pensamiento en Gilles Deleuze; Tensiones entre cine y filosofía
Deleuze escribe en varias ocasiones a lo largo de su obra que el pensamiento nunca piensa por sí mismo, sino que sólo produce a partir de un campo de posibilidades, campo al cual podemos referirnos para aproximarnos a eso que el propio Deleuze llama “imagen del pensamiento”. La imagen del pensamiento no es algo que se ofrezca explícitamente, ni puede deducirse de los conceptos de una filosofía. De supuesto tácito, responde más bien a un tipo de orientación del pensamiento que, difícilmente visible y enunciable, es sin embargo lo que hace visible y enunciable aquello por lo cual el pensamiento va a ser afectado en un momento determinado. A cada época, incluso a cada filosofía, correspondería una imagen propia del pensamiento, o así parecería, al menos, en principio, porque Deleuze también observa que, en el transcurso de la filosofía de occidente, una misma imagen viene dominando el discurso y el pensamiento: la imagen dogmática del pensamiento2.
La imagen del pensamiento llamada dogmática responde a un dogma, que es la idea de lo verdadero como fundamento. No es otra cosa lo que sostiene esta imagen que remite siempre a la verdad como a una falta, como a una idea abstracta e invariante que actúa como meta hacia la cual el pensamiento se dirige. El pensamiento postula un afuera, una realidad independiente de sí en la que supuestamente reside lo verdadero, pero al mismo tiempo se concibe a sí mismo con la capacidad natural para alcanzarlo. El pensador, desde el comienzo, se encuentra en una relación de afinidad con lo que busca: le basta querer para encontrar la dirección de lo verdadero. Ahora bien ¿qué nos garantiza la existencia de este lazo aparentemente tan estrecho entre el pensamiento y la verdad? ¿Y qué es la verdad? ¿No será tal vez una construcción del pensamiento? ¿Una mera ilusión?
Deleuze se plantea en su obra, desde muy temprano, la necesidad de construir una «nueva imagen del pensamiento», porque la imagen dogmática dominante está compuesta por aquellas fuerzas que nos constriñen a pensar de un determinado modo, según un estilo, de acuerdo a un régimen de producción que imposibilita el pensamiento. Pensar es siempre pensar de otro modo, y por eso es necesario producir una ruptura en el pensamiento y hacer visible y enunciable otra cosa. En la imagen dogmática del pensamiento lo pensado se remite siempre a lo previo que es la verdad: es una reproducción, una representación de algo que ya funciona como fundamento primero. Sin embargo, antes de la verdad están, en todo caso, el sentido y el valor que en ella se expresan, y por ello lo importante será la capacidad que tengamos para construir sentido, para crear los valores que expresarán nuestras verdades. La verdad no es, acontece como resultado de un cruzamiento de fuerzas, y es ante todo producción de sentido y de valor3.
La imagen dogmática ha dominado el discurso del pensamiento occidental, desde la irrupción de la metafísica platónica, hasta el punto de confundirse con la filosofía misma. Según Deleuze, la filosofía de la representación que se desprende de esta imagen del pensamiento tiene su origen en la teoría platónica de los tres elementos: el modelo, la copia y los simulacros. La representación sólo puede sostenerse sobre la dualidad modelo-copia, donde la diferencia queda subsumida en el reino de «lo mismo», anulada como instancia positiva, en tanto que el simulacro, diferencia de la diferencia, queda totalmente desechado4. Ahora bien, también podemos considerar el simulacro como potencia en sí misma, al contrario que la copia en donde la potencia está en el modelo, y al hacer esto hacemos estallar la filosofía de la representación y ya estamos hablando con Deleuze de una nueva imagen del pensamiento. En el ámbito de los simulacros todo es inmanente, todo sucede como un juego de potencia entre potencias donde lo que se desecha es cualquier transcendencia, sea esta Dios o las Ideas platónicas.
A esto mismo se refiere el concepto de rizoma en la filosofía de Deleuze. A diferencia de las raíces comunes, que crecen en profundidad y permanecen en un mismo espacio, el rizoma es una especie de tallo subterráneo que crece en la superficie y se extiende horizontalmente fisurando la tierra y abriéndose paso permanentemente. En un rizoma cada punto se conecta con cualquier otro, porque está compuesto de direcciones móviles, sin principio ni fin, solamente un medio por donde crece y desborda. Por ello nos dice Deleuze en los Diálogos que sólo se piensa «hacia la mitad», sin comienzo ni fin, es decir, sin fundamento. Sería desde el pensamiento una imagen de apertura, de bifurcación, de permanentes grietas en la superficie. Lejos de la imagen jerárquica de las profundidades ocultas de la tierra o de una trascendencia de los cielos, lo que aquí se plantea es un pensamiento de superficie, o lo que viene a ser lo mismo, una inmanencia.
Deleuze quiere suprimir del pensamiento todo modelo transcendente, sencillamente porque nos impide pensar, es decir, ser afectados por el afuera de la representación que pone en movimiento el pensamiento. El acuerdo, supuestamente natural, entre el pensamiento y la verdad, esconde la peligrosa afirmación de que más allá de la imposición del poder de turno ninguna otra verdad tiene lugar5. Pero no se piensa por naturaleza, sino a partir de un estímulo, de un signo, de una fuerza que afecta al pensamiento desde el exterior y que, lejos de dejarnos conformes con el estado de las cosas, nos lleva a rebelarnos frente a ellas y a buscar nuevos sentidos. Pensar comienza con la diferencia, introduce un punto de vista diferente al que existe, provoca una ruptura, y por ello un pensamiento novedoso carece de presupuestos. En este sentido nos dirá Deleuze que el acto de pensar es una creación antes que una posibilidad natural, y que la filosofía se asemeja mucho más al arte de lo que la tradición ha admitido.
En la crítica de Deleuze a la imagen dogmática del pensamiento en favor de una nueva imagen se esconde una paradoja: la crítica ataca el principio mismo de una imagen del pensamiento, sea esta la que fuere. Si pensar es crear, y no buscar una verdad preexistente, entonces carecemos de presupuestos en torno al pensamiento mismo, o lo que es lo mismo, el pensamiento carece de imagen. El propio Deleuze nos plantea la necesidad de llevar a cabo un pensamiento sin imagen cuya primera tarea sería, precisamente, criticar la imagen dogmática del pensamiento y los postulados que ella implica. Dicha crítica pasaría por liberar al pensamiento de su supuesta buena naturaleza conforme a la verdad, para mostrar que el pensamiento sólo funciona a partir de una violencia ejercida sobre él más allá del compuesto de significaciones existentes6. El pensamiento renuncia así a la forma que le preexiste y que obstaculiza el despliegue de su potencia. Renuncia a un pensamiento que, lejos de pensar por sí mismo como pretende, se pliega a la imagen dominante, es decir, a la que más conviene al poder del Estado.
Un pensamiento así es un pensamiento que no piensa todavía, y por ello la imagen en el pensamiento, cualquier imagen en tanto forma preexistente, es negativa en la medida que obliga al pensamiento a ejercerse de acuerdo con las normas de un poder o de un orden establecido. El poder del Estado se impone al pensamiento, y no sólo a través de la filosofía, sino a través de muchas otras disciplinas que funcionan como aparatos de poder en el pensamiento mismo. Deleuze se inspira en autores como Hume, Nietzsche, Bergson, Spinoza o Leibniz, porque considera que son auténticos pensadores, y si dedica a ellos varios trabajos es para abrir una brecha en el interior mismo de la Historia de la filosofía, un paréntesis que escape al dominio de la imagen dogmática. Pero no se limita a la crítica de la Historia de la filosofía en su ataque contra los mecanismos del poder, también se ocupa de otras disciplinas, como el psicoanálisis o la lingüística, que imponen modelos de dominio al pensamiento con mayor eficacia en las sociedades actuales. Entre estas disciplinas, la información se ha manifestado como un sistema de control que ha impuesto su imagen de la lengua y del pensamiento de manera particularmente efectiva. La información lo llena todo y no deja lugar a la transformación, por ello nos dice Deleuze que un acto de creación no tiene relación alguna con la comunicación. Un acto de creación se asemeja mucho más a un acto de resistencia, porque va contra los canales de comunicación establecidos, porque rompe con ellos y abre una nueva vía al pensamiento7.
Deleuze quiere devolver a la filosofía su carácter creador junto con esta capacidad consistente en resistir a la servidumbre, a lo intolerable del presente, a las significaciones dominantes, retomando la vocación platónica de luchar contra las opiniones, pero ahora en el ámbito de una filosofía decididamente inmanente que abre el pensamiento a las fuerzas del tiempo. Sin embargo, no es fácil mantener la apuesta de un pensamiento que sólo funciona a partir de una renuncia y que debe jugarse entero cada vez. Sin remitirse a una transcendencia, el pensamiento marcha siempre de acto en acto, y ni siquiera depende de sí mismo a la hora de comenzar a pensar, pues está siempre a expensas de las fuerzas exteriores que se apoderan de él y lo arrastran hacia una búsqueda. Es la paradoja de un pensamiento creativo que sólo funciona en la desposesión y en la extrañeza ante lo que viene a su encuentro8.
Deleuze se refiere a esta paradoja remitiéndose al significativo y conocido episodio de la correspondencia entre Antonin Artaud y Jacques Rivière. Artaud le envía sus primeros poemas a Rivière, conocido editor francés de la época9, con la intención de que se los publique, pero Rivière le escribe una carta después de leer los poemas diciéndole que sus creaciones «carecen de consistencia y de trabajo sobre la forma», razón por la cual se niega a publicarlos. Artaud contesta ante la negativa, escribiéndole a Rivière una carta en la que le explica detalladamente los «extraños» procesos mentales que le aquejan: cada vez que intenta ponerse a escribir, las palabras no responden a sus necesidades expresivas, de modo que lo único que puede hacer se refiere invariablemente a «escribir su inconsistencia». Si, Artaud acepta que sus poemas puedan parecer «fragmentos abortados», pero insiste en que no hay posibilidad de que un mayor esfuerzo literario los mejore. No se puede superar tan fácilmente una «fisura». Sin embargo, Artaud y Rivière siguen escribiéndose durante algún tiempo, y Rivière queda muy sorprendido por la precisión y la enorme calidad de la escritura de Artaud cuando describe su dolencia, de modo que le propone publicar la correspondencia de ambos. Curiosamente, esta será la primera obra publicada por Antonin Artaud, aunque desde la perspectiva del pensamiento de Deleuze esto no puede reducirse a una simple anécdota. Las dificultades de las que habla Artaud, esos procesos mentales que describe y que le impiden consolidar sus pensamientos, pertenecen según Deleuze a la propia naturaleza de lo que significa pensar10. El problema de Artaud no es una cuestión de «método» u orientación del pensamiento, sino que se refiere simplemente a la posibilidad de «pensar algo». Incluso el lenguaje se siente como algo ajeno, impuesto al pensamiento que quiere pensar más allá del grueso de significaciones existentes. En este sentido, toda la ambición de Artaud es tener una palabra propia, ser único, singular, original; no un Artaud domesticado por un código lingüístico que ya viene preparado desde el momento en que, como dice Deleuze, nos instalamos en el sentido.
Tales son las dificultades que afronta un pensamiento desviado de derecho, las mismas que una filosofía que se instala en la paradoja de querer crear una nueva imagen del pensamiento al mismo tiempo que expresa la necesidad de producir un pensamiento sin imagen ¿Será que la nueva imagen que Deleuze buscaba era la imagen de un pensamiento sin imagen? Pero y si así fuera ¿Cómo puede un pensamiento sin imagen -un pensamiento «inconsistente»- parecerse a un acto de resistencia? ¿Cómo resistimos a la estupidez con un pensamiento así?
Las preguntas anteriormente formuladas nos obligan a abrir un paréntesis para enfrentar la cuestión ontológica del pensamiento de Deleuze, porque una filosofía que pretende describir las condiciones de un pensamiento auténtico no puede prescindir de una teoría acerca del ser, sea esta la que sea. En consonancia con lo que venimos diciendo, esta ontología no puede ser sino inmanente, y se funda en la afirmación de la univocidad del ser que Deleuze encuentra principalmente en las filosofías de Duns Escoto, Spinoza y Nietzsche.
El pensamiento inmanente que Deleuze propone presenta entonces, como condición ontológica, la univocidad del ser. Esto es algo que puede encontrarse a lo largo de toda su obra, donde se trata siempre de pensar el pensamiento sobre un fondo de pre-comprensión ontológica del ser en tanto que uno, lo cual no impide que el pensamiento empiece por la diferencia y sea creador de nuevos sentidos, sino que implica que todos esos sentidos «se refieran a un solo designado, ontológicamente uno». Sólo podemos afirmar la inmanencia si concebimos el ser como univoco, lo cual significa rechazar una distribución jerárquica del ser al estilo platónico en favor de una consideración de los seres desde el punto de vista de su potencia. El ser no se dice de diferentes maneras como quería Aristóteles, se dice en un único y mismo sentido de todo lo que se dice, aunque aquello sobre lo que se dice difiere en intensidad, en potencia, en fuerza expresiva11. En cada forma del ser, concebido como Uno-Todo, se producen «diferencias individuantes» que podemos llamar entes, pero que en realidad son grados locales de intensidad constantemente móviles y enteramente singulares. Deleuze se refiere a este Uno-Todo de diferentes maneras a lo largo de toda su obra, caracterizándolo ya desde sus primeros escritos como un campo pre-individual y pre-subjetivo. Por eso es tan importante su trabajo sobre Hume, porque pone de relieve el momento previo a la constitución del sujeto. El individuo supone la convergencia de un cierto número de singularidades, determinando una condición de cierre sobre la cual se define una identidad. Pero en definitiva, toda subjetividad deriva de un campo transcendental constituido por singularidades nómadas e impersonales, las cuales solo mantienen entre ellas relaciones de divergencia o disyunción12.
El campo transcendental propuesto por Deleuze es impersonal, pre-subjetivo e inconsciente. Se opone tanto a las condiciones transcendentales kantianas como al yo transcendental de la fenomenología. Por eso Deleuze acabará por referirse a él como plano de inmanencia, para diferenciarlo de las connotaciones de la palabra «campo», que sugiere la presencia de un sujeto situado «fuera de campo» o en el límite de un campo que se abre a partir de él como campo de percepción (como así lo entiende la fenomenología); y para evitar el término «transcendental», estrechamente relacionado con las formas a priori de la experiencia kantiana. El campo transcendental deleuziano no acepta presupuesto alguno: ni sujeto dador de sentido ni condiciones a priori de la experiencia. Deleuze lo llama plano de inmanencia para poner de relieve que en ese campo transcendental nada es supuesto de antemano salvo la exterioridad de las relaciones que lo componen.
En su estudio sobre el cine, Deleuze se remite al universo desplegado por Bergson en Materia y memoria en términos de plano de inmanencia, al mismo tiempo que marca un punto de inflexión en su tratamiento de la imagen, la cual va a perder ahora las connotaciones negativas que la ligaban a la filosofía de la representación. Precisamente el universo de Bergson es un universo de imágenes, pero no de imágenes de un sujeto que representa el mundo, sino imágenes en sí mismas y para ellas mismas, imágenes inmanentes que no esperan ni dependen de la mirada humana. Tales imágenes compondrían una especie de universo material en perpetuo movimiento por la acción y reacción de unas respecto a otras. Y es que mucho antes de poder hablar de «imágenes mentales», las imágenes serían acción y reacción, es decir, movimiento. No hay en este universo bergsoniano conflicto alguno en la relación entre la imagen, supuestamente de una conciencia, y el movimiento de los cuerpos, y ello no sólo porque la imagen así entendida es anterior a la conciencia, sino sobre todo porque la conciencia va a formarse a partir de este universo primordial como una imagen más entre otras. Lo único que tenemos originariamente es un universo de imágenes-movimiento radicalmente acentrado, sin ejes ni referencias, un mundo material de «variación universal» compuesto por figuras de luz donde ni siquiera los cuerpos rígidos se han formado todavía. La plasticidad y la belleza de este universo único descripto por Bergson nos evocan inmediatamente el plano de inmanencia deleuziano. Pero no sólo eso. Deleuze va a decirnos algo verdaderamente sorprendente, y es que el universo bergsoniano está en estrecha relación con la esencia misma del cine, de modo que podemos pensarlo como un universo cinematográfico o como un perfecto metacine. Después de todo ¿Acaso no es el cine un conjunto de imágenes en constante movimiento hechas de luz y de sombras?
Esta interpretación de Bergson por parte de Deleuze va a traer consigo varias consecuencias en diferentes niveles. Para empezar, la conciencia pierde su lugar privilegiado como centro dador de sentido desde el cual el conocimiento se estructura. La imagen dogmática del pensamiento nos ha hecho creer que es la conciencia la que «ilumina» las cosas con sus innumerables metáforas acerca de la luz focalizada en el sujeto y proyectada hacia las cosas. Deleuze, sin embargo, va a decirnos que Bergson pone de manifiesto que la luz está en las cosas mismas antes que en el sujeto13. De hecho, para Bergson la conciencia es una cosa, es decir, pertenece al conjunto de imágenes de luz y es inmanente a la materia. Así que lo importante es responder a la pregunta de su surgimiento, para saber en qué se diferencia del resto de las imágenes, y aquí es donde nos va a decir Deleuze que la conciencia surge como un intervalo, a modo de un desvío entre la acción sufrida y la reacción ejecutada que se produce en ciertas imágenes. Al lado de las imágenes que actúan y reaccionan unas sobre otras en todas sus partes, se forman imágenes particulares, imágenes o «materias vivas» que presentan un fenómeno de retardo como consecuencia de la especialización de sus caras. La acción sufrida no se prolonga inmediatamente en reacción ejecutada en el caso de estas imágenes, porque ellas presentan una cara que selecciona entre las excitaciones que se ejercen sobre ella -es decir, recibe sólo lo que le interesa-, y una cara ejecutora que no se encadena directamente a la excitación recibida y que produce lo que podemos llamar propiamente acciones. La separación entre el movimiento recibido y el movimiento ejecutado es lo que permite a las imágenes vivas actuar en el sentido estricto del término, porque es esta separación la que permite en este caso la posibilidad de creación de lo nuevo.
Bergson llama a las imágenes vivas que acabamos de describir «centros de indeterminación» por la imposibilidad de predecir en ellas las acciones a partir de la excitaciones recibidas. El propio sujeto puede definirse como un «centro de indeterminación» en la medida que lo entendemos, en el contexto del universo bergsoniano, como un desvío entre las excitaciones recibidas y las acciones ejecutadas. Deleuze se refiere en otras ocasiones a la formación de este centro como a un pliegue o contracción, «lapso» entre el movimiento recibido y el movimiento ejecutado que introduce la opacidad o interioridad necesaria para frenar el flujo de la materia-imagen14.
De modo que lo que llamamos «sujeto» se refiere originariamente a la formación de un centro, a una condensación de la materia-imagen que posibilita el surgimiento de una pluralidad de imágenes subjetivas, y aparece en un primer momento como imagen-percepción. Surge en este nivel la percepción subjetiva, la cual se caracteriza por seleccionar y aislar de entre todas las acciones que sufre aquellas que le interesan, realizando una función de encuadre que muestra la cara utilizable de las cosas y sustrae todo lo que no puede orientar hacia la acción. Al encuadre que aísla corresponde, en un segundo aspecto de la subjetividad, el hecho de darle al mundo un horizonte, una medida en relación con nuestra posibilidad de actuar. Se forma así la imagen-acción, separada de la primera por el intervalo que servía para definir la conciencia y que Deleuze va a reservar para la formación de la imagen-afección, aspecto de la subjetividad referido a la manera en que el sujeto se percibe a sí mismo.
En el universo de las imágenes-movimiento se forman así tres tipos de imágenes subjetivas: las imágenes-percepción, las imágenes-acción y las imágenes-afección15. Para Deleuze el sujeto no es otra cosa que una composición de estas tres imágenes constituida por el hábito, y la conciencia surge como resultado de las necesidades de la vida, porque como hemos visto, la percepción es sensoriomotriz y pragmática, es decir, está orientada por y hacia los intereses de la supervivencia. Así las cosas, creer como ha hecho la filosofía que la percepción esta destinada naturalmente al conocimiento puro, es un error que ha ocasionado numerosos inconvenientes, dando lugar a una imagen del pensamiento que, como hemos visto, constriñe las posibilidades del pensamiento mismo. Por ello, frente a la tradición, Deleuze piensa con Bergson que una de las claves para poner en práctica una nueva filosofía consiste en abrir la experiencia, en liberarla de la subjetividad para llevarla a nuevas regiones, más acá o más allá de su momento propiamente humano. Se abre de este modo ante nuestros ojos un mundo del todo insospechado, poblado por singularidades previas al sujeto e incluso al individuo. Después de todo ¿Qué somos sino algo formado por el hábito a partir de un mundo indeterminado? No hay nada que nos impida de antemano buscar nuevas formas de experimentar, de pensar, de vivir, de crear. En todo caso, lo que Deleuze buscaba era una filosofía nueva, previa a cualquier subjetividad transcendental, una suerte de experimentación filosófica sin elementos primeros ni transcendentales. Y una nueva filosofía también era una nueva manera de hacer filosofía y de relacionarse con otras disciplinas en favor del pensamiento.
Deleuze se acerca al cine con el propósito de trabajar los conceptos que suscita, para explorar las posibilidades que ofrece, no sólo en el ámbito del arte, sino en el pensamiento en general, y encuentra de entrada una alianza entre el cine y las teorías de Bergson bastante sorprendente16. Incluso el propio Bergson hace una condena implícita del cine en La evolución creadora. Sin embargo, ya vimos las semejanzas que descubre Deleuze entre el cinematógrafo y el universo de imágenes descrito por Bergson en Materia y memoria. El universo Bergsoniano es, para Deleuze, como un gran proyector o una inmensa máquina de proyección de luz. Al margen de comparaciones metafóricas, también el cine es irreductible al modelo de la percepción natural; la movilidad de la cámara, la variabilidad de los ángulos de encuadre y demás artilugios técnicos, reintroducen siempre zonas a-centradas y desencuadradas en relación con cualquier centro de percepción subjetiva. De modo que la imagen cinematográfica presenta el raro privilegio y la posibilidad de trabajar con los dos regímenes de imágenes: las imágenes-movimiento y las imágenes subjetivas que se forman a partir de las primeras. Bergson no logro ver esto, pero sus teorías le ayudaron a comprender a Deleuze que a través del cine se abre una nueva posibilidad de creación que tiene que ver con esta apertura de la imagen cinematográfica a la experiencia anterior a la configuración del sujeto. Si ahora pensamos en la apertura de la imagen al tiempo que se produce en el cine moderno, no parecerá extraño que Deleuze estuviese pensando el cine como ese lugar en el que se abría la posibilidad de producir una «nueva imagen del pensamiento», la misma que venía anunciando desde sus primeras obras.
Resulta cuando menos paradójico que Deleuze aplique las teorías de Bergson al cine cuando este último había rechazado el interés de dicho arte. Bergson rechaza el cine porque lo considera un mero artificio incapaz de captar el movimiento. La operación que realiza el cine es una copia de la que realizan la percepción y la inteligencia humanas, es decir, «falsifica» el movimiento. Esto puede verse bien a través de la función de encuadre, función que comparte la percepción con la cámara de cine. La percepción selecciona entre las acciones que sufre aquellas que le interesan para la vida, restringe la experiencia conforme a sus necesidades vitales, de tal modo que nos formamos una impresión equivocada del movimiento al imponerle ciertas detenciones o estados que acaban privilegiando lo estable sobre lo inestable, lo inmóvil sobre lo móvil. Este hábito que consiste en «tomar instantáneas» de la realidad no afecta sólo a la percepción, sino a la inteligencia, al lenguaje y, finalmente, a todo un modo de pensamiento. Aquí me refiero a la tradición metafísica, dominada por la filosofía de la representación. Bergson cree ver en el cine una prolongación de esta línea de pensamiento que se equivoca en su concepción del movimiento. De igual modo que la «inteligencia natural», el cine trata de recomponer el movimiento a partir de instantáneas o fotografías a las que luego suma un tiempo abstracto que produce la ilusión de una sucesión homogénea. Ahora bien, de este modo el movimiento queda reducido a una serie de posiciones en el espacio, y el tiempo a la medida del movimiento según la sucesión de esas mismas posiciones o instantes. Tanto el movimiento como el tiempo son «espacializados» en un universo en el que todo está dado como yuxtaposición de posiciones o instantes, de modo que perdemos la verdadera duración, ámbito del movimiento cualitativo y apertura del tiempo como cambio, invención, creación de lo nuevo17.
Deleuze comparte con Bergson gran parte de la crítica a las concepciones del movimiento y del tiempo mantenidas por la tradición metafísica, pero no está de acuerdo con la condena de Bergson a propósito del cine. Muy al contrario de lo que piensa Bergson, el cine es capaz de liberar el movimiento, porque como ya vimos participa del mundo de las imágenes materiales, imágenes inmanentes que no esperan ni dependen de la mirada humana, que son previas a toda representación subjetiva. Así, el cine se detiene en el mundo de las percepciones (imágenes-percepción), las acciones (imágenes-acción) y los afectos humanos (imágenes-afección), pero también tiene, según Deleuze, la extraordinaria capacidad de acercarnos con sus imágenes una perspectiva sobre las cosas previa a la mirada humana. Y eso no es todo. El cine también puede deshacerse de los condicionamientos humanos de otra manera, no sólo para descender al universo material de las imágenes-movimiento, sino para elevarse hacia dimensiones del tiempo, del espíritu y del pensamiento liberadas de las exigencias de la percepción y de la acción pragmática. Es lo que Deleuze llamará «cine de vidente», capaz de producir imágenes directas del tiempo (imágenes-tiempo) más allá del movimiento18. ¿Dónde y cómo surgen estas imágenes? Ante todo, indicar que no estamos fuera del plano de las imágenes-movimiento, es decir, del plano de inmanencia. La posibilidad de este tipo de imágenes surge sobre este plano, allí donde la «imagen viva» o el «centro de indeterminación», que como ya vimos se trata de una imagen especial, puede relacionarse con el tiempo como duración o con el todo.
Deleuze hace un tratamiento del tiempo que deviene extremadamente complejo a lo largo de su obra, pues buena parte de su filosofía se juega precisamente en este terreno, y un análisis de su concepción del tiempo rebasaría los límites de este trabajo. Conviene, sin embargo, detenerse en este punto, porque es precisamente en relación con la imagen donde la temática del tiempo va a adquirir una relevancia especial. A la concepción tradicional del tiempo como sucesión de instantes que privilegia el presente (tiempo de la acción), Deleuze le suma otras maneras de pensar la temporalidad que, si bien no anulan la primera, la sustentan y la hacen aparecer superficial. Para empezar, no es posible dar cuenta del paso del tiempo limitándolo a la relación de sucesión, porque esta privilegia siempre el momento presente, de modo que tiene que haber un aspecto temporal más profundo que explique el paso de un presente a otro, es decir, lo que normalmente entendemos como cambio. Deleuze se remite a la noción de duración de Bergson para pensar el cambio y, valiéndose de ella, sustituye la imagen tradicional del tiempo como línea de yuxtaposición de los presentes, por la idea de un tiempo que progresa en intensidad, aumentando en la sucesión de los presentes el número de sus dimensiones. El cambio sólo es pensable por la coexistencia de todo el pasado en cada presente, lo cual nos lleva a la paradójica tesis de Bergson según la cual el pasado se conserva en sí mismo, independientemente de la conciencia. Habría, desde luego, una memoria psicológica, representativa; pero también habría una memoria ontológica, si se quiere, de contenido siempre creciente, en la que coexistirían todas las dimensiones del tiempo pasado. Bergson se refiere aquí a un pasado absoluto, que es preciso llamar pasado puro o pasado virtual para distinguirlo de los recuerdos de la memoria representativa. De hecho, es en el pasado puro donde nos instalamos para buscar y actualizar nuestros recuerdos, los cuales son modificados una vez son «traídos» al presente 19. Presente y pasado son estrictamente contemporáneos, pero tienen realidades distintas: el presente es actual, mientras que su pasado contemporáneo es virtual. Lo virtual y lo actual son las dos fases solidarias de lo real que existen bajo el mismo titulo, pero no de la misma manera y jamás simultáneamente. Lo actual designa el estado de cosas material y presente. Lo virtual, el acontecimiento incorporal, pasado, ideal. Su intercambio traduce la dinámica del tiempo como diferenciación y creación.
En La imagen-tiempo, Deleuze se detiene en el análisis de este nuevo aspecto de la subjetividad relacionada con el tiempo, encontrando en el cine a su mejor aliado. La imagen cinematográfica se revela no sólo capaz de liberar el movimiento, sino también de explorar dimensiones no cronológicas del tiempo, convirtiéndose en un campo de experimentación de nuevas formas de temporalidad que producen experiencias perceptivas novedosas y suscitan nuevas formas de pensamiento. Me refiero aquí a la capacidad del cine para producir imágenes ópticas y sonoras puras, las cuales sustituyen las situaciones sensorio-motoras (que caracterizan el cine en el que predomina la acción) por imágenes sensoriales desvinculadas de su prolongamiento motor. Las imágenes-recuerdo o las imágenes sueño serían un ejemplo de este tipo de imágenes, que son como una suerte de preludio a la imagen-cristal, imagen directa del tiempo que sólo puede surgir a partir de la superación de la concepción cronológica. Tal como la concibe Deleuze, la imagen-cristal revela el fundamento del tiempo, que es su diferenciación a cada instante en dos tiempos contemporáneos y disimétricos: los presentes que pasan y los pasados que se conservan20. Lo actual y lo virtual se tornan así indiscernibles en el cristal del tiempo.
El propósito que guía a Deleuze en su estudio sobre cine consiste en la realización de una clasificación de las imágenes cinematográficas. Tenemos las imágenes-movimiento por un lado, y las imágenes-tiempo por otro; y a ambas habría que añadir las múltiples variedades de imágenes que nos permiten pensar el cine desde la filosofía. Es la filosofía la que realiza esta clasificación conceptual que, si bien le garantiza una función propia respecto al cine (el cine produce imágenes, pero no su clasificación), no le concede preeminencia alguna. También el cine es capaz de pensar por sí mismo, y lo que es más importante, es capaz de pensar de otro modo, más allá del concepto e incluso más allá de la imagen, por paradójico que esto parezca. Después de todo, el cine es la demostración de que una imagen puede ir más allá de la imagen, porque es la creación de una imagen no representativa, una imagen que, por sí misma, constituye una crítica de la representación. La imagen cinematográfica no representa nada porque como venimos viendo, es el movimiento mismo, es el tiempo mismo sobre un solo y único plano de inmanencia. La imagen cinematográfica es, por lo tanto, una crítica de la representación y, como tal, es capaz de producir una «nueva imagen del pensamiento» que muestre a la filosofía un camino de salida a la imagen dogmática.
El estudio sobre el cine supone un cambio de perspectiva en el tratamiento de la imagen por parte de Deleuze. La imagen deja de ser psicológica, pierde las connotaciones negativas que la ligaban a la copia o a la representación, y pasa de la mano de Bergson a formar parte de la realidad material y a definir el plano de inmanencia, es decir, el campo de exterioridad que opera como horizonte del pensamiento. El plano se concilia ahora con la imagen, porque esta última ha ganado toda suerte de velocidades y de movimientos, además de todo tipo de profundidades del tiempo. La imagen cinematográfica, dinámica y temporal, se torna así imagen del pensamiento que escapa a todo dogmatismo.
En la obra escrita en colaboración con Guattari con posterioridad a su estudio sobre el cine -¿Qué es la filosofía?-, Deleuze retomará estos hallazgos acerca de la imagen, los cuales van a permitirle resolver su antigua oscilación entre el tema de una «nueva imagen del pensamiento» y un «pensamiento sin imagen». Evidentemente, no podemos confundir el cine con la filosofía, pues a pesar de ser ambas disciplinas creativas, el cine piensa con imágenes, mientras que la filosofía lo hace con conceptos. Ahora bien, también hay imágenes en la filosofía, como veíamos, y estas van a multiplicarse y a ganar tanta movilidad y temporalidad como las del cine. La imagen del pensamiento es un proceso de diferenciación continuo que se confunde ahora con el plano o meseta erigida por el filósofo, es decir, con los presupuestos de cada filosofía, los cuales surgen al mismo tiempo que la creación conceptual. El pensamiento crea sin imagen preconcebida, pero trazando cada vez una «nueva imagen del pensamiento» o una nueva región del plano de inmanencia, que ahora debe ser concebido como el campo de coexistencia virtual de todos los planos, es decir, de todas las filosofías21.
El plano de inmanencia se caracteriza por su apertura, no está dado, y por ello debe ser construido por la filosofía en su tarea creadora que consiste en extenderlo, trazando nuevas regiones que vienen a poblar los conceptos. Cada extensión del plano supone una nueva orientación del pensamiento, una «nueva imagen del pensamiento» que coexiste con las otras en un tiempo estratigráfico22. El plano se prolonga en cada imagen, que reivindica el movimiento infinito del pensamiento dando lugar a distintas velocidades conceptuales, pero no debe confundirse con los conceptos que lo pueblan. Cuando esto sucede y se toman los conceptos por el plano mismo, la filosofía aspira a conceptos primeros a modo de principios transcendentales, el pensamiento detiene el movimiento y acaba preso de un «horizonte relativo». No es esta la tarea de la filosofía según Deleuze, que debe dar consistencia, pero sin renunciar al movimiento ni sustraerse, en última instancia, a las fuerzas del tiempo.
El pensamiento afronta constantemente el peligro consistente en detener el movimiento sobre el plano, así sucede cuando se impone el cliché, el estereotipo, el conformismo de las opiniones establecidas contra las cuales debe luchar la filosofía. Cuando se imponen los estereotipos la creación es suplantada por la comunicación, y ello deriva en fenómenos de atrofiamiento e incluso fallecimiento de las capacidades críticas y creativas, lo cual tiene importantes consecuencias en ámbitos como el social o el político, y puede dar lugar a configuraciones de la subjetividad sometidas a los dispositivos de poder más nefastos. En este sentido, Deleuze nos advierte del peligro de ciertos sistemas de valores que crean esquemas afectivos capaces de soportar e incluso de aprobar situaciones intolerables. Pero no es este el único peligro que afronta el pensamiento, que también debe enfrentarse, en el otro extremo, a los efectos desestabilizadores del caos. Ante este extremo, muy a tener en cuenta en un pensamiento que apuesta por el riesgo de la experimentación constante y que se crea a sí mismo en el azar de los encuentros, Deleuze señala la conveniencia de un «criterio de prudencia» para poder protegernos del caos y de sus efectos desarticuladores. Ahora se entiende mejor porque el pensamiento creativo se asemeja tanto a un acto de resistencia. Resistencia, en primer lugar, frente a lo intolerable del presente inmóvil que fija los afectos por medio de la propagación de redundancias (imagen dogmática del pensamiento); pero también resistencia frente al caos y sus efectos devastadores que amenazan el orden o consistencia implicados en cualquier ejercicio de pensamiento23.
Deleuze aplica los hallazgos sobre la imagen-cine a su problemática filosófica, destacando la importancia del cine en el caso del surgimiento de una nueva imagen del pensamiento. En este sentido, la aportación del cine no se limita a la creación de nuevas dimensiones de la imagen a tener en cuenta por la filosofía, ya que el cine en tanto que arte también debe participar activamente en la configuración de la imagen moderna del pensamiento. Por medio del cine como arte, y no como industria de diversión estratégicamente diseñada y manipulada por los aparatos del sistema de consumo masivo, se pueden estimular las capacidades críticas y creativas. Deleuze incluso llega a declarar que la función más alta del cine reside en mostrar, a través de los medios que le son propios, en qué consiste pensar, y cómo el pensamiento surge solamente allí donde se queda sin respuestas, en el extremo mismo de su impotencia24. Nos encontramos aquí ante el viejo problema de Artaud y su dificultad para pensar, aunque es cierto que este nunca consideró la impotencia del pensamiento como una mera inferioridad. Ella pertenece al pensamiento, hasta el punto de que debemos hacer de ella nuestra manera de pensar, evitando siempre la tentación de restaurar un pensamiento omnipotente.
En nuestra época, un nuevo problema ha surgido en relación con la crisis del pensamiento representativo: la cuestión de la creencia en el mundo. Rotos ya los lazos de la representación orgánica que nos instalaban en un pensamiento tan cómodo como poco creativo, el cine debe jugar un papel pedagógico fundamental en la creación de nuevos lazos que nos permitan creer en el mundo. Creer en este mundo es afirmar la inmanencia tal como se nos plantea hoy en nuestro plano, el de una imagen moderna del pensamiento, porque sólo la creencia en el mundo en el que vivimos puede enlazar al hombre con lo que sucede, más acá de cualquier transcendencia. Como nos advierte Deleuze: “pudiera ser que creer en este mundo, en esta vida, se haya vuelto nuestra tarea más difícil, o la tarea de un modo de existencia por descubrir en nuestro plano de inmanencia actual (…) Por ello lo que el cine tiene que filmar no es el mundo, sino la creencia en este mundo, nuestro único vínculo. Se pregunta a menudo por la naturaleza de la ilusión cinematográfica. Volver a darnos creencia en el mundo, ése es el poder del cine moderno (cuando deja de ser malo). Cristianos o ateos, en nuestra universal esquizofrenia, necesitamos razones para creer en este mundo”