¿Por qué escribir sobre un pensamiento en torno del cual se han derramado ya demasiados ríos de tinta, tanto para resaltar la “originalidad” de sus aportaciones teóricas como para trazar sus parentescos, semejanzas y débitos teoréticos, sin soslayar sus debilidades, inconsistencias e insuficiencias comprensivas, a fin de situarlo en las coordenadas justas de la historia de las ideas, y cuyo mejor destino promete ser el olvido –según parece conminar Jean Baudrillard desde Oublier Foucault-? Los pre-textos que pueden aducirse son muchos: aperturar nuevos lances de interpretación, mostrar regiones discursivas imprevistas o, mejor aún, precisar con mayor claridad los planteamientos del emplazamiento de autoría en cuestión, pues como bien señala María Inés García Canal -en El loco, el guerrero, el artista-, en el propósito manifiesto de exponer la obra de un autor siempre existe un cierto impulso de pedantería, ya que subyace en el intento la pretensión de haber extraído de la lectura algo que “cualquier” otro no hubiese encontrado, o bien, de llevar a un segundo lector hacia sentidos ocultos que se esconden detrás de las palabras y que precisan ser revelados. Intención de descubrimiento de mensajes más originales, de códigos ocultos o de sentidos trascendentales que operan en cuanto sustrato del discurso expuesto explícitamente por el pensador; aspiración que, por lo demás, desvirtúa el punto de perspectiva instaurado por el pensar de Foucault, para quien los sentidos trascendentes al discurso no son más que efectos de superficie.
Sin embargo, el subterfugio que anima al presente texto es el deseo de rastrear las líneas generales del diagrama analítico de un pensamiento singular que se ha abandonado a la deliciosa seducción de las ficciones –me doy cuenta que no he escrito más que ficciones, declara el filósofo francés-, en principio, por una suerte de afinidad de proyecciones interpretativas y, después, por la necesidad de transgredirlo, de traicionarlo intencionada y productivamente en la comprensión de la sociedad de Occidente, es decir, en el afán de trazar las principales regiones del mapa discursivo de Michel Foucault persiste la intención de constituir una cierta plataforma de perspectiva para un ulterior análisis de la civilización occidental. Esto no conlleva el imperativo de emprender el estudio histórico-sintético de los planteamientos medulares de su compleja “obra” bibliográfica –el trecho enunciativo bosquejado desde la Historia de la Locura hasta la Historia de la Sexualidad, por ejemplo-, como tampoco entraña el seguimiento puntual de cada una de sus ideas expuestas a lo largo de su fecundo viaje intelectual, ni implica la reconstitución del proceso evolutivo seguido por la maduración de las ideas filosóficas de este pensador, esto es, el circuito reflexivo que se desarrolla entre los proyectos: epistémico-arqueológico, genealógico-político y ético-subjetivo, aún cuando si exige dos condiciones elementales: el rigor metodológico en la identificación de los principales problemas construidos y emplazados por Foucault, además de una forma estratégica de aproximación: el diálogo.
En síntesis, se trata de aceptar el reto lanzado por el cartógrafo en la Primera Lección de 1976 dictada en el Colegio de Francia -el 7 de enero-, de jugar con sus ideas, de rastrear las pistas de sus propuestas de investigación; expuesta la invitación en sus propios términos: los considero libres de hacer, de lo que digo, lo que quieran. Lo mío son pistas de investigación, ideas, líneas de trabajo. En otras palabras: son instrumentos. Hagan así de ellos lo que quieran.2 Se pretende, pues, realizar un reconocimiento asintótico de algunas de las principales vías aperturadas por Foucault en la cantera de la comprensión social, con el propósito manifiesto de identificar posibles rumbos de orientación intencional del pensamiento; en este sentido, es bastante probable que durante el presente trayecto no se pueda apreciar un cierto distanciamiento crítico de las formas de enunciación planteadas por el emplazamiento autoral objeto de estudio, pues, la finalidad es apropiarse primero de la singularidad de sus propuestas de reflexión, comprender la composición peculiar de sus problemas, adecuarse a sus lances de ficción, puesto que la trasgresión deviene del recurso que se hagan de sus herramientas a nuevos campos problemáticos de análisis, más que de la réplica puntual de sus contradicciones teóricas, giros discursivos o inconsecuencias metodológicas. Apostar, intelectualmente, al proceso de transvaloración indicado por Nietzsche, en el Zaratrusta: apropiarse, primero, de los conceptos y de las líneas de pensamiento; provocar, luego, la ruptura con los lances de racionalidad que resguardan, embozados y al acecho, los remanentes del viejo ascetismo hermenéutico; para construir, al final, nuevas estrategias de comprensión. En este sentido, el objetivo es reconstruir los límites discursivos de la propuesta arqueo-genealógica, en cuanto identificación de sus condiciones de posibilidad enunciativa. A fin de cuentas, de lo que se trata, en principio, es compartir los resultados de una lectura interesada e intencionada de los campos problemáticos abiertos por el filósofo francés.
Ahora bien, después de las previsiones anteriores se enfrenta el problema de cómo aproximarse a la provocativa y discontinua odisea intelectual de Michel Foucault, es decir, el modo más adecuado para describir las principales vías de reflexión de este filósofo. En cuanto se trata de una forma analítica que se propone romper con las formas tradicionales de pensamiento, es pertinente que este intento de aproximación al viaje intelectual del cartógrafo,3 considere las advertencias que él mismo nos hace respecto de su trabajo, de sus tramas discursivas, de sus posiciones de pensamiento; puesto que concibe sus propuestas teóricas como simples ofrecimientos de juego a los que nos invita a participar, a entrar en lance, minuciosos ensayos de apertura en la cantera del saber:
“Lo que digo debe ser considerado como unas proposiciones, unos ‘ofrecimientos de juego’, a los que se invita a participar a quienes puedan interesarse en ello; no se trata de afirmaciones dogmáticas que deben ser tomadas en bloque. Mis libros no son tratados de filosofía ni estudios históricos; a lo sumo, fragmentos filosóficos en canteras históricas.”4
Siguiendo esta propuesta lúdica, sugerente, tal vez es preciso reconocer en sus obras un cierto modo de discurrir anexacto que causa problemas a quienes quieren situarlo en un punto fijo, a quienes preferirían que se mantuviera en la “normal univocidad” del reflexionar sistémico-conceptual.5 Debido a ello, el pensamiento y las propuestas de Foucault son difíciles de clasificar, de apresar a la manera tradicional, de acotar con la precisión lógico-formalista del conocimiento disciplinario, pues siempre se escabulle a las pretensiones de ordenación y clasificación rígida; así, exclama desde la Introducción a La arqueología del saber: No, no, no estoy donde ustedes tratan de descubrirme sino aquí, de donde los miro, riendo.
Esta particularidad reconocida por el emplazamiento de autor en cuestión, impone a la lúdica analítica que nos proponemos, una cierta condición de concordancia con la naturaleza del objeto de investigación -como señalaría Heidegger-, dicho de otra manera, exige una aproximación también anexacta a la reflexión analítica del trazador de mapas en el devenir socio-histórico del pensamiento. Y bueno, ¿en dónde se encuentra anexactamente Foucault? ¿Dónde podremos situar el punto de perspectiva de su reflexión particular? ¿Desde dónde debemos reconocer la singularidad de sus planteamientos? El nuevo personaje irrumpe en el intersticio de tres grandes corrientes de pensamiento que dominan plenamente el ejercicio filosófico de la época, tales son: la fenomenología, la hermenéutica y el estructuralismo -las dos últimas, al decir de Dreyfus y Rabinow, surgen como reacción extrema a la primera y se proponen trascender el problema de la división sujeto/objeto heredado de Kant.
El pensamiento de Michel Foucault, según nos indica Miguel Morey,6 se mueve desde una variante de la triple interrogación kantiana: ¿Qué sé?, ¿Qué puedo?, ¿Qué soy?; pero sin que estas cuestiones sean reductibles a una cuarta: ¿Qué es el hombre? -la cual al mismo tiempo que les otorga unidad y coherencia, les sirve de fundamento, como ocurre en el caso del filósofo alemán-. Tales preguntas instauran el problema epistemológico, ético-político y ontológico de la analítica de la finitud moderna, que se caracteriza, en primer lugar, por el desplazamiento del fundamento de la verdad: de la representación en la época clásica a la reflexión como dispositivo procedimental de la razón autopoiética y autorreferente en la era moderna, dentro de los procesos de articulación entre el objeto del saber y el sujeto del conocimiento; y en segundo lugar, por una paradójica posición comprensiva ante la contingencia humana: en el propio instante que pretende afirmar la finitud del hombre como límite de la experiencia histórica e intelectiva, la niega radicalmente en la aspiración del fundamento trascendental. El pensamiento moderno se halla atrapado en este binomio empírico/trascendental según el cual: en el ámbito epistemológico, el conocimiento de los objetos sensibles depende de los a priori trascendentales –En esta investigación se hallará que hay, como principios del conocimiento a priori, dos puras formas de la intuición sensible, a saber, espacio y tiempo, apunta Kant en La estética trascendental-;7 en el campo ético-político, el ejercicio de la libertad encuentra su afirmación en el imperativo categórico del Estado; y en el terreno socio-histórico, el sujeto es tanto el producto como la fuente propiciatoria de la historia humana. El hombre en cuanto emplazamiento fundamental de la comprensión socio-histórica se constituye como un pliegue funcional de la demiurgia de la analítica moderna –Antes del fin del siglo XVIII, el hombre no existía... Es una criatura muy reciente que la demiurgia del saber ha fabricado con sus manos hace menos de doscientos años, dice el cartógrafo.8
Esta triple forma de problematización del pensamiento es, para Foucault, la estrategia filosófica con la cual es posible abrir las tres dimensiones de acontecimiento del Ser. Preguntas que coexisten de manera implicativa, conservan un carácter ontológico pero son estrictamente históricas, es decir, mantienen su espacio de heterogeneidad y aperturan una dispersión problematizadora, en dónde el énfasis subyace en el qué previsto como expresión de asombro y génesis de la acción filosófica.
A. ¿Qué sé? ¿Qué es el saber? Primera figura ontológica: Sciest, Ser-saber. Conjunción de dos sistemas operativos, dos prácticas que conforman los sedimentos expresivos de las formaciones históricas, disposiciones constituidas por palabras y cosas: campos de enunciación y formas cartográficas de visibilidad.
B. ¿Qué puedo? ¿Qué es el poder? Segunda figura ontológica: Possest, Ser-poder. El poder visto desde la perspectiva de una relación de estrategias y fuerzas. Fuerzas de dominación versus fuerzas de resistencia -capacidad para afectar y ser afectado-, dentro del espacio que apertura la mediación institucional: la escuela, el hospital, la fábrica, el manicomio, la cárcel. El poder como la lucha de estrategias intencionadas y que opera al nivel de las micro-relaciones, atravesando toda la trama social. La institución como el espacio de articulación, el factor de integración, de dos dispositivos de poder: las funciones de enunciación -reglas que instauran y prescriben pautas de conducta, modalidades de comportamiento-, y una materialidad sobre la cual se ejerce la fuerza -el cuerpo individual, el cuerpo social-. Para Foucault la institución es un espacio que instituye el poder.
C. ¿Qué soy? ¿Qué es el "yo"? Tercera figura ontológica: Se-est, el Sí mismo. El pliegue de los flujos de la subjetividad del ser de la práctica cultural, el adentro coextensivo al afuera de la intersubjetividad social. Es el dominio resultante de las acciones de saber y poder, el espacio en donde el individuo es constituido como sujeto: sujeto de conocimiento, sujeto por conocer. Condición de posibilidad tanto para el pensar como para el resistir. Como ejemplo, en Las palabras y las cosas, Foucault nos da cuenta del desplazamiento que ocurre hacia el final del siglo XVIII, en la configuración antropológica de la filosofía y de las prácticas de saber: el análisis precrítico de lo que es el hombre en su esencia, se troca en la analítica de la experiencia general del sujeto en la medida que vive, habla y produce (biología, lenguaje, economía).
“Pues el pensamiento que nos es contemporáneo y con el cual, a querer o no, pensamos, se encuentra dominado aún en gran medida por la imposibilidad, que salió a luz a fines del siglo XVIII, de fundar las síntesis en el espacio de la representación y por la obligación correlativa, simultánea, pero también dividida contra sí misma, de abrir el campo trascendental de la subjetividad y de constituir, a la inversa, más allá del objeto, esos “semitrascendentales” que son para nosotros la Vida, el Trabajo, el Lenguaje.”9
En medio de las estrategias, dispositivos y procedimientos concretos de saber, de poder y de acotación de la subjetividad -del yo-, se constituyen los regímenes de verdad, es decir, el dominio donde determinados enunciados pueden ser caracterizados como falsos o verdaderos; campo de coordinación y de subordinación en donde un sujeto puede desempeñar la función de un emplazamiento del discurso verdadero; y territorio de producción de una cierta subjetividad del conocer o por conocer. De esta forma, el nuevo personaje en la ciudad -el cartógrafo- se presenta con la propuesta de un nuevo modo de pensar, a partir de reflexionar sobre la propia historicidad, por eso llega cargado con un equipaje de términos de nuevo cuño, el lance de una analítica distinta y un conjunto de proyectos de crítica histórico-social, fundados en la irreverente jovialidad nietzscheana.
Todo ello provoca gran revuelo y predispone al conjunto de la comunidad intelectual, acostumbrada a los viejos esquemas de pensamiento, a las formas tradicionales de la escritura y del decir, sobre todo porque de inmediato pretende tomar distancia de las viejas prácticas de reflexión, aunque si bien es cierto que de alguna manera se nutre de ellas. Desde su primera etapa de exploración, Foucault conserva del estructuralismo tanto el efecto de distanciamiento fenoménico, como la renuncia a remitir la explicación de los hechos a la acción de un sujeto, trascendental o contingente. Mientras que en su segunda etapa, preserva la intuición hermenéutica de que el investigador se encuentra situado dentro de una circunstancia histórica específica y sólo puede comprender el significado de la experiencia cultural desde su misma interioridad -el investigador dialoga con, desde y a través de una tradición histórica de comprensión-. En lo general, de la fenomenología conserva el afán estrictamente descriptivo del campo de acontecimientación. Se trata de describir, no de explicar ni analizar -nos dice Merleau-Ponty en el prólogo de la Fenomenología de la percepción.
Sí, la aventura del pensamiento de Michel Foucault presenta diversas etapas, o mejor aún se ofrecen diversos emplazamientos de subjetividad -puede no haber un único “Foucault”, nos advierte Couzens-,10 de ahí otra de las dificultades de aproximación. De la combinación de los elementos recuperados de las otras prácticas del pensamiento, antes expuestas, surge la posibilidad, para el cartógrafo, de explicar la pretensión estructuralista de alcanzar la cienticidad objetiva y también el interés hermenéutico de proceder legítimamente a partir de la comprensión del significado profundo del sujeto y la tradición, es decir, obtiene los elementos suficientes para mostrar el cómo los seres humanos se han transformado en objetos y sujetos de saber tanto para la hermenéutica como para el estructuralismo.
Pero con todo, ¿de qué habla el nuevo personaje? ¿De qué campos de realidad se ocupa? ¿Cuál es su oficio? ¿Cuáles son sus herramientas? ¿Cuáles son sus proyectos teóricos? Los tópicos que aborda a través de sus libros, conferencias y debates son múltiples: los sistemas de constitución de la verdad, los dispositivos del poder, la medicina y la locura, el lenguaje, los medios de la sociedad disciplinaria, las tecnologías de constitución del “yo”, las estrategias del racismo, la forma en que el Estado moderno ejerce una acción administrativa sobre la vida y la experiencia de la sexualidad, entre otras. Los objetos del análisis foucaultiano no se encuentran dentro de la problemática considerada como significativa por la tradición del pensamiento científico social. Groso modo, existen tres modalidades principales de concebir el desarrollo completo de la aventura intelectual del cartógrafo, siguiendo a Santillana Andraca -en La Odisea crítica de Michel Foucault-, las cuales agrupan los diferentes campos temáticos considerados por la reflexión foucaultiana, desde una triple proyección crítica que pretende comprender el ser de la modernidad y su irrecusable aspiración por la libertad humana, tales son: el proyecto epistémico-arqueológico, el proyecto genealógico-político y el proyecto ético-subjetivo. El primero establece la pauta de estudio de la época moderna, a partir de la constitución arqueológico-discursiva, mientras que el segundo se ocupa de la forma de las relaciones de poder y los juegos de la voluntad de verdad, y el tercero aborda la relación que se trama entre los sujetos y el ethos determinado por el pensamiento moderno. Próximo a esta triádica concepción problemática que reconoce Santillana en el pensamiento del filósofo francés, se encuentra el punto de vista de Miguel Morey, para quien, el plegamiento que realiza Foucault de la ontología occidental, origina tres ejes sustantivos de reflexión –y, por ende, de ordenación y clasificación de las obras-, a saber: uno, la ontología histórica de los sujetos del conocimiento, desde donde da cuenta de las relaciones que se establecen entre los dispositivos procedimentales de la producción de verdad y los individuos [Historia de la locura, El nacimiento de la clínica, Las palabras y las cosas]; dos, la ontología histórica de los sujetos de disciplina, que permite identificar la manera como las relaciones de poder configuran la subjetividad y el cuerpo de los individuos [Historia de la locura, Vigilar y castigar]; y tres, la ontología histórica de los sujetos éticos, la cual posibilita la descripción de las técnicas y las tecnologías constitutivas del yo [Historia de la locura, Historia de la sexualidad]. En suma, se trata de reconocer históricamente los modos de subjetivación y objetivación de las sociedades occidentales.
En esta misma dirección onto-histórica, Fernando Alvarez-Uría considera que el pensamiento de Michel Foucault tiene como centro fundamental de análisis el problema de la libertad en su relación con la verdad, el poder y la ética. En efecto, a la reflexión sobre la libertad le es correlativo el estudio respecto de qué es, qué hace y cómo se percibe a sí mismo el ser humano, lo cual a su vez determina el qué siente y el cómo se comporta históricamente. Así pues, la línea que traza el pensamiento del filósofo francés, se integra por tres grandes vectores de exploración intelectual, a saber: en primer lugar, la >>arqueología de las ciencias humanas<< que asume como objeto de estudio, las formaciones de saber que afirman a la voluntad de verdad, esto es, el recorte arqueológico del modo como el ser humano se emplaza en cuanto sujeto y objeto de conocimiento; en segundo lugar, la >>genealogía de las relaciones de poder<< cuyo objeto de examen es la forma como los seres humanos se constituyen en cuanto sujetos que actúan sobre los otros, es decir, la reconstrucción genealógica de la manera como las relaciones de poder atraviesan los cuerpos para fijarse en las conciencias; y en tercer lugar, una >>genealogía de la moral<< donde la investigación se enfoca hacia las disposiciones éticas que producen la conversión de los seres humanos en agentes morales, en otros términos, el análisis genealógico de la eticidad de la existencia humana. La obra de Foucault, concluye Alvarez-Uría, conforma una ontología histórica de la libertad humana en su relación con el saber, el poder y la moral.
Siguiendo una dirección distinta, Dreyfus y Rabinow parecen sostener la perspectiva de que las diversas etapas del viaje filosófico del cartógrafo son determinadas por una suerte de dialéctica de superación teórico-problemática, en donde las dificultades teóricas, las críticas planteadas, los problemas de relación entre el ámbito discursivo y el campo de las prácticas no-discursivas, e incluso, las frustraciones intelectuales operan en cuanto dispositivos de recorte problematizador que instauran la serie reflexiva: arqueología, genealogía y ética, en un cierto movimiento exponencial de complementariedad analítica. Desde este punto de vista, la genealogía no sólo supera las insuficiencias del análisis arqueológico, sino que además precisa la comprensión conceptual desarrollada en esta fase, mientras que la ética apertura la “cerrada” visión panóptica del poder, objeto de investigación de aquella. En consecuencia, el discurso del filósofo es ordenado, organizado y clasificado conforme la modalidad analítica aplicada en el tratamiento temático y la función que desempeña dentro de la serie, como una variación enunciativa del proceso reflexivo; así, a la etapa arqueológica corresponde: El nacimiento de la clínica (1963), los tres volúmenes de la Historia de la locura (1964), Las palabras y las cosas (1966) y, por supuesto, La arqueología del saber (1969); en tanto que El orden del discurso (1971), Nietzsche, la genealogía, la historia (1971), Vigilar y castigar (1975) y La voluntad de saber (1976) –primer volumen de la Historia de la sexualidad- pertenecen a la época genealógica; mientras que El uso de los placeres y La inquietud de sí (1984) –segundo y tercer volumen, respectivamente de la Historia de la sexualidad-, representan la última fase de las indagaciones foucaultianas, es decir, la etapa definida por las preocupaciones éticas, donde aborda la cuestión de las técnicas y las tecnologías de la subjetividad moderna y que fue interrumpida por el deceso del filósofo francés.11 Empero, aceptar esta clasificación conlleva un doble riesgo, al decir de Morey, tal es: por un lado, suponer cierta dialéctica procedimental en el viaje intelectual de este filósofo, cuando más bien se trata de una expansión concéntrica de reflexión; y por otro lado, el emplazamiento de La arqueología de saber en cuanto síntesis teórica de los análisis históricos precedentes, cuyo fracaso propicia el desplazamiento hacia la analítica genealógica.
Pero, Foucault no realiza su trayector impulsado por una máquina de frustraciones que lo meten y lo sacan de una arqueología teoricista hacia una genealogía panóptica y de ésta a una ética subjetivante,12 exclama Tomás Abraham en defensa de la tercera forma de concebir el perfil de singularidad de su pensamiento y el desarrollo de sus investigaciones temáticas, instaurada por Gilles Deleuze, para quien las reflexiones del cartógrafo se realizan en función de una preocupación central que da lugar a múltiples estrategias de análisis, a saber: la constitución concreta de la experiencia humana, esto es, lo que Foucault no cesa de indagar es cómo los seres humanos son conformados en cuanto sujetos y cómo, al propio tiempo, son transformados en objetos de conocimiento, dentro de un contexto histórico específico. Este esfuerzo se concreta en el trazo de la Historia de los Sistemas de Pensamiento, según le denomina él mismo en sus cursos del Colegio de Francia;13 trabajo del historiador que pretende describir la disposición de los discursos y de las prácticas no-discursivas en una episteme determinada. En tal reconstrucción historiográfica, la verdad se problematiza como actividad, la ética como tecnología, el poder como estrategia, el saber como práctica.14
Conforme al reporte de resultados de la investigación cartográfica, tres dimensiones conforman esta experiencia histórica del hombre moderno: en primer lugar, el desarrollo sistemático de múltiples campos de conocimiento que decodifican y vuelven a codificar tanto al cuerpo como a la subjetividad humana, a fin de ejercer determinadas técnicas de optimización y normalización disciplinaria, en cuanto estrategia de constitución de individuos dóciles y útiles, económica y políticamente; segundo, un conjunto de prescripciones normativas que establecen ciertas pautas de conducta institucionalizada, con respecto a la distinción entre lo permitido/prohibido, lo normal/patológico, y lo moral/inmoral, normas que regulan tanto la práctica de los saberes disciplinarios como el ejercicio de las tecnologías del régimen de poder que los soporta. Y tercero, las formas de objetivación de los sujetos, esto es, la manera en que los individuos pueden y deben ser reconocidos en cuanto sujetos de conocimiento, poder y producción, a partir de la relación que establecen consigo mismos y de la resistencia que ofrecen al interés de fortalecimiento del Estado. Siguiendo a Foucault, Deleuze apunta que la subjetividad moderna pasa por la resistencia a las formas actuales de sujeción estatal, tales son: la individuación según las exigencias del régimen de poder establecido y la articulación funcional entre el individuo y una identidad determinada de una vez por todas. Así pues, el saber, el poder y el cuidado de sí mismo son las dimensiones constituyentes de la experiencia humana moderna, de donde devienen los campos de análisis problemáticos de la reflexión foucaultiana:
“Lo que he estudiado han sido tres problemas tradicionales: 1) ¿cuáles son las relaciones que tenemos con la verdad a través del conocimiento científico, con esos “juegos de verdad” que son tan importantes en la civilización y en los cuales somos, a la vez, sujeto y objeto?; 2) ¿cuáles son las relaciones que entablamos con los demás a través de esas extrañas estrategias y relaciones de poder?; y 3) ¿cuáles son las relaciones entre verdad, poder e individuo?15
En este sentido, las investigaciones arqueológicas se ocupan del enunciado en su materialidad histórica, los objetos de enunciación y las reglas de formación discursiva; mientras que la reflexión genealógica se interesa por los espacios de visibilidad donde se producen y son repetidos los enunciados, las prácticas socio-culturales y las relaciones de poder que hacen posible la disposición de determinados regímenes discursivos. La arqueología define y caracteriza un nivel de análisis en el dominio de los hechos; la genealogía explica o analiza el nivel de la arqueología –dice Foucault en las conversaciones con P. Rabinow de 1988-.16 Por su parte, el análisis ético tiene como preocupación central los emplazamientos de subjetividad que se constituyen a partir de la articulación estratégica entre las formaciones de enunciación y las prácticas no-discursivas; así como su impacto en el cuerpo de los individuos, en cuanto objeto de los dispositivos de saber, de disciplinamiento y de producción. El viaje intelectual, pues, se define por una suerte de expansión concéntrica de reflexión que explica la experiencia histórica de la sociedad occidental, donde la aspiración por la verdad y la libertad encuentran su plena realización como proyecto histórico.
Ahora bien, los campos de realidad sobre los cuales se ocupa y la peculiaridad del modo analítico que utiliza, le permiten evitar determinadas problemáticas, que a la luz de los viejos conceptos y de las estrategias de comprensión tradicionales se ofrecen como insalvables, ocurre entonces que: el análisis de las prácticas discursivas, en función del enunciado-objeto,17 le posibilita un seguimiento más preciso de la formación de los saberes, superando el falso dilema existente entre la ideología y la ciencia; mientras que a través del análisis en torno a las tecnologías del poder, concebidas como estrategias abiertas de dominio y resistencia, transciende la perspectiva de un poder identificado con la pura represión física o ideológica, en forma de posesión o de simulacro -simple dialéctica del amo y del esclavo-. En efecto, la tradición demarca un límite de comprensión de lo real entre la ideología y la ciencia, aquella se define simplemente como la expresión de la no-ciencia, o en su defecto como una falsa conciencia -Althusser y Marx, respectivamente-, y ésta refiere al ámbito del conocimiento verdadero, es decir, determina el espacio del acontecer de la Verdad. El reino de la ideología, el imperio del error, el período de la caverna -para decirlo según la fabulación platónica-, termina ahí donde comienza la luz de la conciencia positiva del conocimiento científico.
En una primera aproximación, para Foucault el saber es aquel dominio de coordinación y subordinación de las prácticas discursivas y no-discursivas, en donde los acontecimientos enunciativos de la verdad aparecen, operan, se repiten, se transforman y son definidos de acuerdo con un sistema de reglas de formación. En este sentido, la anterior distinción entre ciencia e ideología se ofrece como insuficiente para dar cuenta de la forma como las prácticas culturales de un estrato histórico18 son legitimadas, reconocidas y aceptadas por los seres humanos, además de su incapacidad para explicar cómo esas mismas prácticas, eventualmente constituyen una determinada estructura científica.
De acuerdo con Lecourt, derivado del concepto de saber construido por Foucault, se presentan tres argumentos para superar el falso dilema entre la ideología y la ciencia: primero, si el propósito es establecer un punto de referencia para distinguir entre una comprensión falsa o verdadera de lo real, la ideología entendida como lo no-ciencia, o falsa conciencia si se prefiere, yerra por completo su objetivo, de lo que se trata es de realizar un desplazamiento del análisis, el punto es analizar la trama de relaciones que establecen las prácticas entre sí para constituir al saber, fondo sobre el cual se conforma la ciencia. Segundo, la tradición supone la desaparición de la ideología frente a la irrupción de la ciencia, es decir, la comprensión ideológica se resuelve en la comprensión científica, desde esta perspectiva aquella se asume como un determinado estadio pre-científico; sin embargo, como bien nos muestra Foucault, si el saber se encarna sobre ciertas prácticas culturales, la aparición de una ciencia no elimina tales prácticas, sino que subsisten entre sí de manera co-implicativa, de hecho, conforman el telos de la propia práctica científica. Las prácticas que definen al saber siempre están ahí, asediando a la ciencia. Conforman su exterioridad, el “afuera” de que se nutre. Tercero, de esta forma, el problema planteado a la ciencia proveniente de la ideología no es tanto el de la mayor o menor conciencia de las prácticas culturales que determinan las relaciones sociales, como tampoco es el del uso ulterior de sus productos, en todo caso, nos dice Foucault, el problema se refiere a la singularidad existenciaria de la práctica científica, dentro del contexto de las prácticas de saber. De esta manera, se trata de pensar la historia de la ciencia en su relación con la historia del saber.
Por lo que se refiere al poder, la concepción clásica se fundamenta en seis postulados principales: el postulado de la propiedad, que supone al poder como propiedad de “alguien”; el postulado de la localización, el poder se encuentra localizado en los aparatos de Estado; el postulado de la subordinación, encarnado en los aparatos de Estado, el poder se encuentra subordinado a una infraestructura económica; el postulado de la esencia o atributo, el poder cualifica a los “sujetos” implicados en las relaciones de dominación; postulado de la modalidad, el poder actúa mediante la violencia física o ideológica; y finalmente, el postulado de legalidad, el poder se legitima en función de una ley impuesta y mantenida por la fuerza. En su conjunto los seis postulados presentan la imagen de un poder que se sustenta en la represión permanente. Se trata de un poder que anula las potencias de los sujetos vía la alienación o el extrañamiento de la conciencia. Frente a esta concepción Foucault opone la evidencia de un poder como lucha de estrategias, desarrollo de tecnologías de dominio y resistencia, en cuyo seno se producen nuevas “realidades”, es decir, el poder es productor de saberes, formaciones discursivas y campos de visibilidad. Se trata de estudiarlo partiendo de las técnicas y de las tácticas de dominación.19 La represión permanente es un sistema demasiado frágil como para hacer subsistir indefinidamente las relaciones de poder.
En lo que corresponde a la actividad del nuevo personaje, bien podemos decir con Clifford Geertz20 que Foucault es un historiador no-histórico (Je me considère comme un journaliste, según prefiere autodefinirse),21 esto es, parte del reconocimiento de que más allá de la unidad y la continuidad histórica que nos ofrecen los archivos oficiales, se encuentran soterrados saberes locales, discontinuos, no-legitimados, descalificados frente a un centro práctico-teórico unitario que los jerarquiza y ordena en torno de sí. Saberes sometidos que designan contenidos históricos subordinados a la coherencia funcional, o la sistematización funcional, de un orden teórico y, por lo mismo, considerados jerárquicamente inferiores al nivel del conocimiento verdadero, o a los estándares de cienticidad. Foucault lo explica de la siguiente manera:
“Y por saberes sometidos entiendo dos cosas: por una parte, quiero designar los contenidos históricos que han estado sepultados, enmascarados en el interior de coherencias funcionales o en sistematizaciones formales... En segundo lugar... toda una serie de saberes calificados como incompetentes, o, insuficientemente elaborados: saberes ingenuos...”22
El trabajo que se propone es mostrar los momentos de ruptura, las discontinuidades, realizar una historia de los segmentos liminares que conforman a los estratos culturales; por ello utiliza a la arqueología como el método a través del cual des-cubre las dicursividades locales y a la genealogía como la táctica estratégica que pone en movimiento a los saberes sometidos. La historia no es para él, el objeto de explicación, la positividad de análisis, sino una vía de lucha. Se trata de un proyecto anti-ciencia, no oficial, de la misma manera que sus fuentes son esos saberes locales, no-científicos, tampoco oficiales. Esta posición, las herramientas y su discurso mismo, generó una gran polémica en su entorno. Sus críticos le acusan desde padecer una ambigüedad crónica, hasta irracionalista, falto de compromiso e irresponsable –así, por ejemplo, Habermas le imputa el carecer de una teoría crítica, toda vez que no enfrenta el problema de los criterios normativos para la resistencia al poder-, a lo cual solamente responde con una sonrisa marcada por cierta pincelada de ironía. Sin embargo, la importancia intelectual de Foucault radica en que su pensamiento representa, en nuestra apreciación, el esfuerzo contemporáneo más significativo para diagnosticar la situación actual de la sociedad y la cultura occidental, así como un potente método de análisis para estudiar las prácticas de los seres humanos, y dentro de éstas, la forma concreta de situarse en la verdad. Y este hecho, por sí mismo, justifica la pretensión de aproximarse, otra vez, al pensamiento de Foucault.
Dr. Francisco Guzmán Marín
Doctorado en Ciencias Sociales, Unidad Xochimilco-Querétaro de la UAM/Candidato al Grado (abril/2000)/Postgrado de Excelencia.