La relación interna entre filosofía, literatura y arte permite examinar con propiedad qué significan la pluralidad y complejidad en los usos de la razón. Posibilita la aproximación a esos usos y figuras desde un ángulo privilegiado. El interés por lo literario y artístico no tendría por qué significar un apresurado abandono del modelo discursivo y analítico –que es característico de la filosofía–, sino más bien el acceso a un punto de vista más completo, un nuevo método reflexivo, otro límite crítico. Esta perspectiva facilita la puesta al día de las tesis modernas sobre la filosofía como emancipación, esto es, como su salida de la minoría de edad.
Espacios ficcionales, campos de proyección de la experiencia, métodos y perspectivas trasdisciplinarias constituyen los distintos niveles a través de los cuales se trata de definir un nexo complejo entre discursos. La ficción como conocimiento, subjetividad y texto, así como la relación entre mundo y lenguaje pretenden acotar algunas dimensiones de esa relación.
A través de la literatura llegamos a estar familiarizados con situaciones, sentimientos, formas de vida, obteniendo así una mirada desde dentro –epistemológicamente empática–. Cada nueva visión del mundo constituye un nuevo tipo de conocimiento, un conocimiento que puede incluir aspectos cognitivos y emotivos y que demandará, probablemente, algún tipo de lógica paraconsistente. De modo que a la par que por nuestras narrativas creamos o descubrimos mundos (dependiendo del estatuto ontológico otorgado a la ficción) también establecemos o desentrañamos la legislación lógica, según la cual tal curso de sucesos o tal tipo de entidades son o no admisibles al interior de este particular mundo posible.
Precisamente, es en la constante re-creación de sus objetos, práctica que surge en una comunidad de problemas -un espacio de representación colectiva- el espacio en que se da la ciencia. Es, precisamente, en una particular forma de hablar y de referirse a objetos, creándolos con el habla, el que funda a la medicina -por ejemplo- como cuerpo autónomo de conocimientos, vale decir como ciencia de primer orden. Las disciplinas, pues, en tanto discursos, están, literalmente, constituidas por él. Por ello es necesario estudiar el discurso científico en tanto que discurso, hay que reflexionar sobre sus orígenes y modo de constitución, hay que aceptar que no es sólo un producto sino una fuerza productiva. La realidad es una narrativa exitosa. Es aquello que se hace hablando. Las comunidades científicas son comunidades de problemas y, sobre todo, de retóricas, reconstrucciones de objetos que sólo existen en tanto se habla de ellos de una determinada manera,
Hasta los mundos narrativos más imposibles tienen como fondo lo que es posible en el mundo que concebimos como real. Las entidades y situaciones que no son explícitamente nombradas y descritas como diferentes del mundo real son entendidas a partir de las leyes que aplicamos a la comprensión del mundo real.
Así, pues, la narración de ficción construye un modelo análogo del universo real, una proyección...lo que permite conocer la estructura y los procesos internos de la realidad y manipularla cognitivamente. Se otorga así un valor cognoscitivo a la ficción, de modo tal que todas las posibles connotaciones, no expresadas directamente por el texto, sino –más bien– mostradas implícitamente o implicadas contextualmente en lo allí dicho, iluminan aspectos de la realidad que sin estas extrapolaciones ficcionales permanecerían en penumbras.
La perspectiva crítica –propia de la filosofía– puede hallarse así implícita en escritos de ficción, de la misma manera como las teorías filosóficas pueden aceptar como suyos a los argumentos procedentes del discurso literario. La reflexión filosófica se articula, pues, desde distintos ámbitos y modalidades discursivas.
La verdad se entreteje en la ficción a través de la actividad mimética, en tanto la fábula da forma a componentes que son inmanentes al texto pero lo trascienden, como figuras de nuestras prácticas de vida que, a su vez, la lectura vuelve a trascender y transformar en el texto mismo y en el sí mismo del lector, que no suele ser inmune a este juego de verdades que circula libre y reguladamente en los viajes de la trama.
Los conceptos de la lógica modal son, pues, aplicables a la dinámica de los procesos de lectura, asimilando los mundos posibles a las inferencias y proyecciones construidas por los lectores cuando se mueven a través del texto. Estos mundos posibles pueden actualizarse, o pueden permanecer en un estado virtual, dependiendo de si el texto verifica, refuta, o deja indecisa la racionalización del lector hacia los eventos narrativos.
En todo trabajo de ficción se da por sentado que aquello que es el caso, es recentrado en torno a las estipulaciones que el narrador hace del mundo real. Este proceso de recentramiento instala al lector adentro de un nuevo sistema de realidad y posibilidad. Como un viajero a este mundo, el lector de ficción descubre no sólo un nuevo mundo real, sino también una variedad de ‘mundos posibles’ que giran alrededor de él. Así como nosotros manipulamos los mundos posibles a través de los funcionamientos mentales, así hacen los habitantes de los universos de ficción: su mundo real se refleja en su conocimiento y creencias, corregidas en sus deseos, reemplazados por una nueva realidad en sus sueños y alucinaciones. A través del pensamiento contra-factual reflejan cómo las cosas podrían haber sido; a través de los planes y proyecciones contemplan cosas que todavía tienen una oportunidad de ser; y a través del acto de constituir las historias de ficción recentran su universo en lo que es para ellos un segundo-orden de realidad, y para nosotros un sistema del tercer-orden.
Para entender esta organización de substancia semántica (de ficción o no) en un mundo real rodeado por los satélites de ‘mundos posibles’, algunos autores1 proponen el término de "universo textual" para referirse a lo que se conjura por el texto. Lo que se ha llamado "mundo de ficción" puede parafrasearse ahora como el mundo real del universo textual proyectado por el texto de ficción.
Tampoco debe resultar extraño que se acuda a la literatura o a la ficción, allí se acota un problema y se llena el vacío de las reflexiones descontextualizadas. Se busca que la descripción ya no de formulaciones abstractas y vacías, sino de experiencias humanas concretas, –como el dolor o la traición– al ser compartidas, genere la necesaria empatía desde la cual se geste la solidaridad y la compasión.
Rorty2, por ejemplo, critica el enorme grado de abstracción que el cristianismo ha trasladado al universalismo ético secular. Para Kant, no debemos sentirnos obligados hacia alguien porque es milanés o norteamericano, sino porque es un ser racional. Rorty critica esta actitud universalista tanto en su versión secular como en su versión religiosa. Para Rorty existe un progreso moral, y ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana.
Para él la solidaridad humana no consiste en el reconocimiento de un yo nuclear –la esencia humana– en todos los seres humanos. Se la concibe como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de raza, de costumbres) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación.
De aquí que las principales contribuciones del intelectual moderno al progreso moral son las descripciones detalladas de variedades de dolor y humillación (contenidos en novelas e informes etnográficos), más que los tratados filosóficos y religiosos. Piénsese, por ejemplo, en 1984 la novela de Orwell, de la que Rorty realiza un prolijo análisis3.
La concepción que presenta Rorty sustenta que existe un progreso moral, y que ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana.
Rorty piensa que para ese progreso moral es más útil pensar desde una moral etnocéntrica, pragmática y sentimental, que desde una moral universalista, abstracta y racionalista, como la de Kant.
En definitiva, más educación sentimental y menos abstracción Moral y teorías de la naturaleza humana. Educación sentimental y moral a través del desarrollo de la sensibilidad artística. Debemos prescribir novelas o filmes que promuevan la ampliación del campo de experiencias del lector, más aun cuando el lector es un político, un economista, un trabajador social, un empresario, un dictador, o, más aún, cuando se trate de un niño que tenga, como tal, la posibilidad de convertirse en cualquiera de estos tipos humanos reconocibles.
Si Hitler, por ejemplo, no hubiese sido rechazado en la Escuela de Bellas Artes cuando alrededor de los 17 años postuló a lo que era su única vocación, la pintura, sus actividades creativas no habrían sido sustituidas por el dibujo del horror, de los campos de concentración con su violencia voraz4.
Continuando con el análisis de las relaciones entre ficción y conocimiento es imposible omitir la experimentación plástica llevada a cabo por Duchamp a través de sus ready made, en particular por la fabricación de sus “Tres zurcidos – patrón”, un conjunto de tres hilos de menos de un metro fijados sobre bandas de tela pegadas sobre vidrio, y acompañadas de sus tres reglas para trazar. “Los 3 zurcidos - patrón” – observa Duchamp5 – “son el metro disminuido”. El conjunto se inscribe en el “género” de una matemática ficticia, de una física de lo imaginario, que sin embargo reclama los mismos títulos de rigor y exigencia que sirven de fundamento a la matemática occidental. Por ello, y lo mismo que el patrón de medida “universal” de metro, los Tres zurcidos patrón de Duchamp se guardan en un estuche especial, destinado a evitar su dilatación o contracción por efectos de la temperatura – o cualquier otra posible perturbación ocasionada por factores externos.
Ahora bien, lo decididamente subversivo en la actitud de Duchamp se cifra, ante todo, en el proceso mediante el cual se establecen esas unidades imaginarias de medida – “zurcidos”, de un universo roto…–, dependiente enteramente del azar. En el primer conjunto de escritos en que fija los fundamentos conceptuales de sus experiencias plásticas, en la Caja de 1914, Duchamp formula el principio que inspira la génesis de los Tres zurcidos-patrón a partir de una pregunta abierta en tiempo condicional: “si un hilo recto horizontal de un metro de longitud cae desde un metro de altura sobre un plano horizontal deformándose a su aire y da una nueva figura de la unidad de longitud…” La realización de la experiencia, que para Duchamp entraña “la idea de la fabricación”, da como resultado el establecimiento de esas tres unidades enteramente occidentales de medida. Se adoptan el rigor y la precisión máximas, característicos del pensamiento matemático, pero conjugados con la voluntad indeterminada del azar. Es como un juego: el máximo rigor, la “regla del juego”, sobre un fundamento convencional y gratuito, y de cuya conjugación extraemos conocimiento y placer. Con este simulacro Duchamp modela una contrafigura irónica de la solemnidad y pretensión de absoluto de la ciencia occidental. Lo provocativo de este “gesto” estético tiene sus raíces en lo que supone de impugnación del supuesto valor universal y absoluto del pensamiento occidental. Como los zurcidos – patrón, nuestra ciencia es el resultado de un proceso de fabricación intelectual, y la validez de sus reglas una consecuencia de la aceptación de determinados presupuestos y convenciones, esto es, de peticiones de principio, asentimientos que hacemos sobre la base de la buena fe o simplemente, de las ganas.
La impugnación irónica de la reducción positivista del conocimiento a mera razón instrumental sirve ahora como trasfondo de la fundamentación del alcance intelectual del arte o de lo que he llamado razón estética.
La obra de Duchamp nos muestra, en definitiva, tanto en una vertiente plástica como conceptual, las infinitas posibilidades de “lectura de lo real”. En Duchamp encontramos el centro de gravedad de una concepción de las operaciones mentales y artísticas abierta a una lectura de lo real como diverso y plural, a una consideración flexible y distendida de la normatividad del mundo.
Nos encontramos así ante una operación de desmantelamiento epistemológico. El dispositivo opera sobre el pretendido rigor y objetividad de las ciencias duras. Sin duda una audaz maniobra subversiva, tan propia de las vanguardias de los años ’20, las que superan con mucho – en su carácter corrosivo – a sus pálidos remedos postmodernos.
La trans-vanguardia ya no es básicamente ruptura. Es academia y museo, se ha convertido en nuestra “tradición”: en la tradición artística de la contemporaneidad. Desde los medios de comunicación de masas y las instituciones de cultura, públicas o privadas, el horizonte estético de la vanguardia se transmite ya como clasicismo de la contemporaneidad6.
Para situarnos en una perspectiva que nos permita abordar estas cuestiones –que nos obligan a salir de los paradigmas de la racionalidad tradicional es fundamental traer a cuenta las ideas de uno de los epistemólogos más imaginativos que dio el siglo recién pasado. Me refiero a Paul Feyerabend, y particularmente a lo expuesto en su Tratado contra el método; Esquema de una teoría ‘anarquista’ del conocimiento donde nos señala que “al tratar de resolver un problema, los científicos utilizan indistintamente un procedimiento u otro: adaptan sus métodos y modelos al problema en cuestión, en lugar de considerarlos como condiciones rígidamente establecidas para cada solución. No hay una “racionalidad científica” que pueda considerarse como una guía –universal– para cada investigación; pero, y esto es lo que hay que considerar, hay normas obtenidas de experiencias anteriores, sugerencias heurísticas, concepciones del mundo, disparates metafísicos, restos de teorías abandonadas y de todo ello hará uso el científico en su investigación. Aquí se observa la fundamental importancia de la plasticidad intelectual, pues es sólo intuitivamente que en cuestiones de diversa naturaleza podrá determinarse qué criterio seguir en cada caso para preferir un método a otro. De lo anterior se desprende, lo que constituye el eje de esta tesis, que la ciencia se encuentra mucho más cerca de las artes de lo que se afirma en nuestras teorías del conocimiento favoritas7 .
No existen, según Feyerabend, principios universales de racionalidad científica; el crecimiento del conocimiento es siempre peculiar y diferente y no sigue un camino prefijado o determinado. Feyerabend defiende firmemente el valor de la inconsistencia y la anarquía en la ciencia, de las cuales -afirma- ha derivado la ciencia todas sus características positivas, y sostiene que una combinación de crítica y tolerancia de las inconsistencias y anomalías, a la vez que absoluta libertad, son los mejores ingredientes de una ciencia productiva y creativa.
Las teorías del conocimiento de Peirce y de Popper son los referentes inmediatos de esta noción.” (p. 259). El falibilismo es una de las corrientes de pensamiento que no descubre en la imposibilidad de la justificación absoluta de nuestras creencias un factor de escepticismo y de desánimo, sino que intenta mostrar que tal exigencia de fundamentación completa es desorientadora, en la medida en que plantea una reivindicación epistemológica que no sólo es imposible de satisfacer, sino que, más importante todavía, no es necesaria.
La ciencia es una empresa esencialmente anarquista –e imaginativa; el anarquismo teórico es más humanista y más adecuado para estimular el progreso que sus alternativas basadas en el rígido orden racional. Es aquí donde volvemos ha reivindicar el rol de lo ficcional, al modo como Popper se refería a las “conjeturas”. La historia, se sabrá, esta repleta de “accidentes y coyunturas, y curiosas yuxtaposiciones de eventos” . Esto nos demuestra la “complejidad del cambio humano y el carácter impredecible de las últimas consecuencias de cualquier acto o decisión.
La epistemología de Feyerabend desplaza así la atención centrada en la dimensión racional de la ciencia para enfocarla en el contexto histórico y sociocultural. Su trabajo da –a veces– la impresión de un análisis ejecutado por un etnógrafo que se afana en comprender los elementos simbólicos y –en general– la forma de vida que han desarrollado los nativos del mundo occidental en la estructuración de una peculiar cosmovisión.
Del mismo modo Joseph Beuys -el artista conceptual que alcanzó celebridad en los "Documenta" de Kassel- con su arte-antropológico pone en operación la idea de que todo conocimiento humano procede del arte, de la plasticidad y del diseño de los pensamientos. El concepto de ciencia es sólo una forma de lo creativo en general. La ciencia no es una cosa fija, así como la inteligencia, que no se caracteriza por la rigidez, sino precisamente por lo opuesto, por la plasticidad, por su capacidad de mutar en entornos y circunstancias nuevos, recurriendo a un lugar común diremos que lo definitorio de la inteligencia es su capacidad adaptativa. Pero el énfasis en la reproducción mecánica de ideas -de las mismas ideas-, la puesta en ejercicio de una inteligencia técnica parece anquilosada en concepciones educativas decimonónicas, conservadoras y funcionales al sistema del poder. Por ello lo que es la ciencia en cada momento es algo que hay que estudiar con particular atención. La ciencia de los egipcios era distinta a la de los romanos, y la de la edad moderna es diferente de la ciencia del futuro. No hemos llegado al fin de la historia ni al final del concepto de ciencia, el positivismo y la explicación causal son sólo formas de transición. Formas que pueden en un futuro próximo dar paso -según circunstancias aleatorias- a nuevos modos de “racionalidad” o, si se quiere, nuevos estándares para demarcar lo que es o no una explicación válida.
El punto es relevante porque, a raíz de los errores epistemológicos, se comienza a reparar en que estamos insertos en un paradigma y sólo entonces empezamos a cuestionar los supuestos en que descansa aquel; sólo cuando nuestras teorías fallan nos encontramos –de golpe– con “la realidad” con los hechos brutos (y nada más porfiado que los hechos), y aquí mientras el paradigma se desenvuelve normalmente, sin chocar con errores de importancia, los sujetos vivimos en él a-críticamente, experimentándolo como si fuera parte de nuestra realidad; no obstante, detectar algunos errores graves no implica que el paradigma se resigne a desaparecer, lo más probable es que surjan justificaciones ad hoc que expliquen la posibilidad del error o el error mismo y, todavía, se puede argumentar que el error en cuestión es un problema periférico.
Feyerabend se opone a la idea de que existan estándares invariables de racionalidad en cualquier campo, incluido el de la ciencia. No existen, según él, principios universales de racionalidad científica; el crecimiento del conocimiento es siempre peculiar y diferente y no sigue un camino prefijado o determinado. Feyerabend defiende firmemente el valor de la inconsistencia y la anarquía en la ciencia, de las cuales –afirma – ha derivado la ciencia todas sus características positivas, y sostiene que una combinación de crítica y tolerancia de las inconsistencias y anomalías, a la vez que absoluta libertad, son los mejores ingredientes de una ciencia productiva y creativa. En este sentido apunta Einstein cuando sostiene que en ciencias “la imaginación es más importante que el conocimiento”. "Soy lo suficientemente artista como para dibujar libremente sobre mi imaginación. La imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado. La imaginación circunda el mundo."8
Respecto a la tesis según la cual no existen principios universales de racionalidad científica resulta también particularmente interesante referir la forma en que Popper comenzaba su clase. Lo hacía con una frase que se hizo celebre: “Soy profesor de método científico, pero tengo un problema: el método científico no existe”9.
“La historia de la ciencia, después de todo, no consta de hechos y de conclusiones derivadas de hechos y de conclusiones derivadas de hechos. Contiene también ideas, interpretaciones de hechos, problemas creados por interpretaciones conflictivas, errores, etc.” En un análisis más minucioso se descubre que la ciencia no conoce “hechos desnudos” en absoluto, sino que los hechos que registra nuestro conocimiento están ya interpretados de alguna forma y son, por tanto, esencialmente teóricos. Siendo esto así, la historia de la ciencia será tan compleja, caótica, llena de errores y divertidas como las mentes de quienes las han inventado.
Las teorías del conocimiento de Peirce y de Popper son los referentes inmediatos de esta noción. El falibilismo es una de las corrientes de pensamiento que no descubre en la imposibilidad de la justificación absoluta de nuestras creencias un factor de escepticismo y de desánimo, sino que intenta mostrar que tal exigencia de fundamentación completa es desorientadora, en la medida en que plantea una reivindicación epistemológica que no sólo es imposible de satisfacer, sino que, más importante todavía, no es necesaria. El edificio del conocimiento ni posee cimientos últimos ni los necesita. El escepticismo es hermano gemelo del justificacionismo radical, en la medida en que ambos planteamientos conceden una gran importancia filosófica a la idea de fundamentar apodícticamente la compleja red del conocimiento. El escepticismo sólo tiene sentido si la idea de fundamentación última es considerada epistemológicamente imprescindible; una vez que tal idea pierde su capacidad de hechizar la conciencia del epistemólogo, toda argumentación escéptica puede ser desechada sin menoscabo de rigor teórico10.
Aquí cabe aclarar que Feyerabend en ninguno de sus escritos extiende su irracionalismo, postulado como un elemento constante para la ciencia, a la propia naturaleza; su pleito no es con la realidad “externa”, ni con los que pretenden estudiarla y conocerla, los seres humanos que ejercen la profesión de científicos, sino con los instrumentos lógicos que pretenden usar para cumplir con sus objetivos.
Las ideas de Feyerabend Contra “el” método son de un claro talante wittgensteiniano. Para Wittgenstein, como es sabido, “el tratamiento filosófico de una cuestión es como el tratamiento de una enfermedad”11. Por ello señala que sus Investigaciones Filosóficas deben ser leídas y entendidas como un “libro de historiales clínicos de tratamientos filosóficos”12. En filosofía no podemos eliminar una enfermedad de pensamiento. Debe seguir su curso natural, y “la cura lenta es de máxima importancia”13. Los problemas filosóficos no son, por supuesto, problemas psicológicos. Si hablamos de problemas nos referimos a “tratamiento filosófico”. Y al igual que no existe una terapia apropiada para todas las enfermedades mentales, “no existe un método filosófico, sino varios métodos, al igual que existen diferentes terapias”14. Qué terapia usar dependerá de la enfermedad y de la persona que la sufra –al respecto me arriesgaría a decir también que no existen enfermedades sino enfermos15–. No hay pues un método universalmente válido. Sin embargo, como en psicoterapia, el primer paso consiste en “buscar la fuente de extrañamiento filosófico”, “investigar el origen del enredo”16, buscar la razón de la perplejidad. Como toda terapia, la terapia filosófica de Wittgenstein tiene por fin eliminar una enfermedad, ayudar a aquellos que están obsesionados por los problemas filosóficos a que alcancen completa claridad, de forma que ya no estén atormentados por aquellos problemas. “El auténtico descubrimiento es aquel que me hace capaz de dejar de filosofar cuando quiero, aquel que da paz a la filosofía, de manera que ya no nos vemos atormentados por cuestiones que ponen de nuevo en entredicho a la filosofía misma”. En cierto modo, se encuentra exactamente igual que cuando empezó, ya que la filosofía “deja todo tal como está”17. La filosofía, sin embargo, no es nunca trivial o insignificante, al igual que el tratamiento psicoanalítico no debe juzgarse trivial por el hecho de que simplemente reestablece la salud mental.
La ciencia es una empresa esencialmente anarquista e imaginativa; el anarquismo teórico es más humanista y más adecuado para estimular el progreso que sus alternativas basadas en el rígido orden racional. Es aquí donde volvemos ha reivindicar el rol de lo ficcional, al modo como Popper se refería a las “conjeturas”. La historia, se sabrá, está repleta de accidentes y coyunturas, y curiosas yuxtaposiciones de eventos. Esto nos demuestra la “complejidad del cambio humano y el carácter impredecible de las últimas consecuencias de cualquier acto o decisión [de los hombres].
Queda claro, entonces, que la idea de un método fijo, o de una teoría fija de la racionalidad, descansa en una imagen demasiado simple del hombre y sus circunstancias sociales. Para aquellos que contemplan el rico material proporcionado por la historia y que no intentan empobrecerlo para satisfacer sus instintos –de reaseguración– más bajos o sus deseos de seguridad intelectual en forma de claridad, precisión, "objetividad" o "verdad", estará claro que sólo hay un principio que puede defenderse en todas las circunstancias y en todas las etapas del desarrollo humano. Este principio es: todo sirve.]
La ciencia no presenta una estructura, queriendo decir con ello que no existen unos elementos que se presenten en cada desarrollo científico, contribuyan a su éxito y no desempeñan una función similar en otros sistemas. Al tratar de resolver un problema, los científicos utilizan indistintamente un procedimiento u otro: adaptan sus métodos y modelos al problema en cuestión, en vez de considerarlos como condiciones rígidamente establecidas para cada solución. No hay una 'racionalidad científica' que pueda considerarse como guía para cada investigación; pero hay normas obtenidas de experiencias anteriores, de algunas teorías en desuso, y de todos ellos hará uso el científico en su investigación.
“La historia de la ciencia, después de todo, no consta de hechos y de conclusiones derivadas de hechos. Contiene también ideas, interpretaciones de hechos, problemas creados por interpretaciones conflictivas, errores, etc.”18 En un análisis más minucioso se descubre que la ciencia no conoce “hechos desnudos” en absoluto, sino que los hechos que registra nuestro conocimiento están ya interpretados de alguna forma y son, por tanto, esencialmente teóricos. Siendo esto así, la historia de la ciencia será tan compleja, caótica, llena de errores y divertida como las mentes de quienes las han inventado.
A continuación, Feyerabend procede a señalar que el principio enunciado aconseja ir en contra de las reglas; por ejemplo, ante los empiristas que creen en la inducción (los científicos que consideran que son los hechos experimentales los que deciden si sus teorías son correctas o incorrectas) debe procederse en forma contraintuitiva, o sea que deben construirse hipótesis que contradigan de manera flagrante y abierta las teorías más aceptadas y confirmadas, o que se opongan a los hechos más contundentes. Sólo así se logrará mantener la frescura y el avance de la ciencia. Consciente de que sus críticos reaccionarían señalando que esto simplemente es la proposición de otra metodología más, Feyerabend señala: “Mi intención no es reemplazar un juego de reglas generales por otro; más bien mi intención es convencer al lector de que todas las metodologías, incluyendo a las más obvias, tienen sus límites”. La mejor manera de mostrar esto es demostrar no sólo los límites sino hasta la irracionalidad de algunas reglas que él o ella (los empiristas) posiblemente consideran como básicas. Recuérdese siempre que las demostraciones y la retórica utilizadas no expresan alguna "convicción profunda" mía. Simplemente muestran lo fácil que es convencer a la gente de manera racional. Un anarquista es como un agente secreto que le hace el juego a la razón para debilitar su autoridad (y la de la verdad, la honestidad, la justicia, y así sucesivamente).
En sus artículos en contra del empiricismo, Feyerabend nos muestra cómo este principio de amplia permisibilidad "ha operado y puede operar de forma creativa en la ciencia". Por ejemplo, es posible iniciar el trabajo científico formulando hipótesis que contradigan teorías sólidamente confirmadas o resultados experimentales corroborados hasta ese momento. Nada perdemos si partimos de esta forma en el trabajo científico en términos de metodología y, sin embargo, podemos ganar una nueva perspectiva que la teoría dominante no permitía considerar debido al requisito de consistencia entre hipótesis y teoría. Este requisito, nos dice Feyerabend, impide el progreso científico porque busca esencialmente la preservación de la teoría dominante, y no la mejor teoría o la más útil. La formulación de hipótesis que contradigan una teoría confirmada, nos proporciona pruebas que no pueden ser obtenidas de otra forma. Por otra parte, la proliferación de teorías o "pluralismo teórico", otra de las características esenciales de su posición filosófica, es benéfica para la ciencia, mientras que la uniformidad teórica favorece el dogmatismo e inutiliza el poder crítico de los científicos.
Debe mencionarse que Feyerabend discute este mismo punto con su dialéctica corrosiva, preguntándose en forma retórica: "¿qué hay de malo con las incongruencias?" [Strawson también se pregunta ¿qué hay de moralmente malo en contradecirse?19] Y procediendo a rechazar el argumento de que la consecuencia de aceptar incongruencias sea el caos irracional, argumentando que en la ciencia algunas teorías incongruentes han contribuido al progreso. Sin embargo, este hecho no basta para abandonar el principio lógico de la no contradicción, ya que las teorías incongruentes que han contribuido al progreso de la ciencia lo han hecho gracias a que nuevos hechos las transformaron en congruentes. En ninguno de sus escritos extiende Feyerabend su irracionalismo, postulado como un elemento constante para la ciencia, a la propia naturaleza; su pleito no es con la realidad externa, ni con los que pretendemos estudiarla y conocerla, los seres humanos que ejercemos la profesión de científicos, sino con los instrumentos lógicos que pretendemos usar para cumplir con nuestros objetivos.
La epistemología de Feyerabend desplaza la atención centrada en la dimensión racional de la ciencia para enfocarla en el contexto histórico y sociocultural. Su trabajo da –a veces – la impresión de un análisis ejecutado por un etnógrafo que se afana en comprender los elementos simbólicos y –en general – la forma de vida que han desarrollado los nativos del mundo occidental en la estructuración de una peculiar cosmovisión.
En una perspectiva pragmatista la realidad de la ficción, su significatividad, estriba en las efectivas regularidades empíricas con las que las creaciones humanas, entre ellas los textos literarios, se asocian. La verdadera realidad es, pues, el campo de proyección de la experiencia que los miembros de la sociedad comparten mediante sus actividades comunicativas, entre las que la literatura, cuya materia prima son las palabras, funciona hoy como factor primordial. El análisis de la ficción y de la libre actividad espontánea de la razón humana ilumina el estatuto de la creatividad. La actividad de la razón es crecimiento y en ese crecimiento tiene un papel central la imaginación. "Cada símbolo es una cosa viva, en un sentido muy estricto y no como mera metáfora. El cuerpo del símbolo cambia lentamente, pero su significado crece de modo inevitable, incorporando nuevos elementos y desechando otros viejos"20.
La ficción escapa al sistema enunciativo de los enunciados de realidad. El yo-origen real desaparece y lo que emerge es un mundo con un yo-origen ficcional, es decir, el de los personajes y el de la narración misma, que no son propiamente objetos de aquel origen enunciativo de autor, sino sujetos propiamente dotados de capacidad productora. Así, pues, existe una indiscutible solidaridad entre el esquema discursivo de las formas de la representación y la "creación del mundo" e imagen de la vida y que la ficción implica. Según L. Dolezel, los mundos ficcionales no pueden ser sin más mundos posibles metafísicos, y es que se desarrolla un modelo de mundo posible que está capacitado para explicar las "particularidades ficcionales".
La experiencia temporal se resiste a ser compartimentada, desglosada, a pesar de ser un componente fundacional en cualquier relato. Emparentada también con aspectos pragmáticos e incluso vitales de experiencia del mundo, su radical planteamiento determina que sea un problema que la semiótica o la narratología intentan clasificar según criterios codificadores. El problema de la dimensión temporal no deja de ser también, en cuanto que plantea cuestiones inherentes al ámbito discursivo y a la constitución del sujeto, un aspecto clave de la formación del relato con el emplazamiento del hombre como elemento cultural.