Observaciones Filosóficas - Peter Sloterdijk: Celo de Dios, Fundamentalismo islámico y Neoliberalismo; Psicopolítica de los Bancos de Ira
Sloterdijk destaca que la ira está presente de una manera determinante en el sustrato de la historia de Occidente hasta los tiempos actuales, por lo que afirma que la ira “es la primera palabra de Europa". La historia de Europa está determinada por la metamorfosis de la ira. Sloterdijk alude a que la ira ya estaba presente en la Grecia clásica, manifestada en la cólera de Aquiles, que refleja La Ilíada, de Homero, pero ahora la cólera y la indignación han vuelto a estar presente, pero de un modo más radical e inminente.
En Ira y tiempo2, Sloterdijk recuerda que la palabra ira es fundadora de la tradición literaria europea, al aparecer en el primer verso de La Ilíada: “Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles”.3 “En el principio fue la palabra 'ira'”4. Con esta categórica sentencia se inicia el ensayo de Sloterdijk Ira y Tiempo.5 Homero pide a la diosa que cante la cólera de Aquiles en la Ilíada y, a continuación, ensalza la astucia de Ulises en la Odisea, donde narra las hazañas (y los sufrimientos) del héroe griego en busca de la integridad del hogar amenazada en su regreso a Ítaca. He aquí la base de nuestra historia occidental. De allí que para Sloterdijk, la política es el arte de la administración de la cólera en la historia. Es más, la historia avanza primordialmente a partir de las fuerzas y energías thimóticas de los hombres. El “thymós” es el valor, el orgullo, el ánimo varonil y el arrojo, la voluntad de poder: “Al funcionamiento de sistemas moralmente exigentes (culturas), pertenece la autoestimulación de los actores a través de la elevación de recursos thimóticos tales como el orgullo, la ambición, la voluntad de supremacía, la irascibilidad y el sentido del derecho.”6 Asimismo, las energías thimóticas vienen a ser “el orgullo, el sentimiento de dignidad, la exigencia de justicia y venganza, la indignación y la exigencia de justicia”.7
Como se ve Sloterdijk hace un repaso del concepto histórico de 'ira' desde la idea de "inspiración emocional" que abarca la antigua Grecia hasta el "Dios irascible y severo" que incluye el pensamiento cristiano veterotestamentario.
Sloterdijk recorre en Ira y Tiempo el papel que ha jugado la ira en la historia de la humanidad como factor político y psicológico. Es así también que en su ensayo “psicopolítico” llama la atención sobre la necesidad de que el "odio estructural" que deriva de la ira y el resentimiento se conviertan en una "venganza viva" para "volver al subconsciente sano". Como bien lo ha apuntado Susanna Bozzetto “Sloterdijk no pretende hacer una crítica a los impulsos thimóticos ni una búsqueda del punto medio necesario que permitiría civilizarlo, a la manera en que lo ha propuesto Fukuyama8 en su libro sobre el fin de la historia, donde muestra cómo puede desatarse el thymos y salirse de control, desplegando en el hombre su deseo de dominar”.9
La ira está inscrita en el corazón mismo de la civilización europea, Es, como nos recuerda Sloterdijk, su primera palabra. En cuanto inductora del exceso, los griegos consideraron la ira como portadora de desgracias, pero también supieron ver en ella una ocasión singular para el heroísmo, al inspirar arrojo (thymós) frente a la injusticia. Después, el cristianismo aparentó querer erradicarla por completo. Proclamó el paso del iracundo Dios del Antiguo Testamento a una religión del amor al enemigo, del perdón y la renuncia a la venganza. Pero eso, advierte Sloterdijk, sería desconocer hasta qué punto persistió en la escatología cristiana un furor apocalíptico que seguía demandando resarcimiento. En realidad, con la cristianización de la ira10 de Dios se establece un depósito de aplazados impulsos thimóticos, que posterga la amortización de la venganza hasta el fin de los tiempos, en el desencadenamiento de los acontecimientos del apocalipsis, la interpretación profética de la desventura.
La ira se gesta desde el resentimiento, en donde el hombre se convierte en el animal surreal que arriesga la vida por una bandera o un credo. Sloterdijk describe así de qué manera, primero el cristianismo, y posteriormente el comunismo y el fascismo nacionalista después, se constituyeron en los principales "bancos de ira" de la historia.
Con el paso del tiempo, con el transcurrir de la historia, la cólera y la ira, en el sentido heroico, vital y afirmador de estos términos, han sido sustituidas por el espíritu de venganza y el resentimiento. La “doctrina de la ira de Dios” y la organización comunista de masas movidas por la ira antiburguesa, revolucionaria y anticapitalista se han erigido en “los dos órganos más poderosos de recolección, metafísica y política, de la ira en la civilización occidental”11.
Sloterdijk hace del impulso thimótico la substancia de la que se ha hecho el mundo, el mismo que da cuenta de la condición humana y permite comprender los actos más atroces de la humanidad: –la represión en la Rusia comunista, el genocidio en la Alemania nazi, los crímenes y represión en la República Popular China12 –en tiempos de Mao– .
Es así como Sloterdijk constata el agotamiento de los grandes bancos de ira en el mundo contemporáneo. El más eficaz banco de ira de la modernidad ha sido la III Internacional Comunista, también conocida por la abreviación rusa Komintern. Millones de personas de todo el mundo depositaron sus ahorros de rabia social en ese banco, a cambio de una retribución con intereses: la ilusión de un mundo mejor, respaldado por una entidad estatal expansiva que primero consiguió frenar la poderosa máquina militar alemana y después la arrolló mediante una movilización humana implacable y sin parangón en la historia moderna. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el prestigio del banco de la ira era extraordinario y explica los pactos que dieron lugar al Estado social europeo.13
“Lo que se llama neoliberalismo no es otra cosa que un nuevo cálculo de los costos para la paz interior en los países de la “economía mixta” socialdemócrata-capitalista de tipo europeo o del “capitalismo regulado” a la manera norteamericana.”14
Sloterdijk añade que el único banco de la ira hoy en funcionamiento es el del fundamentalismo islámico. Un banco cuyos delegados comerciales y pequeños depositantes no necesitan órdenes de la casa central para acuchillar a un soldado en Londres o en París. En Europa quedan pequeñas cajas de ahorros de la ira que administran protestas de alcance limitado. Occidente se adentra en una nueva geografía del riesgo, salpicada por estallidos parciales. Géiseres en una llanura en la que la nueva palabra de moda es “emprendedor”. El volumen “Ira y tiempo” fue publicado por primera vez en Alemania en 2006, antes de la fase más aguda de la crisis financiera en la Europa del Sur. Conviene precisarlo porque la metáfora de los bancos de la ira parece fruto de una auténtica iluminación: bancos e ira el gran argumento de estos últimos años.
El cristianismo apareció en un principio como una solución audaz a la fuerte constelación apocalíptica del tiempo restante y de la ira de Dios. En un principio, también la proclamación de Jesús estaba totalmente convencida de la hipótesis que afirmaba que la paciencia de Dios con el mundo se había agotado. De ahí “el mensaje acerca de la inminencia del Juicio, pese al encubrimiento del día y la hora”.15
Tras el juicio-destrucción de esta humanidad concreta (vinculada al rey Herodes y a los sacerdotes del templo). Con esa certeza escatológica, Juan el Bautista se erigía como el profeta del fin de los tiempos, el que anunciaba de la ira de Dios, en las riberas del Jordán, vestido de piel de camello (como Elías) y comiendo alimentos silvestres (Mc 1, 6), para condenar de esa manea la cultura dominante de los que se visten y alimentan según los principios de este mundo injusto. Es normal que Herodes Antipas haya tenido miedo de un levantamiento popular, vinculado a ese mensaje, encarcelando y matando a Juan, para impedirlo. Juan era profeta de justicia y muerte, al otro lado del Jordán y así aparecía como peligroso para Herodes. Pues bien, en un momento dado, Jesús pensó que el juicio que anunciaba Juan ya se había cumplido (de otro modo) y por eso, pasando el río (en la misma tierra prometida), vino a presentarse como promotor de una mutación humana, esto es, de un nuevo nacimiento: El Reino de Dios no se iniciará después que este mundo haya acabado (tras el juicio del juicio), sino que empieza ya, aquí mismo, dentro de este mundo viejo.
Ninguno de los afectados por la fiebre del final de los tiempos –Juan el Bautista, ni tan poco el mismo Jesús y ni siquiera el apóstol Juan, el autor del Apocalipsis cristiano– pondrían en duda la suposición de que el día de ajuste de cuentas (del juicio final) quedará de manifiesto que grandes partes de la humanidad no podrán salvarse.16 Si el Reino de los Cielos ya está cerca, también lo está la catástrofe, con cuya entrada se realza la presencia de aquél. La palabra presente ya no se puede pronunciar desde ahora sin temor ni temblor. Tras la ejecución del Mesías, la catástrofe salvadora se equipara con el regreso en gloria del humillado. De esta manera, la tesis sobre Dios puede agudizarse desde sus premisas cristianas, y Cristo, como portador de la espada, presidirá el tribunal al final de los días.
No resulta sorprendente, señala Sloterdijk17, que la doctrina recodificada del nuevo Testamento acerca de la ira de Dios ya exigiera aclaraciones complementaria en la época de las primeras comunidades. Dado que el cristianismo, ya en sus escritos apologéticos más antiguos, se presentaba como religión del amor al enemigo, del perdón, de la renuncia a la venganza y de la inclusividad sincera, la oposición entre sus proclamaciones amistosas y su escatología furibunda dio lugar, desde el primer momento, a irritaciones. La posición prominente de los amenazantes discursos apocalípticos en la compilación de las palabras auténticas de Jesús hizo inevitable el conflicto. Aun sin estar de acuerdo con la opinión de Oswald Spengler18 que afirma que las palabras de Jesús amenazante reproducirían su tono original de la forma más auténtica, no se puede discutir que el furor apocalíptico confiere a su discurso un matiz característico.
Ya en los más antiguos testimonios teológicos del nuevo movimiento, a saber, en las cartas de san Pablo, se trata, y no de manera casual, esta situación comprometida.
Sólo la fe brinda asilo a los tres estereotipos de la derivación de la ira a partir de la omnipotencia, de la justicia y del amor a Dios, mientras éstos se desploman rápidamente sobre sí mismos en el campo abierto del examen lógico. Ya el documento más antiguo de una confusión cristiana frente al predicado de la ira revela la fragilidad de los fundamentos. Como es bien sabido, fue Pablo quien puso por escrito la primera palabra cristiana en defensa de la ira de Dios en el noveno capítulo de su Epístola a los Romanos. Fue con motivo de un enojoso descubrimiento que, apenas realizado, hubo de ocultarse rápidamente de nuevo por sus fatales implicaciones: que precisamente los atributos divinos de la omnipotencia y la justicia no son compatibles entre sí.
Esta peligrosa incompatibilidad se advierte al instante, ya que el concepto del infinito poder divino se comprueba en sus implicaciones ontológicas. Con esto se muestra que el poder absoluto (soberano) genera un exceso de suposiciones libres (desde el punto de vista humano: de decisiones arbitrarias) que no pueden reducirse a criterios plausibles en términos generales; de lo contrario, Dios sólo sería el secretario del concepto de la razón humana puede hacerse de él. Por tanto, la omnipotencia libre de Dios es responsable de una serie de circunstanciasen el mundo mucho más numerosas que las que se pueden cubrir con el principio de “justicia”. Los ejemplos a este respecto recorren el Antiguo Testamento y la literatura apologética. En efecto, Dios ama a Jacob y a Esaú le dedica su odio; y si las fuentes son fiables, al endurecer el corazón del faraón, prefiere a Israel y deja que Egipto perezca. En cualquier caso, también habría podido obrar de manera distinta, por supuesto, pero así es como lo quiso. Sólo una cosa: ¿Por qué?.
La única respuesta adecuada reza (tanto en Pablo como en sus innumerables discípulos) como sigue: frente a las afirmaciones del Todopoderoso no se tiene que proponer ningún porqué. ¿Quién eres tú, hombre, para discutir con Dios? Desde el punto de vista de la arquitectura de las imágenes del mundo, Dios es exactamente lo que los funcionalistas llaman la base de la contingencia: en esto acaban todas las regresiones lógicas realizadas hasta ahora. El intelecto puede relajarse con el último informe: la voluntad de Dios y el azar coinciden en el infinito. Aquí nuevamente nos encontramos con el problema de una supuesta discriminación, teológicamente inquietante. El discurso sobre la omnipotencia sólo puede darse cuando la acción se manifiesta con libertad absoluta de discriminación y de preferencia. Si ésta se actualiza, se derogan las expectativas de justicia e igualdad en el trato por parte de los clientes. Omnipotencia significa el mayor grado de juego sucio en lo absoluto.
Pablo entiende las implicaciones del tema de forma muy precisa. Por ello, reconoce el peligro del otro atributo imprescindible de Dios: la justicia. Dado que Dios no puede ser injusto, se debe convertir en que a veces su omnipotencia cubre su justicia. Así, en el capítulo noveno de la Epístola a los Romanos, Pablo escribe sobre la verdad transmitida que afirma que el propio Dios ha endurecido el ánimo (corazón) del faraón19
El doble juego juego es evidente: el apóstol necesita la omnipotencia del Creador para explicar la desigualdad en el trato de los hombres. Ha de prestar ayuda tanto a la justicia de Dios como a su amor para reducir el carácter intolerable de la omnipotencia. Se comprende fácilmente el hecho de que la ira de Dios fracase en este ir y venir, ya que si un sinnúmero de hombres fueron creados como recipientes de ira, lógicamente esto sólo se puede justificar mediante la conclusión de que la ira precede a sus motivos o causas. En cierto modo, Dios ya se enfurece con el simple pensamiento de que cualquiera de sus criaturas todavía no creadas le niegue el respeto algún día; sin embargo, sigue creando tales recipientes irrespetuosos para poder demostrarles su justa ira. Quien todavía pregunte cómo puede agitarse la ira contra el pecador endurecido antes de que el pecador, destinado a pecar, vea la luz, debería comprobar si él mismo no es un recipiente destinado a la destrucción.
La solución del enigma se puede colegir del vocabulario que utiliza el autor de la Epístola a los Romanos, especialmente en los versículos 9: 22 y 9:23. Allí se habla de la “Gloria”(potentia, divitias gloriae) de Dios con gran insistencia, así como de su voluntad de poder “dar a conocer” (notam facere) y “mostrar”(ostendere) el propio poder y magnificencia. Estos giros se han de entender de forma literal. Conforme a esto, el negocio divino de la ira se basa en la necesidad de ostentar la fuerza del poder de Dios tan contundentemente como sea posible. Según su estructura profunda, sólo es “ostentativo” como realización de poder; como demostración de gloria y magnificencia puede mantener su curso y validez. Además, el espectáculo de la ira está condenado a continuar pasando como genérico título de crédito de un programa principal continuamente pospuesto. Esto se adapta a un aspecto de la conducta amenazadora que pocas veces falta ante las manifestaciones de ira profanas: la ira que se desfoga en acto tiende a anunciar que todo irá a peor. La ira es un afecto destinado en sí mismo a mostrar y a impresionar desde el nivel de la expresividad animal, lo que, por cierto, también subraya Séneca en De ira, cuando habla de la imposibilidad de reprimir los síntomas físicos de la ira. Toda limitación de su afán de manifestación inherente conduce a un desplazamiento de las energías iracundas.
En el caso presente, tiene lugar un desplazamiento del nivel humano al divino. En la medida en que los cristianos interiorizan la prohibición de la ira y la venganza que se les ha impuesto, se desarrolla en ellos un interés apasionado por la capacidad de la ira divina. Comprenden que la rabia es un privilegio al que renuncian en beneficio de la ira del único que puede irritarse. Tanto más intensamente llegará su identificación con su magnificencia, cuando ésta se descubra el día de la ira. Los cristianos nunca pueden imaginarse la ira de lo sublime de forma suficientemente contundente, ya que ellos mismos, sólo deben abandonar su propia renuncia a la ira en el diez irae en el que hartarán su vista con la última escena. No en vano, la representación del Juicio Final debería convertirse en la disciplina de desfile de la fuerza imaginativa cristiana.
También las otras dos derivaciones de la ira de Dios a partir de la justicia y el amor divinos conducen rápidamente a contradicciones y círculos viciosos. El hecho de que no se pueda deducir de la justicia resulta de la simple aplicación del principio de proporcionalidad a la situación, que es superior al campo de lo justo y adecuado como idea regulativa: de la culpa finita nunca puede derivarse castigo infinito. Puesto que, sin embargo, se amenaza precisamente con castigos de este tipo, la injusticia infinita de Dios (por consiguiente, de nuevo: su omnipotencia) se esfuerza por demostrar su justicia. El fracaso del argumento es evidente. También ante él, únicamente la transición de la especialidad performativa es responsable de la agravación teológico-iracunda. En realidad, nada puede dejar una impresión más fuerte que la representación de los terrores divinos, y éstos entran en juego inmediatamente tan pronto como la representación de torturas insufribles se combina con la idea de eternidad.
Aquí se abre una interrogante que abordaremos en otra oportunidad, pero que es necesario anotar, ella trata sobre la cuestión del poder como majestuosidad: ¿Porque el poder necesita la gloria? Si este es esencialmente fuerza y capacidad de acción y gobierno, ¿por qué asume la forma rígida, embarazosa y 'gloriosa' de las ceremonias, de las declamaciones y de los protocolos? ¿Cuál es la relación entre riqueza y Gloria?20
Peter Sloterdijk reflexiona sobre los presupuestos; sociopolíticos y psicodinámicos; que condicionaron el surgimiento de las religiones, en particular las religiones monoteístas. Frente al politeísmo de las grandes culturas antiguas, surgió el monoteísmo judío como una teología de protesta, como una religión del triunfo en la derrota. Si en el judaísmo la religión permaneció limitada al propio pueblo, el cristianismo desarrolló su mensaje apostólico con una predicación de contenido universal. El islam, por su parte, recrudeció el universalismo ofensivo transformándolo en un modo político-militar de expansión. El celo que produce el dios único de los tres monoteísmos –judaísmo, cristianismo e islam– supone la rivalidad, anulando la pretensión de cualquier encuentro ecuménico entre religiones que ofrecen “monoteísmos de tipo exclusivo y totalitario”. El patrón lógico de estas religiones es claro: hay que retroceder del plural al singular, de la multiplicidad a la unidad; este “suprematismo religioso”, este estar en contacto con el misterio del universo se liga necesariamente con el “monarquismo ontológico: el principio de que sólo uno puede y debe ser señor de todo y de todos”. El ser es uno, entonces “no soporta nada ni a nadie junto a sí”. De allí que toda vivencia de transcendencia, tendría su forma originaria en el furor. Es decir, intolerancia, radicalidad, fanatismo y supresión del otro. Entonces el problema no es una guerra intermonoteísta. No es una lucha entre judíos, cristianos y musulmanes por la “apropiación de Jerusalén”21, tal como lo anunció Jacques Derrida en 1993. “El conflicto –afirma Sloterdijk– se centra más bien en cómo en cada caso habría que asegurar el control de los potenciales extremistas dentro de las religiones dispuestas al celo (y dentro de las ideologías airadas que siguieron a las religiones universalistas)”. Se trata de reducir estas expresiones a sus manifestaciones menos malignas, de inocular lo más posible su celo, de aplicar los fármacos necesarios para impedir el furor, de pasar de lo uno a lo múltiple: evitar la radicalidad de tener que elegir entre blanco y negro y pensar en gris, es decir, de un modo plurivalente.
Tomando como mejor ejemplo de ello en nuestra tradición la cólera de Aquiles cantada por Homero, Sloterdijk conecta así con las tesis de su anterior ensayo, Ira y Tiempo22, para narrarnos el devenir de los tres monoteísmos como un continuado proceso histórico de reacción violenta, en principio a antiguas formaciones politeístas, luego a monoteísmos previos. La articulación de un orden político vinculado a una revelación trascendente comienza con el judaísmo, que concentra el trato con un Dios personal en una nación elegida, el cristianismo lo extiende a todas y el islamismo radicaliza la idea de guerra santa, en un escenario de estrés permanente.
“El
hecho de que la teología quiera, pueda y deba ser una magnitud de
carácter político se desprende de una simple constatación: las
religiones relevantes para el transcurso de la historia
occidental-europea, tanto las mesopotámicas como de las
mediterráneas, han sido siempre una cuestión política y lo
seguirán siendo mientras sobrevivan. Los dioses son, dentro de
éstas, partidarios trascendentes de sus pueblos y protectores de las
construcciones de sus Imperios. Ejercen esta función incluso a
riesgo de tener que crear primeramente un pueblo adecuado a ellos y
un Imperio para el mismo. Esto se aplica especialmente al Dios de los
monoteístas, quien recorrió un vasto arco geopolítico desde los
precarios comienzos egipcios hasta sus triunfos romanos y
estadounidenses. Sus adoradores también pueden afirmar a menudo que
no es el simple Dios de un Imperio (bien se sabe que los Imperios son
mercancías perecederas), sino el Creador transtemporal y
transpolítico y el pastor de todos los hombres”.
Sloterdijk describe así su postura dentro de un sistema de diferentes posibilidades, desde los contextos del antipaganismo, el antijudaísmo, el antiislamismo y el anticristianismo, a los que se añaden divisiones internas: característico del judaísmo fue un separatismo soberanista con rasgos defensivos; del cristianismo, la expansión mediante la misión; y del islam, la guerra santa. En el presente, la supervivencia –el ecosistema multicultural– requiere que las tres religiones conviertan la coexistencia en diálogo, la tolerancia en un delicado equilibrio de concesiones mínimas.
La popularización del Yihad23 –"guerra santa"– en los conflictos del presente conlleva la desublimación del concepto y con ello el regreso a su primer significado, y eso a pesar de todas las objeciones por parte de intérpretes más espirituales. La idea de la lucha contra el sí-mismo inferior trajo a la vida una militancia espiritualizada sin enemigo exterior, como también se ha observado en la transformación del arte de la guerra de Extremo Oriente en disciplinas de lucha espiritualizadas. El sutil yihad quería ser llevado a cabo como campaña contra el resto pagano en el interior de uno mismo; con lo que el creyente descubre dentro de sí oasis rebeldes y provincias anárquicas en las cuales no han penetrado aún el imperio de la ley. Con el retorno del enemigo real, aunque sea sólo a nivel de malentendidos y proyecciones, desaparecen los significados transmitidos.
Para la apreciación de la auténtica doctrina de la ira de Dios sería necesario dar un sentido literal a dos conceptos cuyo significado en cualquier caso sigue siendo de gran actualidad desde un punto de vista metafórico: Gloria e Infierno. Aún a costa de toda su voluntad, a nuestros contemporáneos les resulta todavía imposible concretar el contenido de estas expresiones que, en otros tiempos, designaron los extremos de las alturas y las profundidades de un mundo marcado por la presencia de Dios.24
Sin embargo, esta “venganza de Dios” –lanzada por surrealistas políticos, terroristas y fanáticos de todos los colores a los medios, ávidos de eventos, de las evasivas sociedades occidentales– pareciera constituir sólo un epílogo, entre cómico y macabro, de milenarias tradiciones teológicas, sistematizadas por la escatología, como disciplina hermenéutica consolidada, como escenografía apocalíptica de la ira de Dios, de sus intervenciones en los asuntos humanos e históricos y del final de los tiempos. Una reflexión emparentada con la poseía y la filosofía hermenéutica, tal como se deja entrever en las marcas de lo divino (y su ausencia) en Hölderlin, así como en la noción de Heidegger sobre la Kehre y el fin de la filosofía. Todo lo cual, nos remite a las intersecciones del tiempo, lo sagrado y la Historia. Sin embargo inútiles parecen haber sido al respecto -las voces que clamaron en el desierto de la Historia europea25-, los anuncios de pensadores como Heidegger26 y Levinas sobre la obcecación de Occidente y su necesario Untergang: no tanto o no sólo por considerarlo como un “hundimiento” cuanto por exigir con ello una vuelta, un “ir a fondo” de las propias raíces europeas, para intentar desde allí repristinar la antigua pujanza dual, y contrapuesta: una vez más, arraigo en la tierra (Atenas) y escucha de la promesa del -cumplimiento [consumación] del tiempo (Jerusalén), manchada sin embargo la memoria de lo primero por la reivindicación de “hermandad” en la sangre nórdico-helénica por parte de la Alemania nacionalsocialista, pospuesto sine die el fruto de la segunda por la inacabable contienda entre hermanos de una misma estirpe: la de Sem; un cáncer que convierte en doloroso sarcasmo la de-nominación de “Santos Lugares” para esa pequeña y torturada región.27
Sloterdijk en Celo de Dios28 hace presente algunas consideraciones de Derrida particularmente lúcidas en torno a claves del enfrentamiento Oriente-Occidente donde advierte -como señal de aviso- de un punto de peligro del mundo de hoy, especialmente explosivo semántica y políticamente: ese Oriente Próximo, en el que tres escatologías mesiánicas, mutuamente enzarzadas entre sí por competencia, movilizan –según Derrida– “directa o indirectamente, todas las fuerzas del mundo y todo 'el orden mundial' para la guerra sin cuartel que libran”.29
Sloterdijk parece no estar seguro de poder asumir sin algunos matices esa tesis de una guerra de las escatologías; es que precisamente “el autor cuya reputación va unida al proceder de la “deconstrucción”, al desmontaje cuidadoso de hipérboles metafísicas y unilateralismos fomentadores de violencia,30 se permite en este excurso una exageración interpretativa, un pensamiento peligroso.
Es evidente que Derrida habla en ese lugar del judaísmo, cristianismo e islam. Ensaya identificar el grupo de las religiones monoteístas como “partidos en conflicto” histórica y universalmente entrelazados, aunque sin que se pueda decir que pretende confrontar entre sí los tres complejos religiosos en su totalidad dogmática y social. Derrida se refiere especialmente a sus contenidos misioneros, a los que también llama en ocasiones “potenciales universalistas”, y con ello a lo que se podría llamar en cada uno de esos entramados su “material radiactivo”, su masa maníaco-activista o mesiánico-expansionista. En lo que sigue tendremos que habérnoslas sobre todo con esas peligrosas substancias.31
A propósito de este tópico, las sustancias peligrosas, es posible desarrollar una explicación a partir de una metáfora inmunológica32: Piénsese en lo que sucede en las llamadas enfermedades autoinmunes; el sistema inmunitario es conducido a volverse contra el mismo mecanismo que debería proteger, destruyéndolo. Ciertamente, los sistemas inmunitarios son necesarios, ningún cuerpo individual o social podría evitarlo, pero cuando crecen desmesuradamente acaban por conducir a la completa explosión o implosión del organismo.
Esto
es exactamente lo que amenaza con suceder a partir de los trágicos
sucesos del 11 de septiembre de 2001. La guerra actual, como se vera,
está fuertemente ligada al paradigma inmunitario, que ésa es la
forma de su exasperación y su locura. El epílogo trágico de la
guerra podría llamarse “crisis inmunitaria”, en el mismo sentido
en el que René Girard usa la expresión “crisis sacrificial”33
en la medida en que la lógica del sacrificio rompe los los diques
que rodean a la víctima elegida para arrastrar a la sociedad entera
a la violencia. Es entonces cuando la sangre salpica por todas partes
y los hombres, literalmente, se hacen pedazos. Es así que el actual
conflicto aparece configurado por la presión conjunta de dos
obsesiones inmunitarias opuestas y especulares: la de un integrismo
islámico resuelto a proteger hasta la muerte su pretendida pureza
religiosa, étnica y cultural de la contaminación secularizadora
occidental y la de un Occidente empeñado en excluir al resto del
planeta de la posibilidad de compartir sus excesivos bienes. Cuando
estos dos impulsos contrapuestos se presionan mutuamente de modo
irresoluble, el mundo entero se agita en una convulsión que tiene
los rasgos de la enfermedad autoinmune más destructiva: el
exceso de defensa contra los elementos extraños al organismo se
vuelve contra él, con efectos potencialmente letales. Lo que ha
explotado, al mismo tiempo que las Torres Gemelas, ha sido el doble
sistema inmunitario que hasta ahora había tenido el mundo.34
Los sucesos del 11 de septiembre abrieron un espacio nuevo y aún mayor para la construcción de la nueva legitimidad. El tamaño en sí de ese espacio es enorme, pero además posee otras ventajas que no tiene la concentración de aprensión en cuanto a la seguridad sobre los refugiados.
A pesar de su precaria posición al borde de la extraterritorialidad (entiéndase: fuera de la ley), los refugiados aún pueden apelar (al menos en principio) a los “derechos humanos”, por muy imprecisos que estos sean, y a veces también recurrir con éxito a los tribunales, nacionales o suprarracionales, y a los procedimientos legales a disposición de los habitantes del país de llegada. Hay límites ante los que se tienen que detener incluso las iniciativas más ingeniosas de las autoridades, ansiosas de que se les vea mostrando su poder. En última instancia, se debe presentar la evidencia de una conexión entre la inmigración y la delincuencia y se debe demostrar esa culpabilidad por asociación, por mucho que esto se retrase debido a la coalición de las sucesivas historias de terror publicadas en la prensa amarilla y de los ataques de pánico apoyados por el Gobierno. Los refugiados, como otros seres humanos, pueden esperar que se les considere inocentes hasta que se demuestre que son culpables; de este modo no son los candidatos perfectos para el estatus de homini sacri35 (usando el concepto de Giorgio Agamben), un estatus fuera de todos los reconocidos legalmente, una condición sin todos los significados habituales y a la que no son aplicables ni las leyes humanas ni las divinas.
A los terroristas, por otro lado, se les puede situar abierta y explícitamente fuera del entorno de la humanidad: físicamente, en la Bahía de Guantánamo o en el Campamento Bagram y sus otras réplicas menos conocidas, lugares completa e indisputablemente extraterritoriales y fuera de toda jurisdicción con límites territoriales, lugares sobre los que no puede afirmar su soberanía ningún sistema jurídico establecido y en los que ninguna de las reglas que se consideran ingredientes indispensables de los derechos humanos permite a los detenidos cuestionar las acusaciones o intentar demostrar su inocencia o protestar por el tratamiento inhumano. La intención de cometer un acto terrorista por definición equivale a una prueba de inhumanidad, y que se le acuse a uno de tal intención es (en la práctica sino en teoría) toda la evidencia que hace falta para que el tratamiento que se les reserva a los miembros del género humano ya no sea aplicable. Cuando las autoridades concentran los temores del público en la amenaza del terrorismo y la preocupación pública en la “guerra contra el terrorismo”.36
El mundo se ha vuelto multicultural y, no obstante, el par, el vecino, y mucho más el extranjero o el desconocido, se han vuelto un enemigo. La promoción de la libre circulación del capital choca violentamente con las fuertes restricciones a la circulación de personas en busca de trabajo; en ese enfrentamiento encuentran su fundamento las recientes políticas globales de seguridad, fallido intento de creación de un nuevo orden.37 Este fenómeno puede ser analizado a partir de dos perspectivas puntuales: por un lado, la de los pasajeros de avión, que diariamente asienten que oficiales de migraciones desarmen sus equipajes y escudriñen sus pertenencias personales, que perros los olfateen, que se someten a todo tipo de situaciones que en otras circunstancias les parecerían denigrantes y que, sin embargo, lo hacen sin protestar, “agradeciendo a las autoridades” por ocuparse de su seguridad. Por el otro, la de la apatía más o menos generalizada con la que se recibió la información de la existencia de una enorme cantidad de prisioneros que sin un juicio justo cumplen indefinidas condenas en prisiones irregulares como las de Guantánamo y Abu Ghraib.38
Un imperio puede elegir las guerras que quiere hacer (aunque haya guerras que no puede elegir dejar de hacer), pero la selección tiende a ser determinada por las armas de que dispone. Esto es lo que Tzvetan Todorov descubrió acerca de la reciente decisión norteamericana de iniciar una guerra contra Irak a pesar de lo que debía ser obvio a todas las partes implicadas: que bombardear e invadir Irak no acercaría el objetivo declarado de la guerra de acabar con el terrorismo, que es obviamente un fenómeno supraracional y extraterritorial. “La guerra contra el terrorismo no es una tarea sencilla: requiere paciencia y tenacidad. La guerra contra Irak ha sido fácil en comparación, bastó con bombardear el país hasta arrasarlo bajo la presión de un poder infinitamente superior”.39
Todorov señala que es difícil, tal vez incluso imposible, identificar la causa latente y acaso racional de la guerra de Irak. En los casos en que no demostraban un raciocinio inepto, escasez de imaginación o enormes errores de juicio o de cálculo, las explicaciones públicas de quienes plantearon la guerra son evidentemente falsas y están dictadas por consideraciones de orden mediático: Sadam Husein y Osama Bin Laden eran enemigos declarados, no colaboradores, e Irak no tenía armas de destrucción masiva, Incluso la explicación que prevalece entre los activistas contra la guerra (que la verdadera razón de haber elegido a Irak como objetivo militar fue el deseo de apoderarse de las segundas mayores reservas de petróleo del mundo) menosprecia la racionalidad de quienes planearon la guerra: “La propia guerra cuesta demasiado, la ocupación que la guerra causa es ruinosa y los beneficios que proceden del precio del petróleo ya los han agotado los gastos militares”40.
Aun así, no se puede descartar fácilmente la suposición de que la reciente atención del poder militar norteamericano hacia Oriente Medio (Afganistán, Irak, tal vez Irán, Siria y Arabia Saudí, por no hablar de la presencia militar norteamericana en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia, que crece subrepticia y poderosamente) “tiene todo que ver con el petróleo”, como dice en pocas palabras David Harvey. Como este señala, “la proporción de explotación de las reservas petrolíferas excede la proporción de descubrimientos desde 1980 aproximadamente. Poco a poco, el petróleo se hace cada vez más escaso”. La mayoría de las reservas de crudo que existen se agotarán probablemente en unos diez o veinte años; únicamente los yacimientos petrolíferos de Oriente Medio prometen durar otro medio siglo. Quien controle las últimas existencias de petróleo en un planeta que cada vez consume más de él puede automáticamente considerarse la máxima influencia en la política mundial y el banquero del juego de la economía global, por todo el tiempo que sean capaces de imaginar los encargados del capital. “¿Qué mejor manera de que los Estados Unidos eliminen la competencia y aseguren su posición hegemónica que controlar el precio, las condiciones y la distribución del recurso económico clave del que dependen esos competidores?” Sin duda esta no es una pregunta retórica.
Aún así, se puede argüir que el propio intento de buscar y articular una explicación racional de la guerra nos aparta de lo que nos enseñó ya Montesquieu. No hay una causa racional de la guerra, y la guerra no necesita causas racionales. La capacidad de hacer una guerra a voluntad resume toda la racionalidad que necesita (o se puede permitir) la supervivencia del imperio. El imperio basa su hegemonía en unas reservas de armas superiores cada vez mayores y más perfeccionadas técnicamente, que solamente pueden usarse como se hizo en Irak. Y un elemento racional en la serie de razonamientos que terminaron con el lanzamiento de misiles inteligentes contra Irak podría ser la comprensión de que, para mantener su posición imperial, el imperio debe mostrar una y otra vez sus armas de forma pública, espectacular y, por tanto, convincente.
Tales exhibiciones muy probablemente se repetirían de manera habitual de ser el poder “existente” del imperio tan extraordinariamente enorme como afirman Brzezinski, Kissinger y sus camaradas: tan infinito como para que le afecten poco las limitaciones que causaron problemas a los antiguos imperios y que finalmente terminaron con ellos. Sin embargo, este no parece ser el caso. La actual variedad de imperio norteamericana apenas puede igualar el poder combinado de los centros imperiales de la época colonial; y lo que cuenta en última instancia es el poder combinado de la dominación imperial. La debilidad esencial del imperio norteamericano, aunque no la única, se deriva de su formación en los últimos años de esa época, o tal vez incluso a título póstumo, tras su fin.
El terrorismo global contemporáneo (concebido, nacido y criado globalmente) no corresponde a ninguno de los tres tipos de guerra que Carl Schmitt41 hace apenas medio siglo consideraba que constituían una clasificación exhaustiva de todas las guerras: la guerra entre Estados, la guerra civil y una guerra de guerrillas. En las actividades de terrorismo se ha roto la conexión entre violencia y terrorismo.42
Los imperios gobernados por Europa pueden haber variado: de gigantes abatidos sobre los que el sol nunca se ponía a pequeños e insignificantes enclaves, bases militares o asentamientos comerciales allende los mares. Debido a que hubo varios imperios reales y un número indefinido y variable de aspirantes a imperio, los Estados europeos que los regían pueden haber actuado como si participasen en un juego de “suma cero”, convencidos de que cualquier avance de un imperio colonial concreto debería llevar inevitablemente no solo al agotamiento de los territorios, sino también a la necesaria debilitación de otro. Esta era sin embargo una postura bastante corta de vista y estrecha de miras, muy distinta de la imagen que se veía desde el otro lado de la expansión colonial europea. Desde la perspectiva de los que estaban al otro lado, las adquisiciones coloniales de cualquier país europeo contribuían a la fuerza a la fuerza total de la empresa colonialista. Del mismo modo que el punto de vista europeo redujo las muy diversas formas de vida que se encontró a una imagen del Oriente plana y severamente truncada, las variadas experiencias de los pueblos no europeos que conocieron los muchos y distintos regímenes y estrategias coloniales de los europeos tendieron a mezclarse, fundirse y condensarse en una noción homogénea de “Occidente”. A los ojos de los países ya invadidos o temerosos de una invasión en ciernes, las conquistas territoriales de cualquier imperio europeo, grande o pequeño, contribuían a hacer mayor la creencia en la superioridad incontestable de un “Occidente” invencible. Todo esto reforzó indirectamente la credibilidad de la noción de una fuerza unificada y coordinada en el otro lado de la confrontación; una noción que confundiría y sorprendería a los europeos, enzarzados como estaban en conflictos intensos y a menudo sangrientos, luchando en continuas guerras, que eran civiles e intestinas aunque se luchasen en un escenario mundial. A los ojos del “resto del mundo”, el conjunto de macro-imperios y mini-imperios europeos se fundían en un todopoderoso Imperio mundial del “hombre blanco”, de ninguna manera inferior al poder de la potencia norteamericana de nuestro tiempo, y acaso superior.
En el plano político inmanente la cuestión crucial hoy es de aquí en más el vínculo social-humano dentro de una sociedad demasiado grande; y es precisamente aquí que la herencia de las religiones ancestrales es importante, porque son las primeras tentativas de síntesis meta-nacionales y meta-étnicas. La sangha budista era una nave espacial donde todos los desertores de todas las etnias podían refugiarse. Del mismo modo, podríamos describir la cristiandad, suerte de síntesis social que trasciende la dinámica de las etnias cerradas y las divisiones de las sociedades de clases. El diálogo de las religiones en nuestra época, bajo la forma de una gran Ecumene. … En la era de la concentración, hay que replantear todo lo que se pensó hasta ahora sobre el vínculo de coexistencia de una humanidad desbordante. Por eso empleo el término “co-inmunismo”43, nos hace sentido. Todas las asociaciones sociales de la historia son, efectivamente, estructuras de co-inmunidad. La elección de este concepto recuerda la herencia comunista. En mi análisis, el comunismo se remonta a Rousseau y a su idea de “religión del hombre”. Es un concepto inmanente, es un comunitarismo a escala global. La crisis final eco-ambiental –el fin de la era del combustible fósil– es la única instancia que posee suficiente urgencia como para impulsarnos a cambiar nuestros hábitos, nuestras prácticas y finalmente, nuestra vida. Nuestro punto de partida –o de llegada– (la última estación del viaje) no es sino, una evidencia aplastante: no podemos continuar así.
Con el argumento de que la globalización es ineludible, los estadounidenses están imponiendo una nueva forma de dominación planetaria. En una conferencia pronunciada en el Trinity College de Dublín, Irlanda, el que fuera secretario de estado de Richard Nixon y sigue siendo miembro de la casta que gobierna Estados Unidos, Henry Kissinger, se sinceró diciendo: “lo que se llama globalización es en verdad otro nombre empleado para definir la posición dominante de Estados Unidos... por ser la única nación explícitamente creada con la idea de libertad, Estados Unidos siempre creyó que sus valores eran relevantes para el resto de la humanidad. [Por eso nos mueve] el impulso de una obligación misionaria para transformar el mundo a nuestra imagen”.
Como es sabido, los genocidios anglosajones que se perpetran contra los pueblos de Palestina, de Afganistán y especialmente de Irak, confirman plenamente no sólo el carácter rapaz y depredador del imperialismo actual, que se apropia del petróleo iraquí, sino también la intención de establecer una hegemonía de largo plazo, cambiando para ello el mapa del Medio Oriente y expoliando toda la región del Golfo, donde se encuentra 60 por ciento de la reserva mundial de crudo. Lo anterior trata de sustentar el fundamentalismo del grupo gobernante de Estados Unidos, que se dice elegido por la providencia para conquistar e instaurar en el planeta el reino sin fin del capital. Para su desdicha, la respuesta del pueblo irakí le impide consolidar su dominación en el área, de modo que el imperio es ahora prisionero de una intrincada trama de seculares y complejas contradicciones clasistas, étnicas, nacionalistas, colonialistas, culturales, fundamentalistas y religiosas que es incapaz de descifrar y menos de resolver.
Esto explica la rápida transformación de Irak en una trampa infernal y letal para las tropas invasoras y mercenarias de la coalición imperialista dirigida por Estados Unidos. La potencia recolonizadora de Estados Unidos pierde de vista que el pueblo iraquí no es ignorante ni fanático. Olvida que la UNESCO distinguió a Irak en 1981 por haber sido el primer país en desarrollo en eliminar el analfabetismo. Tampoco toma en cuenta que el común de los ciudadanos de ese país ocupado lo identifica suficientemente como el culpable de diez años de criminal bloqueo y de ser el mayor destructor de la cultura árabe y de la religión musulmana. Asimismo, deja de tomar en cuenta que la inmensa mayoría de la nación iraquí tiene arraigados sentimientos patrióticos que pueden trascender las divisiones sectarias, porque odia profundamente a los colonialistas e imperialistas extranjeros y es capaz de vencerlos como derrotó en su momento al colonialismo británico.
Por eso, esta guerra preventiva sólo ha dejado al descubierto que las “razones” invocadas por Estados Unidos y Gran Bretaña para desencadenarla, consistentes en llevar a Irak “libertad” y “democracia”, no han pasado de ser burdas estulticias signadas por el cinismo imperial, porque en vez de “libertad” y “democracia” los nuevos cruzados han instaurado en Irak un gobierno carcelario y totalitario.
Las “razones” de seguridad occidentales también han patentizado la patraña anglosajona al haber atribuido al régimen iraquí posesión de armas de destrucción masiva, únicamente para mimetizar sus verdaderas razones e intereses neocoloniales.
El curso de esta agresión imperialista ha desentrañado la verdadera naturaleza de la guerra sucia contra el pueblo iraquí, sometido al exterminio y a las sádicas torturas físicas y morales, perpetradas por las soldadescas coloniales y los altos mandos militares de la ocupación anglosajona.
Ahora bien, si en el pasado reciente, Estados Unidos tuvo el cuidado de arroparse en la ONU para agredir a los iraquíes, en esta ocasión hizo gala de soberbia y llevó a cabo el ataque y la invasión pasando por encima del Consejo de Seguridad y rompiendo el principio de multilateralismo que rige al organismo mundial.
Por eso, esta guerra preventiva sólo ha dejado al descubierto que las “razones” invocadas por Estados Unidos y Gran Bretaña para desencadenarla, consistentes en llevar a Irak “libertad” y “democracia”, no han pasado de ser burdas estulticias signadas por el cinismo imperial, porque en vez de “libertad” y “democracia” los nuevos cruzados han instaurado en Irak un gobierno carcelario y totalitario.
Sociólogos especializados en movimientos migratorios y demógrafos prevén que el número de musulmanes que vive en Europa puede duplicarse nuevamente para el año 2015. La Oficina de Análisis Europeos del Departamento de Estado de Estados Unidos calcula que el 20% de Europa será musulmana en el año 2050, mientras otros predicen que un cuarto de la población de Francia podría ser musulmana en el año 2025 y que si la tendencia continúa, los musulmanes superarán en número a los no musulmanes en toda Europa occidental a mediados de este siglo, puestas así las cosas, Europa será islámica a finales de este siglo.44
Este hecho demográfico esta teniendo una incidencia psicológica sobre los miedos globales, pensemos en la inestabilidad generada por los atentados de Nueva York, allí sin duda tuvo lugar una mutación del terrorismo, el 11 de septiembre de 2001 marca un cambio de época en la historia del miedo; así el régimen del sabotaje y la lógica del pánico vino a ser el argumento central de la política y la base de justificación de una política exterior norteamericana que sembraría otros miedos que nos marcarían a fuego, como los atentados de Atocha –el 11-M.
La amenaza fundamentalista, que parecía una amenaza periférica, se ha desplazado hacia el centro, rumbo a una hegemonía que a los ojos de muchos resulta pavorosa. Hoy un grupo, monitoreando artefactos desde las montañas más remotas y más miserables del mundo, es capaz de hacer estallar el icono más importante del poderío económico global, como eran las Torres Gemelas.
Frente a esto las reacciones neoliberales contra el terror son siempre inadecuadas, puesto que “magnifican el fantasma insustancial de Al Qaeda, ese conglomerado de odio, desempleo y citas del Corán, hasta convertirlo en un totalitarismo con rasgos propios, y algunos, incluso, creen ver en él un “fascismo islámico” que, no se sabe con qué medios imaginarios, amenaza a la totalidad del mundo libre”.45 Dejaremos abierta la pregunta por los motivos que han conducido a aquella infravaloración y a esta magnificación. Sólo esto es seguro: los realistas se hallan de nuevo en su elemento; por fin pueden ponerse, una vez más, al frente de los irresolutos, con los ojos clavados en el fantasma del enemigo fuerte, medida antigua y nueva de lo real. Con el pretexto de la seguridad, los voceros de la nueva militancia dan rienda suelta a tendencias autoritarias cuyo origen hay que buscar en otro sitio; la angustia colectiva, cuidadosamente mantenida, hace que la gran mayoría de los mimados consumidores de seguridad de Occidente se sume a la comedia de lo inevitable.
Pero ¿cual es la eficacia del terror? Si se tiene en cuenta que el gasto de EE.UU. en armas de destrucción masiva no tiene parangón alguno, pues gasta anualmente una suma equivalente al gasto militar conjunto de los siguientes 25 países que le siguen en la escalada armamentista, pero -y he aquí el sinsentido- su poderío militar no garantiza mayor seguridad... Antes de enviar sus tropas a Iraq, Donald Rumsfeld –el ideólogo de la invasión y posterior ocupación de Irak– aseguró que "ganaría la guerra cuando los americanos se sintieran seguros de nuevo". Pero el envío de tropas a Iraq disparó el nivel de inseguridad en Estados Unidos y en el resto del mundo. Lejos de disminuir, los espacios sin ley, los campos de actuación del terrorismo internacional han crecido hasta alcanzar dimensiones inconcebibles. Han pasado más de cinco años y el terrorismo ha ido cobrando fuerzas -extensiva e intensivamente- año a año. Los atentados terroristas se han sucedido en Madrid y Londres; además, según el Departamento de Estado Americano, de los 651 actos terroristas "significativos" de 2004, 198 sucedieron en Iraq, nueve veces más que un año antes (sin contar los ataques diarios a las tropas americanas), cuando, paradójicamente, las tropas habían sido enviadas con la misión explícita de terminar con la amenaza terrorista. Iraq, desgraciadamente, se ha convertido en un aviso del poder y la eficacia del terror en sembrar más odio, ya que cada bomba norteamericana provoca más terrorismo.46
Y qué podemos decir de nuestro continente (sudamérica). Como es sabido, la historia de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina esta profundamente marcada por una constante injerencia política, económica y militar del primero hacia la segunda. América Latina siempre ocupó un lugar especial en la estructura del imperialismo norteamericano. Fue el primer territorio de expansión yanqui y estuvo considerado por el establishment del norte como una posesión innegociable. La doctrina Monroe apuntó primero a limitar la presencia europea y buscó posteriormente asegurar la primacía estadounidense. La denominación “Patio Trasero” ilustra esta estrategia de sujeción;47 además la mirada de Estados Unidos sobre los países definidos (desde la administración G.W. Bush) como el “eje del mal”, Venezuela, Cuba y Bolivia, aún no se han normalizado.
Soplan vientos de guerra en sudamérica. Tras la incursión militar de un comando colombiano en territorio ecuatoriano se ha explicitado un fenómeno latente: la profunda división en bloques en nuestra América mestiza, por un lado el neo-socialismo paramilitar de Hugo Chavez y la izquierda indigenista de Evo Morales, junto a sus aliados; por otro lado Colombia con su aparente cercanía y confluencia de intereses con el gobierno norteamericano en su combate al narcotráfico; entre tanto una nueva insurgencia surge en el continente, para algunos un ejercito revolucionario, para otros terroristas y secuestradores –aliados del narcotráfico– .
Existe también una reclamación internacional -fundada en el desconocimiento de tratados bilaterales vigentes- de Perú contra Chile por diferencias limítrofes, pero en cuya base se anidan rencores ancestrales [Guerra del Pacífico], que los miles de peruanos que han emigrado a Chile por razones de trabajo poco entienden. Pese a todo, cabe sincerarse y pensar que el milagro chileno, con todo y sus costos sociales internos- también a generado numerosas antipatías continentales; al parecer el jaguar de sudamerica se ha convertido en un mal vecino o tal vez su consideración es que se encuentra en un mal vecindario, extendiendo así sus lazos comerciales hasta la lejana China, con cuyo gobierno al igual que con el norteamericano ha firmado acuerdos bilaterales de libre comercio, en realidad de dudosa conveniencia en términos de reciprocidad, pero que sin embargo dan cuenta de un Chile abierto al mundo globalizado, interactuando con sus países vecinos como inversionista colonizador, multiplicando los Jumbo, los “Home Center” y otros megamercados por toda la faz del continente bolivariano; motivo de sobra para despertar mayores resquemores, aún cuando debe reconocerse la importancia de la inversión extranjera chilena en la reactivación o estado de sopor de algunas febles economías del cono sur de América. Puestas así las cosas se visualiza que más que un “Estado-Nación” lo que impera y se expande son los negocios, cuyos orígenes y ganancias son tan difusos como la composición de los directorios de estas grandes transnacionales que actúan imponiendo su hegemonía a los gobiernos nacionales. Es el tiempo del Mercado Global, algo que el presidente Allende, en su histórico discurso48 ante las Naciones Unidas en 1972, anunciara.
Pero las grandes empresas transnacionales no sólo atentan contra los intereses genuinos de los países en desarrollo, sino que su acción avasalladora e incontrolada se da también en los países industrializados donde se asientan. Ello ha sido denunciado en los últimos tiempos en Europa y Estados Unidos, lo que ha originado una investigación en el propio Senado norteamericano. Ante este peligro, los pueblos desarrollados no están más seguros que los subdesarrollados. Es un fenómeno que ya ha provocado la creciente movilización de los trabajadores organizados, incluyendo a las grandes entidades sindicales que existen en el mundo. Una vez más, la actuación solidaria internacional de los trabajadores, deberá enfrentarse a un adversario común: el imperialismo.
En su lugar vuelven a aparecer rotundas acciones guerreras contra adversarios físicos en la cercanía o en la lejanía. Los agitadores modernos lo dicen sin rodeos: el creyente ha de mantenerse en vela mientras viva en un sistema político no islámico; su vida sólo adquiere sentido sí está dedicada a la abolición de la hegemonía extranjera49. Quien cae en esa lucha se asegura un puesto en el paraíso; por el contrario, los no creyentes que mueren en pelea injusta contra los musulmanes van directamente al infierno. Aunque no les corresponde autoridad docta alguna, los activistas de las organizaciones bélicas de hoy saben remitirse a las suras50 oportunas. Puede que sus acciones sean abominables, pero sus citas son exactas.51
Todos los comentarios sobre el neo-expresionismo islámico a finales del siglo XX y comienzos del XXI se quedarían en vagas especulaciones si al islam, como religión y modelo cultural, no le hubieran salido últimamente al encuentro dos procesos de cambio que en poco tiempo le han asignado un papel político considerable. El primero de estos cambios es de naturaleza económico-técnica, el segundo de la naturaleza biopolítica. Por una parte, los Estados regidos islámicamente –dicho con mayor exactitud: las clases altas de países como Arabia Saudí, Irán e Irak, a alguna distancia también Libia y Egipto –se aprovechan económica y políticamente de que en su suelo se ha encontrado, o se supone, hasta el 60 por ciento de las reservas globales de petróleo. En la era de la energía fósil esta circunstancia ha puesto en manos de los países extractores de petróleo de Oriente Próximo, a pesar de la conocida ineficacia de sus órganos estatales, de a menudo deplorado retraso de sus estructuras sociales y de la inseguridad de sus sistemas jurídicos, los medios para vivir muy por encima de sus posibilidades. La segunda tendencia refuerza esta sospechosa coyuntura. La población del hemisferio islámico se ha multiplicado por ocho en el período comprendido entre 1900 y 2000 hasta alcanzar la cifra de mil trescientos millones de seres humanos: una dinámica de crecimiento sin par, incluso en la más amplia comparación histórica. Una parte de esa explosión remite a circunstancias que fomentan una reproducción de la miseria; otra está condicionada cultural y religiosamente, dado que la abundancia de hijos sigue representando un gran valor para los musulmanes conservadores; una parte más podría atribuirse a una política más o menos consciente de reproducciones de la guerra, ya que en las naciones islámicas no faltan, desde hace mucho, ideólogos que están orgullosos de empuñar la “bandera de la reproducción”. Estos factores caracterizan las circunstancias bajo las cuales pudo ponerse a la orden del día la reanudación de programas universalistas ofensivos por sectores del islamismo militante. Que en círculos de combatientes se fabule con frecuencia sobre la nueva instauración del califato universal muestra que no pocos de los radicalizados viven en mundos paralelos suspendidos . En ellos el surrealismo inherente a todas las religiones llega a convertirse en ensoñación con ojos abiertos. Planean sobre una agenda puramente imaginaria, que ya no puede concertarse con ningún tipo de historia real. El único vínculo entre sus construcciones y el resto del mundo lo produce el atentado, causante del mayor número de víctimas posible, que por su forma escénica representa una razzia desde el mundo de los sueños al real.
La popularización del yihad52 en los conflictos del presente conlleva la desublimación del concepto y con ello el regreso a su primer significado, y eso a pesar de todas las objeciones por parte de intérpretes más espirituales. La idea de la lucha contra el sí-mismo inferior trajo a la vida una militancia espiritualizada sin enemigo exterior, como también se ha observado en la transformación del arte de la guerra de Extremo Oriente en disciplinas de lucha espiritualizadas. El sutil yihad quería ser llevado a cabo como campaña contra el resto pagano en el interior de uno mismo; con lo que el creyente descubre dentro de sí oasis rebeldes y provincias anárquicas en las cuales no han penetrado aún el imperio de la ley. Con el retorno del enemigo real, aunque sea sólo a nivel de malentendidos y proyecciones, desaparecen los significados transmitidos.