Nietzsche integra en la filosofía dos medios de expresión, el aforismo y el poema. Esas mismas formas implican una nueva concepción de la filosofía, una nueva imagen del pensador y del pensamiento. El ideal del conocimiento, el descubrimiento de la verdad, los sustituye Nietzsche por la interpretación y la evaluación. Una fija el «sentido», siempre parcial y fragmentario, de un fenómeno; la otra determina el «valor» jerárquico de los sentidos y totaliza los fragmentos, sin atenuar ni suprimir su pluralidad. Precisamente el aforismo es el arte de interpretar y la cosa por interpretar; el poema, a la vez el arte de evaluar y la cosa por evaluar. El intérprete es fisiólogo o médico, aquel que considera los fenómenos como síntomas y habla mediante aforismos. El evaluador es el artista, el que considera y crea «perspectivas», el que habla mediante el poema. El filósofo del futuro es artista y médico —en una palabra, legislador.
Gilles Deleuze.2
«Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, – ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?»
¿Quién es el «nosotros» del inicio de La genealogía de la moral? ¿Qué significa esa plural opacidad pronominal? ¿Nos permite pensar algo en torno al problema de la «comunidad» ese comienzo problemático, tan problemáticamente planteado?
Andrés Sánchez Pascual afirma que el «nosotros los que conocemos» es en Genealogía de la Moral «una especie de epíteto aplicado por Nietzsche a quienes conocen de verdad la moral»3. Esta apretada explicación –aforística, digamos– nos suscita dos cuestiones. En primer lugar, parece dejar de lado un rasgo que consideramos relevante. Nos referimos a la incertidumbre radical que signa al «nosotros» nietzscheano, a la autocrítica –esto es, a la puesta en crisis del sí mismo que es «nosotros»– sin límite aparente dirigida contra «nosotros mismos».4 En segundo lugar, y en estrecha relación con la cuestión anterior, la explicación de Sánchez Pascual exhibe y oculta el problema del conocimiento, pues ¿qué significa conocer «de verdad la moral»? Seguramente, el traductor quiere poner de relieve en esa nota al pie que el «nosotros los que conocemos» alude a quienes han emprendido la tarea de desacralización y puesta en crisis de la moral, en vez de buscarle una justificación como sí lo han hecho muchos otros pensadores5. Pero convengamos que, tratándose de un crítico de la «verdad» como es Nietzsche, la explicación de Sánchez Pascual se presta a confusión. Es cierto que lo propio de la genealogía es un «espíritu histórico»6, un “instinto histórico” 7capaz de historizar lo que se presenta como indiscutible y que, en este sentido, exhuma ciertas «verdades». Al menos, así deja entenderlo Nietzsche cuando desea que «esos investigadores y microscopistas del alma», los genealogistas de la moral, “sean en el fondo animales valientes, magnánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados tanto su corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar todos sus deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral... Pues existen verdades tales” 8 Sin embargo, ya veremos que el problema de la verdad no puede despacharse tan rápidamente.
En todo caso, preferimos asumir cierta cautela al inicio y decir que el «nosotros» nietzscheano señala más bien a quienes se sienten inclinados a cavilar sobre el problema de la moral y no a “quienes conocen de verdad la moral”.9 Porque entendemos, y esta es nuestra hipótesis de trabajo, que el problema del conocer, la problemática gnoseo-epistemológica presente en Genealogía de la Moral, resulta inasible si no se lo conecta con el otro verbo presente al inicio del libro: buscar. El problema del conocer, del conocernos y de lo desconocido es inseparable del problema de las modalidades efectivas que la búsqueda adopta –lo cual nos llevará, como veremos, a la problemática ético-política presente en este libro. De manera que este “escrito polémico”, anticipémoslo, no será sólo una genealogía de la moral, sino también una genealogía de la verdad y una genealogía del sujeto.
“Y aquí toco yo de nuevo mi problema, nuestro problema, amigos míos desconocidos
(pues todavía no sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo, a no ser el
de que en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de sí misma como
problema?...”10
Será por este rumbo que el nosotros por el que nos preguntamos al comienzo conquistará un significado epistemológica y políticamente relevante. El modo en que Nietzsche trabaja la pregunta por la “comunidad” provoca un desplazamiento del problema, porque en ningún momento la comunidad aparece como algo deseable que debamos construir y organizar: “comunidad” es para Nietzsche la organización primitiva de la sociedad, el “rebaño”, la prehistoria siempre actualizable.11 Si hablar de «comunidad» –o, incluso, de «comuna»12– resulta para Nietzsche despreciable es porque hablar en esos términos supone hallado justamente aquello que se dice buscar. Hallado, por supuesto, como ideal. Más cuando un ideal impone el poder colectivo sobre el de los individuos13, cuando es colocado como objeto de la voluntad futuro y colmado en relación a una vida actual e incompleta, se ha transformado ya en ideal ascético14 y los «comunitaristas» –sean reformistas o revolucionarios– se han transformado ya en encarnaciones del resentimiento15. Pero no vayamos tan de prisa...
De cualquier modo, lo importante por ahora, es que nuestra pregunta se desplaza o, al menos y en primera instancia, sus términos cambian: preguntar por el tipo de vínculo social que construimos será preguntarnos por un «nosotros» que desconocemos, no por el nosotros cuyo concepto hemos definido y a partir del cual nos encaminamos nosotros los comunistas, los anarquistas, los anticapitalistas, los peronistas, etc. Esto no significa en absoluto zozobrar a la deriva. Nos encaminamos, sí, pero hacia lo desconocido. O, más precisamente: caminamos con lo desconocido. Ignoramos lo que serían un hombre o una mujer despojados de resentimiento, de mala conciencia, de ideales ascéticos… “Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice ‹cada uno es para sí mismo el más lejano›, en lo que a nosotros se refiere no somos ‹los que conocemos›...”.16Nosotros los que conocemos no somos los que conocemos, somos desconocidos para nosotros mismos. Por eso nuestro problema, el problema del nosotros, también es: ¿cómo conocer(nos)?
“Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas razones un problema silencioso, y que sólo se dirige, selectivamente, a un exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar que en las palabras y raíces que designan ‹bueno› se transparenta todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se sentían precisamente hombres de rango superior” 17. La llave para ingresar al problema del conocimiento está en el lenguaje. Nietzsche, filólogo, analiza el significado de los términos para desentrañar el fundamento de los modos de conocimiento vigentes.
Todo fenómeno es un indicio, el signo de una fuerza, y toda fuerza es la apropiación, la dominación, de una cualidad de la realidad. La historia es entonces la sucesión de las fuerzas que se apropian de las cualidades, la sucesión de las luchas para llevar a cabo esas apropiaciones. Y de ahí resulta que la etimología permita descifrar la historia de las metamorfosis conceptuales, porque el lenguaje es un fenómeno de fenómenos, un resultado de fenómenos. A su vez, los objetos de los que se apropian las fuerzas son también fuerzas, pero cristalizadas, conservadas, sedimentadas.18Esto es la voluntad de poder: fuerzas que luchan por apropiarse de fuerzas.19 En este sentido, la genealogía de los valores es una perspectiva de historización del presente, pues al reconocer que los valores son materia maleable en manos de grupos humanos concretos en lucha con otros grupos humanos muestra el conflicto y la discontinuidad esenciales, desoculta esta irracionalidad constitutiva de la historia. Semejante “punto de vista capital de la metódica histórica” es antagónico a toda concepción teleológica: ninguna percepción de finalidad, ningún telos se plasma substancialmente en la historia. La única causalidad histórica es la constituida por la diferente correlación de fuerzas entre los grupos enfrentados en el escenario social y que determina, en la realización efectiva de la lucha, quién impone su régimen de dominio y se apropia de las prácticas socialmente vigentes imprimiéndoles un sentido funcional a tal o cual régimen: no hay ningún progreso continuo20.
Cuando Nietzsche distingue en la pena lo que es relativamente permanente en la práctica de lo que es su «elemento fluido», lo que es acto material de lo que es «su sentido», lo que es hábito de aquello aportado por cada régimen de poder que hace suya la práctica concreta, esa distinción crítica permite exponer el caso de que el origen y la forma actual de algo, su causa y su finalidad, “son hechos toto coelo [totalmente] separados entre sí”21. Todo lo cual se traduce en la distinción, fundamental para la genealogía, entre práctica y sentido: el sentido de una práctica siempre es añadido a posteriori y de una manera completamente externa a ella, lo cual equivale a decir que el sentido es plenamente contingente en relación al protocolo que inviste. Pero el sentido no emerge de la nada, sino que refiere siempre a quién subyuga una práctica determinada en una determinada situación, indica el tipo de fuerza que ha asimilado la práctica en cuestión poniéndola a su servicio en un determinado contexto y en una problemática específica, remite a cierta finalidad a la que un grupo social somete esa práctica22.
La historia de las luchas de fuerzas es, pues, historia de la voluntad de poder, historia de las fuerzas que dominan y de las fuerzas dominadas.23 Se trata de un proceso de incesante reinterpretación que implica que las finalidades precedentes asignadas a las cosas, esto es, sus interpretaciones pasadas, los sentidos anteriormente conferidos a ellas, queden encubiertos, invisibles, bajo los estratos recientemente añadidos: “algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; [ha de saberse] que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el ‹sentido› anterior y la ‹finalidad› anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados”.24
De manera que, si sólo hay fuerzas cuyo incremento se caracteriza más por la arrebatada dispersión anárquica que por la conciliadora asociación armónica, y si la voluntad de poder se expresa sobre todo como fuerza que interpreta, que domina, que subyuga, que apropia, entonces toda posibilidad del decir algo acerca de la misma exigirá el uso de ciertas categorías condensadoras, aglutinantes, organizadoras: las palabras y los conceptos. Se entiende, si aceptamos lo dicho hasta aquí, por qué cabe considerar al lenguaje como un yacimiento de restos fósiles de esas luchas y por qué, bien mirado, el trabajo genealógico consiste en hacer una paleontología de los sentidos que han acarreado su peso sobre la faz de la tierra.
En este camino de historización de los valores, el ataque al psicologismo inglés en el primer tratado de GM es un «codear fuera» a un rival teórico en la crítica a la metafísica. Los psicólogos ingleses –los primeros en teorizar una genealogía de la moral –25 propugnan un tipo de teoría anti-metafísica que resulta insolvente desde el punto de vista histórico-lógico y nefasta desde el punto de vista ético-político. Nietzsche denuncia el contenido metafísico en la médula de ese razonamiento: la “utilidad”.26 El utilitarismo está basado en una apreciación valorativa según la cual el término “bueno” procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad».27 A partir de esta concepción, el psicologismo inglés sostiene que quienes forjan el concepto «bueno», quienes valoran la bondad de alguien, quienes nombran “bueno” a alguien o a un acto, son quienes se mantienen pasivos, quienes reciben o esperan ser favorecidos con una cosa o un acto, quienes no pueden ser ellos mismos “buenos” o hacer algo “bueno” (los “buenos para nada”, diríamos en lenguaje coloquial). Pero, ciertamente, lo propio de la idiosincrasia británica es un empirismo de «rana vieja», paciente, frío, conformista, aburrido,28 impotente para hacer otra cosa que brindar una procedencia indefendible al concepto “bueno”: adopta el punto de vista del que aguarda lo que es conveniente, del interesado en la finalidad –utilidad– de aquello que “le viene de arriba”, digamos. Se trata del punto de vista del mero usuario, del que hoy podríamos asimilar sin dificultades al consumidor. Pero hace falta una “metodología más adecuada” porque la irresponsabilidad ética reside aquí y no, como cree más de uno, en la posición que plantea el la Genealogía de la Moral. 29
El ataque nietzscheano contra la concepción inglesa es doble: desde el interior mismo de ese psicologismo –crítica lógica–, advirtiendo una contradicción que hace inconsistente el argumento, y desde la propia posición nietzscheana –crítica genealógica–, indicando que es históricamente insostenible que los débiles, los pasivos, acuñen el concepto de “bondad”.Advirtiendo la falta de rigor que importa el haber despachado a los ingleses en una oración, considera por un lado, que “Originariamente –decretan– acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles, más tarde ese origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoístas, por el simple motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas –como si fueran en sí algo bueno”. Y por otro, la crítica lógica apunta al argumento psicologista según el cual los beneficiarios de acciones no-egoístas habrían llamado “buenas” a esas acciones, mas ese origen habría sido olvidado a pesar de la permanencia del hábito. Nietzsche señala que el olvido alegado por los psicólogos ingleses se da de bruces con el hábito que ellos mismos postulan. La crítica genealógica, por su parte, recusa que los psicólogos adjudiquen el origen del término “bueno” a los beneficiarios de ciertas acciones nobles, pues semejante adjudicación equivaldría a decir que los débiles pueden crear valores, cosa que para Nietzsche resulta un hecho inadmisible a causa de su esencial a-historicidad.30
Simultáneamente, ese momento negativo de la crítica obtiene un correlato positivo en el que Nietzsche postula el concepto de pathos de la distancia como actividad afirmativa: “el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior y dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo»”.31 Pathos32 de la distancia es el ejercicio jerarquizador que produce la distinción y la separación entre lo alto y lo bajo, lo superior y lo inferior, lo noble y lo abyecto. Se trata de una experiencia diferenciadora y ordenadora exclusivamente propia del espíritu aristocrático. Por lo tanto, la génesis de lo bueno sólo puede realizarse a partir del pathos de la distancia, supremo juicio destacador del rango que permite la valoración de sí. 33 «Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad!»34. El hombre bueno obtiene la legitimidad de su concepto en el acto de fijar sus propios valores sin esperar beneficios. Nobleza de no esconder nada –incluyendo la pasión y la voluntad toda– y señorío de no producir por conveniencia, sino simplemente por afirmar la capacidad de producir. En este sentido, la perspectiva de la utilidad es despreciable porque debilita, reblandece, castra la creatividad de las nobles fuerzas afirmativas corporales y espirituales.35
Por otra parte, que esa pluralidad de fuerzas no se circunscribe a un sujeto ni se identifica con un organismo, pues se trata de fuerzas constitutivas precedentes y excesivas en relación a sujetos y organismos, los cuales llegan, por resultado, a “adaptarse” a esas fuerzas: “se desconoce la esencia de la vida, su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la supremacía de principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las cuales viene luego la ‹adaptación›; con ello se niega en el organismo mismo el papel dominador de los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida aparece activa y conformadora”36. El organismo animal y su eventual subjetividad, están a merced de esa pluralidad de fuerzas en constante devenir: no existe un “‹sujeto› indiferente, libre para elegir”.37 El pathos de la distancia consiste pues en el ejercicio que jerarquiza esa multiplicidad de sensaciones. A partir de esto puede entenderse la voluntad fundamental de conocimiento como despersonalización de la producción y a los individuos como efectos de un proceso que los antecede y excede: el sujeto es efecto de la voluntad, “la fuerza mayor consume a la fuerza menor”. La moral, vista de esta manera, es una interpretación de nuestros afectos o pulsiones que revela un estado fisiológico. Esa interpretación, como cualquier otra, es una situación a la que se ha llegado por el movimiento de las pulsiones; tiene, por lo tanto, una génesis. Hacer la genealogía de nuestros afectos supone, pues, darle un sentido a algo que ya de por sí lo tiene, supone llegar a des-cubrir lo que interpreta en nosotros: la voluntad de poder. 38
Sólo un espíritu fuerte, noble, aristocrático, nomina objetos, crea lenguaje: “El derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen ‹esto es esto y aquello›, imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo”. 39Luego, desde la perspectiva de los señores, conocer es crear. Todo sentido es producto de una perspectiva interpretadora y toda jerarquía es producto de una perspectiva evaluadora. La importancia ético-política de este planteo salta a la vista si tenemos presente que “el concepto de preeminencia política se diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica”. No se trata de una exaltación de las castas o de las clases sociales, sino de la exposición de una tipología de los modos de existencia: un tipo anímico de la acción, que crea valores “a base de sí mismo”, y un tipo anímico de la “reacción de la acción”, que crea a partir del odio, el resentimiento y la venganza. El tipo activo no califica su actividad por comparación con otra, es decir, no representa imaginariamente y por eso “no envenena”; al contrario, el tipo reactivo valora primero y negativamente a un otro y constituye su acción creadora a partir de esa representación imaginaria. Esta representación imaginaria supone un valor elevado “en sí”, por lo tanto, una jerarquía y una legislación fundadas en un valor trascendente. En cambio, el tipo anímico activo determina la jerarquía de valores sabiendo que toda legislación carece de fundamento40.
La dimensión ética de una concepción activa del lenguaje se encuentra entonces en el centro de la crítica nietzscheana dirigida contra el punto de vista gnoseológico «paciente» del psicologismo inglés,41 el cual propugna la adecuación de los agentes según la conveniencia o la utilidad de las cosas como si éstas estuvieran “dadas”. El ánimo de los esclavos cae con facilidad preso de “la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje)” y por ello separa “la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza”. Descomponer la fuerza y separarla de su potencia es el rasgo característico del espíritu plebeyo que impide asumir el carácter provisorio del conocimiento y persiste, por todos los medios, en la conservación de esa vida “que degenera”. Persistir en la creencia de que hay un «ser» impertérrito detrás del devenir, ignorar que “el hacer es todo”, acarrea la mistificación del lenguaje y, por ende, un pensamiento de orador y no de pensador, esto es, un pensamiento mediado por la rocosa indiferencia de las palabras, un pensamiento de cosas a propósito de las cosas, en lugar de un pensamiento de las cosas, de los hechos, del “quantum de pulsión, de voluntad, de actividad» como «ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar” .42
De esta manera Nietzsche substituye la dualidad metafísica apariencia-esencia por la dualidad genealógica fenómeno-sentido. Y prepara el terreno para dirigir “la mirada abierta a ese oscuro taller” donde se fabrican los ideales ascéticos: la ciencia, último reducto de Dios.
¿Cómo buscar? La teoría del conocimiento y la teoría de la verdad se ponen en cuestión al integrar en el análisis el método genealógico. Cuando cae en tela de juicio la verdad naturalizada sobre los valores morales también caen el conocimiento en sí y la verdad científica. Por eso el otro adversario de la Genealogía de la Moral es, a primera vista, la ciencia. Pero, así como vimos que el camino de la crítica a la metafísica incluye la destrucción del psicologismo inglés como resabio de aquélla, la crítica a la ciencia se realiza apuntando al contenido sacro-religioso que el supuesto ateísmo científico trafica. Si, como acabamos de ver, en su crítica a la metafísica Nietzsche requiere diferenciarse de la anti-metafísica inglesa mostrando la in-utilidad del utilitarismo psicologista para sostener una gnoseología, en su crítica a la religión requerirá diferenciarse del ateísmo científico mostrando que el lugar de lo sagrado, ocupado por el Dios del monoteísmo en la religión, es en la ciencia ocupado por la verdad. La “voluntad de nada” inoculada por el espíritu sacerdotal tiene su correspondencia en la «voluntad de verdad» que alienta el espíritu científico.
El epicentro crítico de la ciencia, su “paralogismo”, es la confianza en haber creado un ámbito o una práctica “libre de supuestos”. Pero no existe tal libertad de espíritu mientras éste se encuentre encadenado a la firme convicción de que la verdad encierra un valor en sí, esto es, un valor más allá de las valoraciones, un valor metafísico. Exactamente aquí, en el terreno de la metafísica, la ciencia y la religión son “necesariamente aliadas”: derrocar a Dios en nombre de «la verdad» deja intacto el “problema” del valor de la verdad, trocando simplemente una “fe metafísica” por otra. Al adscribir a la verdad –o al “género” humano – los atributos divinos, la trascendencia que se pretendía combatir simplemente ha sido trasvasada a odres nuevos: la ciencia moderna –y el humanismo– no han hecho más que mudar los mismos muebles de una habitación a otra. Por eso Nietzsche recomienda tomar el lema de la Orden de los Asesinos al pie de la letra: «Nada es verdadero, todo está permitido...”, esto es, en terreno epistemológico, el lema del ejercicio interpretador: “violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear...”.43 El caos de la desfundamentación y del sinsentido se configura siempre como límite de las posibilidades del interpretar, pero no sólo como límite negativo: se trata de un límite generador de sentidos.44 El sentido siempre es producido y hay que hacerse cargo de este problema, “cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de lo inverosímil, algo más verosímil, y, a veces, en lugar de un error, otro distinto”. Se trata, pues, de tomar conciencia de la falsedad, de crear ficciones a voluntad, de aprehender la voluntad de engaño como sólo el arte sabe hacerlo...45 Por eso puede afirmarse que el arte “se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia”. O, para ser exactos, mucho más que la ciencia guiada por un ideal ascético. 46
Nietzsche formula los lineamientos para otro tipo de ciencia, una ciencia que pierda el temor a cobrar conciencia del carácter provisorio, experimental y terrenal de los sentidos que produce. La ciencia inspirada por la voluntad de verdad necesita un más allá de los avatares paganos de la turbia terrenalidad –hallamos aquí el fundamento religioso, metafísico–, un ámbito de «objetividad» despojado de las impurezas del interés, del afecto, del cuerpo y sus secreciones, del humor en todos los sentidos... Ese ámbito le fue provisto a la ciencia por la filosofía ascética, es decir, por toda la filosofía practicada hasta hoy47, y no es otro que el ámbito del sujeto trascendental y sus diversos ropajes («razón pura», «espiritualidad absoluta», “conocimiento en sí”...). Se trata de un “sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo”, impresentable para una perspectiva corporal, sensual, materialista.48 (Esa pluralidad de fuerzas que Nietzsche denomina “voluntad fundamental de conocimiento” cobra su significación concreta, para nada divina o abstracta (como una lectura hegelianamente inspirada podría reponer), en esta crítica a la idea de un sujeto como sustrato-sostén de conocimiento. 49
A esta altura en este articulo, el científico moderno se preguntará ¿dónde queda la objetividad?, ¿a dónde iremos a parar si las cosas son como a cada uno le parece que son? Pero es que el ámbito de la objetividad existe para Nietzsche, sólo que no se identifica ni con el “contrasentido” jactancioso de la “contemplación desinteresada”, ni con la caricatura burlona de un individualismo irreductible. “Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un ‹conocer› perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro ‹concepto› de ella, tanto más completa será nuestra ‹objetividad›. Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?...”50. La objetividad científica en la Genealogía de la Moral es el punto de vista plural, abierto, inclusivo y material del perspectivismo. No existe la verdad, pero eso no equivale al caos, pues existe una coordinación de la “diversidad de las perspectivas” y las “interpretaciones nacidas de los afectos”. Se trata de generar perspectivas diferentes, modos de interpretación distintos de acuerdo a las necesidades, al cruce de las fuerzas, a las circunstancias. Destruir los conceptos de la metafísica tradicional no equivale a desentenderse de la necesidad de crear nuevos conceptos a partir de los cuales sea posible configurar lo real. Pero esta configuración supone reconocer el carácter «falso» de esos conceptos, una vez admitida la pérdida de toda sustancia metafísica y su promoción como fundamento.
En este sentido es que la Geneologia de la Moral se propone realizar una aproximación interdisciplinaria en relación a la cuestión del valor de la moral y la historia de la misma, pues la complejidad y amplitud de semejante cuestión “debe ser planteada desde las más diferentes perspectivas” como requisito indispensable para obtener una mirada plural y rigurosa. En concreto, es necesaria la aportación de “filólogos e historiadores”, de “fisiólogos y médicos” y asimismo de los “filósofos de oficio”, que deben mediar la relación “entre filosofía, fisiología y medicina”. Así, la genealogía se apoyaría en los resultados, siempre parciales y provisorios, siempre erróneos y verosímiles, de esta aproximación al problema de la moral encarada desde una perspectiva interdisciplinaria. 51Entonces se llega a ver, cuál es la dimensión ético-política del programa epistemológico presente en esta obra de Nietzsche: el diagnóstico de la propia época actúa como horizonte constituyente de la perspectiva común sobre el pasado y hace de la genealogía como labor colectiva, por una parte, una aproximación activa sobre lo sucedido y, por otra, un movimiento de ida y vuelta: la aproximación sobre el pasado sólo tiene sentido en tanto que se consiga un efecto práctico sobre el presente. No hay que confundir este planteo traduciéndolo en términos dialécticos: no hay reconciliación alguna con el presente sino un situarse en el tiempo y contra él. He aquí lo inactual o intempestivo del pensamiento nietzscheano: la exhumación genealógica alcanza un máximo antagonismo en relación a su época. El trabajo del archivista jovial está encauzado a la apertura de porvenir, es una labor preñada de futuro, pero no de un futuro feliz y asegurado, sino de un futuro incierto y probablemente desdichado... 52
No hay esencia ni condiciones universales para el conocimiento: cada conocimiento es el resultado –un efecto– histórico de condiciones determinadas por la lucha de fuerzas. A partir de aquí podemos apreciar la significación concreta, material, terrena de la “voluntad fundamental de conocimiento”. No se trata de un espíritu o de una voluntad abstracta, sino de fuerzas afectivas e intelectuales patentes, concretas, que «entrelazan», «funden», «confunden» e impulsan a los filósofos a buscar verdades provisorias que afirmen la vida: “Esto es, en efecto, lo único que conviene a un filósofo. No tenemos nosotros derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encontrar la verdad. Antes bien, con la necesidad con que un árbol da sus frutos, así brotan de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras dudas – todos ellos emparentados y relacionados entre sí, testimonios de una única voluntad, de una única salud, de un único reino terrenal, de un único sol. – ¿Os gustarán a vosotros estos frutos nuestros? – Pero ¡que les importa eso a los árboles! ¡Que nos importa eso a nosotros los filósofos!...” Nada de esa vida «seria», empobrecida, sobre la que descansa el quehacer científico, nada de «afectos enfriados», de «tempo retardado», nada de «dialéctica ocupando el lugar del instinto», nada de esa “seriedad grabada en los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco individuo de un metabolismo más trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja con más dificultad)” 53
En suma, la ciencia liquidó a Dios, pero puso en su lugar a la verdad. El psicologismo inglés también erigió su altar a un valor trascendente: la utilidad. Contra la ciencia, en la Genealogía de la Moral sostiene la creación artística. Contra el psicologismo, afirma el señorío. Doble ruptura con la tradición: entre el conocimiento y las cosas (ya no hacen falta ni Dios ni verdad que garanticen una relación de continuidad entre el uno y las otras), y entre el conocimiento y las pulsiones (ya no hay continuidad entre la producción y el producto que garantice la unidad de un sujeto).54 Por tanto, conocer(nos) jamás significa(rá) adoptar una «moral» u obtener una «verdad» como si lográramos el acceso a un objeto que estuviera aguardándonos desde siempre, una moral o una verdad personificables en aquella Penélope rodeada de pretendientes ilegítimos55 que espera a su prometido: el “serio” y “trabajoso” Odiseo56. Conocer(nos) significa(rá) una actividad colectiva e interdisciplinaria de constante crítica y autocrítica, de desconfianza radical en la tradición constitutiva de nuestros hábitos, una violenta afirmación de la incertidumbre y el caos que nos presenta esa opacidad inaferrable de lo otro en el sí mismo del nosotros, una valiente asunción del temor ante el elemento de alteridad no dominable en la propia mismidad: “Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y, justamente por ello, tal vez, más dignos también –de vivir?...”.57
Un niño en la obscuridad, presa del miedo, se tranquiliza canturreando. Camina, camina y se para de acuerdo con su canción. Perdido, se cobija como puede o se orienta a duras penas con su cancioncilla. Esa cancioncilla es como el esbozo de un centro estable y tranquilo, estabilizante y tranquilizante, en el seno del caos. Es muy posible que el niño, al mismo tiempo que canta, salte, acelere o aminore su paso; pero la canción ya es en sí misma un salto: salta del caos a un principio de orden del caos, pero también corre constantemente el riesgo de desintegrarse.
Gilles Deleuze, Pierre Félix Guattari. 58
La exaltación nietzscheana de la producción que no se preocupa ni por la utilidad de sus productos ni por la refutación de las posiciones adversas compone el método genealógico junto con la tarea rigurosa del archivista jovial, que consiste en trabajar con “lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido”, en “toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado”. De ahí que el color propio de la labor del genealogista sea el «gris», a diferencia del diáfano “azul” propio de los extravíos pseudo-teóricos en el cielo despejado de las imaginerías metafísicas. La alegría del genealogista no proviene entonces de los resultados, sino del proceso mismo de trabajo, que consiste básicamente en tratar de «recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país» de los valores concretos e históricamente determinados : “la jovialidad, o, para decirlo en mi lenguaje, la gaya ciencia –es una recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente, laboriosa y subterránea, que, desde luego, no es cosa de cualquiera”, “una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no ‹hombre moderno›: el rumiar...”. Cambiar las preguntas, problematizar con alegría y masticar metódicamente, durante suficiente tiempo, las investigaciones. “¡Oh, qué felices somos nosotros los que conocemos, presuponiendo que sepamos callar durante suficiente tiempo!”.59
Esa jovialidad científica de la afirmación en la propia producción es la principal diferencia frente a un tipo anímico reactivo de notable relevancia: el “librepensador”. Sus diversos disfraces son el anarquista, el ateo, el socialista, el demócrata, el nihilista...60 Se trata del espíritu positivista, fatalista, incapaz de interpretar las fuerzas, de experimentar consigo: “estos así llamdos ‹espíritus libres› [...] estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el no como el sí, aquel querer-detenerse ante lo real, ante el factum brutum [hecho bruto], aquel fatalismo de los petit faits [hechos pequeños] (ce petit faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de privación moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación”. Este tipo anímico propugna en materia científica “la equidad”, en materia política el misarquismo –la aversión a todo gobierno– y en materia religiosa el ateísmo. Tres materias relativas al blanco de la genealogía: el conocimiento, la moral y la religión, es decir, la verdad, el bien y lo divino. El tercero de estos términos encierra el ideal ascético y cifra la clave de interpretación para los otros dos.61 De aquí que el librepensador sea el más desconfiable de los personajes, “pues quien desprecia es siempre todavía alguien que ‹no ha olvidado el apreciar...”: les repugna la Iglesia, pero no su veneno, son ascetas de la virtud y negadores de la sensualidad. En este sentido el ateísmo es el último asilo del ideal ascético.62
Hasta ese núcleo del ideal hiende la genealogía en su labor de disolver hasta el último resquicio el presente petrificado, cerrado a nuevas interpretaciones, y fluidificarlo habilitando la emergencia de nuevas posibilidades al pensamiento y la acción. Esta apertura es el terror del librepensador, último avatar del humanismo, porque deja al descubierto la inexorable ausencia de sentido. Y ya se sabe que el ánimo reactivo “prefiere querer la nada a no querer...”, porque no soporta la responsabilidad infinita, abismal, de tener que crear valores: la labor genealógica abre abismos sobre los que «ni siquiera un Aquiles del librepensamiento podría saltar sin estremecerse”. La moral de los esclavos siente horror al vacío de sentido, “necesita una meta”, le espanta el caos del sinsentido y por ello demanda imperiosamente un ideal colocado en “otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la historia” que le permita la desimplicación ético-política respecto de su existencia. Y atención, que este mundo ajeno, metafísico, no son exclusivamente Dios, el bien y la verdad: también debemos considerar aquí la Nación, el Estado y el Capital. El librepensador encuentra en esa responsabilidad ante la producción de sentido un fardo repelente, porque su punto de vista está cerrado a la experimentación: hay que adoptar la perspectiva jovial de la autovaloración productiva para percibir que ese “fardo” tiene la jovial ligereza de la página en blanco y la oportunidad riesgosa de la creación artística. “La voluntad de verdad necesita una crítica –con esto definimos nuestra propia tarea–, el valor de la verdad debe ser puesto en entredicho alguna vez, por vía experimental”. El espíritu noble, libre, actúa espontáneamente pero, no olvidemos que «no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encontrar la verdad»: la experimentación es siempre plural, colectiva, social y política... 63
El problema de la organización social y política viene siendo tratado por la tradición política hegemónica a la manera del librepensador: negándose a la experimentación. Para esta concepción, la «comunidad organizada» significa postular un Uno armónico en el pasado o en el porvenir: bien como paraíso perdido del Estado benefactor que debemos recobrar, bien como tierra prometida de la Revolución (o el “Desarrollo Sustentable”) que debemos perseguir. En este sentido, una ética del re-conocimiento supone siempre re-cobrar, conocer otra vez, la alteridad que no es otra cosa que sí mismo: “el yo es el nosotros y el nosotros el yo”. 64Desde esta perspectiva, superar el particularismo individual no consiste en otra cosa, pues, que en recuperar un todo universal que precede –lógica y ontológicamente– a la instancia de reconocimiento subjetivo. “Yo es el nosotros” implica entonces la tarea de devolver, o de re-construir, esa unidad primigenia o subyacente, causa final de toda comunidad. La pluralidad de yoes debe tornarse en unidad homogénea. Este Uno a recobrar pareciera ser una instancia más allá del sí propio que funciona como condición sine qua non para el reconocimiento y la validación social.
Pero la perspectiva nietzscheana nos permite pensar el problema de la comunidad en otros términos: La Genealogía de la Moral nos coloca desnudos ante un abismo de incertidumbre y no hace nada para aligerar nuestra angustia. Saca conclusiones del milenario triunfo de la moral de los esclavos y busca ir más allá, explorando a tientas nuevos territorios: “recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país de la moral [...] ¿y no viene esto a significar casi lo mismo que descubrir por primera vez tal país?”. Como el niño de la parábola que narra el epígrafe de este apartado: su única certeza es que está perdido en la oscuridad y tiene miedo, pero una cancioncilla frágil, provisoria, al borde de la desintegración, esboza un centro, un sentido. El “nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos” significa en primer lugar que nos negamos a asumir que estamos perdidos y que no sabemos hacia dónde ir, ni cómo ni por dónde hacerlo. Presos de la moral del esclavo, apropiarnos de nuestras debilidades es siempre un derivado de culpar a otros. Más aún si somos militantes, activistas, luchadores de izquierda: ¿cómo conocer-nos incapaces de dar(nos) respuestas, siempre acertadas, siempre racionales, siempre correctas? “No nos hemos buscado nunca”, porque cantamos siempre la misma canción, no somos capaces de experimentar con nosotros mismos, “¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?”, si nos afirmamos constantemente en la certeza de que ésa es la canción, la línea precisa, la verdad objetiva, la posición correcta. Al menos el niño perdido en la oscuridad no ignora ni rehuye su temor y el caos nocturno en que se encuentra sumergido: “Un hombre fuerte y bien constituido digiere sus vivencias (incluidas las acciones, las fechorías) de igual manera que digiere sus comidas, aun cuando tenga que tragar duros bocados”.65
El problema es, por tanto, nuestro problema: no somos capaces de distinguir en la vida cotidiana aquellos aspectos que revelan impulsos emancipatorios, por más pequeños que sean. La mera conservación, la mera adaptación es contraria a la esencia de la voluntad de poder. Es propio de ella la actividad, el crecimiento, la expansión, el sobrepasamiento de cualquier obstáculo, de cualquier consolidación, que pueda suponer un encorsetamiento de su tendencia a devenir más poder: “de lo que hablo no es de su camino hacia la ‹felicidad›, sino de su camino hacia el poder, hacia la acción, hacia el más poderoso hacer, y, de hecho, en la mayoría de los casos, su camino hacia la infelicidad”. Puede parecer aventurado afirmar que no exista otra posibilidad que caminar en la oscuridad de lo desconocido, y hasta puede sonar “espontaneísta” considerar que cada paso “gris” es una jovial prefiguración de la meta, una alegre rebelión contra el presente, una rotunda afirmación intempestiva... Parece poco, ciertamente, si lo que pretendemos es andar con paso seguro sobre sendas despejadas bajo el color azul de las imaginerías rectas, lineales, progresivas: “a las situaciones de derecho no les es lícito ser nunca más que situaciones de excepción, que constituyen restricciones parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad como medios particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de poder”. Toda situación de derecho, toda institución vigente, es un estado de excepción respecto de la voluntad de vida y es la condición –necesaria– de posibilidad a partir de la cual una fuerza puede crear unidades mayores de poder.66
Tendencia incesante a la autosuperación por parte de la voluntad de poder, generación de plasmaciones de sí cada vez más poderosas: hurgar metódicamente, producir, afirmar, gozar, sentir, vivir los medios para crear unidades mayores de poder y, contando con esos medios, intensificar las relaciones, expandirlas, multiplicarlas, sin dirigirlas ni fijarles metas desde afuera. En una palabra, legislar. ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? ¿Hacia dónde? Si rehuimos el utilitarismo de los medios y el trascendentalismo de los fines debemos responder que no sabemos, que incrementamos y expandimos la voluntad de poder como un fruto de nuestra potencialidad emancipatoria y, por lo tanto, incierta, peligrosa, contradictoria, discontinua, inquietante, enigmática... La diferencia entre saber y no saber es esta pulsión por buscar, por ir más allá. La emancipación política no tiene telos ni instrumento, es apenas un “concepto básico positivo”, un afirmar la propia lucha, un autovalorar sin resentimiento, un caminar sin sendero, un deseo sin objeto, un verbo sin sustantivo, un producir porque sí...