A lo largo de la historia el hombre se ha concebido a sí mismo de diversas maneras y desde cierto momento en adelante a la filosofía occidental le ha cabido un papel señero. En lo que sigue exploraremos estas concepciones, y esto naturalmente puede dar lugar a una contribución a la antropología filosófica tradicional. Si se trata de concepciones filosóficas del hombre, ello nos muestra una mirada distinta que dirigimos al hombre que lo que puede hacer especialmente la antropología cultural o las diversas ciencias humanas y sociales. La antropología cultural, en particular de acuerdo a como la ha desarrollado Mircea Eliade, podemos reconocer como el estudio sobre el modo de ser del hombre arroja una clara concepción de aquellos tiempos, a saber lo que corresponde al homo sacer, hombre sagrado, el cual corresponde más precisamente a un hombre regido por arquetipos, que expresan mitos, relatos y narraciones que le dan un sentido a cuanto hace y que está rememorando permanentemente a través de sus rituales.
Estamos aquí ante la primera concepción, sobre todo prehistórica y milenaria del hombre, la cual es anterior al nacimiento de la filosofía.
A ella le sigue posteriormente la concepción del animal racional, que viene a ser un resultado de la naciente filosofía occidental, la filosofía griega, y esta concepción del hombre ha sido expresamente sostenida por Aristóteles, pero se encuentra ya tácitamente presente en Platón, Sócrates y en filósofos anteriores.
Entre la primera y la segunda de estas concepciones, estamos de cara a la mayor transformación que haya sufrido la humanidad hasta ahora, que corresponde al tránsito del mito al logos, a la razón, sucediendo desde entonces que nos encontramos en el estadio del logos hasta nuestros días, sin siquiera poder avizorar a futuro que esta situación pudiera modificarse, y ello aunque la razón en este largo proceso haya acabado desvirtuándose, en la medida en que se ha vuelto instrumental, y estaría en nuestro tiempo más que nada al servicio de los poderes fácticos, como ya lo comenzara a detectar Max Weber y luego desarrollara más ampliamente este punto la Escuela de Frankfurt, y en particular en el libro Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer. En algún sentido esta razón instrumentalizada nos tiene ante el fenómeno del calentamiento global y el problema del “fin de la historia” ha pasado a ser también un tema filosófico capital.
Consideramos que las concepciones del ser humano son fundamentalmente once. Para nada más que enumerarlas, se trata de considerar que el hombre se ha concebido como:
1. Homo sacer u hombre regido por arquetipos.
2. Animal racional, que obedece a una concepción antropológica cosmocéntrica.
3. Homo viator u hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, que supone una concepción antropológica teocéntrica. El hombre medieval se concibió preferentemente como homo viator, como que se encuentra en este mundo en tránsito y cuya tarea es seguir el camino del Señor, como un camino de salvación.
4. Centro, que se traduce en una concepción antropocéntrica. El hombre se entiende aquí como el centro del universo, y ello da inicio al mismo tiempo a lo que conocemos como modernidad. Su iniciador es Descartes y está concepción antropológica es completada y radicalizada por Kant y su planteamiento que sostiene que el sujeto regula y modifica al objeto.
5. Sujeto finito. Esta concepción podría decirse que se inicia con Kant y habrá de tener su culminación en Jaspers y Heidegger. En Las palabras y las cosas Foucault hace notar cómo al hombre le ha costado sobremanera “aterrizar” en su finitud y un primer paso está dado por Kant, al menos en lo que atañe al reconocimiento de la finitud del conocimiento y las posibilidades de la razón.1
6. Sujeto absoluto, que está concebido en el idealismo alemán. En particular, si lo vemos desde Fichte, se trata de cómo el yo se maximiza hasta tal punto que todo lo otro pasa a ser “no-yo”, el mundo y la sociedad, lo que tiene el alcance de la tarea por realizar por parte del yo.
7. Sujeto activo, concepción también representada particularmente por Fichte, a la que se agrega Marx. La relación entre razón teórica y razón práctica, decisiva en Kant, experimenta con Fichte un vuelco hacia el primado de la razón práctica. Los contenidos de la razón teórica, sus representaciones, únicamente se justifican en la medida en que la razón práctica los hace realidad, los lleva a la acción. En cuanto a Marx, el hombre es concebido ante todo como trabajador.
8. Sujeto volitivo. Con Schopenhaer y posteriormente con Nietzsche la prerrogativa tradicional de la razón es puesta en cuestión. La determinación fundamental, tanto en el ámbito metafísico como antropológico, es la voluntad. En Nietzsche la voluntad es entendida específicamente como voluntad de poder, y no sólo el hombre, sino la vida es voluntad de poder.
9. Sujeto singular o sujeto templado individualmente. Con Kierkegaard se inicia una concepción nueva del hombre, de acuerdo a la cual el sujeto se singulariza, es considerado singularmente. Lo que interesa ahora es la mirada dirigida a éste como un sujeto que está templado afectiva y anímicamente de modo individual, único e irrepetible. Aquí no se trata más del hombre en términos de una abstracción.
10. Proyección. Con Jaspers y Heidegger el hombre es concebido como poder-ser, posibilidad y proyección. Independientemente de las distinciones entre los desarrollos de uno y otro pensador, se trata aquí de que lo dado del hombre, que en forma diferenciada es abordado por las distintas ciencias humanas – medicina, psicología, sociología, y otras – vale nada más que como plataforma para que el hombre se asuma como posibilidad.
11. Sujeto frágil. Arrancando de Ricoeur y continuando con Vattimo, tomamos conciencia de nuestra fragilidad, labilidad o debilidad. En la actualidad ya no somos capaces sino de “mínimos morales” y esto se aplica no únicamente a la moral, sino a la política y muchos otros ámbitos: ya no somos capaces de grandes proyectos políticos, de atenernos a una tabla de virtudes, de seguir a cabalidad algún credo religioso.
Así como en la obra de Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad, de 1929, en que, por ejemplo, uno de estos momentos es cuando a Dostoievsky, en 1848, lo van a fusilar por orden del Zar Nicolás I, e incluso de hecho va al paredón y el pelotón dispara, mas no a su cuerpo, ya que su pena ha sido conmutada por 5 años de trabajos forzados en Siberia, así también podríamos hablar en relación a nuestras concepciones del ser humano de momentos estelares de la humanidad, y ante todo el que podría considerarse en propiedad como uno de estos momentos estelares es el tránsito del mito al logos.
Desde entonces nos encontramos en el estadio de la razón y no vislumbramos que pudiera haber a futuro una posibilidad real de pasar a otro estadio. En principio, ni siquiera podemos propiamente imaginarlo.
Respecto del tránsito del mito al logos podemos suponer que en cierto momento se acrecentó hasta tal punto la capacidad racional en el hombre que ya no le bastó el mito, y la narración que le acompaña, para darle un sentido a los fenómenos. El tránsito en cuestión se debe a la filosofía, y en particular a la filosofía griega, con la que nace la filosofía occidental. Esto le da una enorme relevancia histórica a la filosofía, ya que nos muestra cómo claramente ha influido y hasta determinado la historia de la humanidad. Luego del nacimiento de la filosofía occidental vendrán las ciencias que se irán desprendiendo de la filosofía, desde la física hasta la psicología y la sociología en el último par de siglos. Sucede con ello, así como con el joven que ya ha crecido y madurado lo suficiente en el hogar materno como para procurar ulteriormente independizarse. A propósito de esto, podría argüirse que si se trata del saber (y del saber en comunión con la razón) en antiguas civilizaciones, esparcidas por todo el planeta (como las civilizaciones china, india, egipcia, babilónica, azteca, maya) el hombre ya había realizado el mencionado tránsito, mas cabe responder a esto, diciendo que en todas esas civilizaciones el fundamento sigue siendo la religión, y en este sentido lo que las define es una mentalidad arquetípica, de acuerdo a la cual los arquetipos de los fenómenos y el acontecer están cifrados en relatos, como el “Libro de los Muertos”, de los egpcios, el “Ramayana” de los hindúes, el “Enuma Elish” de los babilonios, la “Torá”, la “Crónica del Akasha”, u otros transmitidos por tradición oral. Y, por eso, en cuanto a lo que se refiere al fundamento, si se quiere de una nueva civilización, de una nueva sociedad, con los griegos se establece el logos como tal, y esto es lo que vale. Por otra parte, como lo hace ver Jaspers en su obra de 1919, Psicología de las concepciones de mundo, lo decisivo en el tránsito hacia el saber, está en un saber desinteresado, vale decir, ante todo el saber filosófico (en lo que se advierte la conexión con la Metafísica de Aristóteles) que ya no es más un saber para…algo, sea para la salud, la agricultura, la política, u otro2.
Y si la razón en nuestro tiempo acaba por desvirtuarse, generándose una razón instrumental, una razón al servicio de los poderes fácticos del Estado, la economía y la tecnología (fenómeno del que ya comenzara a tratar Jaspers, bajo el influjo de Max Weber, que después continuará muy decididamente en la Escuela de Frankfurt, y que también abordara Heidegger), encontramos en el saber desinteresado, que representa la más alta forma del saber, la posibilidad de un rescate de la genuina razón. En concreto, podemos observar esto en los proyectos que se financian en cada país, y especialmente en el nuestro, en cuanto son evaluados preferentemente en función de la productividad, de la aplicación a nuevas tecnologías, y otros. Ello se hace ya muy visible en la repartición de los recursos, a la hora de considerar, por ejemplo, que porcentaje de la totalidad de los fondos se destinarán a Humanidades o Ciencias Sociales.
Ello nos hace ver nuevamente, desde otro ángulo, la importancia que tiene el entender debidamente el tránsito del mito al logos, y la actualidad que ello reviste. Ya veremos en nuestro análisis de las concepciones del ser humano que en especial algunas de éstas han contribuido en la modernidad a que la razón se haya instrumentalizado, cuales son las del sujeto activo y del sujeto volitivo. De todos modos, cabe agregar que más directamente incidió en esa instrumentalización la fuerza filosófica dominante del siglo XIX, el positivismo, el cual, como filosofía, va de la mano con el progreso y la Revolución Industrial.
Mas, sin duda hay también otros momentos estelares de la humanidad en las citadas concepciones del ser humano, aunque ciertamente de menor grado que la que va de la primera a la segunda – del homo sacer al animal racional. Así, la concepción del hombre como centro, el antropocentrismo, que da inicio a la modernidad. Desde entonces y hasta nuestros días estamos ante un proceso paulatino y avasallador de autoafirmación del hombre, y no sólo a través de la filosofía, sino de la ciencia, el arte, la moral, la política, la religión, y la cultura en su conjunto. También aquí habría que precisar que ese momento estelar corresponde verlo más que nada en la transposición de límites, en la bisagra entre la concepción medieval del hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios y la idea de centro. Ello hay que destacarlo al aquilatar el hecho de que el antropocentrismo surge de una histórica confrontación con el teocentrismo. Ello permitió nada menos que el nacimiento de la Física moderna con Galileo, como también ha permitido la puesta en escena de un arte cada vez más libre, el despliegue de distintas ideologías políticas, una moral por sobre todo autonómica, una religión también cada vez más liberal. Todo ello nos hace ver que a la vez la modernidad corresponde a un proceso de liberación y emancipación de distintos poderes establecidos.
Es muy decidor que Descartes al escribir el Prólogo a las Meditaciones Metafísicas, obra de 1641, le dedique esta obra a los Doctores en Teología de la Universidad de París, diciéndoles que en esta obra se demuestra también la existencia de Dios, con el fin de que esto le ayude al creyente que vacila en la fe, a encontrar un camino seguro a Dios. Sin duda, Descartes tiene presente en ello el proceso que inició la Santa Inquisición contra Galileo, al cual se llega tras una orden de investigación dada por el Cardenal Belarmino, que ya había hecho quemar a Giordano Bruno, a contar de Junio de 1611.
Un tercer momento estelar de la humanidad podría considerarse la concepción del hombre como proyección, que ya se inicia en la Psicología de las concepciones de mundo y que posteriormente cobrará nueva fuerza con Ser y tiempo de Heidegger, de 1927. Aquí se trata de cómo el hombre se entiende ante todo como poder-ser, posibilidad y proyección. Lo dado en nosotros, que pueden considerar las ciencias humanas, que abordan lo humano desde distintas perspectivas, vale nada más que como una plataforma. Jaspers en su Nietzsche, de 1935, arranca sosteniendo que en Nietzsche está en juego una concepción del hombre como “el ente que se produce a sí mismo” (ein sich hervorbringendes Wesen), es decir, el hombre que se entiende como autoproducción.3 Esto da pie no sólo a la posibilidad de comprender de un modo adecuado al super-hombre (Übermensch), ya que éste sería la meta de esta auto-producción, sino que viene a ser la base para que el propio Jaspers y Heidegger conciban ulteriormente al hombre como posibilidad y proyección.
Justamente por ello también podríamos reconocer en esta concepción uno de los momentos estelares, ya que podríamos sostener que recién desde Nietzsche, pero en especial, desde Jaspers y Heidegger, se da inicio a una concepción que podemos llamar dinámica del hombre. Éste ya no tiene un camino trazado ni hay unos arquetipos, algún relato, un mundo de ideas, un credo que le ilumine el camino, sino que éste último – el camino – tiene que hacerlo él mismo. Visto desde esta perspectiva, la afirmación heideggeriana del parágrafo 9 de Ser y tiempo es particularmente reveladora: “La “esencia” del Dasein esta en su existencia”. Bien entendido, ello significa que no hay más, para el ser humano, una esencia dada, una definición de su ser, sino que éste tiene que realizarse, hacerse, proyectarse.
Ello atañe a su vez a la pregunta filosófica por el sentido, dado que es recién a partir de una concepción dinámica de un ente que es auto-producción, posibilidad y proyección que el hombre tiene que hacerse en forma cabal la pregunta por el sentido – me refiero al sentido existencial y metafísico. Pero justo por ello, porque han dejado de haber sentidos dados – un camino de salvación o un conjunto de arquetipos – al hombre de nuestro tiempo, y ya desde el siglo 20 en adelante, le acontece que vivencia y tiene que hacerse cargo reiteradamente de la posibilidad del sin-sentido. En rigor, si se quiere, quien se pregunta por el sentido, ya está por ello de cara a la posibilidad de perderlo, si es que no lo ha perdido ya.
Lo cierto es que bien se pueden reconocer como momentos estelares de la humanidad, ante todo lo que atañe al tránsito del mito al logos y del teo- al antropocentrismo moderno, como también la concepción del hombre como proyección, sin embargo también son merecedoras de este reconocimiento cada una de las otras ocho concepciones del ser humano que hemos considerado. Pienso que el análisis que sigue habrá de mostrar esto.
Corresponde agregar que las 11 concepciones del ser humano que consideramos se pueden observar tanto diacrónica- como sincrónicamente. Por de pronto, ellas suponen un nítido orden diacrónico, cronológico y genealógico. Cada una de ellas está en un diálogo, que suele ser de marcada confrontación con la que inmediatamente le precede. Si no hubiera confrontación, en mayor o menor grado, no sería posible que naciera una nueva concepción. Esto quiere decir que toda nueva concepción del ser humano supone siempre cierto grado de superación. De un hombre regido por arquetipos míticos pasamos a un hombre que se apoya en la razón, tras lo cual viene por su parte la determinación de la fe con sus prerrogativas de señalar ella el camino de la vida, a lo que nuevamente le sigue una osada autoposición central del hombre, que dará inicio a una nueva era, y este antropocentrismo llevado a un extremo induce a que en la siguiente etapa advenga el reconocimiento de nuestra finitud y de nuestro nada más que ser partes y resultados de un todo, mas luego de esto en cierto modo el antropocentrismo moderno recupera su espíritu original y se llega a la concepción de un “yo”, respecto del que todo lo otro – mundo y sociedad – valen como “no-yo”, como tarea por realizar, a lo que le sigue un nuevo momento en el que se pone en cuestión la jerarquía de la razón teórica y de la vida contemplativa, para plantear como es la razón práctica la que le da sentido a la razón teórica, irrumpiendo así un sujeto activo con una fuerza extraordinaria, tras lo cual nuevamente se genera una severa fisura en el estatuto ontológico de que ha gozado el logos, para comenzar a reconocer que hay un principio más radical, la voluntad, que ante todo es un principio cósmico, que tiene a su vez un correlato en el hombre, al cual lo determina ya sea como voluntad de vivir o voluntad de poder, a lo que le sigue con renovado brío el descubrimiento de un sujeto singular, individualmente templado, afectiva y anímicamente, para que después de ello surja un nuevo tipo humano que se entiende ahora como posibilidad y proyección, para concluir finalmente en la época actual en la que emerge el reconocimiento de nuestra intrínseca fragilidad, acompañado ello por el planteamiento post-moderno de la caída de las ideologías y del metarelato (un relato unificador), respecto de lo cual, cabría precisar que, junto con esa falta de relato unificador, hay una suerte de “metarelato” o “megarelato” distinto que representa nada más que cierta determinación básica material y de un poder arrollador, como tal vez no ha habido otro hasta el momento: la globalización.
En ello, como podemos ver, claramente se advierte un orden diacrónico y genealógico. Pero, a la vez se justifica plantear como tesis que estas distintas concepciones del ser humano son sincrónicas, y todas conviven en nuestra época. En la medida en que cada una de ellas fue emergiendo y a la vez moldeando y tallando cada época de la historia de la humanidad, a la vez entró de este modo en escena en el teatro del mundo, y por más que la siguiente concepción supuso el cuestionamiento de la anterior, y a veces de algunas o de todas las anteriores concepciones (como sería el caso de la concepción del hombre como centro), aquellas concepciones anteriores nunca pudieron ser desplazadas o extirpadas, y de uno u otro modo todas siguen con nosotros. De este modo, en la actualidad convivimos con esas once concepciones, si bien la que prevalece y le da su impronta a nuestro tiempo es la del sujeto frágil.
Es así como podemos ver en las concepciones del ser humano una suerte de auto-creaciones, en el sentido de cómo el ser humano se va creando a sí mismo en cada época, y ocurre que lo creado al entrar en escena sobre la faz de la historia , ya no se retira más.
¿Pero con esta idea de la auto-creación no le estamos dando acaso cierta prevalencia a una concepción del hombre – la del hombre como proyección? Es probable. La verdad es que algo así no corresponde negarlo de plano. Y es que hay que considerar al respecto que cada concepción del hombre que se va ganando va acompañada por cierta idea de un desenmascaramiento del ser humano mismo, por cierta presunción de que el hombre en su estado anterior ha estado encubierto o preso en cierta concepción, que incluso se ha supuesto errónea, en cuanto no ha permitido que lo genuinamente humano sea lo determinante. En otras palabras, en nuestras concepciones siempre se está dando una suerte de lucha socrática por el concepto, por la esencia, considerando que la mencionada esencia está oculta, olvidada o desfigurada. Por ejemplo, al reconocerse el hombre en su finitud, ello supone un claro develamiento, considerando que no se trata en ello que desde ese momento en adelante, desde Kant, el hombre se descubre en su esencial finitud, sino que ese descubrimiento, en la medida que partimos de la base que toca algo esencial, supone que la mencionada finitud ha estado determinando al ser humano a lo largo de todo su remoto devenir histórico, y ello recién viene a emerger ahora para hacerse consciente y señalar un nuevo rumbo. Y precisamente la doble determinación del consciente y del inconsciente sobre el ser humano puede estimarse que juega también un papel en nuestras concepciones, puesto que se trataría de que diversas determinaciones han estado históricamente actuando en un plano inconsciente para aflorar de pronto y llegar al consciente, como la punta del iceberg.
Sin duda, algo similar cabe sostener de la concepción del hombre como proyección, tal vez con la diferencia, respecto de la concepción de la finitud en la que recién nos deteníamos, requiere hacerse consciente para actuar, para manifestarse y a consecuencia de ello transformar al ser humano. La finitud, por el contrario, por decirlo así, actúa desde dentro, va emergiendo, abriéndose paso por sí sola hasta aflorar y hacerse patente y consciente. No obstante, la diferencia a la que atendemos aquí es relativamente menor, ya que en general se cumple que cada concepción tiene cierta condición de deslizarse subrepticiamente en zonas oscuras y en lugares ignotos, en algunos casos a lo largo de milenios, para finalmente aparecer, nacer, determinar y transformar. Ello atañe a todas y cada una de las concepciones del ser humano, sólo que su modo de hacerlo acusa diferencias.
Incluyamos en ello también al sujeto activo. ¿Durante cuánto tiempo no marcó el rumbo humano histórico la vida contemplativa en la que, ya sea el chamán, el sacerdote en el templo, la academia, constituyeron las instancias a partir de las cuales el hombre recibía la orientación para la acción? Pero, en esa misma contemplación, en la inspiración, en la meditación ya iba germinando la acción y la producción y sus parámetros acordes que acabarían por ser quienes prescribirían qué decidir y qué hacer. Cada concepción del ser humano posee de este modo cierto carácter de oruga, germen o semilla.
Y así como, cuando la oruga nace, convirtiéndose en mariposa, asistimos con ello a una metamorfosis, así también se cumple con el hecho de asistir a una transformación del ser humano con cada una de las concepciones en cuestión. La mayoría de ellas indiscutiblemente tienen una notable repercusión histórica y vemos al hombre de la época en que ellas surgen estar bajo su égida, así el homo sacer, el animal racional, el homo viator, el hombre como centro, el sujeto activo, el sujeto volitivo, el sujeto singular, el hombre como proyección y el sujeto frágil. Cada una de estas concepciones es patentemente hija de su tiempo y a la vez marca el rumbo de la historia en su momento. Así, por ejemplo, el sujeto singular, templado individualmente, desbroza un camino para el hombre en el que se manifiesta éste en la culminación de un proceso de individuación, en la cual lo que importa es lo que a cada cual le pasa, y no simplemente nuestra adscripción al género humano. Precisamente ésta viene a ser una experiencia que desde el siglo XIX en adelante cobra cada vez más relevancia. Y similares consideraciones cabe hacer del hombre concebido como proyección y del que se asume en su fragilidad. En cuanto al sujeto volitivo, podría decirse que tanto esta concepción como también la del sujeto activo y del sujeto singular, ha traído consigo un desplazamiento de la razón como llave maestra de las más elevadas posibilidades humanas, a consecuencia de lo cual la razón no ha quedado fuera de competencia, sino que más bien se ha vuelto incluso más avasalladora, pero como una razón que desde los inicios del siglo XIX en adelante comienza a instrumentalizarse, a volverse puro raciocinio y cálculo en función de parámetros políticos, económicos y técnicos, y así hasta nuestros días, sin que podamos barruntar algún término de este proceso. Desde el punto de vista del sujeto volitivo, sucede que el hombre se ha afirmado aquí más que nada en su querer, y la razón ha cumplido un papel subsidiario de organizar y calcular cómo hacer realidad metas y objetivos de la voluntad. Visto de esta forma, podemos reconocer nítidamente la repercusión histórica del sujeto volitivo.
En este cuestionamiento del principio racional que viene desde distintos frentes en el siglo XIX, como hemos visto, interesa considerar que con la Ilustración la razón ha alcanzado su apogeo, especialmente con Kant. Podríamos ver como una ironía del destino el que Robespierre haya ordenado en Mayo de 1794 la deificación de la Razón, es decir la institución de la “Diosa de la Razón”, en lo que contó en la Convención con el apoyo de los sans-coulottes, y que dos meses más tarde haya acabado en la guillotina, como tantos revolucionarios.
Con Kant la razón se vuelve especialmente razón crítica y en este sentido cae bajo la crítica de ella la propia razón en su carácter especulativo, que se permite traspasar toda posible frontera de lo que efectivamente podemos conocer. Vistas las cosas así, encontramos a su vez en Kant un momento fundacional del sujeto finito, puesto que aquí la razón se reconoce ante todo en la finitud de sus posibilidades. A la vez Kant representa a su vez un puente hacia el sujeto activo, que inaugura posteriormente su seguidor – Fichte – ya que en él se cumple que la razón puede realizarse en todas sus posibilidades en tanto razón práctica. De alguna manera el que en el siglo XIX asistamos a una “Era de la Máquina” y ello no sólo reflejado en la Revolución Industrial, sino también en el advenimiento de las ideologías que intentan construir la sociedad, la “máquina social” conduciéndola en alguna dirección prefijada.
También en ello se manifiesta el carácter de germen de cada concepción del hombre y su tránsito por distintas etapas hasta propiamente nacer bajo la luz del sol, y ejercer entonces su dominio explícito. Y, como decíamos, a la vez que observamos en esto una suerte de desenmascaramiento como que cada nueva concepción supone un desenmascarar las anteriores, sucede que la consecuencia de ello es que se presentan a la vez nuevas máscaras, que, por su parte, serán otra vez desenmascaradas por la siguiente.
Mas, cabe agregar relativamente a la concepción del ser humano como sujeto finito que es la única a la cual no se le podría reconocer una repercusión significativa sobre la faz de la historia. De ella vale por lo tanto más bien decir que, si bien ha sido formulada, e incluso a cabalidad en la historia de la filosofía (sobre todo en su culminación por parte de Jaspers y Heidegger), ella se mantiene allí, en cierto modo, a la espera de su turno, y eso que en función de su expresa formulación, ya ha aflorado a la conciencia. Esto quiere decir que la concepción del hombre finito se mantiene todavía más que nada en el plano de la teoría, pero es perfectamente posible que alguna vez llegue a plasmar la realidad humana. Quizás la humanidad tenga que pasar por mucho más estrechez, penosa escasez, violencia y guerra, como a fin de cuentas, toda clase de limitaciones y el aparejado dolor que ello conlleva, como para acabar por asumirse cabalmente en su finitud. La concepción del sujeto finito, del hombre que se asume en su consustancial finitud, es a tal punto radical que configura a su vez el reconocerse del hombre en su intrínseco ser-parcial, y como es por sobre todo el límite lo que lo determina. El límite se muestra como límite de nuestra razón, de todas nuestras capacidades y, al fin y al cabo, de la vida de cada cual y de la especie humana. Pero, este límite, en cualquiera de sus formas, incita siempre a transponerlo, incita a la extra-limitación. En razón de ello, probablemente estamos aquí ante un proceso que tarda siglos y milenios hasta que el ser humano acaba por asumir plenamente su ser-parcial. Las que podrían considerarse necesarias y fascinantes extra-limitaciones del humano ser (en los más distintos ámbitos, como especialmente en la tecnología) dan justamente pie a que cada vez nos olvidemos de nuestra intrínseca limitación y ser-parcial, pero así como a cada cual le llega la muerte y le obliga a tomar conciencia de su limitación, lo mismo sucede con esta concepción del hombre y su mantenerse todavía al acecho en cuanto a su repercusión histórica y su consiguiente profunda transformación del ser humano. Quizás alguna vez advendrá esta concepción para desenmascarar a todas las anteriores.
Interesa aquí justamente que también hay concepciones del ser humano, como es el caso del ser finito, que tardan siglos en irse propiamente articulando y ganando un sentido cada vez más claro. Como ya recordábamos, Foucault destaca la particular demora que ha tenido el hombre en asumir su finitud. Por de pronto, es patente que lo que más le ha costado es asumir su ser mortal. Eugen Fink en sus Fenómenos fundamentales de la existencia humana plantea cómo la muerte nos lleva a una confrontación con la nada, en alguna de sus formas, pero como esta “nada” suele ser para el hombre más horrorosa que la cabeza de la Gorgona, la soslayamos y nos refugiamos en la proyección de mundos, paraíso y cielo, más allá de la muerte:
“Estamos siempre huyendo de este vacío, siempre intentamos calafatear este barco de la vida contra toda irrupción de aquello irrepresentable y sin embargo, cierto. Nos ofrecemos a nosotros mismos el espectáculo tragicómico de intentos lamentables de soslayar lo insoslayable – o al menos de esconderlo, postergarlo para los últimos confines de la vida, o de dulcificar su amargura con la mirada dirigida a “paraísos”. Pero el poder absoluto de la muerte se burla de tales maquinaciones humanas demasiado humanas; ella domina nuestra vida a cada instante, atraviesa y empapa nuestra existencia con el sabor de la aniquilación – como la levadura el pan. En todo lo que hacemos y dejamos de hacer, cuando luchamos o amamos, trabajamos o jugamos, siempre corre de través el saber de la transitoriedad de todas las cosas finitas y especialmente el saber sobre la muerte humana le da a nuestro ser-aquí el carácter interno de algo único. No somos “mortales” en un sentido meramente objetivo, vivimos constante e incesantemente nuestra mortalidad. Nos libramos de ella recién con el morir”. 4
Pues bien, la concepción del sujeto finito, iniciada por Kant, ya con el idealismo alemán, fundado por su seguidor, Fichte, experimenta un primer revés. De alguna manera con Fichte sucede que la concepción del hombre como centro cobra nuevos bríos y en este sentido está en correspondencia con la impronta de la modernidad – el antropocentrismo. Es más, con Fichte lo que se inaugura es la concepción del ser humano como sujeto absoluto. Asistimos aquí al planteamiento de que los principios capitales son de los del yo y del no-yo, significando el último el mundo y la sociedad como la tarea por hacer y la transformación que el yo está llamado a emprender sobre ello. De ahí que este sujeto absoluto esté en perfecta simetría con el sujeto activo, del cual también a Fichte podríamos considerar como su fundador.
El sujeto absoluto debe entenderse con apoyo en el pensamiento de que el cosmos o la naturaleza de ser primero sólo esencia, ser nada más que lo que es, de pronto se desdobla y pasa a ser esencia y conciencia a la vez, lo cual sucede con la aparición del hombre. Desde cierto momento en adelante el cosmos comienza a estar entonces consciente de sí mismo, y éste es el papel que le cabe al hombre que habita en él. Fichte está con ello anticipándose a lo que Teilhard de Chardin describe como la “noosfera” en El fenómeno humano, en lo que se refiere al planeta Tierra, y que corresponde a la esfera del nous o del pensamiento, la cual la propia Tierra habría creado tras haberse dado a sí misma la atmósfera, lo que posibilitó la vida en el planeta. 5
En relación a Fichte, ello se traduce en la afirmación: si yo pienso, ello piensa por mí. Veamos cómo desarrolla esto el filósofo:
“La naturaleza se eleva paulatinamente en los peldaños de sus creaciones. En la materia bruta ella es un ser simple; en la materia organizada se vuelve sobre sí para actuar al interior de sí misma, en la planta para formarse. En el animal para moverse; en el hombre, como su pieza maestra, vuelve ella sobre sí para percibirse y contemplarse a sí misma; ella se duplica en él y es en un mismo ser, ser y conciencia unidos”.6
En ello claramente se advierte a la vez un anticipo del principio antrópico de la ciencia que sostiene que el universo es como es porque yo lo estoy pensando, en otras palabras, para que piense el universo de cierta forma, este pensamiento no puede ser sino el resultado de la evolución que ha hecho el universo que desemboca en el pensamiento que tenemos sobre él y que eventualmente puede expresarse en fórmulas o leyes que descubramos de él.
Y si bien es cierto que todo ello nos lleva a recordar que, así como en la simpatía universal de los estoicos, no somos sino partes de la trama del todo, sin embargo no se subraya en Fichte la finitud, sino la absolutez. El parentesco del sujeto absoluto no es con el sujeto finito (es más bien su opuesto) sino con el sujeto activo. Es la dimensión de la acción que abre el sujeto activo la que ante todo le da sentido al no-yo como opuesto al yo, pero en términos de una oposición tal que se trata de la tarea por cumplir por parte del yo.
En ello encuentra parejamente su justificación la conciencia; y, habría que precisar, por de pronto la conciencia en el sentido del percatarse (Bewusstsein), pero al mismo tiempo, la así llamada conciencia moral (Gewissen):
“De la necesidad de la acción arranca la conciencia /Bewusstsein/ del mundo real, no al revés, de la conciencia del mundo la necesidad de la acción; esta última es la primera, no aquella; aquella es la derivada. No actuamos porque conocemos, sino que conocemos porque estamos destinados a actuar; la razón práctica es la raíz de toda razón” (Ddh, p. 263).7
Probablemente esta relación yo – no-yo es lo que más ha caracterizado al hombre moderno, junto con el parejo antropocentrismo. Desde el siglo XIX en adelante esta relación, podría decirse, que se ha ido ahondando cada vez más. Y si en Fichte la tarea por realizar en el inconmensurable territorio del no-yo por parte del yo llevaba una impronta por sobre todo moral y definida a partir de un primado de la razón práctica, fue sucediendo paulatinamente que de esa tarea se fue adueñando la tecnología y la economía basadas por sobre todo en criterios de productividad y rendimiento. El mundo, el entorno y la sociedad dejaron de estar simplemente en su lugar y, en cierto modo, comenzaron a quedar cada vez más dislocados; ellos estaban allí simplemente para ser transformados económica y tecnológicamente. Ya no se trataba, como en Fichte, de la conciencia como el oráculo de los grandes ideales de la humanidad, del reino de los fines, sino de productividad, y ello alcanzó incluso hasta el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales que comenzaron cada vez más a ser trastocados por estos nuevos parámetros.
La idea del desenmascaramiento, de procedencia nietzscheana, si bien vale, como hemos dicho, para todas las concepciones del ser humano (la nueva que aparece desenmascara a las anteriores) se aplica sobre todo a la del sujeto finito, y más encima con la peculiaridad de que al parecer se hace presente aquí a una suerte de auto-desenmascaramiento. Es la propia finitud la que paso a paso se va imponiendo hasta terminar por salir a luz, hacerse consciente, repercutir en la historia y transformar al hombre.
Advertimos en este desenmascaramiento algo similar a lo que tiene que ver con la constitución identitaria del yo. Como ya lo viera Nietzsche en Así habló Zaratustra, el yo es significativamente una ficción que vamos paulatinamente construyendo con nuestras identificaciones con esto o lo otro, así también lo que decanta en una concepción del hombre que caracteriza a una época. A partir de ello, y considerando las máscaras del ser humano que han estado actuando y determinando épocas históricas, podríamos decir que las mencionadas concepciones, sobre todo cuando las consideramos sincrónicamente, dan lugar a una tipología humana. Convivimos con el tipo del homo sacer, el homo viator, el animal racional, el hombre como centro, el sujeto activo, volitivo, frágil, con el hombre como proyección. Y ello es explicable desde el momento que en cada época hay perspectivas que miran hacia el pasado, el presente o el futuro. Por ejemplo, en este momento lo actual es nuestra determinación como sujetos frágiles, mas en el hombre como proyección sigue habiendo la apertura al futuro, y en el homo viator está la mirada al pasado.
Por otra parte, tenemos no sólo derecho a estimar estas concepciones como que dan lugar a una tipología humana, sino que a la vez nos determinan a cada uno individualmente en distintos momentos de nuestras vidas. Cada cual se experimenta en distintos momentos como centro, como finito, como proyección, como homo sacer, y otros.
A su vez podemos considerar las once concepciones del ser humano – lo que constituye a su vez una tesis provocativa – como co-originarias, en otras palabras, que estarían en un mismo nivel, una igual originariedad ontológica. Heidegger aplicó esta co-originariedad a los existenciales (o determinaciones ontológicas del ser del Dasein).8 Somos apertura, proyección, yección, resolución ser-a-la-muerte, pero ninguno de estos existenciales sería más originario que el otro.
Del mismo modo, cada de una de las concepciones del hombre es co-originaria con las otras. Con ello, siguiendo en esto los pasos de Heidegger, enfrentamos el prurito de la razón de hacer provenir todo de un principio, respecto de la explicación de cualesquiera fenómeno, y mientras no se encuentra el mentado principio, la razón no cesa en su anhelo de encontrarlo. El propio Heidegger nos invita a considerar algo que da mucho que pensar en La proposición del fundamento, donde nos recuerda que ratio (de dónde proviene ‘razón’) significa en latín tanto ‘razón’, ‘Vernunft’, como ‘fundamento’, ‘Grund’. Aparte de estas acepciones, también significa ‘ratio’ ‘cuenta’ y ‘cálculo’. El verbo correspondiente es ‘reri’, ‘pensar’, ‘calcular’. Y se agregan a ello muchos otros derivados como ‘ración’, equivalente a ‘porción’, como también en el sentido de parte, ‘rata’, que tiene que ver con el ‘prorrateo’ que atañe, entre otros, a modalidades de compra.9
Este origen del término lo considera Heidegger, centrando su análisis en las dos primeras acepciones de ‘ratio’, ‘razón’ y ‘fundamento’, para mostrar con ello, y valiéndose de una metáfora, que se genera aquí una ‘horquilla’, ‘Gabelung’, y remitiendo en ello además a un correspondiente término del antiguo alemán: ‘Zwiesel’, ‘bifurcación’. Y el problema es entonces encontrar la unión entrambos.10
La cuestión central entonces que ante todo corresponde pensar es que la razón es a la vez fundamento, vale decir, que lo conlleva como lo que es esencial. A partir de ello se puede entender por qué la razón está siempre animada por la búsqueda del fundamento o principio de esto o lo otro, de lo que se está preguntando en cada caso, y mientras no hay una respuesta (en términos de Leibniz una razón o fundamento siquiera suficiente) la razón no se acalla ni se tranquiliza. La razón está así, siempre y en todo momento por lo demás, bajo la obsesión del fundamento, que siempre tiene que haberlo. El principio de razón suficiente de Leibniz dice así:
"/.../ principio de razón suficiente: que nunca acontece algo sin una causa o siquiera una razón determinada, esto es, sin una cierta razón a priori, por qué existe algo y no más bien no existe y por qué existe más bien de éste que de ningún otro modo. Este importante principio vale para todos los acontecimientos, y no se deja aducir ninguna prueba contraria".11
Considerada la razón desde esta perspectiva, puede entenderse perfectamente que ella misma sea ni más ni menos que el principio de razón suficiente y, como lo ve Heidegger, que para llegar a esta consumación de la razón, ha sido necesario un periodo de incubación del mencionado principio, que habría durado lo que ha durado la filosofía occidental desde su mismo nacimiento hasta Leibniz, siglo XVII. Que la razón sea a la vez fundamento, significa que al ir ella en pos del fundamento, lo que está haciendo en rigor corresponde a una introversión, la cual naturalmente a la vez se acompaña de una extroversión, de un mirar hacia fuera el fenómeno del cual busca su fundamento.
De alguna manera, esta pauta de una razón-fundamento ha estado claramente operando sobre las concepciones del ser humano, suponiendo, o más bien presumiendo, en cada caso que la propia razón, la voluntad, la acción, el temple, u otro, es una suerte de primer principio del cual todo dimana. Incluso hasta el homo sacer o el homo viator no se han sustraído a esa pretensión, ya que el arquetipo o el camino de salvación se presentan también como algo al estilo del principio y de lo supuestamente esencial, en relación con lo cual todo lo demás sería secundario o derivado. Mas, ello mismo nos hace ver que si cada una de estas concepciones se presenta con tales derechos en términos de una jerarquía ontológica, como esos derechos suponen un reclamo de exclusividad, acaban anulándose entre sí.
Atendiendo a estas consideraciones, se justifica nuestra aplicación de un criterio de co-originariedad. Ninguna concepción del ser humano es más originaria que la otra. Todas están en un nivel ontológico de igual originariedad, de co-originariedad. El hombre está tan determinado por el mito y los arquetipos como por la razón, la acción, la voluntad o la proyección. Nos dirigimos así al ser humano con estas 11 concepciones desde justamente 11 ángulos distintos, siendo cada uno legítimo y no menos originario y radical que los demás.
Pensando en los juegos, nuestro modelo sería más el juego chino del “Go” que el ajedrez. En el primero todas las fichas valen lo mismo, mientras que en el ajedrez está el principio absoluto del rey y todas las piezas se diferencian jerárquicamente unas de otras, en cuanto a poderes y capacidades.
Por lo demás, no sólo en la filosofía cabría aplicar el criterio de la co-originariedad, sino que ello se extiende también a la ciencia. En la astrofísica se está cada vez más abierto a la posibilidad de que el big-bang no sea sólo uno, sino muchos. Lo mismo en la antropología comienza a tener cada vez más peso la consideración de un origen múltiple del ser humano, suponiendo ello que nuestra proveniencia desde el eslabón perdido tuvo lugar en distintas latitudes del planeta.
Cristóbal Holzapfel
Doctor en Filosofía, con menciones en Filosofía, Germanística y Romanística, Universidad de Friburgo en Brisgovia 1987.
Profesor Titular de la Universidad de Chile.
Coordinador de Postgrado del Departamento de Filosofía UCH.[1995 y 1996]
Miembro del Consejo Superior de Ciencia y Tecnología de FONDECYT [1998 y 2001]
Miembro del Consejo Superior de Evaluación Académica, CSEA, de la Universidad de Chile. [2007 - 2008]
Fecha de Recepción: 18 de marzo 2008
Fecha
de Aceptación: 21 de abril 2008
* Este artículo es fruto del Proyecto FONDECYT No. 1071126, "La concepción de mundo como cascarón, según Jaspers", del cual el autor es el Investigador Responsable.