Observaciones Filosóficas - Sloterdijk y el hombre como experimento sonoro; deriva biotecnológica e historia espiritual de la criatura
En la filosofía de Sloterdijk se puede encontrar una multiplicidad de escenificaciones en las que intervienen los actores por excelencia de la historia: el hombre, la divinidad, los animales, las fuerzas de la naturaleza, los artefactos tecnológicos; todo en escenarios tan dispares como hordas, polis, burbujas, globos, espumas, cosmos; en estados de cosas tan disímiles como el sueño, la vigilia, la subjetividad, el estado narcótico, el líquido amniótico, el jardín del Edén, etc. Ante esto se pueden distinguir dos grandes líneas narrativas que en su filosofía se articulan para dar cuenta de la caducidad del humanismo –la última gran filosofía de la historia– y del advenimiento de una nueva era posthumanista1, desestructurando los supuestos fundamentales del humanismo, a saber: la estricta distinción entre naturaleza y cultura; y la dicotomía sujeto y objeto, diversificando los planteamientos y unidades de sentido histórico. Para esto, Sloterdijk realiza una suerte de historia natural de la especie junto a una historia espiritual de la criatura, relatos que se fundamentan en la tesis nietzscheana según la cual el hombre es un efecto de programaciones y adiestramientos. Así, ciencia zoológica y ciencia pneumática se constituyen en la historia de los procesos antropotécnicos capaz de introducir en la escena de la teoría aquello con lo que el hombre convive –y ha convivido– cotidianamente, a saber: signos, señales, símbolos, máquinas, herramientas, animales, plantas, virus, bacterias, textos, obras de arte, museos, prótesis, intervenciones quirúrgicas, fármacos; a esto se debe sumar la irrupción de los artefactos tecnológicos en la determinación de la vida humana. La historia de esta cohabitación con elementos cuyo estatuto ontológico no ha sido suficientemente aclarado es el desafío de la filosofía de Sloterdijk. Bajo esta perspectiva, el mismo estatuto ontológico del hombre no está claro; en este sentido, Sloterdijk entiende al hombre como una deriva biotecnológica asubjetiva que vive hoy un momento decisivo en términos de política de la especie.2
Para Sloterdijk el individuo, en el sentido usual de las sociedades modernas, es una creación tardía de las "altas" culturas.3 Dicha opinión nace de una reflexión sobre las condiciones históricas del surgimiento de individuos. Para entender el proceso, explica Sloterdijk, hay que recordar que los grupos humanos son naturalmente ruidosos. Mientras los lazos sociales son muy estrechos, la vida de cada uno trascurre amparada por el ruido constante del grupo. Nadie se aparta de este clima envolvente, prueba audible de la unión de todos por la sangre y los parentescos. En el paisaje nativo, cada tribu declara su identidad mediante su característica producción sonora. Estar siempre al alcance de la voz es mantenerse en la seguridad de lo familiar y propio.
El surgimiento del individuo en las sociedades posteriores exige –según Sloterdijk– que en un determinado momento hayan aparecido, novedosas prácticas de silencio. Pero ¿cómo comienzan tales prácticas en las culturas más avanzadas? No fue sino con la escritura y el consiguiente ejercicio de la lectura silenciosa que se produjo este momento decisivo. La individualidad capaz de reconocerse a sí misma presupone así que los miembros del grupo puedan retirarse a ciertas islas de tranquilidad en las que les llama la atención una posible diferencia entre las voces de lo colectivo y las voces interiores, una de las cuales se destaca, finalmente, como la propia. El silencio de los conventos opera con esta diferencia, para que se pueda distinguir el murmullo divino de la bulla humana. Sloterdijk señala que "el hombre interior no existe antes de que los libros, las celdas de los conventos, los desiertos y las soledades lo definan; la razón, con su voz amortiguada, no puede habitar en el hombre antes de que él mismo se haya convertido en celda o cámara silente. Un yo razonable no llega siquiera a existir sin aislamiento acústico".4
Otras cualidades inseparables de la individualidad también están ligadas a la posibilidad de distanciarse y de acceder al sosiego y al silencio. Una cultura que permite a las personas retirarse del ruido de los grupos compensa a sus representantes con el acceso a lo que pudiera ocurrir en sus propias cabezas; les regala unas vacaciones de los prejuicios y de esas gesticulaciones que no redundan sino en que la intimidad sea tan ruidosa e inquieta como la exterioridad compartida con otros. ¿Qué es una convicción firme sino una fuerte voz interior que se ha adquirido ejercitándose? Esta gritería de las opiniones en mí es sofocada mediante la meditación filosófica. Un servicio considerable entre los que presta el silencio, según Sloterdijk, es la separación de lo público y lo privado. Estos dos conceptos, tan importantes en política, reflejan la diferencia entre los modestos ruidos familiares y la algarabía en los grupos. "Lo que después se llamará política no es al comienzo más que una forma cultural del hábito de hablar a gritos".5
La relación de uno a uno consigo mismo, el pensamiento como diálogo interior y la apelación jurídico-religiosa a la conciencia, entre muchas otras propiedades del individuo contemporáneo, no tienen ningún sentido antes que los atletas del aislamiento acústico, del claustro y la lectura silenciosa pusieran su cuerpo como caja de resonancia de los preceptos divinos. Estos hombres pertenecen a la historia del esfuerzo del sujeto occidental, por más que a muchos trabajadores modernos les cueste admitir su procedencia, cuando menos indirecta, de aquellos antiproductores extenuados6 de la autoinmolación acústica y el experimento sonoro.
En la modernidad, siglos después de la experimentación ascético sonora, el hombre se constituye en caja de resonancia de lo que le salga al paso. El mundo como sistema polifónico de sonidos –como multiplicidad sonora– se presenta ante el individuo como la constante amenaza de ser invadido por tonalidades capaces de auscultarlo, subyugarlo y secuestrarlo, conduciéndolo hacia mundos sonoros donde la musicalización mediática de todos los espacios inunda las últimas lagunas de interioridad. Ante este estado de cosas, la huida hacia dentro, el hondo repliegue en el espacio íntimo, la quieta escucha de las voces interiores y el encuentro con el yo más real parecen imposibles. Entonces ¿dónde huir?; ¿cómo ausentarse del ruido mundano para sumergirse en la escucha de sí?; ¿cómo ecualizar la existencia sin acceso al silencio interior?, la ciencia y filosofía occidentales con su repertorio de paradigmas metafísicos no parecen tener respuesta para esto. La humana necesidad de huida del mundo halla respuesta en las palabras de Cristo pronunciadas ante la multitud del pueblo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público”7. Esta ruta de la fuga mundi es rigurosamente experimental, supone, en primer lugar, que cada hombre puede ser una cámara silente, ingresando en el propio aposento herméticamente cerrado. De este modo, la morada clausurada se constituye en espacio de la manifestación divina. Todo ruido mundano, toda sonoridad ajena a la morada críptica ha de quedar absolutamente fuera; en cambio, el único sonido que se anhela y permite junto a la voz amortiguada de la oración es el soplo del Espíritu que fluctúa de lo tenue a lo recio, de un cálido soplo a un viento flamígero como lo muestran distintos pasajes bíblicos. En segundo lugar, una vez dentro de sí sólo se puede escapar del mundo ingresando en el medio del Padre: el secreto (kriptós). El Dios invisible habita en el secreto y ve en el secreto del hombre la íntima alabanza de quienes le adoran en espíritu y en verdad. Así, el sermón de Cristo comunica que en cada hombre hay –puede haber– una habitación pneumática en la que se entona un íntimo salmo de alabanza a Dios.
En la era de la falta de albergue metafísico, por recordar la definición de modernidad de Lukács, se generaliza el hábito de la huida,8 de la evasión no sólo de no escuchar a otros, sino el de no poder o no querer escucharse a sí mismo. Así los hombres que no pueden escuchar su silencio carecen de aquella música interior que vivifica de un modo supramundano y sobrenatural. En este sentido, la ruta recién desplegada es un repliegue no escapista sino más bien de albergue acústico en el regazo de un Dios que, según sus propias palabras, quiere hacer morada con lo mortales.
Las consideraciones anteriores en torno al hombre como viejo experimento sonoro que ha devenido contemporáneamente ser de alta permeabilidad acústica, incitan a una reflexión en torno a la música como recurso de evasión del metafísico animal de la ausencia. La música que atesoramos, que nos habita y secuestra, provoca un ahondamiento, una receptividad hacia emociones que de otro modo nos serían desconocidas. Los intentos de desarrollar una psicología, una neurología y una fisiología de la influencia de la música sobre el cuerpo y la mente se remontan a Pitágoras y la magia terapéutica, pasando por Schopenhauer y Nietzsche, hasta llegar a Sloterdijk, quien plantea como basamento de este interrogar, como pregunta estrictamente filosófica y exploratoria de la experiencia musical: ¿dónde estamos, cuando escuchamos música? A la que podríamos añadir ¿a dónde nos dirigimos cuando escuchamos música? O, mejor aún, ¿hacia dónde somos conducidos?9
La música puede invadir y sensibilizar la psique humana ejerciendo una especie de secuestro del ánimo, con una fuerza de penetración y éxtasis, tal vez sólo comparable a la de los narcóticos o a la del trance referido por los chamanes, los místicos y los santos. No es casual que la palabra alemana Stimmung signifique “humor” y “estado de ánimo”, pero también comporte la idea de “voz” y “sintonía”. Somos “sintonizados” por la música que se apodera de nosotros.10 La música puede transmutarnos, puede volvernos locos a la vez que puede curarnos. La importancia de la música en los estados de anormalidad del ánimo es un hecho reconocido incluso en el relato bíblico donde David toca para Saúl. Las estructuras tonales que llamamos 'música' tienen una estrecha relación con las formas de sentimiento humano –formas de crecimiento y atenuación, de fluidez y ordenamiento, conflicto y resolución, rapidez, arresto, terrible excitación, calma o lapsos de ensoñación– quizás ni gozo ni pensar, sino el patetismo de uno u otro y ambos, la grandeza y la brevedad y el fluir eterno de todo lo vitalmente sentido. Tal es el patrón, o 'forma lógica', de la sensibilidad, y el patrón de la música es esa misma forma elaborada a través de sonidos y silencios. La música es así “una analogía tonal de la vida emotiva”.11
La música es el arte de la personificación, de la escenificación de las emociones. La música cumple una función política y religiosa, incluso “sagrada”, de cohesión del cuerpo social; la utilización de medios de amplificación del sonido se inscribe en una estrategia de ruptura con los códigos identitarios, con la eclosión de la heterogeneidad, con la producción de una animosidad colectiva. Los himnos han equilibrado la nostalgia, han acallado el estupor e incluso enjugado lágrimas, evitando la disolución de los sujetos y contribuido a la conservación de lo humano en un solo cuerpo tonal. Así, en las edades, en la sucesión histórica, en el progresivo deterioro de las sociedades, en las épocas de fatiga y devastación, en los tiempos de asolamiento, de la caída de imperios y la irrupción de las hordas, cuando los tiempos amenazaban hacerse demasiado sonoros, allí irrumpía el genio, el músico que insertaba, contra el positivismo de orquesta y la obstinación de los compositores, recogimiento, silencio y secreto. Restaurando la armonía global.
El hombre como efecto de programaciones y adiestramientos, como prodigiosa fuerza plástica y experimental, se revela como sujeto de vacilación elemental respecto de un mundo que se supone está ahí para acogerlo. Este fugitivo de la normalidad cósmica, nunca menos que perplejo ante “la arbitrariedad de las cosas”, desarrolla una característica tensión hacia otra parte que, indefectiblemente, tiene presente como búsqueda y nostalgia. Una vez fuera de la ruidosa atmósfera tribal, los hombres evolucionan a metafísicos animales problemáticos que, incidentalmente, se enajenan en su inclusión en el mundo; como seres que se pueden extraviar en el entorno, se esfuerzan en poner remedio a la certeza de estar fuera de lugar.
Para Sloterdijk la acumulación de experiencias desconcertantes en este sentido da lugar a la emergencia del humano potencial de traslado, de la contramarcha que emprenden algunos individuos de los esquemas de su cultura, esgrimiendo abiertas consignas de negación ante la normalidad cósmica. De esta forma, se extiende sobre la tierra un cinturón ascético, escenario de una pujante divergencia respecto de los estándares impuestos por el mundo.12
La demanda de traslado genera una historia natural de lo desnaturalizado o, si se quiere, de lo sobrenatural (también de lo alternatural) en el interior humano desde el momento y lugar en que, del sedentario animal de la presencia de milenios, surge el metafísico animal de la ausencia. Desde esta perspectiva, más allá de la antropología positiva y negativa, se esboza la silueta de una ciencia de hombres polivalentes u hombres metamórficos. Entonces, la historia sería el drama en el que se desarrolla la lucha formidable por el verdadero lugar y el verdadero elemento de la vida humana. Pero ¿cómo es pensable la emergencia de traslado?; ¿cómo nos posicionamos en esa historia natural de lo desnaturalizado y lo sobrenatural?; ¿cómo es que la negación de lo dado mediante lo supuesto puede convertirse en potencia mundial?: son parte de las cuestiones que nuestra conciencia individual debería plantear a una conciencia histórica, con tal que se supiera qué quiere decir “histórica”.13
Sin embargo, más allá o más acá de estos cuestionamientos lo único claro es que los esforzados animales productores de historia continúan acumulando experiencias desconcertantes con el peso del mundo, por lo cual buscan su camino entre las verdades de la despreocupación y el desconsuelo. Sloterdijk afirma que si se logra obtener referencias más exactas sobre estos movimientos de búsqueda, estas reflexiones alcanzarían su propósito; darían una idea de cómo debería formularse una guía de ruta antropológica de la posibilidad de huida del mundo.