Observaciones Filosóficas - Jean-Luc Nancy: Téchne de los cuerpos y apostasía de los organos; El intruso, ajenidad y reconocimientos
El post-humanismo se constituye como una respuesta filosófica a un mundo donde cada vez es más difícil distinguir entre lo natural y lo artificial (si acaso aún fuera necesario hacer dicha distinción) y en el que el eje escritura/lectura que articulaba la cultura humanista pierde protagonismo ante la emergencia de nuevos medios de expresión y comunicación. Según Sloterdijk hay que prescindir de una interpretación (humanista) del mundo estructurada sobre la dicotomía sujeto-objeto, porque "los hombres necesitan relacionarse entre ellos pero también con las máquinas, los animales, las plantas..., y deben aprender a tener una relación polivalente con el entorno."2 La historia de esta cohabitación con elementos cuyo estatuto ontológico no ha sido suficientemente aclarado es el desafío de la filosofía del pensador alemán. Bajo esta perspectiva, el mismo estatuto ontológico del hombre no está claro; en este sentido, pareciese que el hombre se nos presenta como una deriva biotecnológica asubjetiva que vive hoy un momento decisivo en términos de política de la especie3. De allí la crisis del humanismo y el reclamo por parte de Sloterdijk de una nueva constitución ontológica que tenga en cuenta a los otros seres humanos, a los animales y las máquinas, esto suscitará ásperas controversias que serán abordadas en esta ponencia. Baste sólo mencionar la polémica con Habermas, disputa semi-velada en torno a las posibilidades tecnológico-genéticas de mejora del ser humano. Este debate no ha sido sino la secularización posmetafísica del viejo problema del Humanismo, a saber el de la domesticación del ser humano.
Sloterdijk enfrenta así los problemas de su tiempo como un fenomenólogo agudo, atento y perspicaz, que desea escribir una “ontología de nosotros mismos”, que incorpora a sus observaciones todo aquello con lo que el hombre convive: signos, máquinas, animales, plantas, virus, bacterias, textos, obras de arte, museos, prótesis, intervenciones quirúrgicas, fármacos; a lo que se debe sumar la crisis del humanismo, la irrupción de la cibertecnología y el surgimiento del provincialismo global.
A la luz de esta preocupación sloterdijkiana por una nueva ontología de cohabitación, y una nueva teoría de las comunicaciones, expresiones y relaciones que no escindan el objeto del sujeto, o la naturaleza de la técnica; Jean-Luc Nancy4, y su planteamiento sobre el “cuerpo”, se nos presenta como una ontología que ofrece una posible respuesta a esta nueva era de las antropotécnias. Un proceso en curso, que aproxima al hombre hacia un estadio post-humano en el que se vislumbra el futuro de la humanidad, como la primera especie en haber creado a su sucesor evolutivo5.
Sloterdijk intenta dar cuenta de la unidad de la evolución humana desde sus escenificados orígenes a su estatuto como espécimen biocultural. Para ello, Sloterdijk elabora su ensayo sobre lo que él denomina hiperpolítica, con el fin de mostrar claramente el suceso antropológico fundamental: la creación del hombre por el hombre. Un relato en el que intervienen Nietzsche y Sloterdijk por un lado y Heidegger –por otro como dos mentalidades confrontadas en una radical ruptura entre épocas y sensibilidades6.
Frente a la dimensión ontológica de la vida en la filosofía clásica –el progreso del ser–, en la era tecnológica el cambio aparece dominado por la artificialidad, de modo que el futuro se presenta como una evolución no ya del ser, sino de la complejidad de los artificios, como una construcción dinámica ‘de la nada’. El pensamiento ontológico está relacionado, en la posmodernidad, con la complejidad de la envolvente técnica, con su situación en los engranajes constructivos de los artificios. Estas premisas de partida llevan a una profundización teórica que conduce a la filosofía cibernética, la de las máquinas inteligentes, y al estudio de la biología como referente sistémico para entender la construcción social de la realidad. Sloterdijk nos dice al respecto:
“En la frase “hay información” hay implicadas otras frases: hay sistemas, hay recuerdos, hay culturas, hay inteligencia artificial. Incluso la oración “hay genes” sólo puede ser entendida como el producto de una situación nueva: muestra la transferencia exitosa del principio de información a la esfera de la naturaleza. Esta ganancia en conceptos que permiten abordar poderosamente la realidad, hace que el interés en figuras de la teoría tradicional tales como la relación sujeto-objeto disminuya (…) Pero por encima de todo, con las nociones de recuerdos realmente-existentes y de sistemas auto-regulados, caduca la distinción metafísica de naturaleza y cultura: en esta perspectiva, ambos lados de la distinción no pasan de ser estados regionales de la información y su procesamiento”7.
Sloterdijk, al igual que Nancy, ve cómo se encuentra una irrupción de lo mecánico en lo subjetivo, obstaculizando cada vez más la distinción entre lo uno y lo otro. Sin embargo, si bien el filósofo francés ilustra este proceso antropotécnico en las prótesis, los implantes y los injertos; Sloterdijk por su parte, no encuentra un mejor ejemplo que en las tecnologías genéticas. Éstas introducen un amplio espectro de precondiciones físicas de la persona dentro del campo de las manipulaciones artificiales, proceso que evoca la imagen popular, más o menos fantástica, de un futuro previsible en que podrían “hacerse hombres”.8 Aquí, las distinciones entre sujeto y objeto a los que se estaban acostumbrado en la ontología tradicional ya no tienen lugar, ya que el “objeto”, en la estructura material básica de los seres vivos, representado por los genes, no se puede encontrar ya nada material en el sentido de la vieja ontología de la materia. “Por ello –nos dice el filósofo alemán- parece al sujeto como si hubiera sonado la hora de la verdad «anti-humanística».”9
Si para Sloterdijk es claro que “hay hombre porque una tecnología lo ha hecho evolucionar desde lo pre-humano”10, para Nancy “el cuerpo tecnificado” no es más que la modalidad propia de nuestra corporeidad. De modo que los seres humanos no se encuentran con nada nuevo cuando se exponen a sí mismos a la subsiguiente creación y manipulación, y no hacen nada perverso si se cambian a sí mismos autotecnológicamente.11 Sin embargo, es de esperar que tanto la postura del filósofo francés como la del filósofo alemán, sean causa de polémica y escándalo, especialmente por las alarmas que despierta en el humanismo agónico. Las posturas antagónicas a esta evolución técnica, podrían argumentar que este proceso demoniaco implica una expropiación de la individualidad y, peor aún, podrían ser usadas a favor de alguna prepotencia dominadora que use este conocimiento técnico desarrollado desenfrenadamente para un control tiránico y destructor. Sin embargo, según el autor de Crítica de la razón cínica, esto se debe fundamentalmente a una paranoia social ocasionada por el uso de la bomba atómica en Hiroshima. No obstante, esto sucedió porque la tecnología (en este caso “alotecnología”) seguía estando atada a viejas consideraciones bivalentes, unos procesos tecnológicos que:
“Ejecutan reestructuraciones violentas y contra-naturales de todo lo que encuentran, y en tanto que usan materia para fines que son indiferentes o ajenos a la materia misma. En el viejo concepto de materia está siempre prefigurado de antemano que tal materia se va a usar de modo heteronómico por virtud de aptitudes mínimas, resistentes en última instancia. Esta tecnología obsoleta pone al mundo de las cosas en un estado de esclavitud ontológica.”12
Sloterdijk llama a esta tecnología “alotecnología”, en contraposición a la “homeotecnología” que según el filósofo alemán: “producen la emergencia de una forma de operatividad no-dominante.”13 Las homeotecnologías, no pueden desear más de lo que las cosas mismas ya son, o lo que pueden llegar a ser de propio acuerdo. Las "materias" se conciben ahora en concordancia con su propia resistencia, y se integran en operaciones que tienen en cuenta su máxima aptitud. Así, dejan de ser lo que es tradicionalmente llamado "materia prima". “Sólo se puede encontrar materias primas allí donde sujetos bastos –los humanistas y otros egoístas, digámoslo claramente– les aplican tecnologías bastas”14. Se caracteriza más bien por la cooperación que por la dominación, incluso en relaciones asimétricas. Mientras que en el mundo alotecnológico, sujetos-amos podían todavía controlar a las materias primas, dentro del mundo homeotecnológico se está volviendo gradualmente imposible para los amos bastos ejercer poder sobre los materiales más refinados. Si estos potenciales de civilización se establecieran por sí mismos, entonces la era homeotecnológica se caracterizaría por una reducción del espacio de la errancia, mientras que crecería el espacio para la satisfacción y vínculos positivos. Las biotecnologías y las nootecnologías nutren, por su propia naturaleza, a un sujeto refinado, cooperativo, y con tendencia a jugar consigo mismo. Este sujeto se da forma a sí mismo por medio de la interacción con textos complejos y contextos hipercomplejos.
Si bien no se presenta en Jean-Luc Nancy una visión alentadora de los nuevos procesos antropotécnicos, como sí se vislumbra en Sloterdijk; el filósofo francés da, sin embargo, una base ontológica y antropológica donde se puede sustentar lo propio que le es al “cuerpo” (al hombre) estas “intrusiones” técnicas, en especial cuando nos habla de la “nueva carne” que parece vincularse con la aparición de las “homeotecnologías” que nos sugiere Sloterdijk. La preocupación por el cuerpo es así una clave hermenéutica para leer el momento posthumano. El tema del cuerpo nos traslada a posiciones filosóficas, artísticas, científicas y tecnológicas halladas donde intentan predominar intereses coligados a la nueva industria de la ingeniería genética y las prácticas biotecnológicas a ella asociadas. El uso y abuso de la imagen del cuerpo en la publicidad, el arte, la prensa y el cine, aumenta el desvelo ante un cuerpo humano que sabe su constante reestructuración y rehechura, escindido entre lo natural y lo artificial. Por esto, los planteamientos de estos dos filósofos, además de ser coincidentes e incluso complementantes en diferentes puntos, son asimismo contemporáneos, contemporáneos en una época con particularidades socio-culturales, que nos obligan a salir de nuestros viejos paradigmas humanísticos para prestar atención crítica a los nuevos avances tecnogenéticos y de incorporación mecánica en general, que dan nuevas luces sobre nuestra condición como hombre, y sobre el mundo que le es propio.
2.1.- Corpus, la torsión sensual del sentido: Indicios sobre el cuerpo.
Jean-Luc Nancy15, el filósofo francés vivo de mayor importancia -aún oculto y secreto, auténtico sucesor de Derrida– desarrolla en su obra Corpus16 su filosofía del cuerpo, en la cual trastoca la interpretación generalmente aceptada en torno al lugar (subordinado) del cuerpo en la constitución del sujeto moderno. Un cuerpo silencioso, discreto, desvanecido, a menos que el dolor y la enfermedad lo reubiquen en el centro de nuestra conciencia. La escritura de Nancy puede leerse como un materialismo renovado, articulado sobre la noción de tacto y una torsión sensual del sentido.
“El cuerpo como algo perecedero y precario aparece en momentos límite de dolor, placer, sexualidad, fatiga, heridas, como las performances de Joshep Beuys”17. Desde que Rodin iniciara un modo de representación "tortuosa" del cuerpo con su obra “El hombre de la nariz rota” de 1864 donde por primera vez desaparece la experiencia de la representación del cuerpo como unidad, la complejización de la representación del cuerpo no ha hecho más que acentuarse. A partir de esta obra comienzan a aparecer representaciones parciales, órganos separados, sobre todo sexuales, que posteriormente Deleuze y Guattari llamarán máquinas deseantes18. Este proceso de descomposición y fragmentación del cuerpo se hará más radical en autores como Nauman, Sherman y Gober que en los años 80 y 90 se verán afectados por la realidad del SIDA que incidirá en la idea del cuerpo precario, fragmentario, sometido a la temporalidad19 y la decrepitud.
En su obra, Nancy recorre precisamente este cuerpo, en su morfología y organización, esto es, como una suma, como un corpus. Ahora bien, esta descripción del conjunto de manifestaciones del cuerpo se sustrae de las imágenes y el discurso del organismo desde los cuales ha sido explicado siempre –constituyéndose así en un contra-discurso, esto es, en una crítica literaria-epistemológica. Este modo de hacer hablar al cuerpo lo sustrae del horizonte bio–teleológico del organismo para entregarlo al horizonte del acontecimiento, lo cual implica dejar de pensar en un cuerpo organizado sobre la base de una finalidad separada de sí mismo, ya sea que le trascienda o le anteceda. Ya no se podrá hablar de finalidades en función de un cuerpo post–orgánico o in–orgánico que se encuentra direccionado a un fin trascendente, sino que lo que acontece, sucede como evento determinado en sí mismo.
El cuerpo es un objeto dado a un pensamiento finito. De allí la afirmación fundamental de Nancy: “no tenemos un cuerpo, sino que somos un cuerpo”20, una exposición infinita cuya condición es la de un ser volcado al exterior. La piel que nos envuelve es la frontera en la que ocurre nuestra exposición al exterior, sobre la que se cruzan las diferentes sensaciones, por las cuales nos tocamos y entramos en contacto, el cuerpo es el ser aquí y ahora, es la exposición de la existencia, de la superficie.
En los textos en los que Nancy aborda la cuestión del cuerpo hay alusiones a Platón, Santo Tomás, Spinoza, Kant, Hurssel, Merleau-Ponty y Heidegger entre otros, aunque la mayor parte de sus análisis se centran en las obras de Aristóteles y Descartes. Hecho que tal vez puede explicarse por razones vinculadas a la historia de la formulación de la pregunta por el cuerpo en la tradición filosófica occidental.
Según Nancy, la pregunta por el cuerpo está ligada desde su génesis a la clásica dualidad entre el cuerpo y el alma de cuño platónico-cristiano; dualidad hasta tal punto decisiva en la configuración de los discursos occidentales que aún hoy parece difícil pensar el "cuerpo" sin oponerlo del modo más natural al "alma" o al "espíritu". En principio, para Nancy se trata de deconstruir esta oposición en todos los discursos que de una u otra forma participan de este modo de pensar la cuestión. Sin embargo, también reconoce al interior de la tradición análisis célebres como los de Aristóteles, Santo Tomás, Spinoza y Descartes, donde la "diferencia" entre el cuerpo y el alma podría ser interpretada de modo muy distinto que como una simple oposición. Refiriéndose a estos pensadores en su conjunto, Nancy afirma lo siguiente: "...por muy sorprendente que pueda parecer, el alma en todas estas ´figuras´ de nuestra tradición no representa otra cosa que el cuerpo, pero ante todo el cuerpo fuera de sí, o este otro que el cuerpo es para sí mismo, por estructura".
La piel, el órgano más extenso del cuerpo, pone en contacto el dentro con el afuera, reteniendo, protegiendo, comunicando, sintiendo, almacenando o regulando ese frágil equilibrio que configura todo organismo y su madeja de singularidades efervescentes. “El cuerpo es material. Es denso e impenetrable”21. La característica de un cuerpo es el de ser una exterioridad no pensable en sí misma, ni pensante, una alteridad que pesa fuera del pensamiento y que lo fuerza a calibrar alrededor de sí misma el propio movimiento, porque más allá de él no hay nada:
[...] “Se trata, como señala Nancy, de la piel tensa sobre su propia caverna sonora, un vientre que se escucha y se extravía en sí mismo al escuchar el mundo. El hombre mismo – su ser o subjetividad –, nace con su primer grito, con la expansión súbita resonancias y tonos intrauterinos, de una cámara de sonido donde resuenan a la vez lo que arranca y lo que lo llama, poniendo en vibración la embocadura de la carne en su venir al mundo. Se trata del sonido escrutado por sí mismo, como fenómeno acústico original, y sentido que resuena en el cuerpo22.
El sentido consiste en una remisión. Está constituido incluso por una totalidad de remisiones: de un signo a alguna cosa, de un estado de cosas a un valor, de un sujeto a otro o a sí mismo, y todo ello de manera simultánea. El sonido no está menos constituido por remisiones: se propaga en el espacio23 donde resuena, a la vez que resuena “en mí”. Sonar es vibrar en sí mismo o por sí mismo: para el cuerpo sonoro24 no es sólo emitir un sonido, sino extenderse, trasladarse y resolverse efectivamente en vibraciones que, a la vez, lo relacionan consigo y lo ponen fuera de sí25.
El cuerpo es la exposición infinita de la existencia que en eso se vuelve evidencia. Si para Descartes la verdad del pensamiento es la única clara y disímil, para Nancy la verdad es la evidencia ostensible aquí y ahora de este cuerpo, de esta materia, sin clasificaciones, en cada una de sus zonas. A partir de esto se propone una discusión en torno al estatuto ontológico y epistémico del cuerpo y las prácticas médicas asociadas a los límites del mismo, con particular atención al trasplante, donde no sólo conforman nuevas formas de subjetividad, sino también una “nueva carne”. Así en las fronteras entre lo natural y lo artificial surge la posibilidad de pensar en un cuerpo fragmentado, en un cuerpo cuyos órganos se hayan emancipado, en lo que Deleuze y Guattari llamaron el Cuerpo Sin Órganos.
La palabra más fascinante y quizás la más decisiva de Freud está en una nota póstuma: “Psyche ist ausgededehnt: weiss nichts davon”. “La psique es extensa: (pero) no sabe nada de ello”. Es decir que la “psique” es cuerpo y que precisamente es esto lo que se escapa, y por tanto que lo escapado o el escape la constituyen en tanto que “psique” y en dimensión de un no–(poder/querer)–saber-se26. El cuerpo es –precisamente– aquello que el pensamiento trata de tocar: cuerpos de psique, ser-extenso y fuera de sí de la presencia-en-el-mundo. Nacimiento: espaciamiento, tensión de lugar, extensión por las redes en ectopías múltiples, fuera/dentro, en una particular geografía del ello, sin mapa ni territorio, aunque sí zonas, ya que el placer tiene lugar por lugares. “No es un un azar que la tópica haya obsesionado a Freud: el “inconsciente” es el ser-extenso de Psique, lo que siguiendo a Lacan algunos llaman sujeto, lo singular de una carnación”.27
Nancy llama a la encarnación agujero negro, pues ella remite a “lo propio tragándose a sí mismo hasta el vacío de su centro, en el abismo donde el agujero absorbe hasta sus bordes”28. Esta pura inmanencia es el fin de la exterioridad, aquí el sentido va directamente sobre lo sensible, y no sale de eso, es el puro sentir-se que acaba en vaciamiento, porque hay un verdadero engullimiento de sí en donde se “absorbe hasta sus bordes”.
“Un cuerpo es el lugar que abre, que separa (...): dando lugar al acontecimiento”29. Ahora bien este pensamiento que “toca” es también un cuerpo, un cuerpo que se expone y toca “por fuera” a otro, como la piel. El pensamiento aparece así como tacto del cuerpo, como “condición de un verdadero pensamiento”. tiene más que ver con posiciones, tensiones, pesos, que con esencias o sustancias. De allí que si en Nancy hay una ontología del cuerpo, esta ha de ser “modal” y nunca sustancial. De modo similar El propio Derrida califica incluso su pensamiento de “cuasi-hiper-trancendental-ontologización del tacto (y no del tocar).
El mundo de los cuerpos se afirma, por así decirlo, en la densidad, en el peso de los cuerpos. Un cuerpo siempre pesa30, el cuerpo es un peso. En medio de la gravedad –y el andamiaje del mundo– los cuerpos pesan unos sobre-y-contra otros.31 Los cuerpos se hacen lugar, ese es el tener lugar de la existencia y lo que constituye mundo.
La existencia de un cuerpo está inextrincablemente vinculada a la existencia de otros cuerpos, en el sentido de que cada cuerpo siempre está expuesto a una "multitud" o a una "comunidad de cuerpos". Esto quiere decir que no se "es" más que con los otros, que si "somos", somos juntos, los unos con los otros y expuestos entre nosotros. Aquí, con y entre no son categorías mediadoras ni meramente descriptivas; con ellas no se trata de retratar una masa ni una concentración de cuerpos indiferenciados. Si Nancy se sirve de estas expresiones es justamente para plantear y hacer patente el límite del cuerpo, y más en concreto el límite que un cuerpo representa para otro cuerpo desde el punto de vista del "afecto": "Estar en común, o estar juntos, y aún más simplemente o de manera más directa, estar entre varios (être à plusieurs), es estar en el afecto: ser afectado y afectar. Es ser tocado y es tocar. El ´contacto´ -la contigüidad, la fricción, el encuentro y la colisión- es la modalidad fundamental del afecto. Ahora bien, lo que el tocar toca es el límite: el límite del otro -del otro cuerpo, dado que el otro es el otro cuerpo, es decir lo impenetrable (penetrable únicamente a través de la herida, no penetrable en la relación sexual en que la ´penetración´es nada más un tocar que empuja el límite más allá). Toda la cuestión del co-estar reside en la relación con el límite32.
Las certezas sensibles [del tocar] se difuminan apenas se apela a ellas, “Cuerpo es la certidumbre confundida, echa astillas”33, justamente la exposición, la extensión de los cuerpos apunta a una “sensibilidad” lejana a los “datos”; en el dar lugar los cuerpos son abiertos, son la apertura.
“El cuerpo expone la fractura del sentido que la existencia constituye. El cuerpo es el límite del sentido, su borde, que se expone y da lugar al sentido y las interpretaciones. ¿Quién más en el mundo conoce algo como el cuerpo? Es el producto más tardío, el más largamente decantado, refinado, desmontado y vuelto a montar de nuestra vieja cultura. [...] El cuerpo es la gravedad, y lo es con su espesor de muro o de prisión, o con su masa de tierra amontonada en la tumba”34.
En suma, para Nancy el cuerpo sería eso: lo abierto y lo expuesto. "Expuesto, por tanto: pero no es la puesta ante la vista de lo que primero estuvo oculto, encerrado. Aquí, la exposición es el ser humano (léase: el existir). O todavía mejor: si el ser, en cuanto sujeto, tiene por esencia la autoposición, aquí la autoposición es ella misma, en tanto que tal, por esencia y por estructura, la exposición. El cuerpo es el ser-expuesto del ser".
Por vías y accesos diferentes, el cuerpo se auto-ex-pone a un riesgo inevitable y necesario. El riesgo que la exposición supone es el que representa para un cuerpo la presencia extraña del otro cuerpo, del cuerpo diferente, extranjero, o intruso. La amenaza siempre latente que un cuerpo representa para otro cuerpo es inevitable en la medida en que el cuerpo es el "ser-expuesto". Ahora bien, de pensar el cuerpo bajo una modalidad contraria a la exposición, imaginando que algo así fuera posible, se anularía al instante hasta la más mínima chance de amenaza exterior (amenaza de contagio y contaminación, de vulneración de lo propio, y en última instancia de muerte violenta), pero al mismo tiempo y con ella se anularía también toda verdadera posibilidad de relación entre los cuerpos35. La relación con el otro, con todos los otros y no solamente con otros cuerpos "humanos", es indisociable de esta ambivalencia constitutiva del existir que nos hace ser lo que somos: cuerpos numerosos, espaciados, enfrentados y afrontados, gozosos y sufrientes, cuerpos impropios, intrusados, políticos de un extremo al otro. Desde uno de sus aspectos, y no el menos significativo, lo que estos análisis plantean son nuevos desafíos para un pensamiento de la comunidad. El énfasis puesto por Nancy en el carácter ambivalente de la relación con el otro, pone de manifiesto que para extender el análisis de la "comunidad", o de lo que más recientemente pudo llamarse la experiencia del "estar-en-común", habría que repensar la lógica de la exposición desde un enfoque que tome en consideración a los cuerpos en su dimensión propiamente afectiva36.
Con la palabra "alma", más allá de cualquier connotación cristiana, Nancy designa el cuerpo fuera de sí, el cuerpo que siente y se siente fuera de sí mismo. Este abordaje de la cuestión parte de una premisa fundamental que Nancy reconoce activa o latente en los textos de los autores mencionados: desde el momento en que se los concibe articulados o en relación, el cuerpo ya no sería esencialmente distinto del alma, ni el alma, como suele pensarse, "otro cuerpo" (ni siquiera "espiritual") distinto del cuerpo.
Puntualmente lo que Nancy plantea es que cuando el cuerpo siente o se siente, cuando "se siente sentir" (por ejemplo cuando se toca a sí mismo), lo hace necesariamente con relación al exterior. Cuando un cuerpo se siente a sí mismo, se siente desde el exterior, desde afuera, no se siente ni se toca desde adentro, y esto por el hecho incontestable de que el cuerpo es para sí mismo un afuera. Sentirse o tocarse -"sentirse sentiente". dice Nancy parafraseando a Aristóteles- indica precisamente la relación consigo mismo de un ser fuera de sí.
"Cuerpo quiere decir muy exactamente el alma que se siente cuerpo. O el alma es el nombre del sentir del cuerpo es el ego que se siente otro ego. Podríamos decirlo tomando todas las figuras de la interioridad consigo misma frente a la exterioridad: el tiempo que se siente espacio, la necesidad que se siente contingencia, el sexo que se siente otro sexo. La fórmula que resume este pensamiento sería: el dentro que se siente fuera".
Si bien Nancy hace una reformulación antropológica, haciendo quizás “descender” al hombre a las cosas, abriendo y luego identificando el cuerpo con lo técnico, lo artificial, lo maquinal; Sloterdijk por su lado hace un trabajo de “ascensión” del objeto, sugiriendo “entre otras cosas, los derechos cívicos de las máquinas”.37 Incluso, Sloterdijk advirtió que el término máquina es un concepto enfermo del vocabulario europeo, ya que se originó en un contexto ontológico "muy crudo y unilateral" que distinguía de forma categórica entre las entidades con almas (las personas) y las entidades sin almas (las cosas, entre las que se incluirían las máquinas). Con su necesidad de apoyarse en fundamentos sólidos e inamovibles, la historia de la filosofía occidental ha aceptado esta distinción sin cuestionarla y no se ha preocupado por reflexionar sobre las entidades sin alma. Pero es imposible comprender la complejidad y polivalencia de la experiencia contemporánea a partir de criterios dialécticos que enfrenten como elementos excluyentes al hombre con la máquina o a las almas con las cosas. El vertiginoso desarrollo tecnológico que se ha producido en el último siglo deja al humanismo sin respuestas adecuadas ante la aparición de máquinas (entidades sin almas) cada vez más poderosas y parecidas a los hombres (y no sólo por sus envolturas antropomórficas). El corsario, ejemplificó Peter Sloterdijk, sabía dónde acababa su cuerpo y empezaba el gancho; con las nuevas prótesis esa distinción se complica y con el desarrollo bio-tecnológico dejará de tener sentido.
Frente a la histeria anti-tecnológica que piensa que tenemos que desarrollarnos al margen de las máquinas, Sloterdijk cree que es necesario relacionarse con ellas y asumir que es imposible vivir en un entorno construido y habitado sólo por humanos. A partir del ejemplo de Andy Warhol que, con una actitud pretendidamente provocadora, aseguró que había decidido mantener un idilio con su aparato de radio38, Sloterdijk abogó en la conclusión de su conferencia por una especie de poligamia entre hombre y tecnología, afirmando que "tenemos que casarnos con las máquinas con las que compartimos nuestras vidas". El post-humanismo concibe al hombre (y no sólo al hombre contemporáneo) como un equipo técnico y y cree que las nuevas herramientas tecnológicas pueden promover un pensamiento en comunidad (no sólo humana). Según Peter Sloterdijk hay que prescindir de una interpretación (humanista) del mundo estructurada sobre la dicotomía sujeto-objeto, porque "los hombres necesitan relacionarse entre ellos pero también con las máquinas, los animales, las plantas..., y deben aprender a tener una relación polivalente con el entorno".
Sloterdijk aboga por una especie de poligamia entre hombre y tecnología, afirmando que "tenemos que casarnos con las máquinas con las que compartimos nuestras vidas".39 El post-humanismo concibe al hombre (y no sólo al hombre contemporáneo) como un equipo técnico y cree que las nuevas herramientas tecnológicas pueden promover un pensamiento en comunidad (no sólo humana).
En la teoría de las Esferas, Sloterdijk habla de la esfera como un instrumento morfológico que permite reconstruir el éxodo del ser humano de la simbiosis primitiva al tráfico histórico-universal en imperios y sistemas globales como una historia coherente de extraversiones; ella reconstruye el fenómeno de la gran cultura como la novela de la transferencia de esferas desde el mínimo íntimo, el de la burbuja dual, hasta el máximo imperial, que había que representar como cosmos monádico redondo. Desde la primera esfera en la que estamos inmersos, con “la clausura en la madre”, todos los espacios de vida humanos no son sino reminiscencias de esa caverna original siempre añorada de la primera esfera humana. El filósofo comienza así su relato desde la primera esfera en que estamos inmersos, con la “clausura de la madre”. Pertenece al drama de la vida el que siempre haya que abandonar espacios animados, en los que uno está inmerso y seguro, sin saber si se va a encontrar en los nuevos un recambio habitable. El primer traslado, exilio o extrañamiento, el primer acto del drama, pues, sucede con el nacimiento. ¿A dónde venimos cuando venimos “al mundo”?, pregunta Sloterdijk. El modo de afrontar el mundo fuera del seno materno viene determinado de manera difícilmente analizable por los restos de memoria prenatales. “Todos hemos habitado en el seno materno un continente desaparecido, una íntima Atlántida que se sumergió con el nacimiento, no en el espacio, desde luego, sino en el tiempo, por eso se necesita una arqueología de los niveles emocionales profundos”40.
Así, acaso haya que comprender que el niño mismo –su ser o subjetividad–, que nace con un primer grito, es la expansión súbita de una cámara de eco, una nave donde resuenan a la vez lo que arranca y lo que lo llama, poniendo en vibración una columna de aire, de carne, que suena en sus embocaduras: cuerpo y alma de alguien nuevo, singular. Uno que llega a sí al escucharse dirigir la palabra, así como al escucharse gritar (¿responder al otro?; ¿llamarlo?) o cantar, siempre y cada vez, en cada palabra, gritada o cantada, exclamando como lo hizo al venir al mundo41.
La medicina como actividad artesanal destinada al cuidado y eventual curación de las personas siempre tuvo límites, pero el final de la vida llegaba por factores externos alejados de una decisión cercana de efectos inmediatos y directos. Ahora, y como resultado del progreso tecnológico, la posibilidad del manejo de la función vital influye en la determinación y el tiempo de muerte. De alguna forma se ha producido una suerte de asalto tecnológico a la disponibilidad de los individuos sobre su propia muerte. Este asalto ha dado lugar a la medicalización de la muerte, obligando, como se ha visto, incluso a cambiar su definición a través de la adopción del criterio de muerte cerebral. Por otra parte, hoy la muerte no sólo es técnicamente controlable y administrable, sino que resulta en cierta forma negociable. La dramática situación actual de los recursos destinados a la salud lleva a que se establezcan criterios para decidir qué enfermedades se tratan y cuáles no. Si la muerte es técnicamente controlable y administrable e incluso negociable, cabría preguntarse ¿Qué no lo es? En una época de estas características, adquiere mucho sentido aquella invitación sloterdijkiana a ponernos en manos de las nuevas antropotecnologías como nueva y mejorada estrategia de domesticación y crianza de esta “humanidad” “post-humanística”.
Cuando Jean-Luc Nancy en El intruso nos relata aquel acontecimiento biográfico donde analiza su propio trasplante de corazón, el filósofo francés nos dice que “el intruso no es otro que yo mismo”, es decir, que “el ser humano es -justamente- la apertura del otro en él mismo”42. “En la vivencia disociada del trasplantando la identidad vacía de un “yo” ya no puede reposar en su simple adecuación de identidad, generando así una relación completamente nueva con lo otro, y en especial con ese otro técnico en el proceso de trasplante”43. La identidad constituida a partir del círculo solipsista y claustrofóbico de un yo afincado en la mismidad de la interioridad subjetiva ya no es posible. Así la metamorfosis del cuerpo es, en definitiva, metamorfosis de la subjetividad. La intrusión es, de alguna manera, matriz ontológica de toda su filosofía: es la presencia clandestina, la presencia “no natural”. Y es que en un punto el pensamiento de Nancy es la filosofía del artificio “de origen”, la filosofía de la prótesis o del suplemento, de lo incorporado, de lo adicional y por lo tanto de las antropotecnologías.
El cuerpo engulle alimentos elaborados agrotecnológicamente; se somete a trasplantes, admite prótesis esbozadas para servirle de extensión. La morfología y la anatomía se encuentran en la mesa de disección de la biotectología, que trabaja a partir de la fatiga del material humano, de la deriva identitaria de los cuerpos. El hombre que ha dejado de ser humano, para adentrarse en una condición post-humana, el trasplantado, el cyborg, el androide -con referencias a la cópula animal-máquina o, tal vez se trate de máquinas célibes, de injertos, prótesis e implantes en las fronteras entre lo natural y lo artificial. Operando desde las imágenes la desestabilización del cuerpo como un híbrido difícil de precisar, estas operaciones develan al sujeto contemporáneo en su radical alteridad, en el límite de no ser ya él mismo, sin intimidad posible, volcado hacia las formas de la exterioridad. La verdad del sujeto es su exterioridad y su excesividad: su exposición infinita, el cuerpo volcado hacia fuera.
Como podemos notar, Nancy nos da una perspectiva antropológica que, enfocándose en la carne y el “intruso”, nos abre a una nueva relación (y no bidimensional) con lo que la tradición ha llamado objeto (técnico, máquina) en distinción del sujeto soberano y amo de estos objetos. Sin embargo, para Sloterdijk no se trata de un hombre que ha dejado de ser humano, sino de una consideración del humano “no humanística”, y tampoco se trata de trabajar entre las fronteras de lo natural y lo artificial, ya que de hecho, en una filosofía post-humanística no existe una distinción clara entre una y la otra, e incluso es conveniente que no exista. Nos dice Sloterdijk al respecto:
“Una de las motivaciones más profundas detrás de la así llamada errancia de la humanidad histórica, puede ser descubierta en el hecho de que los agentes de la era metafísica evidentemente se aproximaron a los entes con una falsa descripción. Dividen a los entes en subjetivos y objetivos, y colocan el alma, el yo y lo humano en un lado, y la cosa, el mecanismo y lo inhumano, en el otro.”44
Esta ontología del cuerpo nos trae interesantes y polémicos cuestionamientos acerca de las prácticas médicas de “supervivencia artificial”, o si se quiere, de “pseudo-supervivencia”. Si el intruso soy yo mismo, como nos sugiere Nancy, soy también entonces el oxígeno de la respiración mecánica, soy las drogas vasoactivas, así como también los antibióticos sobre la infección. Esto se mueve dentro de un dilema ético donde las limitaciones de las intrusiones terapéuticas se nos vuelven casi imperceptibles. No se trata de delimitaciones tácitamente acordadas en vistas a evitar problemas médico-legales a los médicos, el principal problema es de orden moral; en una ontología del cuerpo como la de Nancy, ¿cómo podríamos saber en qué momento debe dejar de aplicarse estas antropotecnias médicas? Soy las antropotecnias médicas, soy la droga que se me hace consumir, soy el oxígeno de la bombona de oxigenación, soy todo aquello que me conserva de alguna forma con signos vitales, soy también el placer y el dolor. Ante una ontología de estas características, ¿cómo entablar una definición de “muerte digna”? No soy ajeno a aquello que me conserva con vida (o en todo caso, se es pura ajenidad, pura exposición) ¿bajo qué principio ético se me priva de aquello que también soy?
Cuando comenzaron a aparecer los métodos de soporte vital, principalmente el respirador, los médicos se encontraron con que tenían pacientes que eran ventilados artificialmente, pero que sufrían cuadros neurológicos absolutamente irreversibles. Lentamente, las unidades de cuidados intensivos estaban comenzando a poblarse de un nuevo tipo de pacientes: personas que jamás recuperarían la conciencia, pero que podían ser mantenidas con vida artificialmente durante décadas. Sucede que por aquel entonces estaba aún vigente la idea tradicional de muerte, que la asocia al cese de la actividad cardíaca y respiratoria. Desde cierta perspectiva mantener con vida a estos pacientes representaba tanto una prolongación injustificada del sufrimiento de sus familiares que asistían a una agonía eternizada, como un acaparamiento inconducente de recursos monetarios y de infraestructura hospitalaria. Ante esta nueva perspectiva, fue estrictamente necesaria la reformulación del concepto de muerte. Sin embargo, estas nuevas conceptualizaciones de la muerte sirvieron más bien para usar al paciente “pseudo-vivo”, como material para la supervivencia de otro paciente con más posibilidades de vida: “La definición de muerte cerebral es un artificio de técnica -opina el doctor Mainetti- tiene por único fin introducir la posibilidad de retirar un soporte vital y dar por muerta a una persona a la que se mantiene con vida sin ningún sentido, abriendo así la posibilidad de utilizar sus órganos para un trasplante”. Será pertinente preguntarse desde una perspectiva Nancyana en qué momento “el corazón del otro es mi corazón”.
Se visualiza en las últimas décadas una aceptación progresiva de disponer la abstención y/o el retiro del soporte vital en pacientes con evolución irreversible para permitir su muerte. Existen casos de pacientes críticos en los que se visualiza la necesidad de establecer límites en la asistencia médica. Sin embargo, La postura de Nancy polemiza esta cuestión, y su onto-antropología vuelve las limitaciones de estas tecnologías médicas terriblemente difícil de esclarecer. El tema central es que en estos casos la muerte resulta ligada a las decisiones (acciones u omisiones) que se toman en el ámbito asistencial sobre el soporte vital. Estas decisiones constituyen por sí mismas ese límite y marca el comienzo de toda una época de ‘muerte intervenida’ por oposición a la muerte natural hoy casi desconocida y olvidada por inexistente. Es en virtud de ello que dentro de la expresión ‘muerte intervenida’, utilizada primariamente para describir las acciones de abstención y retiro habituales en terapia intensiva, se incluye también a la muerte cerebral, esto como hito histórico fundamental. Esta intromisión de las biotecnologías en las fronteras de la vida y la muerte, termina de evidenciar que vivimos en una era posthumanística. Nancy nos dice al respecto:
“La humanidad moderna hizo del voto de supervivencia y de inmortalidad un elemento en un programa general de dominio y posesión de la naturaleza. Programó de este modo una ajenidad creciente de la naturaleza. Reavivó la ajenidad absoluta del doble enigma de la mortalidad y la inmortalidad. Elevó lo que representaban las religiones a la potencia de una técnica que empuja más lejos el final en todos los sentidos de la expresión: al prolongar el plazo, despliega una ausencia de fin. ¿Qué vida prolongar, con qué finalidad? Diferir la muerte es también exhibirla, subrayarla”45.
En la biomedicina actual se produce una “molecularización”, gracias al uso de nuevas tecnologías de visualización, la visión del cuerpo se descompone y se manipula a niveles cada vez más específicos, ya no sólo a nivel de diferenciación de los órganos, sino a nivel molecular. El origen de esta representación del cuerpo debe buscarse en el paradigma abierto por la medicina clínica que emergió en el siglo XIX. Un cuerpo que devino perfectamente visible y tangible [mensurable] en las disecciones post mortem y en los atlas anatómicos de la época.
La intervención que ya había sido posible, por ejemplo, a nivel de los elementos de la reproducción (esperma, óvulo, embrión), ahora es factible también a nivel molecular, por ejemplo con las proteínas, las moléculas, las células, o con los fragmentos de ADN.
Actualmente, estos elementos primarios de la vida se pueden aislar y estabilizar, pueden almacenarse en biobancos o transportarse de un laboratorio a otro. Se pueden variar sus propiedades e, incluso, eliminar sus vínculos con un organismo particular para poder ser transferidos a otro organismo, o a otra especie. Así se han creado toda una serie de nuevos canales por donde pueden circular los constituyentes fundamentales de la vida. A través, pues, de esta 'biopolítica -molecular' todos los elementos primarios de la vida son movilizados, remoledados y gestionados.
Esta nueva "biopolítica molecular" reconfigura y gestiona nuevas y desconocidas formas de la vida. Lo que resulta inquietante de la proliferación de técnicas de autotransformación y “optimización de la vida”, es que estas se manifiestan en el interior de una cultura de mercado y de consumo, regidas por sus particulares 'lógicas' del lucro y “éticas indoloras” propias de las nuevas sociedades 'democráticas'. En las sociedades del liberalismo avanzado, para el ciudadano, la salud ha devenido una especie de imperativo moral y, desde una actitud de responsabilidad y de prudencia biológica, busca constantemente prevenir o administrar los riesgos vitales que pueden amenazarla, mientras intenta aplicar fórmulas que sirvan para explotar al máximo todo el potencial inherente a su individualidad somática. Nuestras nuevas demandas en estas áreas de salud “cosmética” nos sitúan más como clientes que como pacientes, unos clientes a los que, en muchos casos, no les moviliza tanto la necesidad médica cuanto las tendencias de consumo que predominan en la sociedad neoliberal.
Aquí habría que destacar el papel que estan desempeñando toda una serie de nuevas "tecnologías de optimización". Hoy ya es posible imaginar que los procesos vitales pueden ser reconfigurados en vistas a maximizar su funcionamiento y sus resultados.
Anteriormente parecía que la vida estaba atrapada en el interior de un proceso natural inamovible. La medicina se proponía entonces frenar, o curar, las anormalidades, es decir, intentaba restablecer la norma vital natural. Pero para los nuevos conocimientos biomédicos, estas normas aparecen abiertas a la modificación y a la alteración. Pensemos, por ejemplo, en las nuevas técnicas hormonales que permiten fecundar a mujeres menopáusicas, o en los medicamentos, como el viagra, que potencia la función erectil y reconfigura nuestra visión del envejecimiento.
El hecho es que, desde la genética, hoy es posible, por ejemplo, tratar a las personas en la fase pre-sintomática, es decir, cuando aún no tienen ninguna disfunción, pero son consideradas como suceptibles de enfermar en el futuro. De esta forma, tratando a los llamados "pre-pacientes", se puede modificar la vida futura actuando sobre la vida presente. El futuro se convierte así en objeto de intervención y de cálculo, mientras lo biológico parece adquirir, cada vez más, una condición de total contingencia. Estas tecnologías de optimización abren la posibilidad de que los procesos vitales puedan ser reconfigurados para maximizar sus potencialidades. El saber biomédico ya no pretende sólo buscar remedios para nuestras enfermedades, sino que también pone a nuestra disposición medios para intentar corregir y mejorar lo que somos. En esta misma línea, también resulta significativa, la búsqueda de nuevas drogas que tienen como objetivo sacar el máximo rendimiento de las funciones de la mente -desde la potenciación de la inteligencia y la memoria, hasta la mejora de la calidad de nuestros estados de ánimo.
Con frecuencia, y en razón que se está plenamente convencido de que la muerte es una magnitud abrumadora imposible de manejar y de pensar, ha sido reducida a toda una serie de pequeños problemas técnicos y biomédicos, que se creen fácilmente manejables y controlables: arritmia, respiración, tumores, virus, deficiencias circulatorias, etcétera. Parece como si la praxis médica hubiese llegado a la conclusión de que por el simple hecho de la aplicación de los últimos avances tecnológicos de la medicina a las supuestas causas de una determinada enfermedad ya resultara posible el aniquilamiento definitivo de la misma muerte. Ahora bien, no hay duda de que, en este proceso moderno de continuada deconstrucción de la mortalidad, el mismo morir ha sido conducido a un callejón sin salida, en el que los moribundos se encuentran mortalmente atrapados, sin posibilidades de una muerte digna y humanamente significativa. Resulta muy evidente que se ha llegado a una situación verdaderamente paradójica: por una parte, la tecnología médica, con todas sus variadas y sofisticadas tecnologías a base de ventilaciones mecánicas, trasplantes de órganos, uso de fármacos potentísimos y mil variadas cirugías que, “mecánicamente”, pueden mantener en vida indefinidamente la máquina corporal; y, por otra, un comprensible, aunque, a menudo, imprudente clamor público a favor del suicidio (eutanasia) médicamente asistido como única alternativa a un sufrimiento ignominioso, también médicamente asistido46.
Hace menos de cuarenta años atrás no se hacían trasplantes, y sobre todo, no se recurría a la ciclosporina, que protege contra el rechazo del órgano trasplantado. Dentro de veinte años seguramente se practicarán otros trasplantes, con otros medios. Se produce un cruce entre una contingencia personal y una contingencia en la historia de las técnicas. Antes, ya habríamos muerto; más adelante seríamos, por el contrario, unos sobrevivientes. Pero siempre ese “yo” se encuentra estrechamente aprisionado en un nicho de posibilidades técnicas. Por eso es vano el debate entre quienes pretenden que sea una aventura metafísica y quienes lo conciben como una proeza técnica: se trata por cierto de ambas, una dentro de otra.
Ahora bien, la posibilidad del rechazo nos instala en una doble ajenidad: por una parte, la del corazón trasplantado, que el organismo identifica y ataca en cuanto ajeno; por otra, la del estado en que la medicina instala al trasplantado para protegerlo. Deduce su inmunidad para que soporte al extranjero. Lo convierte, entonces, en extranjero para sí mismo, para esta identidad inmunitaria que es un poco su firma fisiológica.
Los enfermos aparecen como “seres separados”, una de cuyas características más relevantes es la “apostasía de los órganos” que experimentan, los cuales, entonces, constituyen una especie de carne que se emancipa de la “normalidad” de la vida cotidiana. En una sociedad en la que la “medicina de los órganos” ha suplantado a la “medicina de las relaciones” (Galimberti), los moribundos no pueden ser adaptados a la lógica triunfante de la productividad y, por eso mismo, se les coloca definitivamente en la “vía muerta”, son material de desguace. Por todo esto resulta muy comprensible que, en la actualidad, en una sociedad que a causa de su envejecimiento galopante cada vez más se parece a un gigantesco geriátrico, el morir, la ayuda a los moribundos, la eutanasia, el suicidio y el alargamiento artificial de la vida se hayan convertido en temas candentes que dan lugar a las tomas de posición más radicales, opuestas y autoexcluyentes.
El cuerpo ha dejado de ser algo natural. Nancy intenta dar cuenta del lugar que ocupa el cuerpo –como espacio de experimentación y metamorfosis– en el imaginario y la hermenéutica de la alteridad. Nancy interroga no por cuerpos producidos por la autoproducción del espíritu y su reproducción –que por lo demás sólo puede producir un cuerpo, una sola imagen visible de lo invisible–. Sí, en cambio por “un cuerpo que se da multiplicado, multisexuado, multifigurado, multizonal, falo y áfalo, céfalo y acéfalo, organizado inorgánico, cuerpos así creados, es decir, viniendo y cuya venida espacia cada vez el aquí, el ahí.”47
El cuerpo pierde así sus dimensiones, su capacidad representativa para acoplarse indiferenciadamente con nuevas máquinas y nuevas sustancias (psicotrópicas) transformándose en un híbrido biológico-químico. Dando paso a la posibilidad de pensar en un cuerpo fragmentado, en un cuerpo cuyos órganos se hayan emancipado, en lo que Deleuze y Guattari llamaron un Cuerpo Sin Órganos48.
Para Deleuze y Guattari no es posible acceder al cuerpo sin Órganos, él es un límite. Sin embargo él ya se avizora -ya nos asomamos- y -de algún modo- ya estamos en él. El cuerpo sin Órganos está en marcha: los órganos destruidos en el cuerpo hipocondríaco; los órganos atacados por influjos, pero también reconstituidos por energías exteriores en el cuerpo paranoico; la lucha interior activa librada contra los órganos, y que acaba en la catatonia, en el cuerpo esquizofrénico; podemos así visualizarlo proyectivamente arrastrándose todavía amorfo, “tanteando como un ciego o corriendo como un loco, viajero del desierto y nómada de la estepa. En él dormimos, velamos, combatimos, vencemos y somos vencidos, buscamos nuestro sitio, conocemos nuestras dichas más inauditas y nuestras más fabulosas caídas, penetramos y somos penetrados, amamos”49. El cuerpo sin órganos es así un conjunto de prácticas para lograr desprenderse del cuerpo. El cuerpo sin órganos sólo puede estar poblado por intensidades de dolor. Sólo las intensidades pasan y circulan50.
El cuerpo es para Nancy una certidumbre confundida, hecha astillas. Para Nancy, las manifestaciones del cuerpo, sus vibraciones, su anatomía como destino y su morfo-fisiología, las situaciones de posibilidad de los gestos, son aquellas que nos graban y otorgan no sólo una posición ética, sino también, y esencialmente, estética en la constitución de nuestra subjetividad. Fuerza, la galanura, el arrojo o el júbilo no sólo responden a un modo ético, sino que originariamente son imágenes estéticas que suministran los cuerpos. El cuerpo, así deliberado, se asienta como comportamiento y gesto, como ethos y pathos. Se presenta, por lo tanto, una complejización de la representación del cuerpo en la era del trasplante y los injertos, donde aquello que se es, se disecciona y al mismo tiempo se abre a lo otro siendo sí mismo. La eclosión de las nuevas tecnologías no sólo está conformando nuevas formas de subjetividad, (aunque Sloterdijk en vez de hablar de una “nueva subjetividad”, prefiera hablar de una “deriva biotecnológica a-subjetiva”) sino también, y esto es lo más provocador, una 'nueva carne'. El cuerpo, (y por lo tanto el hombre) ha dejado de ser algo natural. Proliferan los implantes y los injertos en un rediseño paroxista del cuerpo humano, sometido ya no sólo a la auscultación, sino a su hibridación, fragmentación e incluso a su vaciamiento. El cuerpo ha dejado de ser algo natural. Nancy intenta dar cuenta del lugar que ocupa el cuerpo –como espacio de experimentación y metamorfosis– en el imaginario y la hermenéutica de la alteridad. Aquí el viejo modelo cartesiano de identidad fija y sustantiva del hombre parece desvanecerse. Se cuestiona el dualismo cartesiano mente-cuerpo, proponiendo una suerte de indisolubilidad entre los dos términos al interior de la inmanencia del deseo y de sus conexiones maquínicas.
Muchas de las pestes y enfermedades que diezmaban a grandes porciones de la población mundial han sido controladas, otras tantas comienzan a surgir. Al mutar nuestro entorno, al modificarse nuestros modos de vida y -como resultado- nuestros propios cuerpos, nos enfrentamos a nuevos e inesperados males, los que se ciernen sigilosos desde la zona muda.
No es absurdo suponer que el exterminio del hombre comienza con el exterminio de sus gérmenes51. Tal como es, con sus humores, sus pasiones, su sexo, sus fluidos y secreciones, el propio hombre no es más que un sucio y pequeño germen, un virus irracional y aleatorio que altera y pone a su mundo en estado de alerta permanente. La posibilidad de la avería, la latente potencia viral, epidémica y virulenta generan nuestras prótesis protectoras, nuestras fantasías genéticas como sistemas de defensa inmunológicos. La muerte, tal como la describe Jean-Luc Nancy, es la devoradora que asoma su peor faz en esa bestia tufosa que llamamos cáncer: un linfoma del que nunca habíamos notado más que su eventualidad, señalada en el prospecto de la ciclosporina52. Un intruso cuya irrupción obedece a alguna baja inmunitaria o la locura expansiva de alguna célula. El cáncer es el rostro estragado del intruso. Extraño a nosotros mismos en él nos enajenamos y esto con independencia a la naturaleza exógena o endógena de los fenómenos cancerosos. La imaginación resulta inútil para todas las posibilidades que alberga este trance, todas nuestras maneras de referirnos a él están viciadas.
El tratamiento exige una intrusión violenta. Incorpora invasivas quimio y radioterapias. Al mismo tiempo que el linfoma roe el cuerpo y lo agota, los tratamientos lo atacan y lo debilitan. Aun la morfina, que calma los dolores, provoca otro sufrimiento: el embrutecimiento y el extravío. El tratamiento más elaborado se denomina “autotrasplante” (o “trasplante de células madre”): después de haber vuelto a activar la producción linfocitaria por medio de “factores de crecimiento”, durante cinco días seguidos extrae glóbulos blancos (se hace circular toda la sangre fuera del cuerpo y los extraen mientras esta circula). Los congelan. Luego el paciente es puesto en una cámara estéril durante tres semanas donde le aplican una fuerte quimioterapia, que deprime la producción de la médula antes de reactivarla mediante el reimplante de las células madre congeladas (sobrevuela un extraño olor a ajo durante este procedimiento...). La baja inmunitaria llega a niveles extremos y genera fuertes fiebres, micosis, trastornos en serie, antes de que la producción de linfocitos se recupere53. Aquí, en El intruso este raro ensayo de extracción netamente autobiográfica, Jean-Luc Nancy cuenta y analiza su propio trasplante de corazón. Más allá de las previsibles preguntas sobre la técnica y su relación con el hombre, Nancy no sólo se permite el uso robusto de la primera persona, sino que no evita formas cursis. “Un corazón que late a medias es sólo a medias mi corazón”, escribe en un momento.
Se sale desorientado de la aventura. Uno ya no se reconoce: pero “reconocer” no tiene ahora sentido. Uno no tarda en ser una mera fluctuación, una suspensión de ajenidad entre estados mal identificados, dolores, impotencias, desfallecimientos. La relación consigo mismo se convierte en un problema, una dificultad o una opacidad: se da a través del mal o del miedo, ya no hay nada inmediato, y las mediaciones cansan.
Aquí también cabe preguntarse ¿Qué es lo que acontece en la vivencia disociada del trasplantando? De quien ha recibido el corazón de otro. A partir de la experiencia del trasplantando narrada por el propio J-L. Nancy es posible explorar las implicaciones de su tesis que “el intruso no es otro que yo mismo”, esto es, que “el ser humano es –justamente– la apertura del otro en él mismo”. La identidad vacía de un “yo” ya no puede reposar en su simple adecuación de identidad, cuando se enuncia: “yo sufro” se implican dos yoes extraños uno al otro (pero que sin embargo se tocan). En este “yo sufro” escindido, un yo rechaza al otro54. Yo termino/termina por no ser más que un hilo tenue, de dolor en dolor y de ajenidad en ajenidad. Se llega a cierta continuidad en las intrusiones, un régimen permanente de la intrusión: a la ingesta más que cotidiana de medicamentos y a los controles en el hospital se agregan las consecuencias dentales de la radioterapia, así como la pérdida de saliva, el control de los alimentos y el de los contactos contagiosos, el debilitamiento de los músculos y de los riñones, la disminución de la memoria y de la fuerza para trabajar, la lectura de los análisis, las reincidencias insidiosas de la mucositis, la candidiasis o la polineuritis, y esa sensación general de no ser ya disociable de una red de medidas, de observaciones, de conexiones químicas, institucionales, simbólicas, que no se dejan ignorar como las que constituyen la trama de la vida corriente y, por el contrario, mantienen incesante y expresamente advertida a la vida de su presencia y su vigilancia. Soy ahora indisociable de una disociación polimorfa.
No hay enfermedades o, si se quiere, no tenemos enfermedades, lo que hay son enfermos. “Soy la enfermedad y la medicina, soy la célula cancerosa y el órgano trasplantado, soy los agentes inmunodepresores y sus paliativos, soy los ganchos de hilo de acero que me sostienen el esternón y soy ese sitio de inyección cosido permanentemente bajo la clavícula, así como ya era, por otra parte, esos clavos en la cadera y esa placa en la ingle”55. La tentación que constantemente asedia al enfermo es el llegar a creer que él mismo como enfermo es la enfermedad. No hay duda de que nunca tenemos plena conciencia de lo que es la salud si no es en relación con la enfermedad.
Schopenhauer consideraba al dolor como fuente de autoconocimiento y axioma de la existencia. En el sufrimiento, esa experiencia que vuelve corpóreo lo dado por supuesto, se abre un punto ciego, o uno de los mayores puntos ciegos de la construcción de lo sensible. Hacer corpóreo el cuerpo y hacer corpórea el alma es una de las virtudes del dolor. Hacer corpóreo es encarnar: hacer carne, como metáfora, implica el máximo grado de internalización o el punto máximo de tensión de una sensibilidad puesta contra la pared. Del dolor no hay escapatoria: no importa cuántos paliativos la modernidad haya inventado para reducirlo al punto mínimo, el instante. La modernidad cierra la puerta al dolor, o se sitúa frente a él en una perpetua línea de fuga, pero como el más compartido de los males, el dolor insiste en abatir al dualismo que jaquea desde hace siglos a la cultura occidental56.
En la posmodernidad “la enfermedad se convierte en el resumen patético del nihilismo europeo”57. Resulta evidente que la enfermedad, como el resto de factores de desequilibrio, “fustiga y aporta un elemento de tensión y de conflicto”. Mientras disfrutamos de buena salud, no existimos o, más precisamente, no sabemos experimentalmente que existimos.
La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino o país de los sanos y la del reino de los enfermos58. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar:
Hay sólo dos países: el de los sanos y el de los enfermos
por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad
pero, a la larga, eso no tiene sentido
Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes
seguiremos unidos, hasta la muerte
separadamente unidos
Con los enfermos cabe una creciente complicidad
que en nada se parece a la amistad o el amor
(esas mitologías que dan sus últimos frutos a unos pasos del hacha)
Empezamos a enviar y recibir mensajes de nuestros verdaderos conciudadanos
una palabra de aliento
un folleto sobre el cáncer59
Al mutar nuestro entorno, al modificarse nuestros modos de vida y -como resultado- nuestros propios cuerpos, nos enfrentamos a nuevos e inesperados males, los que se ciernen sigilosos desde la zona muda.
"Nada tiene que ver el dolor con el dolor / nada tiene que ver la desesperación con la desesperación / Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas / No hay nombres en la zona muda"60.
Los enfermos se enfrentan a nuevos males, son evitados por sus amigos y familiares, nadie llama por su nombre al cáncer, porque se le supone obscena tanto a la palabra como al misterio repugnante que connota, es así que en el murmullo lejano se deja entrever la trama de malos augurios, que se ciernen sigilosos sobre aquel que contrajo la peste. “Verbalmente, no me entero de nada concreto”; escribía Kafka a un amigo, en abril de 1924 desde el sanatorio en que moriría dos meses más tarde, “cuando se discute de tuberculosis... todos se expresan de manera tímida, evasiva, mortecina”61. La apostasía de los órganos –afectados por este particular “tumor melancólico”62 que corroe lenta y secretamente– no puede ser sino una especie de emancipación de la “normalidad” de la vida.
La enfermedad siempre procede de una especie de autoobjetivación, da lugar a unos inacabables procesos descriptivos con la finalidad de ceñirla, acotarla y, de esta manera, poder combatirla mejor en la imaginación y en la realidad. Hans-Georg Gadamer escribe: “Casi me atrevería a afirmar que, en su esencia, la enfermedad constituye un “caso”, un azar imprevisto e imprevisible, una casualidad que irrumpe de repente en el entramado de la vida cotidiana”63. Y este “caso” que es la enfermedad, localizada en un miembro concreto del cuerpo, acostumbra a “separarse”, a desvincularse, de la persona concreta, y se trata como una pieza autónoma que hay que reparar, corregir o eliminar. Es una evidencia que la conceptualización de la enfermedad –el cuerpo enfermo– es una construcción histórico-cultural.
En el transcurso de la vida el cuerpo se desvanece. Infinitamente presente en tanto soporte inevitable, la carne del ser-en-el mundo del hombre está, también, infinitamente ausente de su conciencia. El estado ideal lo alcanza en las sociedades occidentales en las que ocupa el lugar del silencio, de la discreción, del borramiento, incluso del escamoteo ritualizado, es así que Georges Canguilhem define el estado de salud como “la inconsciencia que el sujeto tiene de su cuerpo”; "la salud es la vida en el silencio de los órganos"64, como señala Hans-Georg Gadamer, “la salud se manifiesta cuando escapa de nuestra atención”65. Citas habituales transmiten, como si fuese un lapsus, cuán necesario es, socialmente, el borramiento del cuerpo en la vida de cada día, como la “salud” está basada en una represión del sentimiento de encarnación sin el que, sin embargo, el hombre no existiría. Como si la conciencia del cuerpo fuese el único lugar de la enfermedad, y sólo su ausencia definiera la salud. En estas condiciones, uno apenas se atreve a recordar que el cuerpo es, sin embargo, el soporte material, el operador de todas las prácticas sociales y de todos los intercambios entre los sujetos. Que ocultar el cuerpo sea signo de salud muestra, con toda la fuerza de la evidencia, que la discreción se impone por sobre las manifestaciones tendientes a recordarle al hombre su naturaleza carnal.
2011
Fecha de presentación: 5 de noviembre de 2011
Fecha de aprobación 12 de diciempre de 2011