coherentista de la verdad en Davidson y la condición holista de los sistemas de creencias: una objeción al relativismo opinativo
Tome nota de la siguiente situación: El alumno levanta con gracia su mano izquierda y una vez que su gesto ha sido advertido, enuncia su opinión. Si es el caso que ésta es pertinente, atingente o de hecho correcta, recibirá, como es natural esperar, una reafirmación. En caso contrario, es decir, si su opinión es equivocada, recibirá, creo, una rectificación. Ahora bien, si es el caso la rectificación, el alumno puede o bien aceptar su error o bien replicar, con argumentos, en virtud de que entiende que su opinión es aún defendible. No obstante, nuestro alumno, en lugar de hacer una u otra cosa, levanta nuevamente con gracia su mano izquierda y dice: ‘Pero profesor, en este punto no puedo estar equivocado, pues lo que acabo de expresar es mi propia opinión’. Es el fin del debate, el primado del relativismo de las propias opiniones, la consolidación del equilibrio opinativo1.
Para todos quienes, a propósito del caso anterior, en alguna ocasión nos hemos enfrentado con la convicción de alguien que reclama para su propia opinión un status relevante en virtud de que es su opinión, resulta imperativo poner las cosas en su lugar y evitar, con ello, la relativización veritativa, pues puede acontecer que el alumno, o quien sea, dogmatice desde su propia opinión, hasta el extremo de sostener que ‘todas las opiniones son igualmente verdaderas’2. La invitación a poner las cosas en su lugar, no es otra cosa que hacer ver que, aunque todas las opiniones personales en principio son candidatas a la aportación (lo serán en diverso grado unas y otras), del hecho de que cada opinión sea una opinión personal, esto es, propia, no se sigue que todas las opiniones sean igualmente verdaderas o inmunes al error. Decir ‘mi opinión es valiosa porque es mi opinión’, además de tener una condición subjetiva desmesurada que, en el límite, invita a la intolerancia y al dogmatismo, deja abierta la posibilidad de que cada quien declare ‘mi opinión es verdadera o válida porque es mi opinión’, con lo cual se ejercita un curioso principio de universalización sustentado en la falacia de autoridad. Debemos partir con la convicción de que ninguna opinión es valiosa sin más. Su valía o ausencia de valía es función de lo que en tal opinión se sostenga.
Si adoptamos el equilibrio opinativo nuestras opiniones no podrán ser desmentidas, pues por definición serán indesmentibles. Ello nos instala en el paradigma de la inconmensurabilidad. En efecto, en el intento de sostener el equilibrio opinativo hemos pasado por alto una cuestión que debiese ser cardinal, a saber, el acercamiento a la verdad. Cuando estamos impedidos de invalidar una opinión, a pesar de juzgarla errónea, sostenidos en la convicción de que toda opinión personal es válida en virtud de ser una opinión personal, incluso aunque ello abone a la acumulación del error, damos paso al más riesgoso de todos los relativismos, el relativismo de las propias opiniones. Veamos en qué consiste este riesgo.
Los ataques a las posiciones del objetivismo suelen ver en éste un vicio dogmático, tal que se sostiene que la culminación de todo objetivismo es el dogmatismo. Esta brutal identificación pretende prevenirnos del destino fatal que todo objetivismo trae consigo3. Sin embargo, lo que no se advierte es que si bien es posible ser objetivista y dogmático (y que los hay, los hay), de ello no se sigue que toda vez que estemos en presencia de un objetivista, estemos también en presencia de un dogmático. No hay ninguna conexión necesaria entre objetivismo y dogmatismo. Es más, no constituye ninguna contradicción lógica el sostenimiento de posiciones objetivistas en conjunción con posiciones no dogmáticas ni tampoco el sostenimiento de posiciones objetivistas que sean a la vez posiciones no dogmáticas. Por otra parte, parece ser que la acusación de dogmatismo a todo objetivismo, solapa el vicio dogmático de llevar al límite las posiciones relativistas. Y ello no parecerá ninguna novedad una vez que mostremos que el relativista radical (aquella posición que plantea el desafío) se obliga, a la luz de sus propios enunciados, a abandonarse al peor de los dogmatismos, a saber, al dogmatismo de trinchera, o lo que postmodernamente se ha dado en llamar, la diferencia.
Una invocación inofensiva (entiéndase de sentido común) al equilibrio opinativo habría de plantear que sea quien sea el que opine y sea cual sea la índole de la opinión, no estamos justificados, prima facie, esto es, sin considerar todas las circunstancias, en llevar a cabo desmentidos. Concedamos en ello. No obstante, lo que el ideal del equilibrio opinativo plantea no es aquella ligera cuestión de sentido común que sólo un totalitario estaría gustoso de reprochar, sino que lo que se señala es algo más fuerte. Es decir, incluso una vez examinadas todas las circunstancias, esto es, una vez que se ha caído en la cuenta del error cuando es el caso la presencia del error, tampoco estaríamos justificados en llevar a cabo desmentidos, ello porque la opinión en cuestión ha sido sostenida desde la subjetividad. Y como ha sido establecida desde la subjetividad, desde la inmunidad opinativa, se encuentra, así se cree, ajena a toda refutación. Ha sido estatuida de una vez y para siempre sólo por el hecho de haber sido establecida. Que sea posible demostrar que la perennidad de una opinión se sigue de su solo sostenimiento es algo respecto de lo cual vale la pena dudar.
Pues bien, una vez establecida la inmunidad opinativa, cualquiera estará en condiciones de declarar que su propia opinión es, al igual que la de otro cualquiera, tan irreprochable como la de cualquier otro. Desde aquí a la convicción de que la opinión de todos está garantizada en su irreprochabilidad, es sólo cuestión de tiempo. Finalmente, si todos sostienen la irreprochabilidad de sus propias opiniones, no queda nada por discutir. He aquí el dogmatismo de trinchera. Unos y otros se entienden habilitados para sostener indesmentiblemente sus propias opiniones. Unos y otros se creen autorizados a dogmatizar desde sus propias posiciones, incluso los equivocados. La promesa hecha a las muchachas de que todas iban a ser reinas, y en ausencia de la confirmación del reinado de una de ellas (o de todas ellas), termina por convencer a las muchachas de que todas son, en efecto, reinas.
En el marco de la discusión crítica racional, el consenso no es una condición necesaria, aunque bien puede tener lugar. No obstante, el disenso sí lo es, pero no el disenso proveniente del desnutrido equilibrio que nos promete el relativismo, sino el disenso que procede de las opiniones que pretenden un acercamiento a la verdad. El equilibrio opinativo no es otra cosa que el disenso de primera instancia, aquel que acontece en la mera colección de opiniones personales. Qué mayor perogrullada hay que sostener que cada uno de nosotros es capaz de opiniones personales. En ello no hay mayor mérito, esto es, no hay mayor mérito en sostener opiniones personales cuando hay la posibilidad vigente de sostener opiniones personales.
Al contrario de lo que se sostiene desde las ópticas postmodernas (perspectivistas, deconstruccionistas, textualistas, etc), hay tal cosa como un concepto objetivo de verdad hacia el cual conducirse. Si se inhibe la aproximación a la verdad, nos encontramos finalmente con la proliferación vertiginosa de perspectivas que, y es menester advertir, si se las desprovee de una metaperspectiva que las aglutine (evidentemente eso que llamamos metaperspectiva en absoluto es una perspectiva sin más), no pasan de constituir una colección caótica sin otro ligamento que el haber sido proferidas desde la pura subjetividad. Hemos de inclinarnos, e inclinar asimismo a nuestro interlocutor, hacia la desvirtuación del error y tal propósito no debe ser impedido por una malentendida gentileza, pues en rigor nada de gentil tiene que no se nos saque del error si tal es el caso. La opinión errónea no puede quedar en posición semejante a la opinión acertada. Ahora bien, para aquellos asustadizos que ven erizados sus cabellos cada vez que asisten a la invocación de cuestiones como ‘la verdad’, ‘lo objetivo’ o ‘lo certero’ y cuyo pelilevantamiento se debe a la convicción de que tales llamamientos a la objetividad, la certeza o la verdad traducen añejas posiciones (esto es, modernas o ilustradas posiciones) etnocentristas y dogmáticas, basta con hacerles ver que hay tal cosa como el enriquecimiento cognoscitivo, a cuenta de teorías convenientemente corroboradas o de conjeturas con suficiente temple. Lo contrario es llevarse el escepticismo a casa.
Atendamos al siguiente enunciado: ‘Nunca hay un sentido en el cual podamos decir sin mayor riesgo que todas las opiniones son igualmente válidas. Sin embargo, siempre hay un sentido obvio en el cual podemos decir sin mayor riesgo que todas las opiniones son igualmente válidas’. Afirmar lo anterior parece ser una flagrante contradicción imposible de defender. En efecto, ante una contradicción o bien podemos eliminar uno de los conyuntos en favor del otro4 o bien implementar una relectura de ellos tal que estemos autorizados, al cabo, a advertir que aquello que aparentemente era una contradicción finalmente no lo es. En el caso del enunciado presente, la relectura consiste en una diferenciación que nos permita elaborar dos discursos que corran en paralelo, para tomar nota que lo que se dice, en rigor, de un lado no compromete lo que se dice, en rigor, del otro. Si lo que se sostiene es que el ejercicio de opinar está garantizado en su valía para cualquiera que quiera ejercerlo, en tal sentido podemos decir que todas las opiniones son igualmente válidas; ahora bien, si lo que se declara es que los contenidos que se expresan en toda opinión son todos ellos igualmente válidos, estamos, entonces, ante otro tema. Hay contradicción aparente cuando no distinguimos entre la opinión como acto y la opinión como producto. Es decir, ‘siempre hay un sentido obvio en el cual podemos decir sin mayor riesgo que todas las opiniones son igualmente válidas’, es un enunciado aceptable5 en tanto nos estemos refiriendo al acto y sólo al acto de opinar. Y, asimismo, ‘nunca hay un sentido en el cual podamos decir sin mayor riesgo que todas las opiniones son igualmente válidas’, es un enunciado posible de conjuntar sin contradicción con el anterior, en tanto aclaremos que con ello nos estamos refiriendo a la opinión como producto. Esto nos permite sostener, por un lado, el idéntico valor del ejercicio de opinar, sea quien sea quien lo desarrolle y, por otro, que cuando se trata de los contenidos de la opinión no hay tal identificación de valores. Ahora bien, cuando se afirma que ‘todas las opiniones son igualmente válidas’, lo que se quiere afirmar, las más de las veces (dado que no se ejercita la distinción en cuestión), es que los contenidos vertidos en toda opinión son igualmente válidos. Ello nos llevaría al cabo a declarar que no hay modo de sobresituar una opinión respecto de otra, generando en el acto un equilibrio horizontal y homogeneizador que nos arroja al riesgo, entre otros, de no ser capaces de diferenciar el error del acierto y, aun peor, de no ser capaces de tomar partido por el acierto respecto del error, aun cuando hayamos sido capaces de diferenciar el acierto del error6.
¿Dónde reside, entonces, el valor de cualquier opinión? Cuando las condiciones de escenificación democrática permiten que todos opinemos, el valor que hay en opinar es absolutamente trivial, pues lo tenemos garantizado. De modo que lo que nos ha de preocupar es tomar nota de lo que en tales opiniones se dice, esto es, su mérito argumentativo. En efecto, cuando alguien sitúa el valor de su opinión en el hecho de que es su opinión, lo que enfatiza no es el mérito argumentativo de su opinión, sino el hecho de que él, como dueño de sus opiniones, tiene un derecho idéntico al de cualquier otro de emitir opiniones. Pero ello no nos dice nada del valor del contenido de la opinión. Nuevamente, ¿dónde debemos buscar el valor de la propia opinión? Pues en el contenido de la propia opinión y no en el acto de la propia opinión. En aquella situación en la que a todos se nos permite opinar, dadas las condiciones de convivencia democrática, no reviste mayor noticia que opinemos. Opinar cuando se puede es simplemente ejercer un derecho. Cosa distinta es que se opine cuando hay prohibiciones expresas de opinar; en tal caso no sólo es valioso el ejercicio, sino que quien lo ejerce es valiente en el mejor de los sentidos. Para ilustrar convenientemente lo anterior, podemos hacer ver que cuando alguien, luego de dar su opinión, pretende defenderla diciendo ‘es, pues, mi opinión’, en rigor no ha dado ningún nuevo paso, es decir, no necesitamos que nos informe que es su opinión, pues ello ya lo sabíamos desde el momento en que el sujeto la emitió7, y lo único que hace cuando dice ‘es, pues, mi opinión’, es reafirmar que es su opinión. La gravedad de esto está en que, planteado el debate de opiniones, sobreviene la clausura del debate cuando, luego de dar a conocer su opinión, el que opina dice ‘es, pues, mi opinión’. Con ello obliga a su interlocutor a sostenerse en el mismo plano, de tal suerte que éste dirá también ‘es, pues, mi opinión’. Estamos ante dos dialogantes que han expresado el hecho trivial de que ‘he ahí, pues, sus opiniones’. Es notorio, y contrario al espíritu del buen diálogo, que con esta actitud el debate queda clausurado en un estadio del proceso en que, en rigor, debiese estar iniciándose.
Si con el valor de la propia opinión queremos significar el valor del propio ejercicio de opinar, entonces la irreprochabilidad se sigue, pues a nadie puede reprochársele que ejerza la libre afirmación de opiniones. Ahora bien, si con el valor de la propia opinión nos referimos a la opinión como producto, esto es, a lo que cada opinión dice, cuando se dice, entonces no se sigue ninguna irreprochabilidad, pues lo que se dice debe estar siempre sujeto a las futuras contrastaciones. El peligro está en confundir los dos planos. Esto es, se suele hacer seguir la irreprochabilidad de la propia opinión como contenido, de la irreprochabilidad de la propia opinión como ejercicio. Asumir la distinción nos permite, en definitiva, resguardar el derecho universal de opinar, por una parte, y, por otra, garantizar la sobreposición del acierto respecto del error.
Ahora bien, hacer seguir la irreprochabilidad de la propia opinión del hecho de que es la propia opinión, no sólo subvierte una distinción a todas luces benéfica, sino que, además, trae aparejado un nuevo vicio, a saber, hacer seguir desde la irreprochabilidad de la propia opinión, la irrefutabilidad de la propia opinión. Y, con Popper, hemos conocido que la irrefutabilidad en absoluto es un valor epistémico (al contrario, hemos de desconfiar de quienes sostienen que sus teorías son irrefutables).
Dado que hemos establecido que la propia opinión no lleva consigo su irreprochabilidad ni menos aun su irrefutabilidad, estamos en condiciones de indagar con mayor detalle, dónde radica el valor de la propia opinión. El análisis que nos guía parece indicarnos que este valor consiste en olvidar, precisamente, que se trata de la propia opinión y en atender, en cambio, a los méritos que ésta tenga más allá del hecho trivial de que hemos sido nosotros quienes la emitimos. Es decir, el valor de la propia opinión está en cómo ésta puede situarse en una escena de mayor objetividad, tal que la refutabilidad asume el protagonismo. El valor de ‘lo que decimos’ está o bien en cómo ello se corresponde con el estado de cosas del mundo o bien en cómo ello resulta coherente con los contenidos de la teoría que venga a cuento y desde la cual hablamos. En virtud de esa mayor o menor correspondencia y de esa mayor o menor coherencia, nuestras opiniones serán o no verdaderas. No olvidemos que si lo que alguien dice se presta para el conocimiento objetivo, ello será en función de cuánto trascienda al hecho de que ha sido este sujeto en particular quien lo ha dicho. Debemos precavernos tanto de la falacia de autoridad como de la falacia genética y una vez salvaguardados de los ímpetus falaces8, podemos despojarnos de la parcialidad que cada uno de nosotros trae consigo, distraernos de lo meramente local, adquiriendo finalmente un más amplio repertorio de miradas, tal que rezaguemos aquella propia mirada puramente umbilical, esa mirada fascinada con las pelusas del propio ombligo. Es decir, si el tema es la búsqueda de la verdad, poco importa mi idiosincrásica escena local. La perspectiva que me nutre y me esboza proporciona elementos que me son propios y me distinguen, pero tal perspectiva no acaba por definirme, pues tal definición, y asimismo la ulterior identificación, sólo acontecen en tanto mi local subjetividad se acomode en el marco mayor de una progresiva objetividad9.
En efecto, nuestras propias opiniones sólo traducen, en principio, lo que somos en las cuatro paredes de nuestra subjetividad. El valor que finalmente alcancen será función de cuánta distancia seamos capaces de poner entre nosotros y aquéllas. Hemos visto que alguien puede defender sus opiniones sin más auxilio que destacar su particular procedencia. Sin embargo, si queremos ir más allá de nuestra vecindad conceptual, hemos de procurar que los contenidos de nuestras opiniones traduzcan lo que está más allá de nuestra vecindad conceptual. De ese modo tendremos a disposición una mayor gama de concepciones de mundo a las cuales echar mano.
El relativista -- del signo que sea -- lo que finalmente hace es bastarse a sí mismo, sosteniéndose en una autonomía autárquica, totalitaria, dogmática y solipsista. El relativismo y su dogmática arbitraria imponen o bien el hábito trivial de argumentar en todo contexto que lo que se dice es propio del contexto o bien el vicio de sostener que lo que se dice en un ‘nosotros’, vale tanto como lo que se dice en otro ‘nosotros’10. Esta igualdad de validez genera, al cabo, la imposibilidad de contar con algún método de decisión. Conocemos innumerables ejemplos en los que un grupo de ‘nosotros’ ha pretendido imponerse, y en ocasiones algún grupo lo ha hecho, sobre otro grupo de ‘nosotros’ (a pesar de la invalidez de las posiciones del primero y la validez de las posiciones del segundo)11. El vicio en cuestión no nos permitiría, dado el caso, defender al indefenso que eventualmente está en lo correcto de algún prepotente sostenido en el error, por cuanto se ha impuesto la imposibilidad de decidir sobre tales cuestiones.
En un escenario diverso y plural, en el cual sabemos que cada quien tiene consagrado el derecho a la opinión y en el cual hemos de decidir en virtud de la mayor o menor aproximación a la verdad, se echa en falta un sitio de encuentro común, es decir, un criterio que nos permita validar convenientemente los méritos de lo que se dice en tan variadas formas. Este sitio de encuentro común, que a la vez nos define e identifica, es la racionalidad. Hemos de situar nuestras opiniones en un marco de racionalidad universal, dado que ese posicionamiento garantiza la igualdad de examen y validación12. Aquella escena objetiva que nos permite trascender nuestra íntima localidad, la encontramos en nuestro carácter de agentes racionales imperfectos. En efecto, en el marco de la racionalidad, habida cuenta de sus rasgos generales y específicos, nuestras opiniones adquieren la direccionalidad que las hace entendibles y que las sitúa bajo el imperativo de la búsqueda de la verdad.
Lo anterior nos permite garantizar que siempre podemos hacer ver al equivocado que su error consiste en esto o lo otro y, asimismo, siempre se nos puede hacer ver, en virtud de los méritos argumentativos, que respecto de tales o cuales cuestiones, estamos soberanamente equivocados.
En este punto lo que se aconseja no es la repetición de frases del tipo: ‘todos somos dueños de un pedazo de la verdad’, sino advertir que siempre se corre el riesgo de que estemos equivocados y ese riesgo es mayor en tanto nos estanquemos en la idea de que el valor de ‘lo que decimos’ proviene del hecho de que somos nosotros quienes lo hemos dicho. Así, cada vez que nos equivoquemos, no es a pesar de que haya una racionalidad que nos ampare, sino precisamente porque hay una racionalidad que nos ampara13.
Una actitud contraria a la racionalidad, pero inscrita aún en la racionalidad, supone cierto nivel de estancamiento cuando nos encontramos en el trance de defender la propia opinión14. Lo que hemos sostenido hasta aquí no es la falta de importancia de la propia opinión, sino el imperativo de que ésta vaya más allá de los accidentes de su génesis. Siempre que alguien asume la defensa de ‘lo que dice’ olvidando ‘lo que dice’ y enfatizando, en cambio, que lo relevante es que él lo ha dicho, lo que hace es desligarse del imperativo de racionalidad bajo el cual se mueve15. Negar de este modo el debate se debe, en gran medida, a la incomodidad de resultar al cabo de ese debate eludido, un sujeto en minoría. Al parecer, ser una mera parte de una mera colección de opinantes, reviste menos desgracia, para el relativista atrincherado en su propia opinión, que la sola posibilidad de ver refutado lo que dice. En cambio, si no desatendemos el imperativo de racionalidad, nuestras opiniones -- refutables y corregibles todas ellas -- podrán posicionarse en la escena del debate crítico, expuestas, entonces, al desmentido o a la reafirmación. Y ello en absoluto dependerá de las procedencias trivialmente diversas de todas ellas.
Una vez que hemos vencido la tentación de ampararnos en la propia opinión – algo así como ampararnos en la propia creencia -- nos hacemos más amigos de la verdad o más amantes, si se prefiere. Finalmente caemos en la cuenta de que la propia opinión no tiene más mérito que ser parte de la red de creencias propia, en cuyo interior podemos rastrear innumerables conexiones hacia otras creencias. Funcionamos en virtud de esta red de creencias de manera que descubrir que una de las creencias de la red es errónea, nos debe llevar a indagar la pervivencia de la coherencia interna de la red, dada la presencia de esta creencia errónea o dada la eliminación de ésta. Resulta de interés preguntar ¿cuánto se lesiona nuestra red de creencias al permanecer en ella una creencia que sabemos que es errónea? y, asimismo, si dado que nuestra red de creencias sigue siendo coherente, ¿estamos autorizados a conservar la creencia errónea?
Para empezar podemos concebir los sistemas de creencias como esquemas subjetivos puestos en juego en la vida en comunidad, pero no con el afán de relativizar la verdad y el mundo al poder de nuestras categorías conceptuales, al modo como las corrientes perspectivistas intentan hacerlo, sino más bien con el propósito de, por un lado, hacer sentido a la obviedad inofensiva de que la verdad es siempre relativa a quien la dice, a cómo se dice, desde dónde se dice, respecto de qué se dice, etc y, por otro, de no movernos un milímetro de la convicción de que la verdad no es relativa, finalmente, a nada de ello. Será de interés responder la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto puedo seguir siendo un elemento racional de mi comunidad en el caso de que en mi sistema de creencias subsistan creencias erróneas, aunque nunca en número tal como para llegar a sostener que el sistema completo de creencias está invadido por la falsedad, pero con un número suficiente de creencias erróneas tal que mi sistema de creencias puesto en el comercio público exhiba menos creencias verdaderas que otros sistemas?
El presente tratamiento, que sigue los hallazgos de Davidson (1990), nos permite atacar la relativización epistémica de la verdad, sin vernos obligados a concebir la verdad como radicalmente no epistémica, esto es, sin condenarnos a argüir que la verdad es completamente independiente de nuestras creencias. No olvidemos que desde una perspectiva realista extrema, nuestras creencias acerca del mundo – sean las que fueren – pueden al cabo ser muy divergentes de la realidad y, en tal caso, la verdad acerca de la realidad nos resultaría esquiva.
Ampararse en el dogma de la propia opinión, es al cabo un ejercicio trivial y como tal no debiera tener valor filosófico. Sin embargo, es preciso indagar las consecuencias que se siguen del intento pseudo-argumentativo de aquel que cree que dice algo significativo cuando sólo se sostiene en su propia opinión, declarando finalmente que todas las opiniones son igualmente veradderas.
Ahora bien, toda trivialidad adquiere valor (esto es trivialmente verdadero) cuando quien la sostiene postula que aquello es más que una trivialidad; por tanto lo que nos debe interesar es el intento de aquel que genuinamente cree que dice algo significativo cuando sólo se sostiene en su propia opinión, a propósito de lo cual termina declarando que todas las opiniones son igualmente verdaderas.
Al cabo, ‘ésta es mi opinión’ equivale a decir que ‘pues respecto de este asunto, ésta es la creencia que sostengo’. Doy por supuesto que siempre se juzga verdadera la creencia que se sostiene, dado que por definición (casi por defecto) los hablantes expresan creencias que estiman, asimismo, verdaderas. Si un hablante profiere la creencia de que A y otro profiere la creencia de que no A, es decir, la contradictoria de la primera, y ambos creen que sus respectivas creencias son verdaderas, tenemos entonces dos creencias contradictorias, cada una propia de un hablante y cada una bajo la suposición de verdad. ¿Con esto se ha relativizado el concepto de verdad? Tal parece que sí, pues lo que es verdadero para uno no lo es para el otro. En tal estado de cosas, ¿dónde radica la efectiva lesión al concepto de verdad objetiva? o, si prefiere, ¿cuán efectivamente relativista es la asignación de verdad a creencias contradictorias? A primera vista, la declaración -- con pretensiones de verdad -- de dos creencias contradictorias por parte de dos hablantes en diálogo, parece flagrantemente dañino al concepto de verdad objetiva. Sin embargo, podemos llegar a la convicción de que no cabe relativizar la verdad y a la vez mantener el interés filosófico en ello. Sostener que la verdad es relativa a las propias creencias es decir poco en contra de un concepto de verdad objetiva. La razón está en la autosustentación de los sistemas de creencias.
Un sistema de creencias es principalmente una red de creencias, es decir, un entramado respecto del cual cabe atestiguar mayor o menor coherencia. Si hemos ya descartado el sostenimiento deliberado de creencias falsas, es decir, el sostenimiento de creencias que se saben falsas (pues se hace difícil descubrir qué valor puede haber en ello16), deberíamos concentrarnos en el sostenimiento de creencias que, sean verdaderas o falsas, se juzgan verdaderas. Así, todas las creencias son en principio verdaderas para aquel que las sostiene. De esta manera, se explica con claridad el conflicto entre dos sistemas de creencias o el conflicto de dos creencias provenientes de dos redes de creencias, cada una de ellas propia de un hablante. Si cada uno de estos hablantes presume que su creencia es verdadera, y éstas son creencias contradictorias, ponerlas en competencia genera, entonces, el sostenimiento contradictorio de dos creencias, presumiblemente verdaderas, según cada cual.
¿Cuánto se ha lesionado el concepto de verdad objetiva con el planteamiento del modelo de la red de creencias? En rigor no se ha invalidado el concepto de verdad objetiva, aun cuando cada uno de los hablantes juzgase que su propia creencia es verdadera, pues, incluso, en buena lógica, podrían asentir al hecho de que no es lógicamente posible que ambas lo sean. El ataque a la objetividad de la verdad surge cuando los hablantes sacan la conclusión que no deberían, a saber, que como ambas creencias se juzgan verdaderas no hay verdad objetiva17. Lo que se pasa por alto es que, del hecho que se pueda pretender que creencias contradictorias sean verdaderas, no se sigue que no haya verdad más allá de esas creencias.
Cada intérprete, amparado por el Principio de Caridad, debe presuponer verdad en las creencias del hablante que intenta interpretar. Y el proceso es inverso, de modo que el hablante, en virtud del imperativo de la interpretación, presupone que en las creencias de su intérprete hay verdad, y respecto de sí mismo, ha de advertir que sus proferencias tendrán condiciones de verdad en tanto él pretenda que tales proferencias sean interpretadas como teniendo aquellas condiciones de verdad. Ahora bien, si la verdad sólo se presupone, y es el caso la manifestación de contradicciones, qué razón hay para mantener la objetividad de la verdad. La razón está, por una parte, en el concepto de creencia y, por otra, en el mundo. En efecto, una creencia supone siempre otra creencia respecto de la que se encuentra ligada y ésta a su vez se conecta con otra, hasta recorrer toda la red de creencias. Es por tanto en la coherencia del sistema, en su autosustentación, donde radica la conservación de la objetividad de la verdad. Aquel que sostiene una creencia falsa, que sin embargo juzga genuinamente verdadera, debiese estar dispuesto a sostener una serie de otras creencias respecto a las cuales la primera debiera ser coherente. Si la creencia errónea o falsa es coherente con la afirmación de otras creencias, unas falsas y otras verdaderas, y si a pesar del sostenimiento de la creencia falsa, el sistema sigue siendo coherente, el agente de la creencia puede seguir sosteniéndola, pero bajo la condición que acepte que el sostenimiento de tal creencia pudiese resultar eventualmente incoherente con alguna o algunas creencias verdaderas y hacer finalmente incoherente el sistema completo. De manera que ante la declaración de una creencia falsa, lo que hay que hacer es indagar las conexiones con otras creencias que el agente juzgaría verdaderas pero cuyo sostenimiento en conjunción con la creencia falsa resultase contradictorio. De este modo, en el interior de la red (al final, en medio, o en alguna parte de la red – aunque en rigor una creencia siempre está en medio de la red de creencias) se encuentra la verdad, la verdad como coherencia. Quien, a pesar de advertir que resulta incoherente sostener una creencia de que ‘p’ en conjunción con otra creencia de que ‘q’, se mantuviese en la declaración de la creencia de que ‘p’, está yendo en contra de la verdad y por propia cuenta. A este hablante ya no le será posible defenderse con la relatividad de la verdad, pues lo que ha hecho es negar el valor de la coherencia de su sistema y si bien tener creencias siempre es mejor que no tenerlas, tener un sistema coherente de creencias es mejor que tener un sistema incoherente.
Decíamos que, por otra parte, está el mundo. Quien sostiene creencias sobre cómo es el mundo, concederá que es el mundo el que determina el valor de verdad de esas creencias18. Hay casos en los que la adjudicación del valor de verdad a una creencia es sencilla; tales son los casos de ostensión, en los que sólo la porfía podría hacer que alguien sostuviera creencias falsas, aun cuando la evidencia empírica disponible manifestase lo contrario. Hay, sin embargo, otros casos en los que el acceso inmediato al mundo pudiese no bastar para la adjudicación de verdad. En estos casos debemos ir un poco más lejos, pero siempre quedándonos en el mundo, salvando con ello la realidad del mundo externo. Ahora bien, para no caer en formulaciones idealistas cuyas consecuencias tarde o temprano pasan la cuenta, debemos asumir la convicción de que creer algo no es, en general, hacerlo verdadero. Pero de ello no se sigue que no haya conexión entre creencia y verdad.
Quisiera finalmente responder a la pregunta inicial de esta segunda parte ¿hasta qué punto puedo seguir siendo un elemento racional de mi comunidad en el caso de que en mi sistema de creencias subsistan creencias erróneas, aunque nunca en número tal como para llegar a sostener que el sistema completo de creencias está invadido por la falsedad, pero con un número suficiente de creencias erróneas tal que mi sistema de creencias puesto en el comercio público exhibe menos creencias verdaderas que otros sistemas?
Es evidente que la relevancia de la pregunta está en la segunda parte, pues se parte del supuesto que un sistema de creencias invadido por la falsedad hace muy difícil el desenvolvimiento en comunidad. No responderíamos, en tal caso, a la caritativa presunción de verdad que el intérprete pone en juego cada vez que nos interpreta. Entonces, el problema está en averiguar cuán racional seguimos siendo a pesar de sostener un sistema de creencias más falso que verdadero o más invadido por la falsedad que otros. Para la dilucidación de esta cuestión bien vale abordar una expresión que referimos hace un momento, a saber, que en rigor una creencia siempre está en medio de la red de creencias.
“Tome una creencia y sólo siga la huella”, tal es el mejor lema para hacer notar la condición holista de los sistemas de creencias. De por real la siguiente situación: asiste usted a un coloquio filosófico donde se lee lo que ahora lee. Si usted cree que se encuentra sentado en medio del auditorio, entonces cree que es capaz y que ha sido capaz de ejecutar la acción de sentarse, cree además que se ha movilizado desde algún otro lugar hasta este lugar, cree por ende que es entre otras cosas un cuerpo capaz de movimiento, cree por tanto que si lo hubiese querido no se habría trasladado a este lugar, cree entonces que en un lugar distinto de éste podrían suceder cosas distintas de las que suceden aquí, cree asimismo que le es posible entender el idioma en el cual se dice lo que se está diciendo, del mismo modo cree que está habilitado para oír lo que se dice, y de seguro por ello cree que está habilitado para dejar de oír lo que se dice si así lo quisiera, si es así, cree que el tema de esta lectura es la condición inferencial de las propias creencias, cree por tanto que yo tengo alguna vinculación con la filosofía (aunque esta vinculación sea opaca o de grado mínimo). Tome cualesquiera de las creencias señaladas o alguna otra y haga los ejercicios inferenciales que quiera19. Si tiene el tiempo y la paciencia que se precisan podrá reunir un buen número de ellas, aunque lo cierto es que no resulta necesario ir tras la iluminación de todas las creencias para hacer sensato y racional el desenvolvimiento en comunidad. De donde se sigue que, como no es necesario explicitarlas todas, no es lesivo que algunas de ellas queden en la oscuridad, a partir de lo cual damos por sentado que en toda situación de explicitación de creencias, muchas de ellas quedan, en efecto, sin explicitación, tal que respecto de estas oscuras creencias, desconocemos, en definitiva, el valor de verdad que les es propio. Por consiguiente, cabe la posibilidad que muchas de ellas sean, al cabo, falsas creencias. Sin embargo, ello no obsta al hecho de que cada vez que somos objeto de interpretación por parte de algún intérprete, éste presuma que un buen número de nuestras creencias son creencias verdaderas, aunque de hecho sean falsas. Es decir, aun cuando tenga creencias falsas en número suficiente como para quedar en desventaja frente a otros agentes, parto en igualdad de condiciones, pues el intérprete juzga que un buen número de mis creencias son creencias verdaderas. La ventaja de esta presunción de verdad es que permite que mi sistema de creencias – con creencias falsas en número suficiente como para quedar en desventaja respecto de otros – esté constantemente expuesto a la contrastación20, de manera que el contraste, entre la Caridad de mi intérprete que presume que la mayoría de mis creencias es verdadera y el hecho efectivo de que un buen número de esas creencias sean creencias falsas, resulta patente. Adviértase que la presencia de mis equivocaciones es evidente cuando se ha presumido su ausencia. Donde hay expectativas de racionalidad, lo irracional, de aparecer, resulta difícil de solapar; y asimismo, donde hay expectativas de verdad, lo falso, de aparecer, resulta difícil de esconder. De este modo la falsedad queda expuesta y tal parece que nuevamente la metáfora del develamiento es una buena metáfora para la verdad, sólo que a la inversa. Creer de lo que es, que es, será entonces una creencia verdadera, pero lo que se nota, esto es, lo que deviene notable, es el hecho de creer que no es aquello que es o creer que es aquello que no es, es decir, la falsedad puesta bajo la luz.