aparataje sin igual, inmejorable para explorar (sin decirlo con estas palabras) su tesis del aura sobre todos los objetos, personas, ambientes y colores, aún dentro de la paradoja de que por primera vez el creador y el actor podían actuar con toda su persona viva pero despojada de su aura, de su esencia variopinta en la que durante siglos se basó la sensualidad del gesto teatral; todo esto ya implicaba un cambio de estructuras, una aparente, superficial degradación de la cultura, siempre ambigua y manipulable pero todavía mística y cálida, tras ser filtrada por un mecanismo que exige también que el arte se transponga en un papel fugaz que luego de ser capturado por una sensibilidad dispuesta a modelarlo con todos sus valores, primero, y destilado por el soporte al que se le destine, después, que con el paso de las décadas se ha convertido en el único bagaje artístico que conocemos por ser el más cercano a nuestro tiempo, cuando existe más información que nunca y los discursos ideológicos deben matizarse de acuerdo a los contornos inestables de la sociedad de consumo, que en su calidad masa, también n su momento debió establecer un nuevo tipo de relación con la obra de arte, como preparación para el desarrollo de una actitud de plena asimilación de los bienes masivos de consumo que se apoderarían de la segunda mitad del siglo.

Walter Benjamin haría gala, a mediados de la década de los treinta, de un optimismo ligeramente irónico al afirmar que el público de ser un espectador retrógrada frente a un Picasso, se había transformado progresivamente ante la obra de Chaplin, por ejemplo, ya que la maduración del nuevo gusto favorecida por la apertura mayor del arte gracias a su reproductibilidad lo había facultado para establecer parámetros con los cuales contener a eso que podríamos llamar “cultura oficial”, adoptando un perfil de perito que sabe distinguir sus propios estándares de calidad gracias a la satisfacción proveniente de recién descubierta pasión por vivir y por mirar, todo ello en el medio de una ecuación simple: cuanto más disminuye la importancia social (considerándola ni más ni menos que como un estilo dictado verticalmente) de un arte, tanto más disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva.

Dentro de esta lectura crítica de Frankfurt sobre el arte en la economía de mercado sobresale con vigor profético el aserto de entender a la masa como una matriz de la que nacen de nuevo todos los comportamientos consabidos frente al arte y su mensaje, infiriendo que la cantidad se volvió calidad a causa del incremento astronómico del número de participantes que modificaron, por el peso específico de sus reacciones conformando opinión pública y sentido del gusto, la índole de su desempeño en la ola democratizadora de la creatividad aproximándose a los linderos más profundos del objeto-arte desacralizado y puesto a disposición, con toda su complejidad, del aparato ideológico y de la competencia empresarial.

Una lección final y clara de este progreso radica en los medios masivos, de evidente, carácter inmaterial, que facilitan en todo momento y lugar la exposición de la copia, su recepción simultánea, colectiva y distraída y con ello la negación de la experiencia material de su objeto representado.

El anuncio benjaminiano de la desaparición de la experiencia estética aurática en nombre de la asimilación sistémica de los mecanismos de reproducción a gran escala resulta un tanto apresurada en cuanto a que el concepto de aura nunca se perdió en el horizonte y en todo momento está revisitando al arte de vanguardia que pese a todo pervive en la base del mapa simbólico, amparándose bajo distintas denominaciones cada vez, en las antípodas de la creatividad independiente autorizada por el mensaje hegemónico y en la producción industrial de objetos artísticos desechables, funcionando como el vehículo de resensaciones sobre gustos nuevos y viejos.

Conclusión

Una de las consecuencias más nocivas que nos heredó la catástrofe de la Alemania nazi parece ser el crecimiento exponencial del desprecio tradicional, por parte de las buenas conciencias trabajadoras (Heath, 2004), al aparente conformismo de los artistas y románticos, de lo que se ha derivado una especie de odio hipertrofiado hacia todo lo que presente el menor atisbo de mediocridad, informalidad u obviedad, características que fueron denigradas (o elevadas) al rango de pecados capitales para una civilización sobreviviente que, con ciertas similitudes a la actitud de la Europa de entreguerras, se hallaba avocada a la reconstrucción del mundo y de su propia identidad (Waldman, 1989) y sentía que no había tiempo que perder en las nimiedades intrascendentes y distractoras ofrecidas por la sociedad de masas y su cultura pop (Heath, 2004), siendo ambas encasilladas en el relato de una distopía moderna, con lo que tenemos que quienes habrían sido ídolos populares en el brillante y bastante más rudimentario siglo XIX empezaron a temer al pueblo por su violencia y crueldad latentes, y el que a mucha gente le diera miedo, ya no solo el fascismo sino la sociedad en sí, representó que la izquierda progresista, por citar un ejemplo, perdiera la confianza en muchos de los pilares básicos de la sociedad como la cortesía, el protocolo, las leyes, la burocracia, la ética o hasta los buenos modales y el sentido del buen gusto, reglas, explicitas unas e implícitas las otras, sin las cuales no sería posible organizar una convivencia social a gran escala.

El miedo al conformismo ha impedido a intelectuales y grupos progresistas emplear tales cimientos sociales como termómetros de la sensibilidad y salubridad social por temor a ser acusados de integrismo y fascismo (Heath, 2004), y el análisis de contenido sobre los medios de comunicación parece omitir las bondades de la asimilación evolutiva de la estética en aras de un enriquecimiento del gusto para concederle una crítica prioritaria a la supuesta enajenación de la que como consumidores de cultura industrial somos objeto irremisiblemente en cada programa de televisión, álbum musical, novela best-seller, revista de modas o catálogo de compras por correo.

La crítica ha sabido abundar en su acierto de sospechar de las industrias culturales y del régimen global, manteniendo en buena condición las facultades analíticas del público en general, en tanto ha descuidado la perspectiva de cada individuo en relación con su visión particular del arte como una extensión de su propia idiosincrasia y voluntad y el alivio que esta le puede proporcionar mediante los estímulos masivos de los medios.

La presente obra ha querido poner el acento en esta polémica arista de la cultura posmoderna, realizando un ejercicio de aproximación tanto a la Teoría Crítica como a los actuales sentimientos y motivaciones de la sociedad de masas que profetizaron los frankfurtianos sin profundizar ni tomar en cuenta el crecimiento posterior de la industria y de la sociedad civil, y la médula de este estudio comparativo se compone del estudio comparativo de los planteamientos de Benjamin, Adorno, Bourdieu y Eco, y de la cultura masiva que resultó de la reproductibilidad técnica de la obra de arte que sería utilizada para articular la cultura masiva a las órdenes de un poder casi omnímodo y constantemente acotado por una sociedad civil más informada que la de hace cincuenta años gracias a la conquista de muchas libertades para la prensa y los creadores, y a instrumentos como la industria del libro a gran escala, la liberación del acceso a la informática, el fortalecimiento de la prensa a través de Internet con la consiguiente posibilidad de que millones de integrantes de una gran variedad de públicos puedan publicar sus ideas y opiniones, lo que en estos tiempos obliga a reconsiderar al individuo en su condición de receptor de los productos materiales e ideales que son ofrecidos en un colorido y variedad difícilmente imaginados por la ortodoxia frankfurtiana. Esto nos lleva al resumen de dos concusiones valiosas para explicar el funcionamiento de este circuito del consumo:

1.- El aura del objeto artístico único implicaba una conexión espiritual con el individuo al ponerlo en común (comunicarlo) con la esencia subyacente a la contemplación de sus propiedades materiales, técnicas, históricas o místicas, y su poder radicaba en la evocación de simbolismos subjetivos impuestos con un determinado e irrepetible fin. Es posible imaginar a un campesino de la Europa central del siglo XVI que al acudir a la homilía dominical y observar un icono religioso entra en contacto directo con la divinidad a causa, en una parte muy importante, de toda la carga de la tradición en la que su sociedad le ha formado, y también por la localización estratégica de cada objeto diseñado y colocado para transmitir una serie de mensaje específicos. De ahí que el aura de la que hablaba Benjamin idealiza también el valor de la unicidad y alcances del alma humana, pudiéndosele vislumbrar como una experiencia individual objetiva cuyo significado ha sido impuesto por sus productores o por el mismo contexto. El aura representaba una satisfacción instantánea y fugaz del deseo humano por la belleza que compense la corruptibilidad del mundo y la caducidad de la persona.

2.- El kitsch como síntesis del mal gusto propio de la reproducción indiscriminada de objetos, mensajes, diseños y arte en general, es una categoría que unifica a la producción industrializada en una búsqueda de sentido absoluto que paradójicamente ha de encontrarse en el interior de cada consumidor: al no existir ya un papel reservado exclusivamente para cada persona (rol) ni tampoco una distribución demarcada para el tipo de consumo que ha de practicar cada segmento de la comunidad (como en una sociedad estamental) las posibilidades interpretativas de todas las expresiones del arte masificado son iguales al número de individuos expuestos a ellas mientras que es la sociedad entera la que, ejerciendo su opinión, se encarga de cuestionar sus trasfondos políticos e ideológicos. Esta delegación de la responsabilidad hermenéutica al sujeto puede verse como el ejercicio de construcción del capital cultural que es necesario para adquirir una mayor movilidad en espacios que se configuran según los conocimientos específicos de sus agentes. Esta sensibilidad se entendería como la atención al valor íntimo que cada uno de nosotros puede conceder a cualquier elemento de la cultura de masas en el que podamos sentirnos reflejados. Es conveniente tomar en cuenta para este efecto el ejemplo de algún personaje de la literatura popular o, mejor aún, de un programa de televisión como una telenovela o una serie de dibujos animados a quien asociemos nuestro propio sentimiento e introyectemos en nuestros imaginarios aplicándole en el proceso importantes dosis de empatía, afecto, esperanza o solidaridad o, por el contrario, desprecio, rencor, inquietud o hasta repugnancia. Todo dependerá del mundo interior del receptor, y por ello el kitsch es alimentado por valoraciones subjetivas como las proyecciones personales, la neotenia (atracción nostálgica hacia las estéticas que conllevan asociaciones de ternura e inocencia) o incluso el historial psicológico, con lo que se le puede definir concisamente como la clasificación categórica de experiencias individuales subjetivas cuyo significado central es resignificable por los consumidores ávidos de experiencias estéticas, a la vez que se sabe que la sociedad aplica un criterio diferente para su apreciación precedente a su apropiación, que incluye un juicio a sus intenciones, ocultas o no. De esta manera tenemos que ambos procesos sensitivos, vertical el primero e invertido el segundo, han funcionado para dos momentos particulares del arte, complementándose en el cariz teórico que les podemos dar en el análisis de la cultura mediática y la instrumentalización que implementa para influirnos.9

Establecer un puente entre el aura de Benjamin y el kitsch como fenómeno de consumo es la conclusión vertebral del enfoque utilizado para investigar e interpretar a los autores y ciclos históricos que nos han permitido articular el proyecto de conectar ambas sensibilidades que revelan especial validez en los tiempos que corren, cuando es posible identificar al consumismo como un impulso en busca de sentido de trascendencia de los usuarios del arte, que le utilizan para estructurar sus deseos y gustos con una variedad de productos nunca antes vista que en su vastedad y vigencia fugaz (siendo totalmente sustituibles ante el embate de las nuevas tecnologías) permite materializar el ideal democrático de un tipo de arte al alcance de las emociones y de las reconfiguraciones que estas habrán de practicar sobre la voluntad de los individuos. Esta no es una investigación política que intente verificar o cuestionar a la masificación como instrumento del poder, y su visión es anotar la filiación humanista de las expresiones artísticas en general y su poder para transformar ideas y conciencias. Apuntar que el arte masivo puede aportar satisfacciones personales implica dejar claro que el aura de estos nuevos productos a todos los niveles posee, a pesar de su reproducción industrial de estos, una vocación individualista, unipersonal, en razón de que cada consumidor les otorga un significado, temporal o duradero, sobre su vida, alejándose para siempre de la concepción del aura como construcción de un valor icónico que se utilizaba como pátina para las representaciones y prácticas absolutas del poder, y es eso lo que lleva a englobar no solo a los productos muchas veces arbitrariamente etiquetados como kitsch, sino también a la producción del arte “oficial”, de las culturas populares o de lo que hemos venido conociendo como “contracultura” en un espectro de oferta cultural industrial que pone en manos de los consumidores, creadores de gustos y estilos, la decisión personal, introspectiva y también, debe señalarse, utilitaria, de concederle un valor cultural trascendente y único a los objetos y mensajes que la cultura masificada ha puesto a su disposición.

Consumir es parte del ejercicio de una ciudadanía que nos lleva a asomarnos a la cultura masiva, a analizarla, a cuestionarla y, por supuesto, a disfrutarla en un circuito de negociación en el que ahora, en este momento, se está edificando la sociedad civil. Una mayor educación, criterios mas abiertos (o globales) y una mística notablemente más profunda de la verdadera importancia del individuo, cada vez menos sujeto, son ingredientes de la nueva conciencia frente al arte y los medios masivos que hoy en día son una simbiosis en cuyo centro nos hallamos nosotros como productores, consumidores y reproductores, concediéndole vida y acción a la unidad sistémica de la cultura de masas ejerciendo nuestra voluntad de ciudadanos conscientes desde hace décadas de la imposibilidad (y la incomodidad) de destruir a cualquier monstruo desde dentro, y de la necesidad de negociar y de reaprehender la cultura simbólica de nuestro tiempo, proceso resumido por Douglas Coupland10 en la metáfora de los seres humanos que al nacer somos disquetes sin formatear: la cultura nos formatea.


Mario Javier Bogarín

Licenciado en Ciencias de la Comunicación (Universidad Autónoma de Baja California), Maestro en Estudios Socioculturales (UABC-El Colef) y pasante del Doctorado en Ciencias Sociales (El Colegio de Michoacán). Profesor-Investigador Titular de Tiempo Completo adscrito a la Facultad de Artes de la UABC, donde se desempeña como Coordinador de Posgrado e Investigación y Coordinador de la Maestría en Artes.


Fecha de recepción: octubre 20 de 2013

Fecha de aceptación: diciembre 12 de 2013



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1 HORKHEIMER, Max, Teoría Crítica, Barral, Barcelona, 1973.

2 BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro (1973),. Kairós, Barcelona, 1973

3 “La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio (precesión de los simulacros) y el que lo engendre, y si fuera preciso […] hoy serían los girones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real.” Baudrillard, 1973

4 Por lo que se refiere a la visión crítica en relación con esta nueva perspectiva sobre la funcionalidad, Edward Shils afirma en su ensayo “La sociedad de masas y su cultura” que la cultura industrializada es el campo en el que naturalmente actuará la sociedad masificada bajo el manto de un solo idioma que asiste a una sola propuesta civilizatoria que en su riqueza de contenido revalora la gran diversidad de expresiones creativas de sus colaboradores, todas ellas expuestas de una manera diferente y distintiva pero integrados equitativamente para su distribución masiva y dotadas cada una de una aureola de legitimidad y trascendencia construida por sus creadores.

5 LYOTARD, Jean-Francois, La economía libidinal. FCE-Argentina, Buenos Aires, 1990.

6 Ibid.

7 BAUDRILLARD, Jean, La sociedad de consumo. Plaza y Janés, Madrid, 1970.

8 ELIADE, Mirce, El mito del eterno retorno. Alianza, Barcelona, 2009.

9 BENJAMIN, Walter, Discursos interrumpidos. Taurus, Madrid, 1973.

10 COUPLAND, Douglas, Polaroids, Ediciones B, Madrid, 1999.


Revista Observaciones Filosóficas - Nº 17 / 2013 - 2014



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