Riesgo y seguridad son conceptos fundamentales de toda ciudadanía y lo son como argüía Hobbes (y luego de éste Foucault) en el sentido que ambas pueden funcionar como mediadoras entre un estadio de naturaleza total donde “todos” tienen derecho a todo, por tanto a nada. El principio de civilidad permite prevenir la “guerra de todos contra todos”. Los hombres se debaten entre dos tendencias igualmente de fuertes pero contradictorias, el deseo por los bienes del otro y el temor a ser expoliado por ese otro. Esta dicotomía se salva por medio de un tercero (Leviatán) a quien se le confiere legitimidad, ley y poder para regular la vida en sociedad. En este sentido, el miedo no desaparece por completo sino que aún en estado de civilidad se mantiene subyacente en la construcción política misma (Hobbes, 1998; Hilb y Sirczuk, 2007; Strauss, 2006)2.
Sin embargo, uno de los problemas conceptuales de las perspectivas hobbesianas ha sido la trivialización en la construcción del otro. Si el hombre sólo teme por sí mismo, Hobbes no puede explicar aquellas conductas en donde la conducta no se mueve sino por el temor a que un ser querido sea dañado (en tanto que otro cercano a mí). El miedo no solo opera en una categoría de mismidad, de afuera hacía dentro sino también lo hace teniendo como objeto de protección a otros ajenos al self (Korstanje, 2010). Segundo, la racionalización de la política, la cual empieza con el abordaje hobbesiano, implica comprender al sistema social como una conjunción de voluntades individuales y subjetivas que exclusivamente dialogan resignando su propio interés. Cuando ello sucede, se da lo que B. Susser (1992) denomina la “democracia conservadora”. La moderación para esta perspectiva debe imponerse a la ideología que lleva al fanatismo. El problema se suscita cuando progresivamente esta forma objetiva de hacer la política erosiona las bases de la participación legitimando las formas y estructuras del status-quo.
Los puntos expuestos son centrales para nuestro trabajo, evoca por las contribuciones de otros pensadores quienes pueden ponerse en diálogo con la corriente hobbesiana. Una de las académicas que mejor se ajusta a esta descripción es Hannah Arendt. Mientras para Hobbes el miedo es el fundador de lo político para Arendt (también para Spinoza)3 lo político se desdibuja y da lugar al autoritarismo (aún en una organización democrática) cuando los hombres actúan movidos por el temor. Aquello que para Hobbes es una imposición para evitar una situación peor, en Arendt toma el sentido de una restricción a la libertad humana. Las contribuciones de Arendt se presentan como importantes a la hora de comprender los motivos y causas por las cuales una sociedad aparentemente democrática se hace dictatorial. En ese contexto, tanto temor, seguridad como riesgo juegan un rol más que importante. Si bien existe una gran variedad de obras que pueden consultarse, escritas por Arendt, focalizaremos nuestra atención en ¿Qué es la Política? (1997), La Condición Humana (1998), Eichmann en Jerusalén (1999) y Los orígenes del Totalitarismo (1987).
El miedo político ha sido un concepto que lleva de existencia la filosofía (sino más remontándose a los pre-socráticos). Desde Aristóteles hasta Hobbes pasando por las más variadas perspectivas como Montesquieu o Tocqueville, todos han visto en el miedo una variable importante de la vida social y política de un Estado o ciudad (por más de dos milenios). Por este motivo, es importante trabajar en esta sección la relación del miedo con el poder político en Corey Robin (quien mantiene una gran influencia de Arendt).
El miedo o temor, como lo imaginamos, conduce voluntariamente al sujeto a la apacible tranquilidad de la vida pero lo obliga a renunciar a ciertas actitudes de resistencia (pasividad). Al reconstruir el mito judeo-cristiano de Adán y Eva, Dios descubre luego de comer del árbol prohibido, tanto Adán como Eva desarrollan un nuevo sentimiento el cual los lleva a esconderse. Antes del pecado, el hombre caminaba libremente por el jardín del Edén hasta que el rigor del trabajo esclaviza sus cuerpos y sus mentes. En consecuencia, C. Robin advierte, la imposición ético-moral trae consigo consecuencias indeseables, el miedo. El autor elabora una análoga comparación de la situación de Adán con respecto a los atentados del 11 de Septiembre de 2001 en donde miles de estadounidenses salieron forzosamente del letargo cultural en el cual se encontraban. La sociedad americana había estado sujeta a diversos miedos asociados a la Guerra Fría o las revueltas raciales, más desconocían su responsabilidad directa en la conformación del problema. Todo miedo es principalmente político pues su interés radica en la dominación.
El miedo se construye, de esta forma, en trampolín hacia la homogeneización de las controversias subyacentes antes del momento crucial que ha despertado a la sociedad. Ese momento mítico es reinterpretado siguiendo una lógica bipolar de amigo/enemigo y genera la movilización de recursos humanos o materiales con fines específicos. En los enemigos, por regla general, se depositan una serie de estereotipos con el fin de disminuir su autoestima y masculinidad. Demonizados no tanto por lo que han hecho sino por sus conductas sexuales, atribuimos a los enemigos (terroristas) grandes desordenes psicológicos. La incorregibilidad de estas anomalías conlleva a la idea de confrontación y posterior exterminio. El miedo como sentimiento primario sub-político debe ser comprendido en tanto resultado de las creencias se encuentra vinculado con la ansiedad. De alguna forma, Robin sugiere que el miedo político no debe entenderse como un mecanismo “salvador del yo” sino un instrumento de “elite” para gobernar las resistencias dadas del campo social. Éste, a su vez, posee dos subtipos: interno y externo. Si el enemigo externo se construye con el fin de mantener a la comunidad unida frente a un “mal” o “peligro”, el interno surge de las incongruencias nacidas en el seno de las jerarquías sociales. Cada grupo humano posee diferenciales de poder producto de las relaciones que los distinguen y le dan identidad. La tendencia a identificarse con una cultura o una nación se corresponde con la negación de la sociedad política. Los intelectuales ansiosos identifican a las sociedades civiles como la base sobre la cual debería edificarse las relaciones sociales. Iglesias, universidades y ONGs asumen un papel de protagonismo en la configuración de la sociedad; en la política tradicional los electores ven corrupción y maximalismo utilitarista. El liberalismo ansioso busca un “yo más fuerte” que no logra encontrar, aumento así su decepción y frustración (Robin, 2009)
Análogamente a Foucault y Robin, R. Bernstein explora la conexión entre religión y patriotismo para definir al miedo político. Su tesis central radica en que la corrupción de las instituciones se da cuando las metas sobrepasan las capacidades éticas de la sociedad, cuando el objetivo se hace más importante que los pasos a seguir debilitando la capacidad de la sociedad para hacer frente a los totalitarismos. Desde dicha perspectiva, Bernstein toma las contribuciones de A. Arendt con respecto a la construcción del mal y su relación con el holocausto sucedido en Auschwitz. Definiendo previamente al mal como toda intención de trivializar la esencia humana, Bernstein asegura que una de las estrategias de los regimenes totalitarios consiste en monopolizar y manipular todo lo que en esta vida es espontáneo y simple. Siguiendo este argumento, los grupos en el poder intentan imponer una lógica bipolar que construye dos realidades antagónicas, rompiendo las posibilidades de toda negociación. Bernstein discute la manera en que la corrupción aún dentro de los sistemas democráticos puede ser manipulada y transformada en una construcción de expansión ideológica. El voto universal, no es prerrequisito suficiente para afirmar que un país es democrático o no sino por el contrario lo que determina el grado de democracia es la capacidad de dialogar e intercambiar posiciones (Bernstein, 2006).
Lo que para Robin es cuestión de hegemonía para Bernstein sugiere cierto dogmatismo en el discurso que nada tiene que ver con la religión. El absolutismo de pensamiento no surge de la religión ni de la política, pero las utiliza, las corrompe y las presenta como instrumentos que “dignifican” sus intereses. En lo personal, el trabajo de Bernstein explora como la tergiversación y la petrificación de ciertos valores religiosos son funcionales para generar mayor legitimidad en un momento de la historia humana caracterizada por la incertidumbre y el temor. En efecto, los hombres son más proclives a la sumisión voluntaria cuando experimentan procesos de miedo, ansiedad e indecisión. Existe una tendencia inevitable dentro de las democracias occidentales al autoritarismo en cuyo caso la ciudadanía debería mantenerse expectante y en alerta (Bernstein, 2006). Tanto para Robin, como para Foucault y Bernstein el miedo es tanto que político una herramienta (no el fin en sí mismo) para lograr el adoctrinamiento interno. Este miedo puede actuar por medio de un enemigo externo como interno. En la próxima sección arribaremos al pensamiento de H. Arendt respecto no solo de lo político sino las necesidades de seguridad construidas por los totalitarismos.
El humor político, término utilizado por los padres fundadores de la “Ciencia Política”, evoca la necesidad de comprender a la relación entre el poder y el ciudadano de una forma sistemática. Cada sociedad y forma económico-social mantendría según esta postura su propio humor político que dependiendo de sus variables subyacentes manifestaría una tendencia a la democracia o al autoritarismo. Tal vez uno de los problemas de mayor profundidad en los politólogos americanos ha sido, a diferencia de los filósofos de la política, su falta de interés por los hechos históricos y la evolución en el comportamiento humano. Este hecho ha llevado a problematizar la política de una forma incorrecta, por lo menos en su planteamiento formal. Siendo la ciencia política moderna un producto cultural de los Estados Unidos, admite el profesor Dahl, no es extraño observar la aceptación acrítica de cánones y categorías propios de la organización republicana estadounidense descartándose otras formas culturales no occidentales, comúnmente etiquetadas como “autoritarias” (Dahl, 1992). Por su parte, D. Easton escribe que el origen de la política como ciencia nace de un impedimento, de una obstrucción. Desde el momento que el ciudadano no conoce las barreras éticas de la vida política por estar principalmente alejado de ella, el estudio del comportamiento político ayuda no solo a comprender las matrices y diferentes cuotas de poder sino ayuda a navegar en momentos de incertidumbre y crisis (Easton, 1992). Todo el mundo político se debate en la dicotomía entre democracia y búsqueda de poder. Escribe al respecto Almond y Verba (1963) que la diferencia entre democracia y totalitarismo estriba en que mientras el primero ofrece al hombre la posibilidad de participar y gestionar las decisiones, el segundo sólo lo convierte en súbdito del poder. No obstante, existen ocasiones en las cuales un régimen perfectamente democrático se convierte en totalitario, la pregunta tal vez debe ir dirigida en otra dirección ¿cuáles son los factores sociales y actitudinales para ello ocurra?
Un correcto análisis amerita separar lo político de lo pseudo-político. En este sentido, lo pseudo-político es definido como “cualquier intento de disfrazar la vida política en la concreción de intereses propios o de grupo”. Mientras la política surge de la diversidad y opera por medio de la educación para la convivencia, la pseudo política apela al miedo y a la inseguridad como formas de adoctrinamiento4. En consecuencia, la pseudo-política es inversamente proporcional al sentimiento de seguridad ciudadana. En forma más o menos directa, la extendida falta de seguridad jurídica y miedo, conlleva un estadio con una vinculación estrecha a la dictadura (Bay, 1992: 54)5. Precisamente, ella da seguridad donde las instituciones democráticas viciadas o vaciadas no pueden hacerlo y en ese acto, se justifica como “la mejor” y “única” alternativa posible ante una crisis que la precede. En este punto de la discusión, Arendt aún tiene mucho para decir y cuyas principales contribuciones deben ser desempolvadas. El primer elemento de estudio en la conformación del “absolutismo” es la presencia del mal por medio del cual existe una sub-humanización del “diferente”. El temor, siguiendo este razonamiento, funcionaría como un mecanismo de investidura que aísla al “peligroso” (por las razones que fueran), lo cosifica y transforma en un objeto tabú6 (Freud, 1997).
Arendt define, en su libro la Condición Humana, a la vita activa como la condición básica de existencia del hombre por medio de la cual se designan tres actividades, labor, acción y trabajo. El primero es descrito como un proceso biológico del cuerpo cuyo crecimiento y decadencia están vinculados al proceso de la vida; su función se encuentra asociada a asegurar la supervivencia de la especie. Trabajo, por el contrario, engloba lo “no-natural” del existir humano ya que no sigue ningún ciclo biológico. Éste permite construir un mundo que es siempre “artificial” dotado de cosas para satisfacer las necesidades del hombre y su propia condición. Por último, la acción no sería otra cosa que la “mediación” entre cosas que promueven la pluralidad. La condición humana comprende la relación con otros que a su vez se condicionan mutuamente, de esa relación es desde donde nace el principio de la política como mediadora entre la condición del hombre y la realidad misma (objetividad del mundo) (Arendt, p. 22).
Si bien el pensamiento de Arendt dista bastante del Hobbesiano, ella reconoce que todos los seres humanos están determinados por la violencia hacia los otros y de esos otros hacia uno mismo. Pero el poder en un tercero regulando al estado de naturaleza (o asegure el pasaje a la polis) es contradictorio. Por un lado, se asegura la legitimidad con el monopolio del poder pero pierde la libertad para tomar decisiones. Cuando un órgano ejerce violencia todos los miembros de la sociedad se hacen iguales ante quien coacciona. Es importante entonces comprender que violencia y poder no son términos que en esta forma de filosofía trabajen juntos. Para ello, necesario se torna ejercer el poder pero no coactivamente, sino como una forma de libertad vinculando acción con idea. Entiéndase bien, el poder no es la capacidad de sumisión del otro, sino la convergencia de idea y acto en donde deviene la existencia humana misma y su capacidad de progreso. El hombre tiene la habilidad de dudar de sí mismo y del mundo, ejerciendo la desconfianza, no como imposibilidad, sino como forma predictiva que anticipa el peligro. La promesa pretende dominar la doble duda humana (consigo y con la naturaleza) como opción para adueñarse de uno mismo. Cuando el hombre pierde su sentido de seguridad, la promesa se apodera de todo, incluso del futuro. En este punto, la discusión versa sobre un eje dicotómico, poder y soberanía son dos conceptos antagónicos. Esta última es considerada espuria. La soberanía reside en la incapacidad de cálculo del futuro limitando la independencia humana la cual es posible por articulación de la “promesa”. La voluntad de asociación se ve desdibujada por la promesa (Arendt, 1998: 242-243).
Siguiendo este argumento, el poder es la base fundamental de la esfera pública por la cual los hombres pueden congeniar procesos de solidaridad (caridad) comunes a sí mismos y a otros. Por ejemplo, el feudalismo ha enseñado que el bien solo puede serlo cuando es común, y cuando los hombres cuidan de sí mancomunadamente. Existía en el feudalismo una tensión entre la vida de todos los días plagada de frustraciones y el esplendor religioso. Pero ambas estaban integradas por cuanto la pobreza era parte de la salvación. Los intereses de la iglesia estaban vinculados a unir a la comunidad. Con la desintegración feudal, nace el jefe de familia como el primer individuo capaz de aplicar justicia y con el hogar la necesidad de privacidad. Por su parte, la caridad es definida como la base de la solidaridad la cual se caracteriza por darle identidad al grupo, los ladrones, los ejércitos, los comerciantes tienen un sentido de caridad, solidaridad específico que los vincula entre sí y los distingue del resto. En el mundo moderno donde las personas se juntan en una sociedad de masas que las homogeniza, la caridad impide que todos quieran lo mismo o que todos puedan ser agrupados y seleccionados. Aquí cabe preguntarse, ¿cómo el hombre llega al autoritarismo y a negar su propia condición?.
El absolutismo comienza con la reducción humana y su cosificación en manos del hedonismo7. Si el trabajo con sus propias leyes terminaba en un fin de acumulación, el hombre sólo vencía el asilamiento por medio de las relaciones laborales que vinculaba su cuerpo con otros. El hedonismo como concepto se institucionaliza cuando el cuerpo se transforma en el receptáculo de la propiedad. En otras palabras, el éxito en hacer de la existencia humana algo privado y cosificado se deja seducir por el hedonismo ya que éste último es definido como una doctrina que sólo conoce como verdaderas las sensaciones corporales desdibujando los límites entre vida privada y pública. Sin lugar a dudas, estas páginas condensan una idea negativa sobre el hedonismo presentándolo como el enemigo real de la vida política. Los productos de los hombres pueden no solo ser mejores que toda la creación sino además que el propio hombre. Esta concepción lleva a una idea de prescindir de la esfera pública y de sustitución por lo privado. El sentido de la existencia es aceptación y no cambio de su esencia.
Por último, el debilitamiento del sentido común crea reclusión y alienación. Se crea un mundo “alienado” donde el hombre con sus productos se convierten en esclavos del mercado. La tesis central de Arendt es que la alienación de la modernidad consiste en adecuar los sentidos humanos a un relativismo sobre la moral y la realidad cuyas implicancias determinan un sentido expandido de egoísmo. En los sistemas hedonistas, la justificación del suicidio, funciona como un argumento bipolar de ordenamiento del mundo en base al placer y al dolor. La sociedad moderna ha hecho de la maximización del placer su principal baluarte. No obstante, dolor-placer no logran la felicidad sino el individualismo que más tarde lleva a la privación y a la necesidad de ídolos (Arendt, p 123-125).
¿De donde vendría entonces el absolutismo?. Arendt reflexiona sobre esta pregunta y responde, del conformismo que obliga al hombre a renunciar a su libertad. La igualdad de lo miembros de un grupo llevan a un vaciamiento de poder, que lejos de no ser político, se transforman en una tiranía. En una organización donde todos asumen una simplificación de derechos y obligaciones por las que nadie responde, el absolutismo llena ese vacío. Si el esquema orgánico de un sólo hombre estructura a un grupo, la burocracia moderna por medio de la impersonalidad genera una de las versiones más crueles de la dictadura (Arendt, p. 51)8.
El origen social del hedonismo y la impersonalidad comienzan con la Reforma protestante, y su sacralización de los bienes de consumo. Arendt reconoce como la reforma protestante permitió extender sobre la propiedad privada y sobre el trabajo un manto de ejemplaridad que ha distanciado al hombre de su verdadera condición. La vida pública es posible si las necesidades básicas están satisfechas y la persona es libre para estar en el mundo pero con el advenimiento del estado nación la propiedad adquirió una matiz puramente política. La propiedad no era entonces usada para llevar una vida en la política, sino para acrecentar las desigualdades o las distinciones con los demás. Nace la riqueza como valor asociado al protestantismo. Partiendo de la base que la Reforma generó una extraña adicción al instrumentalismo que ha llevado a extender históricamente las “fronteras incluso planetarias”, ha generado un abandono interno sin precedentes, palpable hoy en la modernidad (Arendt, 277-279).
Los grandes descubrimientos de la época moderna motivaron la inversión del orden establecido entre la vita contemplativa y la vita activa. La propia contemplación se había vaciado de significado, que hasta ese tiempo, todas las actividades de la vita activa se habían juzgado y justificado en la medida que el pensamiento fue el sirviente de la acción como ésta había sido la asistenta de la contemplación de la verdad divina en la filosofía medieval y la asistenta de la contemplación de la verdad del ser en la filosofía antigua. En aquellas naciones donde la iglesia Católica seguía siendo fuerte, el principio económico de la predestinación no prosperó, como sí lo hizo en aquellas donde la acción católica se fue replegando. La pérdida progresiva de certeza, es sin lugar a dudas, el legado más claro que el capitalismo moderno ha recibido del protestantismo (Arendt, 304). Una de las contribuciones más importantes de Arendt al estudio político del totalitarismo, es la dependencia con otros dos componentes el mal y la alienación.
En su libro ¿Qué es la Política? queda en evidencia el rol del prejuicio como herramienta que involucra la distorsión del otro. En palabras de la propia autora, “consiguientemente el prejuicio representa un gran papel en lo puramente social: no hay propiamente ninguna forma de sociedad que no se base más o menos en los prejuicios, mediante los cuales admite a unos determinados tipos humanos y excluye a otros” (Arendt, 1997:53). Se debe acordar que el prejuicio recurre al pasado para fundamentar ideas impuestas por otros y no consensuadas que cercenan la libertad. Debido a la gran complejidad del mundo, el ciudadano busca mediadores que le ayuden a comprender la realidad, lo que le pasa a él y lo que les sucede a otros. Los prejuicios tienen un papel importante en la política moderna pues simplifican la realidad. Precisamente para evitar un alerta sobre-humana sobre la interpretación de los eventos, los prejuicios permiten comprender una situación que de otra forma sería incomprensible. En algún punto, sin embargo, esta naturaleza se transforma en opresiva pues aísla al ciudadano de la vida realmente política. Los prejuicios han situado a la política en el lugar equivocado (Arendt, 1997).
Si como hemos dicho, el sentido de la política es la libertad, su misión es asegurar la “vida” desde una perspectiva más amplia. La libertad política no se comprende en nuestro sentido actual sino como la imaginaban los griegos, una libertad pre-política y aristocrática formada por los mejores, todos ellos vinculados a un espacio propio que fundamentaba dicha libertad. Uno de los errores conceptuales, aclara Arendt, es asumir que la política ha existido desde siempre y presupone la coacción física. La verdadera política sólo empieza donde acaban las necesidades materiales. Por lo tanto, la tiranía o el despotismo es la anti-política (Arendt, 1997:141).
Arendt critica que la democracia actual no nace de las instituciones sino de la regulación del temor político reconociendo que la acción política no se corresponde exclusivamente con el temor sino también en la libertad contextualizada históricamente. El prejuicio lleva al hombre a pensar que la política es su condición primera, cuando en realidad dista de serlo. La política es sinónimo de creación y emancipación creativa garantizada por medio de la convivencia y el diálogo. La función de los prejuicios es crear sentido en una sola dirección y con fines específicos. Uno de sus mayores peligros para la vida pública parece ser la tergiversación del pasado. Desde una perspectiva moral, el hombre es capaz no solo de desprenderse de sus prejuicios sino de ejercer con autoridad el juicio. La necesidad de cambio ante la posibilidad de catástrofes se corresponde con un alto grado de alienación que lleva a los hombres a desentenderse de sus acciones y a despreocuparse de las posibilidades futuras. Por el contrario, todo cambio renace si cambian las leyes y constituciones que condicionan el comportamiento del hombre con otros hombres. Entonces, volvemos a preguntarnos, ¿es la implantación de prejuicios que cercenan la libertad del hombre lo que nos lleva hacia el mal?
La filosofía política de Arendt, es ante todo, una forma de comprender la ideología y su influencia en el sentido de seguridad de las sociedades; o mejor dicho, como la complacencia ante el miedo lleva a lo absoluto. Sin embargo, admite el profesor Monje Justo, la violencia no necesariamente debe ir ligada a la política, siempre y cuando se pueda trascender la hipocresía de la “ley del más fuerte”. Este pensamiento, ampliamente presente en Arendt por ser testigo de la Segunda Gran Guerra, lleva indefectiblemente a la lucha de todos contra todos. Tal vez, Hobbes no equivocó el diagnóstico sino sus causas confundiendo el síntoma con la enfermedad misma. El totalitarismo como eje del mal lleva a una paradoja, a saber que las herramientas para combatir ese mal son peores. La acción cerrada, dice Arendt, genera violencia. Siguiendo el mismo argumento, la discusión ética sobre el bien y el mal se torna estéril si dejamos de lado al rol del instrumentalismo (medios para un fin). En efecto, Monje Justo no se equivoca cuando (parafraseando a Arendt) se pregunta: ¿puede ser moral el bombardeo a Hiroshima y Nagasaki, aun cuando los pretextos de terminar la guerra suenen convincentes?9.
H. Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén, narra algo más que su propia experiencia como testigo del juicio al Coronel de las SS capturado en Argentina. Centrada en la tesis del show mediático conducido por el fiscal, la autora asume que potencialmente Eichmann no era un asesino psicópata con ansias de tortura sino un simple hombre cuyos apetitos políticos de progreso y bienestar lo llevaron a ser eficiente en su tarea. Lo que Arendt cuestiona, y por lo que ha sido tan fuertemente criticada, es la relación que existe entre lo moral y lo instrumental. En otras palabras, como la lógica instrumental no reconoce razones morales, poco importa si Eichmann era bueno o malo. El aspecto más representativo de la discusión es que todos somos potenciales Eichmann cuando nos movemos en el mundo sin espíritu crítico. Según la junta psiquiátrica que lo examinó, Eichmann no solo no reconocía patologías psicológicas sino que tampoco era antisemita, admite Arendt, sino un simple burócrata con un gran respeto por la ley. Las leyes de “Nuremberg” legitimaban las políticas nazis contra ciertas minorías de la población civil. En perspectiva, Eichmann buscaba la aprobación del superior y no el mal del prójimo. En su desarrollo, se demuestra convincentemente que tan banal y burocrático puede ser aquello que llaman “el mal absoluto” (Arendt, 2006).
Es importante mencionar que por este trabajo, Arendt fue incomprendida y tildada de “anti-sionista”. Su posición frente al juicio de Eichmann no estaba necesariamente asociada a juzgar a quien estaba en el banquillo de los acusados sino a comprender el rol de la alienación como forma estereotipada de anulación de la consciencia. Si bien su desarrollo fue juzgado por la crítica de ingenuo y superficial en los primeros años de la publicación de la obra (ya que Eichmann no era ni más ni menos que un Coronel de las SS con todo lo que ello representa10), su notable agudeza intelectual lleva a repensar hasta que punto “cualquiera de nosotros” podríamos haber contribuido a generar el “mal extremo” simplemente por no escuchar o adormecer nuestra consciencia. Arendt tiende un puente entre la filosofía ética de los philosophes quienes sostenían que las normas morales determinan lo que es o no ético y la razón kantiana. Si para Hobbes, y Durkheim, la moral es una creación social sujeta a la estructuración de procesos que trascienden la libertad humana de elección, para Kant lo bueno y lo malo es parte de la esencia humana. Por tanto, es la crítica del juicio aquella que lleva hacia un estado moral. Es importante notar que el tratamiento de Arendt tiene una limitación. Es una persona responsable y moralmente ¿condenable cuando comete una acción instigado por otro?, ¿por ejemplo bajo efectos de una ideología o incluso de las drogas?.
La respuesta para Harry Frankfurt sería absolutamente no. La responsabilidad moral no está fundamentada ni por las causas ni los efectos del daño, sino por la alternativa del sujeto en evitar hacer lo que hizo. Ya sea amenazado o movido por el miedo, si una persona comete un crimen se admite esa persona estuvo condicionado por una fuerza externa, siendo plenamente responsable de su acto. Sólo una persona deja de ser moralmente responsable cuando existe falta de alternativas antes de cometer el acto; es decir, sólo podría haber hecho lo que hizo (Frankfurt, 2006). El argumento expuesto, lleva a contradecir la propia tesis de Arendt sobre Eichmann. El acusado, era moralmente responsable por sus actos. La alienación no es una categoría suficiente para deslindar responsabilidad moral, porque en uso de sus facultades, el sujeto escoge embriagarse de la copa de la ideología. En forma análoga, Merlau Ponty admite que nuestra consciencia no se encuentra completamente determinada por la historia ni tampoco por la alienación. Nos esforzamos por pensar que vivimos en una sociedad feliz hasta que la realidad nos golpea. Este movimiento sutil pero poderoso es lo que nos hace débiles. La guerra permite construir monumentos y recordatorios pero nada nos prepara para pensar que realmente se trata de víctimas de un ritual que les excede. Siguiendo este razonamiento, Merleau-Ponty (1964) sugiere que el antisemitismo es una cuestión compleja que no se agota con el odio, sino con la indiferencia. Nos horrorizan los “nazis” no por su antisemitismo sino por la importancia que le damos al tema. Esta siniestra mistificación, alrededor del nazismo, no permite una correcta visualización de los factores que han coadyuvado en el advenimiento de Hitler al poder. Los nazis, por el contrario, recuerdan que los líderes son mistificados por los mitos fundadores que les preceden. El anti-semita no puede imaginarse como infligir dolor al pueblo judío, si primero no ha atravesado por ese dolor. Muchos de los declarados antisemitas, de hecho, serían incapaces de torturar a un hombre. Su odio sólo se encuentra mediado por el mito. La idea de un “judío-malo” está motivada por un proceso de alineación que actúa sobre su mentalidad. En este punto, el pensamiento occidental no ha comprendido que la “consciencia” mantiene un poder extraño entre las personas llevándolas a cometer actos que las alejan de si mismas. Incluso el sentido marxista de consciencia es una realidad fabricada, mediada culturalmente.
Pero los críticos de Arendt lejos están de reconocer sus contribuciones respecto a la banalidad del mal, tema a examinar en la próxima sección.
La banalidad del mal se contrapone a la presencia del mal “radical” conceptos elaborados y mencionados en Los Orígenes del totalitarismo (1951). El mal extremo adquiere una naturaleza inhumana por medio de eventos los cuales nunca debería repetirse. Desde el momento en que el Juicio de Eichmann es presentado como un reporte de hechos interpretados bajo la experiencia de su autora, ello le valió varías críticas que la acusaban de no ser objetiva, ya que no puede existir un divorcio entre el contexto y el individuo. Esta forma de pensamiento cuestiona seriamente la posibilidad de “una banalidad del mal” ya que los hechos no pueden experimentarse fuera de la historia. La banalidad del mal como concepto representa un comportamiento subjetivo que no implica perversidad sino complacencia11. Si se parte de la base que el pensamiento cumple un rol esencial en los temas éticos, entonces el mal es definido por Arendt como la falta de pensamiento y juicio que es una de las características primordiales de los hombres “banales”. De esta forma, se advierte que el pensamiento (lejos de ser similar al significado) protege a los hombres de las influencias de las ideologías. Lo que finalmente horroriza de Eichmann no son sus pensamientos sino la posibilidad de que sus actos hayan trascendido “lo que uno mismo puede comprender” moralmente (Bueno Gómez, 2010).
Si para Arendt el espacio público es un lugar donde la acción y la comunicación se juntan, en Sloterdijk el hombre de la cultura moderna ha perdido su mirada crítica y con ella la posibilidad de vincularse con otros -fuera de la escena mediática-. La modernidad ha inventado al “perdedor” y al resentimiento como emoción paralizante. El espectáculo público, desdibujado en su esencia, parece hoy ser funcional al usufructo generado por el consumo y por las diversas frustraciones que transforma en resignación. En lugar de tomar espacio en el debate público, el hombre posmoderno se contenta con aumentar su poder o riqueza y auto-estimularse con el consumo desmedido (Tuinen, 2011).
La posición de Arendt con respecto al mal parece clara a grandes rasgos, la despersonalización y el instrumentalismo pueden hacer más daño a una sociedad que cualquier otra cosa. La cuestión de lo maligno y el terror que ello despierta debe considerarse exclusivamente un problema político. Al respecto dice C. Robin “si a algún otro pensador le debemos nuestro agradecimiento, o nuestro escepticismo, por la noción de que el totalitarismo fue antes que nada una agresión contra la integridad del yo inspirada por una ideología, es sin dudas, a Hannah Arendt” (p. 188). Pero sin lugar a dudas, Arendt es la contratara de T. Hobbes; si en el británico, el miedo lleva a la idea de una pacificación forzosa, en Arendt la sumisión se corresponde con una evidente falta de confianza personal. ¿De donde proviene tanta disparidad en el pensamiento de ambos filósofos?. Robin parece encontrar una respuesta tentativa asociada a la visión (en Arendt) de un yo cada vez más fragmentado y débil. Entre Hobbes y Arendt, el “yo” había sufrido cambios sustanciales producto de revoluciones y contrarrevoluciones políticas. Las contribuciones de Tocqueville en la conformación de una idea que implica “la pequeñez del yo” frente a la libertad han permanecido en la forma de concebir el miedo político de Arendt (Robin, 2009).
El “terror total” se encontraba orientado a destruir de raíz la libertad y la responsabilidad por los propios actos en aras de la eficiencia racional. No es en así, enfatiza Robin, la brutalidad de los crímenes cometidos por los Nazis o los Bolcheviques contra los disidentes, lo que hace al totalitarismo sino la impersonalidad y sistematicidad con que a diario se ejercían. El objetivo se presenta como externo al sistema ético-moral por voluntad del más fuerte. Esta forma de pensar, propia del existencialismo alemán del cual Arendt no se podía desprender, le causó serios dolores de cabeza ya que fue acusada por sus propios correligionarios judíos de “traidora”. Las respuestas culturalistas que apuntaban al holocausto y/o terror total como resultados de la herencia cultural alemana o rusa, no la convencían en absoluto. Ella sostenía, quizás erróneamente, que lo sucedido en Alemania o Rusia podía ser replicado en cualquier otra nación. Fue así que en su desarrollo, Arendt presentaba a un Eichmann desprovisto de una “maldad extrema” casi diabólica, sino como un producto acabado de la lógica legal-racional cuya voluntad crítica había sido colapsada por la ideología Nacionalsocialista.
Tan similar en su argumento a los primeros frankfurtianos (como el caso de Fromm), Arendt insistía en que el miedo político se estructuraba alrededor del hombre-masa cuyos intereses son sacrificados a favor de un líder. Carente de expectativas, política y objetivos, la masa poseía una personalidad patológica de anomia y desarraigo. Esta desorganización era potencialmente funcional a los intereses a los caudillos totalitarios quienes brindaban (temporalmente) un alivio a la ansiedad del aislamiento. Lo cierto parece ser que: “así anunció Arendt desde muy pronto su orientación tocquevilliana; fue Tocqueville quien primero recurrió a la masa como fuente generadora de la tiranía moderna y quien argumentó que la experiencia primaria de la masa no era el miedo hobbesiano ni el terror de Montesquieu –ambos respuesta al poder superior- ara más bien la ansiedad del desarraigo. Como Tocqueville, Arendt creía que la masa era el motor primario de la tiranía moderna y que la ansiedad anómica era el combustible. Si bien apreciaba que los gobernantes totalitarios como Stalin habían creado las condiciones sociales para esa ansiedad –y que otros regímenes totalitarios podían hacer lo mismo-, el impulso primario de su argumento fue que la ansiedad de la masa era resultado de una anomia persistente y que producía un movimiento a favor del terror totalitario” (Robin, 2009: 196).
A diferencia de Tocqueville quien asumía que la ansiedad era causa de la igualdad, Arendt la considera como derivante de la desestructuración de las clases sociales y el desempleo. A diferencia del aislamiento el cual implicaba que el sujeto siguiera inserto en un ámbito laboral con relaciones ciertamente estables, la falta de empleo depreciaba la calidad humana confinándola a la desesperación, a la soledad. El problema central en la tesis de Arendt sobre el terror total es que despoja a los actores de toda responsabilidad ética y moral por sus actos. Convirtiéndolos en casi “niños de pecho” en busca de prestigio y estatus, nuestra filósofa desdibuja los límites entre el victimario y la víctima. El problema de la victimización, como convergencia entre victimario y victima, es abordado por la filósofa M. Pía-Lara quien en su libro Narrar el Mal toma las contribuciones de Arendt en el estudio del totalitarismo. Todo movimiento totalitario encierra un daño moral a la sociedad misma, que debe ser expiado y resarcido. Ese daño ha sido producto de un contexto específico y anclado en un momento del tiempo que jamás puede extrapolarse; no obstante, eso no implica renunciar a la memoria. Lara lleva el argumento de Arendt a una posición difícil, ¿cómo recordar hechos traumáticos del pasado, deshaciéndose de los prejuicios del hoy?. Una respuesta tentativa para quienes lean Narrar el Mal, es por medio del “Juicio Reflexionante”.
El juicio “reflexionante” no solo ayuda a la gente a comprender los desastres morales como Auschwitz, sino a reconstruir una historia integradora de la subjetividad, y no una versión subjetiva de la historia. Al igual que Arendt, Lara acepta que la crueldad ha sido una pasión humana demostrada a lo largo de siglos y siglos de historia, pero en otro ángulo, argumenta que el sobreviviente y su versión ayudan a comprender el evento, y lo que más importante es, la mayor cantidad de voces (de esos sobrevivientes) permiten al construcción de una memoria amplia sobre el pasado. La banalidad del mal en Arendt, admite Lara, coincide con el rol del poder como silenciador de la “consciencia moral” ya que sin ella, el totalitarismo no sería posible (Pía-Lara, 2009). Los movimientos totalitarios son un producto de una versión sesgada del pasado que lleva a cosificar al ciudadano, unilateralizarlo en una cuestión de todo o nada. Los totalitarismos también se nutren del sufrimiento ya que pueden legitimarse por la búsqueda constantes de “chivos expiatorios”.
La idea de una falsa conspiración junto a una moral debilitada por el orgullo personal son dos de los elementos Arendt ha explicado, conforman una mente absoluta. Arendt, Robin y Lara coinciden en ver a la seguridad y al temor como instrumentos de control y mantenimiento de privilegios que previenen el cambio social necesario para una saludable vida política. La tendencia a identificarse con una cultura o una nación se corresponde con la negación de la sociedad política. Los intelectuales ansiosos identifican a las sociedades civiles como la base sobre la cual debería edificarse las relaciones sociales. Iglesias, universidades y ONGs asumen un papel de protagonismo en la configuración de la sociedad; el la política tradicional los electores ven corrupción y maximalismo utilitarista. El liberalismo ansioso busca un “yo más fuerte” que no logra encontrar, aumentando así su decepción y frustración. El liberalismo del terror da, en esta circunstancia, una respuesta a un yo desilusionado. La cuestión es ¿cómo y a que precio? El terror justifica la presencia de la ley y el poder parcial del Estado. La falta de límites y restricciones predispone al yo psicológico en la más atroz de las violencias, tan desenfrenada como terrorífica. El sentimiento de inseguridad promovido por los movimientos totalitarios implican no solo la cosificación de sus adherentes sino además la infra-humanización de los chivos expiatorios (sean estos “enemigos reales” de la República o fabricados).
La nomenclatura de un enemigo abre la puerta a la demonización y a la inseguridad política en dos frentes, el interno y el externo. A diferencia de otros pensadores, Arendt ve en el temor un sentimiento que no lleva a la auto-preservación sino todo lo contrario, al aislamiento y por ende a la destrucción de la República. Sus contribuciones, en resumen, han servido a lo largo de los años para denunciar como el miedo político no debe entenderse como un mecanismo “salvador del yo” sino un instrumento de “elite” para gobernar las resistencias dadas del campo social. La demonización adquiere dos facetas bien distintas ya sea recaigan sobre un enemigo interno o externo. Este último se construye con el fin de mantener a la comunidad unida frente a un “mal” o “peligro” que se presenta ajeno a la misma. Esta amenaza atenta contra el bienestar de la población en general. Por el contrario, el primer tipo surge de las incongruencias nacidas en el seno de las jerarquías sociales. Cada grupo humano posee diferenciales de poder producto de las relaciones que los distinguen y le dan identidad. Aun cuando este sentimiento también es manipulado por grupos exclusivos, su función es la “intimidación” interna (Robin, 2009). La modernidad parece haber desdibujado los límites de la sociedad hasta el punto de desintegrar en la supuesta integración, desorientando y confundiendo a la ciudadanía. La creación de espacios desprovistos de sentido desdibuja la utilidad del programa político en aras del reconocimiento social. De esta manera, el discurso de la seguridad parece ponderar y priorizar la caridad del mercado (compre aquí para salvar del hambre a los niños de ….) que del verdadero reconocimiento moral (Zizek, 2009; Rasmussen, 2011).
En su libro Economy of Fear, Lars Svendsen (2007) considera que el temor es un sentimiento que atenta contra la vida democrática además de ser improbable en su propia esencia. Por regla general, tememos al terrorismo pero “nunca hemos sido victima de éste”. La paradoja radica en que a mayor nivel de beneficios materiales que ayudan a la seguridad del hombre, mayor es la inseguridad percibida. La razón, nace de una utopía narcisita por medio de la cual nos “creemos” el centro del destino. De todas las catástrofes que puede acarrear el mundo, nosotros los seres humanos, atribuimos a nuestro existir la causa de todas ellas, y también vivimos ilusionados en que nuestra tecnología podrá domesticar el mundo a imagen y semejanza. La confianza, debe ser la única herramienta que los hombres deben adoptar para poder revertir los efectos disgregantes del miedo. Pero ¿confianza en quienes o en quien?.
Arendt se encuentra abocada a estudiar y expandir la comprensión del totalitarismo a través de dos movimientos típicos de su época, el nacionalsocialismo y el estalinismo. Su categoría de análisis es el “imperialismo continental” por medio del cual explica la consolidación del movimiento totalitario. Claro que, para que éste régimen pueda llevarse a cabo, uno debe preguntarse por el papel de la propaganda y los medios comunicativos. En efecto, los totalitarismos llegan al poder a través del discurso conspirativo, ora, la presencia de un mal que amenaza el bienestar de la población y de los más vulnerables, mujeres y niños. Esta conspiración, en el caso del nacionalsocialismo del pueblo judío y del estalinismo del capital, corresponde a tácticas que deshumanizan al otro y lo reducen cosificándolo de despojarlo de su dignidad. La función de este mecanismo es la expansión del poder de una forma “patológica y enfermiza”12. No obstante, al igual que otros como Fromm, Arendt advierte que el peligro del totalitarismo no se aplica sólo a Alemania y Rusia, sino también a los Estados Unidos y la forma de vida capitalista (Arendt, 1987ª; Arendt, 1987b). El proceso totalitario es posible cuando el ciudadano se convierte en un consumidor trivial anulando su consciencia y su capacidad para ejercer el pensamiento crítico.
El totalitarismo se desprende de las normas éticas so pretexto de servir al pueblo, pero en el fondo sacrifica a sus propios adherentes. Muchos nacionalsocialistas y comunistas denunciaban estar en manos de una conspiración internacional, pero no dudaban en entregar a sus propios familiares para ganar mayor estatus y prestigio frente a los ojos de sus correligionarios dentro del partido. Los totalitarismos, admite Arendt, no son un mero producto de la propaganda, aun cuando sus discursos son reforzados por medio de narrativas que apelan a la emocionalidad, por el contrario los totalitarismos descansan en la desconfianza, el idealismo y la conformidad (Arendt, 1987c). En líneas generales, dichos movimientos descansan en los siguientes puntos centrales:
La sociedad es organizada mediante a artilugios que desdibujan la clásica división de clases.
Existe un fuerte apego del líder con la masa de ciudadanos quienes rápidamente lo olvidan una vez muerto o depuesto el régimen.
A diferencia de los Estados autoritarios, los totalitarios tienen control completo de la vida de sus ciudadanos y el espacio público.
Desprecio por la vida humana o Infra-valorización de grupos minoritarios.
Los desacuerdos en las ideas son presentados como ajenos a la razón y producto de fuerzas naturales anclados en una visión tergiversada de la historia. Por ser biológicamente antagónicos, sólo el derecho del más fuerte puede resolver dichos conflictos.
La creencia en que el pueblo había tomado parte activa no solo en el Gobierno sino en la forma de hacer la historia.
Los grupos totalitarios antes de llegar al poder no atacan en forma directa a la democracia sino que la van minando desde dentro. Su discurso se encuentra orientado a hacer creer a la población que la República ha sido en el pasado la causante de las miserias y privaciones del presente, ya que ignoran el principio de igualdad ciudadana ante la ley, rompiendo así con el sistema de estratificación social. Sabemos dice Arendt “los movimientos totalitarios usan y abusan de las libertades democráticas con el fin de abolirlas. Esto es algo más que maligna astucia por parte de los dirigentes o estupidez infantil por parte de las masas. Las libertades democráticas pueden hallarse basadas en igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, adquieren su significado y funcionan orgánicamente sólo allí donde los ciudadanos pertenecen a grupos y son representados por éstos o donde forman una jerarquía social y política (Arendt, 1987c: 491). Tanto en la Alemania nazi como la Rusia de Stalin la falta de una jerarquización social significaría en asenso del totalitarismo como forma hegemónica de gobierno. Tres fases han precedido a la creación de los gobiernos absolutos, el antisemitismo propio de la Europa medieval y moderna, el imperialismo surgido a raíz de “la falsa modestia” de la burguesía que confirió el ejercicio del poder a las aristocracias, y por último, el totalitarismo nacido de la incapacidad de esas aristocracias para involucrarse en la arena política de la República.
Ahora bien, ¿en que se diferencian los absolutistas del siglo XIX con los movimientos de masas de los años 30?, o ¿puede por ejemplo homologarse Otto Von Bismark con Adolfo Hitler?. Arendt afirma que mientras existen estructuras autoritarias (las decimonónicas por ejemplo) donde se fagocita la lucha individual por los propios intereses, los totalitarismos tienen la habilidad de subsumir al individuo y hacerlo renunciar hasta de sus propios privilegios e intereses; este mecanismo conlleva la idea de anular la voluntad subjetiva. Mientras para los primeros, la indiferencia política puede tranquilamente ser un subterfugio tolerable, para los segundos, es algo inadmisible signo de traición al resto de la comunidad. El totalitarismo rompe con la subjetividad.
La indiferencia política es considerada una forma de traición para la mente totalitaria. Con la ruptura del sistema de clases, murieron también gran parte de los partidos europeos y la posibilidad de mejorar la acción deliberativa. Ese fue el motivo por el cual, incluso los más ilustrados se vieron desprovistos de crítica y se abandonaron a la masa. Arendt, en este punto, indaga sobre las fuerzas sociales que fundamentaron el nazismo y no sobre la filosofía hermenéutica del sujeto. Este salto cualitativo es de importancia para seguir la lectura que hacen la autora sobre los totalitarismos. Más todavía ¿Por qué la educación no fue una barrera para frenar la barbarie?. La característica del “hombre-masa” es precisamente su falta de apego a los grupos y sus estatutos. La dicotomización o fragmentación social producida por la modernidad generó cierto desamparo que fue corregido por una fe ciega, de obediencia extrema y de odio hacia si mismos como nunca antes se vio, todos ellos sentimientos dispersos y articulados por imposición de la ideología. Esta última opera en todos los niveles de la acción social, pero mayor éxito consigue cuando los vínculos están disgregados y disminuido el yo. Los intelectuales, sin ir más lejos, casi siempre olvidados o de espaldas al mundo, parecen ser presa fácil para las garras del totalitarismo (cooptación).
La psicología del totalitario puede verse plasmada en el uso que el régimen hace del terror y la propaganda; Arendt va a admitir que “la propaganda es, desde luego, parte inevitable de la guerra psicológica, pero el terror lo es más. El terror sigue siendo utilizado por los regímenes totalitarios incluso cuando ya han sido logrados sus objetivos psicológicos: su verdadero horror estriba en que reina sobre una población completamente sometida. Alí donde es llevado a la perfección el dominio del terror, como en los campos de concentración, la propaganda desaparece por completo” (Arendt, 1987c: 531). En esta parte de su obra, el terror es concebido como la parte complementaria pero contrastante a la propaganda; mientras la segunda disuade, por medio de discursos emotivos, la segunda paraliza cerrando todas las alternativas de resistencia. La paradoja radica en que el sentimiento de inseguridad que propugna no es tal, pero sirve a sus fines, y una vez en el poder, generan un estado de desastre real que nadie percibe.
Siguiendo este argumento, L. Rodríguez Suárez enfatiza en que Arendt ha contribuido a poder visualizar y comprender con claridad fenómenos de nuestro tiempo que sólo aconteció en el siglo XX. En tanto testigo privilegiado, su pensamiento apunta a comprender el significado de la razón por medio de la disociación entre pensamiento y conocimiento, los cuales además guardan diferentes funciones. El primero se refiere a la capacidad para llegar a un significado, mientras el segundo permite construir conocimiento. La razón es funcional al significado pero no necesariamente al conocimiento. Ese es el motivo por el cual a los filósofos les cuesta identificar a tiempo y comprender al totalitarismo. El pensamiento occidental se torna al totalitarismo sólo por sus causas descuidando la trascendencia del fenómeno en cuanto a significado13. La segunda gran contribución de Arendt es que ha permitido indagar en la fenomenología de la acción humana y su conexión con la modernidad en forma brillante (Rodríguez Suárez, 2011). La crisis de las instituciones democráticas son progresivas y resultado del socavamiento de valores de la modernidad. Este proceso alienante transforma ciudadanos en simples consumidores, generando una crisis donde se combinan la impersonalidad y la ruptura de la autoridad. En la antigüedad clásica por ejemplo, la autoridad daba respuesta al vacío, o brecha, entre la coacción (reino de la fuerza) y la persuasión (razón) como necesidad de dar un fundamento a la gobernabilidad. Empero, si la autoridad era una alternativa entre ley y voluntad, podemos entender la política implicaba un sentimiento de sumisión y obediencia entre los diferentes actores a la polis. Por el contrario, la modernidad ha fragmentado la autoridad de la política y del espacio público confiriendo al Estado mayor capacidad de ejercer coacción. La crisis de la autoridad, que deviene de la falta de pensamiento crítico, se replica por medio de una educación sistemática, automatizada y despersonalizada que empuja al hombre hacia la inseguridad y el totalitarismo (Sanabria, 2009).
Entonces, el totalitarismo sería una respuesta a la “demanda incesante” de situaciones o experiencias (seguridad) las cuales al no poder ser satisfechas por el Estado deben descansar en el instrumentalismo de la modernidad (mercado). Esta demanda “paranoica” sería resultado de la desintegración del yo que puede hacer del ser humano una maquina cosificada. Esta idea última cierra todo el desarrollo de Arendt en cuanto a la necesidad de la condición humana, la instrumentalidad y crisis de la república, la dictadura y la banalidad del mal. La agudeza de Arendt sobre estos temas da muchas respuestas pero también dejan preguntas14. Ahora bien, si democracia, política y mal son categorías pos-metafísicas ¿hasta que punto su argumento es superador de Hobbes?, ¿es posible volver a una democracia ateniense antigua que permita trascender el instrumentalismo moderno?, ¿no es la visión de Arendt utópica e imposible?, ¿no es la búsqueda incesante de la república pérdida o la democracia ideal aquella que por su imposibilidad lleva a la dictadura misma?, ¿es humana una política sin ejercicio de la violencia?. Todas estas preguntas, deben ser respondidas en futuros abordajes; pero lo claro debe ser que Arendt complementa, no socava la posición de los neo-hobessianos sobre temas asociados a la seguridad; en ese contexto, sus aportes aún sigue siendo oportuna y estando vigentes.
Los críticos de Arendt como Leo Strauss afirman que la fuerza ha sido el criterio fundante de la ciudadanía y la democracia. Todos los hombres desarrollan una necesidad de lucha que los empuja hacia adelante. En este sentido, el libro de A. Lastra se presenta hasta nuestra lectura como uno de los aportes más representativos a la biografía de Leo Strauss, sus influencias académicas, el contexto que le tocó vivir y su obra. Basado en una relación puramente objetal entre el estado, el temor y la tiranía, Strauss es consciente que la soberanía nace cuando el individuo ya no quiere pelear más. Y lo hace, en correspondencia con la tesis de la constitución y posterior decisionismo político de Schmitt. El concepto de lo político, tal vez captado en forma brillante por Lastra, de Strauss radica en despojar a la experiencia de los pueblos de ideales o construcciones pseudo-históricas. Por el contrario, existe un fuerte existencialismo político en Strauss al considerar que, por un lado, la soberanía representa la extinción en la “voluntad de lucha”, pero lo que es más importante, el ejercicio del poder nace de la presencia del más fuerte. A diferencia de Arendt que lleva el concepto político hacia un poder liberador, en Strauss como en sus maestros Spengler y Hobbes, el poder se asocia al ejercicio de la violencia y la fuerza. La posición arendtiana, para Strauss es incompleta porque la vida política no debe situarse en disputa de dos ideales, sino en las enseñanzas de Heidegger y Nietzsche.
Lo sucedido en la Segunda Guerra, siguiendo el desarrollo de Strauss, no se acaba ni mucho menos se agota en el nazismo. En perspectiva, J. Lorentzen afirma que este movimiento, no ha sucumbido luego de la derrota del tercer Reich alemán en el 45, sino que su lógica principal de trascendencia y auto-exterminación ha sobrevivido en muchas de las instituciones capitalistas modernas. Por lo menos así lo expresan las miles de películas sobre el “nazismo” las cuales versan entre un sentimiento ambiguo de admiración y rechazo profundo. En forma similar a la Ciencia ficción que aboga por un hombre que mata o anula todo tipo de humanidad bajo la figura del “hombre-maquina”, el nazismo ha sido solapado como una nueva forma de entretenimiento cultural. Si el hombre moderno aborrece la inhumanidad de los actos perpetrados por el gobierno Nazi, admira su criterio de excepcionalidad narcisista (Lorentzen, 1998). El sentido conferido a la educación en Arendt, también puede ser cuestionado. En tanto adaptación del self al medio, la educación está determinada por los bordes. Admite, J. Dewey (1997) que democracia y educación no pueden deshacerse del control porque éste garantiza una correcta adaptación y combinación entre las frustraciones del ego y la voluntad del alter. Por lo tanto sería incorrecto pensar una educación que no replique sistemáticamente valores inventados. Si estuviésemos aplicando la crítica todo el tiempo, el gobierno de las voluntades individuales sería imposible.
Hasta aquí, se ha examinado en profundidad el pensamiento de Hannah Arendt y su particular estilo considerando sus virtudes y problemas principales. Un recorrido que nace con la función de vita activa (en la condición humana) entre labor, trabajo y acción para vincular luego la forma en que el hombre se relaciona con el mundo que lo rodea, ya sea por conocimiento o ejerciendo el pensamiento. Indudablemente esta dicotomía conceptual lleva a Arendt a poder dilucidar cuestiones que otros pensadores no vieron, como ser la forma de hacer política y la relación entre riesgo, seguridad y totalitarismo. Finalmente, la base del totalitarismo que lleva al hombre a cometer actos de una “maldad extrema” se hace posible a través de hechos triviales y banales donde quien los comete adormece su capacidad crítica. A lo largo del tiempo, su pensamiento ayudó a comprender el rol de la ideología como mecanismo que obliga a los hombres a renunciar a su propia forma de hacer política y a la capacidad de vincularse con otros. Comprendiendo la política desde la diversidad y no desde el ejercicio de poder, Arendt sugiere que los totalitarismos implementan una falsa idea de seguridad porque se nutren de enemigos inventados, su avance sobre las instituciones siempre recuerda un espectáculo donde prima la victimización15; por medio de una lectura sesgada de la historia (pacto de Versalles) los totalitarismos arremeten contra la diversidad fagocitando la necesidad de una visión única que de solución a todos los problemas del pueblo. Tal vez, en nuestra era moderna, uno se preguntará hasta que punto las observaciones de Arendt se encuentran vigentes (sobre todo frente a los pedidos desmesurados de seguridad ciudadana)16. Dentro de esa coyuntura, el presente trabajo de revisión ha intentado ser un aporte para la comprensión existente sobre el espíritu de la instrumentalidad, el miedo, la conformidad y la construcción mediática de la seguridad.
Fecha de recepción: 2 de agosto de 2013
Fecha de aprobación: 28 de agosto de 2013