¿Qué tienen en común la actriz Bibiana Fernández –registrada tras su nacimiento en Tánger como Manuel Fernández y conocida popularmente como Bibi Andersen, quien en 1994 logró cambiar su nombre legalmente–, el velocista sudafricano Oscar Pistorius –quien tiene ambas piernas amputadas y corre carreras paraolímpicas con prótesis de fibra de carbono–, y la artista plástica argentina Nicola Costantino, quien en 2004 presentó en el Malba una “obra” consistente en 100 jabones que contenían un 3 por ciento de grasa de su propio cuerpo, obtenida de una liposucción? ¿Qué conecta los 12.000 embriones congelados como resultado de tratamientos de fecundación in vitro que hacia el año 2007 permanecían “en espera” en la ciudad de Buenos Aires,2 con el fallo judicial conocido en marzo pasado que declara la inconstitucionalidad de la resolución 69/09 del Incucai3 –según la cual las células madre extraídas del cordón umbilical de un recién nacido son de uso público– e hizo lugar al recurso presentado por la Defensoría de la Nación, que basó parte de sus argumentos en el derecho de propiedad garantizado en el artículo 17 de la Constitución?4
Mi argumento es que el punto de conexión entre estas personas y sucesos es la emergencia de aquello que, siguiendo a Scott Lash, propongo denominar “formas de vida tecnológicas”. La elección terminológica es, aquí, decisiva. Hablar de “formas de vida”, tal como sugiere Lash, implica ya ubicarse en el ámbito del entrecruzamiento entre realidades naturales-biológicas y sociales-culturales (Lash, 2005: 40). Y referirse al momento actual como el del despliegue tendencial de “formas de vida tecnológicas” es incluir en ese escenario un tercer término, la técnica, que ingresa en un régimen de composición con los otros dos y señala un movimiento de acción “a distancia”, de expansión más allá de los límites antropomórficos del cuerpo propio. En efecto, en nuestra época han proliferado los fragmentos de cuerpo que existen y se mantienen con vida fuera de un anclaje corporal, para lo cual requieren de una intervención tecnológica permanente, como es el caso de las células madre, los embriones congelados, los cultivos de tejidos y células, los bancos de sangre y de esperma e incluso las bases de datos del ADN humano. “Lo que antes era interno y próximo al organismo se almacena en una base de datos externa y distante como información genética” (ídem: 42).
Más específicamente, sin embargo, he elegido la noción de “formas de vida tecnológicas” para describir la época contemporánea porque ella permite poner de relieve la conexión íntima entre dos procesos que han sido habitualmente analizados por separado: por un lado, la progresiva politización de la vida biológica (o biologización de la política; esto es, la tesis biopolítica desarrollada a partir de algunos de los escritos, cursos y conferencias dictados por Michel Foucault en la década de 1970)5 y por otro, la creciente tecnificación de los procesos productivos, de las capacidades humanas e incluso de los modos de vida.
Por cierto, de los casos recién citados se desprende de manera notoria el vínculo entre estas nuevas formas de vida y el proceso de tecnificación. El desarrollo de técnicas del moldeamiento psicofísico, de la reproducción (o de la generación entendida como producción), de la administración, del trabajo, de las comunicaciones, del control y la vigilancia son ejemplos de las importantes contribuciones de las nuevas tecnologías a la hora de modelar las instituciones políticas, económicas, sociales y culturales. En el límite, la técnica se hace cuerpo y carne: “encarna” y se “incorpora” en el hombre a través de implantes, transplantes, intervenciones quirúrgicas, terapias génicas. Menos nítido, pero no por eso menos operante, es el elemento político (más precisamente: biopolítico) que atraviesa y vincula estos problemas entre sí, poniéndolos a girar en relación con la pregunta acerca de los nuevos dispositivos de captura y/o de gobierno de la vida, así como de las modalidades contemporáneas del gobierno de sí y de los otros. Sintéticamente: el proceso de tecnificación en su aspecto restringido aparece ligado con la extensión sobre la vida y el cuerpo humanos de principios de autonomización de procesos, mejoramiento, optimización y responsabilización individual por el cuidado de la dotación psicofísica (del “capital humano” propio o adquirido) propios de una particular combinación entre el código técnico industrial-capitalista (Feenberg, 2002)6 y las modalidades emergentes de la gubernamentalidad neoliberal.
2. En primer lugar, la idea de forma de vida –en lugar de otras posibilidades que podrían preceder el adjetivo “tecnológica”, como civilización, cultura o sociedad– pone de relieve una estructura de composición (y no de mutua exclusión) entre dos polos inescindibles: la vida y la forma. Síntoma ella misma de la matriz vitalista que ha marcado una porción no poco significativa del pensamiento europeo del siglo XX,7 la noción de forma de vida ya no aparece, sin embargo, trabajada internamente por una negatividad que la niega o la rechaza, como es el caso de la negación de la naturaleza o de la biología para las nociones de cultura o civilización. Se expone, en cambio, como campo de fuerzas recorrido por tensiones polares (las de la vida y las de la forma) que están presentes en cada uno de los puntos del campo sin que exista posibilidad de trazar líneas claras de demarcación.
Este concepto permite así sortear las viejas dicotomías que estructuraron, al menos durante la modernidad temprana, los análisis de la condición humana. Muestra sobre todo el declive de la oposición (no necesariamente la diferencia) entre naturaleza y cultura: la oposición entre un “soporte” biológico-natural y una “investidura” que tanto lo rodea (la cultura en sentido civilizatorio, como proceso de adquisición de hábitos, costumbres, ilustración, erudición) como lo habita y lo moldea desde su interior (la cultura en el sentido espiritual, como existencia de una zona “no meramente animal” en el interior del cuerpo biológico, donde pueden hacer resonancia los contenidos aprendidos, lo que viene desde afuera: la conciencia, el alma, la razón, o incluso las capacidades o habilidades lingüísticas).
Ya en Wittgenstein,8 y más tarde en los autores que lo han retomado en clave de lectura biopolítica –como es el caso de Nikolas Rose entre los anglosajones; de Roberto Esposito y, sobre todo, Agamben entre los italianos–, su formulación implica además que ninguno de los dos polos se reduce enteramente al otro; que no hay algo así como un destino biológico de la especie que oriente o deba orientar de manera necesaria las formas sociales y culturales, ni tampoco hay un modelo formal, ideal, al que la vida tienda o deba tender.
Las formas de vida son, para Wittgenstein, “lo dado” (Wittgenstein 1988: 226), patrones compartidos de actividad que expresan certidumbres de carácter práctico; ellas incluyen componentes naturales, biológicos, no aprendidos, y componentes culturales, lingüísticos, rituales y expresivos transmitidos y aprendidos. Sin embargo, esa composición “dada” no señala un camino ascendente desde un polo al otro: desde la “mera vida” hacia su “puesta en forma”. Las formas de vida así llamadas primitivas, incluso las formas de vida no humanas (animales, por ejemplo), no son “menos” formas de vida, sino formas de vida extrañas, diferentes (a las cuales, para entenderlas sin forzarlas, sólo cabe describirlas, no explicarlas).9
Una de las consecuencias de esta perspectiva es que, en el nivel de las formas de vida humanas, no es posible concebir algo así como una mera vida, vida biológica o vida desnuda. La vida humana es ya siempre forma de vida.10 Sólo en el plano de las relaciones políticas –no en el de la “naturaleza”– puede existir algo así como un homo sacer;11 la suya, como la de los presos en campos de concentración, o la del enfermo comatoso, sigue siendo una forma de vida.
Clave en este sentido es recordar que, tal como analizó Agamben (1998, 2001), en esa demarcación, en esa cesura entre mera vida y vida políticamente considerada, consiste precisamente la operación bio-tanato-política (al mismo tiempo metafísica y ontológica) fundamental que lleva a cabo el poder soberano. Y que efectúa esa separación, precisamente, en tanto ejercicio pleno de su derecho de matar.12
Nos suele resultar aceptable la idea de que hemos iniciado nuestra existencia (en tanto especie o en tanto individuos) como vida biológica y poco a poco esa vida se va “invistiendo” con atributos y formas: mediante el desarrollo evolutivo, mediante la adquisición del lenguaje, mediante la educación, determinada disciplina de los cuerpos y moldeamiento de las costumbres. En la entrevista que precede la edición argentina de Estado de Excepción, Agamben explica, en cambio, que la vida desnuda no es un a priori natural sino el resultado de la operación elemental del poder soberano, que consiste en producir artificialmente las condiciones a partir de las cuales es posible separar algo así como una nuda vida de su contexto.
Aquello que llamo nuda vita es una producción específica del poder y no un dato natural. En cuanto nos movamos en el espacio y retrocedamos en el tiempo, no encontraremos jamás –ni siquiera en las condiciones más primitivas– un hombre sin lenguaje y sin cultura. […] Podemos, en cambio, producir artificialmente condiciones en las cuales algo así como una nuda vida se separa de su contexto: el musulmán en Auschwitz, el comatoso, etcétera (Agamben, 2004: 18).
3. Correlativamente, tampoco la forma puede ser aislada respecto de la vida. Y esto en dos sentidos. Por un lado, no es posible aislar algo así como una mera forma, una cultura completamente modelizada, una pura ornamentación o ceremonial. No existe jamás, excepto en la imaginación teórica, algo así como el esnobismo puro, la absoluta estilización o formalización sin relación con la animalitas del hombre. Incluso en la descripción de Alexandre Kojève del “esnobismo japonés”, en referencia a lo que él interpretó como una sociedad íntegramente formalizada,13 era insoslayable que lo “animal” del hombre participara al menos como un “soporte natural” de las prácticas rituales del teatro Nô, la ceremonia del té, el arte del ikebana (los arreglos florales) o el suicidio gratuito, que son los cuatro ejemplos en los que el conocido introductor de Hegel veía las más eficaces “disciplinas negadoras de lo dado ‘natural’ o ‘animal’” (Kojève, 1979: 437).
Para Kojève, paradójicamente, semejante eficacia en negar lo animal del hombre implicaría –a despecho de los pronósticos pesimistas, y de su propia idea previa al respecto–, la supervivencia de ambas figuras en los tiempos posteriores al “fin de la Historia”. En la época posthistórica –escribió Kojève en 1968, el mismo año de su muerte– no habrá “una ‘aniquilación definitiva del hombre propiamente dicho’, mientras haya animales de la especie Homo sapiens que puedan servir de soporte ‘natural’ a lo que hay de humano en los hombres” (ídem).14
Por otro lado, y de manera más específica, la noción de forma de vida se distingue de la de estilos de vida. Como resume Tim O’Sullivan (1995), la noción de estilos de vida se utiliza de manera general para caracterizar “los modelos particulares y los rasgos distintivos que constituyen el ‘modo de vida’ de cualquier grupo o individuo”. De allí que se conciben como “fragmentos de cualquier formación social” e indican “los grados de elección, de diferencia y de posibilidades culturales creativas o resistentes” que existen en esa formación (O’Sullivan, 1995: 134-135, el destacado es mío). La forma de vida, en cambio, no designa una elección, una opción o alternativa entre otras más o menos disponibles, sino que se ubica en el nivel de una formación política-social-cultural-biológica. Interpelada, como estamos haciendo aquí, desde una perspectiva no historicista, no biologicista y no teleológica, una formación tal puede ser aprehendida como contingencia, como potencialidad.15 De esa potencia-de-no ser lo que se es se nutre la expectativa de distanciarse reflexivamente de la propia forma de vida, de resistirse a ella, de transformarla. Incluso de allí emerge la posibilidad de conocer y, si fuera posible, experimentar otras. Pero señalar la contingencia de esa forma de vida que aparece, para nosotros, como “lo dado” es muy diferente a decir que ella misma es un “estilo” elegible.
4. ¿Qué significa decir, entonces, que las actuales formas de vida se han vuelto (o se están volviendo) “tecnológicas”? En primer lugar, siguiendo a Lash en Crítica de la información, ellas constituyen un estadio de profundización de las formas de vida modernas; aquel en el cual, en el plano de nuestro modo de comprender y significar, “comprendemos el mundo por medio de sistemas tecnológicos” (Lash, 2005: 42), y aquel en el cual, en el plano de la ontología,16 los sistemas tecnológicos se han en buena medida superpuesto a –y en algunos casos incluso fusionado con– los sistemas socioculturales, de modo tal que las personas habitan y enfrentan el mundo no sólo desde los habitus incorporados a través de las experiencias acumuladas y aprendidas (Bourdieu, 1992: 88) sino también desde una interfaz, que en muchos casos implica incorporación, con los sistemas tecnológicos.
Como decíamos hace un momento, esto implica señalar que, a la composición “naturaleza-cultura” (o naturaleza-política) se suma ahora un tercer término, la “técnica”, poniendo en cuestión otras dos habituales dicotomías que recorrieron el pensamiento de los siglos XIX y XX: la tensión “naturaleza-artificio” (en el polo que va de la “vida” a la “técnica”) y la tensión “técnica-cultura” o “técnica-civilización” (en el polo que va de la “técnica” a la “forma”); tensiones que el pensamiento moderno entendió casi siempre como dicotomías, y no como aspectos o polaridades de una misma línea de fuerzas, como en cambio aparecen a la luz de esta nueva composición.
En lo que se refiere a la línea que va de la “naturaleza” al “artificio”, la situación especial que señalan las formas de vida tecnológicas se relaciona con la posibilidad de incorporar mecanismos controlados de intervención, control y participación en la generación / producción de vida e, incluso, en la generación / producción de un tipo particular de “sobrevida” o, en definitiva, de “muerte”, como la muerte encefálica. De eso se trata en tecnologías como las que posibilitan controlar la reproducción humana sin referir a las prácticas sexuales de la población –métodos combinados de anticoncepción eficaz y fertilización asistida–; mantener un cuerpo respirando mediante asistencia tecnológica y sin embargo diagnosticar su “muerte encefálica”, que precede el paro cardiorrespiratorio y que permite hacer de ese cuerpo “material anatómico humano” (tal como señalaba la ley 24.193, de 1993, luego modificada)17 disponible para transplantes y ablaciones; o disociar la “vida” (humana) del “cuerpo” (humano), sobre los que se opera por separado –aludo aquí a la creciente biomasa de células y tejidos vivos disociados de sus cuerpos de origen que requiere una intervención tecnológica intensiva para evitar que se transforme a un estado de no-vivo, como las células madre, los embriones congelados, los cultivos de tejidos y células, etcétera–.
Por otro lado, en lo que se refiere a la tensión polar que va desde la “técnica” hasta la “cultura”,18 la dilución tendencial de la oposición entre ambas instancias señala, no tanto, o no sólo, la “artificialización” de las relaciones sociales y culturales,19 sino un complejo proceso derivado de la particular incorporación de tecnologías (tanto tecnologías info-comunicacionales como tecnologías “de la vida”, desde la biotecnología hasta la ingeniería genética, la biología molecular y la medicina genética) en el seno de las relaciones sociales, políticas y culturales.
En efecto, los acontecimientos que habitualmente asociamos con la modernización –la secularización de las costumbres, el crecimiento demográfico, la urbanización, la consolidación de los Estados-nación, la burocratización de las instituciones– ya habían implicado, desde el siglo XVII, una batería de teorías y prácticas “sociotécnicas”20 de diagnóstico, reforma, regulación y control social que, como señaló De Marinis (2005), se desarrollaron y articularon –de manera no siempre pacífica ni coherente– en iniciativas fragmentarias, en respuesta a necesidades de coyuntura, y que posteriormente fueron asumidas como tarea por parte de los Estados (en lo que Foucault denominó, precisamente, la gubernamentalización del Estado; Foucault, 2001).
Pero el
desarrollo y la expansión reciente de las tecnologías recién
mencionadas (las info-comunicacionales y las “de la vida”)
conllevan una transformación en las experiencias de lo “en común”,
así como en el despliegue de icipan
atrices de comportamiento y n
"
Más puntualmente, se desarrollan nuevas formas de vínculo social-comunicativo (“interfaces”, en términos de Vargas Cetina [2004]) que dependen de manera exclusiva de soportes tecnológicos. Esto incluye las “comunidades” de telesepectadores que participan a través de las redes telefónicas o informáticas antes, durante y después de que los programas “salen al aire” promoviendo acciones políticas, reclamos, peticiones o campañas de acción en diversos temas y escalas (local, nacional, regional, planetaria) hasta las llamadas “redes sociales” como facebook, twitter, etcétera, donde confluyen los “ex compañeros de la escuela Equis” con aquellos que buscan iniciar o profundizar relaciones afectivas, recreativas y profesionales; desde las comunidades de clientes (de bancos, tarjetas de crédito, clubes deportivos, lectores de diarios, pero también empresas creadas ad hoc, como los “clubes privados de compras” Geeble o Groupon, a los cuales se ingresa por recomendación de otro usuario) que son beneficiados con descuentos en muy diversos rubros a condición de estar siempre comunicados-conectados para recibir “la oferta del día”, hasta la comunidad de los que padecen alguna enfermedad, dolencia o síndrome y que intercambian en la red recetas de cocina, propuestas políticas, historias de vida y recomendaciones sobre cómo sobrellevar mejor su situación. Estas formas asociativo-comunicativas se originan en ámbitos diversos (no necesaria ni principalmente en ámbito estatal), y constituyen espacios de acción caracterizados por su “fluidez y su carácter efímero pero al mismo tiempo significativo” (Vargas Cetina, 2004: 12), de membresía relativamente voluntaria, con objetivos y composición cambiante donde las personas son convocadas (o se autoconvocan) a realizar tareas que pueden caracterizarse como “de gobierno” –de sí o de los otros–. El trato con y a través de estas tecnologías implica, además, un ajuste corporal y perceptivo,21 y el desarrollo de la habilidad para desempeñar muy distintas actividades en un mismo entorno, donde se alternan tareas profesionales, vínculos con amigos y familiares, relaciones ocasionales, trámites bancarios, entretenimientos (música, películas, radio, TV), noticias, compras, y donde las líneas de demarcación entre unas y otras tiene a desdibujarse. Las personas deben ser, así, capaces de gestionar eficazmente los tiempos, las modalidades de aparición y “performance” en cada situación de contacto.
Por otro lado, todo un nuevo conjunto de conocimientos expertos, de tecnologías y prácticas de evaluación e intervención (desde el screening genético prenatal, los tests diagnósticos presintomáticos y el escaneo cerebral hasta la fertilización asistida con esperma obtenido a través de una compra) presionan sobre los modos de autocomprensión del sujeto llevándolo a pensarse a sí mismo en términos de “individuo somático (Rose, 2007), en el que el hombre y el cuerpo o la persona y el cuerpo se superponen. Esto indica un solapamiento entre las dimensiones de la subjetividad y la corporalidad, a tal punto que –en ciertos contextos– la “corporalidad” ha dejado de identificarse como “efecto”, “resultado” o “síntoma” de un nivel “más profundo” (el del yo, la mente, el inconsciente), para comenzar a identificarse, en cambio, con su “causa” o su “motivo”. En la era de las formas de vida tecnológicas, el sujeto empieza a ser interpelado, y a interpelarse a sí mismo, en tanto “cuerpo extendido” (Catts y Zurr, 2006; Costa, 2010), esto es, un cuerpo, cuyos límites ya no coinciden con los del cuerpo antropomórfico, y que se expande abarcando fragmentos de vida humana precorporal o infracorporal (embriones, órganos, tejidos; bancos de células madre, de esperma, de órganos, hasta llegar al nivel molecular) y también formas supracorporales (tanto en el sentido de las redes de relaciones genéticas que unen una familia y pone a sus miembros en posición de “responder” por los cuidados y precauciones que se tuvieron o se dejaron de tener respecto de su descendencia, como en el sentido del cuidado de la especie y el medio ambiente). Como dice Lash:
En las formas tecnológicas de vida, los sistemas otrora más o menos cerrados, mi cuerpo, el cuerpo social, se convierten en constelaciones más o menos abiertas. Mi cuerpo sólo puede hacer interfaz con los sistemas tecnológicos si está más o menos abierto. Los cuerpos sociales sólo pueden hacer interfaz entre sí si tienen cierto grado de apertura. Cuando los cuerpos individuales o sociales se abren, sus órganos a menudo se externalizan a distancia. Esto también es válido para las instituciones de los Estados-naciones. […] Al abrirse, externalizan sus órganos y se entregan a los flujos de información y comunicación (Lash, 2005: 43).
5. Esta apertura tecnológica del cuerpo implica también, en el campo de las tecnologías “de la vida” que ejemplificamos al comienzo, un desplazamiento en la actitud de los médicos y de los eventuales pacientes, que ya no aspiran solamente a recomponer un estado de salud y bienestar perdido debido a la enfermedad (reponer la normatividad “natural” del cuerpo), sino que buscan poder transformar sus capacidades, modificarlas, incrementarlas: superar las limitaciones de edad o de infertilidad para poder procrear, incorporar hormonas para retrasar disfunciones (sexuales, de la memoria, de la piel), “reprogramar” la mente para borrar recuerdos dolorosos. En esta perspectiva, como dice Rose, muchas de las normatividades que alguna vez se concibieron como “inscriptas en las leyes orgánicas de la vida misma, han sido desplazadas […] al campo de la elección” (Rose, 2007: 81), con todas las demandas que la elección impone: ser eficaz, preciso, económico, responsable de la auto-administración de la existencia somático-biológica.
En este nivel, estamos en presencia de un acople entre estas “nuevas” tecnologías y el pasaje de la racionalidad welfarista a la racionalidad neoliberal, entendida como la modalidad aggiornada e intensificada de la racionalidad liberal que nace a finales de los años 30 y se fortalece en las décadas de 1980 y 1990 limitando las políticas sociales del Estado de Bienestar y haciendo ingresar una nueva forma de individuación que requiere de cada uno que se constituya a sí mismo como “emprendedor” o “empresario de sí” mismo en un marco de competencia generalizada y considerada normativa, reguladora en sí misma. Este pasaje ha implicado al menos tres instancias diferentes pero relacionadas entre sí. En primer lugar, la economización de medios de gobierno del Estado (De Marinis, 2005), o en términos de Foucault, el “repliegue aparente del Estado”, donde no se trata de “menos Estado”, sino de un nuevo modelo de poder y de Estado que complejiza la trama de relaciones entre lo público y lo privado y que implica que el Estado se las arregla para que no caigan sobre él las responsabilidades de los conflictos económicos y sociales que deberán resolver los propios agentes.
Por otro lado, en la misma línea, el desarrollo de lo que Foucault vislumbraba como “un sistema de información general” que no tiene por objetivo fundamental la vigilancia de cada individuo sino, más bien, la creación de la posibilidad de intervenir; lo cual “conduce a la necesidad de extender por toda la sociedad, y a través de ella misma, un sistema de información que, en cierta forma, es virtual; que no será actualizado” sino solamente cuando sea necesario: “una especie de movilización permanente de los conocimientos del Estado sobre los individuos” (Foucault, 1991: 165-166). Un proceso que tiene entre sus condiciones de posibilidad –precisamente-- el despliegue de las tecnologías info-comunicacionales, y que va acompañado, además, de:
toda esa serie de controles, coerciones e incitaciones que pasa por los mass media, y que, en cierta forma, y sin que el poder tenga que intervenir por sí mismo, sin que tenga que pagar el costo muy elevado a veces del ejercicio del poder, va a significar una cierta regulación espontánea que va a hacer que el orden se autoengendre, se perpetúe, se autocontrole a través de sus propios agentes de forma tal que el poder [ídem: 166]
En tercer lugar, el despliegue de tecnologías de gobierno que se apoyan en tecnologías del yo, y en particular, de un yo “activo”, que –bajo la figura rectora del “empresario de sí”– está atento a la consecución de sus mayores rendimientos. El tipo de acción que se espera de este individuo somático, y que él mismo busca desarrollar, es la de la optimización de su “capital humano” heredado o adquirido, antes que el conocimiento de sus limitaciones, enfermedades o síndromes y la posible cura. En un escenario de competencia generalizada, donde incumbe “a los propios interlocutores económicos y sociales el resolver los conflictos y las contradicciones, las hostilidades y las luchas que la situación económica provoque, bajo el control de un Estado que aparece, a la vez, desentendido y condescendiente” (ídem), los individuos se ven lanzados a la lucha por identificar sus posibles riesgos, prevenirlos, conjurarlos; y esto también –y sobre todo–en el plano somático. Para esto, se promueve un modo de autocomprensión y “autoobservación” que los convoca a buscar por ellos mismos los medios para controlarse, diagnosticar sus “enfermedades potenciales” y optimizarse.
De allí que los discursos mediáticos, las publicidades, los “programas” y las “campañas” ya no buscan proponer lineamientos regulatorios para todos y cada uno, sino que ofrecen cada vez más opciones entre las cuales las personas deben elegir, y para lo cual deben entrenar y poner en juego su capacidad de traducir necesidades, deseos e intereses en productos concretos. Mientras las instituciones disciplinarias brindaban unas pocas opciones que debían ser útiles para la gran mayoría de las personas, hoy se proponen menúes inabarcables, donde nadie queda ni puede quedar satisfecho porque siempre, indefectiblemente, hay “algo más” para probar, y donde el Estado ya no constituye la mejor opción (de salud, de educación, de seguridad), sino una opción más. Se apela, así, a la “libertad”: una libertad que se apoya alternativamente en la obligación de “elegir bien” (esto es, constituirse en seres racionales que eligen su conveniencia) y de “expresarse tal cual se es”; esto es, la obligación de ser “uno mismo”, si es necesario, transformándose en aquello que “se es” tecnológicamente.