Observaciones Filosóficas - ¿La política occidental es co-originariamente biopolítica? Agamben frente a Foucault y Arendt
En el prefacio a su tan comentada y poco objetada obra Homo sacer: el poder soberano y la vida desnuda, Giorgio Agamben evoca la compañía de dos vigorosos intérpretes de los tiempos modernos: Michel Foucault y Hannah Arendt. En Michel Foucault Agamben juzga encontrar la clara definición de una biopolítica que incluye la vida biológica en los mecanismos y cálculos del poder estatal; en Arendt, en la descripción que La condición humana propone de la victoria de lo que denomina animal laborans, identifica la asociación entre primado natural y decadencia del espacio público en la era moderna. En Arendt, por otra parte, Agamben encuentra también la inédita posición de los campos de concentración como institución central de la dominación totalitaria. No obstante, juzga no encontrar, en ninguno de los dos, los elementos suficientes para caracterizar el paradigma biopolítico moderno, el campo de concentración como espacio propio de la excepción, en el cual el límite en que se tocan norma y excepción se desvanece y los torna indistintos.
Si
es cierto que Arendt consideró, pioneramente,
el campo como la institución central de la dominación política,
una especie de laboratorio en el cual se experimentó y se configuró
el modelo totalitario de sujeción, también es cierto que dejó sin
establecer un vínculo entre sus análisis de la decadencia del
ámbito público en La
condición humana
y sus «penetrantes análisis» de la dominación totalitaria, en los
cuales, por lo demás, está ausente, según Agamben, «toda y
cualquier perspectiva biopolítica»2
Cuando
Agamben publicó Homo
sacer – el poder soberano y la vida desnuda,
todavía no había sido publicado el curso de 1976 titulado, en la
edición española, Hay
que defender la sociedad.
Si no fuese ese el caso, sería incomprensible que Agamben no
considerase la última aula del curso, del 17 de Marzo de 1976, en la
cual Foucault, en una de las raras ocasiones en la cual se detiene en
el examen de un acontecimiento histórico contemporáneo, analiza
minuciosamente el papel del racismo en la justificación del derecho
de hacer
morir
reclamado por los regímenes totalitarios, junto con la prerrogativa
de hacer
vivir.
Agamben puede recurrir, entre tanto, al primer volumen de la Historia
de la sexualidad,
de Foucault, titulado La
voluntad de saber.
En el quinto capítulo de ese libro, el autor, interesado en
comprender la importancia del sexo como objetivo del influjo de una
tecnología política de la vida, se detiene sobre lo que denomina
una biopolítica
de la población,
caracterizada por una serie de intervenciones y controles
regulatorios de la población, acompañado por una anatomo-política
del cuerpo humano,
volvía para “su adiestramiento, el mejoramiento de sus aptitudes,
la extorsión de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad
y de su docilidad, su integración a sistemas de control eficaces y
económicos”5
No
desenvolveré a fondo lo que está en cuestión en ese análisis,
pero juzgo que importa dar algunas indicaciones, preliminarmente y a
título de sugestiones
e hipótesis de trabajo, de los problemas envueltos en la apropiación
agambemiana de Foucault. Cabe notar, antes que nada, que en la primer
aula del curso El
poder psiquiátrico Foucault
indica que hay una inversión y una ruptura con la lógica de la
soberanía cuando el dominio político, en el adviento de la
biopolítica, reclama para sí el derecho de hacer
vivir y dejar morir,
en contraposición al derecho clásico de hacer
morir y dejar vivir.
En La
voluntad de saber,
entre tanto, Foucault habla de una transformación interna en la
lógica de la soberanía, que se tornará biopolítica y culminará,
por medio del recurso al racismo, en el derecho, cuyo fundamento
reposa en el mejoramiento de la vida de la especie, de hacer
vivir y hacer morir.
Menciono ese movimiento bastante conocido de la obra de Foucault para
enfatizar lo siguiente: para el autor, la vida que es objeto de
sujeción biopolítica no coincide con la dimensión estrictamente
biológica del mero estar vivo, sino que es entendida, en sus propias
palabras, “como necesidades fundamentales, esencia concreta del
hombre, realización de sus virtualidades, plenitud de lo posible”6
En
un escrito de 1993, preparatorio del volumen I de Homo
sacer,
titulado «Forma de vida» e incluido en la antología Medios
sin fin: notas sobre la política,
Agamben insiste en la centralidad de la distinción, indicada
originalmente por Hannah Arendt en La
condición humana,
entre las palabras griegas para vida: bíos
y zoé.
Ahí nota que zoé
“expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los vivientes”
y bíos
“la forma de vida o manera de vivir propia de un individuo o un
grupo” (p. 13). Esa distinción desapareció gradualmente en las
lenguas modernas, fundiéndose los términos en uno solo, que pasó
“a designar en su desnudez el presupuesto común de que es siempre
posible aislar en alguna de las innumerables formas de vida”8
El
poder político que conocemos, al contrario, “se funda siempre en
última instancia sobre la separación de una esfera de la vida
desnuda con relación al contexto de las formas de vida”11
Dos
años después, en la introducción a Homo
sacer I,
Agamben retoma la distinción entre zoé
y bíos,
prácticamente en los mismos términos, y agrega que “la simple
vida natural está excluida del mundo clásico, de la polis
propiamente dicha y queda firmemente confinada, como vida
reproductiva, al ámbito del oikos”13
como
una exclusión inclusiva (una exceptio)
de la zoé
en la polis,
casi como si la política fuese el lugar en que el vivir debe
transformarse en vivir bien, y aquello que debe ser politizado fuese
desde siempre la vida desnuda. La vida desnuda tiene, en la política
occidental, este singular privilegio de ser aquello sobre cuya
exclusión se funda la ciudad de los hombres16
Para
Agamben, la oposición aristotélica entre vivir (zên)
y vivir bien (eu
zên)
puede significar, además de una oposición, “una implicación de
lo primero en lo segundo, de la vida desnuda en la vida políticamente
calificada”17
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Los griegos realmente poseían dos palabras etimológicamente distintas para significar vida, porque distinguían entre la vida biológica o la vida de todo viviente, llamada zoé, de la vida de la que se puede contar una historia e identificar una singularidad, la bíos o el modo de vida que se puede escoger libremente, independientemente de las necesidades impuestas por la condición de viviente.
En
las palabras de Werner Jaeger, bíos
designa la existencia humana, “no como un simple proceso temporal,
sino como una unidad plástica llena de sentido, como una forma
consciente de vida”18
Si
tenemos en cuenta la insistencia de Aristóteles en separar bíos
de
zoé,
en la Ética
a Eudemo y
en la Ética
a Nicómaco,
la definición del hombre como animal político
(zoon
politikon),
en la Política,
no dejará de conducirnos a algunas complicaciones, sobre todo si
damos razón a Hannah Arendt, pero no sólo a ella, y reconocemos que
la tradición de nuestro pensamiento político asentó desde el
inicio en una distinción pretendidamente rigurosa y segura entre
naturaleza y política, entre el orden de la physis
y el orden del nomos,
así como entre zoé
y bíos,
la vida natural y el modo de vida, esto es, entre “las actividades
atinentes a un mundo común y aquellas pertinentes a la manutención
de la vida, una división considerada axiomática y evidente por sí
misma, en la cual se fundó todo el pensamiento político antiguo”19
Considerando
lo que antes indicamos brevemente sobre la relación entre physis
y nomos,
necesidad y libertad, bíos
y zoé,
esa deducción biológica20
La
comprensión aristotélica de lo político por referencia a la
naturaleza y el estatuto de la relación physis
e nomos
en el dominio práctico debe ser examinado más detenidamente de lo
que puedo hacer en este texto. Cabe notar, en todo caso, que en
Aristóteles lo natural no coincide con lo biológico, a pesar de que
lo incluye; por otra parte, que hay formas de asociación humanas que
responden a la condición natural gregaria del hombre, pero, como en
el caso de las constituciones degeneradas, no son naturales, porque
no corresponden a formas naturales, normativamente deseables, de
gobernar y ser gobernado. No obstante, Aristóteles seguramente no
dejó de considerar la distinción e incluso la oposición entre
physis
y nomos.
Lo que pasa es que “el dominio que Aristóteles juzga que tiene que
ser circunscrito por la physis
incluye ciertos elementos que son igualmente,
desde su propio
punto de vista, nomoi”22
juzgaba
ser sólo una característica del hombre el hecho de poder vivir en
una polis
y que esa organización de la polis representaba la forma más
elevada del convivio humano; por consiguiente, es humana en un
sentido específico, tan distante del divino que puede existir apenas
para sí en plena libertad e independencia, y del animal cuyo
estar-junto, donde existe, es una forma de la vida en su necesidad.
Por lo tanto, la política en la acepción de Aristóteles (...) no
es, de ninguna manera, algo natural y no se encuentra, de modo
alguno, en todos los lugares donde los hombres conviven23
La célebre definición doble del hombre como zoon logon ekhon (un animal capaz de hablar) y zoon politikon (un animal naturalmente impelido a la vida en comunidad), que está en el origen del pensamiento político occidental, acabó por elidir la distinción, también fundamental en Aristóteles, entre zoon politikon, tal como aparece en la Política, y bíos politikos, como encontramos en la Ética a Nicómaco y en la Ética a Eudemo – entre el instinto para la vida social y el libre compromiso en un modo de vida que aspira a la plenitud –, donde debemos notar no apenas la sustitución de zoé por bíos, sino también un uso de politikos que enfatiza, en las Éticas, no el instinto gregario, sino el compromiso en un modo de vida activo que afirma la libertad. Arendt sostiene que en las célebres definiciones del hombre como un animal político y como un animal capaz de habla,
Aristóteles apenas formuló la opinión corriente de la polis sobre el hombre y el modo político de vida, de acuerdo con la cual todos los que estaban fuera de la polis – esclavos y bárbaros – eran aneu logou, privados, no de la capacidad de hablar, sino de un modo de vida en el cual el habla y sólo el habla hacía sentido, en el cual la ocupación central de todos los ciudadanos era hablar unos con otros24.
El estar junto a otros traduce la condición humana de la pluralidad, sin la cual no podríamos concebir la vida política. Hannah Arendt sostiene que nuestro estar junto, en todo caso, difiere de la mera condición gregaria animal, en la medida en que traduce la comunidad de seres únicos que se reconocen y se afirman como singulares, a pesar de pertenecer a la misma especie.
En este sentido, podemos afirmar que en Aristóteles es en virtud de la natural condición de viviente, o simplemente para vivir, que los hombres forman comunidades. Entre tanto, si es el instinto que preside el vivir en común, este se presenta como condición para el establecimiento de una comunidad política que, no obstante, no se da sin la decisión consciente de aspirar a una vida calificada, en eudaimonia, orientada por el logos que discierne la justicia. No es otra la razón de que afirme que “a polis nace para el vivir, pero existe para el vivir bien” (Política, I, 2, 1252b29-30). Para Giorgio Agamben, la oposición entre el simple hecho de vivir y la vida políticamente calificada no puede elidir la implicación de la vida biológica en la política, ya en Aristóteles, como señalamos. Así, es como si la vida biológica fuese de hecho el campo de actuación de la vida política, como si, a pesar de la deliberada demarcación de lo biológico y de lo político, esa demarcación implicase una evidente implicación, y la política consistiese siempre en una ordenación de la vida biológica.
Hannah
Arendt sigue un camino diferente. Seguramente también para ella los
antiguos consideraban esencial a la política una clara demarcación
entre las demandas naturales de la sobrevivencia y las demandas
políticas de la libertad, que hablaban ambas en el ciudadano. No
obstante, sustenta que desde los griegos el dominio político se
revela como el espacio donde desarrollamos una especie de segunda
naturaleza – no una zoé
transfigurada, sino una nueva physis,
que se suma a la vida privada y natural que jamás suprimimos. En las
palabras de Werner Jaeger, citadas por Arendt, con la polis
el hombre recibió, “como agregado a su vida privada de una especie
de segunda vida, su bíos
politikos.
Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia; y hay
una aguda distinción en su vida entre lo que le es propio (idion)
y lo que es común (koinon)”25
A
pesar de su diagnóstico de la irremediable ruptura del hilo de la
tradición en nuestros tiempos, Arendt se conecta con la tradición
de nuestro pensamiento político cuando concibe como deseable la
conservación de la “consagrada línea divisoria y protectora entre
la naturaleza y el mundo humano”27
Como
Foucault, Arendt juzga que la modernidad puede ser comprendida
políticamente como el primer período en la historia en que “lo
biológico se refleja en lo político”29
hay
una
gran diferencia si la libertad o la vida son consideradas como el
bien con el valor más alto – como parámetro por el cual se
orienta la acción política. Si entendemos por política algo que,
sin importar la escala, surgió en su esencia a partir de la polis y
continúa ligada a esta, entonces se forma, en el acoplamiento entre
política y vida, una contradicción interna que revoca y arruina
justamente la cosa política específica32
Hannah
Arendt estaba convencida de que la oposición entre libertad y vida
biológica está en la base de todo lo que podemos comprender como
política y de las virtudes específicamente políticas. Para Arendt,
podríamos incluso decir que es el propio hecho “de que hoy lo que
está en juego en la política es la existencia desnuda y cruda de
todos, la señal más evidente de la calamidad en que nuestro mundo
cayó”33
Se
malentiende completamente la naturaleza de los grandes experimentos
totalitarios del siglo XX si se los ve sólo como una continuación
de las últimas grandes tareas de los Estados-nación del siglo XIX:
el nacionalismo y el imperialismo. Lo que está en juego aquí es
algo totalmente distinto y más extremo, ya que se trata de asumir
como tarea la propia existencia fáctica de los pueblos, es decir, en
último análisis, su vida desnuda35
Eso
se sigue, para Arendt, de la moderna desconsideración de la
necesaria distinción entre vida biológica y política, así como
entre la felicidad que se experimenta en la satisfacción de las
necesidades vitales y en la que ese experimenta en la fruición de la
libertad política. Con efecto, dice, “lo que los tiempos modernos
esperaban de su Estado, y lo que ese Estado hizo, de hecho, a gran
escala,
fue una liberación de los hombres para el desarrollo de las fuerzas
productivas sociales, para la producción común de mercaderías
necesarias para una vida «feliz»”36
si
algo caracteriza, por tanto, la democracia moderna, en relación a la
clásica, es que se presenta
desde el inicio como una reivindicación y una liberación de la zoé,
que busca constantemente transformar la misma vida desnuda en forma
de vida y encontrar, por así decir, el bíos
de la zoé.
De ahí, también, su específica aporía, que consiste en querer
colocar en juego la libertad y la felicidad de los hombres en el
propio punto – la “vida desnuda” – que indicaba su sumisión37
En
la era moderna, una de las manifestaciones de la amenaza de dilución
de la frontera entre naturaleza y mundo es el persistente tratamiento
“de los objetos de uso como si fuesen bienes de consumo”38
tenemos
que consumir, devorar, por decirlo de alguna forma, nuestras casas,
nuestros muebles, nuestros autos, como si fuesen «cosas buenas» de
la naturaleza
que se deterioran desaprovechadas si no son arrastradas rápidamente
para el ciclo interminable del metabolismo del hombre con la
naturaleza. Es
como si hubiésemos roto a la fuerza las fronteras distintivas que
protegían el mundo, el artificio humano, de la naturaleza,
del proceso biológico que prosigue dentro de este, así como los
procesos naturales cíclicos que lo rodean, entregándoles y
abandonándolos a la siempre amenazada estabilidad de un mundo
humano. [Con esto,] los ideales del homo
faber,
el fabricante del mundo, que son la permanencia, la estabilidad y la
durabilidad, fueron sacrificados en nombre de la abundancia, el ideal
del animal
laborans39
Giorgio Agamben nota, acertadamente, en ese caso, que “era justamente a este primado de la vida natural sobre la acción política que Arendt hacía, por otra parte, remontar la transformación y la decadencia del espacio público en la sociedad moderna” (2002, p. 11). Antes que nada, Hannah Arendt se niega a concebir la libertad, como razón de ser de la política, pueda encontrar un sustituto adecuado en el alivio proporcionado por la seguridad contra la violencia o en la felicidad entendida como saciedad.
La ascensión de la vida biológica como bien supremo traduce la victoria del animal laborans. La dilución moderna de la frontera entre naturaleza y mundo parece devolver al hombre a su animalidad y al rígido círculo que la envuelve. Entre tanto, se trata de una animalidad transfigurada, capaz de ampliar el campo de las necesidades más allá del ámbito de la mera necesidad de sobrevivir, en dirección a la identificación de la felicidad con la saciedad alcanzada mediante el consumo. La victoria del animal laborans se traduce en la victoria de la mentalidad y del “modo de vida” del consumidor, cuya vida biológica excede, por decirlo de alguna manera, los círculos inflexibles de la condición de viviente, en dirección a los ciclos inflexibles del consumo. Incidentalmente, cabe notar: lo que liga La condición humana a Los orígenes del totalitarismo, entre otras cosas, es la constatación de que contemporáneamente no necesitamos de los campos de concentración para dar testimonio del ocaso del dominio público.
Agamben
notó
recientemente, haciendo resonar las tesis de Arendt, que “para una
humanidad devenida nuevamente animal, no queda nada más que la
despolitización de las sociedades humanas a través del despliegue
incondicionado de la oikonomía,
o bien la asunción de la misma vida biológica como tarea política
(o más bien impolítica) suprema”40
Políticamente,
está en cuestión, en fin, “que una sociedad de consumidores
posiblemente no es capaz de saber cómo cuidar de un mundo y de las
cosas que pertenecen de modo exclusivo al espacio de las apariencias
mundanas, dado que su actitud central en relación a todos los
objetos, la actitud de consumo, condena a la ruina todo lo que
toca”42
Después
de este recorrido con Arendt, tenemos condiciones para juzgar
respondida la objeción de Agamben, que consistía en indicar la
discontinuidad entre Los
orígenes del totalitarismo
y La
condición humana,
entre los campos de concentración y la conversión del mero estar
vivo en modo de vida, con la victoria del trabajador-consumidor, del
animal
laborans
que Agamben llama equivocadamente homo
laborans44
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Cabe,
en este punto, retomar las hipótesis lanzadas al principio
de este trabajo, bajo una nueva luz. Siete años después de la
publicación de Homo
sacer: el poder soberano y la vida desnuda,
Giorgio Agamben publicó la obra Lo
abierto,
cuyo sugestivo subtítulo es: el
hombre y el animal.
En un trecho de esa obra aparece la afirmación que es reproducida en
el título del presente texto bajo la forma de una pregunta: “el
conflicto político decisivo que gobierna todo otro conflicto es, en
nuestra cultura, el conflicto entre la animalidad y la humanidad del
hombre. La
política occidental es, por tanto, co-originariamente biopolítica”45
En
La voluntad de saber, Michel Foucault afirma lo siguiente: “el
hombre, durante milenios, fue lo que era para Aristóteles: un animal
vivo y, además de eso, capaz de existencia política; el
hombre moderno es un animal en cuya política está en cuestión su
vida de ser vivo”46
Sospecho que para que comprendamos porqué Arendt y Foucault no se sienten siempre confortables en la compañía de Agamben, incluso cuando él se reclama de ellos, precisaríamos recordar que Agamben camina también en otra compañía, no mencionada hasta aquí y sobre la cual no me detendré en el presente texto: la de Carl Schmitt.
Fecha de recepción:
9 de abril de 2009
Fecha de aceptación: 10 de mayo de 2009