“Lo que se llama ciberespacio es una disposición técnica de la inmersión bajo el presagio de su mutabilidad”.
Peter Sloterdijk
El ciberespacio como forma de inmersión en territorios digitales es para Sloterdijk una ironía cibernética2 que remite a la inmersión en su vertiente religiosa3 cuya finalidad es la transformación del que la practica en algo distinto de lo que era. Cita cómo Jesucristo cuando sale del bautismo ya no es el mismo, o la alternancia sueño/vigilia como la forma en que la humanidad conquista el sentido de la realidad. La inmersión virtual en otra realidad así nos proporcionaría el riel por el que discurrir plácidamente y la marca de delimitación que permite distinguir uno de otro territorio, nombrando a uno real y al otro ficticio. Desde este punto de vista la necesidad de uno de ellos es la existencia del otro aun cuando no falten voces calderonianas que afirmen que la realidad es sueño y que no hay criterios válidos para asignarles diferencias o que un simulacro jamás podrá acceder al origen. Sloterdijk nos sugiere que ahora nos enfrentamos a la construcción de la experiencia de lo real a través de la alternancia realidad/realidad virtual, quizá considerando que esta última es equiparable al mundo onírico y que tras esa diferenciación o contraste los humanos de la era hipertecnológica serán capaces de conquistar un nuevo sentido de la realidad. La inmersión4 remite a la existencia de dos mundos, el que se deja atrás y que nos permite acceder al nuevo, y el nuevo en el que se penetra tras el cual ya se ha producido la mutación. La tecnología virtual nos supera como seres reales que pueden ser reconvertidos en sujetos virtuales fácilmente desintegrables en otro orden de realidad en la que no somos seres orgánicos sujetos a leyes identificables con la física del pasado. Las leyes físicas del mundo virtual invadirán las que dominan el mundo real.
El físico Frank Tipler5 plantea la creación de un Dios mediante tecnología digital y RV que resucitaría al final de los tiempos, en el llamado Punto Omega y que a todos nos convertirá en seres simulados habitando el hiperespacio. En el Punto Omega, término adoptado del teólogo Teilhard de Chardin, el universo sufrirá un Big Crunch similar al Big Bang, cuya energía será utilizada para cargar un simulador digital cósmico que podrá resucitar cualquier ser que haya vivido en algún momento. “La física es una rama de la teología “, reza el lema de Tipler que, sin embargo, se declara ateo aun admitiendo que el paralelismo entre física y teología es evidente:
“La teoría de la resurrección propuesta en este libro exige que aceptemos que el ser humano es un ente de carácter puramente físico, una máquina bioquímica gobernada y descrita en todas sus facetas por las leyes físicas conocidas. No existe ningún tipo de misteriosas fuerzas “vitales”. En líneas generales es necesario considerar a la “persona” como un caso particular ( pero muy complejo) de un programa de ordenador: el “alma” humana no es más que un programa concreto que se está ejecutando en un ordenador denominado cerebro. Enseñaré que al asumir esta idea se puede demostrar no sólo que resucitaremos a la vida eterna, sino que además poseemos libre albedrío; desde luego somos máquinas, mas al contrario que las que nosotros construimos, tenemos una auténtica voluntad propia” 6
En la concepción de Tipler, los humanos volvemos a ser máquinas como para Descartes, máquinas en el sentido literal del término, ya no análogos que funcionan literalmente, pues persona es aquello que puede superar el funcionamiento de una máquina de Turing. Esto le lleva a considerar la vida como una forma de procesamiento de información, muy en la línea del paradigma biológico actual, y al cerebro y alma humanos como un programa de ordenador muy complejo.7 De ello se deduce la inmortalidad de la vida, esta será posible cuando seamos emulados por los ordenadores del futuro lejano, los términos especializados para calificar la realidad que viviremos como individuos resucitados en el futuro lejano son los de la “realidad virtual” o bien del ciberespacio” 8
Esta consecuencia lógica de vida eterna se basa en la idea de que lo importante es el soporte, que no necesariamente debe ser una máquina, pues es suficiente con la simulación, dado que una simulación es un programa de ordenador que consiste en esencia en un mapeo del conjunto de los números enteros sobre sí mismo.
“Es decir, las instrucciones del programa indican al ordenador cómo llegar, partiendo del estado actual, representado por un conjunto de dígitos, al estado subsiguiente, también representado por una colección de enteros”9.
Tipler se formula la misma pregunta que los protagonistas de las películas de ciencia-ficción como Matrix10, ya es un personaje de la ciencia-ficción, alguien para quien la simulación es sinónimo de existencia
¿Cómo sabemos nosotros que no somos meras simulaciones dentro de un enorme ordenador? O de la pregunta cartesiana que duda siempre del otro sin atenerse a la apariencia que exhibe: ¿ Cómo saber que esas personas que vemos no son autómatas?. El uno mismo quedaba resguardado con el imperativo del yo pienso como garantía de existencia o síntoma de existencia, pero esas coordenadas ontológicas que garantizaban la autenticidad de la existencia desaparecen por el arte de la computación.
La respuesta a cómo saber si nosotros somos meras simulaciones es que no podemos saberlo, se trata del problema de los indiscernibles de Leibniz, dado que dos identidades que no pueden distinguirse entre sí mediante método alguno en ningún momento temporal, forzosamente han de ser considerados idénticos. Esta idea unida a la idealista de Berkeley sobre la existencia que considera que ésta sólo es posible si alguien la percibe, “ser es ser percibido”, constituyen los puntos básicos de la teoría de Tipler.
El universo sólo puede existir en tanto el Punto Omega lo observa en el futuro último, al igual que el universo de Berkeley existía porque era observado por Dios. La posibilidad de la existencia sólo si ésta está siendo observada por otro, ya sea dios o un punto del universo, constituiría la versión fuerte del pensamiento escopofílico, cuyas máximas católicas de “dios te observa” o “el punto omega te observa” o “las cámaras te observan” en su versión mediada, hacen blanco a la visión como elemento generador de la realidad, que hace realidad y en último extremo, que constituye la existencia, que no sería posible sin otro ajeno que te observa. Así mismo es platónico, porque al igual que el filósofo idealista, afirma que la realidad última es la realidad matemática en la línea de los pensadores pitagóricos y Platón, y la física constituiría una subclase de aquella. Por lo pronto, supone que la realidad está constituida por varios niveles basándose en la teoría computacional y lo que ésta puede hacer:
“En la emulación de un ordenador por otro ordenador se denomina al primero una máquina virtual. La emulación puede a su vez emular a un tercer ordenador, y éste a un cuarto, y proseguir así sin límite. Se llaman niveles de implementación a esta jerarquía de simulaciones de ordenadores. En la ciencia de la computación estándar sólo se reconoce que existen los niveles superiores de implementación, que pueden ser considerados como los niveles de la realidad. Se puede denominar realidad última al nivel más bajo de la realidad. Ya he comentado antes que no se puede saber si el universo en que nos encontramos es de hecho la realidad última”11
Tipler entiende la simulación matemáticamente, como “el conjunto de todos los conceptos matemáticos”, de tal manera que una simulación perfecta existiría si el universo pudiera ponerse en correspondencia uno a uno con algún subconjunto de todos los conceptos matemáticos.
“Teniendo en cuenta esta definición de “simulación” se puede desde luego simular el universo, pues en este caso “simulación” equivale a decir que el Universo puede ser descrito exhaustivamente de una manera lógicamente consistente” 12
Si el universo entero puede ser replicado la dificultad se encuentra en decidir cuál es esa realidad última o en distinguir el modelo de la copia, para decidir qué es lo realmente existente. Pero la clave para tal discernimiento se encuentra según Tipler en el observador. Sólo aquellas simulaciones tan complejas como para contener observadores poseerán existencia física Pero al mismo tiempo la existencia de esos seres no puede proporcionarles más que el pensamiento de que existen y piensan, no de que el mundo en que lo hacen sea realmente existente en el mismo nivel en que ellos puedan serlo. La correspondencia de existencia física del universo con existencia física del observador sentiente parece necesaria para decidir que la simulación de que se trata es efectivamente existente. El idealismo berkeliano en que Tipler concibe su cosmología concluye que la existencia no pasa de ser un elemento determinante para la explicación del universo o del ser humano, sino que más bien ambos se resuelven en simulacros porque absolutamente todo en este mundo, incluido el propio mundo, es susceptible de ser reformulado matemáticamente, lo que hace de la simulación una réplica indiscernible del original y por la ley de identidad la misma cosa. Lo que en principio existe es el concepto, por tanto, al nivel ontológico más fundamental, el Universo físico es un concepto13 que puede materializarse físicamente sólo si incluye la premisa de observadores incluidos en el sistema, pero la dificultad radica en la naturaleza de esos seres sentientes y pensantes que tampoco es posible definir o que sólo él decide independientemente de la naturaleza del mundo que habite, porque una réplica virtual de un individuo carece de realidad.
Según esta interpretación el universo es un concepto que sólo existe físicamente si hay observadores, “seres sentientes y pensantes”. “La existencia es un predicado, mas un predicado de ciertas simulaciones extraordinariamente complejas”. No posee carácter de realidad ni se discute su posibilidad pues absolutamente todo lo existente, por albergar en sí la posibilidad de ser copiado, es una simulación. “Recuérdese que es real la simulación del pensar y el sentir de seres simulados” y “la existencia física es sólo una relación particular entre conceptos””Si no hay vida en el universo que pueda observar su existencia, entonces según la definición de existencia física, esta simulación, la de la historia del universo, sencillamente no existe físicamente.
El origen filosófico de la cultura ocularcentrista se encuentra en Berkeley y renace con una disciplina como la física teológica de Tipler que une las raíces divinas de la escopofilia con la visión científica de un universo que no puede existir si no es observado por alguien. La ciencia se une al fin a la religión siguiendo “el modelo del mismo mundo” de Michael Shermer:
“La ciencia y la religión tratan los mismos asuntos y algún día la ciencia terminará por reemplazar por completo a la religión, no solamente por su explicación de los fenómenos de la naturaleza, sino porque llegará el momento en que ofrezca un código moral y ético universal”.14
La posición de Tipler que legitima ciencia y religión es una característica común a la ideología de la nueva derecha15 y tendría su precedente en Friedrich Desauer, filósofo e ingeniero alemán que después de la Segunda Guerra Mundial desarrolló una filosofía de la tecnología que entendía el desarrollo tecnológico como participación en la creación divina. Propone añadir otra dimensión más a las críticas kantianas del conocimiento científico, de la moral y del sentimiento estético, nacida de la necesidad de considerar a la tecnología como un acto de la creación técnica que es necesario dotar de las precondiciones trascendentales de este poder ya que:
“La invención tecnológica comprende la “existencia real originada en ideas”, esto es, el engendro de una existencia fuera de la essentia, el material imbuido de una realidad trascendente” 16
Este dios cibernético habitando el espacio virtual, la nueva ciudad del nuevo dios, constituye la hipóstasis de la globalización, transformando por fin este proceso socioeconómico en teológico. La finalidad del simulacro es originariamente religiosa. Así lo entiende Baudrillard, atribuyendo a los iconólatras la desaparición virtual de Dios escondido tras sus iconos, mientras que los iconoclastas, prescindiendo de las imágenes les estarían otorgando su valor exacto de simulacros incapaces de sustituir la realidad. Para Baudrillard en Cultura y simulacro, la lucha entre iconoclastas e iconólatras aún no ha desaparecido. La iconolatría cristiana atendiendo al recurso de la imagen que en última instancia no remite a nada, es el origen del simulacro:”un circuito ininterrumpido donde la referencia no existe”. “Así pues, lo que ha estado en juego desde siempre ha sido el poder mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio modelo, del mismo modo que los iconos de Bizancio podían serlo de la identidad divina. A este poder exterminador se opone el de las representaciones como poder dialéctico, mediación visible e inteligible de lo real. Toda la fe y la buena fe occidentales se han comprometido en esta apuesta de la representación: que un signo pueda remitir a la profundidad del sentido y que cualquier cosa sirva como garantía de este cambio- Dios claro está. Pero ¿y si dios mismo puede ser simulado, es decir reducido a los signos que dan fe de el? Entonces, todo el sistema queda flotando convertido en un gigantesco simulacro”.17 Sin embargo, David Freedberg18 en El poder de las imágenes considera que iconolatría e iconoclasmo son dos fenómenos de un mismo continuo. El poder de las imágenes suscita una respuesta determinada culturalmente, pero sobre todo es enmarcable en el fenómeno animista que dota a las imágenes de vida propia, así la práctica del vudú de tribus primitivas es una respuesta similar ante la imagen que la que suscitan las imágenes de santos entre los devotos católicos. Indican “el modo espontáneo e inexorable en que buscamos cómo invertir la representación con las marcas de lo familiar”. Se produce un fenómeno denominado empatía por la imagen que hace que los observadores de la misma sientan proximidad hacia la imagen por haber sentido la flagelación en sus carnes. La iconoclasia o aniconismo destruye las imágenes porque cree firmemente que con ello se ataca el objeto de representación, de la misma forma que la veneración de las imágenes se hace por los mismos motivos: la creencia de que el objeto de representación se haya en alguna medida capturado en lo representado. Mientras el poder de las imágenes actúa en ambos polos de lo que resulta ser un único fenómeno de animismo que puede ser atacado o venerado, este poder es neutro para Freedberg, y para Baudrillard, es directamente un poder mortífero, pues ésta anuncia la muerte del objeto, asesina la realidad, siendo la imagen que representa el objeto un atentado contra la esencia de la realidad y su inmutabilidad o inaccesibilidad a su ser, pues la entrada en su ser para fotografiarlo y dejar constancia de él representándolo, constituye la creación de otro estadio de realidad inauténtico, copia. Esta es en esencia la postura iconoclasta clásica de corte platónico, que desprecia la imagen por su condición de copia o modelo, lo que menoscaba su autenticidad o validez y privilegia la palabra, única forma de acceder a lo invisible sin mediación representativa. La imagen constituye el enlace entre lo visible y lo invisible, es la ascesis mística, el acceso al Dios invisible para cuya representación se toma como modelo el propio hombre. Según Molinuevo19 la cultura occidental ha sido iconoclasta dado que su raíz platónico judeocristiana orientada a la palabra y no a la imagen desprecia ésta. Encuentra que la imagen en occidente se ha centrado en una cultura de la sospecha entre el objeto de representación y lo representado y por eso se ha preferido la palabra. No explica cómo, pero nuestro mundo actual ha pasado entonces de una iconoclasia férrea al bombardeo de imágenes sin sujeto, que dice Molinuevo, imágenes que se suceden vertiginosamente y que nos abducen en la paranoia de la iconolatría del momento.
Esta apoteosis de globalidad encarnada en la misión teológico-cibernética del pancapitalismo, tendría su contrapartida en el reducto, entendido como el lugar que aun se sustrae de los no lugares, incluidos los cibernéticos. Hablamos de los grandes porcentajes de población cuyas experiencias virtuales acaso pueden soñarlas desde una localidad que ha empezado a constituirse en reserva.
El acróstico “glocal”es utilizado por Paul Virilio para definir la idea de que lo local ha llegado a ser global y lo global, local, superando visiones de dominación de un modelo sobre otro. Y ello porque su desconfianza en la palabra “globalización” es grande: para él no hay globalización sino virtualización, ya que lo que está siendo efectivamente globalizado es el tiempo:
“Ahora todo sucede dentro de la perspectiva del tiempo real: de hoy en adelante estamos pensados para vivir en un sistema de tiempo único. Por primera vez la historia va a rebelarse dentro de un sistema de tiempo único: el tiempo global. Hasta ahora la historia ha tenido lugar dentro de tiempos locales, estructuras locales, regiones y naciones. Pero ahora, en cierto modo, la globalización y la virtualización están inaugurando un tiempo universal que prefigura una nueva forma de tiranía”. 20
La dislocación del término “glocal” supone la deconstrucción de ambas posiciones, atravesadas de la información globalizada que fluye e instaura una brecha entre el ciudadano y el mundo, una desconexión de las relaciones en tiempo real que propiciaba la ciudad física. Virilio denuncia la pérdida del “otro” en este proceso de globalización temporal.
La desubicación o trastorno destopificador es lo que caracteriza al sujeto de la era de la información que ingresa en la comunidad virtual de los intangibles desplazando la comunidad efectiva carnal. Es lo que Virilio entiende como “pérdida mental de la Tierra”, fruto de la incapacidad de cartografiar cognitivamente el espacio que entiende Jameson. En esta estética de la desaparición, es el cuerpo lo que está en juego, el status de invisibilidad al que la era de la información lo aboca. La velocidad a la que esas informaciones circulan, marcan el punto de análisis social de las nuevas sociedades que están perdiendo la corporeidad territorial, del mundo y la del cuerpo social o alteridad.
La pérdida del propio cuerpo en el cibermundo es el resultado de la desaparición de la ciudad física, único lugar que garantiza el contacto real. La percepción es entonces el proceso que, sobre el razonamiento, inaugura un nuevo imperio no físico, virtual, una percepción telemática que suplanta a la presencia del ser. Sin embargo, aunque parezca que Virilio trasvasa las identidades entre esos dos polos espaciales binarios, local y global, aquí y allí, al remitirnos a la ausencia de contacto físico como el problema de la percepción ciberespacial, parece que demanda una nueva formulación de lo local como aquél topoi que se hace necesario en una comunidad, la del cibermundo, desprovista de referencias territoriales. La reivindicación del espacio urbano físico animado de los trayectos humanos que propician la afirmación del cuerpo, supone la desidentificación del cuerpo propio con el mundo, resultado destopificador del cibermundo, y por ende una afirmación del sujeto separado del objeto. Pide la rematerialización de los cuerpos físico y social sin reclamar el ser del objeto y el del sujeto, sino el ser del trayecto, el espacio físico de la velocidad:
“Después del ser del objeto y el ser del sujeto, el intervalo del género luminoso sacaría a la luz el ser del trayecto. Y este último definiría la apariencia o, más exactamente, la trans-apariencia de lo que es, por lo que la cuestión filosófica ya no sería: ¿A qué distancia de espacio y tiempo se encuentra la realidad observada?, sino que esta vez sería: ¿A qué potencia, o dicho de otro modo, a qué velocidad, se encuentra el objeto percibido? “21
La realidad se constituye como haz de señales luminosas, éxtasis del instante, no como mundo de objetos. En la experiencia de ese mundo domina la percepción sobre el razonamiento, como expresa Virilio en La máquina de visión (1989), dado que la velocidad en la inmediatez de las transmisiones opera en detrimento del tiempo diferido que propiciaría el razonamiento y sin embargo se inscribe en las coordenadas de un tiempo absoluto, el de la percepción, como medio de relación con la realidad. Además, como expresa en El cibermundo, la desaparición de la ciudad viene propiciado por todos aquellos elementos informatizados ahora que eran la base de la materialización del cuerpo: la domótica, el cibersexo, el teletrabajo, las biotecnologías reparadoras del cuerpo, etc. El cuerpo se revela como inservible sin las prótesis tecnológicas que lo capacitan para funcionar en el mundo actual. La ampliación del cuerpo humano por el aparato tecnológico es el nuevo reto que los sujetos de las sociedades emergentes deben plantearse como aceptación incondicional de una nueva naturaleza, lo que Haraway denomina naturaleza cyborg, y a su vez como la construcción de un nuevo individuo no estrictamente humano, entendido este término como sujeto de conocimiento exclusivamente orgánico.
Como resultado de estas aceleradas transformaciones tecnológicas, la cercanía o proximidad como elementos constitutivos del “cuerpo a cuerpo” de las relaciones comunicativas preinformatizadas, se constituyen en vacío o distancia hiperespacial, y son sustituidas por una nueva forma de sociabilidad telemática.
Por tanto, la desaparición del cuerpo de la ciudad suplantado por las tecnologías de la información, supone la desaparición del cuerpo humano y el contacto físico o la capacidad de utilizar los sentidos: en la metaciudad virtual la percepción visual es el único elemento que hace trabajar al cuerpo humano desprovisto del resto de sentidos inutilizados y de un razonamiento que lleve a la reflexión.
Los no-lugares de Marc Augé guardan relación estrecha con la disolución cibernética del espacio físico de Virilio, no lugares ambos de la sobremodernidad y la posmodernidad, en los que parece habitar un individuo solitario conectado al planeta y desconectado de los otros cuerpos físicos inmediatos. Si ya no podemos hablar sino de “sociedad de la información”, en lugar de sociedad consumista o tardocapitalista, en definitiva de sociedad industrial, como sugiere Flusser,22 entonces tampoco podemos hablar de infra y supra estructura social pues la era de lo tangible ha desaparecido (¿Y con ello la de las identificaciones?):”Lo que es tangible no son las personas, ni tampoco la sociedad, sino el campo de relaciones, la red de las relaciones intersubjetivas”. La información sustituye a lo informado, en este sentido también aquello que aún no tiene forma y que se constituye como interrelación sin estructura construida a base de conexiones. Las relaciones interpersonales sin persona, entendida como ente material cuya proximidad es física y además tangible, que son posibles a través de la telemática, llegan a una forma de idealismo que hace abstracción de la carne, no ya del cuerpo que puede ser digitalizado, fragmentado, proyectado, trasplantado o modificado y proclaman que “la comunicación es la infraestructura de la sociedad”. Ello provoca un vaciamiento de la construcción del yo en tanto que aparece ahora como un cúmulo de relaciones interconectadas sin forma física pensable y cuya desconexión entonces puede ser posible, me refiero al entramado de relaciones de definición usadas para definirlo hasta ahora o para hacerlo luego, si es que no pasa de ser un dispositivo que ha asumido su mediatización. Flusser afirma:
“Cada vez es más evidente que el concepto de “uno mismo” y todos sus sinónimos (como identidad, individualidad, pero también espíritu y alma) no significan hechos, sino sólo algo virtual. “Yo” es el nombre que indica a las relaciones convergentes, y si todas las relaciones, una tras otra, fuesen desconectadas, entonces ya no quedaría el “yo””.23
Lo bueno que Flusser le encuentra a esta sociedad telemática es el potenciamiento de la intersubjetividad, comparable a la idea habermasiana de la comunidad intersubjetiva ideal, y lo sería si la carne no nos hiciera biológicos y consiguiéramos que nuestro viejo yo psicológico que es corporal-carnal no demandara el concepto de proximidad cara a cara, prefiriendo la interfaz.
La definición que le cabe al sujeto del XXI es para Virilio la de hombre-planeta, como una ampliación de aquél hombre-masa orteguiano surgido al amparo del desarrollo de la tecnología, el crecimiento de la población y la democracia liberal emergente. Hoy, cuando todos estos factores han llegado a desarrollos espectaculares, la conexión del individuo con otro, típico de un análisis social aún centrado en las masas, es sustituido por la conexión con el propio planeta, ente abstracto e inabarcable del que el sujeto es pieza alienada, ilusión de acortamiento de las distancias entre el sujeto y el objeto, de cómo el individuo ha hecho masa con el mundo. Para ello la unidad de análisis social será la de velocidad según Virilio, produciéndose un nuevo trasvase conceptual de términos físicos al interior de la teoría social, como Ortega hizo con el concepto masa. Sin embargo, toda referencia antropomórfica que aluda al sujeto desaparece en la tecnosociedad que aspira a la simbiosis del humano con la máquina, creando una identidad cyborg que amplia sus límites orgánicos y cuya definición resulta incompatible con una visión organicista de la sociedad, centromórfica y que evidencia cómo el humano ha hecho masa finalmente con la técnica.
La sociedad de la mercancía o esquizofrénica, según Jameson, sería la pantalla que impediría pensar históricamente, mientras escritores como Houellebecq siguen considerando que lo nuestro es una neurosis intermitente dentro de una esquizofrenia total y otros como Baudrillard, que una nueva forma de esquizofrenia surge en la era telemática del movimiento a distancia y la continuidad absoluta de informaciones, en la que el sujeto ya no puede producirse como espejo sino como pantalla.
Pero no todas las percepciones del espacio cibernético albergan este aura de deshumanización, el teórico del ciberespacio Roy Ascott presenta una perspectiva que aglutina los espacios físicos y virtuales como medio de comprender el nuevo significado espacial del mundo digital. La cibercepción es la ampliación del humano a través de lo que Ascott llama “la tecnología transpersonal”, que es la de la red, la del ciberespacio. Para este autor los límites entre natural y artificial hoy son irrelevantes. La concepción del espacio que de ello se deriva es una apuesta por la fusión de límites entre realidad virtual y física. Ascott, a diferencia de Virilio, no teme por la desaparición de la ciudad física a favor de una ciberespacial, sino que apuesta por una interfaz entre ambos mundos y declara que “la nueva tarea del arquitecto consiste en fundir las estructuras materiales con los organismos del ciberespacio para lograr un nuevo continuum”. Abomina de la arquitectura muerta de las grandes superficies comerciales, cajas de cemento que con su estética Disneylandia no pueden dar cuenta del espacio cibernético en que se desarrollan nuestras relaciones comunicacionales. La arquitectura de la cibercepción proporciona la visión espacial del siglo XXI y no considera la ciudad como el espacio vacío de relaciones cuerpo a cuerpo de Virilio, sino que la ciudad es humana cuando es ciberceptada:
“Nada es más humano, cálido y sociable que una pandilla de chicos dando una vuelta por Internet. 24
La era del ciberespacio no sólo imprime el rechazo del origen, inmersos en una vorágine de tiempo sin huecos como sugiere Internet, sino que transforma la concepción del individuo y del yo, y el cuestionamiento de lo que pueda ser escena pública y privada, incluso el propio cuerpo. Teóricos del ciberespacio como Roy Ascott señalan una perspectiva nueva del individuo cibernauta de la era del teclado que define así:
“Sólo estamos interesados en aquello que pueda suceder con nosotros, y no en aquello que ya nos sucedió. En cuanto a la sacralidad del individuo, ahora cada uno de nosotros está hecho de nuevos individuos, de una colección completa de yos. De hecho, el sentido del individuo está dejando paso al sentido de la interfaz. Nuestra conciencia nos permite balancearnos sobre el borroso filo de la identidad, flotando entre el interior y el exterior de cualquier clase de definición que se nos pueda ocurrir de lo que significa ser un ser humano”.25
La perspectiva de Ascott ilustra la disolución de la escena individual a la que alude Baudrillad, superando la vieja disolución de lo psicológico en social, y apareciendo una nueva dimensión de la conciencia que había sido alienada en la sociedad y manipulada por el consumo en la masa y que ahora se contempla como contenedor de infinitas posibilidades telemáticas. Para la cibercepción,26 “las mentes, que antes estaban encerradas social y filosóficamente en el cuerpo solitario, flotan, ahora, libres en el espacio telemático”27. Sin embargo, la propuesta pasa por la liberación de la conciencia humana en un espacio ilimitado telemático a cambio de la integración del humano con la máquina en una fase que trasciende lo biológico y que implícitamente trasciende lo individual. La propuesta cibercepción pide la asunción por parte del ser humano de mediatización total a cambio del paraíso soñado del infinito mental en el ciberespacio. Acarrea consecuencias múltiples que trascienden la mera definición psicológica al perder el “yo” el estatuto de análisis de la psicología o la sociología, por supuesto la vieja idea de sustancia pensante de la filosofía y fuerza a pensar metafísicas de urgencia si no ya para sostener el concepto “individuo” o “yo”, sí al menos por intentar adelantarse al tiempo en un intento de redefinirlo, no de “llenar el hueco” como dice Foucault, sino de hacerlo nuevo.; que obligan a pensar diferente, siendo que el producto del pensar se adelanta a lo pensado y perdida la fe en el orden causal de aquel viejo y único mundo. La sinergia humano-máquina desestabiliza e impele a resistirse o no a que la mente sea sustituida por un programa al tiempo que inutiliza parejas tradicionales como individuo/sociedad o yo/ello. La proximidad a distancia que propicia la telemática y los nuevos usos del cuerpo a través de la web cuestionan el concepto mismo de tiempo y espacio, comunicación o categorías como individuo o trascendencia.
Parafraseando a Baudrillard, lo que siempre ha estado en juego ha sido la realidad. La trascendencia del ser humano que antes venía dada por la participación en él de un ser superior, era un ser trascendente porque había sido creado, recibió un duro golpe cuando Darwin puso en tela de juicio el concepto de creación. La trascendencia hoy viene dada por la tecnología, ya sea virtual o genética, por la que el individuo adquiere un nuevo status ontológico. El tecnocuerpo es un ser trascendente gracias a la tecnología, una existencia trascendente porque le hace ir más allá de su condición de organismo, tanto porque son posibles los saltos evolutivos gracias a la tecnología genética, como porque el orden de realidad puede modificarse mediante la tecnología virtual. La existencia es trascendente en el más estricto sentido científico, así la ciencia se hace metafísica como el saber se transforma en información. La tecnología cubre procesos abstractivos que se aproximan más a una concepción idealista de la realidad, según el análisis de físicos como Tipler o posiciones transhumanistas, mientras el realismo aparece como una actitud conservadora que se aferra al escenario 0del origen y de la naturaleza que hay que dominar. Las leyes de la naturaleza pueden ser escritas por el humano, ya no se trata de leer lo que la naturaleza decía: mensajes sobre una organización jerárquica, un lenguaje matemático que había que descifrar o un destino humano dictado por un ente superior. Los fenómenos naturales eran acontecimientos cuyos códigos divinos o físicos la ciencia quería descodificar, así sabíamos de nuestra posición en el cosmos y nos acercaríamos a descubrir nuestra misión en todo esto.
El realismo materialista nos situaba como animales en un cosmos cuyo origen fidedigno se desconoce a conciencia y las hipótesis sobre su origen nos sumen en un desasosiego primigenio del que sin embargo es inútil cuestionarse. La ciencia es conductista, está más interesada en las consecuencias del cambio que en la etiología. La inercia de la investigación impide cuestionarse si no será todo lo descubierto hasta ahora un castillo de naipes que se desplomará con un soplido de los gases contaminantes que se acumulan en la atmósfera. Un nuevo big-bang que puede no ser más que la repetición de otro al que la humanidad ya hubiera llegado y esa explosión fuera el principio de esta vida, pero la muerte de otra exactamente igual que esta. Esa sería la auténtica replicación del universo y la ratificación del mito del eterno retorno. Trozos de realidad física copiados y dispuestos a activarse antes de que el cosmos explosione, exactamente igual que las naves nodrizas a punto de desintegrarse en las películas de ficción.
Apostamos por la perpetuación de lo que hay como sea y en las condiciones que sea porque odiamos cartesianamente el vacío. Porque ya no preguntamos como Heidegger ¿por qué hay algo y no más bien nada?, pregunta que se cuestionaba la existencia en su misma raíz ontológica. Quizá preguntamos como Baudrillard, ¿por qué no hay nada y no más bien algo? Lo que hay es un no haber porque la copia se ha tragado al original.
21 Paul Virilio, La máquina de visión, Cátedra, Madrid 1989, p. 95.