Observaciones Filosóficas - Regimen de visibilidad y reparto de lo sensible, la querella Jacques Rancière contra Deleuze: utopía, emancipación y alcances político-estéticos
El diferendo o la querella es el espacio de una tensión en el que la filosofía se abre a la diferencia y extrema sus posiciones. Rancière es un polemista agudo y un especialista en diferendos. En el movimiento de su obra traza un conjunto de querellas ejemplares sostenidas en una tradición de emancipación política que afecta el reparto de lo sensible2. Entre sus contemporáneos franceses discute con Badiou, Lyotard y Deleuze acerca de una imagen del pensamiento y a través de ellos con la tradición occidental del pensamiento filosófico3. Rancière valora a Deleuze por su experimentación filosófica y por su compromiso con la fabulación crítica de una imagen del pensamiento que se centra en la pregunta qué es pensar. El desacuerdo entre ambos gira sobre otra pregunta ¿puede desmontarse del pensamiento emancipatorio la identificación, normatividad y representación crítica de la relación entre la historia de la filosofía y de las artes y la historia en general? A partir de esta pregunta se distribuyen los análisis que prometen iluminar los problemas contemporáneos de la relación entre estética y política.
En el movimiento de tres textos Rancière querella a Deleuze sin dejar de reconocer sus aportes: “¿Existe una estética en Deleuze?” (1998), “¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine” (2001) y “Deleuze, Bartleby y la fórmula literaria” (2004)4. Rancière piensa que la imagen del pensamiento de Deleuze está atravesada por contradicciones y que su pensamiento termina atrapado en una lógica contraria a sus deseos. El problema filosófico en el que se sostiene el debate no es la oposición entre régimen representativo y régimen estético como identificación de las artes sino en las nociones de inmanencia y singularidad que sostienen la imagen del pensamiento de Deleuze. Nociones que Rancière considera propias de un abandono de los principios de utopía y emancipación para la transformación del movimiento de la historia con vistas a una integración de los anónimos en el reparto de lo sensible. Tal vez, hasta pueda decirse que ambos filósofos creen que se trata de conectar la dimensión del acontecimiento y de la vida de los anónimos, para encontrar los síntomas de una época a través de los detalles ínfimos y ejemplares de los personajes y figuras estéticas capaces de presentar en la superficie las capas subterráneas de un tiempo, para reconstruir mundos a partir de sus vestigios. Tal vez, porque ambos aceptan de distintas formas la ruina de la representación abierta por el régimen estético que deshace la correlación entre tema y modo de representación como vínculo entre acontecimiento e historia, aunque mantengan una distancia crítica para pensar la noción de acontecimiento con relación al principio de contradicción y a la valencia negativa que tal noción acarrea en el movimiento dialéctico. Tal vez, porque ambos despliegan distintas imágenes del pensamiento respecto de aquello que entienden por emancipación. Estos problemas se encuentran en el debate en un programa que cruza filosofía y literatura donde adquiere relevancia Bartleby, el escribiente de Herman Melville.
Rancière critica a Deleuze aunque parece separarlo de las antinomias del modernismo. Realiza la crítica conservando la noción de representación como el acto de producir una forma visible como equivalente, oscilando para ello entre los regímenes poético y estético. Se desplaza entre Aristóteles y Hegel: no abandona el principio de relación entre lo sensible y la acción; tampoco, la idea de que el espíritu fuera de sí presenta un sensible separado de sus conexiones ordinarias, donde el espíritu no se conoce a sí mismo sin un pensamiento categorial que exprese un sensible heterogéneo. Su propia política de lectura dedicada a señalar las contradicciones de Deleuze en las apreciaciones de las obras que aborda se transforma en la herencia de las categorías de su propio modelo analítico. Como estrategia crítica Deleuze desmonta lo sensible apresado en las categorías, los falsos problemas y diálogos que producen torpes eclecticismos y cualquier modo de autoritarismo escondido en los universales. Sus problemas son los márgenes de libertad en los dispositivos productores de saber-poder y las reservas de singularidad crítica-expresiva en las obras que abren la percepción con vistas a un pueblo que vendrá. Cree que en los márgenes de libertad y en las nuevas percepciones se configuran modos de fraternidad que permiten relaciones de resistencia para transformar la experiencia subjetiva respecto de las formas que el poder adquiere en los distintos dispositivos históricos.
Rancière define el presente como un momento post-utópico en el entrelazamiento entre arte y política con vistas al reparto de lo sensible. Esto quiere decir que en las prácticas de fabricación de lo sensible, en las que se vinculan maneras de hacer y modos de ser, hay un abandono del principio de emancipación. A partir de esta idea, establece dos líneas críticas en las que cuestiona, por un lado: a filósofos e historiadores y por otro: a artistas, curadores, críticos y gestores culturales de museos.
En relación con una serie de filósofos e historiadores, sostiene que señalan en el arte una potencia singular de presencia, aparición e inscripción que rompe con lo ordinario de la experiencia. Afirma que esta posición puede leerse de dos formas: o bien como una potencia singular de la obra que instaura un ser común anterior a toda forma de política particular, o bien como una radicalización en la obra de la idea de lo sublime como separación irreductible entre la idea y lo sensible. Una idea común atraviesa estas dos visiones: la comunidad se levanta sobre la ruina de las perspectivas de emancipación política a las cuales el arte estuvo ligado en una de las lecturas del modernismo. Se trataría de una comunidad ética que revoca todo proyecto de emancipación colectivo en tanto principio sensible de esperanza orientada hacia el futuro. Rancière querella a Badiou y a Lyotard vinculándolos, por pensar a las artes en un encuentro con lo Otro ( Idea o Sublime), en el que éstas no se separan de la estética, salvo para inclinarlas hacia la indistinción ética.
En relación a una serie de artistas, curadores, críticos y gestores culturales de museos indica que ven la radicalidad artística y la utopía estética a igual distancia, en tanto la sustituyen por un arte modesto en su capacidad para transformar el mundo y para la afirmación singular de sus objetos. Sus propuestas no pasan de micro-situaciones apenas distinguibles de aquellas de la vida cotidiana, presentadas de un modo irónico y lúdico, más que crítico y denunciante. Apuntan a recrear lazos entre los individuos, a suscitar modos de confrontación y a activar formas de participación nuevas. Afirma que esta posición micropolítica rechaza las pretensiones de autosuficiencia del arte al igual que los sueños de transformación de la vida a través de éste. Sin embargo, no deja de reconocer que el arte construye en esta modalidad espacios y relaciones para reconfigurar material y simbólicamente el territorio de lo común. Rancière querella a Bourriaud5 y la línea del arte llamada “relacional” porque no se separa de un principio de realidad que busca anclarse al presente, aunque conserve una pluralidad crítica en diálogo con una multiplicidad de pasados culturales.
Rancière parece realizar el debate de fondo con Deleuze, acerca de la relación entre arte y política en el reparto de lo sensible, porque en la querella entorno a Bartleby, Deleuze extrema un modo de disolución de las lógicas de comprensión del mundo con vistas a otro régimen significante.
En el pensamiento contemporáneo el nombre “estética” no designa una disciplina o una división de la filosofía sino una idea del pensamiento o una imagen del pensamiento. No es un saber sobre las obras, aunque no lo excluye, sino un modo de pensar lo sensible y la potencia del pensamiento. Rancière y Deleuze podrían partir de este presupuesto y acordar que la obra de arte es un ser de sensación compuesto de perceptos y afectos que determinan un modo de ser específico. El problema radica en saber si aquello que otorga un principio de composición a la obra y a la imagen del pensamiento es la pertenencia a una historia de las formas representativas o a la sola fuerza del estilo.
Para analizar el movimiento del pensamiento de Deleuze, Rancière cruza en los textos citados una proposición proveniente de la tradición filosófica con otra emergente de la clínica. Es cierto que Deleuze sigue la idea de Nietzsche de que el arte es una gran salud que transforma las impotencias de una vida en rasgos de expresión en la obra y que el cuerpo expresivo es inseparable de los rasgos de un estilo6. Para Rancière la obra conserva como forma política la idea proveniente de la Poética de Aristóteles de ser la imitación de una acción y entonces, la acción de representar un equivalente que la vuelve viviente en tanto que un sistema de acciones que funciona como un organismo. Esto corresponde al núcleo del régimen representativo. Sin embargo, nunca olvida que en el régimen estético la obra es la potencia heterogénea de un ser de lo sensible singular en desconexión con lo ordinario. Esto equivale a decir que al régimen representativo se le opone el régimen estético. En su imagen del pensamiento insiste una tensión entre equivalencia normativa y autonomía expresiva para evaluar el reparto de lo sensible. Para Deleuze la obra responde a la autonomía de sus rasgos expresivos, que articulan lo involuntario y lo voluntario hasta independizarla de lo orgánico y de la mímesis, en tanto que sus cualidades como figuras estéticas traen a la presencia un pueblo por venir desde un régimen singular de los procedimientos expresivos. La obra mantiene en la lógica de Rancière una relación entre una ley exterior histórica y una ley de composición interna para integrar a los anónimos. La obra en la lógica de Deleuze es expresión de los rasgos en su autonomía singular que abre a nuevas percepciones históricas y a nuevos modos de ser, en tanto que responde a un dispositivo artístico que posee una historia de sus procedimientos fabricados en el que se plantean problemas y se los resuelve según sus leyes internas.
Deleuze sigue el diagrama de las fuerzas de desfiguración orgánica: fuerzas no orgánicas y no humanas que forman parte de los rasgos de expresión. Se opone a una estética orgánica de lo bello y a una estética de lo sublime que mantendría una desigualdad entre lo sensible y la idea. Los rasgos expresivos autónomos del estilo que Deleuze encuentra en la literatura, el teatro, la pintura, el cine y la música son principios de deformación de los clichés (doxa, opinión, figuración). El arte expresa una anomalía que descompone el sentido común y el buen sentido mientras compone un ser de sensación. Lo sensible puro o incondicionado resulta inseparable para Deleuze de la repetición expresiva condicionada como diferencia eficiente material. La obra es un proceso de formación de ritmos y figuras cuyo objetivo último es conservar la diferencia eficiente y provocar una conversión sensible de los cuerpos. La figura estética original es considerada como la fórmula de una transformación. Deleuze no piensa a la figura ni como una alegoría ni como un símbolo ni como una efigie sino como un fenómeno que es la cara visible de un procedimiento del pensamiento. Rancière ha tratado de mostrar lo contrario con respecto a los ritmos y a la figura7.
Deleuze sostiene que los dispositivos, procedimientos y figuras expresivas en un régimen singular presentan la potencia heterogénea simultáneamente, orgánica e inorgánica, consciente e inconsciente que reúne cuerpo y concepto. La inmanencia como lógica de la sensación contiene en forma inseparable lo incondicionado (lo inorgánico o la potencia apática) y lo condicionado (lo orgánico o la potencia del pathos) en los procedimientos creadores de ritmos y figuras. “Estética” es el nombre de un pensamiento fabricado como expresión que da cuenta del fenómeno como presencia e irrupción en tanto lógica de la sensación. Rancière percibe en esta imagen del pensamiento contradicciones porque su propia orientación, acuñada entre Aristóteles y Hegel, piensa la estética como la historia de las formas en la que insiste la coincidencia entre el espacio de la representación artística y el espacio de una presentación del espíritu a sí mismo en lo sensible. Hegel en las Lecciones sobre la estética pensó la obra como la estación del espíritu fuera de sí que presenta un sensible separado de las conexiones ordinarias, donde el espíritu no se conoce a sí mismo sin un pensamiento en forma de categorías que expresan un sensible heterogéneo, como lo hemos señalado anteriormente.
Deleuze no practica una filosofía moderada: no es ni un ecléctico complaciente ni un erístico contemplativo. No deja de señalar que de Aristóteles a Hegel la historia de la filosofía occidental concibe la oposición como problema8. De la contradicción de Aristóteles –en la que todo término medio está excluido– a la contradicción en Hegel –en la que la dinámica de la realidad como pensamiento de la historia y del mundo están comprometidos– se sintetiza una modalidad de la metafísica occidental incapaz de concebir lo opuesto como otro. Nietzsche señala que la tradición presenta a lo opuesto en función de lo idéntico, razón por la cual no aparece lo otro sino un alter ego de signo contrario. La reacción conduce lo otro a sí mismo. Esta ilusión de la razón no permite construir diferencias: el resentimiento impide la novedad y favorece la supremacía del pasado sobre el provenir.
Nietzsche reconoce que el arte es acontecimiento en cuanto produce la historia como lo más propio de la voluntad de poderío. La experiencia de la expresión artística en el movimiento entre Nietzsche y Heidegger introduce un conflicto más radical que el dialéctico fundado en la lógica de la contradicción. Se trata del problema de la diferencia que pone en cuestión el privilegio del sujeto y las lógicas que lo han sostenido desde Aristóteles (principio de identidad, de no contradicción y de tercero excluido) hasta Hegel (lógica de la contradicción que afecta al pensamiento, a la voluntad y al sentimiento humanos). Cuando pensamos en Heidegger, la noción de diferencia tiene su raíz en la teología aunque la lógica que piensa al Ser es racional y mundana sujeta al método fenomenológico9. La noción de diferencia piensa al Ser como ser más allá de la tradición metafísica que ha pensado en occidente al Ser como sustancia, sujeto, espíritu, materia y voluntad.
Deleuze sigue el camino de la diferencia eficiente, ajeno al problema de la identidad y diferencia en Heidegger, como reconocimiento de que el cuerpo y el concepto resultan inseparables para pensar la potencia singular de los actos de creación reuniendo el plano ontológico y empírico. El rechazo de la racionalidad aristotélica y hegeliana nada tiene de una posición “mística”. No se trata de volver a un plano indiferenciado ni de sumirse en las identidades ya constituidas sino de radicalizar una orientación del pensamiento que libere la diferencia apresada en las categorías como invención para desmantelar las máscaras conservadoras tanto como las fuerzas reactivas del nihilismo. Esta línea que indaga en la diferencia como una conflictividad más profunda del pensar y del hacer no rechaza la tradición del pensamiento sino que la transforma apropiándose de ésta.
Deleuze cuestiona la categoría de contradicción porque la noción de diferencia eficiente o real quedaría atrapada en ésta como un centro desprovisto de movimiento efectivo. Desde otro punto de vista Wittgenstein10 dice que el sistema proposicional de la contradicción constituye el “borde externo” de un “centro desprovisto de sustancia” dominado por la tautología. La contradicción y la tautología están “vacías de sentido”. Si para Deleuze la contradicción realiza el falso movimiento del pensamiento, para Wittgenstein la contradicción es siempre falsa y no enseña nada. Hacer el movimiento del pensamiento para Deleuze excede como diferencia eficiente a la dimensión proposicional del lenguaje, aunque la contenga como régimen de signos, siendo ésta la que funda para Wittgenstein el límite de lo pensable. Rancière no puede separarse de la tradición aristotélico-hegeliana porque la orientación crítica de su pensamiento está fundado en la contradicción y es a partir de esta categoría que organiza su imagen del pensamiento.
Su análisis del pensamiento de Deleuze en el dominio de la estética y la política utiliza esta matriz para llamar mascarada a la relación entre ontología y expresión en la que “nada se concluye aparte de la identidad del poder infinito de la diferencia y de la indiferencia del Infinito”, que culmina en “un diferimiento interminable de la fraternidad prometida”11. Como ejemplo, el Bartleby que presenta Deleuze, para Rancière no pasa de una “ilustración caricaturesca” de un mundo de la libertad fraternal y de la caída de las máscaras. Deleuze cree que entre la indiferencia y la injusticia, la fraternidad es el único movimiento posible en tanto que desmonta jerarquías e iguala frente a lo común sin suprimir la diferencia constituyente. Su pensamiento hace de la política un gesto primero que nada tiene de un fondo destructivo. Su problema es la invención de nuevas composiciones y relaciones.
Deleuze inscribe la política en el ser y de ese modo hace del ser una apuesta política. Nada hay en el mundo que no sea el resultado de un proceso de diferenciación y actualización. La política no es una región entre otras sino que coincide con el surgimiento y devenir del ser. Por ello Deleuze y Guattari dicen “la práctica no viene luego de la instalación de los términos y sus relaciones, sino que participa activamente en el trazado de líneas, afronta los mismos peligros y las mismas variaciones que ellas”. Para Deleuze, “antes que el ser, está la política”12. De modo que la política trata del ser en tanto que ser. Por ello hay una ontología en la obra de Deleuze inseparable y simultánea a la expresión estético-política. Sólo la política se vuelve revolucionaria cuando una forma de pensar y de hacer libera unas fuerzas que implican modos de vida sensibles.
En “¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine”13 Rancière señala una orientación del pensamiento de Deleuze hacia la “autonomía de la imagen”. Autonomía en favor de las adherencias sutiles entre imágenes que valora la ruptura de los enlaces causales del movimiento y considera una temporalidad independiente del movimiento. La discontinuidad y lo imprevisto presentan un desajuste de los encadenamientos sensorio-motores y una relación de la imagen en sí hasta su propia infinitud. En el pensamiento de la autonomía de Deleuze domina el intervalo en la continuidad y la emancipación de los rasgos expresivos como diferencia eficiente que cuestiona la causalidad. Esto supone un debilitamiento de la causalidad y un re-encadenamiento “cristalino” del mundo como imagen sostenido en el movimiento del par actual/virtual. La novedad del planteo de Imagen-movimiento e Imagen-tiempo consiste en una posición que excede al cine para orientar la imagen del pensamiento filosófico.
El problema de la autonomía de la imagen se confronta con los límites de la mímesis y de la concepción del organismo como forma. Deleuze traza un diagrama del pensamiento que se libera, siguiendo la lógica de la diferencia eficiente, de las tesis antiguas de Aristóteles y de las modernas de Hegel. Busca la autonomía de una forma que siente y piensa, como conjunto de lo que es y aparece, dando lugar a la anomalía de los rasgos expresivos en los límites de la identificación normativa mimética e irreductibles a la forma orgánica. De este modo desvincula la potencia singular de los procedimientos concernientes a la historia de las artes de una historia general, en tanto que la función del arte es la ruptura histórica por medio de los procedimientos expresivos. Esto no significa que el dispositivo de fabricación artística y que los procedimientos de cada arte no tengan una historia y que sus efectos no transformen la historia. Para Deleuze, entre otros ejemplos originales, es el caso de “Bartleby el escribiente” el que autonomiza los rasgos expresivos y presenta un principio colectivo de enunciación revolucionaria. El filósofo define la estética como el dominio de la fabricación de posibles originales en consonancia con Bergson y con Marx, pero valora la invención de una imagen por venir emergente de rasgos expresivos autónomos como potencia singular frente a una imagen representativa de carácter normativo y orgánico. Por ello dice, en colaboración con Guattari, que “los universos del arte no son ni actuales ni virtuales, son posibles como categorías estéticas”14. De este modo la estética es el dominio de los rasgos expresivos que emergen de la invención y fabricación de posibles liberados como excedentes inorgánicos del organismo. Los rasgos expresivos autónomos son los procedimientos, que como un régimen de signos, aparecen como categorías estéticas.
La autonomía de la imagen emerge de un principio radical. Deleuze no valora la imagen como duplicado sino como identidad de la materia-luz que irrumpe como aparecer. La imagen es la cosa en sí compuesta de rasgos de expresión o signos capaces de recrearlos. Siguiendo a Bergson, Deleuze piensa la imagen como una modulación de la materia-luz por la cual pasan en todos los sentidos las modificaciones que se propagan en la inmensidad del universo. Por ello el cine es el lugar de las cosas del mundo y es el nombre del mundo como invención. Claro está que no se trata de una invención del espíritu como doble imaginario de las cosas del mundo. Tampoco de una pasividad pura sin dispositivos y procedimientos históricos. Esto quiere decir que la imagen como invención de movimiento y duración requiere de una comprensión simultánea de naturaleza empírica y trascendental.
La dimensión ontológica sostenida en la fórmula “empirismo trascendental” significa para Deleuze una orientación del pensamiento, que afirma que los hábitos y creencias en el espacio (dimensión empírica) entran en relación de composición con la invención espiritual de conceptos en el tiempo (dimensión trascendental). La diferencia trascendental orienta una transformación de la imagen del pensamiento en la repetición empírica. La diferencia empírica modifica las condiciones de invención trascendental. Esta relación ontológica es un compuesto inseparable e inmanente para pensar el reparto de lo sensible. Tal reparto pone en relación de modo “plástico” dos dimensiones irreductibles entre sí: el cuerpo y el concepto. Por ello puede decirse que la imagen existe en sí como materia-luz en movimiento y que es un posible fabricado por un dispositivo histórico con procedimientos singulares que crea categorías estéticas.
La autonomía de la imagen del pensamiento es presentada por Deleuze como una lógica de la sensación: lógica que reúne la identidad de materia-luz y los signos como rasgos expresivos que componen las imágenes. De este modo plantea la composición de dos planos que en la historia de la filosofía resultan incomposibles y los reúne como un mixto ligado por una síntesis disyuntiva o síntesis de heterogéneos, entendida como una verdadera operación del que está “forzado” a pensar para resolver un problema que lo asfixia en la historia de su presentación. Este mixto “empírico trascendental” se propone desbaratar la oposición entre una física del mundo y una psicología del sujeto. Interrumpe cualquier dualismo tendiente a oposiciones absolutas para mantener un principio de oposiciones dinámicas relativas. Los motivos de la unidad, de la agrupación, de la composición no son para Deleuze del orden del consenso del valor común porque percibe allí una pobre fatiga del pensamiento. Lo que tiene valor sintético es una diferencia eficiente, como lo es la de toda creación, que reúne los heterogéneos que se separan en forma irreductible y separa los dualismos superficiales que se reúnen en forma relativa.
La crítica de Rancière separa el mixto pensado por Deleuze y enfrenta sus partes componentes por oposiciones absolutas orientando la imagen del pensamiento hacia la síntesis de un movimiento dialéctico cuyo germen es la contradicción. Las de Deleuze y Rancière son dos imágenes del pensamiento irreductibles una a la otra, y sin embargo por igual potentes y productivas en los dominios estético y político. Presentada la imagen del pensamiento de Deleuze y su concepción de la imagen, de nada sirve que el eje crítico de Rancière se sostenga sobre la contradicción cuando esta forma del movimiento del pensamiento ha sido explícitamente criticada en términos lógicos por Deleuze y reemplazada por una lógica de la composición sostenida en síntesis disyuntivas y en figuras paradójicas más cercanas a su juicio a la diferencia eficiente como movimiento real. El fondo de la querella es dar cuenta del movimiento material del mundo. Movimiento, que de dos modos distintos, persigue lógicas de pensamiento enfrentadas. El problema radica en cuál de ellas resulta posible para alcanzar el movimiento material en el que se implican cuerpo y concepto.
Deleuze procura distinguir los mixtos mal compuestos que confunden la intensidad con la sensación. La noción de intensidad arrastra en la percepción empírica una mezcla impura entre determinaciones que difieren de naturaleza. La intensidad excede lo empírico de los niveles de sensación vividos en favor de una razón trascendental capaz de conjurar las ilusiones que pueden arrastrar sus efectos. Se trata de no confundir diferencias de grado entre sensaciones vividas con diferencias de naturaleza entre intensidad y sensación que se constituyen como germen de los falsos problemas. En la duración sólo hay diferencias de naturaleza mientras que en el espacio hay diferencias de grado. La intensidad es una noción que pertenece a la duración y las sensaciones vividas al espacio. Deleuze recupera para pensar el reparto de lo sensible un “empirismo superior”, uniendo a Kant y a Bergson, para poder reunir en la duración vivida el elemento genético de la intensidad como efecto en las sensaciones empíricas. Rancière se mantiene en el plano de las sensaciones empíricas sin abandonar la “pensatividad” categorial genética del espíritu que se presenta a sí mismo aunque parece cuestionar la disolución dual entre praxis y teoría en la idea de un empirismo superior. Deleuze y Rancière polemizan su posición frente al marxismo. El de Deleuze, tejido fraternalmente con Guattari, es completamente opuesto al de Althusser, tradición en la que se ancla el de Rancière. Para Deleuze la ilusión depende del mundo que habitamos como apariencia y que nos exige un pensamiento inventivo que conjure el abandono de la duración al servicio del espacio vivido como experiencia material. Para Rancière la ilusión depende de un movimiento del pensamiento como construcción histórica del espacio material que habitamos como apariencia y que nos exige una relación dialéctica entre los lenguajes históricos de las prácticas sensibles y la historia en general.
El tránsito que Deleuze enfrenta en la constitución de su imagen del pensamiento es el paso de la cualidad a la cantidad como problema ontológico y político. Desplaza el problema del epicentro de Hegel hacia Bergson y sostiene que “la noción de multiplicidad nos libera de pensar en términos de Uno y Múltiple”. Incorpora la distinción capital entre diferencias de grado y diferencias de naturaleza. La diferencia de grado es una multiplicidad de “orden” y se expresa en exterioridad; la diferencia de naturaleza es una multiplicidad de “organización” y se expresa en interioridad. La dialéctica de Hegel resulta incapaz de concebir diferencias de grado o de naturaleza y determina el ser por la negación. Deleuze indica que el proceso real del ser nada tiene de un movimiento negativo de determinación, que al final es una falsa noción de diferencia. La noción de diferencia eficiente, de causalidad y productibilidad, conecta para Deleuze, a Duns Scoto con Bergson, con el afán de mostrar que la causa ontológica fundamental debe ser interna a su efecto. La causa eficiente, por su naturaleza interna, puede sostener al ser como causa sui. De Duns Scoto y la causa eficiente a Spinoza y la causa sui, se abre –con las críticas a la causalidad externa– la posibilidad de la diferencia interna en Bergson. Diferencia que se separa de la de Platón por el principio de finalidad de este último.
La diferencia eficiente e interna de Bergson frente a la diferencia final de Platón produce para Deleuze el reencuentro con Spinoza, en tanto la diferencia como causa sui sostiene la dinámica interna de la univocidad. El problema del plano de inmanencia unívoco es que contiene simultáneamente diferencias contingentes (accidentales) y diferencias sustanciales (en sí), pero aquello que le importa a Deleuze es concebir la diferencia interna como tal, como diferencia pura, elevando la diferencia al nivel de lo ilimitado. La vida brota y fluye por una dinámica de la diferencia en sí: la cosa difiere de sí inmediatamente sin causa final ni teleología. La producción de la diferencia eficiente como diferencia inmanente excede cualquier finalidad externa. La Ciencia de la lógica de Hegel es cuestionada por un principio capital: una causa exterior a su efecto no puede ser necesaria, y el proceso de mediación, en una dialéctica de contradicción, depende necesariamente en el opuesto de una causalidad externa. Ante la diferencia abstracta, Deleuze afirma la diferencia eficiente e interna. “Esta combinación, dice Bergson, de dos conceptos contradictorios no puede presentar ni una diversidad de grado ni una variedad de formas: es o no es”. Para Bergson algo contingente y abstracto se vuelve generalidad en Hegel: el movimiento negativo que no contiene ni grados ni matices sólo puede ser abstracto para enfrentar las dinámicas reales. La autocreación de la vida que brota y fluye no es determinación sino diferencia. La ontología positiva de Bergson contiene lo imprevisible y, para Deleuze, estética y políticamente, esto afirma un pluralismo de la composición de multiplicidades frente a un pluralismo del orden determinado. Duns Scoto, Spinoza y Bergson le permiten a Deleuze desplazarse de la filosofía del Estado de Hegel, sostenida en la lógica de lo Uno y lo Múltiple,15 hacia otros modos de composición política de las relaciones fraternales.
La síntesis disyuntiva que Deleuze plantea como relación entre heterogéneos conserva el plano material entre términos como diferencia eficiente y conjura cualquier causa exterior a su efecto para pensar estética y políticamente. La lógica de las contradicciones que Rancière plantea como relación entre opuestos, sostenida en una causalidad externa necesaria para que exista el proceso de mediación, mantiene un vínculo entre lo material y lo abstracto en el movimiento del pensamiento. El desacuerdo está centrado en lo contigente y abstracto de herencia hegeliana que opera en el pensamiento de Rancière, en tanto movimiento negativo que introduce en los análisis sobre Deleuze una contradicción que no contiene ni grados ni matices para enfrentar las dinámicas reales. Donde Deleuze ve en la causalidad externa de la contradicción un falso problema para pensar el movimiento, demasiado general para comprender la diferencia eficiente, Rancière describe contradicciones como confusión y oscuridad metódica para comprender por mediaciones las relaciones entre materia y forma. En el pensamiento francés contemporáneo esta querella expone la oposición que zanja una tradición entre Spinoza y Descartes. La tradición de Rancière es cartesiana porque separa los mixtos metódicamente sin dejar de abordar la “pensatividad” de las imágenes, la de Deleuze es spinozista porque no separa los mixtos para interrogar la identidad materia-luz como “pensatividad” de las imágenes.
En el intervalo del acto de creación productor de rasgos expresivos Deleuze percibe el mixto material y espiritual en el que es posible una lógica de la sensación y un abordaje analítico del sintiendum. Las imágenes provenientes de las artes son tratadas como acontecimientos y ordenamientos de la materia luminosa. Acontecimiento de la materia-luz en movimiento y de la fabricación de una potencia singular. Una dimensión está implicada en la otra componiendo la lógica de la sensación. Como los signos son los rasgos de expresión que componen a las imágenes, se trata de ordenarlos según series que indican su pertenencia a dispositivos, procedimientos históricos e invenciones estilísticas que dislocan la causalidad histórica. La complejidad del argumento de Deleuze radica en desbaratar las contradicciones y el respeto jerárquico de la mímesis, la norma y la representación de la historia de la razón de lo sensible.
Para Rancière “estética” no designa una teoría del arte en general sino un régimen específico de identificación y de pensamiento de las artes: un modo de articulación entre maneras de hacer, formas de visibilidad de esas maneras y modos de pensamiento de sus relaciones. Este régimen específico es inseparable de un reparto de lo sensible en la distribución, en la (re)partición de lo común y en las partes exclusivas. Reparto de espacios, tiempos y de formas de actividad. Hay pues en la base de la política, una estética. Es decir, formas de visibilidad de prácticas del arte y el lugar que ellas ocupan en lo que hace a la mirada de lo común. Las artes comparten con las prácticas de emancipación posiciones y movimientos de cuerpos, funciones de la palabra, reparticiones de lo visible y lo invisible. El arte es político por la distancia que toma respecto de sus funciones, por la clase de espacios y tiempos que instituye, por la manera en que recorta el tiempo y puebla el espacio. “Estética” trata sobre la competencia para ver y la cualidad para decir sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo16.
Rancière valora la presentación de espacios y tiempos que el arte produce. También el orden causal del mundo y el mundo como representación de equivalentes, donde se juega el orden mimético y su normatividad en todas sus formas, para que en su distancia crítica el espíritu se presente a sí mismo. No parte de la diferencia eficiente de un procedimiento del arte sin considerar el principio de normatividad histórico del sistema representativo. Como si nos dijera que para percibir el excedente resulta necesario seguir considerando el tema y su relación con los modos de representarlo, tanto como los géneros y las formas de expresión. Mientras la jerarquía del edificio mimético funciona perdura un régimen específico de identificación que permite percibir sus variaciones históricas. El movimiento de la obra considerada requiere pensar una ley exterior y una ley interior. La ley exterior proviene en el lenguaje de la tradición de la jerarquía de los representados. La ley interior parte de los dispositivos de los que surge el lenguaje y de la composición que demuestra la singularidad de su propia potencia.
El problema estético y político que dirime la querella entre Rancière y Deleuze es el de la emancipación. Éste comienza, por parte de Deleuze, con la anulación de la jerarquía de la representación. La obra que no representa se auto-presenta y se demuestra en su autonomía singular. Mientras Rancière valora la relación de cuño aristotélico contenido-forma, Deleuze parte de la noción nietzscheana fuerza-forma. Es el viraje que se desplaza de la mímesis al estilo. Esto no niega que Ranciére valore los rasgos estilísticos, pero los conduce a categorías propias de su matriz conceptual en tensión entre el régimen representativo y estético. La potencia singular de presencia, aparición e inscripción que rompe con lo ordinario de la experiencia parte de la noción de estilo. El estilo, tal como lo entiende el pensamiento entre Nietzsche y Deleuze, es un procedimiento que reúne lo consciente y lo inconsciente, lo voluntario y lo involuntario, la historia y el devenir. Cuestiona el edificio mimético y su normatividad porque anula las jerarquías y las mediaciones propias del sistema representativo. Es una ruptura expresiva “pura” porque se auto-presenta sin representar y demuestra en sí su autonomía singular que se sustrae de cualquier universalización.
Deleuze opone el procedimiento de expresión como potencia singular a la semejanza mimética como normativa mediadora de la representación de equivalentes y a los rasgos autónomos sujetos a categorías a priori del espíritu . Los actos de creación del arte son el dominio de lo posible fabricado inmanente sostenidos en la potencia del estilo como procedimientos de expresión. Son excedentes que pertenecen a una lógica de la sensación que trae a la presencia aquello aún no pensado o sentido. La invención del estilo en arte es un procedimiento o fórmula que presenta un posible fabricado como una “historia natural”17 desligada de los encadenamientos de causa y efecto, de mímesis y categorías a priori. El procedimiento como estilo evoca una zona anterior a la metafísica de la representación: paisajes que piensan y figuras no humanas que sienten. Rancière está en lo cierto cuando piensa que para Deleuze el arte es el dominio de un pasaje de un régimen significante a otro. Se trata del pasaje de la lógica causal de las contradicciones a la lógica paradójica de los márgenes de indefinición y de los excedentes expresivos. Por ello puede decirse que el procedimiento es rasgo que se emancipa de la representación: fórmula que presenta otro régimen significante.
La emancipación del estilo no se encuentra en la identificación normativa sino en el rasgo expresivo que cuestiona cualquier unidad orgánica del arte y cualquier herencia del mundo como voluntad y representación en beneficio de lo universal. Para Deleuze el rasgo expresivo es potencia singular emancipada y desligada del encadenamiento percepción-acción y de la atmósfera orgánica mimética. El rasgo expresivo como potencia singular se materializa en personajes conceptuales y en figuras estéticas. Si bien hay relación entre éstos, Deleuze diferencia unos de otras: los personajes conceptuales operan sobre un plano de inmanencia que es una imagen del pensamiento-Ser (noúmeno) y las figuras estéticas lo hacen sobre un plano de composición como imagen del universo (fenómeno). Deleuze y Guattari escriben “Melville decía que una novela comporta infinidad de caracteres interesantes pero una única Figura original como el único sol de una constelación de universos, como principio de las cosas, o como el faro que saca de la penumbra un universo oculto”18. Bartleby19 es una imagen del pensamiento-Ser y una imagen del universo, reunidas en forma simultánea, y por ello alcanza para Deleuze el estatuto de personaje conceptual y de figura estética. Reúne el noúmeno y el fenómeno en la materialidad de una fórmula lingüística que indica un funcionamiento pragmático.
Ajeno se encuentra Deleuze de la tradición romántica a la que lo conduce tanto Rancière como Badiou20. Si bien considera la relación entre lo orgánico y lo inorgánico, busca una “concrescencia” propia de una metafísica de la materia más cercana a Whitehead y Simondon, y a una pragmática sostenida en una lógica de los dispositivos y los procedimientos operatorios ligada a Henry y William James. En el proceso de formación de la obra (gestaltung) la forma es inseparable de las fuerzas que la constituyen. En “Bartleby el escribiente” de Herman Melville, no es una fábula la que cuenta la metamorfosis de un personaje sino que un personaje, al reunir noúmeno y fenómeno como funcionamiento de un rasgo expresivo, presenta la transformación de la lengua y del mundo como fábula. Deleuze no piensa en Schopenhauer sino en Nietzsche, aunque reconoce que Melville sí lo hace al introducir la anomalía de Bartleby como la de un inocente santo idiota. ¡Un poco de esquizofrenia en la neurosis! Se trata de un personaje que se sustrae de toda particularidad llevando la voluntad a su límite. Una voluntad de nada es la prefiguración de un excedente demoníaco. Esta afirmación está más cercana a Nietzsche que a Schopenhauer, en tanto arrastra un nihilismo activo. La vida en el personaje justifica e impulsa todas las zonas oscuras que escapan a la razón suficiente. La vida conserva su misterio y no tiene necesidad de ser justificada. Por ello Deleuze aborda el principio enigmático aunque no arbitrario de la fórmula a través del personaje en una síntesis plástica que contiene la relación fuerza-forma. En la potencia de formación de la obra, Melville considera lo indiferenciado a-significante como un ritmo inhumano que atraviesa la fórmula lingüística I would prefer not to. Fórmula que expresa una función límite en su condición agramatical. “Pese a ser una construcción normal, suena como una anomalía”. Por ello Deleuze piensa “la presencia sorda de la insólita fórmula” a través del ritmo como musicalidad, en tanto que el ritmo es un tiempo implicado en la materialidad lingüística y en la figura, y no una extensión temporal o una duración continua.
La fórmula de Bartleby I prefer not to, “prefiero no”, dice a secas una positiva sustracción de la acción mientras afirma “preferiría hacer otra cosa”, comporta una tensión de duración que se explica a sí misma implicándose a sí misma. Tensión paradójica, en tanto que la duración vivida no se resuelve ni como negación total ni como afirmación indubitable. Contagiosa y desoladora, la fórmula no se limita a rechazar aquello que el original monomaníaco Bartleby prefiere o no prefiere, sino que llega a hacer imposible lo que hasta entonces hacía. Bartleby avanza y se retira en su mismo transcurrir hasta crear una zona de indeterminación. Expresa una lógica extrema donde alcanza la presencia algo inexpresable que escapa al conocimiento y a la psicología, una pura pasividad paciente hasta Ser en cuanto ser y nada más, manteniendo a todo el mundo a distancia. Se trata de la elegancia de un gesto no relacional fuera de sí que persevera en su ser. Un negativismo que excede toda negación. No se trata de una concepción de la música o del silencio que afecta a la escritura proveniente de Schopenhauer sino del tiempo del ritmo del “outlandish” inventado por Melville en el inglés como lengua inhumana propia de Moby Dick, que expresa un tiempo de la presencia incomprensible que desnaturaliza la lengua. Mero tic local en la lengua que anuda música poética y silencio del personaje. La fórmula abre un vacío en el lenguaje y en las acciones, desconecta las palabras de las cosas y las acciones de las palabras. Expone al desnudo al anónimo y al parricida frente al hacer mecánico que termina transformándolo en un rasgo informe. Los rasgos de expresión se escapan de la forma. El rasgo emancipado como ritmo en la lengua y en el gesto del personaje es una anomalía contra la ley, y se acerca a lo que Bergson llamó tensión de duración y Maldiney, cronotesis21. Esto quiere decir que el estilo es ritmo temporal que orienta el sentido del personaje sin representar. Sobre todo en su fijeza vagabunda en la oficina del abogado.
Deleuze no piensa la concepción performativa de la obra hacia una lógica de lo “simbólico” señalada por Hegel y tampoco lo hace hacia el “carácter” en lugar de la “acción” como motor de la fábula poética que retoma la oposición de Aristóteles. La emancipación del rasgo expresivo por el estilo revela que el componente a-significante del ritmo excede en la materialidad lingüística y en la figura a cualquier homologación con la idea de carácter. Bartleby, como percepto y afecto sensible, es una an-omalía que descentra un pensamiento del sujeto y desmonta la imagen de la representación como sustancia esencial. Bartleby es un ritmo lingüístico y un modo cómico de un rasgo expresivo emancipado que deja caer sobre un fondo trágico la máscara de la ilusión. Deleuze percibe en esta “figura original” una constelación de multiplicidades materiales y un principio de las cosas que se sustrae afirmativamente al dualismo en favor de la horizontalidad del mundo y sus relaciones. En este sentido, el Personaje conceptual es un acontecimiento material del orden del noúmeno y la Figura original, un acontecimiento fabricado del orden del fenómeno.
Bartleby, como Zaratustra, ocupan simultáneamente el doble lugar de Personaje y Figura al unir el plano del concepto con el universo del percepto y afecto creado. Ese doble lugar reúne un pensamiento sin imagen con una imagen del pensamiento. La fórmula de la expresión de Bartleby coincide con el surgimiento y devenir del ser porque reúne noúmeno y fenómeno, pero afirma en la sustracción paradójica que antes que el Ser está la política. No una política dionisíaca de la disgregación sino una política que reconoce en la práctica fraternal una comunidad de individuos que se subleva contra las particularidades que contraponen a los individuos entre sí y contra lo universal en nombre de la trascendencia y la caridad. Política que no desconoce que en la espalda de todo pensamiento occidental está la vergüenza de ser hombre y en el horizonte inmediato la inseparable relación dramática entre ética y estrategia política22. La fraternidad sólo se produce entre almas originales que gozan de una nueva percepción. “¡Ah, Bartleby, ah humanidad!”, son palabras de abogado. Bartleby casi catatónico se sustrae de la caridad y de la filantropía para no residir en la deshonra aunque para ello tenga que perseverar en estado de desobediencia civil.