Observaciones Filosóficas - Los caprichos del vacío: entre la fenomenología de la ausencia y la metafísica de la simulación
La razón es caprichosa. El arte también. Goya llamó a sus estampas: “asuntos caprichosos que se prestaban a presentar las cosas en ridículo, fustigar prejuicios, imposturas e hipocresías consagradas por el tiempo”, y así nos encontramos crueles sátiras de la prostitución, el matrimonio de conveniencia, la mala educación de los niños, la ignorancia, asnos, frailes libidinosos, brujas, nobles pretenciosos, procesos inquisitoriales... Desde este punto de vista, los grabados apuntan a los ideales reformistas, que los ilustrados promueven en la España del XVIII, en los que no es difícil encontrar los ecos de un Moratín o un Jovellanos, también la influencia gráfica de los caricaturistas ingleses. Sin embargo, este reformismo ilustrado es ya el de una razón que llega hasta su límite, genera su exceso y su quiebra. “El sueño de la razón produce monstruos”, pero más allá que el retorno de lo razonable, es el primado de la monstruosidad el que se nos ofrece como espacio abierto y vertiginoso. Resulta un tópico, entre los expertos, afirmar que con Los Caprichos se abre el camino al arte moderno. Goya cumple en ellos plenamente su ideario de un “lenguaje de invención” que expusiera en 1792 en su escrito a la Academia de San Fernando, donde defendía “el dejar en su plena libertad correr el genio”. La denuncia moral de una Ilustración insuficiente deja paso a la creación de seres horrendos, excesivos, fantásticos, en los que lo humano, lo bestial y lo imaginario se funden gráficamente. La distorsión de la realidad crea una nueva realidad, interior, amarga, cuyos oscuros recovecos nos muestran una conciencia atormentada. Es el horror de lo vacuo, el vacío plagado de seres deformes, una galería inexistente, pero más real que la realidad misma. Y es esta ruptura artística, pero gnoseológica también la que aquí quisiera resaltar.
El sueño de la razón produce monstruos, pero no por su falta –aquí nos hallaríamos todavía dentro del paradigma ilustrado- sino por su exceso, por el desbocamiento de sus propios mecanismos, que lejos de la contención del método, se dispara en una proliferación metastásica. En su delirio, la razón se convierte en imaginario, provoca y funda el imperio del simulacro.
Goya deviene así un precursor de la sustitución de la realidad por el simulacro. No obstante este “simulourgia”, abandona el referente real, lo hace estallar en pedazos expresionistas, para sustituirlo por la insurgencia de lo tenebroso. La verdadera realidad que se nos presenta, por debajo de la realidad cotidiana, es la de una sociedad desquiciada, impregnada por la atrocidad del horror, la enfermedad del artista, su situación anímica, la superstición, los procesos inquisitoriales, y más tarde los desastres de la guerra. Goya nos muestra cómo la ficción monstruosa es la verdadera realidad, lo que vemos sólo es completamente real si le añadimos la distorsión imaginaria de una monstruosidad insoportable. Lo relevante aquí no es que nos encontramos ante una visión distorsionada, sino que la creación abandona la reproducción de la naturaleza, para articular una zona diferente, que la sustituye y se convierte en la plena e insoslayable realidad. Los caprichos de la razón se transmutan en los caprichos del horror, y este horror ya es un referente no natural, sino imaginario.
Todo ello marca un camino de la extenuación de lo real y su sustitución por el simulacro, que hoy tiene especial vigencia, pues minimizando la fuerza del horror, nos hallaríamos en lo que podemos denominar los caprichos del vacío.
Goya muestra el horror agazapado tras la realidad, y lo instituye como lo verdaderamente real, convirtiendo a ésta en simulacro de aquel. Actualmente el horror, fielmente reproducido por los medios de comunicación- basta ver un telediario-, se convierte en imagen aséptica, despojado de su carnalidad y de su impacto emocional, asume la distancia indolora de la pantalla, se banaliza. Al igual que en los Caprichos de Goya la sociedad se tornaba ficticia máscara, que escondía lo atroz, hoy lo escabroso se nos aparece como ficción virtual de un reality show. Despojados del sobrecogimiento de lo atroz, sólo nos queda el vértigo del vacío. Ése y no otro es hoy nuestro horror.
(Esta dualidad garantiza, por un lado el ejercicio de la razón, por el otro el del arte)
El vacío, la ausencia, se manifiestan hoy en diversos ámbitos teóricos con una nueva patencia, y sobre ello deberíamos cuestionarnos. ¿Qué ocurre en el mundo de las ideas, en nuestra propia percepción de la realidad que nos urja a preguntarnos sobre estas nociones?, ¿qué cambios se han producido social y gnoseológicamente para enfrentarnos a unos conceptos que, si bien de larga tradición, se nos presentan ahora de una manera nueva, urgente, inquietante incluso?
La realidad ha dejado de ser lo obvio, ha abandonado el terreno de la materialidad incontrovertida. Quizás nunca se redujo a lo meramente fáctico. En otros tiempos incluyó a seres intangibles, fuerzas oscuras, telúricas presencias; lo ignoto, lo mágico, lo sagrado, complementaban su constancia. Igualmente, la presencia divina y la trascendencia formó parte de ella. También una fuerte vertiente metafísica, que situaba su esencia en el trasunto del logos. La realidad siempre ha sido algo más que los hechos, como si su verdad hubiera querido estar en otro sitio, ser otra cosa. Hoy, de una manera diferente, una fuerza centrífuga la dispersa y reduplica. La ficción sustituye a la realidad. La diferencia estriba en que, si en las anteriores ocasiones el demérito de la empiría era el ocultamiento de una realidad más profunda, en el presente se nos revela como la emboscada del hueco, la pura apariencia tras la cual nada existe. Los caprichos del vacío.
Todo esto tiene que ver con la llamada revolución tecnológica, con la presencia apabulllante de las tecnologías de la información y del conocimiento, internet, realidad virtual... procesos que, más allá de ser meros instrumentos, conforman una nueva Weltanschaung que ha transformado las reglas de juego de nuestra forma de estar en el mundo, percibirlo y transformarlo. Ya no pensamos igual, no actuamos de igual manera, ni siquiera somos los mismos. El arte no puede quedar ajeno a esta turbación, puesto que la precedió, pero, por debajo de él, se halla un trastocamiento más profundo, metafísico incluso.
No es que la realidad haya desaparecido, sino que se ha convertido en algo diferente. Ha asumido la forma del signo, se ha codificado, digitalizado, virtualizado, sin perder su contundencia material, a la vez que el signo se materializa, se hace perceptible, se convierte en un elemento real. Es lo que Baudrillard ha denominado “Realidad Integral”1. Este proceso de idealización (que el estructuralismo profundizó al ver el mundo como lenguaje o en un cierto sentido Debord denominó sociedad del espectáculo) sólo es una etapa previa hacia el hiperrealismo. Etapa que tiene su inquietante prehistoria en los grabados, en los Caprichos, en la pintura negra de Goya. Como muy bien supo ver Baudelaire: “El gran mérito de Goya está en hacer lo monstruoso verosímil. Sus monstruos están llenos de vida y armonía. Nadie ha ido más lejos que él en el sentido de lo absurdo posible…En una palabra, resulta imposible apreciar la línea de sutura, el punto de unión entre lo real y lo fantástico”.2
Desde un punto de vista filosófico, en un primer momento (materialismo) la realidad genera signos, posteriormente los signos sustituyen a la realidad (idealismo), finalmente los signos se convierten en la realidad (hiperrealismo), se tornan materiales, se suman como objetos a esa realidad ya idealizada, adquiriendo ambos un estatuto similar. Podemos denominar moderno al primer estadio, postmoderno al segundo y transmoderno al tercero. En éste último la realidad queda atravesada por los signos y llevada más allá de ellos y de la propia materialidad que era su referencia. Ambos sentidos, el de atravesar y el de ir más allá, son los recogidos por el prefijo “trans”.
Nuestra inercia psicológica de ver la realidad como materia/signo tiene un lado negativo, nostálgico, que nos impide comprender su nuevo estatuto y nos ancla en criterios modernos caducos, pero posee también una vertiente positiva, pues nos hace desconfiar de esa planicie banal que celebra la desaparición de todo sustrato, y nos conmina a buscar nuevas rutas para el ejercicio crítico del pensamiento, más allá del dualismo gnoseológico tradicional.
Descubrir hoy en qué medida la ausencia aparece como trasunto inexcusable nos obliga a un somero repaso de los esquemas gnoseológicos básicos. Obsérvese dicha aproximación como un aporte de modelos necesariamente simplificados, que en modo alguno pretenden resumir la complejidad filosófica, sino dotarnos de escuetos instrumentos de análisis. Tómense, pues, con estas precauciones, las formulaciones que siguen.
La concepción metafísica tradicional de Occidente ha estado marcada por el dualismo. De un lado la esencia, el noúmeno, el mundo inteligible; de otro, la apariencia, el fenómeno, el mundo sensible. Llamemos A al primer grupo y B al segundo.
A esencia noúmeno mundo inteligible |
B apariencia fenómeno mundo sensible |
A este dualismo
metafísico correspondía un dualismo gnoseológico. El sujeto,
situado frente a la realidad, pugnaba por conocerla, ya se
considerara que ésta se hallaba en A o en B. La adecuación del
intellectus ad rem (sea ésta sensible o inteligible) producía
el conocimiento.
Sujeto C |
Objeto de conocimiento A o B |
Fuera del dualismo no es posible el conocimiento. En el monismo falta el segundo elemento para comprobar si nuestras percepciones, ideas... se ajustan a la cosa. Todo conocimiento en Occidente ha sido dualista. Podemos, a grandes rasgos, distinguir tres tipos: 1. El conocimiento metafísico, en él, el sujeto, pretende llegar a la esencia a través del mundo sensible, transcendiendo su devenir engañoso. 2. Idealismo, cuando dicho acceso al reino del logos se realiza, sorteando el mundo sensible, por medio de una cierta afinidad entre el logos pensante y la razón del ser. 3. Positivismo, el reino de las esencias deja de tener relevancia, es el mundo sensible, la experiencia quienes nos proveen de las representaciones que el sujeto ordena, no poseemos esencias sino conceptos.
1. C ---------------→ B --------------→ A (Conocimiento metafísico)
2. C -------------------------------------→ A (Idealismo)
3. C ----------------→ B (Positivismo)
a ←---------------
En 3, lo inteligible no es la esencia trascendente, sino las ideas y conceptos que genera el intelecto en su interior para conocer el mundo exterior, se trata de un “a” sin carga metafísica.
En el arte pasa lo mismo, el sujeto C está reproduciendo B (realismo), o captando A (la belleza ideal, por. ej. el canon griego), o está plasmando a (su propia subjetividad e imaginación creativa).
Si no se da dualismo no hay conocimiento, hay misticismo o arte. Pero un dualismo radical negaría también la propia posibilidad del conocimiento, a ambos lados del esquema dual debe haber cierta sintonía que permita la comunicación. Esta sintonía tiende a hacer prevalecer uno de los polos, que, en mayor o menor medida, pretende aglutinar al otro; si éste proceso se cumple de forma total, llegamos al monismo. En todo monismo, pues, en principio, hay una subsunción del dualismo, que queda englobado en un único elemento. Así, dando un paso más en los esquemas precedentes, encontramos:
-Monismo relativo
objetivo: El yo y los conceptos están dentro del mundo físico y
determinados por él, sujetos a sus leyes físicas, biológicas,
neurológicas... (Éste sería el caso, por ejemplo del determinismo
científico. Se trata de un monismo relativo, o de un realismo
atenuado, la minorización de “a” convertida en representación
mental marca el fin de la metafísica, pero preserva el conocimiento,
la minorización de “c” puede hacer problemática la noción de
autonomía y libertad del sujeto).
-Monismo subjetivo: el sujeto crea dentro de sí las ideas y las cosas. (Éste sería el caso, por ejemplo, del idealismo absoluto. Tomado de una forma relativa da lugar al esquema que opera, por ejemplo, en la creación artística, y que aquí hemos visto ejemplificados en los Caprichos de Goya. Lo que produce la experiencia estética no es la fidelidad de la reproducción de la realidad en la obra de arte, sino ese plus que la creatividad del artista pone sobre los objetos, que aún representados son tomados como meros pretextos. En su acepción gnoseológica más radical, el esse est percipi berkeleyano, pone en serios problemas el conocimiento, y en su vertiente psicológica patológica da lugar a la paranoia).
-Monismo místico: Sólo existe la realidad transcendente, el mundo exterior y el yo son meras apariencias. (Éste sería el caso, por ejemplo, de las filosofías orientales. Tanto en ellas como en las formas de misticismo occidental queda anulada toda pretensión de conocimiento tal y como se ha venido entendiendo en Occidente. La contemplación, la disolución o la anulación se convierten en vías alternativas).
Si, a groso modo, éstas han sido las formas clásicas de monismo, hoy nos encontramos con un nuevo desplazamiento de los elementos, que da lugar a lo que denominaremos monismo de superficie, propio de la razón digital. En él, los dos niveles A y B se fusionan, A está en B. En el lugar de A queda la ausencia. La realidad virtual, no es una más de las producciones del intelecto humano, produce un verdadero trastocamiento de las formas de comprender el mundo, y de lo que entendemos por conocimiento, da lugar a toda una ciberontología. En este monismo de superficie lo ideal –la digitalización- se convierte en real y en objeto perceptible –realidad virtual-. No hay tras la apariencia B una esencia A, ni siquiera un referente, sólo ausencia. Pero, a diferencia del mundo inteligible metafísico, éste mundo ideal es perceptible, captable por los sentidos.
Antes de seguir adelante, bueno será que clarifiquemos algunos conceptos. “Entiendo por sociedad digital aquella que está determinada por las tecnologías de la información y de la comunicación (TICs), por digitalismo la ideología que la sustenta, y por ciberontología la visión metafísica que crea un distinto mapa ontológico, donde a la tradicional división entre entes y entes de razón, se le añade una tercera especie: el ente virtual, que siendo de razón, ostenta una modificada categoría óntica. La referencia de este ente no es la materia, ni la esencia, pero en cuanto que genera una nueva estructura de realidad - la realidad virtual-, adquiere una presencia perceptible, cuya esencia es el código, esto es: el logos, dispositivo por medio del cual el mundo inteligible se hace mundo sensible sin ser por ello material. Nos adentramos en una metafísica de la presencia que no remite a la substancialidad, sino que se nos revela como una efectiva fenomenología de la ausencia. Ausencia de materialidad, de sustancia. Por primera vez lo que es, lo que cuenta, no tiene necesariamente por qué existir, en el sentido tradicional del término. Se ahonda en una fractura entre el ser y el existir, mucho más profunda de lo que podía deducirse de cualquier idealismo precedente, pues si bien hasta ahora podíamos, según diversas corrientes, pensar en determinados entes de razón sólo accesibles al intelecto, su característica definitoria la constituía el que éstos no eran susceptibles de una fenomenología, de una percepción sensible, toda percepción sensible estaba ligada a lo empírico. El ente virtual, repito, resulta perceptible sensiblemente sin que sea empírico y es aunque no exista”.
“En la cibertontología, captamos de forma sensible (virtual) el mundo inteligible, la experiencia es logos, el fenómeno cifra digital (especie de pitagorismo sensible), transformada teoría hylemórfica en la que la forma es también la materia. Sin embargo no estamos hablando de una suerte de idealismo berkelyano, pues la realidad de las cosas no está en nuestra mente, sino en la pantalla, o como proyección fantasmática (simuloúrgica), más allá de la pantalla, en el ciberespacio.
La simulourgia es el mecanismo por medio del cual construimos la realidad como simulación; no se trata de transformar un referente físico o de establecer análogos, sino del proceso mediante el cual el signo sustituye al objeto. La dualidad de la gnoseología clásica se convierte en superficie. Pueden servirnos para su estudio buena parte de las aportaciones del estructuralismo y la semiótica, se trataría aquí de otra vuelta de tuerca al giro lingüístico. No sólo constatamos que la realidad es lenguaje, sino que los lenguajes, en este caso de “programación”, conforman una nueva realidad que se nos presenta nítida, transformando en cierta medida los criterios de evidencia, de conocimiento, y la captación vivencial de un mundo.
La simulourgia es una real metafísica de la simulación, una fenomenología de la ausencia. “Fenomenología” pues se nos aparecen los objetos, “de la ausencia” pues carecen de substancia, sólo tienen cifra (código digital), logos; no materia sino información. Hasta ahora la información era algo mental, teórico, y el mundo inteligible estaba más allá, era lo captado por medio del logos; en la ciberontología el logos sustituye al mundo sensible, pero no como algo otro inaprensible (nous), sino captable por los sentidos.
No es que hayamos avanzado en conocer la realidad en sí, sino que ésta ha dejado de ser relevante, de ser la “verdadera realidad”. Hemos creado otra realidad “virtual”, paralela, y en ella habitamos. No conocemos mejor la realidad, sencillamente la hemos abandonado.
Esta suerte de “alucinación colectiva” supone un reamueblamiento de nuestra representación del mundo a nivel gnoseológico, perceptivo, sensible, ontológico y vivencial”3.
El mundo material es substituido por la pantalla. Lo que se manifiesta, no existe. Ello propicia lo que he denominado Fenomenología de la ausencia.
El monismo, como hemos dicho, impide del conocimiento, da lugar, pues, a otras vías de experiencia, así, el A que incluye el Todo en el misticismo pierde sus atributos intelectivos (dado que son propios del dualismo gnoseológico), para convertirse en un algo otro presente, transcendente, diferente por tanto de los conceptos filosóficos tradicionales. La fórmula atrás reseñada para este caso tendría todavía un paso más, en el que todos los anteriores elementos desaparecerían:
El conocer da paso a un “estar”. En b A c todavía nos encontraríamos en una especie de plenitud intelectual, cercana a la contemplación del mundo de las ideas platónico, el ser parmenídeo, el universo pitagórico, o, por poner ejemplos más cercanos, a la matemática pura o la física especulativa. En el Uno de Plotino ya habría un deslizamiento místico religioso que se encamina a la contemplación-fusión que hemos diagramatizado como 0 , el cero, la ausencia, el vacío. Esta ausencia se concibe como contemplación y presencia.
En el monismo de superficie generado en la virtualidad, la desaparición de los referentes, del mundo real, la ausencia es carencia, se genera un mundo plano, epidérmico, hiperreal, como la pantalla misma en la que surge.
Hay que entender virtual no sólo como los espacios creados por ordenador, el ciberespacio, sino todos aquellos simulacros que usurpan el lugar que antes ocupaba la realidad, así: un complejo turístico y de ocio, las grandes superficies comerciales, los parques temáticos, los relatos cinematográficos, o incluso la nueva economía con su dinamismo financiero en tiempo real, en general todas políticas del espectáculo, incluido el espectáculo de la política.
Pero esta ausencia (de realidad, de referente, de fundamentos, de otro elemento para el intercambio simbólico) –que es carencia de todo ello-, no resulta fácilmente perceptible como tal, dado que la realidad virtual hiperrealizada está concebida para cumplir todos nuestros deseos. Se da, pues, como abundancia, exceso, consumo siempre posible; pretende sustituir a la vieja realidad de forma mucho más convincente y perfecta, su desideratum último es la sustitución. El mundo real es un lastre donde todavía encontramos fealdad, pobreza, marginación, enfermedad o muerte. Algo que, sin duda, habrá que abandonar, apartar de la vista o incluir en el gueto de lo infrahumano, en un perfecto genocidio simbólico. Si Goya nos mostraba lo monstruoso como verdadero sustrato de lo real, y de ahí su impacto estético, hoy lo horrible debe quedar proscrito, la razón ya no genera monstruos, sino ficciones placenteramente consumibles. Es, como he apuntado más atrás, el paso de los caprichos del horror, a los caprichos del vacío.
Debemos poder crear cuerpos perfectos, sociedades incontaminadas, ocio ininterrumpido, deseos colmados en el mismo instante de ser producidos. En esta utopía será muy difícil percibir las grietas, el dualismo que permite la comparación. Un universo plano, hiperrealizado es monista, no posibilita el conocimiento, sólo requiere información, y éste es el subterfugio que se pretende ya inocular cuando a la sociedad de la información la denominamos “sociedad del conocimiento”. Al igual que en otras formas de monismo, no es posible “conocer”, sino “estar”. Si bien en este caso, frente al estar contemplativo y quietista de la mística, nos sumergimos en una vorágine de velocidad. Nuestro “estar” es placentero por un dinamismo que se consume incesantemente. El engranaje de la ficción necesita de esta aceleración en la que el consumo constituye el ser y el actuar. Hacer ya no es producir o modificar la realidad, sino saturarse de sus signos, adquirirlos, hacerlos propios, deglutirlos, como si cada nueva oferta fuera algo diferente e imprescindible. Es el frenesí del simulacro.
“Cuanto más completo sea el mundo de la apariencia, tanto más impenetrable la apariencia como ideología” (Adorno).
Se ha venido definiendo (Merleau-Ponty, Baudrillard, Derrida, Debray entre otros) nuestra época como la de la transparencia, la visibilidad... tales criterios no remitían en modo alguno a ningún logro de lo auténtico, sino a esa constatación de lo que, cumpliendo sus últimas consecuencias, yo he denominado “monismo de superficie”, ello tampoco puede ser asimilado a un mero predominio de la apariencia. La apariencia como ideología implica todavía la visión dual marxista en la que lo ideológico se identifica con el engaño, y tras el cual habría un trasfondo oculto que la razón crítica puede desvelar. Esta es la base de la filosofía como sospecha, y lo fue también de la pulsión ilustrada en la que podemos situar al Goya más político. Pero la Realidad Integral, como hemos visto, anula la separación entre signo/realidad, lo que nos priva de las armas tradicionales de la crítica, que, en ultima instancia pretendía mostrarnos la verdadera realidad tras la engañosa maraña de los signos. Es este uso gnoseológico el que en la actualidad se halla dificultado, siendo, paradójicamente, que no es posible el ejercicio del pensamiento sin la posibilidad de la crítica. Lo que hoy encontramos es la opacidad, travestida de transparencia. Las cosas convertidas en signos y los signos convertidos en cosas formando un continuum, pretendidamente volcados hacia una visibilidad completa (l’ecran total de Baudrillard).
No cabe la denuncia de las asnerías goyescas, de la hipocresía social y religiosa. Hoy, los rostros atemorizados de los fusilamientos del 3 de mayo son un icono de la historia del arte, con la misma atroz pero lejana irrealidad, de los rostros atemorizados de los rehenes degollados por Al Quaeda que nos miran desde los vídeos colgados en internet. Opacidad del poder, lógica borrosa de los espacios y los agentes sociales, globalización como nombre confuso de la complejidad. Virtualización, nueva economía, flujos económicos, capital intangible, dilución de los conceptos clásicos de la sociología: Estado, gobierno, dinero, trabajo, sindicatos
Es necesario preservar el ejercicio del pensamiento, qué si no estaríamos haciendo con este mismo análisis, pero debemos ser prudentes con las resonancias que la filosofía de la sospecha conlleva,-que no es sino la visión post de la crítica ilustrada- pues la descripción del mundo, denunciada por ésta, no es exactamente la del que hoy se nos muestra. La desmaterialización de la realidad comporta confusión, la compresión en un mismo nivel de los signos y de las cosas es la causa de la opacidad. Falta la distancia, la dualidad, pero ello no puede retrotraernos a un dualismo preterido. Todo es a la vez manifiesto y opaco, tenemos la impresión de que la dificultad de intelección del mundo se debe más que a la mano negra controladora de todo, las monstruo tras la razón, a la interconexión de múltiples factores fluctuantes (un mismo modelo social que sigue el propugnado por la física postrelativista en la esfera científica). Lo que nos angustia precisamente es esta falta de control, absoluta en los individuos, caótica y difusa en los grupos de poder.
No es invisibilidad la palabra adecuada, pienso, sino “difuso”, aquello que se manifiesta pero no logramos categorizar. Lo difuso como fenomenología de la ausencia. Saturno no devora a sus hijos, los mima -nos mima- en el capricho de la vacuidad.
El arte ha pertenecido siempre al terreno de lo ilusorio. Como monismo subjetivo ha resguardado en su seno el dualismo atenuado del que se alimentaba, ello es especialmente pertinente en todo aquel que preserva un espacio, todo lo matizado que se quiera, para la representación. Así la pintura, no sólo en el realismo, por el criterio de la semejanza, sino relacionándose con lo real por el mecanismo de la distorsión, como lo hemos visto en Goya. O posteriormente, acentuación de un elemento: impresionismo, la luz; distorsión figurativa: expresionismo; ruptura de la percepción espacial: cubismo; radicalización del cromatismo: fauvismo...
Igualmente este criterio dual metafórico y de distorsión opera en la fotografía.
El arte abstracto, conceptual, se zambulle de lleno en la pura ilusión.
El arte que trabaja con elementos materiales: land art, arte povero, instalaciones... consigue crear un efecto ilusorio, convierte lo material en ilusión. Todo un bucle parece cerrarse. Si Goya es considerado como precursor de la pintura moderna, lo es por su distanciamiento de la representación, agotada esta línea de fuga, volvemos al objeto desnudo, a la materia inerte, esperando la directa experiencia artística.
Para que exista ilusión, el elemento creativo debe ser lo suficientemente fuerte para configurar una atmósfera, y ésta producirnos la emoción estética; pero siempre, al fondo, más o menos atenuada, está la realidad. Precisamente porque se mantiene esta estructura dual el arte no es un mero hecho entre los hechos, ni un simple objeto, adquiere su dimensión estética en la diferencia de lo que amalgama y distorsiona.
Pero llevamos demasiado tiempo poniendo en tela de juicio esa distancia, como se viene observando en la revisión del concepto de museo, en el teatro interactivo... Esta revisión crítica, que tan interesantes reflexiones aporta a la teoría estética tiene su límite, si el objeto artístico o la acción artística se confunden con lo cotidiano desaparecen en cuanto tales, por ello deben permanecer en un estadio penúltimo que resguarde la dualidad. Sin dualidad no hay ilusión sino realidad. Curiosamente este acercamiento, que concluiría en el fin del arte, se produce cuando, paradójicamente, la realidad se convierte cada vez más en ilusoria. Parece que nos encaminemos a un trastocamiento de los papeles. La realidad virtual salva al arte de su anulación por exceso de facticidad. Cuando el arte se convierte casi en objetualidad, los objetos ya no están allí. Quizás también el mundo real pueda ser salvado por los objetos artísticos, en ellos reencontraremos, como huellas, la materia, lo táctil, la densidad física, cuando éstos en el mundo cotidiano se han convertido en mensaje, mercancía, sentido, valor...
En el extremo opuesto de esta “materialización” del arte frente a la “idealización” de la realidad encontramos el net.art, manifestación de la ilusión pura, éste logra también la consecución de la emoción estética por sobrepasamiento, su referente dual no es la realidad material, sino la realidad virtual que la ha sustituido. Mientras los procedimientos de distorsión, acentuación, amalgama... del net.art mantengan la distancia con la realidad virtual al uso y la sobrepasen llevándola al límite, tiene garantizado su efecto estético, su vértigo. No obstante, no puede dormirse, necesita la innovación constante, pues la realidad virtual no-artística (desde los efectos especiales de un film, los videojuegos, la economía o los medios informativos) le pisa constantemente los talones.
El arte, si desea persistir, debe estar siempre más allá o más atrás de lo no-artístico, ir más veloz o retrotraerse a lo paleográfico. Solo así podrá mantenerse, de momento.
¿Cómo enfrentarse al vacío?
Todo está lleno, saturado, pero en una única dirección.
El monismo es la felicidad, o bien la placentera contemplación del Uno o de lo vacuo, o bien el deambular acelerado donde todo signo es consumo.
Pero el conocimiento es dualismo. Sí, también como lo muestran los filósofos orientales: carencia y sufrimiento.
¿Por qué nos empeñamos en persistir en el sufrimiento? Quizás la lucidez no nos deja otra alternativa. En todo dualismo hay una búsqueda de trascendencia, anhelamos la verdad, se encuentre ésta en el seno de las cosas – en su esencia- o en un más allá metafísico o religioso.
Desde siempre encontramos al individuo enfrentado a su nada, a la nada del mundo, porque el mundo es “nuestro mundo”. Y con la muerte de cada individuo el mundo desaparece de una forma radical. Esta es la verdad más profunda, la que me atenaza con su certeza. La decadencia, la enfermedad, la muerte. Saber de la prescindibilidad de todo, porque somos prescindibles para el todo, apenas una mirada transitoria. No me da más consistencia el que otros sepan de mí, no me la dará el que me recuerden.
Hemos definido ambos extremos del monismo, el místico y el de superficie. En el segundo caso, por más que sea el desarrollo de la sociedad transmoderna y se halle instalado en nuestra forma de estar en el mundo, percibirlo y percibirnos, no es sino una ficción, una suerte de paranoia colectiva consensuada. ¿Podemos decir lo mismo del monismo místico?, ¿alcanzamos la plenitud intuitiva como mero forzamiento mental, especie de estado psicológico alucinatorio? ¿Deberemos tornar al empeño por volver al dualismo?, ¿para retornar a la posibilidad del conocimiento?, ¿aunque ello nos aboque a una “conciencia infeliz”?
Hundiendo las raíces en la conciencia, en un camino inverso al de la pura y vacua oriental, encontraremos también un monismo definitivo: el todo carente de trascendencia, la nada como lucidez, y de nuevo la vacuidad. Pero a esta meta hemos llegado no a fuerza de vaciar la mente, sino de llenarla con todo, con la contingencia de todo. El vacío que nos acoge es la nada del existencialismo. Tras la angustia, tras la desesperación, queda finalmente una aceptación de la fatalidad, que, agotando nuestra rebeldía, concluye finalmente en una cierta serenidad exhausta.
¿A cuantas formas de la nada debe enfrentarse el pensador, el artista? Contemporáneamente a la desaparición del mundo. Pero, como muy bien ha sabido ver Baudrillard, no por la hegemonía del signo, del simulacro. La virtualidad no es la hegemonía del signo (pues signo lo es de algo), sino la sustitución de la realidad. No imperio del signo, sino desaparición de éste y de la realidad. Se pasa de la realidad como principio a la realidad como performance. Esta es la Realidad Integral. La que nos engulle a todos, incluidos nuestros mecanismos para explicarla o representarla. El monismo de superficie nos priva de toda posibilidad de intercambio simbólico. Necesitábamos de signos y de cosas. Lo hemos dicho ya: primero las cosas existieron, era el estadio moderno; después se convirtieron en meros signos, era el estadio postmoderno; ahora los signos son las cosas, es el desenlace transmoderno. Transformados, transidos, transgénicos, más allá de donde la distancia era posible, torbellinos de cuantos, cuerdas que vibran sin existir, saturados, hiperrealizados, abotargados en una pompa difusa creada por la ilusión digital. Todo un camino que va de la representación al holograma. Cuando los signos y las cosas han intercambiado sus estructuras, todo queda convertido en una especie de ciborg computacional. La Realidad Integral es a la vez el todo y la nada, el exceso de lo vacuo, la fenomenología de la ausencia, los caprichos del vacío. Nuestros monstruos son un holograma que sonríe agazapado tras las pantallas permanentemente conectadas. Pero quizás, ensimismados, ausentes, airados, como el viejo Goya, también en nuestra mente bulle un silencio ensordecedor.
Fecha de Recepción: 30 de enero
Fecha de Aceptación: 2 de
marzo