La empresa ha sido clara desde el principio: tratar de cartografiar la «astucia» artística que ha seguido (y dirigido) la Historia musical hasta nuestros días. Otra cosa bien distinta es que nuestra empresa haya sido exitosa y completamente satisfactoria. En cualquier caso, el antojo ha pretendido vislumbrar este sendero, con sus correspondientes hitos, en un arte tan complejo de interpretar y teorizar como la música. Tarea difícil la que nos imponemos, pero apasionante a cada paso. Para ello hemos tomado la obra de Cage como faro desde el cual arrojar luz en nuestra exégesis anacrónica. Así, pues, en lo que sigue no haremos sino sumergiremos, rastreando en un camino de vuelta, en la metafísica subyacente que vertebra y surca toda la Historia de la música2.
No es fácil marcar un origen, pero tomando a nuestra cultura como límite (la Occidental, se entiende), los griegos se presentan como un soporte cómodo (y sensato) desde el cual comenzar a plantear esta cuestión. La delimitación del campo de este interrogante, al desplazar (por imposible o irrelevante) la posible pregunta acerca de su comenzar temporal y efectivo, debería restringirse a su comienzo ontológico en tanto que toma de conciencia colectiva3. Pues bien, creemos que, debido a estas últimas razones, la consideración del inicio de la música, desde su mínimo de autonomía necesaria, debe enmarcarse en el S. XVII4.
Dicho esto, me parece oportuno partir del S. XVII (pensemos en la figura de Bach), pues hasta entonces la música no habría recibido un status mínimo de autonomía. Es decir, el rasgo mínimo que nos permitiría identificar dicha noción con la que nosotros manejamos hoy en día. En la Grecia antigua, efectivamente, se daba y tenía lugar el fenómeno musical, pero tal esfera (mousiké) incluía otras artes como la poesía, la danza o el teatro; característica que, salvando las importantes diferencias, también puede serle objetada al período medieval, al subsumir la música como acompañamiento del canto litúrgico. A pesar de la réplica expuesta, en función de su heteronomía para con otras artes o prácticas, debemos al mundo griego y, en cuanto catalizador bautismal del paganismo, al mundo medieval, el surgimiento de los axiomas (y las huellas) que constituirán y dirigirán el primer gran metarrelato musical de occidente. Así, el nacimiento de la “armonía” en cuanto que rasgo estructural y clave de la música, puede encontrarse en los textos pitagóricos5 y, con igual intensidad aunque más diversificada, en los platónicos; si bien con la inexorable apreciación de que la influencia de su significación musical se llevará a cabo por analogía o extensión, ya que su significación será fundamentalmente metafísica. Este trasvase será heredado en el Medioevo por los Padres de la Iglesia; piénsese en los innumerables, a la par que ricos, párrafos que nos ha legado San Agustín6. Sin embargo, tanto en un período como en otro, la armonía musical que se relata, además de matemática e inaudible, pertenece y depende no sólo de un determinado orden metafísico (curiosamente de ricas analogías compartidas), sino también de un fuerte contenido moral7. A lo largo de toda la Edad Media, y progresivamente según nos vayamos acercando a los albores del Renacimiento, podrá percibirse una disminución del interés puramente especulativo, en beneficio de una mayor atención a la práctica musical (piénsese en la liberación musical del texto litúrgico por parte del protestantismo o en la música cortesana concebida como mero entretenimiento). Ello supuso, por un lado, una mayor consideración por los problemas de índole técnico-musical, como los producidos por el paso de la “monodia gregoriana” a la “polifonía de los madrigales” o el giro acontecido debido a la sustitución de un “sistema modal” por otro “temperado”; y, por otro, el inicio de la laicización armónica, trasladándose de las alturas celestes a la esfera psicológica o racional (por ejemplo, en los textos del teórico Zarlino), propiciando con ello el comienzo, aunque vago y tímido, de meditaciones en torno a la belleza musical de una forma autónoma (es decir, partiendo de los sonidos musicales).
Sin embargo, no será hasta el S. XVII cuando con Bach (como músico) y con Rameau (como teórico), como máximos exponentes, y mediante la implantación del “sistema tonal”, es decir, un sistema basado en una armonía de la perfecta (matemática) proporción interna (“ordo et proportio”), pueda la música constituirse bajo sus criterios estéticos normativos. De ahora en adelante, tonalidad será sinónimo de belleza. Con ello, no sólo se consiguió la sistematización y la posibilidad de desarrollar construcciones musicales perfectamente integradas desde un punto de vista armónico, sino también el enriquecimiento interno desde un punto de vista melódico. Para ello se trabajó discursivamente pero, sobretodo, desde una base temporal crono-lógica8, es decir, racionalista e ilustrada, por entonces firmemente arraigada en la concepción física del mundo. Quedaban así, pues, sentadas las bases del primer gran metarrelato musical de Occidente. A partir de entonces todos los músicos, si es que deseaban componer y ser reconocidos, debían plegarse al nuevo canon estético; la belleza comenzaba su tiranía.
Como expusimos en la I Parte, el metarrelato, una vez instaurado, se dirige a su consumación, como ya advirtiera Leibowitz9 para la música, en un proceso de complejidad y perfección crecientes. Pues bien, la perfección y el despliegue del sistema tonal clásico vendrá de la mano de Mozart y del primer Beethoven.
Habrá que esperar a las composiciones del Beethoven tardío y, más explícitamente, a la obra del romántico Wagner, para advertir como la consumación (y la saturación) del sistema tonal empieza a resquebrajarse por pequeñas grietas y comisuras. Si en el último Beethoven empiezan las imprevisibles disonancias a desestabilizar la completud y la consonancia perfecta de las composiciones anteriores10, en Wagner (y en Hanslick como teórico11), de manera ya irrecuperable, observamos el comienzo de lo que supondría la disolución de la sintaxis tonal. Éste explora en los límites de la tonalidad para, en la dilatación y en el empaste cromático musical (a través de retardos, resoluciones ambiguas o el uso del timbre como elemento constructivo autónomo), comenzar a destejer el sistema tonal en su hermetismo y ocasionar una modificación en la función lógica y constructiva de la armonía. Sobre esta doblez, el joven Schönberg colmará el gran metarrelato del sistema tonal mediante su disolución a través de la “tonalidad suspendida” (en donde la tónica ya no aparece como eje de la composición).
Diluidos los moldes y las formas sintácticas del sistema tonal clásico, se abren espacios para forjar (y reconstruir12) nuevos metarrelatos desde los que poder emprender diferentes cohesiones formales. Tres serán nuestros hitos a recorrer: Schönberg, Stravinsky y Webern. Esbocemos, al menos a vuelo de pájaro, la topografía básica de cada autor.
Con el Schönberg maduro nos adentramos en pleno “dodecafonismo”. Tras la disolución (o “alineación”13) del “sistema tonal” dilatado hasta la ruptura, Schönberg se propone la difícil tarea de recomponer la dimensión musical desatendiendo y obviando la centralidad que ejercía la carga tonal en el sistema clásico, mediante el uso de grupos, filas o series (de ahí, la utilización del término “serialismo”). Para ello, se rastreará la posibilidad de una organización interna, relacional y coherente entre las distintas partes musicales (timbres, desarrollo, armonía, etc). En este sentido, lo que une ya no es el eje tonal (determinando a priori el resto de la composición), sino la relación armónica que surge del interior del mismo material sonoro (“lógica intervalar”). De esta manera, se destierra el uso de una implantación formal externa por la construcción de una sintaxis estructural interna y orgánica. Se torna irrelevante, por consiguiente, la naturaleza de los sonidos al quedar igualados14 de una manera neutral (“emancipación de la disonancia”, dirá Schönberg15), y se dirige el peso absoluto de la composición musical a la organización y combinación de los intervalos y nexos internos (de ahí que lo denomine: “método de composición con doce sonidos, con la sola relación de uno con otro”). Se amplían, pues, cuantiosamente las posibilidades musicales, si bien es cierto, con un alto precio a pagar: ahora el cálculo de la composición se lleva a cabo infinitesimalmente, atendiendo al mínimo detalle16. Es un tiempo diferente, por tanto, sobre el que se tejen las mediaciones musicales. Ya no es el fisicalista, externo y abstracto propio del sistema tonal, sino el interno, el propio y auténtico del ser humano, el tiempo vital, o como diría Bergson, el “tiempo de la duración”.
Stravinsky, al igual que Schönberg, toma el legado para reconstruirlo, aunque con intenciones y perspectivas bien distintas. Desde las ruinas del sistema tonal, la empresa del músico puede definirse como un “neoclasicismo”17 que, desde la creencia en la pérdida irrecuperable de toda posible creatividad musical, reduce toda la obra al mero juego combinatorio, a la autenticidad propia del artificio18. Para ello, desde un principio metodológico propiamente collageano, toma para sus obras la combinación de conjuntos de “citas” y fragmentos de la tradición (arietas, recitativos, romances, duetos,...). Ya no cabe hablar, por tanto, de estructura interna o “logica intervalar”, sino de un conjunto de bloques sonoros yuxtapuestos19. De lo que se deduce que el tiempo que dirige la composición y la obra obedece, no ya como advertíamos en Schönberg a la “duración”, sino más bien, a una exigencia de “transitoriedad”. Para ello Stravinsky logra entrelazar además los diferentes bloques sonoros por medio del “ritmo” (fundamentalmente disonante y poliarmónico), rompiendo cualquier huella melódica. De manera que, ante tal obra, nos topamos con la genialidad de un cínico desencantado que logra, en un acto de reciclaje para con el pasado, unir a la tradición en un mosaico ruinoso, con una arcilla (un timbre) ajena al canon clásico, es decir, imprevisible y asimétrica.
El caso de Webern es peculiar, complejo y contradictorio. Hasta el punto de que muchos intérpretes, relegándolo a mero continuador del dodecafonismo y la atonalidad20 schönbergiana, rechazarían contemplarlo como una figura particular de un genuino metarrelato. Lo traemos aquí por un motivo esencial: su carácter de “umbral” (Boulez). En este sentido, la música de Webern medra y sortea, hasta la consumación, los límites del docecafonismo. Por tanto, podemos hablar de un precursor visionario (aunque con cierta ceguera) de la crisis del período de metarrelatos descrito. Para este discípulo de Schönberg, el dodecafonismo se presentaba como una amplificación del concepto clásico de tonalidad y no como una ruptura21 con éste; la dodecafonía no dejaba de ser en el fondo la utilización de un mayor número de armónicos bajo un formalismo y unas convenciones más o menos estereotipadas, en definitiva, un lenguaje musical. Dadas estas consideraciones, Webern trato de mostrar en su obra dicha fractura, por un lado, mediante la descomposición del contenido temático de las obras (que fundamentaba el “sistema tonal” y, en menor medida, todavía el “atonal”) y, por otro, con el comienzo de la serialización de todos los parámetros musicales (timbres, intervalos, frecuencias,...) y la generación correspondiente de una exagerada matematización y mecanización (e impersonalidad) en el proceso compositivo. Ello condujo, por ejemplo, a un aumento de la presencia del silencio en las composiciones musicales (de ahí la “construcción de estratos” separados por amplios intervalos) y a una nueva consideración del tiempo musical, fruto de la fragmentación de la “duración”, que se tradujo no en flujo temporal estructurado, sino en una serie de “instantes” sin relación entre sí. Tras la revolución Weberniana (explotada hasta sus últimas consecuencias en la música electroacústica de Stockhausen22), puede advertirse, como ya lo hiciera Károyil, el desenlace: «Tras la determinación total, la indeterminación total»23. Entramos súbitamente en Cage.
La gran labor de Cage fue advertir la estela del metarrelato o de los metarrelatos que de forma estructural habían dirigido (y seguían dirigiendo) la “Historia de la música”. Así, podríamos resumir el descubrimiento de su aportación en las siguientes palabras: se escucha (y se busca) lo que ya de antemano se imprime en la música. Cage fue por todo ello una especie única de músico. Un músico que pretendió escuchar el sonido sin el acuerdo de un sentido previo. De modo que será precisamente esta escucha cageana, la que pondrá en cuestión ciertos prejuicios, al considerar que en la Historia de la música no se han escuchado realmente los sonidos, sino sus relaciones y las ideas que se tienen (o se han tenido) sobre ellos. Así, según él, la escucha musical habría sido hasta entonces una actividad mental que habría creado relaciones, pero que, al hacerlo, había olvidado lo fundamental: el “sonido” y, su carácter más propio y auténtico, la fisicalidad de su textura. De este modo se habría trabajado únicamente desde una epojé del “sonido” que, coformando y delimitando bajo el status ontológico de la “nota”, habría contribuido a que la “música” quedase relegada a la mera articulación (tonal o no) de un número determinado de las mismas. La música, profetizará Cage, no ya será una partitura más que haya que descifrar en la escucha24.
En definitiva, la crítica que Cage dirige a la idea de proporción, ya sea bajo la figura de la forma “tonal” o la estructura “atonal”, surge de la natural disposición a considerar la relación de las partes con el todo. La composición se convierte así en una organización que sacrifica el desarrollo de lo musical en función de una totalidad o una parcialidad, que será captada como fundamental. Como Cage advertirá, incluso la negación del concepto de estructura por parte de autores postdodecafónicos como Webern y Stockhausen no es materializada de forma radical; en ellos todavía permanecen residuos esenciales como las “micro” y las “macroestructuras”25. Con Cage, por el contrario, caerá para siempre cualquier asomo de estructura musical.
Criticar la idea de medida y proporción implica entonces, para Cage, rechazar el mecanismo subjetivo que introduce la idea de relación. En este proceso, el oyente y el creador tienen que cambiar, es decir, disciplinar el yo, metamorfoseándose en una “subjetividad pura”26. Se procede así a entrar en un proceso que, de la ausencia de intencionalidad, conduzca a una escucha despojada de prejuicios. La escucha, así concebida, se convertirá en una actividad especial: un oído tendido hacia el sonido, y no simplemente una escucha pasiva. La revisión crítica a la idea de medida y proporción se amplía, por tanto, al propio espacio en el que ésta se crea, a saber, al yo creado y sostenido por la memoria en el tiempo, y en posesión de una previa voluntad formada (tonal, atonal,...). Hasta ahora el tiempo musical, aunque fragmentado en “instantes”, permanecía todavía unido debido a la memoria y a la conciencia intencional27. El propósito de Cage es fragmentar ese yo, desde el olvido y el abandono de la intencionalidad, para abrir un falla en la que pueda aflorar una atención descentrada.
Para ello, el yo necesita perder su identidad y dejar de actuar como emisor de valores; exige, entonces, hacerse cambiante, situarse en un estadio anterior a la categorización subjetiva del yo: el “Sí mismo” cageano (de claras resonancias budistas), en el que el centro descentrado no obstruye o impone ningún tipo determinado de experiencia musical28. Se trata, por ello, de hacer emerger el vacío y la nada que hay en uno mismo, a saber, la aceptación activa de una voluntad indeterminada y destensada que ya no sujete, moldee y conforme. La apertura de la “subjetividad pura” implica entonces un proceso que, en el ámbito musical, tendrá dos grandes consecuencias: la negación de la intencionalidad (del productor y del receptor), permitiendo primero el advenimiento del ruido y del silencio y, después, la entrada del azar y la indeterminación en la composición musical.
El ruido empieza a utilizarse en ciertas composiciones del S. XX29, en contraposición al sonido musical (que poseía una vibración constante y una altura determinada), debido a las nuevas posibilidades musicales desplegadas tras la ruptura que suponía la innovación para la frecuencia clásica. En el caso de Cage hay que añadir que, la incorporación del ruido en toda su complejidad y extensión a la morada de lo musical30, debe entenderse como la incorporación de un sonido sin sentido, es decir, como la absorción e hilvanación de un sonido carente de intencionalidades composicionales31. Con respecto al silencio, Cage toma también una postura muy particular. Tras la experiencia trascendental en la cámara anecoica de la Universidad Harvard32, en la que escucha entre el silencio la circulación de la sangre y su sistema nervioso, proclama la negación del silencio: el silencio no existe (“no es acústico”), siempre hay sonido. Desde este pilar desenterrado, pretende desvelar y explicitar la opresión y el olvido del silencio que, hasta entonces, había sido considerado como la mera negación del sonido, y no como un sonido más entre otros. Con ello, Cage rompe con la tradición y con los fundamentos sobre los que se sustenta la armonía y la tonalidad musical y, en definitiva, con la historia de la proporción armónica occidental. Con esta revisión, se abandona la idea de unos sonidos privilegiados (las notas) frente a otros marginales (los silencios). El sonido musical así concebido, es decir, en continuidad con el silencio y el ruido, hace estallar los límites de lo propiamente musical, abriendo el espectro musical al continuum del sonido. Música es (sentenciará Cage) “organización de sonido”33. Desde ahora: (cualquier) música es sonido y (cualquier) sonido es música. Se quiebra, de esta manera, cualquier formulación de estructuras o narraciones que puedan determinar y dibujar el patrón musical. Su composición 4´ 33´´ puede hacer de obra paradigmática en este caso; durante el tiempo que dura la obra, el intérprete permanece en completo silencio. En esta situación, el papel que ocupa el intérprete no difiere de la actitud del oyente que compone el resto del auditorio. El público, entonces, puede advertir y escuchar que la música que compone la obra surge de la escucha de los sonidos ambientales. Difuminadas, hasta borrarse por completo, las fronteras musicales, y perdida en consecuencia cualquier autonomía de la obra artística, desparecen también la lindes que separan la vida del arte.
El segundo paso necesario para posibilitar la apertura de la “subjetividad pura” se debe a la desestructuración34 de la música por medio de técnicas compositivas como el azar y la indeterminación35 (por medio de programas informáticos aleatorios (TIC), los cuadrados mágicos, el I Ching o, incluso, las imperfecciones del papel). Con ello se pretende expresar un rechazo frontal a una música que, concebida como un acto mental y a priori, procede en su construcción mediante determinadas conexiones causales, formales o estructurales36. Cage hablará, entonces, no de estructuras, sino de procesos37. Pero, sobretodo, el influjo del azar y la indeterminación suponen la caducidad efectiva de la intencionalidad en el quehacer musical. El azar se vinculará, entonces, con el acontecimiento (en oposición al reconocimiento) y el instante (en oposición a la memoria). Se rechaza, por tanto, la semanticidad y el sentido de la música, es decir, la consideración de la música en tanto lenguaje que transmite intencionalidad (ya sean los sentimientos del compositor, la descripción de un estado o de un paisaje), en definitiva, la concepción de la música como representación o lenguaje comunicativo. Así, puede afirmarse que la obra escrita de Cage (tanto o más importante que su obra propiamente musical), en cuanto que trasgresión del lenguaje musical tradicional, tiene como objetivo la destrucción del sentido de cualquier posible partitura, al ser ahora objeto de interpretación siempre a posteriori en la ejecución musical. Hasta tal punto que, tomando el legado joyceano y en acto de insurrección para con el lenguaje discursivo y dirigido por los clásicos metarrelatos, convertirá la palabra en música y las partituras en poemas musicales38.
Tras lo expuesto, es fácil percibir las consecuencias que traen consigo la asunción, en su realidad radical, de la obra de Cage. No sólo se desdibujan las lindes y las diferencias entre la música y el sonido (entre el arte y la realidad39) tras la incorporación del silencio y el ruido, sino que también, tras la asunción del azar y la indeterminación (y, recuérdese, el exilio de la memoria y la intencionalidad), se pone en tela de juicio la percepción y el abordaje estético de las obras musicales40. El lenguaje ya no sólo no porta una significación, sino que tampoco puede ser considerado un lenguaje. No ha lugar, por tanto, para la percepción cognoscitiva de la obra (el gusto) o para la emisión de juicios singularmente estéticos (la crítica). De esta manera, se abandona tanto la creación como la escucha dirigida y, en suma, la idea de un metarrelato musical y de una Estética. Destruidos (¿y deconstruidos?), el autor y el intérprete, también lo serán la propia interpretación y el mismo receptáculo de la misma. Así, la interpretación siempre condenada a la apertura, dará rienda suelta a la escucha activa, que no dirigida, del receptor descentrado. Algo parecido sucederá con el receptáculo, no sólo debido a la incorporación de la música eléctrica (es decir, al progresivo abandono de la instrumentación tradicional orquestal por los sintetizadores eléctricos de los laboratorios musicales) o a la utilización de nuevos instrumentos u objetos musicales (como el “intonorumori” o el vibráfono, pero también como el “piano preparado”), sino también al desplazamiento de los habitáculos arquitectónicos clásicos peo nuevos espacios menos rígidos y más polivalentes41 (sustituyendo los auditorios por los “happenings”, los “circos”, los “claros del bosque”,...).
Después lo dicho (y escuchado), puede que tras Cage sólo “quepa lugar” para el sonido, para la azarosa y densa organización del sonido.
Lic. Fabio Vélez Bertomeu
Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Actualmente cursa el programa de doctorado en Filosofía "Lectura e historia" en la UNED. Además, colabora en un proyecto de investigación dirigido por la profesora Cristina de Peretti en la UNED, centrado en la traducción de "Glas" de Jacques Derrida. Cursa también asignaturas del programa de doctorado de "Literatura europea: perspectivas teórico-críticas" en la UAM.