La sociedad política contemporánea se ha estructurado en torno a dos ejes fundamentales: la democracia y la economía social de mercado; ambas entendidas como la mejor forma de ejercer y desarrollar en sociedad lo que constituiría lo más propio de la identidad humana, vale decir, la libertad. Tanto una como otra se sustentan en el principio del libre juego, en el sentido de fair play; libre juego en el ámbito político y en el ámbito económico y, dado que el supuesto es que la libertad se ejerce propiamente en el acto de la elección2, tanto la condición de ciudadano como la de consumidor se configura en el carácter de elector. El mérito que se le reconoce a la democracia y a la economía de mercado es que son el mejor modo de resguardar la libertad y, por ende, permiten el desarrollo en plenitud de lo propiamente humano. Esta libertad se realiza en la puesta en juego de capacidades, de ventajas competitivas legítimas y de recursos, que adquiere el carácter de una confrontación bajo la forma de una competencia de proyectos, ideas o productos, de tal modo que el triunfo significa la conquista de la preferencia de electores.
El rasgo más propio del modelo lo constituye su carácter competitivo, tanto en el orden político como en el económico, carácter que aseguraría, a la vez, la eficacia y la eficiencia, vale decir, el logro de los propósitos libertarios y la maximización de sus beneficios. Esta competencia podría ser entendida como una forma incruenta de la guerra de todos contra todos que presumía Hobbes3 ser el origen de la comunidad política, de tal modo que, desde esta perspectiva, la sociedad política se constituye como tal por la transformación de la guerra en una competencia sometida a reglas, vale decir, en un juego4, pero con una característica que lo distingue de todo otro. Se trata de un juego que, en principio, no tiene límite, como punto de equilibrio definitivo, ni término en el sentido de meta final5. Por ello la victoria es siempre provisora, ya que si bien el propósito de todo juego es el triunfo, sólo se gana lo que se ha apostado, y en el juego económico-político lo que nunca puede ser apostado es la misma libertad y, por lo tanto, ésta no está en juego. Si un jugador apostara la libertad significaría un retorno a la guerra, porque el vencido ya no tiene nada que apostar, queda absolutamente fuera de juego, y, de este modo termina el juego como tal.
La primera, y fundamental, regla del juego es “se juega”, vale decir, los participantes se instalan en un ámbito privilegiado y peculiar, sólo abierto a los jugadores y con límites establecidos con toda precisión. El espacio del juego tiene que estar absolutamente delimitado por reglas claras, de tal modo que esté perfectamente definido quiénes juegan, cuál es el propósito del juego y cómo se consigue legítimamente ese propósito. Las reglas deben ser coherentes, no contradictorias, sin espacios oscuros, de modo que sea siempre posible decidir rigurosamente su aplicación. Los jugadores han de comprometerse a respetar las reglas, que son conocidas y aceptadas por todos, y se supone que actúan racionalmente6. Además, es necesario que todos los jugadores partan en igualdad de condiciones7, de modo que ninguno tenga ventajas a priori sobre los demás, por ello, las apuestas deben ser públicas y a la vista, y los apostadores deben contar, en principio, con los recursos efectivos para pagarlas o con respaldo para sostenerlas.
La teoría del juego es, propiamente hablando, una teoría de la toma de decisiones8, pero aquí se trata de asumir una perspectiva metateórica. En este juego ningún jugador puede alcanzar una posición definitiva, dado que el juego se prolonga, en principio, indefinidamente y pueden estar entrando y saliendo permanentemente nuevos jugadores. No obstante, como se trata de un juego de estrategia, cada victoria mejora la posición del ganador para la jugada siguiente. Pero esta posición ventajosa, que debe ser adquirida ateniéndose a las reglas, no anula la competencia y siempre es posible que otro jugador presente una jugada inusitada, o bien, dado que las condiciones en las que se desarrolla el juego son variables, es posible que, fruto del cambio de las condiciones del entorno, un jugador quede inesperadamente puesto en una posición favorable, sea porque ha reformulado los términos de su estrategia, sea porque su producto, idea o proyecto, hasta ahora sin éxito, se vuelve, a raíz de modificaciones no previstas o no previsibles, fuertemente demandado o votado. Este juego tiene necesariamente una lógica ascendente, por cuanto cada jugador tiene que superar la apuesta de su oponente si no quiere ser desplazado, lo cual significaría que es de esperar un sistemático aumento en la oferta de libertades y de bienes políticos, y un también sistemático crecimiento económico. Ciertamente, es posible que se produzcan retrocesos, fruto de apuestas mal concebidas o errores en la elección, pero en el largo plazo el ritmo debe ser ascendente.
Ahora bien, si un competidor gana sistemáticamente y siempre, cualesquiera sean las condiciones del juego, y, no obstante, el ritmo no es ascendente, eso lo hace sospechoso, sospechoso según la primera metarregla de una teoría del juego, cual es, “El jugador que hace trampas, siempre gana”. Ciertamente no es posible ir más allá de la sospecha, porque el hecho de que alguien gane siempre no permite concluir lógicamente que haga trampas. Pero una sospecha afirmada en reiterados antecedentes, huellas o vestigios, afirmada además en el estancamiento del progreso político o del crecimiento económico, hace que se corra el riesgo de que el juego pierda su carácter lúdico y se inicie una forma de enfrentamiento que no reconoce más regla que la victoria. Esto porque, frente a esta sospecha, los demás jugadores pueden caer en la tentación de seguir el juego, pero incluyendo como regla implícita la licitud de la trampa, de modo que el cálculo estratégico incorpore la alternativa de no respetar las reglas. Pero si todos los jugadores comienzan a hacer trampas, ya se está fuera de juego, y como por propia definición la trampa no se somete a reglas, la competencia se ordena, entonces, a terminar con la libertad de los demás contendores, vale decir, en el caso que nos ocupa, se ordena a alcanzar una posición absolutamente monopólica, sea en el ámbito político sea en el ámbito económico.
Pero, frente a la sospecha de la trampa cabe también otra alternativa, cual es, acudir al árbitro del juego, de modo que éste imponga sanciones y restablezca la plena vigencia de las reglas. Su función principal no es otra que cautelar que el juego siga siendo juego, sin embargo, para que cumpla su función, es absolutamente necesario que el árbitro esté fuera de competencia. Ahora bien, si luego de acudir al árbitro ocurre que un jugador gana siempre y sistemáticamente, es muy probable que surja nuevamente la sospecha, sospecha fundada, esta vez, en la segunda metarregla de la teoría del juego, cual es: “si el árbitro juega, siempre gana”. Un jugador tramposo, frente a la amenaza de sanción por parte del árbitro, intentará ganarlo, por cierto tramposamente, para su propia causa, porque, si lo consigue, quedará libre de toda sanción, no necesitará respetar las reglas, alcanzando así un nivel de libertad superior a la de todos los demás contendores. De este modo suprime la libertad de los otros jugadores, porque quedan sometidos a la arbitrariedad, ya no arbitraje, del árbitro. Por otra parte, el jugador que así obra corre el riesgo de que el árbitro, ahora también jugador y tramposo, le haga trampas a él mismo, y así el juego vuelve al punto anterior —jugadores que se hacen trampa entre sí— con el mismo desenlace. Es necesario tener presente que el tramposo intentará siempre neutralizar de alguna manera al árbitro, por ejemplo, impidiendo que cuente con los recursos necesarios para que cumpla su función eficientemente, o tratando que las reglas del juego sean suficientemente enrevesadas como para poder defender posiciones que se alejen del juego limpio, o acudiendo a formas sutiles de compromiso, etc.
Cualquiera sea el caso, los jugadores que se ven defraudados por el árbitro pueden fácilmente sentir la tentación de apelar a la violencia, lo cual significa volver a la situación originaria de guerra de todos contra todos. Esto porque es fácil pensar que, para restablecer el juego, es necesario retornar al punto de partida original. Pero pronto descubrirán la tercera metarregla de la teoría del juego: “Si se apela a la violencia fuera de las reglas del juego, el más fuerte siempre gana”. De este modo, una vez que se recurre a la fuerza, si ésta no es usada legítimamente por el árbitro, vale decir, reglamentariamente, para imponer sanciones, sino que es dirigida precisamente contra el árbitro o sobrepasándolo, es fácil que la violencia se apodere del juego y, si eso ocurre, ganará siempre y sistemáticamente el más fuerte. Si el árbitro pierde el monopolio del ejercicio de la fuerza y ésta entra a competir en el juego, como su propósito es siempre someter al adversario o aniquilarlo, al punto de que deje de ofrecer resistencia, el resultado será nuevamente un poder monopólico, sea en el orden político o en el económico. Todo lo anterior significa, como se dijo, un estado de guerra, con lo cual quedan suspendidos la comunidad política como tal, la libertad de sus miembros y el juego mismo.
Según lo descrito, el juego tiene tres niveles de disolución. En el primero, los jugadores o, al menos, algunos de ellos comienzan a hacer trampas. En este nivel la corrupción no es todavía estructural, porque la posibilidad de la falta está contemplada en las mismas reglas del juego, y precisamente por ello existen los árbitros. Tampoco es conveniente presumir en toda falta el dolo, en algunos casos podría tratarse meramente del intento de aprovechar situaciones no claramente contempladas en el reglamento. Pero mientras el árbitro haga su trabajo, tenga la capacidad de sancionar e, incluso, de expulsar a los tramposos del juego, y sus decisiones sean respetadas y respetables, el juego político y el juego económico se sustentarán en la libertad de los jugadores, y el poder (ganancias o autoridad) así obtenido será propiamente legítimo.
El segundo nivel de disolución ocurre cuando el árbitro se convierte en un jugador más, o se ve impedido de ejercer eficientemente sus funciones, en este caso la corrupción tiene carácter estructural, porque afecta a las condiciones mismas del juego. Ciertamente la corrupción no afecta inmediatamente a todos los niveles de arbitraje, comienza por el más básico, pero la lógica del juego impele al éxito, y el tramposo tratará de ganar posiciones cada vez más elevadas, hasta llegar al nivel más alto de arbitraje, movido por el peligro de que los otros competidores lo superen9. Por otra parte, la peculiar posición del árbitro, el hecho de no participar del juego, puede conducir no sólo a su exclusión como jugador, sino también a su exclusión de todo beneficio, más aún, el tramposo comenzará, precisamente, por tratar de marginarlo de los beneficios del juego, bajo el pretexto que éstos son “ganancia” y, por lo tanto, que sólo deben ser distribuidos entre los jugadores. Así, pues, el discurso del tramposo es: si el árbitro quiere participar de los beneficios, debe transformarse en un jugador.
El tercer nivel de disolución es definitivo; una vez que se ha impuesto la violencia, el juego normalmente sólo puede retornar bajo condiciones extremas de ineficiencia o de ineficacia del nuevo sistema monopólico, o bien por presiones externas que también sigan, de alguna manera, la lógica de la fuerza. Naturalmente, la fuerza que desencadena el término del juego no es necesariamente física, puede tratarse de distintas formas de chantaje, de presiones indebidas, de orden económico por ejemplo, o establecer algún tipo de dependencia que anule al competidor. No obstante, siempre la fuerza significa una invitación, no sólo a sobrepasar el arbitraje, sino a terminar de raíz con la libertad de los competidores. Por ello, en general, la apelación a la fuerza significa necesariamente una pérdida de los límites entre el ámbito político y el económico, produciéndose una interacción perversa entre uno y otro, que conduce a un escalamiento de situaciones de privilegio. En este sentido puede ya considerarse una forma de apelación a la fuerza el que el ámbito económico acuda en demanda de apoyo al poder político, o viceversa; la intromisión del poder político en el ámbito económico significa una forma de violencia, porque esto implica acudir a un poder que originalmente está marginado de ese espacio del juego, lo mismo ocurre cuando el poder económico se entromete en el juego político.
Por otra parte, paradójicamente, sin la libertad de los demás competidores, la libertad propia queda también en entredicho, porque, suprimido el juego, el puro ejercicio de la fuerza significa, como en el caso de Esparta según lo describe Toynbee10, que todos los esfuerzos son destinados exclusivamente a la conservación del dominio sobre los que están sometidos y, para ello, el poder monopólico tiene que establecer un sistema de control que tiende a crecer exponencialmente y a controlar también a los que teóricamente detentan el poder, sucumbiendo éstos en sucesivos golpes de fuerza. Por ello hay que tener presente que en el segundo y tercer nivel los únicos que pueden ganar son los no jugadores: el árbitro o quien detenta el monopolio de la fuerza, y ambos están originalmente fuera de juego. De modo que quien los convoca a integrarse al juego, con el ánimo de obtener ventajas antirreglamentarias, terminará inevitablemente por sumarse al grupo de los perdedores. Es necesario insistir en que, para que el juego se mantenga como tal, es necesario que tanto quienes tienen la función de árbitros, como quienes detentan el monopolio de la fuerza, deben estar absolutamente fuera de juego, lo cual quiere decir que ellos mismos, internamente, no pueden tener una estructura competitiva, ni en términos democráticos ni en términos económicos.
De lo anterior se puede desprender que, para que el juego se mantenga como tal, es necesario, además, que los jugadores conserven el espíritu lúdico, esto es, no sólo que respeten las reglas del juego, incluso cuando van perdiendo, sino que estén dispuestos a jugarse por el juego mismo. Para ello es necesario que el bien al que supuestamente se ordena el juego, vale decir, la libertad, quede efectivamente asegurada por el juego, y que los jugadores la perciban como un bien intransable, superior a los beneficios económicos o políticos inmediatos que están en juego. La libertad paga necesariamente el precio del riesgo, al punto que la capacidad de tolerancia al riesgo revela el grado de aprecio por la libertad.
Por ello, dado que el riesgo es consustancial al juego, todo jugador que intente disminuir, controlar y, sobre todo, eliminar el riesgo, tenderá a salirse fuera del espacio del juego. El triunfo, el éxito, se alcanza en el juego necesariamente a través del riesgo, la eliminación de éste significa, entonces, que el éxito se alcanza por un camino que se sustrae a toda incertidumbre, y tal es el poder. La pasión por certidumbres se convierte necesariamente en apetito de poder, y la eliminación total del riesgo exige, consecuentemente, el poder total. De allí que Hobbes, habiendo entendido la sociedad política como una forma de poner término a la guerra de todos contra todos, donde campea la inseguridad de vidas y haciendas, haya propuesto, como fundamento de la organización social, el poder absoluto, porque sólo un poder absoluto logra eliminar completamente el riesgo.
Existe, pues, una suerte de tensión en el juego, por una parte, la condición de riesgo que es inherente a toda competencia, que es soportada sólo mientras perder no signifique quedar fuera de juego, y, por otra, el objetivo de un triunfo que, no obstante, debe permitir al perdedor seguir jugando. Esta tensión entre el riesgo de la derrota y el objetivo de la victoria significa un equilibrio que fácilmente se rompe; ya que tanto el peligro de la derrota como el afán de triunfo pueden conducir a un jugador a salirse del juego, haciendo trampas, corrompiendo al árbitro o acudiendo a la fuerza, para así lograr una posición monopólica, con lo cual, a la vez, se elimina el riesgo y se alcanza la victoria.
Hegel suponía que la disposición positiva al riesgo era signo de victoria y, por lo tanto, de señorío, por cuanto quienes frente a la amenaza de muerte se autoinhibieran, se convertían por ello inevitablemente en siervos. “Una es la conciencia independiente que tiene por esencia el ser para sí, otra la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para otro, la primera es el señor, la segunda el siervo”11. En un primer momento el Yo es Yo, puro ser para sí, y el objeto queda determinado por su puro aspecto negativo, es No-Yo. Pero, como el Yo no puede ser estrictamente hablando, objeto para sí, porque el objeto es No-Yo, si la conciencia se tiene sólo en su mera inmediatez, no tiene verdad para sí. Luego, el Yo sólo se puede tener a sí mismo por la intermediación de otro que lo reconoce como autoconciencia. “La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia, es decir, sólo es en tanto se la reconoce”12. Sin embargo, el acto de reconocimiento pone en juego la libertad, que no es otra cosa que la vida de cada autoconciencia, de modo que no puede reconocer a la otra sin arriesgar con ello su vida. Así, pues, ambas conciencias se ponen a prueba una a la otra en la aniquilación, en la lucha de vida o muerte; quien aprecie más la vida, cederá y por ello se convertirá necesariamente en siervo, por el contrario, “solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad”13.
Desde la perspectiva de la dialéctica hegeliana, por lo tanto, el verdadero juego es un combate a muerte, donde lo que está en juego es la libertad, y el resultado es perfectamente concordante con ello: una dialéctica de siervo y amo. Ahora bien, es posible pensar que el trabajo es la forma como el siervo conquista la libertad en tanto que por medio de éste puede alcanzar reconocimiento14. Pero este reconocimiento significa ganar en el juego del mercado del trabajo; la sola producción no satisface adecuadamente el deseo humano de reconocimiento, es necesario que el propio trabajo gane posiciones en un juego donde se establece una jerarquía que significa que los mejores ganan más, y sería esta ganancia la que elevaría la propia dignidad. Sin embargo, no es posible trasponer sin más esta dialéctica a la competencia propia del sistema democrático y de la economía social de mercado, por cuanto estas últimas son creaciones de la burguesía, y para ésta el bien fundamental que ha de garantizar la comunidad política, como la hace notar Hobbes15, es la vida, precisamente contra estos señores de la guerra. De allí que el juego democrático y económico deba resguardar la libertad como un bien intransable, impidiendo que la competencia desemboque en una guerra donde se arriesgue la vida.
Pero esto significa que tanto el sistema político democrático como la economía social de mercado constituyen un equilibrio inestable muy difícil de mantener. Por una parte, se ha de garantizar la seguridad de los jugadores frente a una dialéctica de amo y esclavo, pero por otra, se exige de los jugadores un riesgo que sólo excluye la puesta en juego de la libertad. El jugador que decida salirse de esos márgenes, termina por destruir al juego. Ahora bien, esto puede ocurrir desde dos frentes, sea porque el afán de seguridad mueve al jugador a hacer trampas, tentación ésta propia de la burguesía; sea por una voluntad de autoafirmación de sí movido por un afán de reconocimiento de la propia superioridad, menospreciando la seguridad y la vida, tentación ésta que corresponde al espíritu propio de los señores, según la interpretación de Hegel. Quienes hacen trampa, tanto en el juego democrático como en el juego económico, lo hacen o bien porque se sienten por sobre las reglas del juego y por sobre los demás jugadores y, de alguna manera, quieren hacer presente su superioridad de modo que los demás la reconozcan y por medio de ese reconocimiento comprobar su señorío; o bien, movidos por el temor al riesgo, están dispuestos, en la búsqueda de seguridad y certeza, a alcanzar la victoria no respetando las reglas que, precisamente, exigen una apuesta por el peligro.
De este modo, el modelo político-económico contemporáneo está acechado por el fracaso en razón de la misma lógica interna que lo rige: la competencia está ordenada al éxito, y exige, a la vez, el respeto irrestricto de reglas que convierten ese éxito en siempre provisorio, pero quienes respeten las reglas terminarán irremediablemente por perder el juego, y con éste la libertad. Por una parte, pretender jugar limpio con quienes no lo hacen parece una actitud quijotesca, pero el mismo don Quijote, como veremos, renuncia a ello. Por otra parte, marginarse del juego significa resignarse a ser un perdedor, que es, según parece, la actitud de Sancho. La corrupción y la violencia constituyen, pues, un desafío que ni la estructura política ni la estructura económica están en condiciones de controlar, mientras los ciudadanos sean entendidos como meros electores y consumidores.
Con tramposos y canallas, parece, o bien no se puede jugar, o bien se ha de estar dispuesto a perder. Don Quijote, luego de su malhadado encuentro con los yagüeses le dice a Sancho: “Por lo cual, hermano Sancho, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando veas que semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano a la espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tu mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor, que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder, que ya habrás visto por mil señales y experiencias hasta dónde se extiende el valor deste mi fuerte brazo”. A lo cual responde Sancho: “Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquier injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar: así que séale a vuestra merced también aviso (pues no puede ser mandato) que en ninguna manera pondré mano a la espada ni contra villano ni contra caballero, y que desde aquí para delante de Dios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho o haga o haya de hacer persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin aceptar estado ni condición ninguna”.